REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


EL JUGUETE RABIOSO, Roberto Arlt

(Madrid, Cátedra, 2001, 1ª ed. 1926)

 

 

         Así, entregándome la historia de la vida de Diego Corrientes, decía:

         - Ezte chaval, hijo… ¡qué chaval!... era ma lindo que una rroza y lo mataron lo miguelete…

         Temblaba de inflexiones broncas la voz del menestral:

         - Ma lindo que una rroza… zi er tené mala zombra...

         Recapacitaba luego:

         - Figúrate tú... daba ar pobre lo que quitaba ar rico... tenía mujé en toos los cortijo… si era ma lindo que una rroza

         En la mansarda, apestando con olores de engrudo y de cuero, su voz despertaba un ensueño con montes reverdecidos. En las quebradas había zambras gitanas… todo un país montañero y rijoso aparecía ante mis ojos llamado por la evocación.

         - Zi era ma lindo que una rroza –y el cojo desfogaba su tristeza reblandeciendo la suela a martillazos encima de una plancha de hierro que apoyaba en las rodillas.

         Después, encogiéndose de hombros como si desechara una idea inoportuna, escupía por el colmillo a un rincón, afilando con movimientos rápidos la lezna en la piedra.

         Más tarde agregaba:

         - Verá tú qué parte ma linda cuando lléguez a doña Inezita y ar ventorro der tío Pezuña –y observando que me llevaba el libro me gritaba a modo de advertencia:

         - Cuidarlo, niño, que dineros cuesta –y tornando a sus menesteres inclinaba la cabeza cubierta hasta las orejas de una gorra color ratón, hurgaba con los dedos mugrientos de cola en una caja, y llenándose la boca de clavillos continuaba haciendo con el martillo toctoctoctoc

(pp. 88-89)

 

 

         Dijo Enrique:

         - Dejémonos de retóricas y vamos a tratar un caso interesante. Aquí, en el fondo de la carnicería (la pared de la casa de Irzubeta era medianera respecto a dicho fondo) hay un gringo que todas las noches guarda el auto y se va a dormir a una piecita que alquila en un caserón de la calle Zamudio. ¿Qué te parece, Silvio, que le evaporemos el magneto y la bocina?

         - ¿Sabés que es grave?

         - No hay peligro, che. Saltamos por la tapia. El carnicero duerme como una piedra. Eso sí, hay que ponerse guantes.

         - ¿Y el perro?

         - ¿Y para qué lo conozco yo al perro?

         - Me parece que se va a armar una bronca.

         - ¿Qué te parece, Silvio?

         - Pero date cuenta que sacamos más de cien mangos por el magneto.

         - El negocio es lindo, pero vidrioso.

         - ¿Te decidís vos, Lucio?

         - ¿La prensa?... y claro… me pongo los pantalones viejos, no se me rompa el “jetra”…

         - ¿Y vos, Silvio?

         - Yo rajo en cuanto la vieja duerma.

         - ¿Y a qué hora nos encontramos?

         - Mirá, che, Enrique. El negocio no me gusta.

         - ¿Por qué?

         - No me gusta. Van a sospechar de nosotros. Los fondos… El perro que no ladra… si a mano viene dejamos rastros… no me gusta. Ya sabés que no le hago ascos a nada, pero no me gusta. Es demasiado cerca y la “yuta” tiene olfato.

         - Entonces no se hace.

         Sonreímos como si acabáramos de sortear un peligro.

(pp. 104-105)

 

 

         El intruso se alejaba arrastrando los pies, y desapareció al final del corredor. En un recodo se retuvo, y le escuchamos forcejear con el picaporte de una puerta que cerró estrepitosamente tras él.

         - ¡De buena nos libramos!

         - Y vos, Lucio… ¿por qué estás tan callado?

         - De alegría, hermano, de alegría.

         - ¿Y cómo lo viste?

         - Estaba sentado en la escalera; aquí te quiero ver. Zas, de pronto siento un ruido, me asomo y veo la puerta de fierro que se abre. Te la “voglio dire”. ¡Qué emoción!

         - Mirá si el tipo se nos viene al humo.

         - Yo lo “enfrío” –dijo Enrique.

         - ¿Y ahora qué hacemos?

         - ¿Qué vamos a hacer? Irnos, que es hora.

         Bajamos en puntillas sonriendo. Lucio llevaba el paquete de las lámparas. Enrique y yo dos pesados bultos de libros. No sé por qué, en la oscuridad de la escalera pensé en el resplandor del sol, y reí despacio.

         - ¿De qué te reís? –preguntó malhumorado Enrique.

         - No sé.

         - ¿No encontraremos ningún “cana”?

(Pág. 119)

 

 

         Con desesperación que le hinchaba la garganta, ella le arrojó estas palabras pesadas, salitrosas:

         - Yo te levanté… ¿Quién era tu madre… sino una “bagazza” que andaba con todos los hombres? ¿Qué has hecho de mi vida vos…?

         - ¡María, calláte! –respondió con voz cavernosa don Gaetano.

         - Sí, ¿quién te sacó el hambre y te vistió…? Yo, “strunsso”…, yo te di de comer –y la mano de la mujer se levantó como si quisiera castigar la mejilla del hombre.

         Don Gaetano retrocedió tembloroso.

         Ella dijo con amargura en que temblaba un sollozo, un sollozo pesado de salitre:

         - ¿Qué has hecho de mi vida… puerco? Estaba en mi casa como clavel en la maceta, y no tenía necesidad de casarme con vos, “strunsso”…

         Los labios de la mujer se torcieron convulsivamente, como si masticara un odio pegajoso, terrible.

(pág. 142)

 

 

 

         Sentados en el hall, alrededor de una mesa tallada, de ondulantes contornos, el señor Souza, brillantes las descañonadas mejillas y las vivaces pupilas tras de los espejuelos de sus quevedos, conversaba. Recuerdo que vestía un velludo “deshabillé” con alamares de madreperla y bocamangas de nutria, especializando su cromo del “rastaquoère”, que por distraerse puede permitirse la libertad de conversar con un pobre diablo.

         Hablábamos, y refiriéndose a mi posible psicología decía:

         -Remolinos de cabello, carácter indócil…; cráneo aplanado en el occipucio, temperamento razonador…; pulso trémulo, índole romántica…

         El señor Souza, volviéndose al teósofo impasible, dijo:

         - A este negro lo voy a hacer estudiar para médico. ¿Qué le parece, Demetrio?

         El teósofo, sin inmutarse.

         - Está bien… aunque todo hombre puede ser útil a la humanidad, por más insignificante que sea su posición social.

         - Je, je; usted siempre filósofo –y el señor Souza volviéndose a mí, dijo:

         - A ver… amigo Astier, escriba lo que se le ocurra en este momento.

         Vacilé; después anoté con un precioso lapicero de oro que deferente el hombre me entregó:

         “La cal hierve cuando la mojan”.

         - ¿Medio anarquista, eh? Cuide su cerebro, amiguito… cuídelo, que entre los veinte y veintidós años va a sufrir un “surmenage”.

         Como ignoraba, pregunté:

         - ¿Qué quiere decir “surmenage”?

         Palidecí. Aún ahora cuando le recuerdo, me avergüenzo.

         - Es un decir –reparo–. Todos nuestros sentimientos es conveniente que sean dominados. –Y prosiguió:

         - El amigo Demetrio me ha dicho que ha inventado usted no sé qué cosas.

(pp. 146-147)

 

 

 

         A través de los cristales cubiertos de gasa moaré penetraba una azulada claridad de hospital. Piano, niñerías, bronces, floreros, todo lo miraba. De pronto un delicadísimo perfume anunció su presencia; una puerta lateral se abrió y me encontré ante una mujer de rostro aniñado, liviana melenita encrespada junto a las mejillas y amplio escote. Un velludo batón de color cereza no alcanzaba a cubrir sus pequeñas chinelas blanco y oro.

         - Qu’y a t-il, Fanny?

         - Quelques livres pour Monsieur…

         - ¿Hay que pagarlos?

         - Están pagos.

         - Qui…

         - C’est bien. Donne le pourboire au garçon.

         De una bandeja la criada cogió algunas monedas para entregármelas, y entonces le respondí:

         - Yo no recibo propinas de nadie.

         Con dureza la criada retrajo la mano, y entendió mi gesto la cortesana, creo que sí, porque dijo:

         - Très bien, très bien, et tu ne reçois pas ceci?

         Y antes de que lo evitara, o mejor dicho, que lo acogiera en toda su plenitud, la mujer riendo me besó en la boca, y la vi aun cuando desaparecía riendo como una chiquilla por la puerta entornada.

(pp. 154-155)

 

 

         Decía el Rengo con melancolía:

         - ¡Si me acuerdo! Yo era un pibe. Siempre estaban en la esquina de Méndez de Andés y Bella Vista, recostados en la vidriera del almacén de un gallego. El gallego era un “gil”. La mujer dormía con otros y tenía dos hijas en la vida. ¡Si me acuerdo! Siempre estaban allí, tomando el sol y jodiendo a los que pasaban. Pasaba alguno de rancho y no faltaba quien gritara:

         - ¿Quién se comió la pata e’chancho?

         - El del rancho –contestaba el otro–. ¡Si eran unos “grelunes”. En cuanto te “retobabas”, te fajaban. Me acuerdo. Era la una. Venía un turco. Yo estaba con un matungo en la herrería de un francés que había frente al boliche. Fue en un abrir y cerrar de ojos. El rancho del turco voló al medio de la calle, quiso sacar el revólver, y zás, el Inglés de un castañazo lo volteó. Arévalo “cachó” la canasta y Cabecita de Ajo el cajón. Cuando vino el “cana” sólo estaba el rancho y el turco, que lloraba con la nariz revirada. El más desalmado fue Arévalo. Era lungo, moreno y tuerto. Tenía unas cuantas mujeres. La última que hizo fue la de un cabo. Estaba ya con la captura recomendada. Lo “cacharon” una noche con otros muchos de la vida en un cafetín que había antes de llegar a San Eduardo. Lo registraron y no llevaba armas. Un cabo le pone la cadena y se lo lleva. Antes de llegar a Bogotá, en lo oscuro, Arévalo saca una faca que tenía escondida en el pecho bajo la camiseta y envuelta en papel de seda, y se la enterró hasta el mango en el corazón. El otro cayó seco, y Arévalo rajó, fue a esconderse en la casa de una hermana que era planchadora, pero al otro día lo “cacharon”. Dicen que murió tísico de la paliza que le dieron con la “goma”.

         Así eran las narraciones del Rengo. Monótonas, oscuras, y sanguinosas. Terminadas sus historias antes de que fuera la hora reglamentaria para deshacerse la feria, el Rengo me invitaba:

         - Vení, Rubio, ¿vamos a requechar?

         - Vamos.

(pp. 215-216)