REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


EN EL HOGAR DE BETANIA[1]

 

María José Carrasco Tébar

 

La puerta del autobús se ha abierto y una mujer gorda me empuja y sube despacio delante de mí; le dice al conductor fatigosa mientras éste le devuelve el cambio del billete que ya llegamos otra vez con retraso y que eso no puede seguir así, que no hombre que no, que siempre igual no, que ya está bien. El hombre se encoge de hombros y me mira. ¿Para dónde? pregunta resignado. Al Hogar de Betania. Ciento veinte. Cojo el billete blanco que sale de la máquina mientras localizo a la mujer gorda que se ha acomodado en uno de los primeros asientos refunfuñando todavía acerca de los horarios y la frecuencia. Voy hacia el final del autobús. Está casi vacío y sólo se oye de fondo la voz de una locutora de radio, detrás la música, y más allá el timbre asmático de la mujer. “Ayer pasó lo mismo”. “El tráfico, señora, el tráfico”. El rostro del conductor dibuja una mueca de fastidio por el espejo retrovisor y yo apoyo los pies en el asiento vacío que hay delante de mí. Desvío la mirada por la ventanilla para ver cómo las casas se vuelven más grises y hay más ropa que cuelga sin pudor de las ventanas a medida que vamos saliendo de la ciudad. Empieza a dolerme la cabeza, el Hogar de Betania no queda muy lejos, tal vez cinco, diez minutos de la fábrica de cervezas, y me aseguro por cuarta vez que llevo los dichosos papeles amarillos de la empresa de trabajo temporal en el bolsillo trasero del pantalón. Pienso que debo tranquilizarme. Tampoco es para tanto, ni siquiera tengo que entrar. Allí mismo, en la puerta, hay que ver qué cabeza la mía, marcharme el otro día sin firmar estos papeles, y todo habrá terminado. Quizá hablar un poco de Jiménez, no ha podido venir, tenía trabajo y sí, creo que llevo un bolígrafo por aquí, toma, justo ahí, en el recuadro, pero ya. No habría por qué mencionar entonces a la vieja Miriam y el otro lado de la mugre de la fachada y sus persianas verdes y destartaladas; ¿para qué? Para nada. Sólo una firma dentro del recuadro y ya está, después la vuelta en autobús por el puerto, y de camino a casa, eso sí, el escaparate, las zapatillas nuevas de deporte, la película que han estrenado finalmente lejos de todo cuando todo aún podía seguir siendo fácilmente una cancela negra de hierro oxidado, mecánica y lenta, frente a la que el autobús se detiene poco después de pulsar un timbre de parada.

-El Hogar de Betania- anuncia el conductor.

 

Jiménez bajó entonces por la escalera trasera y me hizo una señal con la mano para que me diera prisa.

 -No te olvides del macuto- Cogí la bolsa negra que tenía a mi lado y conservé el equilibrio hasta la puerta de bajada. Me había mareado al despertar y levantarme bruscamente, pero no dije nada. Se habría reído y habría pronunciado con más claridad la palabra maricón.

-Llegamos bien ¿verdad? ¿Son las 20:15?

 Miré las manecillas de mi reloj. Asentí bostezando. Quería asegurarse que no nos adelantábamos antes de pulsar el interruptor sucio que hacía allí las veces de timbre. Nos esperaban a esa hora y a esa hora sin duda debieron escuchar en alguna parte del viejo edificio el timbrazo. Un camino de gravilla conducía directamente a la puerta principal. En ella, una placa aún más sucia dejaba entrever todavía el nombre del lugar, y junto a ésta, una inscripción: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá.

Una cara afilada nos miró tras el cristal de la puerta frunciendo el entrecejo. “Venimos de la empresa de trabajo temporal” le dijo Jiménez haciéndome sacar los papeles de color amarillo, “por lo de los grifos”. El rostro puntiagudo torció los labios y después permaneció inmóvil al otro lado entornando los ojos y poniéndose una mano de visera, como si la escasa luz que regalaba el final de la tarde le deslumbrara por completo. “Por lo de los grifos” repitió Jiménez mientras abría uno invisible. El rostro arrugado y hundido por la ausencia de dientes miraba sin comprender. “Joder” murmuró Jiménez, y le repitió quienes éramos y para qué veníamos, exagerando los gestos y abriendo mucho la boca, “por si era sordo” aclaró. Pero nada. Jiménez me dirigió una mirada de resignación y buscó en el bolsillo de su pantalón la cajetilla de tabaco.

-Sentémonos, porque esto va para largo.

 Sacó un cigarrillo, lo encendió y echó el humo lentamente mientras miraba con los ojos entornados el camino de gravilla por donde habíamos llegado. Quizá se debía a las arrugas de sus ojos o al cansancio de su voz, o quizá nunca le había mirado tan de cerca, el caso es que ahí, en ese preciso momento, mientras sus dedos sujetaban firmes el cigarro y el fracaso a sus espaldas, “con una mujer y dos hijos” añadía irónicamente, sentí de pronto lástima por él y el tono jocoso con el que acostumbraba hablar siempre, y deseé que, cansado de fumar y esperar, decidiera que con los depósitos de agua y los grifos de aquel lugar “va fan culo” porque había mejores cosas que hacer como tomarnos juntos una cerveza ¿a que sí Óscar? Sonreí. Pensar en ello y olvidar por un momento que casi de inmediato alguien, en lo alto de la escalera, habría de disculparse por la tardanza con más o menos cortesía para dar comienzo al trabajo, preparados listos ya, me reconfortaba mucho más que las palabras que volvía a releer en la inscripción: El que cree en mí, aunque muera, vivirá. “Aeroterapia”, pensé entonces, “para los que se les agota el oxígeno”.

-¿Tú crees en eso?- le pregunté a Jiménez. Él se giró sin comprender. Leyó despacio la placa y después me miró.

-¿Es que tú no?- parecía sorprendido. Me encogí de hombros y él le dio una calada a su cigarro, después me miró.

-A lo mejor no te lo crees- dijo sonriendo- pero los fines de semana yo ayudaba en misa a don Domingo.

-¿En serio?- no imaginaba a Jiménez con quince años vestido de monaguillo. Volvió a asentir con la cabeza y echó el humo por la nariz.

-Te lo juro. Pasaba con la cestilla de banco en banco en el ofertorio sonriendo a las beatas del barrio, que alguna había que bien lo merecía- dijo guiñando un ojo- y luego don Domingo me daba unas monedas para tomar algo donde Vicente. A los chicos, claro, no les decía de donde sacaba el dinero. No habrían tardado ni un segundo en preguntarle a don Domingo si cinco monaguillos podían tocar la campana al mismo tiempo.

Sonrió y chupó de nuevo su cigarro.

-Si fuera rico, a lo mejor me daba igual creer o no creer, pero no lo soy y prefiero pensar que después voy a tener una vida menos perra que ésta. ¿No te parece?- Me quedé callado, tampoco él esperaba una respuesta. Miró el cigarrillo y lo lanzó con los dedos lejos, mirándolo fijamente durante un rato. Parecía enfadado de repente. O triste.

 Una mujer se asomó por el cristal. Le hice un gesto a Jiménez para que saliera de su repentino letargo y se levantó. Ella dio varias vueltas a una llave y abrió la puerta. Jiménez sonrió con guasa.

-Hola Martina.

 Ella también sonrió y se disculpó por la tardanza. Estaba ocupada y no podía bajar a abrir.

 Había algo en su sonrisa que me pareció vulgar. No tardé en descubrir qué. Jiménez y Martina se miraron unos segundos, él trató de pellizcarle la mejilla cariñosamente y ella le esquivó. Se presentó extendiéndome una mano, nos saludamos,  y después nos hizo un gesto para que pasáramos.

Cruzamos el umbral.

Martina entró delante de nosotros y Jiménez siguió el movimiento exagerado de su culo hasta que ella se giró para advertirnos que no hiciéramos demasiado caso de lo que nos dijera “ésa”. Yo miré a la anciana con curiosidad.

-¿Es una mujer?- preguntó sorprendido Jiménez.

Martina, en lugar de responder, se llevó el índice a la sien.

-A ninguna de las que viven en el Hogar de Betania les funciona bien el coco pero a ésta menos que a ninguna.

La vieja se apretujó contra la pared como si tuviera miedo y nos miró fijamente al pasar. Su rostro seguía sin parecer el de una mujer, y aunque no conseguía tampoco encontrarle semejanzas con el de un hombre, pensé que quizá era la escasa luz del corredor y el intermitente temblor de su cabeza los que dibujaron la asexualidad de aquella cara durante los momentos que siguieron a nuestro primer encuentro. Después me olvidé de ello. La anciana volvió a fruncir el entrecejo mirando a Martina y susurró misteriosamente unas palabras ininteligibles. Jiménez contuvo una risa y Martina apenas se inmutó, se limitó a sonreír mientras cerraba la puerta de entrada con la llave que guardaba en el bolsillo de su bata y nos miró.

-Como un cencerro. Nos maldice a todas cada vez que nos ve, pero a mí me da igual. A las del turno de mañana sí que las lleva locas. A esas les escupe cada vez que intentan meterla en la ducha o cambiarle el pañal. Siempre que se ve desnuda, se toca la barriga y se pone a llorar, entonces amenaza con llamar a la guardia de asalto. La guardia de asalto. Yo me río porque ¿qué voy a hacer si no? Me da mucha pena. Está sola, como todas.

Se quedó un momento pensativa y después nos hizo una señal para que la siguiéramos.

 -Nadie viene a verlas- continuó recogiéndose un mechón de pelo rubio detrás de la oreja y sacando después una horquilla de su bolsillo para ponérsela justamente allí. Me pareció que tenía una nuca bonita, y me fastidió pensarlo- Quizá si tuvieran dinero, pero no tienen nada. Sólo están viejas y enfermas.

 Se giró encogiéndose de hombros con resignación y miró directamente a Jiménez. Me sentí incómodo. Parecía querer decirle algo. Me ruboricé, como siempre me ocurre cada vez que me siento de más, y traté de retrasarme mirando de nuevo hacia atrás. La vieja seguía allí, quieta, junto a la pared, temblando y agarrándose a la falda que le quedaba grande, como si ése fuera su único apoyo. Sus ojos parecían empañados de lágrimas y me miraban fijamente. Por un momento, antes de doblar la esquina del corredor, me pareció creer que me había sonreído, pero después, tratando de alcanzar a Jiménez que hablaba en voz baja a Martina mientras seguía sus pasos muy de cerca, pensé que sólo había sido eso: por un momento y mi imaginación.

 

 Ahora que recorro de nuevo el camino de gravilla y me detengo para mirar desde la distancia, otra vez, los desconchados del viejo edificio, y veo en las grietas de su fachada la prolongación de otras más allá de sus muros, también amarillas y rotas, pienso que realmente, en el instante de aquella tarde, la vieja Miriam sonrió. Quizá ya sabía ella entonces que era yo a quien iba a revelar su secreto, o quizá empezaba a considerarme como la posibilidad de que éste respirara a través de mí, no lo sé, pero de un modo u otro creo que el azar y ella quisieron que yo estuviera allí esa noche acompañando a Jiménez para que cuando él me lo indicara, me deslizara de puntillas en la oscuridad de los dormitorios dejándolo a solas con Martina y encontrara la puerta del cuarto de baño, abriera el grifo de agua recién clorada y la dejara correr mientras detrás, la respiración desacompasada de quien dormía envuelta en su propio sudario me orientara después para no tropezar con la cama al salir. Entonces buscar otra alcoba, repetir la misma operación, y después otra vez, y otra, hasta hallarla a ella y a su secreto, roto, con los brazos extendidos, las cuencas de sus ojos vacías.

 

-Los depósitos de agua están en el sótano- explicó Martina a Jiménez- por esta escalera. Yo estaré justamente aquí, si necesitas algo. Y no te pases con lo del cloro ¿eh?- añadió acercándose más a él- que después la piel se reseca y no veas tú que tostón, que si crema por allí, que si crema por allá- y mientras su crema iba y venía y ella se tocaba los brazos y el cuello ligeramente, Jiménez le ponía la mano en el culo y ella se reía y abría mucho los ojos buscando los míos para ver si me había dado cuenta. Disimulé mirando la hora. Jiménez sonrió y guiñó un ojo.

-Tranquila nena- fue lo que le contestó. Ella fingió que le molestaba eso de nena, o lo de la mano en el culo, en realidad no lo sé, y le pellizcó la barriga. Él gruñó y me miró sonriendo. “Como se ponen ¿eh?” y Martina entró en la sala de enfermería buscando distraída por la pieza una revista que estaba sobre la mesa. Cuando la encontró, se dejó caer con ella en un sofá viejo de cuero marrón y se acostó en él apoyándola sobre sus muslos. Pasó indolente las primeras páginas rotas de la revista y, de pronto, como si no se hubiera dado cuenta hasta ese momento que continuábamos ahí, mirando el final de sus muslos y el encaje blanco de sus bragas, cerró las piernas y miró por encima de la revista.

-¿La escalera?- preguntó Jiménez sonriendo todavía.

-Si giras tu cabeza noventa grados corazón- dijo ella- la verás. No tiene pérdida.

Trató de mantenerse seria en aquel momento, pero cuando desvió otra vez la mirada hacia la revista, se le escapó una sonrisa. Intentó hacer un esfuerzo por contenerla, pero ya inevitable, fingió entonces que estaba leyendo un artículo muy gracioso. Me fijé en el nombre de la revista, “Decora tu casa” tenía escrito en su portada.

Jiménez cogió el macuto donde llevaba todo lo que necesitaba para clorar los depósitos de agua y volvió a guiñarme un ojo. Lo hacía casi siempre. Comenzó a bajar por la escalera que ella le había indicado y cuando desapareció, oí su voz: Caminito que el tiempo ha borrado, que juntos un día nos viste pasar,  y algo se me arrugó dentro del pecho.

Yo conocía aquel tango porque a mi madre le gustaba escuchar sus viejos discos cuando habíamos terminado de recoger los platos de la cena. Después de haber elegido con sumo cuidado el que pondría esa noche, se sentaba en el sillón, junto a la ventana, fumaba un cigarro y con la mirada perdida, movía los labios al tiempo que Gardel volvía por última vez a cantar su mal. Yo la veía esforzarse en detener el tiempo sin que éste hiciera lo mismo con ella, y sentía entonces deseos de levantarme y abrazarla. Nunca lo hice. Nuestras miradas se habrían de cruzar siempre un segundo y después yo fingiría estudiar alejado de ella y sus ojos que buscaban a él en los míos, él más allá del nicho número siete en la calle Esperanza del cementerio del Rosario y a las afueras, como no. El que tiene un hijo, aunque muera, vivirá. Sonreí con sorna en la estrechura de aquel pasillo a los azulejos blancos y sucios de las paredes que me miraban, al olor de lejía, sábanas y comida. Y el que no, arreando “caminito a Dios”. La voz de Jiménez se detuvo.

-Oscar ya puedes abrir los grifos- me gritó desde alguna parte del sótano.

 De los dormitorios llegaba un murmullo. Unas voces rezaban buscando poco a poco el sueño, y otras gemían también despacio, casi silenciosamente, acurrucadas en la cama. Las puertas estaban abiertas y yo sólo debía atravesarlas y encontrarme con sus antesalas de la muerte, tan parecidas unas a otras: la cama, la mesa, el crucifijo en la pared. Después, y ayudado por la linterna, encontrar el cuarto de baño, abrir el grifo de agua fría, y marcharme sin mirar a la mujer sentada sobre su almohada, que seguramente me observaba impasible desde la oscuridad mientras planchaba con sus manos una bolsa de plástico y la doblaba en cuadraditos pequeños hasta hacerla casi invisible. Tan fácil como no escuchar tampoco a la ocupante de la pieza contigua hablar sola, mirando el techo, uniendo frases sin sentido pero cargadas de tristeza, y lejos, en otro dormitorio, a alguien que llora asustada de las sombras y los ruidos.

Cuando llegué al dormitorio de la vieja Miriam, no supe realmente dónde me encontraba hasta que descubrí los retazos de fotografía esparcidos por el suelo. Creo que ella quería que los hallara tal y como estaban dispuestos junto a la cama: el rostro partido del marinero y su boca que sonríe ebria, las jarras con zarzaparrilla, el pelo de ella largo, cubriendo casi por completo su rostro, el baile en la plaza. La fotografía amarilla, la pared amarilla. El color se extiende por la fachada desigual, y detenido frente a ella, miro las grietas que se prolongan hasta el suelo. De allí parte esa otra línea también sesgada que cruza el rostro de ellos dos la noche de verano, en la plaza del pueblo. Hay guirnaldas que cuelgan y una orquesta en el fondo. Todos llevan máscaras y nadie conoce a nadie. El marinero la mira todo el tiempo, sin ver los ojos que desayunan casada y cansada cada mañana al otro lado del antifaz. Ella en cambio sabe y se ríe. Es un juego y los juegos dan risa, le dice al joven cuando éste le pide que baile con él. La voz que imita mal a Gardel canta ahora Madreselva y el público se aparta para que ellos puedan bailar a sus anchas y lucirse, entrelazando las piernas y las miradas, cada vez más cerca, a pesar del calor y las manos que tiemblan. La voz de la vieja Miriam parece hablar susurrando desde mi boca. Recojo los pedazos de fotografías y empiezo a sentir un sudor frío en la frente. De nuevo el miedo a marearme y caerme al suelo allí, sin nadie que me ayude, sólo la voz que sigue hablando y la melodía que silba Jiménez desde el corredor. Es él, y la orquesta en el fondo, mientras se alejan del bullicio y se miran con los antifaces puestos, sin ya reírse, solos, tan lejos de una vieja pared del arrabal y la voz ajada que busca inútilmente el acento porteño. Tan cerca ellos y la falda que sube por encima de las rodillas. “No puedo, tengo marido” pero alguien chilla y no sé si soy yo. Me desvanezco. “Fotografía amarilla, pared amarilla”, pienso antes de caer al suelo, “cromoterapia para deprimidos”.

 

Esta vez, al abrir los ojos, no veo el rostro de Miriam respirando cerca de mí, con olor a tela vieja y huevo, observándome inquieta por mi desmayo mientras niega con la cabeza intermitentemente. No, es Martina que me pasa por la frente un pañuelo mojado en agua fría y sonríe porque menos mal que me había asomado a la ventana y te he visto ahí fuera, frente a la fachada, caer desmayado. Creo que sigo demasiado pálido y débil como para que se me note el rubor cuando ella me acaricia la cara. “Deberías visitar a un médico, dice, ya es la segunda vez que te veo así”. Respondo que no importa, que estoy bien, pero ella insiste y después añade lo que no quiero oír. “Pasa y siéntate, y tomas un refresco, quizá es el calor”, y pienso entonces que hay que joderse, que ojalá fuera el calor, que no quiero cruzar de nuevo el umbral y entrar otra vez y oler a puré y a sábanas sucias y a orina. Pero no me atrevo a decir que no. Aún sigo mareado y necesito sentarme. Mariconazo, diría Jiménez riéndose.

 

-No tiene gracia- la voz de Martina parece enfadada- podría tener algo grave.

Al abrir los ojos, el dormitorio de la vieja Miriam y su rostro afilado y sin sexo ya han desaparecido. En su lugar, Martina y Jiménez me miran, ella maternal, él risueño.

-¿Qué pasa campeón? Te flojean un poco las piernas ¿eh?

Miré a mi alrededor. Estaba en la enfermería, donde Martina hojeaba la revista con sus bragas de encaje. Ahora se estaba poniendo bien otra vez las horquillas mientras me miraba un tanto preocupada.

-¿Te encuentras mejor Óscar?

 Asentí con la cabeza, me irritaba que me hablara como a un niño pequeño. Miré a Jiménez. Él seguía sonriendo. Me guiñó un ojo al tiempo que se retiraba el flequillo de la frente. Tenía una marca roja en el cuello.

-No es nada, de verdad- les dije un poco avergonzado mientras me levantaba buscando con los ojos la linterna. No estaba allí.

- Tengo que cerrar los grifos ¿no?

-Si te encuentras bien, sí, ya puedes, si no, vete a casa que ya lo haré yo- Jiménez se rascaba la nuca y me miraba de lado.

-Estoy perfectamente- mentí, sentía un calambre en la pierna izquierda. Traté de imaginar qué estaría pensando Jiménez: probablemente que era una nena desmayándome por los rincones. Quise desaparecer; estaba además la marca roja en su cuello, el pelo despeinado de Martina. Me marché sin decir nada. Les odiaba de repente. Empecé a recorrer los dormitorios sin la ayuda de la linterna, furioso, dirigiéndome directamente a sus respectivos cuartos de baño para cerrar el grifo de agua fría, tratando de pensar lo menos posible en ellos, en aquellas piezas donde dormían mujeres boca abajo, mirando siempre a la muerte, en la voz de la vieja Miriam que seguía allí, contándome en susurros “todo” para no morir también, haciéndolo mío sin yo desearlo, como el espíritu que necesita transmigrar a otro cuerpo para continuar viviendo más allá del tiempo, de Miriam y del marinero, de mí. “Variante terapéutica”, pensé recordando la inscripción de la puerta, “psicoterapia la llaman a ésta”.

Al entrar de nuevo en su pieza, vi el círculo de luz que alumbraba desde el suelo la pared, junto a la cama y los retazos de fotografía. El agua del grifo seguía cayendo en el lavabo. Me agaché para coger la linterna. Sabía que Miriam estaba allí, tumbada en la cama, porque me parecía oír claramente su respiración, pero no la miré. Tenía miedo de sus ojos y también de su voz, en el fondo presentía que estaba esperando el momento para revelarme el final de una historia y yo no quería. Entré en el cuarto de baño. Ella me necesitaba como su forma particular de prolongarse un poco más en el tiempo, su propio suero fisiológico contra la muerte para la que no existía un plan único e invariable de tratamiento. Cada cual seguía el suyo: mi madre, Jiménez, probablemente Martina. Pensé en mí. Recordé de nuevo la inscripción, vi mi sonrisa escéptica reflejada en el espejo y me asusté. Cerré el grifo. La habitación quedó en silencio y detrás del silencio, una respiración. Iba a marcharme rápidamente, sin mirarla siquiera, dispuesto a no conocer las palabras balbuceadas que ya empezaban de todos modos a ser también mías. Al pasar de nuevo junto a su cama, me detuve sin embargo: yo debía saber que todo había sido una mentira, que ella sí podía realmente tener hijos. Ella sí podía. Después dirigí despacio el haz de luz hacia la sombra que aún parecía seguir respirando entre las sábanas.

 

Al pensar en ello, siento otra vez deseos de echar a correr como entonces, levantarme de la enfermería donde Martina me mira ahora sonriendo y me pregunta por Jiménez, y desaparecer de nuevo, sin decir nada, de aquel lugar. Pero están los papeles amarillos que esta vez sí que hay que firmar porque si no no hay cheque, ni zapatillas nuevas de deporte, ni último estreno cinematográfico, y Martina tan vulgar como aquel día, pero con los ojos hinchados quizá de no dormir bien, o quizá de llorar. Quiero levantarme de pronto y no sé por qué abrazarla en silencio. Los dos sabemos de todos modos que Jiménez no llamará. No es necesario hablar y sí quizá detenernos en el tiempo, morir un segundo sin artificios que lo estiren, besarla aunque su voz se parezca tanto a la de mi madre. “Gracias”. Le aprieto con más fuerza la espalda y me siento mejor. Ya no estoy mareado. Martina sonríe. Siento vergüenza de repente. “Te asustaste mucho aquella noche ¿verdad?”, me pregunta ella. Prefiero no responder. Le devuelvo la sonrisa y finjo que me interesa más cómo garabatea su firma dentro del recuadro. ¿Incidencias? Ninguna, por supuesto.

Mientras me acompaña a la puerta, se quita una horquilla y se la vuelve a poner en el mismo sitio.

-Seguro que esos mareos no son nada, pero por si acaso- añade- pásate por el médico.

-Tranquila- le digo sin añadir el nena antes de bajar los peldaños de la entrada. De repente me cae bien, pienso que es una buena mujer y que Jiménez es un cabrón. Quiero invitarla a tomar un refresco o a ir al cine, pero no me atrevo. “Hasta luego” le digo.

Bajo por el camino de gravilla sin girarme, pensando en la fachada ahí detrás, amarilla y desgastada, llena de grietas que la cruzan y amenazan con derrumbarla, mirándome, viendo cómo me alejo de los susurros, del dormitorio oscuro, del círculo de luz de linterna que alumbra las sombras de la vieja Miriam. Empiezo a sentir de nuevo el sudor frío en la frente. Consigo llegar a la parada de autobús y busco el banco para poder sentarme. Escondo la cabeza entre los brazos y vuelvo a ver los de Miriam de pronto, sujetándolo con cuidado para que no se caiga, revelándome su secreto mientras trata de acercar la boca de él al pecho arrugado y vacío. El autobús ha abierto sus puertas y ella quiere llamar de pronto a la guardia de asalto. Subo los escalones y pago el billete. Gime y lucha entre las sábanas para evitar que se lo lleven pero alguien grita y ella apenas conserva sus fuerzas. Es entonces cuando sé que el bebé va a caer de la cama. Me siento de nuevo al final y miro por la ventanilla. El autobús antes de ir al centro pasa por el puerto. No me importa, sólo quiero alejarme de allí. La mano me tiembla y la luz de la linterna se mueve de un sitio a otro. Me giro un instante para asegurarme que el Hogar de Betania queda atrás, y alguien se asoma por una de sus ventanas. Las luces del paseo marítimo se reflejan ahora a lo largo de la costa y yo cierro los ojos porque todo empieza a girar. Me acerco entonces y lo toco ligeramente, inmóvil, en el suelo. Su piel es plástico duro y me doy cuenta de que ya está muerto. “Dijeron que fue un accidente” susurra por última vez. Está desnuda y los huesos se marcan por todo su cuerpo. El pelo gris tapa su cara, pero no su pecho y ni su sexo arrugado, sin forma ya ni pudor. Los ojos miran sin pestañear al muñeco roto, caído en el suelo, cuyos brazos han quedado extendidos hacia mí, desnudos, ante el círculo de luz y los retazos de fotografía, ajenos a ese suero de palabras que yo he inventado, o creo haber inventado, mucho antes de que mi cabeza golpee contra el cristal de la ventana del autobús. En el fondo para salvarme, reconozco, igual que mamá, que la vieja Miriam, que Martina o que Jiménez. Oigo su voz, “ya puedes cerrar los grifos” pero es la del conductor, “el tráfico señora, el tráfico”. Siento todavía el sudor frío en la frente. Ciento veinte y al Hogar de Betania. Aeroterapia, creo que pienso antes de perder la conciencia y de que todo se vuelva amarillo como los papeles de la agencia, como la fachada, como el rostro de Miriam sobre la almohada aplastada y sucia de su dormitorio. En el Hogar de Betania, repite alguien desde lejos. Soy yo, me digo antes de todo, tranquilo y ya sin angustia.

 



[1] Existe en la ciudad de Murcia un honorable hogar para ancianos también llamado El Hogar de Betania. En ningún momento este relato ha tratado de describir ese centro ni a las personas que allí residen o trabajan. Los personajes, así como los hechos aquí narrados, pertenecen exclusivamente al mundo de la ficción.