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(Instituto de Ciencias
Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma de Puebla. México)
El lector
seguramente ha reparado en cuántas y cuántas personas transitan por la calle
como enfermos terminales. No han logrado disimularlo del todo y se les nota
retratado en los ojos. Tal vez entre ellas nos contemos el lector y yo, quiero
decir: somos tan fallidos simuladores como los demás. En rigor, los humanos,
más: todos los seres vivos, llevamos pintada la muerte desde el nacimiento o,
si se quiere, desde la concepción misma.
Claro, en el hombre los primeros años
de vida se pasan muy ocupados en descubrir el mundo y todavía no ha llegado la
notificación oficial tanática, de
modo que la fase terminal no se siente, o casi, y claro, no se nota, o
casi. Ya avanzada la infancia, los
miedos se focalizan, son heraldos de la muerte, pero no tarda la adolescencia
en irrumpir, borrón y cuenta nueva: volvemos a estar muy ocupados, esta vez con
el sexo, y la muerte no pasa de tema de conversación. Por fin, al descomponerse
la adolescencia, ya no caben aplazamientos. Es cuando recibimos la notificación
oficial tanática: somos enfermos terminales desde
siempre y cualquiera sea la edad que alcancemos. Esto dice la notificación tanática y cada humano ha de recibir la suya.
Ante esto, hemos acordado el pacto del
silencio. Que nuestro vecino no se entere de que un día voy a morir. Que los
cuates no se enteren de que un día voy a morir. Que nadie... no podemos evitar
que los hijos lo sepan y pregunten, pero a ver si rápido lo olvidan. Y ¡salir a
la calle sin mirar a los ojos de los demás, salir sonrientes como si
estuviéramos ante el cómplice espejo!
II
Y sorteamos la
tentación del suicidio. Este fenómeno merece un párrafo. Obedece a múltiples motivaciones, cada caso
es un universo, pero algo es común a todo suicidio: resulta una eutanasia si
estamos a lo dicho, que cada ser vivo está desde el comienzo en fase terminal.
Y también: como toda persona que muere, el suicida lo hace en soledad. Esto no
se entiende bien a menos que se lea con atención el cuento de León Tolstoi sobre Iván Ilich. Los
seres que rodean al moribundo no pueden acompañarlo más allá de una cierta
barrera de su percepción, por más amor que le profesen.
Por cierto, el suicida viene
reforzando su soledad desde el momento
en que tomó la decisión de dejarse llevar por la pulsión tanática.
Difícilmente pueda confesar su propósito, sería maltratado como si fuera un
delincuente, el suicidio es un acto clandestino, es el juego del hecho
consumado: mejor pedir perdón que pedir
permiso (perdón, claro, en carta póstuma). Tampoco es fácil entender el
grado de soledad que alcanzan los suicidas. Cada uno se considera el último
Adán, no queda otro sobreviviente sobre la faz de
Pero antes, apaga el televisor y
desaparece el mundo virtual. Y luego, toma la sobredosis y desaparece el mundo
real.
III
Ahora bien, entre
la caída de la fortaleza del óvulo y la caída del telón final, media un lapso llamado vida.
No hemos vacilado en tratarlo íntegramente como fase terminal. Parece otra forma de dar nombre al ser-para-la-muerte de Heidegger, anticipado por Hegel.
Allí donde el ser humano cree amargamente descubrir que llegó para marcharse,
con lo cual cada acto, sea preferir el té al café, sea hacerse un
revolucionario o un conservador, está marcado por el absurdo: la misión del
acto es decretar que el acto será cancelado. Con ello alcanza la cima de lo
autodestructivo. Ciertamente, el hombre no puede concluir que llegó para
quedarse, eso se lo dejamos a los dioses inmortales. Pero tampoco impresiona
que llegó para marcharse.
Ni una ni otra. El hombre aparece
como un hacedor de cosas, que algunas veces devienen en causas. Si logra los
objetivos, si por lo menos los deja encaminados en otras manos, entonces se
dice que el individuo muere tranquilo. En verdad, por más empeño que se haya
puesto, las cosas y las causas son tan vulnerables y perecederas como el hombre
mismo. Van innovando hasta que un día se cierra el ciclo y la nueva cosa y
causa es... recomenzar. Sí, recomenzar luego de la destrucción de todo, el
regreso a punto cero. Es al menos una lectura cosmogónica probable que hoy
podemos hacer desde nuestra pobre casa mayor o tercer planeta del sistema
solar. Y la pregunta es obvia: ¿a qué entonces tanto empeño si todo va a ser
nada? Es el alegato de Mefistófeles frente al Fausto de Goethe.
Por lo demás, el hombre se ha mirado
en la naturaleza y este construir sin sentido evidente, seguido del destruir
para recomenzar una historia similar, como si la anterior no sirviera, dibuja
dentro suyo la pulsión tanática
y el hombre levanta su mano anticipándose al juego insensato de la naturaleza,
del cosmos donde habita. Yo también quiero destruir, clama el hombre, y debe hacerlo
antes que la huella de sus pasos sea
borrada. Ya no pregunta más, se limita a imitar como un buen hijo de Mamacita
Naturaleza.
Durante mucho tiempo, la pregunta del
sentido de la vida fue considerada propia de
Y bien, si admitimos como vano ese
proceder del universo, y de todos modos resolvemos seguir adelante, la
conclusión práctica resulta necesariamente lúdica. A jugar donde no podemos
entender. Dejamos de lado los planes de suicidio, a vivir como niños, inocentes
y sabios. Vamos a ver. ¿Jugamos a hacer política? ¡Nooo,
qué aburrido! Mejor, a las comiditas. Tendemos la mesa para el té, adoptamos el
aire serio de las personas importantes y esperamos a los convidados. Si son
mexicanos, llegarán tarde. Si son ET, tal vez ya estén entre nosotros. ¿Con
crema o con limón?
IV
En sus últimos años de vida, Jorge
Luis Borges dijo: “Si fuera valiente, me suicidaría. Como no lo soy, seguiré
jugando un rato más y que la muerte me suicide.” Nada más nos queda por agregar. ¿Ah, sí? Pues
fíjate que no. Los niños de la calle ¿se pondrán a jugar a ver quién tiene más
hambre que el otro? Perdón, perdóname, me olvidé de decirlo: esta “filosofía ludista” es groseramente del Primer Mundo. Si tienes
hambre, si tienes frío, si te persiguen, si eres seropositivo,
si para ti están cerrados los mercados de trabajo, si te discriminan
racialmente, si te llevan a la guerra, entonces vives prisionero del reino de
la necesidad y nada se antepone a ello.
Llegas a pensar en la muerte, en el suicidio, para escapar de este mundo
lo antes posible, no por su inutilidad, ni te detienes a pensar en el big bang o en el sentido de la
vida. Sufres, sufren los tuyos, punto.
Lo lúdico, siempre y cuando las
necesidades estén satisfechas. Cuando crees haber pasado al reino de la
libertad y ante ella quedas impotente pues Mamacita Naturaleza, con tu libreto
ya escrito, no te dejará ejercerla, entonces te refugias en lo lúdico. Afuera
suceden las cosas, tal vez estén por desembarcar los ET y el té ya se ha
enfriado. Bah,
no interesa, con o sin ET tú no
puedes influir en el curso cósmico. No obstante, has decidido permanecer.
Entonces ¿qué? ¿Tomamos el té o nos suicidamos? No, qué güeva,
dice Nuria, para mí cortado con un chorrito de leche.
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