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MÉXICO LINDO
Fotografías y
texto de Manuel Saura
Durante
la primera noche en el DF comencé a escribir estas notas; pero, a partir de ese
momento, el embotamiento me impedía hacer otra cosa que mirar (y disparar), oír,
comer y beber. La realidad de aquel país “más España que España”, en palabras
de JJ, me dejó imposibilitado para las actividades no básicas de la vida
diaria. Me imagino que también influyó la altura y la hipoxia; porque en ese
estado nuestro organismo, para economizar energías, debe considerar un diario
de viaje algo prescindible.
Todo
tiene dos versiones en México y ambas verdaderas, será “para no te pillen en
falta”. La trayectoria pendular de la vida mexicana asegura la certidumbre de
lo uno y lo otro; además, las influencias externas transforman el movimiento
del péndulo en circular y es que la tierra gira como los puntos de vista. Como
ejemplo, las razones de mi no-diario, también con dos versiones y ambas
verdaderas; será para que no me pillen en falta.
Es
natural tener ideas preconcebidas sobre las personas y los lugares.
Naturalmente yo viajaba con algunas ideas al respecto. Cuando volaba sobre el
Atlántico tenía en mi cabeza las fotografías de Francis Alÿs,
Time Lapse
(2001). Esta serie tiene su origen en un vídeo de 1998 en el que Alÿs tomó el avance, durante todo el día, de la sombra del
mástil y la bandera que presiden la Plaza del Zócalo del DF. En las fotografías
se observa como la gente sigue la sombra para refugiarse del sol de la época
seca. La plaza carece de árboles, bancos o cualquier otro mobiliario y la única
sombra de la bandera les sirve de resguardo. La situación me parecía el claro
exponente de la fractura social existente en México. Los transeúntes se cobijan
sólo bajo la sombra de una bandera a la que se rinden honores militares.
El
Zócalo que yo pude ver era otro o, tal vez, era el mismo. La plaza constituía
el espectáculo total atiborrada de todo tipo de chiringuitos revolucionarios o
no, convertida en una inmensa oficina; pero, aún así, quedaba sitio para que
los curanderos hiciesen su trabajo y los curiosos el nuestro. Todo ello bajo el
manto de la inmensa bandera mexicana. Esta energía inagotable era la propuesta
estética de millones de personas que, apretujadas a lo largo de las calles del
centro de la ciudad más grande del mundo, compran y venden, viven y dejan vivir
con desmesura. Ellas hacen y alimentan la cultura mexicana.
México DF. Zócalo I
El
Palacio Nacional cierra el lado oriental de la plaza y es el resultado de
diversas intervenciones que, a lo largo de los siglos, han ido forjando su
aspecto actual. Los murales de Diego Rivera son uno de los grandes atractivos
que encierra el inmenso edificio. Narran la historia de México en una gran
panorámica, una ficción que expresa verdades, que sirve de libro de texto para conocer
a la Malinche y al primer mestizo, a través del
puntero del “maestro” de turno.
Observar
a los voladores ha sido una de las experiencias más bellas que me ha tocado
vivir. Ver cómo los cuerpos de los cuatro danzantes (hombres pájaro que
simbolizan los cuatro elementos, los cuatro puntos cardinales) se derraman
sobre la tierra. Escuchar los sonidos del tambor y de la flauta mientras giran alrededor
del gran palo (trece vueltas como los trece meses del calendario azteca por cuatro
voladores dan cincuenta y dos, que son los años del ciclo cósmico prehispánico).
Apreciar la inmensa gracia de sus movimientos mientras bajan del cielo para llegar
al suelo. Miles de sensaciones que conducen al éxtasis. Se trata de un rito
enraizado en la historia más profunda de México y que pronto se sumó a la
fiesta del Corpus.
Las
imposiciones de la corona española en el nuevo continente no incluían sólo un
nuevo régimen político y económico, sino también un proceso de conversión a la
fe del imperio, al que contribuyeron, en los primeros momentos y a lo largo de
todo el siglo XVI, tres órdenes religiosas: los franciscanos que llegaron en
1524, los dominicos que lo hicieron en 1526 y los agustinos que arribaron a
Nueva España en 1533. Los monjes se convirtieron, en muchos casos, en
arquitectos y edificaron numerosos conjuntos monásticos.
El convento
agustino de San Nicolás en Actopan, tal vez el más
grande de los construidos, impresiona en primer lugar por su inmensa capilla
abierta, capilla “de indios”. La bóveda de medio cañón está decorada por las “didácticas”
imágenes de un Dios creador y justiciero, un eslabón más del adoctrinamiento,
una función que prevalece sobre su carácter plástico. La creación del hombre,
el diluvio, las aterradoras imágenes del infierno pueden distinguirse en las
deterioradas pinturas murales.
Una
mañana, dejamos el DF y nos dirigimos, sorteando el denso tráfico, hacia el
Noreste para visitar Acolman y las ruinas de Teotihuacán.
El
convento de San Agustín en Acolman, uno de los
primeros fundados por los agustinos hacia la mitad del siglo XVI, es un
auténtico laberinto de pasillos y claustros en los que es fácil y apetece
perderse. Las luces de las primeras horas entraban en el recinto y le otorgaban
una atmósfera de gran belleza. Las pulidas superficies de suelos y paredes,
resultado de siglos de uso, reflejaban estas luces.
Han
pasado veinte siglos desde que Teotihuacán, “el lugar
de los dioses”, fuese fundado y nuestro asombro ante las edificaciones no
disminuye. Han pasado diez siglos desde que los últimos pobladores de la ciudad
más importante del Altiplano Central la abandonasen y nuestra comprensión del
pensamiento que las impulsó no mejora. Pero la calidad plástica del conjunto nos
conquista y lo único que podemos hacer es adentrarnos en dirección Norte-Sur
por la Calzada de los Muertos, flanqueados por tumbas de reyes y sacerdotes, para
llegar a la Pirámide del Sol entre las solícitas atenciones de los vendedores
ambulantes. La construcción es la mayor y más antigua de la ciudad, recuerda a Nanahuatzin, el menos agraciado de los dioses
mesoamericanos, cuya diligencia para el sacrificio le convirtió en el quinto
sol, el astro que iluminaría los días de la nueva era. Hoy los mexicanos y los
turistas ascienden las empinadas escaleras para elevar los brazos y recibir las
cósmicas bendiciones del dios solar. Es difícil hacerse hueco en la cima, pero
el espectáculo y las dimensiones de la pirámide son excepcionales.
Tula
se convirtió, alrededor del año 980 d.C., en el gran foco cultural del
Altiplano Central mexicano con una sustitución de los valores preexistentes.
Ahora es el guerrero, no el sacerdote, el encargado de la comunicación con los
dioses. En el templo de Tlahuizcalpantecuhtli, en
cuya escalinata está tomada la fotografía de la familia mexicana, cuatro columnas
de cinco metros de altura, representando a otros tantos guerreros, sirvieron
para sostener la cubierta y a la clase militar tolteca.
El
estado de Oaxaca es el de mayor población indígena de México. Su aislamiento
natural ha motivado que casi la mitad de los habitantes pertenezca a alguna de
las catorce comunidades que, con su idioma correspondiente, lo pueblan, pero
también los ha dejado fuera del resto de México. La capital del estado, Oaxaca
(la Antequera colonial), conserva la cuadrícula urbana que ordena las sólidas
construcciones hispánicas.
Oaxaca
llevaba meses con una huelga de maestros y así la dejamos. Las fotografías nos
dan una sensación de cotidianeidad porque la ciudad vivía aquella situación con
su despliegue habitual de vendedores callejeros, de estudiantes y turistas ávidos
de cerveza y enchiladas. La normalidad de lo anormal. Las barricadas formaban
un componente más de la vieja ciudad colonial que las hacía partícipes de su atractivo.
Como en un oxímoron, los viejos problemas no
resueltos se habían constituido en un componente de esa belleza. Eso era antes
de los muertos, hoy tal vez las sensaciones fueran otras, pero lo que muestran
las fotografía ha sido. Lo tangible era la huelga desesperada de meses de
duración y, lo intangible, la imposibilidad de resolver la pobreza genética en un
mundo globalizado. Las fotografías nos colocan desarmados y desalmados ante una
realidad que la imagen no ilustra sino que suplanta en un alarde de
independencia.
Sobre
una plataforma artificial, los zapotecas levantaron la ciudad de Monte Albán a
lo largo de casi mil años, hasta su ocaso en el siglo VII d.C. La Gran Plaza,
vista desde la Plataforma Norte, fascina por el ritmo de los edificios que la
aíslan del resto de las construcciones.
Al
Sur de la plaza de Monte Albán nos sorprende la singularidad del edificio J, el
más antiguo del recinto junto con Los Danzantes. Su orientación es un capricho
entre las construcciones del recinto que hace pensar en su utilización como
observatorio. Con la escalinata principal hacia el Noreste, contrasta con la alineación
hacia uno de los cuatro puntos cardinales del resto de las edificaciones. El
lado opuesto a la escalinata, con forma de punta de flecha, señala no sé qué,
pero lo hace de una manera insistente.
Los
zapotecas levantaron en Monte Albán un recinto para el juego de pelota, de
fatales consecuencias para los ganadores, con la típica planta en I. Se
desarrollaba en ausencia de espectadores; los taludes, que yo creía gradas,
servían como frontones para la pelota. Solamente los sacerdotes observaban el
juego desde los templos situados en lo alto.
El
florecimiento del Mitla mixteco
es posterior al de Monte Albán. Sus construcciones, que integran las obras
zapotecas existentes, se caracterizan por los mosaicos de grecas que decoran
sus paredes con diferentes representaciones de xicalcoliuhqui,
en un sugerente universo geométrico.
Esta
es una parte del México que yo pude ver. Han pasado algunos meses y, al mirar
de nuevo estas fotografías, me pregunto por qué las hice, por qué disparé en
ese momento y no en otro. En una librería del DF compré, en aquellos días, La cámara lúcida de Roland
Barthes y su lectura me ha dado algunas claves. “Lo
que la Fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola
vez: la Fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse
existencialmente”, pero tengo la certeza de que esto ha sido.
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