REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


CONCEPCIÓN DE NACIÓN EN AGUARDIENTE DE HILDEBRANDO PÉREZ

Erick Ramos Solano

(Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima)

 

 

RESUMEN

 

La generación del cincuenta significó no sólo un momento de clara modernización literaria, sino una toma de posición política específica. Ésta, de alguna manera, modificó los resultados finales de las estructuras y los contenidos del discurso poético elaborado a partir de una noción de nación oficial y cerrada. Otro discurso, así, opuesto a esta mirada hegemónica y situándose en sus márgenes, buscó ser escuchada también como voz original tanto poética como política. Aguardiente, por ello, precisa para su aproximación dos eventos que marcan la sociedad latinoamericana: la oralidad y la escritura. 

 

Palabras claves: Concepción de Nación, Generación del cincuenta y sesenta, poesía, cosmovisión andina.

 

ABSTRACT

 

The generation of the sixty meant not only a moment of clear literary modernization, but a take of political specific position. This one, somehow, modified the final results of the structures and the contents of the poetical speech elaborated from a notion of official and closed nation. Another speech, like this, opposite to this hegemonic look and placing in his margins, it sought to be listened also as original voice so much poetical as politics. Aguardiente, for this reason, adds for his approximation two events that they mark the Latin-American society: the orality and the writing.

 

Key words: Concepcion of Nation, Generation of fifty and sixty, poetry, Conception of the Andean World

 

 

Este ensayo es una aproximación al libro Aguardiente de Hildebrando Pérez (Lima, 1941), escrito en la década de los sesenta, que obtuvo en 1978 el premio Casa de las América (1978). Revisaré el libro a partir de su concepción de Nación desde la ordenación de la memoria oral como espacio crítico. Demostraré que esta construcción no es gratuita sino que proviene de una clara propuesta que cuestiona la tradición poética dejada por las generaciones del cincuenta y sesenta, que no son más que el producto de un contexto social y cultural específico. Si bien estas dos generaciones —a la cual una de ellas el autor pertenece de una manera acaso silenciosa— abrieron nuevas formas o posibilidades de representar la realidad desde la búsqueda de nuevas técnicas discursivas, significaron además una toma de posición frente a su presente, exigiendo la reelaboración de estas formas compositivas particulares. El yo poético —decía Pérez (1991: 94) con respecto a la poesía de José María Arguedas— es una conciencia o una voz que expresa un universo social escindido, como el nuestro. La nación, aquí, no sería el resultado de la evolución dispar de las unidades administrativas coloniales al lograr concebirse por sí solas como patrias, ni la retórica de la narración oficial que buscaba la unificación de hombres y documentos (Anderson: 77 y ss). Para la pequeña burguesía americana, la nación fue sólo un lugar para la edificación de sus propios proyectos desplazando la gran masa indígena. La nación, de esta manera, concebida como signo, sería a su vez muchas otras formas discursivas complejas alejadas de la áspera prosa del poder (Bhabha: 211). La voz poética de Aguardiente así, se proyecta desde una sensibilidad partida en dos, que se forja individualmente para tocar una parte de la realidad en las fibras orales de un pueblo que por siglos se le ha negado el ingreso al núcleo de la lengua ordenadora, sentada en el centro de la ciudad levantada bajo el orden de los signos (Rama, 1984: 25), soslayando así la capacidad estética andina de nombrar su propio mundo.

         Analizaré en primer lugar las características de las generaciones del cincuenta y del sesenta como ejemplos de modernización en las letras peruanas desde uno y otro lado de las divisiones impuestas por la coyuntura social. Finalmente, y tomando en cuenta lo dicho en estos primeros apartados, se hará un análisis de Aguardiente a partir de la figura retórica en tanto que universal antropológico de la expresión. Utilizaré este concepto por la siguiente razón: el interés de la neorretórica extensional de Stefano Arduini —basado en la interrelación de res y verba (significado y significante) en un producto lingüístico denominado texto retórico, que viene a formar parte a su vez del hecho retórico, un momento complejo de comunicación[1]es el elemento cognitivo (131-157), esto es: la manera como la figura retórica que domina el discurso poético manifiesta de forma ordenada una organización del mundo y una visión concreta de sus motores esenciales[2]. Para la neorretórica, el ser humano piensa a través de figuras retóricas (Lakoff y Johnson: 39-42), haciéndose evidente la forma como es capaz de organizar su propia facultad comunicativa. Si bien el mecanismo es universal, el contenido de la figura retórica es cultural, intrínsecamente conectada a diversos estratos de la expresión y la meditación de los grupos sociales.

         Con Aguardiente, pues, se hace clara la propuesta de una ordenación del mundo desde el lenguaje pero convirtiéndose en señal indígena de una concepción del hombre y la naturaleza; la expresión y la representación de una cosmovisión y un sujeto, respectivamente, son las palabras justas —nos dice el autor— para remediar el tiempo de lo perdido. Aguardiente por momentos, de esta manera, es no sólo la amarga bebida que enfrenta el cuerpo al silencio de los hombres y sus instituciones, sino una propuesta lúcida de sintetización de dos fuerzas en pugna: la oralidad y la escritura.

 

I. La generación del cincuenta y su estado de ánimo

 

Gutiérrez (36) afirma que «la noción de Generación (…) no es incompatible con la concepción materialista de la Historia y, en consecuencia, con la categoría de Clase Social y con el papel que el marxismo atribuye al Individuo». La historia sería la sucesión de diversas generaciones; cada una explotaría de manera individual los materiales (es decir: los capitales y las fuerzas productivas) que le han sido trasmitidas anteriormente. Los hombres harían su propia historia, no de manera arbitraria, sino bajo circunstancias directamente heredadas del pasado. Hay, pues, en los nuevos afanes de una generación en ciernes, la marca dactilar de los afanes —y las derrotas— precedentes. «La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos». Una generación sería el estado anímico de la anterior, siempre y cuando ésta no se haya destruido completamente. Es difícil, por ello, el paso de una a otra sin que en el viaje se queden ciertos estigmas y se reinventen otros. Aquellos que forman parte de una generación no son entes imitativos o derivativos, sino seres de amplio peligro de éxito y fracaso. Con el tiempo, no se olvide, «las generaciones (…) se [escinden], agrupándose y reagrupándose como consecuencia de las opciones asumidas por sus intereses (...) frente a la lucha de clases, a los diversos proyectos sociales en pugna (…) y a las formas ideológicas, incluidas las formas estéticas»[3].

Debe entenderse, entonces, que una generación no implica el paso uniforme de una década a otra, o de un pensamiento a otro, sin acaso considerar la pérdida o la grave alteración de un número importante de elementos estructurales de la generación precedente que se vislumbren en la generación en gestación, sino que es el proceso —largo y complicado— de eventos y discordancias que evolucionan a partir de un núcleo identificable en la historia. La generación del cincuenta —y utilizo “generación” como un elemento útil de agrupación para mi análisis, no más—, ubicándose en la segunda posguerra, tiene un desarrollo claramente relacionado con el «proceso de reactivación y profundización del capitalismo burocrático que implicó, luego del golpe militar de Odría, una segunda modernización general de la sociedad peruana» (52).

Esta modernización implicó una inicial industrialización prometedora y una acelerada urbanización, así como también la «mejora de los niveles de educación de la población y mayor exposición a los medios de comunicación de masas, aumento de la movilización de nuevos sujetos sociales y políticos, [y la] ruptura de antiguas identidades y creación de otras nuevas» (Rospigliosi: 104). Como bien se indica y tomando en cuenta la pugna entre dos sectores sociales, la situación permitió el surgimiento intelectual de muchos grupos ubicados cerca al centro del poder político, así como también, de aquellos grupos situados en la periferia. Estos nuevos sujetos, ubicados fuera, fueron quienes representaron la vertiginosa recomposición de las capas sociales de Lima (y la nación), ubicándose en los límites de la misma, desde donde saldrían a buscar el sustento y la materialización de sus intereses.

El cholo —o lo cholo (Callirgos: 211-230)— empezó a controlar «cada vez más mayores espacios sociales [empezando a la vez a] reconocer que el mundo popular (cercano y distante, al mismo tiempo, de las emergentes y cada vez más consolidados sectores medios) empieza a construir un modelo que no solamente prescinde de él, sino que como proyecto embrionario se inicia negándolo o destruyéndolo» (Sánchez León: 154). El sujeto inmigrante fue quien cuestionó, con el tiempo y colocándose al centro del debate, el problema sobre la búsqueda de una voz original que se remonte al pasado y utilice formas discursivas oficiales, sintetizando ambas fuentes en pugna. Aquella discusión a inicios del siglo XX entre Mariátegui y Riva-Agüero, tomaba ahora una nueva forma: la nación, para no autodestruirse, debía ser la reunión horizontal de todos los pueblos y no la superposición de unos sobre otros (Cornejo Polar, 1980: 49-60). Ahora bien, habría que agregar que esta migración o esta llegada de el otro al centro oficial, implicó no sólo «la avanzada del campo a la ciudad sino también la avanzada urbana en las aldeas» (Golte: 27). Aguardiente, como veremos en el tercer apartado, es un libro de honda subversión porque reelabora —y no por motivos migratorios (aunque sea claro el viaje y el camino emprendido por el autor a uno y otro espacio), sino por una posición frente a la realidad— aquello que implica la aldea y lo urbano como espacios ideales; una es la posibilidad de una voz auténtica, la otra la destrucción de esa posibilidad; una coincide con aquellos textos que brillaron con el sol de los Andes, registrados en cordones y nudos de colores, la otra es la organización terrible de un mundo como folios viejos (Bendezú: 70-79). He aquí que la poesía, en los cincuenta, tomaría partido por una y otra solución de esta contemporaneidad, entre crisis social y palabra.

La década del cincuenta fue, pues, un tiempo de nuevas rutas en la organización de la sociedad peruana, su pensamiento y su expresión artística que se comportó, por un lado, comprometida con las causas sociales y por otro simplemente no. Como se sabe ya, el simbolismo francés, el surrealismo y la llamada Generación del 27 influyeron en esta promoción de poetas de manera que fue posible, gracias quizás al poder devastador y cuestionador de los poetas españoles frente al franquismo —y redescubriendo Poemas humanos y España aparta de mí…—, una reflexión mayor sobre la identidad nacional. No obstante, quienes sustentaron su poética en el problema social de grupos postergados capaces de subvertir el orden hegemónico, no vieron en quienes postulaban —de manera opuesta— la palabra como único medio de revolución estética, una solución del problema, y viceversa. Al parecer, la generación del cincuenta no fue más que una «generación de artistas adolescentes, jóvenes intelectuales de inocencia y rebeldía, [que] antes de la madurez, de la fatiga, de las ilusiones perdidas», hicieron poesía de manera magistral (Gutiérrez: 53). Esto no quita, por supuesto, que en la práctica se hiciera evidente los distintos caminos ideológicos emprendidos por nuestros poetas como modo de vida y escritura frente al poder. El poeta acaso se veía solo frente al gran viejo edificio institucional que le tapaba la luz y lo ahogaba. No por nada, Blanca Varela (5) reconocería más adelante, evocando su encuentro con Octavio Paz y otros artistas latinoamericanos de la segunda posguerra, que lo que sucedía era no sólo «conocer nuestro túnel, sino reconocerlo y aceptarlo. (…) Se trataba (…) de darle nombre a todas las sombras, a todos los fantasmas de ese túnel».

Detengámonos así en la discusión que ha perfilado sin vicios la década del cincuenta: por un lado la poesía comprometida con la palabra y, por otro, la práctica poética comprometida con el hombre y su miseria. Ambas líneas, no obstante, no fueron irreconciliables ya que un poeta tuvo diversos registros y pasó por uno y otro pensamiento como se pasa de una habitación a otra; el compromiso se volvió algo ambiguo, relativo, imperfecto, de acaso solo unas lecturas y breves contextos pasionales. 

 

Se cuestionaba, entonces —dice W. Delgado (Cornejo Polar, 1981: 72-73)—, que los propósitos literarios se agotaran completamente en la obra literaria, considerada como un objeto autónomo, y que el único objetivo de un creador fuera la creación pura; esta actitud cuestionada pertenecía a lo que se llamaba, equivocadamente, “poesía pura”. Los poetas encabezados en cierta manera por Romualdo dejaron de creer en que la creación literaria consistía principalmente en el afinamiento de métodos, procedimientos y técnicas literarias[4].

 

Esta actitud de rebeldía y subversión en el poeta de esos años se debió, no obstante, a que se vivía en un contexto de clara opresión debido a la dictadura militar de 1948 a 1956 —incluso, luego, por el régimen oligárquico de Manuel Prado, de 1956 a 1962, que significó también otro modelo de postergación. Como se ha precisado líneas arriba, la dictadura significó la pérdida de libertades cotidianas; se prohibió la circulación de determinados libros de crítica comunista y los debates políticos fueron censurados. La literatura, por ello, se convirtió en uno de los pocos campos donde se podía hablar libremente. Grandes recitales eran organizados en el Salón de Grados de San Marcos; al concluirlas, poetas como Rose y Romualdo eran alzados en hombros por la plaza entre aplausos mientras que otros, debido al cargamontón, tenían que salir por la puerta trasera. Cornejo Polar (1981: 75) observaba, por otro lado, que la generación del cincuenta «fue la última que creyó que la poesía tenía una función social y que actuó de acuerdo a esa creencia. A partir de ahí, la poesía peruana ha sido más bien escéptica, desencantada; de antemano se sabía clausurada por y para un pequeño grupo de lectores, sin influencia real, marginal con respecto a la sociedad»[5]. 

Poetas puros, por ejemplo, fueron considerados Eielson con Reinos de 1945, Sologuren, en Dédalo dormido, de 1949, y el primer Romualdo de 1951 en La torre de los alucinados; además, Bendezú, Carlos Germán Belli, Salazar Bondy y Wáshington Delgado. Poetas sociales, por otro lado, fueron llamados Valcárcel de Poemas del Destierro de 1956, un segundo Romualdo de 1958, con Edición extraordinaria; Juan Gonzalo Rose y Blanca Varela. No obstante, uno y otro autor caminaron tanto por una concepción estética como por otra; como he dicho, los límites nunca estuvieron precisados con claridad. Por ejemplo, si en el primer Eielson de Canción y muerte de Rolando (14), de 1943, podemos encontrar versos como: «Muy lejos, en la llanura, tras de la densa montaña de barbas de laurel, tendía tu alma a Dios un guante arrebolado»; luego, se observa, el autor pasará a un existencialismo que raya con la locura y la desolación de quien no posee aquellas cosas que posee el otro, ni puede transformar la realidad desde dentro, como sucede en “Poema para leer de pie en el autobús entre la Puerta Flaminia y el Tritone”, de Habitación en Roma de 1952: «he aquí mi oficio/ pero cuánto me ha costado/ he convertido en agua/ mi paciencia/ en pan/ mi soledad» (47). Si bien el sujeto poético se encuentra en otro contexto, no deja de ser cierto el despliegue crítico y renovador hecho por el autor sobre las cosas que producían fuera de él un bulto paupérrimo.

Otro importante autor, Sabastián Salazar Bondy —que si bien no pertenece propiamente a esta generación pues sirvió más bien de promotor de muchos autores de esos años como Reynoso y Vargas Llosa—, ya en El tacto de la araña, aparecido en 1965, leemos en poemas como “Contra el reloj”, su pronta filiación a causas interiores, pero desde la profundidad del otro, pegado a la tierra como una línea solitaria: «pero todos se paran un día a las doce o a la una/ y ya no son nada» (11). Alejandro Romualdo, por último, en “Letra viva”, poema de Como Dios manda de 1967, logra armonizar, a mi entender —y de manera ordenada, sin desmedro alguno de la composición formal ni de lúcidos fueros interiores[6]—, tanto la angustia por un cambio de paradigma social, como la preocupación por una renovación de formas poéticas urgentes (20):

 

 

 

 

 

25

Me abro. Definitivamente me tiendo

como una red al aire, a ver si pasa por mi cuerpo tu alma. Oh

cómo quisiera estar al lado tuyo, revolcarme

en tu rostro, como un niño, tirarte

de los labios, respirarte y llenarme la boca con tu nombre…

 

Más adelante, no obstante, en el mismo poema dice el yo poético: «necesitamos agua, mucha agua, y sin/ llorar miseria, sin pedir nada a nadie, abriremos de un tajo la verdad. Esa verdad…»[7] (21). Es pues importante precisar que la generación del cincuenta sentó un precedente al distinguir no una pugna entre una y otra poesía, sino la posibilidad de una posición frente a la realidad circundante que se multiplica de acuerdo a las exigencias interiores del alma crítica; lo que valía entonces en la creación poética no era la inmovilidad sino el dinamismo fiel y complejo del pensamiento, pues la poesía era nombrar, conocer, tocar el mundo mediante la palabra, y el mundo giraba en esos años sin parar veinticuatro horas al días.

 

II. La generación del sesenta y la democratización

 

La poesía de los años sesenta digamos que superó de manera clara esta discusión y este síntoma de la pléyade nacional; la palabra se volvió de pronto reelaboración constante de sus fuentes y efectos. No más poetas puros o sociales o la división entre realidades; el poeta era ahora —por supuesto, tanto como el de los cincuenta— la perfección de su oficio. No obstante, como veremos en este apartado, la generación del sesenta va a significar otra pugna ya no en el ámbito meramente textual o partidario, sino en el ámbito político institucional.

Sin embargo, habría que precisar algunas cosas con respecto a esta generación. No puede pensarse generación alguna sin modelo corrector moral, es decir: sin paradigma ético por el cual se vean organizadas las lecturas y los enunciados. Según Barthes (34), la literatura «se nos presenta como institución y como obra», es decir: como proceso regulador ideológico y como mensaje verbal; por lo tanto, un modelo por excelencia de oposición al poder que estos poetas elevaron como estandarte lo hallaron en la revolución cubana de 1959[8]. Claro, no pretendo al hablar de estos poetas referirme sólo a su participación social en tanto que intelectuales, sin embargo creo fundamental situar aquello que modificó el resultado final de la poética comprometida no sólo con una causa continental sino con la palabra precisa para nombrarla. Y es que al descubrir en los textos las características formales importantes de esta generación (Fernández Cozman, 2001: 71 y ss), se observa claramente una toma de posición frente a la realidad que no deja de ser aquello que Goldman (209) explicó como creación cultural, que en sí «constituye un comportamiento privilegiado en la medida en que realiza, en un campo particular, una estructura (…) coherente y significativa [en tanto que] se acerca a un fin al que tienden todos los miembros de un determinado grupo social»[9]. Por ejemplo, la conciencia estructural del poema, concebido ahora como manifestación y expresión de la estructura misma de un lenguaje tiene un origen real en la concepción de la obra de arte como un objeto autónomo e independiente heredado de la vanguardia, asumida a su vez como oposición a la institución arte occidental.

Por otro lado, la síntesis de lo individual y lo colectivo, el paso de lo particular a lo universal, sería aquello que Friedrich (192) identificó como la transformación tanto de lo más extraordinario como de lo más trivial en sorpresa irritante. «Lo ridículo y lo absurdo tienen igual importancia que el mundo de los héroes»; la poesía hecha en estos años tuvo un alto contenido crítico social sin descuido alguno del perfeccionamiento formal del verso; si la poesía tenía que proponerse sorprender, debía primero hallar a su alrededor no sólo cosas en sí sólitas sino —y por esto mismo— reales. Por otro lado, el gusto por una cierta narratividad y oralidad en el poema que pasaba por un tono coloquial trasgresor que permitía no sólo cierta desacralización satírica (y sardónica) sino, además, una ampliación del léxico del poema, también evidencia la diglosia que marca el comportamiento lingüístico de los pueblos latinoamericanos: una lengua cortesana, rígida y cerrada, sobre otra popular, libre y disidente (Rama: 43-44). Ahora bien, lo que F. Cozman llama cita cultural, en donde se reconquista la tradición a través del simultaneísmo de muchas voces en un mismo poema, puede comprenderse bien con el clásico poema de Luis Hernández; en la primera parte del poema titulado “Ezra Pound: cenizas y cilicio”, de Las constelaciones, publicado en 1965, utiliza tanto voces de lenguas extranjeras que indican cierta tradición de reconocida sofisticación, como el inglés, como voces de lenguas desaparecidas pero de amplio código clásico, como el latín. Estas características formales, no obstante —sin dejar de lado el valor que poseen como elementos de clara evolución y modernización en la poesía latinoamericana—, representaron una toma de posición en tanto que suponían el dominio total de una receptividad exclusiva de influencias extranjeras —anglo-norteamericanas— y de un círculo cultural de escasas puertas laterales. Esto provocó, acaso repitiéndose la otrora pugna de los cincuenta, que un grupo de poetas ubicados fuera de las murallas de Lima exigieran entrar al mercado de aquellos poetas limeños que se abogaban una cierta competitividad intelectual sin par en los salones. Esta nueva pugna ya no era por demostrar la supremacía de la razón sobre circunstancias sociales paupérrimas e injustas, o tirar abajo instituciones vetustas de parca representación popular, sino por ganar espacios legítimos desde donde poder expresar una propuesta; es decir: si en la generación del cincuenta se buscaba por parte de los poetas sociales destruir la institución, en la del sesenta se buscó crear nuevas instancias con las cuales poder competir paralelamente con la intelectualidad oficial.

Si no hay, como he dicho líneas arriba, poetas puros o sociales, hay sí ahora poetas oficiales para el mercado y poetas acallados. Y es que la visión de una identidad no pasó por la realidad total, sino por un tipo de visión del Perú desde Lima. Anota Rodríguez-Gaona (4) que

 

contrariando sus intenciones de autonomía cultural, esta promoción cosmopolita y contestataria [la del sesenta] también hace patente la influencia económica, estética e ideológica del capital estadounidense, sobre todo en su discurso acerca de una exclusiva e indiferenciable generación internacional. Quizá por eso fuese inevitable que, pese a su intelectualismo o a su filiación política, los jóvenes que redefinieron el lenguaje poético peruano (…) hayan establecido una peculiar lectura histórica finalmente homogenizadora, que privilegia una visión del Perú desde su capital, Lima, el punto más occidentalizado y próspero del país[10].

 

Recuérdese por ejemplo el poema de Cisneros (Garayar: 291), “Paracas” (de Comentarios reales de 1964); ese «Sólo trapos/ y cráneos de los muertos…», puede también entenderse —sin agotarse con ello las dimensiones de su interpretación—, en tanto que discurso trasgresor e irreverente, como una posición específica y favorable desde donde el sujeto lírico mira la nación cual espacio desacralizado (producto del distanciamiento brechtiano, que postulaba una crítica desde el alejamiento del alma más no del lenguaje), en donde maduran nuevas perspectivas desmitificadoras y una honda mirada solitaria. La historia oficial no sólo es destruida en tanto que discurso hegemónico, sino que es reelaborada para un sector privilegiado, que si bien tira a bajo un paradigma eleva inmediatamente otro: la irreverencia. Al no existir en esos años una institucionalidad literaria operativa más allá de las murallas de la capital, poetas como Verástegui exigieron un espacio en la ciudad y un acceso a los circuitos culturales, haciéndole frente a la nueva coyuntura política: la dictadura militar de Juan Velasco Alvarado[11], para establecer una democratización en el uso del discurso poético. Verástegui (Garayar: 360), así, confirmando esa empresa llevada a cabo contra la marea, en busca de un propio espacio desde donde soltar la voz, escribía en el poema titulado “Datzibao”, de En los extramuros del mundo de 1971, con ese tono peculiar de ruptura casi catastrófico: «Porque ya es hora de ir poniendo las cosas en claro y más que nada empezar a ser uno mismo/ un solo obstinado bloque de rabia...».

Una democratización en tanto que hiciera posible la entrada al gran centro del poder de márgenes expresivos subalternos, era lo que se buscaba. Tulio Mora (43-44), al respecto, logra ver ya en su juventud esa compleja situación en la década de los sesenta en la casona de San Marcos, cuando las guerrillas del MIR y el ELN abrían las discusiones en las aulas. «Todavía, —anota Mora, recordando a su vez a un joven Hildebrando Pérez al frente de Piélago—, como en la definición de Mariátegui, San Marcos era el reflejo del Perú: uno percibía que casi todos los representantes de nuestras clases sociales estaban allí, tal vez en menos proporción los procedentes de la burguesía y pequeña burguesía (…), y ya en tumulto los que provenían de las clases media, baja y popular. La presencia de provincianos también era considerable»[12]. De esta manera, aquellos sujetos recurrieron a diversas actividades culturales para generar la atención necesaria para sus propuestas poéticas. El enfrentamiento se hizo inevitable, entre «estos escritores que representaban a grupos pertenecientes a la pequeña burguesía, más tradicionales o cosmopolitas, y otros a sectores populares, emergentes» (Rodríguez-Gaona: 4).

Dicho enfrentamiento alteró definitivamente la producción poética en el Perú, haciendo que los nuevos escritores —como aquellos nuevos sujetos que en los cincuenta vinieron a Lima a ganarse un espacio— a mediados de los setenta definieran «sus estilos en intereses de acuerdo con su afinidad (o rechazo) a las precarias instituciones vigentes».

 

III. Aguardiente y un compromiso social estético

 

El libro en cuestión, y habiendo hecho este breve análisis de ambas generaciones precedentes, se asemeja un poco a aquella queja —para nada monótona ni belicosa— de los poetas sociales del cincuenta y los poetas emergentes del sesenta. Aguardiente es, por ello, un libro de hondo peligro; en la década del sesenta marca su camino: la reconstrucción de una mirada nueva de la nación desde abajo.

El poemario consta de —y es a su vez— dos libros o dos partes: Aguardiente y Cantar de Hildebrando. La primera parte consta de tres secciones: Quipus, Aguardiente y Retablo. La segunda, también, consta de otras tres secciones: Cantar de Hildebrando, Romanzas —que a su vez se divide en Nomeolvides y Retamas—, y Cantar de amigos. Ahora bien, ¿de qué manera el libro significa una toma de posición opuesta a la tradición? o ¿de qué forma o bajo qué formas discursivas el libro es una subversión y una aproximación a un nuevo orden poético?, tendríamos que remitirnos primero, creo, a un texto importante de José María Arguedas (14) sobre la capacidad de creación artística del pueblo mestizo. «La expresión artística del mestizo —decía—, es de la más pura ascendencia indígena». Hay en Aguardiente, claros elementos que responden a esta, digamos: máxima arguediana, que de alguna manera explica los orígenes de aquellas expresiones artísticas en donde el reflejo del mundo sintetiza tiempos ancestrales y tiempos nuevos, en una amalgama de rabia y esperanza, protesta y solución. De esta manera, en el poemario juegan dos mundos en diferentes tiempos históricos: un mundo de la memoria y otro de la lucha.

En el primer mundo —que coincide con el primer libro del poemario— predomina la evocación acaso melancólica y el repaso amoroso y lúcido del cantar andino a través de su organización, sus fiestas y su paisaje. En el segundo mundo, de clara protesta y proyección futura, encontramos los poemas del libro Cantar de Hildebrando; aquí, la mirada es con vicio, acaso individual o solitaria, de lectura y empleo de paradigmas occidentales, y esto tal vez porque ejercen su peso la soledad del tiempo nuevo, su lucha y agotamiento, su opresión e injusticia; todo, al parecer, caería en el yo poético como resaca de todo lo vivido. 

Antes de revisar ahora dos poemas de la primera parte titulada Aguardiente, habría que precisar antes de ello lo siguiente: voy a tomar principalmente tres poemas, dos del primer libro como he indicado y uno del último; de antemano, tal vez sea inútil decir que faltaría un análisis mayor de cada uno de los textos del libro, pues éste precisa de una mayor dedicación que ahora no puedo darle. Es claro anotar que lo que integra estos primeros veintidós poemas no es sólo, como he precisado, un rotundo acercamiento a la oralidad, sino una estructura a primera vista sencilla que en el fondo evidencia una preocupación por nuevas formas expresivas. Por ejemplo, analizando el título de cada sección puede seguirse la primera línea del libro: el quipu, el aguardiente y el retablo. Estos tres elementos comprenderían tres espacios específicos dentro del mundo andino que ha sido tocado y removido en su interior por una fuerza opresora: la memoria propiamente, en tanto que conteo, registro y —ahora— lenguaje; la celebración, la fiesta en tanto que despojo de la represión cotidiana, y finalmente el retablo, como síntesis de lo divino y lo rural, los íconos cristianos a través de la contextura y la talla campesina; el retablo andino sería el encuentro no de personajes bíblicos sino la recomposición de diferentes sujetos en un tiempo y en un espacio reales.

De esta manera, en el primer poema de Quipus, leemos (13):

 

 

 

 

 

5

 

 

 

 

10

 

 

 

Ocultos por el tiempo y la maleza, indicios vagos

de otra Edad se enredan con placer en nuestras manos.

Quien lee una inscripción en el pecho de un relámpago

montaraz o avive la memoria como un viejo navío

de totora que navega en el espejo de la tarde, descubre

que el pasado es cosa seria, manantial que aún perdura,

cruz de camino, olas de un porvenir esplendoroso, nuestro.

Y la textura de cada nudo inmemorial es una luciérnaga

que oscurece, iluminando, nuestro más íntimo juramento:

opaco lapislázuli, promesa no cumplida, vaso de maíz

fermentado (como el pasado), velamen hinchado hasta

el cogote, agárrennos si pueden, semilla que otoñará

cuando dejemos de existir (como el presente).

 

El título del poema es reemplazado por un número “0”, haciendo clara alusión a un tiempo cronológico, como un año cero desde donde surge no solo la escritura —y su conteo— sino la huella emocional de un espacio rescatado desde la memoria. El poema posee acaso una característica clave en su anatomía: su aspecto narrativo, que lo acerca más bien a un momento descriptivo que se juzga someramente lírico antes que anecdótico; es un texto reagrupado en versos extensos que conjugan un imaginario en donde la naturaleza y lo hecho por el hombre se toman de la mano: relámpago-viejo navío; manantial-cruz de camino; luciérnaga-palabra; mineral-vaso de maíz; estos elementos no son gratuitos, apoyan la búsqueda del sujeto, lo presentan.  

1. Dispositio. Los dos primeros versos indican la llegada o la aparición de algo antes oculto en el tiempo. Cabría precisar que esto más bien no tiene que ver con la llegada de algo al sujeto, sino la llegada del sujeto mismo al lugar, el ingreso. Por eso, ese ocultamiento tiene que ver con algo que tal vez para el yo poético estuvo lejos por alguna razón. Su encuentro marca la visión de lo enunciado como un espacio que urge su visita y su voz. Luego, del tercer verso al sétimo, el sujeto empieza a descifrar —casi deletreando— lo que halla a su llegada. El relámpago, la laguna como espejo del firmamento, permiten al sujeto ver. Y lo que ve ha perdurado en el tiempo, al parecer, lo ha hecho prescindiéndolo.

Del octavo verso al final, el sujeto sigue leyendo en el entorno que cree agrupar en la sucesión de imágenes, distinguiéndose cierta madurez final frente a lo que ve: la contradicción entre el pasado y el presente. En el primero, el yo poético indica una descomposición, mientras que en el segundo, una desaparición; en uno y otro tiempo, el sujeto no puede precisar su felicidad. 

2. Elocutio. La figura retórica que articula el texto pertenece al campo figurativo de la metáfora: el tiempo es un lugar. Ahora bien, el sujeto que ingresa al tiempo lo hace de la mano de dos posibilidades históricamente en pugna: lo tradicional y lo moderno. En ambos, como decía líneas arriba, el sujeto poético no existe (o parece borrarse como señal) precisamente porque su lugar está en la visión misma, en la depuración del paisaje y del hombre como formas de aproximación al núcleo de una identidad que no posee o posee de manera fragmentada. Podría decirse que este sujeto, impregnado de su tiempo, ingresa a otro, convirtiéndose inmediatamente en una línea entre uno y otro evento.

3. Inventio. En estos versos, pueden verse dos elementos de suma importancia para esta parte del libro: la otra Edad y el presente. Estas palabras, al articularse, pueden encadenarse de la siguiente manera: otredad-presente, desde el cual se marca, en un inicio, cierto distanciamiento con el hoy en tanto que contexto urbano-social y un acercamiento del sujeto evocativo a un pasado actualizado. Aquel vaso de maíz fermentado y el manantial que aún perdura provienen del antiguo mundo que fue destartalado y expulsado por el nuevo tiempo, el presente vetusto y deplorable, que se redefine por la inexistencia, la muerte misma del ser humano. El yo poético advierte —agárrennos si pueden— que el tiempo de las reparaciones se aproxima como una alarma, un grito, una consecuencia; ahora es el tiempo del otro tiempo, de la recomposición del mundo-otro, conocido en la infancia, perdurable por lecturas y caminos. Ahora bien, cabría preguntarse no obstante si este sujeto es pues el iniciador de esta restauración, yo diría que no; es más bien (y coincidiendo así con otros poetas que miraron a Cuba como un ejemplo, tal vez no de lucha, mas sí de administración y reforma estatal), lo contrario: el sujeto no percibe cambio alguno, sino la confirmación de que lo andino resolverá mejor una miseria primordial: la soledad del hombre. En el segundo poema sin título, por ello, se toma del presente la justificación y el ejemplo de esta nueva reestructuración de los días que el autor vislumbra como enfermedad: «Andahuaylas es leña, leña ardiendo/ en una cocina de barro, en cada recuperación de tierras» (15).

Entre julio y setiembre de 1974, se produjo en la provincia de Andahuaylas uno de los movimientos campesinos más importantes de la década del setenta. «Se trató —dice Sánchez Enríquez (21), testigo y parte de esos hechos— de la primera gran oposición contra la reforma agraria velasquista y, con ella, el anuncio del fracaso de tal proyecto que en vano fue voceado y promovido como una real transferencia de la tierra y el poder al campesinado». Sánchez cree necesario hallar, en su investigación, la respuesta de cómo «una masa no aglutinada, sumida en la miseria y el adormecimiento ideológico, logra movilizarse» en favor de una causa (23). Ahora bien, con él definitivamente coincide el autor de Aguardiente en dos cosas, primero: no puede hablarse de una derrota sino de una latente reactivación de lo subversor frente a lo hegemónico, y segundo: un solo individuo no es pues un provocador o un disidente, sino alguien a quien le toca sólo nombrar. Por eso, otra vez, el tiempo antiguo marca su escisión sobre el actual. El quipu es pues signo de la memoria, extensa y enredada, entre lazos de olvido, opresión y empobrecimiento, y lazos de presencia, huayno y trabajo perpetuo.

Ya en la segunda parte, puede hallarse el discurso de la síntesis de ambos tiempos terrenales, si bien en la primera parte en pugna, pero ahora armonizados en el canto andino a la naturaleza, el amor y la voz del enamorado que mira la tierra como muchacha.

En el poema “flor de habas” (26), el yo poético busca trascender la ruta de la soledad tras la huella de la cosecha; su amor pueril, su fuerza para el trabajo, la conciencia del hombre enamorado, son formas de expresión de una profunda comprensión —o acaso un intento— de las costumbres ancestrales. Hay que notar, además, que esta sección del libro es la que más se acerca al canto campesino. Acaso con suma atención, el autor ha reelaborado las pautas y los ritmos del cancionero andino para poder re-nombrar el mundo rural desde una perspectiva nueva: la del sujeto que busca su propia voz, hurgando en su memoria y su presente.

 

 

 

 

 

 

5

 

 

 

Mi flor de habas se ha perdido,

mi flor de habas.

Sólo no más me he quedado,

me he quedado.

 

Y en busca de mi cholita

ríos, valles voy cruzando.

No hay estrellas, no hay camino

que mi pena no haya hurgado…

 

Claro, no sería necio afirmar que el primer cuarteto guarda una armonía agradable. Esto se rescata fácilmente en una primera lectura. La secuencia 10-5/8-4, revela no sólo un ritmo y una sonoridad en la entonación que se acompaña silenciosamente de algún instrumento posible, sino que posee un orden primordial en donde el verso no necesita un desenvolvimiento, sino solamente su musicalidad. Lo que quiere decirnos el autor al componer un poema desde rasgos andinos —en tanto que canción, fiesta o encuentro colectivo—, es que el poema ahora, al ser la evocación de una tradición antigua, no necesita de complejos encabalgamientos, ni de ni citas textuales ni simultaneísmos: el verso al igual que el campo, es sencillo, frágil, solitario, pero sin dejar de ser —he ahí su propuesta— organizado, estructuralmente limpio.

1. Dispositio. Los primeros cuatro versos indican una posesión perdida por el yo poético, una flor. El segundo cuarteto indica una búsqueda que implica sustancialmente movimiento, un paso de espacio a espacio hacia el ser amado. El tercer cuarteto une lo perdido con lo no hallado: la flor y la mujer; que si bien terminan siendo el mismo elemento es claro advertir (debido al cuarteto anterior) un matiz importante: la flor se ubica en el campo mientras que la mujer no.

Ya en el último cuarteto, el yo poético habla de muerte: su situación solitaria en medio del mundo.

2. Elocutio. Hay dos figuras que articulan el poema; una de ellas pertenece al campo figurativo de la repetición: la anáfora. La repetición del inicio de un verso en este poema no sólo es la reiteración de un motivo amoroso, sino la constitución del canto a través de la composición oral. No se trata de asemejar el texto a una situación rural o campesina, sino de elaborar el poema como un lugar a donde confluyen la experiencia sentimental y el proyecto político humano; la canción, entonces, cobija tanto el amor como la protesta; la soledad como su solución. Podría argumentarse aquí cierto tono pueril y aletargado, que toca más bien un lugar común, pues el sujeto se dirige a un ser amado que no le exige más que su tristeza; no obstante —y aquí entra a tallar la otra figura importante en el poema—, el yo poético une, acerca, conecta dos eventos semánticos en uno: la delicadeza, la belleza, cierto perfume o movimiento idealizado, que favorecen la imaginación del hombre andino —incluso, la mujer no sólo es flor, es también arcoiris, vaquita, cholita, paisanita, señorita; todos éstas, formas imprescindibles de nombrar algo querido, situado dentro; los diminutivos, definitivamente, no sólo acercan el objeto al sujeto sino que lo destacan del resto otorgándole amplia significación.

La metáfora: la mujer es una flor, no quiere decir tristeza, sino reconocimiento de una tristeza antigua, milenaria, que lo toca a él tardíamente. Como señala Ong (47), la reiteración para los pueblos orales ayuda a conservar sus conocimientos; repetir el verso hace posible saber: el ser amado es un conocimiento.

3. Inventio. La flor de habas no es acaso un elemento gratuito; tiene a decir verdad una función primordial pues se comporta como signo de un deseo sexual que parece reprimirse con la muerte. La flor de habas sirve como medicina, es depuradora por excelencia; limpia, es decir: sana. Ambos elementos, mujer y flor, guardan por ello un mensaje eterno: la ausencia del ser amado es su búsqueda; la flor, de esta manera, limpia el corazón de la muerte, la soledad. Ahora bien, esta concepción no es exclusiva del individuo que llega a un lugar para su transformación; el autor, creo yo, hace nuevamente una relectura de aquello que Arguedas definió como expresión indígena, para una comprensión de una estética andina (17). Es decir: aquello que es indispensable para la creación mestiza —aunque lo mestizo en sí no sirva para definir o explicar un texto—, no pasa por una negación de lo que no es andino, sino la búsqueda atenta de las posibilidades del lenguaje[13]. No obstante, quedarse en estos elementos, sería empobrecer el texto y marginarlo al pasquín. Lo que puede entenderse en esta primera aproximación es que hay en el autor una preocupación por la búsqueda de nuevas técnicas discursivas que le dieran al discurso un amplio alcance verbal. 

Ya en el segundo libro, Cantar de Hildebrando, se hace evidente el otro tiempo, el tiempo de la lucha.

Quisiera antes analizar brevemente, para poder ampliar de mejor manera lo que quiero decir con un tiempo de la lucha, el epígrafe que el autor otorga a cada parte: la primera sección del libro tiene una cita rescatada de la canción popular: «Tú eres como la paloma/ sonqollay/ que bajas a beber agua». Mientras que en la segunda parte, la cita proviene de la tradición oficial: un poema de Wáshington Delgado. Es clara una primera oposición para nada monótona entre fuentes orales y escritas. En la primera tradición, marginal, postergada, retirada, cuyo lugar se extiende en el campo, se conserva un sentimiento puro (casi adolescente) sobre el amor y su esperanza: «Para sembrar el amor, la luz y la rebelión…» (36); mientras que la otra, oficial, cuyo centro es la modernidad, la ciudad como espacio corrompido e indescifrable[14], conserva la madurez y la crítica social, el destape de una reflexión intelectual que se presiente solitaria. Ya aquí, el conjunto de las secciones indican el dominio de la fórmula española: el cantar o la romanza. Esto no hace más que confirmar que ambos tiempos en la concepción de un espacio nacional escindido es la propuesta del autor de consignar como individuo una dualidad que exige la exacerbación de su compromiso. No por nada, el autor retoma una voz de la tradición poética de los cincuenta. La poesía de Wáshington Delgado, se preocupó por aproximarse también a lo oral, por abordar temas políticos sin desmedro del plano formal, y por su cruda reflexión sobre la nación (Fernández Cozman, 2005: 97). No es pues sólo una cita que confirma la lengua del autor, sino su pensamiento. En ambas, el autor presenta uno de ambos tiempos posibles de reconstrucción nacional desde la palabra; lo oral y lo escrito en suma no hacen más que acerca al autor a su presente. El poema “Retrato” (48), por ejemplo, de la primera sección de este parte ubica ya de otra forma este tiempo de la lucha en el individuo. Puede leerse en los primeros versos que nuevamente el sujeto se halla en un espacio idílico, sobre la hierba; pero la contemplación vuelve a ser un motivo no para evocar una labor o una costumbre sino para confirmar —y así reanudar la tradición de la lengua oficial— la conocida metáfora bíblica del río y la vida que Antonio Machado reelabora en el siglo XX. Acaso el poema “Retrato” de Pérez no guarda una conexión clara con el poema “Retrato” de Machado, modernista tardío y melancólico; no obstante, en ambos puede distinguirse algo rotundo: la soledad.

La segunda sección titulada Retamas, de Romanzas, posee una característica podríamos decir inusual como propuesta poética. Esta sección tiene al iniciarse una advertencia: los cinco textos que siguen no son del autor. El autor, un artesano del Valle del Mantaro, no está presente. El autor del poemario, entonces, cree necesario incluir en su libro otra voz que no es la suya pero que cree se asemeja —o es igual— a la suya; «…hacemos nuestros algunos poemas (…) en tanto que nos reconocemos como protagonistas de la historia que canta». Aquí, no obstante, puede distinguirse que las razones no son sólo históricas o sociales, ni mucho menos partidarias o ideológicas; para que sea suficientemente necesario incluir otros textos en el propio, es indispensable que el autor reconozca en los textos que va a sumar una mirada compartida; Hildebrando Pérez tanto como Matías Sánchez Obispo, concientes de una competencia lingüística, se ubican esencialmente lejos del centro hegemónico: uno estando dentro y el otro fuera. Los textos así, preservan la estructura de Aguardiente como libro completo: surgen no sólo de la vivencia campesina, sino de lecturas que confirman su posición; los poemas no dejan de poseer amplia significación aún siendo de otro.

 

 

 

 

 

5

 

 

 

 

10

 

 

 

 

15

 

Patria

de mis caricias,

calandria

encendida por la pena,

viento

burilado de mi memoria,

arcoiris

soñado por un niño,

agua

de arroz, polen de la dicha,

barranco

donde mi sangre se despeña,

oh tú

cuchillo de mis noches,

tierra

de mi estar contigo.

 

1. Dispositio. El breve poema (67), es toda una sucesión de imágenes que se conectan ya no musicalmente desde el primer verso: «Patria», hasta el penúltimo: «tierra». El encabalgamiento da al texto cierta linealidad que logra alojar elementos naturales antes de su respectiva aproximación: la calandria desde la tristeza; el viento desde la memoria; el arcoiris desde el color o la infancia; el agua desde la dicha. El poema sería las diferentes maneras cómo un lugar se manifiesta o se hace tangible en el hombre solitario.

2. Elocutio. La figura que mueve el texto pertenece al campo figurativo de la sinécdoque: la parte en vez del todo. La pena, la memoria, el niño, el cuchillo, dan forma finalmente a una visión de la propia identidad, la patria como un todo, un conjunto.

3. Inventio. Es posible nombrar el mundo, nos dice el autor —a través del artesano—, desde la naturaleza. Revisando aquello que une la concepción de patria a tierra, es decir: lo que hay en medio de ambos extremos, podemos encontrar distintos elementos que conducen nuestra interpretación a la necesidad del sujeto de nombrar lo que le rodea. Por ejemplo, al dirigirse a un , acaso territorial, lo hace desde un utensilio que sirve esencialmente para abrir, separar, pero también luego de esto ingresar: el cuchillo. No debería dejarse también de lado que este artefacto en cualquier uso daña, pues consiste en una disección. La identidad, aquello que el sujeto reconoce como suyo es pues una conciencia que lo sigue, mortificándolo; la patria es un lugar que acompaña y deja solo: «oh tú/ cuchillo de mis noches, tierra/ de mi estar contigo».

Paul Zumthor (14) ha dicho que «en la voz la palabra se enuncia como recuerdo, memoria-en-acción de un contacto inicial en el origen de toda vida y cuya huella permanece en nosotros, medio borrada como símbolo de una promesa». El yo poético de Aguardiente, incluso la otra voz sumada a ella, toman partido definitivamente por un estilo y una estrategia discursiva, aproximada a una tradición oral indígena, que va más allá de un grupo o una casa con puertas y ventanas cerradas. Podría decirse que el compromiso social que el libro proyecta no es vago ni apasionado, sino coherente, no sólo con una causa —que puede ser tanto ideológica como sentimental— sino con una forma poética precisa. El autor abraza una causa social estética porque lo que le preocupa no es la queja sino la creación. El poema toma forma entonces desde su recomposición indígena, es decir: toma de lo marginal, aquello olvidado o medio borrado, el origen que Zumthor ve en la voz como signo de una participación y un pensamiento.

De esta manera, se cuestiona la búsqueda poética desde el centro hegemónico; el escritor, aquí, sale en búsqueda de la representación de otra realidad, conciencia o leve motor en el engranaje discursivo que el libro saca del campo. No podría decirse, no obstante —acaso como Friedrich afirma de Rousseau (32)—, que se distingue en este yo poético una actitud autística; es decir: una ubicación en el punto cero de la historia desde donde está solo frente a la naturaleza; es más bien, un yo situado afuera y a la vez dentro, desde donde mira y cierra lo ojos, habla y calla, es y no es. Poesía es aquí la voz de quien camina por ambos mundos recorriéndose a sí mismo la memoria, pero sobre todo solitaria, ya que el acceso a la memoria colectiva sólo es posible a través la experiencia individual (Montoya: 93). Es decir: la concepción de una identidad parte de otras muchas pequeñas formas de nombrarse uno mismo.

Hay pues en Aguardiente un profundo canto de otra cosa. El libro creo por ello, para concluir, proviene no sólo de una oposición sino de una reafirmación hacia lo original. La concepción de Nación toma forma desde el más hondo hueco del alma sobre los campos y los montes del quechua.

 

 

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                [1] «El hecho retórico —afirma Tomás Albaladejo (43 y ss)— está formado por el orador o productor, el destinatario o receptor, el texto retórico, el referente de éste y el contexto en el que tiene lugar. El texto retórico forma parte de hecho retórico y es imprescindible para la existencia de éste; a su vez, para la constitución y el funcionamiento del discurso es necesario el conjunto de elementos que componen el hecho retórico. [Éste], con el texto retórico, forman una construcción en la que las relaciones sintácticas, semánticas y pragmáticas están solidariamente establecidas y proporcionan una unidad semiótica global a la comunicación retórica. La distinción [entre una y otra] contribuyen al entendimiento de la Retórica como disciplina englobadora de la realidad».

            [2] Este análisis neorretórico comprende tres elementos importantes: dispositio, elocutio e inventio. Esto es: un solo proceso analítico que articule, respectivamente, forma y orquestación, claridad o estilo, y visión de mundo o ideología. Este ensayo tomará en cuenta estos tres elementos sin seguir estrictamente el orden arduinista mas sí la fusión de sus partes pues considero que cada texto exige su propio orden interpretativo.

[3] El énfasis es mío.

[4] El énfasis es mío.

[5] El énfasis es mío.

[6] Delgado no está de acuerdo con el error cometido por Romualdo —al igual que James Higgins (37-38)— al restarle al poema un importante trabajo formal en favor de un mensaje político vetusto y programático. «El contenido social de la poesía —dice (Cornejo Polar, 1981: 79)—, o mejor dicho, el sentido social de la poesía, no debe entrañar un empobrecimiento expresivo, debe ser más bien un enriquecimiento». Romualdo se habría equivocado al creer en que la poesía podía ser instrumentalizada bajo intereses ideológicos. Como anota Delgado, la poesía social empezó a dar vueltas sobre sí misma, empobreciéndose. Aunque, en mi opinión, se le reste mucho mérito a la poesía comprometida de Romualdo, haciéndosele mucho caso al yo poético político y no al estético, reconozco ciertos vicios partidarios en su poesía, pero nunca una despreocupación formal de una concepción humana —y por lo tanto falible— del mundo desde el verso.

[7] El énfasis es mío.

            [8] Para comprender la contradicción entre la revolución de Castro y la propuesta libertadora de Martí en el siglo XIX, ver: Díaz: 31-40.

            [9] El énfasis es mío.

[10] El énfasis es mío.

[11] El Perú de los años sesenta, experimentó efectivamente una ola de protestas y movilizaciones como signos fehacientes de la crisis económica. El régimen militar radical (Rospigliosi: 106) —que realmente nunca tuvo el apoyo del campesinado pues soportó la hostilidad de importantes sectores sindicales—, había desarticulado el antiguo sistema de dominación oligárquico sin institucionalizar, sin embargo, nuevas formas de organización política. De esta manera, una parte de las élites de clase media radicalizadas, fuertemente influenciadas por el maoísmo y el castrismo, y sin posibilidad de una participación política efectiva, se volcaron a las masas, aprovechando la dificultad y rigidez de los militares para relacionarse con los trabajadores organizados y, de esta manera, establecer sólidos vínculos ideológicos. El gobierno militar, no obstante, había creado muchas y grandes expectativas. La brecha entre éstas y las posibilidades de satisfacerlas fue sistemáticamente utilizada por estas élites radicalizadas, denominada Nueva Izquierda, para enfrentar la masa laboral contra los militares.

[12] El énfasis es mío.

            [13] Si lo mestizo fue tan sólo una categoría o un hecho social que no alcanzó a concretar un papel fundamental en la historia pues no sirvió como puente entre lo europeo y lo indio (Macera: 12-13), puede entenderse aún así lo mestizo como un arduo proceso de apropiación producto del sistema educativo estatal; es decir: si la alfabetización fue el signo más visible de un amplio sistema de aculturación —que comienza precisamente con la Conquista—, es necesario precisar que el sector oprimido tuvo (y tiene hoy) muy sutiles estrategias de resistencia (Cornejo Polar, 1991: 30);  una de ellas: la preservación de la lengua materna y la paralela apropiación del español, la construcción de un español andino, en donde la vigencia del sustrato quechua destaca. 

            [14] «En la capital (Peter Elmore: 41), más que en ninguna otra parte del país, el espacio que la gente debe confrontar se vuelve, sobre todo, un paisaje hecho por el hombre y sus productos: el sujeto urbano experimenta la naturaleza sólo en tanto ésta es elaborada por la cultura, transformada por la mediación de un trabajo especializado y anónimo. El entorno de la ciudad es un entorno de objetos que son, al mismo tiempo, signos.»