REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


 

WILLIAM CARLOS WILLIAMS: «NO HAY IDEAS SINO EN LAS COSAS»

 

Juan Miguel López Merino

(Universidad de Minsk)

 

Williams Carlos Williams (1883-1962) nació, vivió casi toda su vida y murió en Rutherford (Nueva Jersey). Su padre, William George Williams, hijo de ingleses, se dedicó a los negocios en la vecina Nueva York; su madre, Raquel Hélène Hoheb, nacida en Puerto Rico, tenía ascendencia francesa y fue aficionada a la pintura. Williams, además de inglés, habló pronto español y francés. De 1897 a 1899 estudió en Suiza, pasando algún tiempo en París. En 1902 terminó el bachillerato en un centro neoyorquino y decidió estudiar medicina en la Universidad de Pennsylvania. Allí conoció a Hilda Doolittle y a Ezra Pound, con quien mantendría una intensa amistad hasta el final de sus días. Debido a la influencia materna, flirteó algún tiempo con la pintura. Entre 1906 y 1909 trabajó como interino en varios hospitales a la vez que cortejaba a Florence Herman, la «Flossie» de sus poemas, Después, tras un tiempo estudiando pediatría en Leipzig, viajó por los Países Bajos, Francia, Inglaterra y España. De vuelta en su país, abrió en 1910 una clínica privada en su ciudad natal y en 1912 se casó con su prometida. En 1909 publicó su primera colección de poemas (Poems) y en 1913 Elkin Mathews, el editor de Pound, dio a la luz la segunda de ellas (The Tempers) en Londres; ambas pasaron prácticamente desapercibidas. A partir de entonces, salvo un par de viajes a Europa durante la segunda mitad de los años veinte, permaneció en Rutherford dedicado a sus labores médicas y a la escritura.

En cierto modo, Williams tuvo una doble vida, viviendo en una suerte de destierro interior voluntario. Por una parte, convivió cincuenta años con su mujer, residiendo siempre en la misma casa, dedicado a su familia y a su profesión, llegando a asistir el parto de más de dos mil neonatos; por otra, fue una creador infatigable y un considerable teórico de la poesía y el lenguaje que –a base de robarle tiempo a su vida civil– produjo a la sombra la práctica totalidad de su obra: poesía, relato, novela, ensayo, una autobiografía y alguna obra de teatro. El reconocimiento sólo le llegaría muy al final, cuando todos sus compañeros de generación habían ido recibiendo paulatinamente la atención que a él se le negaba.

El entorno de un escritor, la vida que lleva –o, si es que puede, la vida que decide llevar– son fundamentales para entender su visión de mundo y su obra. A este respecto, el caso de Williams resulta paradigmático: su día a día (trabajo, pacientes, familia, etc.) está íntimamente relacionado con su obra y es –en cierta medida– su humus. Por eso, a la par que hablemos de su poesía, parece necesario hacerlo también de su vida; y, a la vez que nos aproximemos a ambas, resultará esclarecedor compararlas con las de los otros grandes poetas norteamericanos de su generación, cotejando –aunque sea someramente– sus diferentes trayectorias y valores.

Williams, a diferencia de Eliot y de Pound, decidió ser norteamericano. Tal vez sus difusas y múltiples raíces y su temprana formación cosmopolita fuesen las causas de que no se sintiera atraído por el exilio voluntario en una Europa que él ya conocía. Eliot, hijo de una distinguida familia de Nueva Inglaterra, había pasado su infancia en Missouri, mientras que Pound había nacido en un pueblo minero de Idaho. Ambos paliaron con creces su raigambre típicamente americana y su relativo provincialismo con una enorme y exquisita educación, y tal vez –al contrario de lo que le ocurriera a Williams– fuera su complejo de inferioridad cultural como americanos lo que les impulsó a Europa. Lo mismo ocurrió con Hemingway y con otros muchos escritores norteamericanos durante la primera mitad del siglo XX: no querían ser norteamericanos, o no se sentían tales, porque no sabían en qué consistía serlo; paradójicamente, para todos ellos ser norteamericanos resultó ser precisamente eso. Su exilio, pues, se debió a una búsqueda de raíces que no creyeron poder encontrar –o no quisieron o pudieron crear– en su país. Eliot, un exquisito y genial conservador, un raro cosmopolita ortodoxo, decidió guarecerse del desarraigo haciéndose inglés, «clásico en literatura, monárquico en política y anglocatólico en religión»; es decir, amparándose en la tradición, en el rey y en Dios. Octavio Paz ha definido bien esta oposición comparándola con el caso en cierto modo paralelo de César Vallejo y Vicente Huidobro: «[...] al americanismo de Vallejo frente al cosmopolitismo de Huidobro corresponde la actitud de William Carlos Williams ante el europeísmo de Eliot[i] 

Por su parte, Pound, más curioso, con más candor y bastante más «abismo» que Eliot, decidió aunar en sí todas las culturas habidas y terminó creyendo encontrar su refugio en el Duce. Jaime Gil de Biedma expresa muy bien cuál fue «el problema» de Pound: dejar de hacer pie, perder el contacto con la realidad. «Como tantas otras, la leyenda de Pound está asociada al recuerdo de aquella Internacional Europea de la Bohemia, aquel improvisado y permanente Café Parisien de las Naciones en donde se fraguó la literatura, la pintura y la música de la primera mitad del siglo XX. La aventura fue magnífica. Pero una vida así, medianamente pobre y completamente libre, lejos del propio país, itinerante entre Londres, París y Rapallo, exclusivamente vivida en una sociedad a la vez muy fluida y muy cerrada, entre personas sin más pasión compartida que la pasión artística y sin más interés inmediato que las contiendas, los movimientos y las personalidades literarias, resulta fatalmente empobrecedora. Perder la sensatez es fácil.»[ii]

Williams, en cambio, conservó siempre el sentido común y el sentido del humor, y no sólo no renegó de su condición de norteamericano sino que, siguiendo los pasos de Whitman –pero, como ha señalado Octavio Paz, desde la vanguardia europea–, persiguió y logró crear una obra que trata de los entresijos de la vida urbana en Norteamérica sirviéndose de la variante del inglés que sus compatriotas  hablaban. En realidad, con todo, el móvil ulterior de Williams es el mismo que el de Pound o Eliot: la huída del desarraigo, el desesperado intento de fundar un hogar para el espíritu; sólo que Williams jamás se avergonzó de sí mismo y nunca pretendió ser más de lo que era: un hijo de burgueses que pudieron y supieron darle una esmerada educación, médico, marido, padre de dos hijos y vecino durante toda su vida de una pequeña ciudad cercana a Nueva York.

Respecto a su relación matrimonial con Flossie y sus muchos escarceos sexuales, Chandak Sengoopta ha señalado la importante influencia que las ideas de Otto Weininger ejercieron en Williams: «Decidió casarse con una mujer a la que no amaba porque había aprendido de Sexo y carácter que la afinidad sexual, más que el amor, era el lazo de mayor importancia entre Hombre y Mujer. También influido por la convicción de Weininger de que un hombre con suficiente fuerza de voluntad puede llegar a ser un genio, Williams creía que lo único que le impedía alcanzar la genialidad era su debilidad por las mujeres.»[iii]

Volviendo a su obra, Williams ve a sus semejantes y el entorno que comparte con ellos sin idealizarlos ni ensalzarlos, y nos habla de ellos y de sí mismo del modo en que ellos y él mismo hablan, consiguiendo trascender lo radicalmente concreto, el aquí y el ahora, mediante un largo y logrado trabajo estilístico basado en la concentración, en la brevedad, en una extremada y progresiva depuración retórica, en una esporádica complejidad sintáctica que –paradójicamente– trasmite frescura, en la más difícil sencillez estructural y, finalmente, en la carencia absoluta del menor intento de didactismo o tono moralizante. Sus poemas no explican sino presentan, capturando las cosas y a los hombres de a pie al modo de instantáneas imprevistas tomadas sin composición y sin posibles poses.

A diferencia de Pound y de Eliot, la mayoría de la obra poética de Williams es fácil de entender, huye de lo abstracto («no hay ideas sino en las cosas») y se compone de poemas por lo general breves y en muchas ocasiones brevísimos. A este respecto, la excepción es su largo poema Paterson, más épico que lírico y carente de la intensidad y el encanto del resto de su poesía; en palabras del ya mencionado Octavio Paz, que conoció bien su obra, la comentó en más de una ocasión y tradujo excelentemente una veintena de sus poemas breves, Paterson «fue una reducción de los Cantos de Pound al formato provinciano»[iv].

La experimentación formal de Williams, aunque sorprendente, tal vez carezca de la brillantez del Pound más accesible y del mejor Eliot, así como de la elegancia de un Wallace Stevens, pero su obra expresa mejor la sensibilidad norteamericana y fue la primera –desde Whitman– que se sirvió de su habla y sus ritmos. Esta diferencia es la causante de que lo hayan reconocido como maestro, entre otros, Ginsberg y Robert Lowell, Raymond Carver y Charles Bukowski. Su influjo ha llegado incluso hasta nuestras letras gracias a un autor como Roger Wolfe, que ha sabido adaptar su reorientación estilística a los giros coloquiales españoles.

La originalidad y especificidad de Williams procede también de su particular modo de mirar las cosas, de su primera mirada, o –en palabras de Wallace Stevens– de su «nuevo conocimiento de la realidad». La influencia que sobre él ejerció la obra de pintores como Brueghel, Matisse o Duchamp es determinante a este respecto. Williams contaba con un modo de mirar pictórico que aplicó desde sus inicios a muchos de sus poemas y que culminó en su última colección, titulada significativamente Pictures from Brueghel (1962). Otro tanto de lo mismo cabe decir de su interés por la fotografía, patente en la visualidad estática –especie de moderna naturaleza muerta que captura un instante detenido– de algunos de sus mejores poemas más breves. El propio Williams llegó a calificar a su obra de «objetivista». 

Williams nunca cayó en la ostentación de virtuosismo. No pretendió ser il miglior fabbro sino, por el contrario, servirse de la técnica para quitar lastre a sus composiciones, hacerlas más escuetas y vivaces, más intensas y accesibles. El resultado es una poesía, digamos, ágil, vivaz, tranquila y natural. Sus poemas no son perfectísimas obras de arte, como es el caso de Stevens, sino trabajados artefactos verbales pensados para transmitir sensaciones con la mayor naturalidad posible, con claridad y sencillez de imágenes, y para hacer que lo ordinario parezca extraordinario.

Además su sentido del ritmo y su buen oído son proverbiales. Williams se mantuvo fiel hasta el final al verso libre. Desechó la métrica tradicional inglesa de carácter yámbico - imperante nada menos que desde el Renacimiento– y «midió» sus líneas ateniéndose a la respiración y no al acento, a la entonación del habla y no al salmódico soniquete clásico. En cierto sentido, junto a Cummings, completó la revolución métrica iniciada por Whitman (que escribió casi únicamente en versículos) ampliando los hallazgos de su predecesor al aplicarlos también al verso corto. Su famoso concepto «pie variable» (cada «pie» o línea es un momento sostenido o una unidad de medida dentro de la percepción interior que va desplegándose), aunque algo confuso, parece conferir al vaivén tipográfico de muchos de sus poemas un algo de pintura en movimiento. En cualquier caso, la musicalidad y visibilidad de todas sus composiciones muestran claramente que escribió sus poemas impelido siempre por la convergencia de pautas visuales y auditivas. La vista y el oído: pintar con palabras y escuchar las cosas. Los sentidos, no el intelecto; sensaciones, no conceptos; cosas, no ideas; lo concreto, no abstracciones. No es, pues de extrañar, que en sus aproximaciones escritas a su propia obra poética o a la de otros autores, evitara teorizar sobre la poesía misma y prefiriera reflexionar sobre poemas. 

Williams, como el Guillén de Cántico, también amaba las cosas. Frente a la tendencia de la poesía lírica a generalizar sus asuntos y a evitar los objetos cotidianos, la poesía de Williams se acerca a ellos y los mira con devoción. Williams no parte de prejuicios que distinguen entre materiales susceptibles de ser poetizados y materiales no válidos para un poema, así como tampoco cree en la discriminación entre palabras elevadas, aptas para el poema, y palabras bajas. Así, resuelve un problema frecuente en la poesía de cualquier época y tradición: ¿cómo referir con verosimilitud y encanto los objetos cotidianos cuando carecemos de habilidad en el manejo de sus verdaderos nombres? Éste es uno de los grandes logros de su poesía: la maestría para nombrar lo próximo. Por eso sus poemas provocan una sensación de inmediatez tangible de enorme vivacidad.

Otro de sus logros consiste en no ceder nunca al tono meditativo, circundante, ensimismado. Bien al contrario, Williams mira directamente a sus semejantes en sus escenarios habituales, al otro (y no a través de o desde el otro, como ocurre con el tan laureado y practicado «correlato objetivo») y –esto es lo importante– no los interpreta sino que los presenta (aunque es sabido que toda representación tiene bastante de interpretación), es decir: no los interioriza, los exterioriza. Su poesía es anti-apologética, no necesita símbolos y se opone a toda intención moralizante, «conformándose» con hacer que sus lectores vean a través de sus composiciones la belleza de lo real.

Como no podía ser de otro modo, su difícil frescura, su engañosa linealidad y su aura de aparentes improvisación y espontaneidad confundieron –y aún confunden– a numerosos críticos y autores crípticos, generalmente poco sutiles y perspicaces, que consideraron su técnica y sus temas fáciles. Nada más lejos de la realidad, por supuesto; además, la fuerza de su obra, aunque en arte la técnica sea siempre condición sine qua non, reside en igual proporción en los demás elementos ya mencionados. Sea como sea, su conseguido coloquialismo –sólo en apariencia relajado, pero también emparejado muy a menudo con emotivos cambios de enfoque y con pasajes significativos de un ritmo y una elocuencia magistralmente refrenados– muy seguramente fuera el «culpable» del retraso con que fueron reconocidos incluso en los Estados Unidos los muchos e innegables logros de su poesía.

El título que Bernard Duffey[v] da a uno de sus trabajos sobre la obra de Williams resume bien su fondo: una poesía de la presencia. De lo concreto e inmanente, cabe apostillar. En cuanto a su trayectoria, no es difícil detectar ciertos cambios. Hasta The Descent of Winter (1928), sus poemas cuentan con cierta escabrosidad, cierta vehemencia, cierta aspereza impaciente no exentas de atractivo y efectividad; y durante las dos décadas siguientes alcanzan un mayor equilibrio y control de sus formas y temas, que siguen siendo esencialmente las cosas, los otros y el entorno. Ambos períodos podrían ser denominados «estáticos», dominados por una mirada fotográfica o pictórica. En su producción posterior –incluida la última parte de Paterson y sobre todo a partir de The Desert Music (1954)– se da una suerte de viraje y cobran una mayor importancia la vida privada del poeta y el movimiento, por lo que cabría llamarlo «dinámico» o «cinético». Tal y como ha señalado Duffey, en este último período, Williams, a diferencia de Eliot, Pound y Stevens, le vuelve la espalda a la «aflicción de la caída y la imperfección [...] y la replaza con un anhelo positivo que encuentra cierto sosiego en la coexistencia de poeta y sujeto»[vi]. Este rechazo de toda dubitación hace que su poesía conserve cierto aire romántico. Su sí al mundo es síntoma de vitalidad. El mundo está presente no para ser rehecho o desechado por neutro u hostil, sino para ser reimaginado en términos que él mismo contiene y sin ceder a la tentación de la trascendencia. Con todo, su poesía arraigada lo es entre jirones dispersos y –tal y como él mismo dijera– el artista pinta siempre una única cosa: un autorretrato.

Tal y como explica Paul L. Mariani[vii], a finales de los años setenta Williams tenía el dudoso honor –una vez más junto a Cummings– de ser el último de los grandes poetas de su época en ser «descubierto». Esa época incluía a Eliot, a Pound, a Stevens y Crane: a Eliot y a Pound se les había reconocido como las nuevas voces modernas a mediados de los años veinte; a Crane le llegaron los laureles de la crítica en los años treinta; y Stevens empezó a estar bien considerado en los círculos académicos a finales de la década de los cuarenta. Williams tuvo que esperar hasta principios de los años cincuenta para ser tomado en serio por algo más que un pequeño círculo intelectual. Pero a efectos prácticos fue sólo a mediados de los años sesenta cuando empezó a dedicársele a su obra un verdadero análisis crítico.

En España, salvo la traducción –prácticamente imposible de encontrar– que Carmen Martín Gaite hiciera de algunos de sus poemas en 1981, otra traducción –bastante notable– de cien de sus poemas llevada a cabo por Matilde Horne y Carlos Manzano en 1988, publicada en Visor (tal vez como desagravio al estropicio poco antes perpetrado por José Coronel Urtrecho y Ernesto Cardenal en otra traducción de un puñado de sus poemas igualmente publicada por esa editorial), y la reciente y buena traducción de Paterson llevada a cabo por Margarita Ardanaz Morán, publicada en Cátedra, lo cierto es que su poesía apenas se conoce. En el mundo hispánico, sólo Octavio Paz –que, como ya hemos dicho, también ha traducido con maestría una veintena de sus poemas– le ha dedicado alguna atención crítica, y tampoco demasiada.

Pero Williams no sólo fue poeta. Escribió también relatos, novelas, teatro, poemas en prosa, crítica, abundantes ensayos y miles de cartas. Por desgracia, la práctica totalidad de su producción todavía es ampliamente desconocida en España. En su país, en las últimas décadas, se ha subsanado la situación, pero no sin asperezas. En todas partes es notorio el hecho de que los críticos –salvo raras excepciones– son bastante reacios a tomar en serio más de una faceta de aquellos escritores –y son muchos– que cultivan más de un género.

Durante la mayor parte de su vida, Williams se resignó e hizo a la idea de que su obra sólo sería reconocida póstumamente. Eso le amargó un poco, le llevó a desconfiar de los círculos académicos y le hizo reaccionar tal vez en exceso contra el segundo Eliot, al que llegó acusar de venderse a Europa y al academicismo. Una vez más al igual que a Cummings, a Williams no le agradaban las universidades ni los poetas profesores, aunque a partir de finales de los años cuarenta, cuando por fin dio tímidamente comienzo el reconocimiento a su obra, hiciera varias giras por las universidades de su país dando conferencias y recitales.

Pero los largos y duros años de lucha en dos frentes (la escritura y la medicina), le habían ido poco a poco consumiendo. En 1948 tuvo el primer ataque al corazón. Con todo, ese mismo año publicó varios volúmenes de poesía, una obra de teatro y la segunda parte de Paterson. En años sucesivos no aminoró su ritmo de trabajo y finalmente en 1950 le llegó la gloria en vida, que es la única que probablemente le importara: recibió el National Book Award por Selected Poems y Paterson III; junto con su mujer, pasó algún tiempo en la colonia de artistas Yaddo (en veinticinco años se trataba de su primer periodo de ocio para dedicarse únicamente a escribir); y después dio una serie de recitales por la costa del Pacífico. Comenzó también a publicar con Random House, la primera editorial con tirón comercial –aparte de New Directions– que aceptó su obra.

Fue entonces, tal y como ocurre siempre que un grupo de escritores mitifica a un escritor de más edad, cuando los Beat vieron en él a un mentor y a un precursor, y de algún modo lo canonizaron de acuerdo a una serie de artículos de fe con los cuales Williams no podía comulgar. Con todo, escribió el prólogo para Aullido de Ginsberg y mantuvo cierto contacto con los jóvenes autores que se acercaron a él.

En 1951 tuvo un segundo ataque al corazón y se retiró de la práctica médica. En 1953 fue hospitalizado presa de la galopante depresión en la que se sumió tras las acusaciones que le asociaban con actividades comunistas y con su amigo el fascista y traidor y genial Pound, y que le impidieron ser nombrado asesor en poesía de la Biblioteca del Congreso. Con todo, al año siguiente publica dos excelentes poemarios –The Desert Music y Journey to love, escritos en la llamada «línea trina»– y una selección de ensayos. Al poco tiempo tuvo un tercer ataque que lo dejó semiparalizado. Poco a poco recuperó el habla, aprendió a escribir a máquina con su única mano hábil y siguió publicando teatro, poesía y relatos hasta el final. Su último poemario, Pictures from Brueghel and Other Poems, vio la luz el año de su muerte y recibió póstumamente un Premio Pulitzer que a la persona William Carlos Williams ya no le sirvió de nada.

 

OBRA

 

Poesía

 

Poems, edición de autor, 1909.

The Tempers, Elkin Matthews, 1913.

Al Que Quiere!, Four Seas, 1917.

Kora in Hell. Improvisations, Four Seas, 1920, red. Kraus Reprint, 1973.

Sour Grapes, Four Seas, 1921.

Go Go, Monroe Wheeler, 1923.

Spring and All, Contact Publishing, 1923; red. Frontier Press, 1970.

The Cod Head, Harvest Press, 1932.

Collected Poems, 1921-1931, Objectivist Press, 1934.

An Early Martyr and Other Poems, Alcestis Press, 1935.

Adam & Eve & The City, Alcestis Press, 1936.

The Complete Collected Poems of William Carlos Williams, 1906-1938, New Directions, 1938.

The Broken Span, New Directions, 1941.

The Wedge, Cummington Press, 1944.

Paterson, New Directions, Libro I, 1946; Libro II, 1948; Libro III, 1949; Libro IV, 1951; Libro V, 1958; Libros I-V en un único volumen, 1963)

The Clouds, Wells College Press, 1948.

The Collected Later Poems, New Directions, 1950; edición revisada, 1963.

The Collected Earlier Poems, New Directions, 1951; edición revisada, 1966.

The Desert Music and Other Poems, Random House, 1954.

Journey to Love, Random House, 1955.

Pictures From Brueghel and Other Poems, New Directions, 1962.

The Collected Poems: Volume I, 1909-1939, New Directions, 1986.

The Collected Poems: Volume II, 1939-1962, New Directions, 1988.

Early Poems, Dover Publications, 1997.

 

Prosa de ficción

 

A Voyage to Pagany, Macaulay, 1928; red. New Directions, 1970.

The Knife of the Times, and Other Stories, Dragon Press, 1932; red. Folcroft, 1974.

White Mule, New Directions, 1937; red. 1967.

Life along the Passaic River, New Directions, 1938.

In the Money, New Directions, 1940; red.1967.

Make Light of It: Collected Stories, Random House, 1950.

The Build-Up, Random House, 1952.

The Farmers' Daughters: Collected Stories, New Directions, 1961.

The Collected Stories of William Carlos Williams, New Directions, 1996.

 

Teatro

 

Many Loves and Other Plays: The Collected Plays of William Carlos Williams, New Directions, 1961.

 

Otros

 

The Great American Novel, Three Mountains Press, 1923.

In the American Grain, A. & C. Boni, 1925; red. New Directions, 1967.

Autobiography, Random House, 1951; red. con el título The Autobiography of William Carlos Williams, New Directions, 1967.

Selected Essays, Random House, 1954.

The Selected Letters of William Carlos Williams, McDowell, Obolensky, 1957.

I Wanted to Write a Poem: The Autobiography of the Works of a Poet, Beacon Press, 1958.

Yes, Mrs. Williams: A Personal Record of My Mother, McDowell, Obolensky, 1959.

Imaginations, New Directions, 1970.

The Embodiment of Knowledge, New Directions, 1974.

Interviews With William Carlos Williams: “Speaking Straight Ahead”, New Directions, 1976.

A Recognizable Image: William Carlos Williams on Art and Artists, New Directions, 1978.

Pound/Williams: Selected Letters of Ezra Pound and William Carlos Williams, New Directions, 1996.

The Letters of Denise Levertov and William Carlos Williams, New Directions, 1998.

William Carlos Williams and Charles Tomlinson: A Transatlantic Connection, P. Lang, 1998.

 

En español

 

Poesía

 

Veinte Poemas, trad. Octavio Paz, México, Era, 1973. . (También en Versiones y diversiones. Edición revisada y aumentada. Barcelona. Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. 2000. Págs. 190-253).

Poemas, trad. Alberto Girri, Argentina, Corregidor, 1980.

Viaje hacia el amor (y otros poemas), trad. Carmen Martín Gaite, Madrid, Trieste, 1981.

Williams: Poemas, trad. Ernesto Cardenal y J. Coronel Urtecho, Madrid, Visor, 1985.

Cien poemas, trad. Carlos Manzano y Matilde Horne, Madrid, Visor, 1988.

Paterson, trad. Margarita Ardanaz Morán, Madrid, Cátedra, 2001.

 

Prosa

 

Historia de médicos, trad. Nuria Vilanova, Barcelona, Montesinos, 1986 (red. Barcelona, Literatura y Ciencia, S.L., 1995).

Cuentos, trad. Antolín Rato, Madrid, Alianza, 2000.

En la raíz de América: iluminaciones sobre la historia de un continente, trad. María Lozano, Madrid, Turner, 2002.

 

 



[i] Octavio Paz, In/Mediaciones, Barcelona, Seix Barral, 1979, p. 34.

[ii] Jaime Gil de Biedma, El pie de la letra (Ensayos 1955-1979), Barcelona, Crítica, 1980, p. 288.

[iii] Chandak Sengoopta, Sex, Science, and Self in Imperial Vienna, Tesis Doctoral, Universidad de Johns Hopkins, 1996.

[iv] «Cuatro o cinco puntos cardinales», conversación entre Octavio Paz, Roberto González Echevarría y Emir Rodríguez Monegal, Plural, nº 18, marzo 1973, p. 17-20.

[v] Bernard Duffey, A Poetry of Presence, The University of Wisconsin Press, 1986.

[vi] Ibíd., 216.

[vii] Paul L. Mariani, William Carlos Williams. The Poet and his Critics, Chicago, American Library Association, 1977, p. IX.