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BIOGRAFÍA DEL
HAMBRE, Amélie Nothomb
(Barcelona,
Círculo de Lectores, 2006)
En casa, no me atreví a comentar el
odio que me inspiraba el yôchien.
Quizá me habrían matriculado en la escuela americana y habría perdido mi
singularidad más flagrante. Además, había observado que cuando mi hermano y mi
hermana hablaban inglés, yo no entendía nada. Eso constituyó un escandaloso
descubrimiento intelectual para mí: una lengua incomprensible.
Así pues, existía un tipo de lenguaje
al que no podía acceder. En lugar de pensar que aprendería fácilmente aquel
nuevo territorio del verbo, lo condené por crimen de lesa divinidad: ¿con qué
derecho se me resistían aquellas palabras? Jamás me rebajaría a pedir su clave.
Les correspondía a ellas ponerse a mi nivel, hacerse merecedoras del insigne
honor de superar la muralla de mi cabeza y la barrera de mis dientes.
Yo sólo hablaba un idioma: el franponés. Quienes creían que se trataba de dos lenguas
distintas pecaban de superficialidad, se detenían en detalles nimios como el
vocabulario o la sintaxis. Estas naderías no deberían haberles impedido
apreciar no sólo los objetivos puntos en común, sino también la latinidad de
las consonantes o la precisión de la gramática, pero sobre todo ese metafísico
parentesco que las unía por elevación: lo deleitable.
¿Cómo no tener hambre de franponés? Esas palabras de sílabas perfectamente
diferenciadas las unas de las otras, de sonoridad clara, eran auténticos sushis, bocados garrapiñados, tabletas de chocolate de las
cuales cada porción verbal podía recortarse con facilidad; eran galletas para
el té ceremonial, cuyo envoltorio individual proporcionaba el placer de
desnudarlas y la diferenciación de sabores.
No tenía hambre de inglés, esa lengua
excesivamente cocida, puré de sonidos sibilantes, chicle mascado que se pasaba
de boca en boca. El angloamericano ignoraba lo crudo, lo asado, lo frito, lo
cocido al vapor: sólo conocía lo hervido. Apenas se articulaba, como en esas
comidas de gente extenuada que engulle sin decir palabra. Era un comistrajo sin
civilizar.
Mi hermana y mi hermana adoraban la
escuela americana, y yo tenía motivos para pensar que, aunque de un modo
distinto, allí habría podido ser libre y estar tranquila. Sin embargo, todavía
prefería continuar mi servicio militar en el idioma del deleite que jugar en la
lengua hervida.
(pp. 36 – 37)
Había conseguido matar a un tipo de mi
clase con la única fuerza de mi mente. Había deseado su muerte durante toda una
noche y, por la mañana, la desconsolada maestra nos había comunicado el
fallecimiento de aquel alumno.
Quien puede lo más puede lo menos: si
había matado a un chico, también podría matar palabras.
Había tres palabras que no soportaba:
sufrir, ropa y bañar (esta última me resultaba odiosa en especial en su forma
pronominal). Su significado no me molestaba, la prueba es que sus sinónimos
resultaban perfectamente digeribles. Lo que me sacaba de quicio era su sonido.
Empecé odiándolas a muerte durante
toda una noche, esperando que la victoria fuera tan fácil como en el caso del
tipo de mi curso. Por desgracia, a la mañana siguiente constaté un uso
extendido de los vocablos ignominiosos.
Así pues, era necesario legislar. En
casa y en el Liceo, promulgué unos edictos que desterraban las tres palabras.
Me miraron con extrañeza y no dejaron de sufrir, de llevar ropa ni de bañarse.
Con afán pedagógico, les expliqué que
también se obtenían resultados igual de buenos con padecer, remojarse y
vestirse. Me miraron con perplejidad y nadie cambió nada de su vocabulario.
Enloquecí. Aquellas palabras me
resultaban realmente insoportables. La envarada sonoridad del verbo “sufrir” me
sacaba de mis casillas. El preciosismo de la palabra “ropa”, marcada por ese
redoble inicial de la erre, me provocaba deseos de matar. El colmo del horror
se alcanzaba con “bañarse”, sintagma abstracto que tenía la pretensión de
definir lo más hermoso a lo que un ser humano puede aspirar en este planeta: estar
en el agua.
Empecé a tener crisis de rabia cuando
alguien las empleaba en mi presencia. La gente se encogía de hombros y
persistía en sus extravíos lingüísticos. De mi boca salía espuma blanca.
Juliette
declaró que estaba de acuerdo conmigo:
- Esas tres palabras son atroces. Ya
no las diré nunca más.
Alguien me amaba en este mundo.
Para las vacaciones de Navidad, a mi
hermano le soltaron de su internado belga y vino a pasar dos semanas con
nosotros en Nueva York. Se enteró de mis leyes léxicas y, entusiasmado, empezó
a emplear los vocablos prohibidos cuatro veces por minuto. Le encantaba
observar mis reacciones y afirmaba que me parecía a la protagonista de El exorcista.
Pasados quince días, fue devuelto a su
presidio jesuita.
“Éste es el castigo por haberse
extralimitado en mis decretos”, pensé mientras le veía partir hacia el
aeropuerto.
A fin de cuentas, con los hombres las
cosas eran más simples que con las palabras: yo podía asesinar a un chico en
una noche de concentración. Contra las palabras, no podía hacer nada.
Me sentía
desafortunada: los tres vocablos insostenibles eran palabras de uso común. No
pasaba un día sin que tuviera que soportar su aparición; eran las balas perdidas
de la conversación.
Si hubiera sido alérgica a los
términos “cenotafio”, “zythum” o “no obstante”, mi
vida habría sido menos complicada.
(pp. 108 – 111)
Por la mañana a las nueve, papá nos
llevaba al campamento y no volvía a recogernos hasta las cinco de la tarde. La
jornada empezaba impepinablemente por lo más grotesco
del universo: el saludo a la bandera.
Todos los niños y los monitores se
reunían en la pradera que rodeaba la bandera estadounidense que acababa de ser
izada. La oración ascendía entonces del centenar de pechos presentes:
- To the flag of the
Aquel blablablá
patriótico, en el que incluso las mayúsculas podían identificarse, se perdía en
un barullo lleno de fervor. André, Juliette y yo no dábamos crédito a tanta estupidez: no
estábamos en Nueva York, estábamos en el bosque americano, donde se cultivaban
los auténticos valores.
Mi hermano, mi hermana y yo
salmodiábamos a escondidas una letra distinta:
- To the corn flakes of the
Los monitores nos
llamaban los tres búlgaros: eso era lo que habían entendido cuando habíamos
revelado nuestra nacionalidad belga. Por otro lado, eran muy amables y se
mostraron encantados de tener en su campamento a unos niños de países del Este:
- ¡Para vosotros es maravilloso
descubrir un país libre!
(pp. 112 – 113)
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