REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS

 

 PORTADA       
 ESTUDIOS       
 ENTREVISTAS 
 PERFILES       
 CORPORA       
 PERI BIBLIÓN
 RESEÑAS        
 RELECTURAS   
 TESELAS          
 RECORTES          


INFORMACION SOBRE LA REVISTA


Buscar en
TONOSDIGITAL
pERI bIBLIÓN

Dulzura de lo inolvidable. A propósito de la obra de Max Rouquette ([1])

 

Philippe Gardy

 

Université Paul Valéry de Montpellier

 

 

Las obras literarias que pesan su justo peso de luces y de tinieblas, las que se imponen por su extrañeza singular, por ese equilibrio de palabras, de imágenes y de ritmos que no pertenecen más que a ellas y a las que se sabría reconocer entre otras mil; esas obras, a pesar de algunas apariencias contrarias, no pueden ser más que el fruto largamente madurado de la soledad más intensa. Para que en ellas se conjuguen en una armonía al fin recuperada la violencia extrema en la que encuentra su sustancia toda existencia humana y esa atención al placer que sabe encantar la presencia carnal de la muerte en el corazón mismo de la vida. La obra de Max Rouquette forma parte, sin duda alguna, de esas trayectorias inspiradas, de esos fragmentos duros y relucientes caídos de no se sabe qué cielo invisible al ojo desnudo y que no acaban de alimentar nuestros sueños y nuestras dudas.

 

Pues Max Rouquette –quiero decir, el escritor Max Rouquette- ha atravesado este siglo que está acabando con una discreción extrema. Y su obra se ha construido con ese silencio educado, con esa larga y paciente escucha de los ruidos del mundo que excluye los furores superficiales y artificiales de ese otro mundo, generalmente tan atrayente, y que no es más que convencionalismo...

 

Según mi conocimiento, el primer texto publicado por Max Rouquette es un breve poema llamado “Paraulas per l’èrba” (Paroles pour l’herbe), en 1931, en la revista Oc. Su autor tiene algo más de veinte años (nació en 1908 en Argelliers, un pequeño pueblo de monte bajo de Hérault, al norte de Montpellier) y piensa dedicarse a la carrera médica:

 

 

Sécréta patz, ombra dau carrairon,

monde escondut de la formiga,

tan doçajos lo pas en la foscor,

m’ as aculhit coma una amiga.

 

Secrète paix, ombre du sentier,

monde caché de la fourmi,

si douce sous le pas dans l’ombre

tu m’as accueilli comme une amie.

 

 

Estas “Paraulas per l’èrba” -una secuencia de cuatro cuartetos rimados- hubieran podido parecer anodinas a un lector apresurado: ¿no expresarían en fórmulas simples y emocionadas un banal “sentimiento de la naturaleza”, para hablar como lo hace cierta crítica literaria? Sin embargo han atravesado el tiempo, hasta convertirse en inolvidables, inscritas en la memoria de sus primeros lectores como en la de la obra futura, a la manera de una fuente que no debía agotarse nunca. Primer signo de una confrontación sin tregua mantenida con la presencia material del universo.

 

Poeta, prosista y dramaturgo –sin olvidar, en último término, pero también esencial, al traductor- Max Rouquette probablemente no ha podido ser todo esto más que a partir de esa sensibilidad particular ante la realidad palpitante del cosmos. Las piedras, los seres de la naturaleza, la espesura de los cielos o la carne de los espacios nocturnos, el espectáculo de la nieve o el del viento son, entre muchos otros, algunos de los encuentros principales que han contribuido a modelar la voz del escritor, una manera tan suya de hacer susceptible al prójimo la belleza y la dureza íntimamente mezcladas del mundo. Hacer perceptible, hasta e incluso más allá esa parte de de incognoscible que confiere todo su valor a tales encuentros, pero no traducir, no más que interpretar; escritor hacia y contra todo, es decir, manipulador de sonidos y de sentidos inextricablemente enmarañados, Max Rouquette es lo contrario de un vulgarizador o de un maestro de pensamiento. Los poemas de sus cuatro grandes antologías hablan de la inmanencia del cosmos. En primer lugar de la inmanencia del cosmos. Primero en enunciados directos y estrictamente materiales, en esa aproximación a la naturaleza –hombres, animales, vegetales y minerales confundidos en su existencia común- que son los Sòmis dau matin (Songes du matin, 1937) y los Sòmis de la nuòch (Songes de la nuit, 1942). A continuación, en una búsqueda seria de los términos de esta materialidad, descifrada a la luz sorda de la presencia humana, tan tenue y tan frágil, con las primeras aproximaciones de la Pietat dau matin (La Pitié du matin, 1963). Para llegar, mucho más tarde, a la exploración anhelante, como sublimada por la emergencia de una música obsesiva, desde el corazón mismo de las cosas y de las palabras hasta la nada más absoluta. Una deriva en la cual nos agradan los poemas majestuosos del Maucòr de l’unicòrn (Le Tourment de la licorne, 1988).

 

Las prosas agrupadas desde 1961 en los volúmenes que reúne el título común de Verd Paradis hacen más dóciles los recursos infinitos de esta música cuyos poemas ritman la búsqueda. Ni verdaderamente novelista –o solamente por excepción- ni autor de novelas cortas a pesar de su atracción por ese género fascinante, ni memorialista (sin que rechace, ni mucho menos, las necesidades de la autobiografía), todavía menos recogedor de anécdotas o de relatos tradicionales –¡y sin embargo les debe mucho!-, el Max Rouquette prosista se ha creado su propio espacio de escritura, casi naturalmente. Aquí, quizás más todavía que en poesía, está la originalidad de la forma en que atrae, sorprende y encanta. Pues el Max Rouquette de Verd Paradis (cinco volúmenes aparecidos hasta hoy y otros a punto de aparecer) es ante todo, y literalmente, un encantador: el que sabe, con la ayuda del único poder de las palabras, modificar en profundidad nuestra visión de la realidad cotidiana. E introducirnos así en otros espectáculos, en otras sensaciones y en otras formas de vértigo. Hasta la ebriedad, hasta la pérdida de conciencia más consciente que pueda existir: aquella en el curso de la cual todo escapa y sin embargo nada escapa verdaderamente. Una especie de intervalo en el aliento vital en el que el mundo alrededor de nosotros se vuelve insensiblemente más verdadero, más fuerte, más indispensable, porque huye irremediablemente y nosotros nos convertimos en un elemento, por así decirlo, objetivo de su huida.

 

Esta disposición particular, esta propensión natural a abrir las puertas de par en par de lo real hasta los abismos que lo habitan, aparece desde los primeros relatos –relatos de infancia- de Verd Paradis, “Secret de l’herbe”, “Plume qui vole”, “La mort de Costesoulane” o “La bonté de la nuit”, por no citar más que algunos títulos entre los más justamente conocidos, narraciones a primera vista muy corrientes: juegos de niños en las noches de verano; evocación de las estaciones y los días en la campiña languedociana; accidente de caza; crónica, es verdad que más compleja porque está tejida de anécdotas o de instantes de vidas cruzadas, de una noche estival en el pueblo natal. Y sin embargo nada es verdaderamente ordinario en esos fragmentos de prosa simplemente contados, probablemente porque cada elemento del paisaje, cada gesto, cada acontecimiento nos hace comunicar, a través de la palabra o de la secuencia de palabras que lo designa, con la inmensidad universal, a la vez gruta insondable de muerte y espléndido estuche de belleza.

 

En su tentativa de desciframiento del gran libro del universo, Max Rouquette pone en marcha –y es quizás esa una de las características mayores de su arte- una estrategia de encantamiento a través de la escritura que da a sus poemas y, más aún, a sus prosas su timbre tan particular: un movimiento que como un remolino hace vibrar las palabras para llevarlas en una especie de espiral irresistible hasta la pausa final, momento de éxtasis en el que la ligereza desemboca en la más extrema profundidad, un abismo de sugerencias sonoras en el que vendría a sumergirse un instante la totalidad vertiginosa del mundo, de pronto convertida en palpable, presente como una carne que palpita o un corazón que late. Pero esta música tan sobrecogedora, esta línea melódica a la cual todo parece someterse porque sustraerse a ella supondría dejar de existir, no es solamente la espuma de una escritura. Constituye su materia, la fuerza interior que regularmente viene a levantar y a agrietar su superficie. Pues al igual que agita a grandes elevaciones la prosa y la poesía baudelairianas (“La musique souvent me prend comme une mer!”), brota del sentido que las palabras producen en la frase y son las sensaciones así exacerbadas las que revelan a su vez en un ramillete de sonidos y de imágenes la significación última de esta partición compleja. En un muy bello texto de 1986 en el que rinde homenaje al que fue uno de sus maestros más determinantes, el gran escritor catalán Josep Sebastià Pons, Max Rouquette, trazando un análisis de lo que es para él la esencia de la poesía, distingue dos clases de música: una “para el oído”, la menos importante para su gusto; y otra, mucho más esencial, que “se podría llamar, a falta de mejor nombre, la música semántica [...] que no debe nada o casi nada a los sonidos mismos que representan las palabras. Está hecha de la sucesión de las significaciones, de sus acordes (en el sentido musical del término), de sus disonancias también, de la vibración interior en el espíritu que nace de sus encuentros, de las connotaciones que son como las armónicas del sentido, de las cargas afectivas a menudo indiscernibles y que constituyen con –y paralelamente- la música de los sonidos en estado puro, la doble música de la poesía”. Se puede ver en esta profesión de fe una clave mayor para acceder al universo del autor de Verd Paradis: esta subordinación de las músicas, según la cual la primera no es finalmente más que la señal precursora de la segunda, o mejor quizás, su traducción más inmediatamente sensible, su recaída en efectos de belleza redundante. Pero la singularidad más notable de la obra de Max Rouquette reside quizás en su situación geográfica e histórica. En efecto, es, en gran parte, una obra arraigada en un espacio restringido: alrededor del pueblo natal de Argelliers, a menudo presente sin ser nunca nombrado en ese monte bajo de Montpellier, bordeado por el doble horizonte del mar Mediterráneo, prácticamente nunca evocado, y por los Cévennes, intensamente presentes a la manera de una muralla azulada que disimularía a la mirada los sortilegios de “otro mundo”, todo él de extrañeza y de frialdad nevadas. Y este enraizamiento se encuentra como aumentado por la lengua de elección del escritor: el occitano, o más exactamente ese occitano que se hablaba y que se habla todavía –mucho menos que antes- en Argelliers. Una lengua oral, impregnada de las estaciones de la infancia, y a la cual acuden sin descanso figuras animadas, actividades de la vida cotidiana y más todavía quizás todo un paisaje de plantas, de animales, de vientos, de piedras y de cielos, largamente acariciados, contemplados o añorados, como un grabado en adelante indeleble en lo más profundo del alma. Del alma, es decir, del cuerpo: una lengua de carne y hueso, de emociones encarnadas y de contactos originales. Una totalidad de la sensación íntimamente ligada por el tacto, el oído, la vista o el olfato en la presencia material del verbo. Los primeros textos de Verd Paradis, como los primeros poemas que le son contemporáneos, hablan todos de esta experiencia fundadora de la palabra que se funde con la cosa, de los sonidos a los cuales están indisolublemente asociados la presencia de una flor, la profundidad de un firmamento, la evidencia de un gesto y el perfume, la forma, el color o más aún la mezcla compleja de impresiones físicas y morales que han tomado cuerpo en esta presencia.

 

Hay en este encuentro al que nada ha venido a intelectualizar –evidentemente el occitano no se enseñaba entonces y no lo hablaba el joven Max Rouquette más que durante esas tomas de contacto fuertes y directas- como un resplandor particular del que toda la obra por llegar pudo nutrirse persiguiendo sin descanso durante muchos años la memoria siempre viva, hechicera y abierta como una herida que nada consigue cerrar. Tal experiencia no es forzosamente muy original. Pero su inscripción en el yo del escritor y su encarnación en una lengua particular, ese occitano literario que Max Rouquette se apropia a comienzos de los años treinta marcándolo con el sello de su infancia, porque la lengua se convirtió así en el fundamento de toda una obra,  le confirió un incomparable vigor.

 

Dicho esto, Max Rouquette, que no se equivoque nadie, es todo lo contrario de un escritor de la inmediatez autobiográfica, del testimonio charlatán o pintoresco. Si el encantamiento de los años de adolescencia ante el occitano, que le parece desde entonces una lengua “mucho más poderosamente expresiva que el francés”, está en el origen de la obra pacientemente elaborada a lo largo de los años, éste no ha podido tomar sentido y forma más que convirtiéndose en el lugar de encarnación de un sentimiento muy particular frente a la experiencia de la vida universal. Que las cosas más humildes (una noción esencial) o los espacios más amplios, desde la brizna de hierba hasta la noche sin límites, están para él definitivamente asociados a las palabras de una lengua clandestina pero totalmente concreta, lo supo Max Rouquette y, lo que es más, lo experimentó desde muy pronto. Y de esta alianza de las palabras y de las cosas, de su trágica y en eso mismo su conmovedora consubstancialidad, se elaboró su escritura, solitaria, altiva y de una extrema dignidad. En diálogo permanente pero jamás reivindicado –siempre la humildad- con otras soledades a la deriva. Pues los relatos de Verd Paradis, al igual que los poemas, no son nada menos que los fragmentos de esta “Grand Parole” de la cual Max Rouquette, más tarde pero junto con otros que son afines a él, nos libra los ecos y los cantos. Una Palabra que atraviesa los espacios y los tiempos y de la cual toda su obra no ha cesado de meditar sus lecciones: la de la Biblia, desde luego, sobre todo cuando se adorna de los rigores jansenistas que le insufló Lemaître de Sacy,  pero también la de Dante, “el eterno exiliado”, la de Federico Garcia Lorca, la de Synge, el gran irlandés. Sin olvidar a los recreadores anónimos de relatos maravillosos de la literatura oral, en cuya primera fila figura sin ninguna duda para Max Rouquette el gascón Jean-François Bladé, uno de los más extraordinarios compiladores de cuentos populares del siglo XIX.

 

Singular en su siglo, lejos de modas y de entusiasmos forzosamente pasajeros, Max Rouquette nos reconcilia con el corazón del devenir universal. Por la puerta grande: la del canto que perdura en nosotros y nos liga a la cadena sin fin de los astros y de las vidas. Sus relatos, sus fábulas teatrales o sus fragmentos poéticos son actos de escritura  destinados a hacer resurgir la más pura realidad del mundo, confrontado a la doble e insoluble presencia de su constante finitud y de su eterno porvenir. La escritura, aquí, tiene primero la función de ponernos cara a cara con sus verdades impalpables que son la carne de la condición humana y de hacérnoslas intensamente presentes, hasta hacernos acceder a esa mezcla de miedos y de goces que constituye el éxtasis. Un éxtasis sin embargo desprovisto de toda clase de misticismo: si Max Rouquette es incontestablemente un escritor de lo sagrado en lo que puede tener de fascinante y de terrorífico a la vez, lo sagrado no existe en él más que como un reverso, una ausencia original, metódica y definitiva. Su religión es religión de  la separación, sin lamentos y sin esperanzas de cualquier retorno. El Verd Paradis no designa tanto una anterioridad feliz a la cual habría que intentar volver como una facultad propia al hombre de suscitar a través de la magia del lenguaje un relámpago de belleza violenta que atraviesa la indiferencia del tiempo eterno y nos conecta así con nuestra condición de seres efímeros.

 

Dulzura. La palabra podría parecer insulsa, o casi vacía de sentido, por todo lo que ha sufrido la usura del tiempo...Pues, paradójicamente, Max Rouquette es un escritor de la dulzura más pura y más original. “Bel unicòrn doça bèstia de sòmi” (Belle licorne douce bête de rêve) murmura a su lector prendido en las redes del sueño de uno de los poemas más sorprendentes de la Pietat dau matin. Mezcla de alba y de fin último, de muerte terrible y de vida blanca y clara, antes de todo mancha, esta música juega sin descanso sobre el registro de lo que no se olvida. Porque el recuerdo de ello está inscrito en la memoria mineral de los hombres y de los paisajes. Y revive en un instante: roces de alas sobre el espejo de un agua durmiente, desafía el tiempo y se incorpora a él, sin tregua, en el decurso de las horas y de los siglos. Dulzura de lo inolvidable.

 

 



[1] La primera edición de este texto se publicó en el Prefacio de la obra Max Rouquette. Anthologie bilingue Occitan-Français, Montpellier, Centre Regional de Documentation Pédagogique, 1995, pp. 13-17.

Traducción de Juana Castaño Ruiz (Universidad de Murcia). Agradecemos al autor su autorización para publicar el artículo (Editores Tonos Digital).