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CONCEPCIÓN DE NACIÓN EN AGUARDIENTE DE HILDEBRANDO PÉREZ
Erick Ramos
Solano
(Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima)
RESUMEN
La
generación del cincuenta significó no sólo un momento de clara modernización
literaria, sino una toma de posición política específica. Ésta, de alguna
manera, modificó los resultados finales de las estructuras y los contenidos del
discurso poético elaborado a partir de una noción de nación oficial y cerrada.
Otro discurso, así, opuesto a esta mirada hegemónica y situándose en sus
márgenes, buscó ser escuchada también como voz original tanto poética como
política. Aguardiente, por ello,
precisa para su aproximación dos eventos que marcan la sociedad
latinoamericana: la oralidad y la escritura.
Palabras
claves:
ABSTRACT
The generation of the sixty meant not only a
moment of clear literary modernization, but a take of political specific
position. This one, somehow, modified the final results of the structures and
the contents of the poetical speech elaborated from a notion of official and
closed nation. Another speech, like this, opposite to this hegemonic look and
placing in his margins, it sought to be listened also as original voice so much
poetical as politics. Aguardiente,
for this reason, adds for his approximation two events that they mark the
Latin-American society: the orality and the writing.
Key words:
Este
ensayo es una aproximación al libro Aguardiente
de Hildebrando Pérez (Lima, 1941), escrito en la década de los sesenta, que
obtuvo en 1978 el premio Casa de las América (1978). Revisaré el libro a partir
de su concepción de Nación desde la ordenación de la memoria oral como espacio
crítico. Demostraré que esta construcción no es gratuita sino que proviene de
una clara propuesta que cuestiona la tradición poética dejada por las
generaciones del cincuenta y sesenta, que no son más que el producto de un
contexto social y cultural específico. Si bien estas dos generaciones —a la
cual una de ellas el autor pertenece de una manera acaso silenciosa— abrieron
nuevas formas o posibilidades de representar la realidad desde la búsqueda de nuevas
técnicas discursivas, significaron además una toma de posición frente a su
presente, exigiendo la reelaboración de estas formas compositivas particulares.
El yo poético —decía Pérez (1991: 94) con respecto a la poesía de José María
Arguedas— es una conciencia o una voz que expresa un universo social escindido,
como el nuestro. La nación, aquí, no sería el resultado de la evolución dispar
de las unidades administrativas coloniales al lograr concebirse por sí solas
como patrias, ni la retórica de la
narración oficial que buscaba la unificación de hombres y documentos (Anderson:
77 y ss). Para la pequeña burguesía americana, la nación fue sólo un lugar para
la edificación de sus propios proyectos desplazando la gran masa indígena. La
nación, de esta manera, concebida como signo, sería a su vez muchas otras formas discursivas complejas
alejadas de la áspera prosa del poder
(Bhabha: 211). La voz poética de Aguardiente
así, se proyecta desde una sensibilidad partida en dos, que se forja
individualmente para tocar una parte de la realidad en las fibras orales de un
pueblo que por siglos se le ha negado el ingreso al núcleo de la lengua
ordenadora, sentada en el centro de la ciudad levantada bajo el orden de los
signos (Rama, 1984: 25), soslayando así la capacidad estética andina de nombrar
su propio mundo.
Analizaré en primer lugar las
características de las generaciones del cincuenta y del sesenta como ejemplos
de modernización en las letras peruanas desde uno y otro lado de las divisiones
impuestas por la coyuntura social. Finalmente, y tomando en cuenta lo dicho en
estos primeros apartados, se hará un análisis de Aguardiente a partir de la figura retórica en tanto que universal
antropológico de la expresión. Utilizaré este concepto por la siguiente razón:
el interés de la neorretórica extensional de Stefano Arduini —basado en la interrelación de res y verba (significado
y significante) en un producto lingüístico denominado texto retórico, que viene
a formar parte a su vez del hecho
retórico, un momento complejo de comunicación[1]— es
el elemento cognitivo (131-157), esto es: la manera como la figura retórica que
domina el discurso poético manifiesta de forma ordenada una organización del
mundo y una visión concreta de sus motores esenciales[2]. Para la neorretórica, el
ser humano piensa a través de figuras retóricas (Lakoff y Johnson: 39-42),
haciéndose evidente la forma como es capaz de organizar su propia facultad
comunicativa. Si bien el mecanismo es universal, el contenido de la figura
retórica es cultural, intrínsecamente conectada a diversos estratos de la
expresión y la meditación de los grupos sociales.
Con Aguardiente,
pues, se hace clara la propuesta de una ordenación del mundo desde el lenguaje
pero convirtiéndose en señal indígena de una concepción del hombre y la
naturaleza; la expresión y la representación de una cosmovisión y un sujeto,
respectivamente, son las palabras justas —nos dice el autor— para remediar el
tiempo de lo perdido. Aguardiente por
momentos, de esta manera, es no sólo la amarga bebida que enfrenta el cuerpo al
silencio de los hombres y sus instituciones, sino una propuesta lúcida de
sintetización de dos fuerzas en pugna: la oralidad y la escritura.
I. La generación del cincuenta y su
estado de ánimo
Gutiérrez
(36) afirma que «la noción de Generación (…) no es incompatible con la
concepción materialista de
Debe entenderse, entonces, que una generación no implica el paso
uniforme de una década a otra, o de un pensamiento a otro, sin acaso considerar
la pérdida o la grave alteración de un número importante de elementos
estructurales de la generación precedente que se vislumbren en la generación en
gestación, sino que es el proceso —largo y complicado— de eventos y
discordancias que evolucionan a partir de un núcleo identificable en la
historia. La generación del cincuenta —y utilizo “generación” como un elemento
útil de agrupación para mi análisis, no más—, ubicándose en la segunda
posguerra, tiene un desarrollo claramente relacionado con el «proceso de
reactivación y profundización del capitalismo burocrático que implicó, luego
del golpe militar de Odría, una segunda modernización general de la sociedad
peruana» (52).
Esta modernización implicó una inicial industrialización prometedora y
una acelerada urbanización, así como también la «mejora de los niveles de
educación de la población y mayor exposición a los medios de comunicación de
masas, aumento de la movilización de nuevos sujetos sociales y políticos, [y
la] ruptura de antiguas identidades y creación de otras nuevas» (Rospigliosi:
104). Como bien se indica y tomando en cuenta la pugna entre dos sectores
sociales, la situación permitió el surgimiento intelectual de muchos grupos
ubicados cerca al centro del poder político, así como también, de aquellos
grupos situados en la periferia. Estos nuevos sujetos, ubicados fuera, fueron
quienes representaron la vertiginosa recomposición de las capas sociales de
Lima (y la nación), ubicándose en los límites de la misma, desde donde saldrían
a buscar el sustento y la materialización de sus intereses.
El cholo —o lo cholo (Callirgos: 211-230)— empezó a
controlar «cada vez más mayores espacios sociales [empezando a la vez a]
reconocer que el mundo popular (cercano y distante, al mismo tiempo, de las
emergentes y cada vez más consolidados sectores medios) empieza a construir un
modelo que no solamente prescinde de él, sino que como proyecto embrionario se
inicia negándolo o destruyéndolo» (Sánchez León: 154). El sujeto inmigrante fue
quien cuestionó, con el tiempo y colocándose al centro del debate, el problema
sobre la búsqueda de una voz original que se remonte al pasado y utilice formas
discursivas oficiales, sintetizando ambas fuentes en pugna. Aquella discusión a
inicios del siglo XX entre Mariátegui y Riva-Agüero, tomaba ahora una nueva
forma: la nación, para no autodestruirse, debía ser la reunión horizontal de
todos los pueblos y no la superposición de unos sobre otros (Cornejo Polar,
1980: 49-60). Ahora bien, habría que agregar que esta migración o esta llegada
de el otro al centro oficial, implicó
no sólo «la avanzada del campo a la ciudad sino también la avanzada urbana en
las aldeas» (Golte: 27). Aguardiente,
como veremos en el tercer apartado, es un libro de honda subversión porque reelabora
—y no por motivos migratorios (aunque sea claro el viaje y el camino emprendido
por el autor a uno y otro espacio), sino por una posición frente a la realidad—
aquello que implica la aldea y lo urbano como espacios ideales; una es la
posibilidad de una voz auténtica, la otra la destrucción de esa posibilidad;
una coincide con aquellos textos que brillaron con el sol de los Andes,
registrados en cordones y nudos de colores, la otra es la organización terrible
de un mundo como folios viejos (Bendezú: 70-79). He aquí que la poesía, en los
cincuenta, tomaría partido por una y otra solución de esta contemporaneidad,
entre crisis social y palabra.
La década del cincuenta fue, pues, un tiempo de nuevas rutas en la
organización de la sociedad peruana, su pensamiento y su expresión artística
que se comportó, por un lado, comprometida con las causas sociales y por otro
simplemente no. Como se sabe ya, el simbolismo francés, el surrealismo y la
llamada Generación del 27 influyeron en esta promoción de poetas de manera que
fue posible, gracias quizás al poder devastador y cuestionador de los poetas
españoles frente al franquismo —y redescubriendo Poemas humanos y España
aparta de mí…—, una reflexión mayor sobre la identidad nacional. No
obstante, quienes sustentaron su poética en el problema social de grupos
postergados capaces de subvertir el orden hegemónico, no vieron en quienes
postulaban —de manera opuesta— la palabra como único medio de revolución
estética, una solución del problema, y viceversa. Al parecer, la generación del
cincuenta no fue más que una «generación de artistas adolescentes, jóvenes
intelectuales de inocencia y rebeldía, [que] antes de la madurez, de la fatiga,
de las ilusiones perdidas», hicieron poesía de manera magistral (Gutiérrez: 53).
Esto no quita, por supuesto, que en la práctica se hiciera evidente los
distintos caminos ideológicos emprendidos por nuestros poetas como modo de vida
y escritura frente al poder. El poeta acaso se veía solo frente al gran viejo
edificio institucional que le tapaba la luz y lo ahogaba. No por nada, Blanca
Varela (5) reconocería más adelante, evocando su encuentro con Octavio Paz y
otros artistas latinoamericanos de la segunda posguerra, que lo que sucedía era
no sólo «conocer nuestro túnel, sino reconocerlo y aceptarlo. (…) Se trataba
(…) de darle nombre a todas las sombras, a todos los fantasmas de ese túnel».
Detengámonos así en la discusión que ha perfilado sin vicios la década
del cincuenta: por un lado la poesía comprometida con la palabra y, por otro,
la práctica poética comprometida con el hombre y su miseria. Ambas líneas, no
obstante, no fueron irreconciliables ya que un poeta tuvo diversos registros y
pasó por uno y otro pensamiento como se pasa de una habitación a otra; el
compromiso se volvió algo ambiguo, relativo, imperfecto, de acaso solo unas
lecturas y breves contextos pasionales.
Se
cuestionaba, entonces —dice W. Delgado (Cornejo Polar, 1981: 72-73)—, que los
propósitos literarios se agotaran completamente en la obra literaria, considerada
como un objeto autónomo, y que el único objetivo de un creador fuera la
creación pura; esta actitud cuestionada pertenecía a lo que se llamaba,
equivocadamente, “poesía pura”. Los poetas encabezados en cierta manera por
Romualdo dejaron de creer en que la creación literaria consistía principalmente
en el afinamiento de métodos, procedimientos y técnicas literarias[4].
Esta actitud de rebeldía y subversión en el poeta de esos años se
debió, no obstante, a que se vivía en un contexto de clara opresión debido a la
dictadura militar de
Poetas puros, por ejemplo, fueron considerados Eielson con Reinos de 1945, Sologuren, en Dédalo dormido, de 1949, y el primer
Romualdo de 1951 en La torre de los
alucinados; además, Bendezú, Carlos Germán Belli, Salazar Bondy y
Wáshington Delgado. Poetas sociales, por otro lado, fueron llamados Valcárcel
de Poemas del Destierro de 1956, un
segundo Romualdo de 1958, con Edición
extraordinaria; Juan Gonzalo Rose y Blanca Varela. No obstante, uno y otro
autor caminaron tanto por una concepción estética como por otra; como he dicho,
los límites nunca estuvieron precisados con claridad. Por ejemplo, si en el
primer Eielson de Canción y muerte de
Rolando (14), de 1943, podemos encontrar versos como: «Muy lejos, en la
llanura, tras de la densa montaña de barbas de laurel, tendía tu alma a Dios un
guante arrebolado»; luego, se observa, el autor pasará a un existencialismo que
raya con la locura y la desolación de quien no posee aquellas cosas que posee
el otro, ni puede transformar la realidad desde dentro, como sucede en “Poema
para leer de pie en el autobús entre
Otro importante autor, Sabastián Salazar Bondy —que si bien no
pertenece propiamente a esta generación pues sirvió más bien de promotor de
muchos autores de esos años como Reynoso y Vargas Llosa—, ya en El tacto de la araña, aparecido en 1965,
leemos en poemas como “Contra el reloj”, su pronta filiación a causas
interiores, pero desde la profundidad del otro, pegado a la tierra como una
línea solitaria: «pero todos se paran un día a las doce o a la una/ y ya no son
nada» (11). Alejandro Romualdo, por último, en “Letra viva”, poema de Como Dios manda de 1967, logra
armonizar, a mi entender —y de manera ordenada, sin desmedro alguno de la
composición formal ni de lúcidos fueros interiores[6]—, tanto la angustia por un
cambio de paradigma social, como la preocupación por una renovación de formas
poéticas urgentes (20):
25 |
Me
abro. Definitivamente me tiendo como
una red al aire, a ver si pasa por mi cuerpo tu alma. Oh cómo
quisiera estar al lado tuyo, revolcarme en tu
rostro, como un niño, tirarte de
los labios, respirarte y llenarme la boca con tu nombre… |
Más adelante, no obstante, en el mismo poema dice el yo poético:
«necesitamos agua, mucha agua, y sin/ llorar miseria, sin pedir nada a nadie, abriremos de un tajo la verdad. Esa
verdad…»[7] (21). Es pues importante
precisar que la generación del cincuenta sentó un precedente al distinguir no
una pugna entre una y otra poesía,
sino la posibilidad de una posición frente a la realidad circundante que se
multiplica de acuerdo a las exigencias interiores del alma crítica; lo que
valía entonces en la creación poética no era la inmovilidad sino el dinamismo
fiel y complejo del pensamiento, pues la poesía era nombrar, conocer, tocar el
mundo mediante la palabra, y el mundo giraba en esos años sin parar veinticuatro
horas al días.
II. La generación del sesenta y la
democratización
La
poesía de los años sesenta digamos que superó de manera clara esta discusión y
este síntoma de la pléyade nacional; la palabra se volvió de pronto
reelaboración constante de sus fuentes y efectos. No más poetas puros o
sociales o la división entre realidades; el poeta era ahora —por supuesto,
tanto como el de los cincuenta— la perfección de su oficio. No obstante, como
veremos en este apartado, la generación del sesenta va a significar otra pugna
ya no en el ámbito meramente textual o partidario, sino en el ámbito político
institucional.
Sin embargo, habría que precisar algunas cosas con respecto a esta
generación. No puede pensarse generación alguna sin modelo corrector moral, es
decir: sin paradigma ético por el cual se vean organizadas las lecturas y los
enunciados. Según Barthes (34), la literatura «se nos presenta como institución y como obra», es decir: como proceso regulador ideológico y como mensaje
verbal; por lo tanto, un modelo por excelencia de oposición al poder que estos
poetas elevaron como estandarte lo hallaron en la revolución cubana de 1959[8]. Claro, no pretendo al
hablar de estos poetas referirme sólo a su participación social en tanto que
intelectuales, sin embargo creo fundamental situar aquello que modificó el
resultado final de la poética comprometida no sólo con una causa continental
sino con la palabra precisa para nombrarla. Y es que al descubrir en los textos
las características formales importantes de esta generación (Fernández Cozman,
2001: 71 y ss), se observa claramente una toma de posición frente a la realidad
que no deja de ser aquello que Goldman (209) explicó como creación cultural,
que en sí «constituye un comportamiento privilegiado en la medida en que
realiza, en un campo particular, una estructura (…) coherente y significativa
[en tanto que] se acerca a un fin al que
tienden todos los miembros de un determinado grupo social»[9]. Por ejemplo, la
conciencia estructural del poema, concebido ahora como manifestación y
expresión de la estructura misma de un lenguaje tiene un origen real en la
concepción de la obra de arte como un objeto autónomo e independiente heredado
de la vanguardia, asumida a su vez como oposición a la institución arte occidental.
Por otro lado, la síntesis de lo individual y lo colectivo, el paso de
lo particular a lo universal, sería aquello que Friedrich (192) identificó como
la transformación tanto de lo más extraordinario como de lo más trivial en
sorpresa irritante. «Lo ridículo y lo absurdo tienen igual importancia que el
mundo de los héroes»; la poesía hecha en estos años tuvo un alto contenido
crítico social sin descuido alguno del perfeccionamiento formal del verso; si
la poesía tenía que proponerse sorprender, debía primero hallar a su alrededor
no sólo cosas en sí sólitas sino —y por esto mismo— reales. Por otro lado, el
gusto por una cierta narratividad y oralidad en el poema que pasaba por un tono
coloquial trasgresor que permitía no sólo cierta desacralización satírica (y
sardónica) sino, además, una ampliación del léxico del poema, también evidencia
la diglosia que marca el comportamiento lingüístico de los pueblos
latinoamericanos: una lengua cortesana, rígida y cerrada, sobre otra popular,
libre y disidente (Rama: 43-44). Ahora bien, lo que F. Cozman llama cita
cultural, en donde se reconquista la tradición a través del simultaneísmo de
muchas voces en un mismo poema, puede comprenderse bien con el clásico poema de
Luis Hernández; en la primera parte del poema titulado “Ezra Pound: cenizas y
cilicio”, de Las constelaciones, publicado
en 1965, utiliza tanto voces de lenguas extranjeras que indican cierta
tradición de reconocida sofisticación, como el inglés, como voces de lenguas
desaparecidas pero de amplio código clásico, como el latín. Estas
características formales, no obstante —sin dejar de lado el valor que poseen
como elementos de clara evolución y modernización en la poesía
latinoamericana—, representaron una toma de posición en tanto que suponían el
dominio total de una receptividad exclusiva de influencias extranjeras
—anglo-norteamericanas— y de un círculo cultural de escasas puertas laterales.
Esto provocó, acaso repitiéndose la otrora pugna de los cincuenta, que un grupo
de poetas ubicados fuera de las murallas de Lima exigieran entrar al mercado de
aquellos poetas limeños que se abogaban una cierta competitividad intelectual
sin par en los salones. Esta nueva pugna ya no era por demostrar la supremacía
de la razón sobre circunstancias sociales paupérrimas e injustas, o tirar abajo
instituciones vetustas de parca representación popular, sino por ganar espacios
legítimos desde donde poder expresar una propuesta; es decir: si en la
generación del cincuenta se buscaba por parte de los poetas sociales destruir la
institución, en la del sesenta se buscó crear nuevas instancias con las cuales
poder competir paralelamente con la intelectualidad oficial.
Si no hay, como he dicho líneas arriba, poetas puros o sociales, hay
sí ahora poetas oficiales para el mercado y poetas acallados. Y es que la
visión de una identidad no pasó por la realidad total, sino por un tipo de
visión del Perú desde Lima. Anota Rodríguez-Gaona (4) que
contrariando
sus intenciones de autonomía cultural, esta promoción cosmopolita y contestataria
[la del sesenta] también hace patente la influencia económica, estética e
ideológica del capital estadounidense, sobre todo en su discurso acerca de una
exclusiva e indiferenciable generación internacional. Quizá por eso fuese
inevitable que, pese a su intelectualismo o a su filiación política, los
jóvenes que redefinieron el lenguaje poético peruano (…) hayan establecido una
peculiar lectura histórica finalmente homogenizadora, que privilegia una visión
del Perú desde su capital, Lima, el punto más occidentalizado y próspero del
país[10].
Recuérdese por ejemplo el poema de Cisneros (Garayar: 291), “Paracas”
(de Comentarios reales de 1964); ese
«Sólo trapos/ y cráneos de los muertos…», puede también entenderse —sin
agotarse con ello las dimensiones de su interpretación—, en tanto que discurso
trasgresor e irreverente, como una posición específica y favorable desde donde
el sujeto lírico mira la nación cual espacio desacralizado (producto del
distanciamiento brechtiano, que postulaba una crítica desde el alejamiento del
alma más no del lenguaje), en donde maduran nuevas perspectivas
desmitificadoras y una honda mirada solitaria. La historia oficial no sólo es
destruida en tanto que discurso hegemónico, sino que es reelaborada para un
sector privilegiado, que si bien tira a bajo un paradigma eleva inmediatamente
otro: la irreverencia. Al no existir en esos años una institucionalidad
literaria operativa más allá de las murallas de la capital, poetas como
Verástegui exigieron un espacio en la ciudad y un acceso a los circuitos
culturales, haciéndole frente a la nueva coyuntura política: la dictadura
militar de Juan Velasco Alvarado[11], para establecer una
democratización en el uso del discurso poético. Verástegui (Garayar: 360), así,
confirmando esa empresa llevada a cabo contra la marea, en busca de un propio
espacio desde donde soltar la voz, escribía en el poema titulado “Datzibao”, de
En los extramuros del mundo de 1971,
con ese tono peculiar de ruptura casi catastrófico: «Porque ya es hora de ir
poniendo las cosas en claro y más que nada empezar a ser uno mismo/ un solo
obstinado bloque de rabia...».
Una democratización en tanto que hiciera posible la entrada al gran
centro del poder de márgenes expresivos subalternos, era lo que se buscaba.
Tulio Mora (43-44), al respecto, logra ver ya en su juventud esa compleja
situación en la década de los sesenta en la casona de San Marcos, cuando las
guerrillas del MIR y el ELN abrían las discusiones en las aulas. «Todavía,
—anota Mora, recordando a su vez a un joven Hildebrando Pérez al frente de Piélago—, como en la definición de
Mariátegui, San Marcos era el reflejo del Perú: uno percibía que casi todos los
representantes de nuestras clases sociales estaban allí, tal vez en menos
proporción los procedentes de la burguesía y pequeña burguesía (…), y ya en tumulto los que provenían de las
clases media, baja y popular. La presencia de provincianos también era
considerable»[12].
De esta manera, aquellos sujetos recurrieron a diversas actividades culturales
para generar la atención necesaria para sus propuestas poéticas. El
enfrentamiento se hizo inevitable, entre «estos escritores que representaban a
grupos pertenecientes a la pequeña burguesía, más tradicionales o cosmopolitas,
y otros a sectores populares, emergentes» (Rodríguez-Gaona: 4).
Dicho enfrentamiento alteró definitivamente la producción poética en
el Perú, haciendo que los nuevos escritores —como aquellos nuevos sujetos que
en los cincuenta vinieron a Lima a ganarse un espacio— a mediados de los
setenta definieran «sus estilos en intereses de acuerdo con su afinidad (o
rechazo) a las precarias instituciones vigentes».
III. Aguardiente
y un compromiso social estético
El
libro en cuestión, y habiendo hecho este breve análisis de ambas generaciones
precedentes, se asemeja un poco a aquella queja —para nada monótona ni
belicosa— de los poetas sociales del cincuenta y los poetas emergentes del
sesenta. Aguardiente es, por ello, un
libro de hondo peligro; en la década del sesenta marca su camino: la
reconstrucción de una mirada nueva de la nación desde abajo.
El poemario consta de —y es a su vez— dos libros o dos partes:
Aguardiente y Cantar de Hildebrando. La primera parte consta de tres secciones:
Quipus, Aguardiente y Retablo. La
segunda, también, consta de otras tres secciones: Cantar de Hildebrando, Romanzas
—que a su vez se divide en Nomeolvides
y Retamas—, y Cantar de amigos. Ahora bien, ¿de qué manera el libro significa una
toma de posición opuesta a la tradición? o ¿de qué forma o bajo qué formas
discursivas el libro es una subversión y una aproximación a un nuevo orden
poético?, tendríamos que remitirnos primero, creo, a un texto importante de
José María Arguedas (14) sobre la capacidad de creación artística del pueblo
mestizo. «La expresión artística del mestizo —decía—, es de la más pura
ascendencia indígena». Hay en Aguardiente,
claros elementos que responden a esta, digamos: máxima arguediana, que de alguna manera explica los orígenes de
aquellas expresiones artísticas en donde el reflejo del mundo sintetiza tiempos
ancestrales y tiempos nuevos, en una amalgama de rabia y esperanza, protesta y
solución. De esta manera, en el poemario juegan dos mundos en diferentes
tiempos históricos: un mundo de la memoria y otro de la lucha.
En el primer mundo —que coincide con el primer libro del poemario—
predomina la evocación acaso melancólica y el repaso amoroso y lúcido del
cantar andino a través de su organización, sus fiestas y su paisaje. En el
segundo mundo, de clara protesta y proyección futura, encontramos los poemas
del libro Cantar de Hildebrando; aquí, la mirada es con vicio, acaso individual
o solitaria, de lectura y empleo de paradigmas occidentales, y esto tal vez
porque ejercen su peso la soledad del tiempo nuevo, su lucha y agotamiento, su
opresión e injusticia; todo, al parecer, caería en el yo poético como resaca de todo lo vivido.
Antes de revisar ahora dos poemas de la primera parte titulada
Aguardiente, habría que precisar antes de ello lo siguiente: voy a tomar
principalmente tres poemas, dos del primer libro como he indicado y uno del
último; de antemano, tal vez sea inútil decir que faltaría un análisis mayor de
cada uno de los textos del libro, pues éste precisa de una mayor dedicación que
ahora no puedo darle. Es claro anotar que lo que integra estos primeros
veintidós poemas no es sólo, como he precisado, un rotundo acercamiento a la
oralidad, sino una estructura a primera vista sencilla que en el fondo
evidencia una preocupación por nuevas formas expresivas. Por ejemplo,
analizando el título de cada sección puede seguirse la primera línea del libro:
el quipu, el aguardiente y el retablo. Estos tres elementos comprenderían tres
espacios específicos dentro del mundo andino que ha sido tocado y removido en
su interior por una fuerza opresora: la memoria propiamente, en tanto que
conteo, registro y —ahora— lenguaje; la celebración, la fiesta en tanto que
despojo de la represión cotidiana, y finalmente el retablo, como síntesis de lo
divino y lo rural, los íconos cristianos a través de la contextura y la talla
campesina; el retablo andino sería el encuentro no de personajes bíblicos sino
la recomposición de diferentes sujetos en un tiempo y en un espacio reales.
De esta manera, en el primer poema de Quipus, leemos (13):
5 10 |
Ocultos
por el tiempo y la maleza, indicios vagos de
otra Edad se enredan con placer en nuestras manos. Quien
lee una inscripción en el pecho de un relámpago montaraz
o avive la memoria como un viejo navío de
totora que navega en el espejo de la tarde, descubre que
el pasado es cosa seria, manantial que aún perdura, cruz
de camino, olas de un porvenir esplendoroso, nuestro. Y la
textura de cada nudo inmemorial es una luciérnaga que
oscurece, iluminando, nuestro más íntimo juramento: opaco
lapislázuli, promesa no cumplida, vaso de maíz fermentado
(como el pasado), velamen hinchado hasta el
cogote, agárrennos si pueden, semilla que otoñará cuando
dejemos de existir (como el presente). |
El título del poema es reemplazado por un número “
1. Dispositio. Los dos
primeros versos indican la llegada o la aparición de algo antes oculto en el
tiempo. Cabría precisar que esto más bien no tiene que ver con la llegada de
algo al sujeto, sino la llegada del sujeto mismo al lugar, el ingreso. Por eso,
ese ocultamiento tiene que ver con algo que tal vez para el yo poético estuvo
lejos por alguna razón. Su encuentro marca la visión de lo enunciado como un
espacio que urge su visita y su voz. Luego, del tercer verso al sétimo, el
sujeto empieza a descifrar —casi deletreando— lo que halla a su llegada. El
relámpago, la laguna como espejo del firmamento, permiten al sujeto ver. Y lo
que ve ha perdurado en el tiempo, al parecer, lo ha hecho prescindiéndolo.
Del octavo verso al final, el sujeto sigue leyendo en el entorno que
cree agrupar en la sucesión de imágenes, distinguiéndose cierta madurez final
frente a lo que ve: la contradicción entre el pasado y el presente. En el
primero, el yo poético indica una descomposición, mientras que en el segundo,
una desaparición; en uno y otro tiempo, el sujeto no puede precisar su
felicidad.
2. Elocutio. La figura
retórica que articula el texto pertenece al campo figurativo de la metáfora: el
tiempo es un lugar. Ahora bien, el sujeto que ingresa al tiempo lo hace de la
mano de dos posibilidades históricamente en pugna: lo tradicional y lo moderno.
En ambos, como decía líneas arriba, el sujeto poético no existe (o parece
borrarse como señal) precisamente porque su lugar está en la visión misma, en
la depuración del paisaje y del hombre como formas de aproximación al núcleo de
una identidad que no posee o posee de manera fragmentada. Podría decirse que
este sujeto, impregnado de su tiempo, ingresa a otro, convirtiéndose
inmediatamente en una línea entre uno y otro evento.
3. Inventio. En estos
versos, pueden verse dos elementos de suma importancia para esta parte del
libro: la otra Edad y el presente. Estas palabras, al articularse, pueden
encadenarse de la siguiente manera: otredad-presente, desde el cual se marca,
en un inicio, cierto distanciamiento con el hoy en tanto que contexto
urbano-social y un acercamiento del sujeto evocativo a un pasado actualizado.
Aquel vaso de maíz fermentado y el manantial que aún perdura provienen del
antiguo mundo que fue destartalado y expulsado por el nuevo tiempo, el presente
vetusto y deplorable, que se redefine por la inexistencia, la muerte misma del
ser humano. El yo poético advierte —agárrennos
si pueden— que el tiempo de las reparaciones se aproxima como una alarma,
un grito, una consecuencia; ahora es el tiempo del otro tiempo, de la recomposición del mundo-otro, conocido en la
infancia, perdurable por lecturas y caminos. Ahora bien, cabría preguntarse no
obstante si este sujeto es pues el iniciador de esta restauración, yo diría que
no; es más bien (y coincidiendo así con otros poetas que miraron a Cuba como un
ejemplo, tal vez no de lucha, mas sí de administración y reforma estatal), lo
contrario: el sujeto no percibe cambio alguno, sino la confirmación de que lo
andino resolverá mejor una miseria primordial: la soledad del hombre. En el
segundo poema sin título, por ello, se toma del presente la justificación y el
ejemplo de esta nueva reestructuración de los días que el autor vislumbra como
enfermedad: «Andahuaylas es leña, leña ardiendo/ en una cocina de barro, en
cada recuperación de tierras» (15).
Entre julio y setiembre de 1974, se produjo en la provincia de
Andahuaylas uno de los movimientos campesinos más importantes de la década del
setenta. «Se trató —dice Sánchez Enríquez (21), testigo y parte de esos hechos— de la primera gran oposición contra
la reforma agraria velasquista y, con ella, el anuncio del fracaso de tal
proyecto que en vano fue voceado y promovido como una real transferencia de la
tierra y el poder al campesinado». Sánchez cree necesario hallar, en su
investigación, la respuesta de cómo «una masa no aglutinada, sumida en la miseria
y el adormecimiento ideológico, logra movilizarse» en favor de una causa (23).
Ahora bien, con él definitivamente coincide el autor de Aguardiente en dos cosas, primero: no puede hablarse de una derrota
sino de una latente reactivación de lo subversor frente a lo hegemónico, y
segundo: un solo individuo no es pues un provocador o un disidente, sino
alguien a quien le toca sólo nombrar. Por eso, otra vez, el tiempo antiguo
marca su escisión sobre el actual. El quipu es pues signo de la memoria,
extensa y enredada, entre lazos de olvido, opresión y empobrecimiento, y lazos
de presencia, huayno y trabajo perpetuo.
Ya en la segunda parte, puede hallarse el discurso de la síntesis de
ambos tiempos terrenales, si bien en la primera parte en pugna, pero ahora armonizados
en el canto andino a la naturaleza, el amor y la voz del enamorado que mira la
tierra como muchacha.
En el poema “flor de habas” (26), el yo poético busca trascender la
ruta de la soledad tras la huella de la cosecha; su amor pueril, su fuerza para
el trabajo, la conciencia del hombre enamorado, son formas de expresión de una
profunda comprensión —o acaso un intento— de las costumbres ancestrales. Hay
que notar, además, que esta sección del libro es la que más se acerca al canto
campesino. Acaso con suma atención, el autor ha reelaborado las pautas y los
ritmos del cancionero andino para poder re-nombrar el mundo rural desde una
perspectiva nueva: la del sujeto que busca su propia voz, hurgando en su
memoria y su presente.
5 |
Mi
flor de habas se ha perdido, mi
flor de habas. Sólo
no más me he quedado, me he
quedado. Y en
busca de mi cholita ríos,
valles voy cruzando. No
hay estrellas, no hay camino que
mi pena no haya hurgado… |
Claro, no sería necio afirmar que el primer cuarteto guarda una
armonía agradable. Esto se rescata fácilmente en una primera lectura. La
secuencia 10-5/8-4, revela no sólo un ritmo y una sonoridad en la entonación
que se acompaña silenciosamente de algún instrumento posible, sino que posee un
orden primordial en donde el verso no necesita un desenvolvimiento, sino
solamente su musicalidad. Lo que quiere decirnos el autor al componer un poema
desde rasgos andinos —en tanto que canción, fiesta o encuentro colectivo—, es
que el poema ahora, al ser la evocación de una tradición antigua, no necesita
de complejos encabalgamientos, ni de ni citas textuales ni simultaneísmos: el
verso al igual que el campo, es sencillo, frágil, solitario, pero sin dejar de
ser —he ahí su propuesta— organizado, estructuralmente limpio.
1. Dispositio. Los primeros
cuatro versos indican una posesión perdida por el yo poético, una flor. El
segundo cuarteto indica una búsqueda que implica sustancialmente movimiento, un
paso de espacio a espacio hacia el ser amado. El tercer cuarteto une lo perdido
con lo no hallado: la flor y la mujer; que si bien terminan siendo el mismo
elemento es claro advertir (debido al cuarteto anterior) un matiz importante:
la flor se ubica en el campo mientras que la mujer no.
Ya en el último cuarteto, el yo poético habla de muerte: su situación
solitaria en medio del mundo.
2. Elocutio. Hay dos figuras
que articulan el poema; una de ellas pertenece al campo figurativo de la
repetición: la anáfora. La repetición del inicio de un verso en este poema no
sólo es la reiteración de un motivo amoroso, sino la constitución del canto a
través de la composición oral. No se trata de asemejar el texto a una situación
rural o campesina, sino de elaborar el poema como un lugar a donde confluyen la
experiencia sentimental y el proyecto político humano; la canción, entonces,
cobija tanto el amor como la protesta; la soledad como su solución. Podría
argumentarse aquí cierto tono pueril y aletargado, que toca más bien un lugar
común, pues el sujeto se dirige a un ser amado que no le exige más que su
tristeza; no obstante —y aquí entra a tallar la otra figura importante en el
poema—, el yo poético une, acerca, conecta dos eventos semánticos en uno: la
delicadeza, la belleza, cierto perfume o movimiento idealizado, que favorecen
la imaginación del hombre andino —incluso, la mujer no sólo es flor, es también
arcoiris, vaquita, cholita, paisanita,
señorita; todos éstas, formas imprescindibles de nombrar algo querido,
situado dentro; los diminutivos, definitivamente, no sólo acercan el objeto al
sujeto sino que lo destacan del resto otorgándole amplia significación.
La metáfora: la mujer es una
flor, no quiere decir tristeza, sino reconocimiento de una tristeza
antigua, milenaria, que lo toca a él tardíamente. Como señala Ong (47), la
reiteración para los pueblos orales ayuda a conservar sus conocimientos;
repetir el verso hace posible saber: el ser amado es un conocimiento.
3. Inventio. La flor de
habas no es acaso un elemento gratuito; tiene a decir verdad una función
primordial pues se comporta como signo de un deseo sexual que parece reprimirse
con la muerte. La flor de habas sirve como medicina, es depuradora por
excelencia; limpia, es decir: sana. Ambos elementos, mujer y flor, guardan por
ello un mensaje eterno: la ausencia del ser amado es su búsqueda; la flor, de
esta manera, limpia el corazón de la muerte, la soledad. Ahora bien, esta
concepción no es exclusiva del individuo que llega a un lugar para su
transformación; el autor, creo yo, hace nuevamente una relectura de aquello que
Arguedas definió como expresión indígena,
para una comprensión de una estética andina (17). Es decir: aquello que es
indispensable para la creación mestiza —aunque lo mestizo en sí no sirva para
definir o explicar un texto—, no pasa por una negación de lo que no es andino,
sino la búsqueda atenta de las posibilidades del lenguaje[13]. No obstante, quedarse en
estos elementos, sería empobrecer el texto y marginarlo al pasquín. Lo que
puede entenderse en esta primera aproximación es que hay en el autor una
preocupación por la búsqueda de nuevas técnicas discursivas que le dieran al
discurso un amplio alcance verbal.
Ya en el segundo libro, Cantar de Hildebrando, se hace evidente el
otro tiempo, el tiempo de la lucha.
Quisiera antes analizar brevemente, para poder ampliar de mejor manera
lo que quiero decir con un tiempo de la lucha, el epígrafe que el autor otorga
a cada parte: la primera sección del libro tiene una cita rescatada de la
canción popular: «Tú eres como la paloma/ sonqollay/ que bajas a beber agua». Mientras
que en la segunda parte, la cita proviene de la tradición oficial: un poema de
Wáshington Delgado. Es clara una primera oposición para nada monótona entre
fuentes orales y escritas. En la primera tradición, marginal, postergada,
retirada, cuyo lugar se extiende en el campo, se conserva un sentimiento puro
(casi adolescente) sobre el amor y su esperanza: «Para sembrar el amor, la luz
y la rebelión…» (36); mientras que la otra, oficial, cuyo centro es la
modernidad, la ciudad como espacio corrompido e indescifrable[14], conserva la madurez y la
crítica social, el destape de una reflexión intelectual que se presiente
solitaria. Ya aquí, el conjunto de las secciones indican el dominio de la
fórmula española: el cantar o la romanza. Esto no hace más que confirmar que
ambos tiempos en la concepción de un espacio nacional escindido es la propuesta
del autor de consignar como individuo una dualidad que exige la exacerbación de
su compromiso. No por nada, el autor retoma una voz de la tradición poética de
los cincuenta. La poesía de Wáshington Delgado, se preocupó por aproximarse
también a lo oral, por abordar temas políticos sin desmedro del plano formal, y
por su cruda reflexión sobre la nación (Fernández Cozman, 2005: 97). No es pues
sólo una cita que confirma la lengua del autor, sino su pensamiento. En ambas,
el autor presenta uno de ambos tiempos posibles de reconstrucción nacional
desde la palabra; lo oral y lo escrito en suma no hacen más que acerca al autor
a su presente. El poema “Retrato” (48), por ejemplo, de la primera sección de
este parte ubica ya de otra forma este tiempo de la lucha en el individuo.
Puede leerse en los primeros versos que nuevamente el sujeto se halla en un
espacio idílico, sobre la hierba; pero la contemplación vuelve a ser un motivo
no para evocar una labor o una costumbre sino para confirmar —y así reanudar la
tradición de la lengua oficial— la conocida metáfora bíblica del río y la vida
que Antonio Machado reelabora en el siglo XX. Acaso el poema “Retrato” de Pérez
no guarda una conexión clara con el poema “Retrato” de Machado, modernista
tardío y melancólico; no obstante, en ambos puede distinguirse algo rotundo: la
soledad.
La segunda sección titulada Retamas,
de Romanzas, posee una característica
podríamos decir inusual como propuesta poética. Esta sección tiene al iniciarse
una advertencia: los cinco textos que siguen no son del autor. El autor, un artesano del Valle del Mantaro, no
está presente. El autor del poemario, entonces, cree necesario incluir en su
libro otra voz que no es la suya pero que cree se asemeja —o es igual— a la
suya; «…hacemos nuestros algunos poemas (…) en tanto que nos reconocemos como
protagonistas de la historia que canta». Aquí, no obstante, puede distinguirse
que las razones no son sólo históricas o sociales, ni mucho menos partidarias o
ideológicas; para que sea suficientemente necesario incluir otros textos en el
propio, es indispensable que el autor reconozca en los textos que va a sumar
una mirada compartida; Hildebrando Pérez tanto como Matías Sánchez Obispo,
concientes de una competencia lingüística, se ubican esencialmente lejos del
centro hegemónico: uno estando dentro y el otro fuera. Los textos así,
preservan la estructura de Aguardiente
como libro completo: surgen no sólo de la vivencia campesina, sino de lecturas
que confirman su posición; los poemas no dejan de poseer amplia significación
aún siendo de otro.
5 10 15 |
Patria de
mis caricias, calandria
encendida
por la pena, viento burilado
de mi memoria, arcoiris soñado
por un niño, agua de
arroz, polen de la dicha, barranco donde
mi sangre se despeña, oh tú cuchillo
de mis noches, tierra
de mi
estar contigo. |
1. Dispositio. El breve
poema (67), es toda una sucesión de imágenes que se conectan ya no musicalmente
desde el primer verso: «Patria», hasta el penúltimo: «tierra». El
encabalgamiento da al texto cierta linealidad que logra alojar elementos
naturales antes de su respectiva aproximación: la calandria desde la tristeza;
el viento desde la memoria; el arcoiris desde el color o la infancia; el agua
desde la dicha. El poema sería las diferentes maneras cómo un lugar se
manifiesta o se hace tangible en el hombre solitario.
2. Elocutio. La figura que
mueve el texto pertenece al campo figurativo de la sinécdoque: la parte en vez
del todo. La pena, la memoria, el niño, el cuchillo, dan forma finalmente a una
visión de la propia identidad, la patria como un todo, un conjunto.
3. Inventio. Es posible
nombrar el mundo, nos dice el autor —a través del artesano—, desde la
naturaleza. Revisando aquello que une la concepción de patria a tierra, es
decir: lo que hay en medio de ambos extremos, podemos encontrar distintos
elementos que conducen nuestra interpretación a la necesidad del sujeto de
nombrar lo que le rodea. Por ejemplo, al dirigirse a un tú, acaso territorial, lo hace desde un utensilio que sirve
esencialmente para abrir, separar, pero también luego de esto ingresar: el
cuchillo. No debería dejarse también de lado que este artefacto en cualquier
uso daña, pues consiste en una disección. La identidad, aquello que el sujeto
reconoce como suyo es pues una conciencia que lo sigue, mortificándolo; la
patria es un lugar que acompaña y deja solo: «oh tú/ cuchillo de mis noches,
tierra/ de mi estar contigo».
Paul Zumthor (14) ha dicho que «en la voz la palabra se enuncia como
recuerdo, memoria-en-acción de un contacto inicial en el origen de toda vida y
cuya huella permanece en nosotros, medio borrada como símbolo de una promesa».
El yo poético de Aguardiente, incluso
la otra voz sumada a ella, toman partido definitivamente por un estilo y una
estrategia discursiva, aproximada a una tradición oral indígena, que va más
allá de un grupo o una casa con puertas y ventanas cerradas. Podría decirse que
el compromiso social que el libro proyecta no es vago ni apasionado, sino
coherente, no sólo con una causa —que puede ser tanto ideológica como
sentimental— sino con una forma poética precisa. El autor abraza una causa
social estética porque lo que le preocupa no es la queja sino la creación. El
poema toma forma entonces desde su recomposición indígena, es decir: toma de lo
marginal, aquello olvidado o medio
borrado, el origen que Zumthor ve en la voz como signo de una participación
y un pensamiento.
De esta manera, se cuestiona la búsqueda poética desde el centro
hegemónico; el escritor, aquí, sale en búsqueda de la representación de otra realidad, conciencia o leve motor
en el engranaje discursivo que el libro saca del campo. No podría decirse, no
obstante —acaso como Friedrich afirma de Rousseau (32)—, que se distingue en
este yo poético una actitud autística; es decir: una
ubicación en el punto cero de la historia desde donde está solo frente a la
naturaleza; es más bien, un yo
situado afuera y a la vez dentro, desde donde mira y cierra lo ojos, habla y
calla, es y no es. Poesía es aquí la voz de quien camina por ambos mundos
recorriéndose a sí mismo la memoria, pero sobre todo solitaria, ya que el
acceso a la memoria colectiva sólo es posible a través la experiencia
individual (Montoya: 93). Es decir: la concepción de una identidad parte de
otras muchas pequeñas formas de nombrarse uno mismo.
Hay pues en Aguardiente un
profundo canto de otra cosa. El libro creo por ello, para concluir, proviene no
sólo de una oposición sino de una reafirmación hacia lo original. La concepción
de Nación toma forma desde el más hondo hueco del alma sobre los campos y los
montes del quechua.
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[1] «El hecho retórico
—afirma Tomás Albaladejo (43 y ss)— está formado por el orador o productor, el
destinatario o receptor, el texto retórico, el referente de éste y el contexto
en el que tiene lugar. El texto retórico forma parte de hecho retórico y es
imprescindible para la existencia de éste; a su vez, para la constitución y el
funcionamiento del discurso es necesario el conjunto de elementos que componen
el hecho retórico. [Éste], con el texto retórico, forman una construcción en la
que las relaciones sintácticas, semánticas y pragmáticas están solidariamente
establecidas y proporcionan una unidad semiótica global a la comunicación
retórica. La distinción [entre una y otra] contribuyen al entendimiento de
[2]
Este análisis neorretórico comprende tres elementos
importantes: dispositio, elocutio e inventio. Esto es: un solo proceso analítico que articule,
respectivamente, forma y orquestación, claridad o estilo, y visión de mundo o
ideología. Este ensayo tomará en cuenta estos tres elementos sin seguir
estrictamente el orden
arduinista mas sí la fusión de sus partes pues considero que cada texto exige
su propio orden interpretativo.
[3] El énfasis es mío.
[4] El énfasis es mío.
[5] El énfasis es mío.
[6] Delgado no está de
acuerdo con el error cometido por
Romualdo —al igual que James Higgins (37-38)— al restarle al poema un
importante trabajo formal en favor de un mensaje político vetusto y programático.
«El contenido social de la poesía —dice (Cornejo Polar, 1981: 79)—, o mejor
dicho, el sentido social de la poesía, no debe entrañar un empobrecimiento
expresivo, debe ser más bien un enriquecimiento». Romualdo se habría equivocado
al creer en que la poesía podía ser instrumentalizada bajo intereses
ideológicos. Como anota Delgado, la poesía social empezó a dar vueltas sobre sí
misma, empobreciéndose. Aunque, en mi opinión, se le reste mucho mérito a la
poesía comprometida de Romualdo, haciéndosele mucho caso al yo poético político y no al estético,
reconozco ciertos vicios partidarios en su poesía, pero nunca una
despreocupación formal de una concepción humana —y por lo tanto falible— del
mundo desde el verso.
[7] El énfasis es mío.
[8]
Para comprender la contradicción entre la revolución de Castro y la propuesta
libertadora de Martí en el siglo XIX, ver: Díaz: 31-40.
[10] El énfasis es mío.
[11] El Perú de los años
sesenta, experimentó efectivamente una ola de protestas y movilizaciones como
signos fehacientes de la crisis económica. El régimen militar radical (Rospigliosi: 106) —que
realmente nunca tuvo el apoyo del campesinado pues soportó la hostilidad de
importantes sectores sindicales—, había desarticulado el antiguo sistema de
dominación oligárquico sin institucionalizar, sin embargo, nuevas formas de
organización política. De esta manera, una parte de las élites de clase media
radicalizadas, fuertemente influenciadas por el maoísmo y el castrismo, y sin
posibilidad de una participación política efectiva, se volcaron a las masas,
aprovechando la dificultad y rigidez de los militares para relacionarse con los
trabajadores organizados y, de esta manera, establecer sólidos vínculos
ideológicos. El gobierno militar, no obstante, había creado muchas y grandes
expectativas. La brecha entre éstas y las posibilidades de satisfacerlas fue
sistemáticamente utilizada por estas élites radicalizadas, denominada Nueva
Izquierda, para enfrentar la masa laboral contra los militares.
[12] El énfasis es mío.
[13]
Si lo mestizo fue tan sólo una categoría o un hecho social que no alcanzó a
concretar un papel fundamental en la historia pues no sirvió como puente entre lo europeo y lo indio
(Macera: 12-13), puede entenderse aún así lo mestizo como un arduo proceso de
apropiación producto del sistema educativo estatal; es decir: si la
alfabetización fue el signo más visible de un amplio sistema de aculturación
—que comienza precisamente con
[14] «En la capital (Peter Elmore: 41), más que en ninguna otra parte del país, el espacio que la gente debe confrontar se vuelve, sobre todo, un paisaje hecho por el hombre y sus productos: el sujeto urbano experimenta la naturaleza sólo en tanto ésta es elaborada por la cultura, transformada por la mediación de un trabajo especializado y anónimo. El entorno de la ciudad es un entorno de objetos que son, al mismo tiempo, signos.»
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