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Guapa de cara, Rafael Reig
(Madrid, Punto de Lectura, 2004)
Johnson
se puso a hablar en auténtico inglés.
Su mujer, pensé, y me puse
roja.
También sin querer.
Se había pasado gran parte
de la noche hablando de la que llamaba «mi esposa, Carmen». Lo decía siempre
así, pronunciando el nombre entre comas, igual que los ejemplos de aposición
que nos ponía don Balbino en el colegio: «Juan, el
torero salmantino, triunfó ayer en la Monumental de las Ventas». Creo que en el
Pespunte llegó a enseñar una foto de carné de su esposa, coma, Carmen, coma, y
unas instantáneas de dos chicos con orejas de soplillo y ojos atónitos.
Enternecedor, no cabe duda,
pero ¿qué pintaba yo en mi propia casa, de pie, desnuda y congelada, mientras
aquel tipo le daba explicaciones inverosímiles a su esposa, coma, Carmen, coma?
(pp. 28-29)
Me lo han contado muchas
veces. Cuando nací, mi padre estaba mojando una
magdalena proustiana en el café con leche. Un
individuo diminuto y laringectomizado, con traje azul
marino y galones en la bocamanga, irrumpió dando gritos con voz metálica.
- Enchufar la radio, han
matado al Kenedi. ¡Se lo han cargado a tiros con una
metralleta! –le ordenó al camarero.
Para mi padre, el asesinato
de John Fitzgerald Kennedy
quedó permanentemente asociado a mi nacimiento, a Hermógenes,
el ordenanza, y a la primera versión que este dio de
ambos hechos, desfigurada por su prótesis vocal.
- En Dallas, Texas, unos
asesinos a sueldo –y luego añadió–: Lo suyo ya está, don Juan José, ha sido una
niña. ¡Enhorabuena!
Volvió a abrirse la puerta y
entró mi tío Francisco, el único hermano de mi madre y al que todos llamaban Franky por expreso deseo del interesado:
- ¡Ya está, Jota!
Enhorabuena: es una princesa.
- Acaban de disparar sobre
Kennedy. Se lo han cargado.
- ¡Oh,
Dios mío! –se lamentó Franky,
como si la noticia le afectara de una forma personal– ¡Dios mío! ¡Yei Ef Kei!
¡Esto es el fin de una era! ¿Qué va a ser ahora de nosotros?
¿El fin de una era? ¿Que qué
iba a ser de ellos? ¿Yei Ef
Kei?
Mi padre no soportaba que
Francisco pretendiera saber inglés ni que le llamara Jota. A él nunca le había
llamado nadie ni siquiera Juanjo: le llamaban siempre
Juan o Juan José.
(pp. 78-79)
«Los ojos de Carlos Viloria», me puse como ejercicio mental. Don Balbino nos recomendaba que ensayáramos con descripciones
sencillas. «Una casa», «Árbol visto de noche», «Bailarina basculando», «Desnudo
bajando una escalera»…
- Seguid el ejemplo de Azorín, nunca os apartéis de sus enseñanzas y así
conseguiréis el dominio de la prosa.
Azorín,
el monstruo de Monóvar, la máquina descriptora,
siempre con un mínimo garantizado de tres adjetivos por cada sustantivo y con
ese su estilo tan característico: pulcro, puro, conciso; un castellano pulido,
cincelado, tallado. A mí se me atragantaban las descripciones. ¿Qué iba a
poner? ¿Qué Viloria era pequeño, peludo, suave; tan
blando por fuera que se diría todo de algodón? ¿Qué no tenía huesos? ¿Qué los
espejos de azabache de sus ojos eran duros cual dos escarabajos de cristal
negro? ¿Escribir, por ejemplo, Viloria está
estrellado y tiritan, azules, sus ojos a lo lejos? ¡Las florecillas
rosas, celestes y gualdas! ¡Azorín y su catolicismo
firme, limpio, tranquilo!
A mí me reventaba Azorín. Me entraban verdaderas ganas de vomitar. De
devolver. De expulsar. De echar hasta la primera papilla.
Pocos años después, en BUP,
me volví atea de golpe y porrazo, tras leer a Nietzsche
a escondidas.
Peor aún. Anti-tea, como decía Eduardo Sandoval:
- Yo creo que Dios existe,
sí, pero estoy en contra. Soy anti-teo.
(pp. 112-113)
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