Introducción

«No hemos de preocuparnos de vivir largos años, sino de vivirlos satisfactoriamente; porque vivir largo tiempo depende del destino, vivir satisfactoriamente, de tu alma. La vida es larga si es plena». Séneca, Epístolas a Lucilio, Libro XV, Epíst. 93,2

Pronunciar una laudatio tiene tanto de honor como de osadía. Honor por poder elevar la voz elogiando y evocando la fi gura de alguien a quien todos debemos algo, osadía por creer que se puede hacer bien y con justicia. Quien conozca al profesor Antonino González Blanco sabrá que ha sido y es un hombre dedicado plenamente a su familia y a su trabajo con toda la energía de la que es capaz; y quien le conoce sabe que esa energía es mucha. Su aportación a la ciencia ha sido extraordinariamente fecunda, despertando el asombro de cualquiera ante una actividad en la que cabrían muchas vidas, pues como todos sabemos, la historia de la Antigüedad no ha sido el único campo en que se ha movido don Antonino, quien ha cultivado también la antropología, la arqueología, la toponimia y heráldica, entre otras ciencias. En efecto, ante sus muchos servicios prestados podríamos hablar hasta cansarnos; en especial si nos referimos a sus investigaciones
en campos hasta entonces inéditos o poco conocidos en la historiografía de este viejo reino de Murcia. Fue él quien impulsó los estudios de la toponimia, que se habría perdido irremisiblemente sin su trabajo tanto de documentación como de campo, porque entrevistó a gentes de muy diversa condición municipio por municipio y comarca por comarca. Asimismo debemos recordar aquí la catalogación de la heráldica de la Región, también municipio a municipio, que
igualmente hubiera sido poco conocida y notables ejemplos hubieran permanecido inéditos sin su aportación. Recordamos también aquí sus empeños, recogidos en varios libros y congresos para estudiar la red de caminos y el poblamiento antiguo en Murcia. Recordamos sus cursos de antropología y su Revista Murciana de Antropología, auténtica creación personal de su genio y trabajo permanentes. Además de esa revista, donde se recogen los esfuerzos de decenas de investigadores murcianos, don Antonino ha sido el organizador y el alma de tres congresos internacionales de antropología celebrados en Murcia y de dos del Campo de Cartagena.

La revista Antigüedad y Cristianismo —su creación más personal, directa y ambiciosa— es, hoy por hoy, una de las referencias obligadas para el estudio de la Antigüedad Tardía. Entre sus múltiples aportaciones que pueden encontrarse en ella, hay que citar el estudio del hábitat rupestre durante la Antigüedad tardía; el de las cuevas como santuarios y eremitorios (casos de La Camareta de Hellín, en Albacete; y de La Cueva Negra de Fortuna, Murcia); el estudio de los visigodos en Hispania; los estudios de urbanismo romano y de las ciudades tardoantiguas (singularmente las excavaciones de Begastri en Cehegín, Murcia); y en general todo tipo de cuestiones que atañen al cristianismo antiguo. Tampoco debemos olvidar que gracias a su empeño la Universidad de Murcia se convirtió en uno de los centros principales de la arqueología española en el Próximo Oriente. A sus tremendos esfuerzos se debe el nacimiento de no pocas vocaciones de los orientalistas nacionales.

Pero, con total seguridad, es más importante su herencia humana, el papel desempeñado en la formación de sus discípulos, que antes fueron alumnos, luego colaboradores con mayor o menor intensidad, y más tarde propagadores de su llama y de su ilusión por saber y conocer. Los méritos científi cos hablan por sí solos, pero quizá convenga más aquí hablar del perfi l humano del hombre a quien rendimos tributo.
No es ningún secreto que después de su familia, han sido sus alumnos los más cercanos a su corazón. Sus discípulos y colaboradores guardan memoria indeleble del día en que este profesor riojano se encontró con ellos. En Murcia casi todos conocimos a don Antonino siendo muy jóvenes.

Para muchos ese encuentro resultó decisivo de muchas maneras, para la vida científi ca de casi todos, para la vida personal de la mayoría. Cuando cada año entraba por primera vez en el aula aquel catedrático, los bisoños alumnos de primer curso tenían la impresión de encontrarse frente al rey de Prusia, y por su aspecto y sus maneras, muchos antiguos alumnos jurarán sobre la Biblia que les recordaba ciertamente a un profesor de origen prusiano o incluso a un severo
pastor protestante. Los alumnos suelen defi nir muy bien a su profesor mediante apodos casi siempre inteligentes, a veces incluso cariñosos. Sus alumnos le bautizaron de diferentes formas: Kaiser, apelativo que encerraba un porcentaje de admiración por su sabiduría y otro tanto de cariño por su humanidad con los alumnos; Basileus, por idénticas razones; y cuando la hora de la tutoría se ponía fea, frente a frente en su despacho, solía ser Júpiter Tonante. Pero casi siempre
fue don Antonino. Con este apelativo y obviando otros como profesor González Blanco o doctor González Blanco, se han dirigido a él todos sus alumnos. Sin embargo su autoridad siempre ha contrastado con su proximidad, que era desconcertante al principio. Era posible hablar con él en su despacho cara a cara y con sinceridad por ambas partes. Además, se mostraba interesado por remediar las sirtes de nuestra incolmable ignorancia.

Enseñaba con pasión, e incluso vehemencia. Su interés era esencialmente que «despertáramos », que aprendiéramos a ver por nosotros mismos, que supiéramos valorar el esfuerzo de un trabajo bien hecho y que llegáramos hasta el fi nal en aquello que emprendiéramos. ¿Qué era lo que un alumno joven veía en este profesor, probablemente sin que él mismo fuera consciente de ello o le diera especial importancia? Quizá se podría contestar así: además de un trabajador  incansable se apreciaba un temperamento enérgico, que era capaz de inspirar hasta un cierto temor mezclado con admiración en aquellas almas todavía juveniles de sus discípulos, cosa que combinaba con una extraordinaria capacidad por transmitir entusiasmo y convencimiento por aquello que estaba haciendo. No había afección ni hipocresía, se mostraba como era, y eso quiere decir: claro, directo, a veces tan directo y tan claro que su franqueza tenía el efecto de un terremoto.

Lo primero que percibimos era que aquel profesor trabajaba de una manera absolutamente diferente. Era difícil que no nos llamara la atención: su conocimiento de las fuentes antiguas parecía casi una segunda naturaleza. Nos imaginábamos que en su cabeza se disponían organizadamente copiosos volúmenes que había debido ir leyendo desde su época de estudiante.
Dominaba con fl uidez varios idiomas pero no sólo como herramientas para conocer la historia de la Antigüedad, pues a muchos alumnos suyos les transmitió no sólo el amor por los estudios históricos sino que indirectamente y por añadidura también les inculcó el amor por la cultura alemana, pues don Antonino siempre ha repetido que el alemán debía ser para nosotros «la tercera lengua clásica». Abría a sus alumnos horizontes antes jamás imaginados siquiera, proponía perspectivas que se aproximaban hacia los márgenes de la ortodoxia. Por ello aún en la edad de su jubilación es el profesor de la universidad que más se ha rodeado de gente joven. Desestabilizaba y ponía en tela de juicio las teorías que considerábamos inconmovibles, que otros profesores nuestros consideraban inamovibles, que nuestros manuales daban por seguras y por ciertas. Pero ante todo nos hacía leer y leer y leer, y volver una vez y otra sobre lo leído, así nos dimos cuenta de que estaba en nuestra mano y en la de nadie más dejar de padecer el mal de la ignorancia. Aquel profesor usaba además términos que nosotros ni entendíamos al principio ni sabíamos de su existencia: tardoantigüedad, cosmovisión, mentalidades, historiografía, hermenéutica, exégesis, gnosticismo, arrianismo, religiones mistéricas. Recordamos también aquellos novedosos y renovadores trabajos de investigación que don Antonino nos invitaba a emprender y a culminar en un plan docente que él mismo diseñó más allá de los límites de la programación ofi cial: ¡aquello sí que era un verdadero uso de su libertad de cátedra, utilizada con responsabilidad y valentía! Al principio nos arrastrábamos a regañadientes, espantados de tanta osadía o asustados por lo que nos parecía pura temeridad para sacarnos de la oscuridad de la cómoda caverna en que estábamos: había que entregarle voluminosos trabajos, con decenas de mapas comentados, con miles de listas bibliográfi cas recogidas exhaustivamente, con la paciencia de un monje benedictino —cosa inaudita y un poco difícil de encontrar en el joven de dieciocho años que todos hemos sido—, tuvimos que revisar revistas, enciclopedias y monografías que nunca habíamos oído ni nombrar y que acumulaban polvo y se acartonaban sin usar en las estanterías de los departamentos. Había otra cosa que nos maravillaba y nos dejaba atónitos: su capacidad de metamorfosearse y de presentarse como un nuevo Proteo. Tan pronto estaba hablando de la Atenas de Pericles, como se adentraba en la antropología, en la arqueología, en el derecho, en la mitología… Fruto de esa aparente dispersión, que no era tal, sino fruto de la multiplicidad de enfoques y de una visión unitaria de la vida y de la historia, fue una apertura tremenda de perspectivas, de vínculos. Al igual que en la polifonía muchas voces diferentes crean un todo único y armónico, así también su enseñaza se disponía desde múltiples puntos de vista complementarios. Enseñaba verdaderamente que la historia debía ser una ciencia total,  integradora, producto de la refl exión.

Los conocimientos puros estaban bien, qué duda cabe, pero eso era sólo una parte del aprendizaje, con don Antonino habíamos entrado en un doble rito de paso, pues si por una parte nos enseñaba como nadie a buscar la información, siempre nos advertía que precisamente desconfi áramos de la información, que no nos convirtiéramos en esclavos de ella y que nunca, nunca, la confundiéramos con la formación. El aprendizaje en estas condiciones tenía algo de espiritual.

Aquellos alumnos que recibieron su magisterio acogían, al principio con estupor, aquella suerte de efectivas bofetadas mentales que despertaban en ellos, en nosotros, un modo de pensar y de enfrentarse a las cosas con bastante mayor sentido crítico que antes. La concepción de la historia y la manera de trabajar sobre ella que tenían sus alumnos se vio muy cambiada y ya no fue la misma después de los auténticos ritos de tránsito que eran su docencia. La consecuencia era evidente, para hacer verdad el adagio de que sólo el cielo ve el lomo del gavilán y ser capaz de mirar el mundo desde las alturas, había que aprender a volar. Este era el paso más difícil y el momento más crítico del magisterio de don Antonino. En efecto, arrostramos con arrojo empresas más difíciles porque él decía y nosotros creíamos en lo que decía: «Lo que hagáis, bien está».
Aquello era ofrecer a manos llenas confi anza en nuestras limitadas posibilidades. Es cierto que unas veces regresábamos vapuleados de los congresos y hasta de los tribunales de oposición -y él reía contento-; sin embargo otras las aportaciones que presentábamos signifi caban humildes avances en la historiografía.

Parte crucial en la formación de los alumnos de don Antonino era el reparto de temas de tesinas y tesis doctorales, que se acataba con lealtad, no exenta —si hemos de decir la verdad— de cierta desconfi anza e incredulidad, porque de buenas a primeras nos caían en suerte temas en apariencia tan remotos y distantes como hubiera podido ser el estado de la cuestión acerca de las tormentas solares: tal padre de la Iglesia apenas oído antes por unos; tal sínodo episcopal; tal emperador con sus leyes a cuestas de los códigos de Teodosio y Justiniano.

La pequeña pero escogida biblioteca de nuestro añorado departamento de Historia Antigua se convirtió además en una minúscula Academia donde se debatían en diferentes seminarios, con alumnos más aventajados y con licenciados, temas en profundidad de la Historia Antigua, ya fuera de Grecia, de Roma o del Próximo Oriente. Pero además se convirtió en un punto de reunión de un puñado de jóvenes con una vocación común. Allí nacieron muy buenas ideas como la creación de revistas y asociaciones de estudiantes; si el maestro no hubiera servido de acicate, quizá no habrían nacido. En aquellos tiempos, con don Antonino, uno accedía al microcosmos del pequeño departamento: las tutorías y las conversaciones de antes y después, los compañeros históricos del departamento, los que conocimos y a los que admirábamos y aquellos otros, semilegendarios, de los que sólo habíamos oído hablar y que estaban fuera, en el extranjero, becados, lejos, haciéndose historiadores.

Nos agradó sobremanera que don Antonino nos animara a participar en congresos, en jornadas y en excavaciones. Y allá que íbamos por villas y tierras nunca holladas por nosotros.
Es forzoso recordar que él proporcionaba durante aquellos viajes, excavaciones y congresos lo que necesitábamos, de su propia hacienda: el yantar, el hospedaje y el viaje. Y de esto sabe mucho su esposa, Inmaculada, que no sólo ha sido su compañera infatigable en sus muchas investigaciones científi cas, sino que también cuidó de docenas alumnos durante muchas campañas en Begastri y nos soportó incluso cuando, en la fl or de la edad, no éramos precisamente lo que se dice tiernos y discretos infantes, fi nos como cisnes, sino más bien todo lo contrario, que Dios nos perdone. Nosotros únicamente aportábamos, en aquel insignifi cante auxilium que prestábamos a la causa común de la busqueda de la sabiduría, las modestas armas de nuestra ignorancia y la espontaneidad de nuestra rudeza, aún no maleada por las convenciones. Éramos jóvenes. Pero acudíamos felices a los eventos científi cos con artículos realizados con inexperiencia, que suplíamos con ilusión. «¡Lanzaos a volar!», o «adelante con los faroles», nos decía nuestro maestro. Luego, era imposible resistirse al consilium que se había creado en torno a él, a las tutorías que debíamos impartir en alumnos de primer curso de carrera empezando a ser docentes a pequeña escala y aprendiendo a dar antes que a recibir. Como dice la máxima evangélica que don Antonino repite tan a menudo: «Lo que gratis recibisteis, dadlo gratis» (Mateo 10, 8). Aquello se aplicaba a rajatabla y todos, o casi todos, lo sabíamos y lo respetábamos en un código de honor propio de la orden de caballería templaria. En 1995 nuestros compañeros de aula bautizaron a los tutores del área de historia antigua como los comites Antonini, la intención era de sana ironía, pero dieron absolutamente en el clavo: los compañeros de Antonino. Tocaba entonces tratar de transmitir a las nuevas generaciones el conocimiento, de una forma altruista, sin remuneración económica, sin más soldada que la dicha de participar, aunque fuera con poco, en una manera amplia y generosa de entender la docencia y de perpetuar el sentido de otra de las sentencias de don Antonino: «Sed apóstoles del conocimiento». Por todo ello, de esta guisa, se fue creando a su alrededor, y todavía perdura por obra de aquel hombre, Antonino, una anfi ctionía de investigadores, cada uno en su puesto de trabajo y en su materia.

Sus conocimientos, siendo muchos, no son la cosa que más ha infl uido en sus discípulos, ni es aquello por lo que más le recuerdan sus alumnos, ni los doctorandos que tiene le buscan aún hoy porque sea un hombre que —como se dice en nuestros días— «domine» o «controle» su materia. La verdad, no era tanto lo que decía ni lo que enseñaba, sino cómo lo hacía. Es cierto que de continuo ponía especial énfasis en que sus alumnos supieran manejarse por la biblioteca universitaria con una destreza inusitada. Es verdad que nos inculcaba la convicción de estar siempre aprendiendo y nos exigía no conformarnos con programas de estudio o literatura manualística (¿quién habrá aquí, entre los presentes, que haya olvidado sus lecciones críticas sobre la obra de Solón?). Había que descubrir literatura científi ca en otros idiomas. Había que  saber leer entre líneas no sólo nuestras «fuentes», sino nuestros autores modernos. Es verdad que gracias a él muchos libros salieron de las estanterías de la biblioteca prestados por primera vez a estudiantes (o prestados por primera vez, sencillamente). Pero más que todo eso yo diría que lo que sorprendía a sus alumnos era lo mucho que esperaba de ellos, que les consideraba capaces de realizar una investigación o un trabajo de campo, que les trasmitía confi anza, que les trataba, dicho claramente, como a personas adultas. Intelectualmente enseñaba a sus alumnos a no fi arse de las verdades aparentes; constantemente repite en su docencia: «Las ciencias son razones en sistema, no verdades en sistema». Era algo ciertamente extraño, pero este hombre nos trataba como adultos plenos. Sencillamente se nos consideraba personas capaces de actuar competentemente tan sólo cumpliendo una única y sencilla condición: la de ser serios y veraces en el trabajo. Ni más ni menos. Esto tenía un efecto benéfi co inmediato, y era que se perdía el miedo a equivocarse y se despertaban deseos de obrar y actuar, de empezar a ser un verdadero historiador. Se puede decir sin miedo que nos enseñaba en libertad y para la responsabilidad, no para seguirle como un rebaño a su pastor. Lo verdaderamente revolucionario es que aplicando el método de don Antonino, un alumno suyo puede contradecir al maestro, dudar de una afi rmación suya; debe en defi nitiva, seguir la voz de su sentido crítico y de su conciencia. Ninguna otra voz.
Pocos maestros hay que enseñen de ese modo a vencer el miedo a la libertad. En su docencia no creo que don Antonino haya pensado en ser, digámoslo así, el explosivo propiamente dicho, pero sí el detonante que activaba la carga que cada cual llevaba dentro. Con diferencia es el profesor que más atención ha dedicado a sus alumnos, quizá consciente de las posibilidades abiertas que tiene cualquier persona por joven que sea, ya que todo ser humano se siente por naturaleza inclinado al saber, y a veces sólo necesita una pequeña ayuda para despertar, porque al fi n y al cabo ¡cuánta nota duerme en la olvidada lira esperando la mano que sepa arrancarlas!
Para muchos, don Antonino ha podido ser esa mano. Porque, si bien es cierto que en su trato con los alumnos despedía una autoridad que en muchos casos intimidaba, no es menos verídico  que trataba a estos mismos alumnos con una especie de camaradería, y no son pocas las veces que ha recordado que prefi ere que ser acompañado a que le sigan.

Por todo lo cual, el mayor benefi cio que han podido obtener quienes se han formado científi camente con él es el de la independencia de criterio y el amor a la verdad. Esta camaradería  continuaba más allá de las horas propiamente lectivas: había excursiones, conferencias, revistas de estudiantes, congresos, en fi n toda su intensa actividad se desplegaba con sus alumnos y para  sus alumnos. Todo ello era posible, y bien puede ser ésta la enseñanza más digna de alabanza
de nuestro maestro, porque —según confesión propia— su trabajo no era tanto una profesión cuanto una misión. Quizá su presencia imponía demasiado, pero no tanto como para no ver que nunca ha actuado en benefi cio propio, sino siempre pensando en qué podía ayudar o ser útil y cómo podía colaborar al interés de todos. Ciertamente, era ahí donde este profesor impartía una de sus enseñanzas más venerables: buscar el bien común, actuar en benefi cio general y no guiados por criterios de mera rentabilidad. Muchos recordarán cómo, todavía hoy, responde en sus solicitudes de proyectos científi cos, a la pregunta de quién es el mayor benefi ciario de la actividad que se quiere realizar, con un contundente «toda la humanidad».

Sabemos que la jubilación y la honesta missio de don Antonino no derivarán hacia la mísera muerte de Jasón, contemplando las ruinas de su obra y bajo la proa de su nave Argos. Tal cosa únicamente acaece a los seres humanos que se complacen con vanidad en sus pírricas victorias contra la nada. La despedida de la docencia activa de Antonino en las aulas, no signifi ca la renuncia a su enseñanza, porque no existe ocaso cuando un hombre se entrega a sus semejantes y ofrece todo cuanto sabe o conoce. Más bien podría ser como el nostos de Odiseo en torno al olivo centenario de su oikós. Porque su legado no es meramente material. Puede afi rmarse que la vida de don Antonino es sin duda una vida plena, pues vive como al comienzo de estas líneas nos advertía Séneca que hay que vivir, entregado a la causa de la busca del conocimiento y de la sociabilidad, compartiendo la búsqueda misma con quien se le acerca y no guardándola celosamente para sí, cultivando así el don de la amistad en la sabiduría. Esta vida plena dobla ahora el cabo de los Setenta Años. Si bien de acuerdo con un simple criterio legal, el umbral de los setenta años marca la edad del retiro, tal cosa no tiene más repercusión que la meramente administrativa, pues es seguro que don Antonino no se considera «retirado» en lo esencial. Sus amigos, discípulos y colaboradores rinden homenaje y muestran su agradecimiento al hombre con el que se encontraron en el camino de su existir y les tendió la mano o les mostró no ya la dirección que debían tomar respetada siempre en el inviolable fl uir de cada cual, sino cómo  debían elegir la dirección que querían seguir: con honestidad, trabajo y energía.

ALEJANDRO EGEA VIVANCOS
RAFAEL GONZÁLEZ FERNÁNDEZ
JUAN JORDÁN MONTES
JOSÉ ANTONIO MOLINA GÓMEZ