REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


NON PLUS ULTRA

–ARBITRIOS, PROJECTS, PROYECTOS–

 

Fabio Vélez

(Universidad Autónoma de Madrid)

 

Resumen

Este artículo trata de seguir la estela del arbitrismo desde fuentes literarias, o dicho de otro modo, ¿de dónde el proyectismo?

Palabras-clave: arbitrismo, projects, proyectismo, Defoe, Swift.

              

Abstract

This article tries to follow the trail of “arbitrismo” from literary sources, in other words, ¿from where the “proyectismo”?

Key-words: “arbitrismo”, projects, “proyectismo”, Defoe, Swift.

 


 

Para Diego Guerrero

 

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El mismo año de la muerte de Felipe II, 1598, salía a la luz un tratado de López de Madera bajo el título de Excelencias de la Monarquía y Reino de España. Apenas dos años después, González de Cellorigo –probablemente el más alto arbitrista español– publicaba su influyente Memorial de la política necesaria y útil restauración de la República de España. A poco le seguirían clásicos como Restauración política de España de Sancho de Moncada (1618) o Restauración de la abundancia de España (1631) de Caxa de Leruela. Si a ello contraponemos la insistente voluntad reformista del conde-duque de Olivares, como valido de Felipe IV, nada parece más contradictorio. Ahora bien, ¿acaso alguna vez se ha conseguido reformar restaurando? Si nos asomamos a un aforismo al que Quevedo da su pertinente protagonismo epocal en La hora de todos, quizá empecemos a comprender algo. Dice así: «Lo que siempre se hizo, siempre se haga; pues, obedecido, preserva de novedades». He ahí la esperanzada reforma: volver a disponer lo que siempre debió haber sido hecho.

 

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En una carta el conde-duque desvelaba la herida sangrante de todo el Imperio: «Todo cede y cedió siempre al mayor poder, y el poder se regula por el dinero». Cuando especulamos con “lo que hubiera podido ocurrir”, es decir, cuando pensamos contra la Historia, y paramos en un acontecimiento como el ocurrido en el verano de 1628 en el puerto cubano de Matanzas, podemos llegar a percibir tanto la inequívoca fragilidad del Imperio (su moribundidad), cuanto la relevancia de la máxima expuesta. La imprevista apropiación de la flota de Nueva España por parte de una escuadra holandesa a cargo de Piet Heyn pudo determinar el punto de no-vuelta-atrás. No contar con el millón de ducados (de los cuatro con los que iba cargada) que el conde-duque esperaba para avivar unos ejércitos al punto de la capitulación, aceleró una declinación que, a partir de entonces, ya no mostró ningún viso de esperanza.  

Mientras las remesas de oro y plata procedentes de las Indias fueron suficientes para el mantenimiento y la defensa del vasto imperio, éste no mostró síntomas de decadencia. Mas cuando al endeudamiento de la Corona se le sumó la improductividad crónica de los reinos, hacer frente a la “apetencia de libertad” de otros países se tornó tarea imposible. Los intentos por conservar o dilatar el poder imperial no hicieron más que acelerar y manifestar este estado de abatimiento. Una España rentista y ociosa, fruto de privilegios y ambiciones (recuérdese el Gran Memorial secreto de 1624), impidió cualquier atisbo de revitalización económica. Frente al objetivo, claro y distinto, de una reformación con miras al pronto desempeño, terminó imponiéndose la realidad triunfante del obstruccionismo y la corrupción.

          Prestos al naufragio, por entre los espectadores aparecieron los profetas. Y, entre ellos, los arbitristas, es decir, aquellos asesores independientes a la Corona que dependían para subsistir del éxito de sus propuestas. El arbitrismo serio trató de advertir a la Corona y a sus ministros que la riqueza del país debía ser buscada de otro modo, y que ésta nada tenía que ver con la acumulación de metales preciosos, y sí con lo que estaban haciendo otros países en Europa, esto es, la manufactura y el comercio. Este fragmento de González de Cellorigo es sumamente revelador:

 

...el dinero que ha venido de Indias con que los nuestros han salido tan de madre que, no siguiendo la ordenación natural, han dejado los oficios, los tratos y las demás ocupaciones virtuosas y dádose tanto a la ociosidad (...) Esta soberbia y vana presunción ha destruido esta República, y de rica y poderosa más que otra ninguna la ha hecho pobre, y falta de gente, mucho más que la peste que ha ocurrido, porque ninguna cosa la ha puesto en mayor necesidad cuando el haber sabido tan mal usar de las riquezas que por las puertas han entrado. Y es que con ella sus naturales han dejado de atesorar las que son verdaderas, dependientes de la industria humana como es el beneficiar las cosas que dan fruto al Reino, y las que por medios de los tratos y comercios de otras artes se adquieren...

 

          Sin embargo, intereses contrapuestos y una memoria colectiva asediada por la impoluta y triunfal figura de Felipe II hicieron el resto. El fantasma totémico de la edad dorada salió vencedor. Y con él, el enquistamiento, el carácter contra-reformista.

 

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Poco o nada cabe añadir al trabajo realizado por Jean Vilar en su clásico Literatura y economía. La figura del arbitrismo en el siglo de oro. Leer a Cervantes, a Lope, a Quevedo, a Vélez de Guevara, a Gracián... tratando de delimitar, mediante distintos recortes, la figura del arbitrista, supone un ejercicio de difícil clausura. Si además se los pretende hacer cohabitar con los auténticos textos arbitristas de González de Cellorigo, Pérez de Herrera, Lope de Deza, López Bravo, Moncada... No cabe más que concluir, con el mismo Vilar, que «los escritores, al caricaturizar al arbitrista mediante sus habituales procedimientos de moralización banal (...) confundieron mal consejero y reformador “de buena intención”». En efecto, un dejo refractante impide sublimar aquellas estampas de arbitristas promoviendo el ayuno o la desecación del Mediterráneo mediante esponjas.

A finales del XVI arbitrio significaba tanto el medio –arbitrista– como la imposición –de la Corona– fiscal. Este solapamiento terminológico facilitó y promovió la parodia literaria. Sentó los precedentes para hilar una complicidad. Sólo así podía un Quevedo encolerizado decir: «Los príncipes pueden ser pobres, mas en tratando con arbitristas para dejar de ser pobres, dejan de ser príncipes». Lo que acaso no supo maliciosamente hacer ver Quevedo es que los príncipes “nunca pueden ser pobres”. Así, en un país, y en un período, en el que las reformas boicoteadas por los poderes fácticos terminaban siendo derogadas, los arbitristas corrieron la mala fortuna expiatoria del quid pro quo. Algo en parte comprensible: la emergencia terminó siempre traduciéndose en mayor presión fiscal y mayor pobreza. No era posible, remarcaba Gerónimo de Salamanca, «sin notable detrimento, hazer socorro alguno». A toda reforma –se sabía– seguiría una reinstauración más severa.

Seguir los meandros y afluentes de la historia posterior a la abolición del sistema de millones por el de la sal, es decir, el intento de aunar los múltiples impuestos en uno “algo” más justo y equitativo («al pagarlo todas las gentes»), podría servir de ejemplo. Como ya había denunciado López Bravo: «Inmunes, con derecho o contra derecho, los ricos y los más poderosos se sacuden todas estas cargas sobre los hombros de los más humildes» (Del Rey y de la razón de gobernar). La propuesta (que fue, como era esperable: paralizada, manipulada o corrompida) apenas duró dieciocho meses. La contienda no sólo evidenció el temor del conde-duque, que España tenía rey pero no reino, sino también los límites pecuniarios de la complexio oppositorum con el papado. El 1 de agosto de 1632 los millones fueron reinsertados. Y con ellos, los antiguos privilegios.

Años de obstrucción y de memoriales yendo «a parar en el carnero» (como se hacía quejar el arbitrista de El coloquio de los perros) capacitaron al conde-duque para sintetizar en un momento de máxima lucidez estoica: «que son muchas la cosas que fuera mejor no ser como son, pero mudarlas sería peor». 

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El arbitrismo de los siglos XVI y XVII continuó asimismo en el XVIII, si bien bajo una nueva etiqueta: el proyectismo.

En el Apéndice a la educación popular (1775), Campomanes mostraba sin embargo la voluntad de distinguirse respecto de sus antecesores y, de este modo, poder desprenderse de su mala reputación: «Muchas personas han despreciado esta especie de papeles, y escritos políticos, tachando de proyectistas a sus autores. Me parece, que se debe hacer diferencia». Era por tanto la caridad y no el interés personal –argumentaba– la nueva motivación de las propuestas. Nada, pues, que ver con aquellos «que estudiaban con exquisitas maneras y ambages, en gravar al público con arbitrios».

Además de la interesada denominación, y a pesar de la semejanza insalvable entre arbitrios y proyectos, se torna ineludible hacer una serie de matizaciones. Los proyectistas destacaron por su minuciosa planificación, por la toma de perspectiva respecto a la resolución de los problemas. Hay cálculo y mesura tras sus propuestas: hay tiempo. Un proyectista recordaba que la excelencia dependía de «concebir una idea grande, de combinar todas las circunstancias de ella, de prever las dificultades y de allanarlas». No era este el caso en general de los arbitristas, donde la premura y la inminencia del desastre facilitaba y reclamaba medidas apresuradas. De ahí, por ello, la preeminencia de éstos últimos por las soluciones hacendísticas y recaudatorias, mientras que los proyectistas vayan más bien en la búsqueda e inserción de «un nuevo sistema de gobierno económico».

          El proyectista que forma, manifiesta o subrepticiamente, a todos sus coetáneos –Uztáriz, Ulloa, Santa cruz de Mercenado, Campillo y Cossio, Campomanes, Olavide...– es un irlandés: Bernard Ward. Afincado en España, desempeñó diversos cargos públicos en el Consejo de Castilla y en la Junta de Comercio, llegando incluso a ser director de la Casa de la Moneda. En todos ellos primó su esfuerzo por inocular «el espíritu de la industria», además de implantar y fomentar la Junta de Mejoras. Pero lo que ahora nos interesa resaltar es su obra póstuma más célebre, escrita en el 1762 (aunque publicada en el 79), fruto, fundamentalmente, de la experiencia recogida en su gira europea por encomienda de Fernando VI. Si repasamos el Plan de la obra nos es posible encontrar este gesto de humildad y deuda: «El Proyecto está fundado en los principios más sólidos de la verdadera política y no nos presenta especulaciones nuevas, sino aquellas máximas que tienen ya puestas en práctica las naciones más sabias de Europa». Por cierto, el título escogido para el volumen fue el siguiente: Proyecto económico.

Podría entonces preguntarse con justicia: ¿Por qué este cambio terminológico? ¿De dónde? Pero también: ¿Qué sucede en la segunda mitad del XVII aparentemente tan desértica?

          Si, además de lo apuntado, tenemos en cuenta la admiración mostrada por Campomanes en una nota a pie de página del Apéndice a propósito de la prolijidad inglesa a la hora de promover y publicar escritos y proyectos, podemos aventurar un norte que seguir. He aquí la hipótesis.

 

5

 

En 1776 se publicaba An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. A pesar de suponer un apegado y lúcido exponente testimonial de su época, Adam Smith no reculó en el despeje de ciertos espacios para la fuga especulativa. Una “mano invisible” –indicaba– sería la encargada de redistribuir una riqueza buscada de manera egoísta: el interés personal se transustanciaba en beneficio social. A fin de que esta utopía pudiese implantarse de hecho, se tornaba imprescindible olvidar las viejas formas imperiales y apostar por una “ilimitada libertad” comercial entre estados; pues como él mismo se encargó de advertir: «el impedir que el granjero envíe sus bienes en todo momento al mejor mercado supone claramente sacrificar las leyes normales de la justicia a una idea de utilidad pública, a una especie de razón de estado». Era esta “razón de estado”, y su impertinente “justicia” (como reconocía Lipsio), la que habían precisamente gobernado toda la política imperial de los Austrias en España. Y era, también, este «conocimiento –en palabras de Botero– de los medios aptos para fundar, conservar y ampliar el dominio sobre los pueblos» el que había modelado e inspirado la actuación y la imaginación arbitrista.

          Que Daniel Defoe dirigiese un escrito como An Essay Upon Projects (1697) a Dalby Thomas –al que hoy identificaríamos como un empresario emprendedor– y no a Charles II –su rey–, es un meridiano indicio del viraje apuntado. También, y en consecuencia, que en el prefacio advirtiese la necesidad de buscar destinatarios adecuados para la utilidad y fortuna de los libros. Este era precisamente el caso de Defoe. El arresto en Bristol a causa de unas deudas y el constreñimiento lógico por la guerra con Francia, no fueron motivos suficientes para impulsar un espíritu restaurador y melancólico: no era sino «la necesidad la madre de la invención», y la responsable a su vez del «fuerte empuje del ingenio de los hombres en estos tiempos». Defoe sentenciaba sin titubeos estar convencido de que nunca la nación había sido tan rica como ahora. Se encontraba, según él, en una “época de proyectos”. A pesar de los avatares, pero también gracias a ellos, la nación y los hombres que la formaban miraban hacia el futuro con esperanza. No en vano, años después, Samuel Johnson en un curioso artículo titulado The Fate of Projector (1753), censuraba la actitud de aquellos que vedaban toda empresa original bajo el pretexto de lo novedoso. Según éste, todo proyectista generalmente aunaba dos cualidades: «la ampliación de conocimiento y la grandeza de propósitos». De ahí el interés mostrado por las grandes obras civiles y el fomento de instituciones de conocimiento.

          Sin embargo, al igual que en la España de los Austrias, los projectors no fueron objeto de mucha estima social. La anfibología del término projector es compartida. En una carta de agradecimiento que John Carry le escribía a Locke el 9 de Mayo de 1696, a propósito de la favorable recepción mostrada tras la publicación de An Essay on the State of England, in Relation to its Trade, and its Taxes (1695), éste declaraba su intención de evitar la etiqueta de “Projector” bajo la cual pretendían identificarle. Tampoco salían bien parados a los ojos de Pope, a quienes comparaba con astrólogos en su extenso poema The Temple of Fame. Así con todo, hay un hecho sintomático que puede dar luz a la diferencia entre arbitristas y projectors, a saber: el diferente criterio que han seguido ambas literaturas a la hora de emplazarlos. Mientras que, por un lado, Luis Vélez de Guevara situaba al arbitrista, en El Diablo Cojuelo, dentro de la casa de los locos; Jonathan Swift, por otro, los agrupaba en una copiosa academia en Gulliver´s Travels. Demorémonos, no obstante, en la minuciosa descripción que hace Swift al toparse con uno de ellos:

 

El primer hombre que vi era de aspecto consumido, de manos y cara renegridas, la barba y el pelo largos, harapientos y chamuscados por varios sitios. Traje, camisa y piel era todos del mismo color. Había trabajado durante ocho años con un proyecto para extraer de los pepinos rayos de sol, que, envasados en frascos herméticamente cerrados, se sacarían para que calentaran el ambiente en veranos crudos e inclementes. Me dijo que no tenía dudas de que en otros ocho años sería capaz de surtir a los jardines del gobernador con rayos de sol a un costo razonable...

 

Ahora bien, ¿no corresponde este último retrato al del científico-loco?  

 

6

 

Vestigios de una Laudes Hispaniae aún eran rastreables en las postrimerías del XVIII de la mano de un antidecadentista como Jovellanos. La complejidad de un texto como el Informe sobre la Ley Agraria puede constituir una prueba de ello. No fue este el caso de los projects, con su clara vocación universalista (para «beneficio de todos los hombres», decía Defoe), y ante un incipiente mercado, como advertía Smith, en donde los emprendedores, ahora «ciudadanos del mundo», ya no se encontraban «necesariamente atados a ningún país».

España necesitó más tiempo. Recluidos, no sé si a buen retiro, y mientras todo apuntaba al encallamiento final, nos dedicamos –como indicó Maravall– al perfeccionamiento de nuestra única industria: la tramoya. De modo que, ¿a quiénes pueden consolar todavía las palabras que Lafargue nos dedica en El derecho a la pereza?

En cualquier caso, nuestro proyectismo no consiguió liberarse de ese resto telúrico. Movidos tal vez por cierto optimismo, no supimos idiomatizar el concepto. Quizá debimos haber ajustado algo más la semántica en su traducción...

Nunca es tarde:

¿retroproyectismo?

 

*Resultado de la investigación realizada durante el proyecto I+D+I de referencia HUM2007-60295/FILO.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

 

Botero, Giovanni. La razón de estado y otros escritos, Instituto de Estudios Políticos, Facultad de Derecho, Universidad Central de Venezuela, 1962.

 

Cervantes, Miguel de. Novelas ejemplares II, ed. H. Sieber, Cátedra, Madrid, 1992.

 

Conde-duque de Olivares, Memoriales y cartas, ed. J. H. Elliott, Alfaguara, 1981.

 

Defoe, Daniel. An Essay Upon Projects, Dodo Press, 2009.

 

González de Cellorigo, M. de. Memorial de la política necesaria y útil restauración de la República de España, ed. Pérez de Ayala, Instituto de Estudios Fiscales, 1991

 

Johnson, Samuel. The Works of Samuel Johnson, Yale University Press.

 

Lipsio, Justo. Políticas, ed. J. Peña, trad. B. de Mendoza, Tecnos, Madrid, 1997.

 

López Bravo, Del rey y de la razón de gobernar, Editora Nacional, Madrid, 1977.

 

Quevedo, Francisco de. La hora de todos, ed. J. Bourg, P. Dupont y P. Geneste, Cátedra, Madrid, 1987.

 

Rodríguez de Campomanes, P. Apéndice a la educación popular, Antonia Sancha, Madrid.

 

Smith, Adam. An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations: A Selected Edition, Oxford University Press. (La riqueza de las naciones, trad. C. Rodríguez Braun, Alianza, Madrid, 2005)

 

Swift, Jonatahn. Gulliver´s Travels, Oxford University Press, 2008. (Los viajes de Gulliver, trad. B. Gárate, Alianza, Madrid, 2002)

 

Vélez de Guevara, Luis. El diablo cojuelo, ed. E. Rodríguez Cepeda, Cátedra, Madrid, 2007.

 

Vilar, Jean. Literatura y economía. La figura satírica del arbitrista en el Siglo de Oro, Revista de Occidente, Madrid, 1973.

 

Ward, Bernard. Proyecto económico, Instituto de Estudios Fiscales, Madrid, 1982.