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–ARBITRIOS, PROJECTS,
PROYECTOS–
Fabio Vélez
(Universidad Autónoma de Madrid)
Resumen
Este artículo trata de seguir la estela del
arbitrismo desde fuentes literarias, o dicho de otro modo, ¿de dónde el
proyectismo?
Palabras-clave: arbitrismo, projects, proyectismo, Defoe, Swift.
Abstract
This article tries to follow the trail of “arbitrismo” from literary sources,
in other words, ¿from where the “proyectismo”?
Para Diego Guerrero
1
El mismo año de la muerte de Felipe II, 1598, salía a la
luz un tratado de López de Madera bajo el título de Excelencias de
2
En una carta el conde-duque desvelaba la herida sangrante de todo
el Imperio: «Todo cede y cedió siempre al mayor poder, y el poder se regula por
el dinero». Cuando especulamos con “lo que hubiera podido ocurrir”, es decir,
cuando pensamos contra
Mientras las remesas
de oro y plata procedentes de las Indias fueron suficientes para el
mantenimiento y la defensa del vasto imperio, éste no mostró síntomas de
decadencia. Mas cuando al endeudamiento de
Prestos al naufragio, por entre los
espectadores aparecieron los profetas. Y, entre ellos, los arbitristas, es
decir, aquellos asesores independientes a
...el dinero que ha venido de Indias con que los nuestros han
salido tan de madre que, no siguiendo la ordenación natural, han dejado los
oficios, los tratos y las demás ocupaciones virtuosas y dádose tanto a la
ociosidad (...) Esta soberbia y vana presunción ha destruido esta República, y
de rica y poderosa más que otra ninguna la ha hecho pobre, y falta de gente,
mucho más que la peste que ha ocurrido, porque ninguna cosa la ha puesto en
mayor necesidad cuando el haber sabido tan mal usar de las riquezas que por las
puertas han entrado. Y es que con ella sus naturales han dejado de atesorar las
que son verdaderas, dependientes de la industria humana como es el beneficiar
las cosas que dan fruto al Reino, y las que por medios de los tratos y
comercios de otras artes se adquieren...
Sin
embargo, intereses contrapuestos y una memoria colectiva asediada por la
impoluta y triunfal figura de Felipe II hicieron el resto. El fantasma totémico
de la edad dorada salió vencedor. Y con él, el enquistamiento, el carácter
contra-reformista.
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Poco o nada cabe
añadir al trabajo realizado por Jean Vilar en su clásico Literatura y
economía. La figura del arbitrismo en el siglo de oro. Leer a Cervantes, a
Lope, a Quevedo, a Vélez de Guevara, a Gracián... tratando de delimitar,
mediante distintos recortes, la figura del arbitrista, supone un ejercicio de
difícil clausura. Si además se los pretende hacer cohabitar con los auténticos
textos arbitristas de González de Cellorigo, Pérez de Herrera, Lope de Deza,
López Bravo, Moncada... No cabe más que concluir, con el mismo Vilar, que «los
escritores, al caricaturizar al arbitrista mediante sus habituales
procedimientos de moralización banal (...) confundieron mal consejero y reformador
“de buena intención”». En efecto, un dejo refractante impide sublimar aquellas
estampas de arbitristas promoviendo el ayuno o la desecación del Mediterráneo
mediante esponjas.
A finales del XVI
arbitrio significaba tanto el medio –arbitrista– como la imposición –de
Seguir los meandros y
afluentes de la historia posterior a la abolición del sistema de millones por
el de la sal, es decir, el intento de aunar los múltiples impuestos en uno
“algo” más justo y equitativo («al pagarlo todas las gentes»), podría servir de
ejemplo. Como ya había denunciado López Bravo: «Inmunes, con derecho o contra
derecho, los ricos y los más poderosos se sacuden todas estas cargas sobre los
hombros de los más humildes» (Del Rey y de la razón de gobernar). La
propuesta (que fue, como era esperable: paralizada, manipulada o corrompida)
apenas duró dieciocho meses. La contienda no sólo evidenció el temor del
conde-duque, que España tenía rey pero no reino, sino también los límites
pecuniarios de la complexio oppositorum con el papado. El 1 de agosto de
1632 los millones fueron reinsertados. Y con ellos, los antiguos privilegios.
Años de obstrucción y de
memoriales yendo «a parar en el carnero» (como se hacía quejar el arbitrista de
El coloquio de los perros) capacitaron al conde-duque para sintetizar en
un momento de máxima lucidez estoica: «que son muchas la cosas que fuera mejor
no ser como son, pero mudarlas sería peor».
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El arbitrismo de los siglos XVI y
XVII continuó asimismo en el XVIII, si bien bajo una nueva etiqueta: el
proyectismo.
En el Apéndice a la educación popular (1775), Campomanes
mostraba sin embargo la voluntad de distinguirse respecto de sus antecesores y,
de este modo, poder desprenderse de su mala reputación: «Muchas personas han
despreciado esta especie de papeles, y escritos políticos, tachando de proyectistas
a sus autores. Me parece, que se debe hacer diferencia». Era por tanto la
caridad y no el interés personal –argumentaba– la nueva motivación de las
propuestas. Nada, pues, que ver con aquellos «que estudiaban con exquisitas
maneras y ambages, en gravar al público con arbitrios».
Además de la interesada denominación, y a pesar de la semejanza
insalvable entre arbitrios y proyectos, se torna ineludible hacer una serie de
matizaciones. Los proyectistas destacaron por su minuciosa planificación, por
la toma de perspectiva respecto a la resolución de los problemas. Hay cálculo y
mesura tras sus propuestas: hay tiempo. Un proyectista recordaba que la
excelencia dependía de «concebir una idea grande, de combinar todas las
circunstancias de ella, de prever las dificultades y de allanarlas». No era
este el caso en general de los arbitristas, donde la premura y la inminencia
del desastre facilitaba y reclamaba medidas apresuradas. De ahí, por ello, la
preeminencia de éstos últimos por las soluciones hacendísticas y recaudatorias,
mientras que los proyectistas vayan más bien en la búsqueda e inserción de «un
nuevo sistema de gobierno económico».
El proyectista que forma, manifiesta o
subrepticiamente, a todos sus coetáneos –Uztáriz, Ulloa, Santa cruz de
Mercenado, Campillo y Cossio, Campomanes, Olavide...– es un irlandés: Bernard
Ward. Afincado en España, desempeñó diversos cargos públicos en el Consejo de
Castilla y en
Podría entonces preguntarse con justicia: ¿Por qué este cambio
terminológico? ¿De dónde? Pero también: ¿Qué sucede en la segunda mitad del
XVII aparentemente tan desértica?
Si, además de lo apuntado, tenemos en
cuenta la admiración mostrada por Campomanes en una nota a pie de página del Apéndice
a propósito de la prolijidad inglesa a la hora de promover y publicar escritos
y proyectos, podemos aventurar un norte que seguir. He aquí la hipótesis.
5
En 1776 se publicaba An Inquiry
into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. A
pesar de suponer un apegado y lúcido exponente testimonial de su época, Adam
Smith no reculó en el despeje de ciertos espacios para la fuga especulativa.
Una “mano invisible” –indicaba– sería la encargada de redistribuir una riqueza
buscada de manera egoísta: el interés personal se transustanciaba en beneficio
social. A fin de que esta utopía pudiese implantarse de hecho, se
tornaba imprescindible olvidar las viejas formas imperiales y apostar por una
“ilimitada libertad” comercial entre estados; pues como él mismo se encargó de
advertir: «el impedir que el granjero envíe sus bienes en todo momento al mejor
mercado supone claramente sacrificar las leyes normales de la justicia a una
idea de utilidad pública, a una especie de razón de estado». Era esta “razón de
estado”, y su impertinente “justicia” (como reconocía Lipsio), la que
habían precisamente gobernado toda la política imperial de los Austrias en
España. Y era, también, este «conocimiento –en palabras de Botero– de los
medios aptos para fundar, conservar y ampliar el dominio sobre los pueblos» el
que había modelado e inspirado la actuación y la imaginación arbitrista.
Que Daniel Defoe dirigiese un escrito
como An Essay Upon Projects (1697) a Dalby Thomas –al que hoy
identificaríamos como un empresario emprendedor– y no a Charles II –su rey–, es
un meridiano indicio del viraje apuntado. También, y en consecuencia, que en el
prefacio advirtiese la necesidad de buscar destinatarios adecuados para la
utilidad y fortuna de los libros. Este era precisamente el caso de Defoe. El
arresto en Bristol a causa de unas deudas y el constreñimiento lógico por la guerra
con Francia, no fueron motivos suficientes para impulsar un espíritu
restaurador y melancólico: no era sino «la necesidad la madre de la invención»,
y la responsable a su vez del «fuerte empuje del ingenio de los hombres en
estos tiempos». Defoe sentenciaba sin titubeos estar convencido de que nunca la
nación había sido tan rica como ahora. Se encontraba, según él, en una
“época de proyectos”. A pesar de los avatares, pero también gracias a ellos, la
nación y los hombres que la formaban miraban hacia el futuro con esperanza. No
en vano, años después, Samuel Johnson en un curioso artículo titulado The
Fate of Projector (1753), censuraba la actitud de aquellos que vedaban toda
empresa original bajo el pretexto de lo novedoso. Según éste, todo proyectista
generalmente aunaba dos cualidades: «la ampliación de conocimiento y la
grandeza de propósitos». De ahí el interés mostrado por las grandes obras
civiles y el fomento de instituciones de conocimiento.
Sin embargo, al igual que en
El primer hombre que vi era de aspecto consumido, de manos y cara
renegridas, la barba y el pelo largos, harapientos y chamuscados por varios
sitios. Traje, camisa y piel era todos del mismo color. Había trabajado durante
ocho años con un proyecto para extraer de los pepinos rayos de sol, que,
envasados en frascos herméticamente cerrados, se sacarían para que calentaran
el ambiente en veranos crudos e inclementes. Me dijo que no tenía dudas de que en
otros ocho años sería capaz de surtir a los jardines del gobernador con rayos
de sol a un costo razonable...
Ahora
bien, ¿no corresponde este último retrato al del científico-loco?
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Vestigios de una Laudes Hispaniae aún eran rastreables en
las postrimerías del XVIII de la mano de un antidecadentista como
Jovellanos. La complejidad de un texto como el Informe sobre
España necesitó más tiempo. Recluidos, no sé si a buen retiro,
y mientras todo apuntaba al encallamiento final, nos dedicamos –como indicó
Maravall– al perfeccionamiento de nuestra única industria: la tramoya. De modo
que, ¿a quiénes pueden consolar todavía las palabras que Lafargue nos dedica en
El derecho a la pereza?
En
cualquier caso, nuestro proyectismo no consiguió liberarse de ese resto
telúrico. Movidos tal vez por cierto optimismo, no supimos idiomatizar el
concepto. Quizá debimos haber ajustado algo más la semántica en su
traducción...
Nunca es tarde:
¿retroproyectismo?
*Resultado de la investigación realizada durante el proyecto I+D+I de
referencia HUM2007-60295/FILO.
BIBLIOGRAFÍA
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Johnson, Samuel. The
Works of Samuel Johnson,
Lipsio, Justo. Políticas, ed. J. Peña, trad. B. de
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Quevedo, Francisco de. La hora de todos, ed. J. Bourg, P. Dupont y P. Geneste, Cátedra, Madrid,
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Swift, Jonatahn. Gulliver´s
Travels,
Vélez de Guevara,
Luis. El diablo cojuelo, ed. E.
Rodríguez Cepeda, Cátedra, Madrid, 2007.
Vilar, Jean. Literatura
y economía. La figura satírica del arbitrista en el Siglo de Oro, Revista
de Occidente, Madrid, 1973.
Ward, Bernard. Proyecto económico, Instituto de
Estudios Fiscales, Madrid, 1982.
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