REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


CUENTOS POPULARES CHINOS

 

EL PÁJARO MARAVILLOSO

Cuentos populares chinos
EDICIONES EN LENGUAS EXTRANJERAS BEIJING
Traducido del chino por Laura A. Rovetta Primera edición 1984
Impreso en la República Popular China
EDICIONES EN LENGUAS EXTRANJERAS Baiwanzhuang Nº 24 Beijing, China
 

 

Este volumen presenta trece cuentos pertenecientes a nueve nacionalidades de China, a saber: han, uigur, mongola, tibetana, naxi, hui, kasajo, yugu y dong. Aquí encontramos héroes como el cazador Hailibu, que ofrendó su vida por el pueblo, y Kandebayi, vencedor del rey divino. Está la historia del amor entre dos pastores esclavos y la de la muchacha de largos cabellos que se sacrificó por los demás. Hallamos también a un astuto zorro y a un pájaro maravilloso capaz de relatar historias. Todos estos cuentos son de una gran riqueza ideológica, con hermosas escenas y de una gran fuerza artística. Se trata de una antología que nos hace penetrar en un mundo maravilloso.

         Esta edición contiene hermosas ilustraciones.

 




LI BAO Y CUI CUI

(Cuento de la nacionalidad han)

 

         Había una vez un niño llamado Li Bao. Su madre había muerto cuando él era muy pequeño y desde entonces vivió con una cruel madrastra. Li Bao fue creciendo día a día y la madrastra comenzó a preocuparse por los bienes de la familia. Su deseo era matar a Li Bao para el hijo que ella misma había concebido disfrutara solo de todo lo que poseían.

         Un día, cual un gato que va a curar a un ratón, la madrastra dijo, fingiendo compasión:

-Li Bao, a tu edad ya deberías conseguirte una mujer. Pero somos muy pobres, ¿quién va a querer mandar a su hija para que sufra en una casa pobre como ésta? Debemos pensar algo para juntar un poco de dinero y conseguirte una esposa. – Li Bao todavía no había abierto la boca cuando ella prosiguió:

-Te voy a dar una vaca y un toro y tú irás a la montaña a pastorearlos. Volverás cuando hayan tenido cien crías: entonces las venderemos y así podrás conseguir esposa. Si tienes fuerza de voluntad no vuelvas aunque te falte sólo uno. Si no esperas y regresas antes, te advierto que no estaré dispuesta a seguir manteniendo a un muchacho sin futuro como tú, ¡y no entrarás más en esta casa!

Li Bao, con el corazón como atenazado por cuchillos, lloraba y pensaba: ¿Cómo es posible que dos animales engendren cien hijos? La montaña está llena de tigres, lobos y leopardos, ¡quién sabe si no nos comerán a todos! Cuanto más lo pensaba más claro tenía que aquello era una intriga de la madrastra para terminar con él. Pero lo pensó mejor y llegó a la conclusión de que era preferible que lo comiera un lobo o un tigre a quedarse en esa casa con la aviesa madrastra. Entonces apretó los dientes y asintió.

Ese mismo día Li Bao cogió el látigo para los animales, y se cargó al hombro un bulto consistente en una olla con un tazón, cucharas y un viejo edredón floreado. Así partió. Primero atravesó algunos picos y lomas hasta que llegó a la ladera de una montaña llena de verdes hierbas. Decenas de frondosos pinos y cipreses crecían alrededor del agua de la fuente, y rodeaban un templo del dios de la montaña, completamente hecho de piedra. Aunque las puertas y ventanas del templo estaban íntegras, el interior aparecía totalmente vacío. Li Bao recogió algunas hierbas, las ató e hizo una escoba, con la cual barrió el interior hasta dejarlo limpio. Luego se armó una cama con hierbas y hojas secas. Con tres piedras improvisó un horno; mientras, en la pared occidental quedaba lugar para los vacunos. Cerrando bien la puerta las bestias no podían entrar, de forma que Li Bao tuvo un lugar seguro para vivir.

Un día, después del desayuno, Li Bao llevó a los animales hasta la pradera. Al llegar allí puso la fusta a un lado y se recostó en la hierba mirándolos pastar. Al momento cerró los ojos y se quedó dormido: cuando se despertó ya iba a ser mediodía. Se puso de pie desperezándose, luego recogió el látigo y pensaba llevar a los animales hasta el templo para hacer su almuerzo, cuando vio de pronto una serpiente verde y otra blanca luchando en una roca de la montaña.

Las serpientes se mordían entre sí y era difícil de distinguir cada una y saber cuál estaba en ventaja. Li Bao fue como una flecha y restalló su látigo. Las dos serpientes se asustaron mucho, salieron corriendo cada una por su lado y desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.

Al otro día después del desayuno Li Bao llevó de nuevo a las bestias a pastar. Buscó una piedra y apenas se había sentado escuchó a alguien que gritaba:

-         ¡Li Bao! ¡Li Bao!

Levantó la cabeza pero no vio a nadie por ningún lado. Pensó: “¿Quién se atreve a venir a estas montañas desoladas y salvajes exponiéndose a que lo coma el lobo? Debe ser que escuché mal”. Pero pasó un rato y se volvió a oír el grito.

-         ¿Quién es? – preguntó al tiempo que se levantaba - ¡Sal, no bromees con este pobre muchacho!

Apenas hubo terminado de hablar cuando apareció una persona atrás suyo y le dijo, palmeándole la espalda:

-   ¡Aquí estoy! – Li Bao se dio vuelta y vio a un hombre que llevaba pantalones verdes, blusa verde, zapatos verdes y sombrero del mismo color. Miraba a Li Bao y le sonreía. El joven se quedó muy asombrado. Nunca había visto a persona alguna en aquellos sitios y hete aquí que hoy venía alguien a hablar con él, ¡qué alegría!

-    ¡Li Bao! No me conoces ¿verdad? Yo me llamo Qing Qing[1]. Ayer peleé aquí con Bai Bai[2]. Si tú no me hubieras salvado Bai Bai podría haberme matado a mordiscos. Cuando llegué a casa se lo conté a mis padres. Hoy te invito a que vengas a mi hogar a jugar, vente ahora mismo conmigo – le rogó.

- No puedo ir. Si lo hago no hay quien me cuide los animales: tengo miedo que se escapen y se los coma el lobo.

- Si los pierdes te compensaré con cien burros – contestó el otro cordialmente.

Li Bao no tenía nada más que decir, así que ató bien a los animales y siguió a Qing Qing hacia el suroeste. Por el camino iban charlando y charlando. Cuando llegaron hasta una cueva de la montaña, Qing Qing se detuvo y dijo señalando la cueva:

- Li Bao, ésta es mi casa. Mi padre después de ofrecerte un banquete te hará un regalo. Aquí en la montaña, el oro y la plata no son útiles. Pide ese palo de raíces de azufaifa que está colgado detrás de la puerta; es un palo milagroso y el tesoro de la familia. Cuando se acerquen a tu casa las bestias feroces o los bandidos, tú tirarás hacia el cielo el palo y dirás: “¡Palo milagroso! ¡Palo milagroso! ¡Demuestra tu poder! ¡Defiende la tranquilidad de Li Bao!”. De esta manera él matará a todos los que te quieran hacer daño.

Li Bao siguió a Qing Qing por la cueva que se iba ensanchando a cada paso y se hacía cada vez más luminosa: luego notó una gran muralla y un patio. Los ladrillos eran verdes y blancos, con colocación muy pareja. A ambos lados de una enorme puerta había dos grandes leones de piedra con aire marcial. Avanzaron hasta allí, la gran puerta negra se abrió: salieron a su encuentro un viejo de barbas blancas y una anciana de pelo cano, quienes dijeron sonriendo:

- ¡Ha llegado Li Bao! Gracias por haber salvado la vida de nuestro hijo. ¿Cómo podremos corresponder tu bondad? – y a un tiempo los tres lo encaminaron a la sala de visitas.

Después de que Li Bao se hubo lavado la cara y tomado el té, se sirvió la mesa. Los platos se iban sucediendo uno tras otro, a cual más rico y más exótico. Era la primera vez en su vida que Li Bao veía una mesa tan abundantemente servida. Comió y bebió hasta hartarse y cuando terminó de comer y de tomar el té se despidió como para irse. Entonces el viejo ordenó a un alguien que trajera una bandeja con oro y otra con plata y le manifestó a Li Bao:

- Tú eres el salvador de mi hijo. No tengo nada bueno para ofrecerte como agradecimiento. Recibe por favor este insignificante regalo, para expresarte mis respetos.

- Es mi obligación ayudar a los demás a salir de las dificultades. Ya he recibido un buen banquete y una gran muestra de afecto, ¿qué más puedo pedir? – contestó Li Bao.

- Eso no. Tú has salvado de buen corazón a una persona, ¿cómo no voy a agradecértelo?

El viejo siguió insistiendo, pero Li Bao no aceptaba. Entonces no le quedó más remedio que decir:

- Entonces hagamos así: mira lo que más te guste de esta casa y llévate dos. Así quedará cumplida nuestra intención.

Li Bao miró por todas partes, notó que detrás de la puerta había en verdad colgado un reluciente palo de azufaifa, y dijo tímidamente:

- … Denme ese palo de azufaifa. Me servirá para defenderme de los animales salvajes.

El viejo dudó un poco y contestó:

- Bien, cógelo. Puedes defenderte de los animales salvajes con él, pero no lastimar a la gente. Qing Qing, acompaña a tu salvador.

Qing Qing acompañó a Li Bao hasta un cruce del camino y le expresó con reticencia:

- Hermano Li Bao, te voy a decir la verdad. Mi pelea de ayer con Bai Bai fue porque yo quería una maceta que hay en su casa con una flor llamada yuzan[3]; él no me la quería dar, y me llamó “diablo negro”. Yo pienso que seguramente Bai Bai te invitará a su casa. Cuando su familia te ofrezca cosas en agradecimiento no aceptes nada, sólo esa maceta con la flor. ¡Ay, esa flor! Pero ahora no te diré nada, eso lo sabrás tú mismo después… No te olvides de esto por nada del mundo,… ¡Adiós! – y dicho esto volteó la cabeza y se convirtió en una serpiente verde que desapareció hacia el suroeste.

Al otro día, después de desayunar, Li Bao se disponía a salir con los animales a pastar cuando vio a lo lejos un joven que se acercaba. Estaba vestido de blanco de la cabeza a los pies, y gritaba, al tiempo que lo saludaba con la mano:

- ¡Li Bao! ¡Li Bao! – Li Bao pensó que seguramente sería el Bai Bai que le había nombrado Qing Qing, entonces preguntó:

- ¿Quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre?

- Me llamo Bai Bai. Anteayer me salvaste, ¿no lo recuerdas? Ayer vine a invitarte a mi casa, pero no te encontré. Sólo vi a tus animales pastando. Te invito hoy, ¡ven!

- No puedo ir, si el tigre se come mis animales mi madre me pegará.

- No te preocupes. ¡Si pierdes una vaca yo te daré cien caballos!

Li Bao no pudo replicar nada: no le quedó más que seguir a Bai Bai hacia las montañas del noreste. Subieron una montaña y algunas lomas hasta que llegaron a una cueva en plena montaña.

- Esta es mi casa – dijo Bai Bai.

Entraron los dos en la cueva y no habían caminado mucho cuando apareció ante su vista un espacio de suelo plano lleno de flores y plantas muy extrañas. Pájaros raros y preciosos volaban por el cielo mientras que en tierra corrían curiosos animales. A través de un pasillo de piedras de colores llegaron a un quiosco rodeado de agua y flores de loto. Gasas de color verde cubrían las ventanas de estilo clásico. Después de pasar la cortina se sentaron y Bai Bai le sirvió té frío en un vaso de cristal.

- Hermano Li Bao, espera un momento, voy a llamar a mis padres – le dijo.

Li Bao observó a su alrededor. El suelo estaba cubierto de ladrillos con motivos de pájaros y un fénix, de mucho colorido. Las mesas, las sillas y los bancos eran de un sándalo rojo y brillante, la delicada vajilla que estaba sobre la mesa presentaba múltiples colores. Las flores rojas y las hojas verdes de los motivos parecían reales.

Muy pronto se oyó un ruido de pasos. Al tiempo que se abría la cortina apareció un anciano encorvado de blancas barbas y una viejita de cabellos plateados.

- Bai Bai ha ido a invitarte dos veces y al fin estás aquí – dijeron sonriedo. – Siéntate, ¡por favor! Si no hubiera sido por tu bondad nuestro hijo Bai Bai ya estaría muerto hace dos días… Bai  Bai, ¡ordena pronto que sirvan la comida!

Dos sirvientas pusieron la mesa y al ratito se empezaron a amontonar los platos exóticos, a cual más sabroso.

Cuando terminó la comida Li Bao quiso volver a cuidar sus animales. Bai Bai ordenó traer una gran bandeja con monedas de oro y una caja con perlas blancas, para regalarle a su amigo.

El muchacho hizo como le había dicho Qing Qing y no aceptó ningún regalo. Sólo dijo, muy tímidamente y señalando aquella maceta:

-         Esta flor es muy linda, ¿me la podrían regalar?

En el rostro del viejo se dibujó un gesto de embarazo mientras en los ojos de la anciana se asomaron grandes lágrimas, que se desprendían como perlas de un collar roto. Bai Bai miraba a sus padres sin hablar.

- No se pongan tristes – se apresuró a decir Li Bao – .No quiero la flor, ya me voy – .Y diciendo esto comenzó a caminar. Pero Bai Bai se le interpuso en su camino, se acercó a sus padres y les murmuró algo. Los dos ancianos asintieron con la cabeza y su rostro de preocupación se volvió alegre.

- Li Bao, no te enojes – le dijeron – . Hay una razón para que hayamos actuado así, pero ahora no te la podemos decir. Ya la sabrás tú mismo… Ya que te gusta esa flor, entonces ¡llévatela!... Esperamos que la cuides bien – y dicho esto le ordenaron a Bai Bai:

- Carga la flor y acompaña a Li Bao.

- Por nada del mundo – dijeron por último a nuestro héroe –, la expongas al viento o a la lluvia ni la hagas pasar mal alguno.

Llevando la flor, Bai Bai acompañó a Li Bao hasta la salida de la cueva. Este último lo quiso persuadir repetidas veces a que volviera, pero el otro no quería dejarlo y lo acompañó hasta el sitio adonde había peleado con Qing Qing.

Ya muy seguro, Bai Bai le entregó entonces la flor a su amigo diciéndole:

-Espero que puedas hacer lo que te aconsejaron mis padres, no seas injusto con ella… - Bai Bai sacó un pañuelo, se secó las lágrimas y se despidió, partiendo hacia el noreste.

Li Bao estaba confundido. ¿Por qué esta flor había provocado una lucha a vida o muerte entre Qing Qing y Bai Bai? ¿Por qué los ancianos eran capaces de desprenderse de oro, plata y perlas y no de esa planta? Como si fuera una madeja enredada, por más que pensaba en el problema no daba con la punta del hilo.

Cuanto más cargaba la planta más pesada se le hacía, transpiraba del esfuerzo. Entonces la colocó en el suelo. Intentaba sentarse a descansar un poco cuando vio que la cuerda que ataba a la vaca se había soltado. Corrió a agarrar la cuerda: al verlo el animal, lo olió y le lamió las manos, como una muestra de cariño. El sol estaba por esconderse en la montaña y Li Bao pensó que los animales también tendrían sed. Entonces se apresuró a llevarlos a la orilla del agua: de repente sintió una diáfana voz a sus espaldas.

- ¡Hermano Li Bao! ¿Cómo me dejas aquí y no te ocupas de mi persona? – Li Bao volteó a mirar. Allí había una joven que parecía un hada, ataviada con sedas verdes. Sobresaltado y contento a la vez, Li Bao se sintió más y más confundido.

- Li Bao – dijo sonriendo la hermosa muchacha –, ¿has olvidado lo que te dijeron mis padres y mi hermano? ¿Te olvidas de todo junto a tus animales? – Li Bao se quedó estupefacto, y preguntó:

- ¿Quién eres tú?

- Me llamo Cui Cui y soy la hermana mayor de Bai Bai. Yo soy la flor que cargabas hace un rato.

Sin darse cuenta llegaron al templo. Li Bao ató bien los animales y luego entró al templo en compañía de la joven. El bajó la cabeza tímidamente y dijo vergonzoso:

- Muchacha, yo no sabía que esa flor eras tú. Ya ves que no tengo ni comida ni vestidos y vivo solo en la profundidad de la montaña. ¿Cómo voy a dejar que una muchacha tan mimada como tú venga a penar aquí? Aprovechemos que aún o ha oscurecido, te acompañaré a tu casa.

- Hermano Li Bao, te diré la verdad. Cuando era pequeña frecuentemente iba a jugar a tu aldea y por ello estoy segura de que eres una persona de buen corazón. Tu madrastra te ha maltratado de mil formas, pero tú eres laborioso, valiente y tienes voluntad. Desde que hace un mes te viste obligado a venir aquí, vengo día a día a observarte a escondidas. Cuando no te veía, la comida no me sabía sabrosa y dormía intranquila. Siempre he pensado buscar una oportunidad para hablar contigo, pero me ha dado vergüenza. – Hizo una pausa y continuó. – Qing Qing es el hijo único de mi tía paterna y desde pequeño ha sido malcriado; sólo sabe estirar los brazos para que lo vistan y abrir la boca cuando lo alimentan. Además se le han pegado algunas costumbres inmorales. El ha venido muchas veces a pedir mi mano, pero yo no le he hecho caso. También ha obligado a mi tía a interceder por él. A mis padres, delante de la hermana de mi padre, también les ha dado reparo decirle algo. No les quedó más remedio que decirle a Bai Bai que hablara con él para que me olvide. Nadie se hubiera imaginado que Qing Qing se iba a indignar y hasta llegar a pelearse con Bai Bai. Afortunadamente tú salvaste la situación. Gracias a Dios y a la ayuda de mi hermano, hoy estamos juntos nosotros dos. Si te disgusto no me quedaré a tu lado, me iré enseguida…

- ¡De ninguna manera! ¿Cómo me vas a disgustar? ¿Cómo me vas a disgustar? – Se apresuró a replicar Li Bao, al tiempo que se levantaba para preparar la comida.

- Por hablar nos hemos olvidado que es tarde. ¡Hay que entrar a los animales! – dijo Cui Cui.

Li Bao entró a los bovinos y los ató bien. En el momento de dar vuelta la cabeza vio sobre la mesa de piedra un plato de pollo frito, otro de hongos frescos y otro más lleno de panecillos al vapor calientes.

- ¿De dónde ha salido esto? – preguntó extrañado.

- No preguntes de dónde ha salido esto, ¡mira de dónde ha salido aquello! – Li Bao siguió la dirección del dedo de Cui Cui y así pudo ver en la pared del este una gran cama de dos plazas en reemplazo de su lecho de hojas secas, con edredones verdes y colchones rojos y almohadas bordadas, todo muy bien tendido.

- Contigo, ya no tendré de qué preocuparme – expresó Li Bao con satisfacción.

Desde esa noche ellos constituyeron una íntima pareja.

Al día siguiente, ella le dijo a Li Bao:

- Hermano Li Bao, mira como vuelan en conjunto las ocas salvajes en el cielo y como las hormigas caminan en grupo por el suelo. No podemos seguir viviendo mucho tiempo solos en la profundidad de la montaña. ¡Volvamos a casa hoy mismo!

- ¡Eso es imposible! Mi padre ha muerto y mi madrastra es la que manda en casa. Cuando yo vivía allí todos los días me ganaba una paliza y un rezongo. ¿Cómo podría soportar que tú vayas allí a sufrir también? Cuando me mandó a la montaña mi madrastra me dijo: vuelve sólo cuando los animales hayan tenido cien crías. Que no falte ni una”. Y ahora no tengo ni sombra de crías, ¿cómo volver?

- Cien terneros no son nada del otro mundo. Quédate tranquilo, cuando lleguemos se me ocurrirá algo.

Li Bao no creía del todo en lo que había dicho su compañera, pero le dio vergüenza preguntar más. Entonces recogió sus cosas y partieron, él adelante dirigiendo a los animales y Cui Cui detrás, montada en el lomo de la vaca. Después de pasar una y otra montaña, Cuando el sol había alcanzado su cenit llegaron a la entrada de la aldea.

Cui Cui le pidió a su amigo el látigo y exclamó, al tiempo que lo agitaba:

- Un latigazo por aquí y otro por allí, ¡cien terneritos ya están aquí! -

Y de verdad, en un abrir y cerrar de ojos corrieron hacia ellos cien terneros. Eran tan gordos como si hubiesen sido modelados con arcilla, y con su piel brillante corrían de aquí para allá, mugiendo. Li Bao llevaba a la pareja vacuna y los terneros seguían detrás suyo. Cuando entraron en la aldea justamente la gente estaba almorzando. Los aldeanos nunca habían visto tantos terneros y tan gordos, y menos aún una recién casada tan bella. Li Bao hizo entrar a los animales en el patio, que pronto quedó lleno.

La madrastra del joven vino a contarlos: no faltaba ni uno. Como persona que amaba la riqueza como a su propia vida, al ver tal cantidad de animales se le enrojecieron los ojos rojos y exclamó:

- Li Bao, ahora que me has traído tantos animales ya no te maltrataré más. Quédate aquí a vivir con tu mujer.

Desde entonces, la pareja vivió feliz, trabajando al unísono.

 

EL MUCHACHO DE CABELLOS DORADOS

(Cuento de la nacionalidad uigur)

 

         Tiempo atrás había un muchacho huérfano llamado Xianiyazi.

         Sus padres habían muerto cuando él era muy pequeño y aunque aún era muy joven ya tenía que trabajar de sirviente para ganarse la vida.

         Cierto día se quedó dormido sobre el kang[4] y soñó con numerosas muchachas que se estaban bañando en un río, al tiempo que jugaban muy alegres. Entre ellas había una llamada Nuerbaowa, hermosísima, que le sonreía y luego de salpicarlo con un poco de agua se iba corriendo. Xianiyazi intentaba correr tras ella pero por más esfuerzos que hiciera igual corría muy despacio, transpirando de la nerviosidad. Cuando se despertó se dio cuenta de que sólo había sido un hermoso sueño.

         Pero este muchacho tan sentimental quedó, desde entonces, enamorado de Nuerbaowa. ¿Quién podría saber dónde vivía ella, dónde encontrarla? Pensaba noche y día, su corazón no encontraba paz.

         Así que, intentando hallar a la adorable muchacha de su sueño, abandonó el pueblo natal y se fue por el mundo.

         Pasaron muchos días y muchos meses y Xianiyazi vadeó incontables ríos, atravesó innumerables mon

tañas y el desierto de Gobi, hasta que llegó a una gran ciudad. Aunque tenía muchas esperanzas de encontrar alguna ocupación, con el sitio y la gente no le eran familiares, se sentía con las manos atadas: apesadumbrado tomó asiento al lado de un pozo de los contornos de la ciudad.

         Entonces, una anciana que venía con dos baldes a cargar agua notó en qué situación estaba y se interesó:

         - Hijo, ¿qué te pasa?

         El muchacho levantó lentamente la cabeza y respondió:

         - Abuelita, ¡estoy rodeado por muchas preocupaciones!

         - ¿Qué pena te aqueja, niño? ¿No será que tus padres te han echado?

         - No, yo no tengo padres, soy huérfano y he llegado aquí buscando un trabajo. Pero no conozco a nadie y el sitio me resulta desconocido. ¿Qué voy a hacer? Es por eso que estoy tan preocupado.

         - Hijo, no pienses más, ¿para qué te vas a buscar más penas? Acepta ser hijo mío y de hoy en adelante seré tu madre. Vamos a casa. – Y dicho esto la anciana se fue con el joven, llevando a cuestas los dos baldes de agua.

         Desde entonces él le pastaba las vacas a la mujer y le traía agua. De ese modo, uno a uno fueron pasando los días.

         Cierta vez llevó a las vacas hasta la orilla de un río y allí vio numerosas muchachas que se estaban bañando. Entre ellas había una muy hermosa y cuyo rostro le resultaba muy familiar. Le parecía haberla visto en algún lugar, pero no podía recordarlo. Se escondió y quedó mirando cómo las jóvenes jugaban entre sí tirándose agua.

         Entonces una de ellas llamó a la más hermosa: “¡Nuerbaowa!”. Esto iluminó el cerebro del muchacho: aquélla era la muchacha de su sueño que tanto estaba buscando. “La encontré”, dijo para sí mismo muy contento, y al mismo tiempo cortó un trozo de caña, se improvisó una flauta y comenzó a tocar sentado bajo un árbol, una música emocionante y desoladora a la vez. Las muchachas se pegaron un gran susto pero cuanto más escuchaban más les gustaba; salieron del agua, se vistieron y caminaron hacia el lugar de donde venía la música…

         Tocando y tocando Xianiyazi se había olvidado de las vacas y al pararse de golpe chocó su cabeza contra la rama del árbol por lo que se le cayó el sombrero, dejando al descubierto una rubia cabellera y el rostro bien parecido y con aire sentimental. A primera vista, Nuerbaowa se quedó prendada de él.

         Al día siguiente Xianiyazi recogió en el jardín de su madre adoptiva un ramo de flores, puso dentro de él una pequeña nota y salió a pastorear como todas las jornadas.

         Cuando el sol llegó a su cenit, pudo observar que las muchachas llegaban a bañarse y arrojó el ramo de flores al curso superior del río para que las aguas lo llevaran hasta ellas. La suerte quiso que el ramo fuera recogido justamente por Nuerbaowa. Ella vio el papelito que había en el ramo, una carta llena de cariño. “¡Las llamas del amor están quemando mi corazón y no había pensado que en el suyo está sucediendo lo mismo! – pensó para sí la joven – “Nuestros corazones están unidos, si esto resulta sería maravilloso”. Las demás jóvenes no sabían palabra de aquel secreto, y eso fue todo lo que pasó en aquel día.

         Otra vez que las muchachas fueron a bañarse al río, Nuerbaowa le contó su secreto a una íntima amiga pidiéndole que se fuera a jugar con las demás, mientras ella, a escondidas, caminaba por la orilla en busca de Xianiyazi.

         Después de que los dos enamorados se encontraron, hablaron largo y tendido: cada uno le expresó al otro sus ardientes sentimientos.

         Desde entonces se encontraban frecuentemente y embriagados por la felicidad, pasó quién sabe cuánto tiempo.

         Un día que salieron a caminar Xianiyazi le dijo: “¡Qué maravilloso sería que viviéramos juntos!”

         Nuerbaowa se puso muy contenta, pero contestó con cierta cortedad:

         - Pues entonces busca una casamentera para que vaya a pedirle mi mano a mis padres.

         Esa noche, después de cenar, Xianiyazi se sentó al lado de su madre y dijo con reticencia:

         - Mamá, te quiero pedir un favor, si me lo permites hablaré.

         - Di, hijo, ¿quién mejor que tu madre para escucharte?

         - Por favor, no te extrañes. Me gusta mucho Nuerbaowa, ¿podrías oficiar de casamentera e ir a pedir su mano a sus padres?

         - ¡Ay, Ay, hijo mío! Soy una viuda pobre y tú un huérfano que vive en mi casa; ellos son ricos de fama, ¿cómo van a relacionar a su hija con una familia tan pobre? Como expresa el dicho: “Los funcionarios con los funcionarios, el pueblo con el pueblo y los pobres con los pobres”. Además, si un pobre como nosotros va a esa casa a pedir en matrimonio a la hija, lo más probable es que se mueran de risa. ¡No pienses más en tonterías!

         Pero las palabras de la anciana no hicieron mella en sus oídos. Siguió insistiendo:

         - Madrecita, ¡te ruego que vayas de todos modos!

         La mujer se conmovió y para no lastimarlo aceptó hacer el intento.

         Al otro día cuando apenas había amanecido la madre se levantó y con sus baldes de agua y una escoba llegó hasta la puerta de la familia adinerada. Luego de barrer muy bien, se detuvo frente a la puerta y cantó:

         Soy casamentera, soy casamentera,

         vengo a hablar de una unión.

         Xianiyazi me ha pedido que lo haga

         ¿Están de acuerdo o no?

         El rico y su esposa estaban dormidos pero tan pronto oyeron la canción se levantaron extrañados, salieron a mirar, y no había nadie. Sólo notaron que el patio estaba muy limpio y como sabían que esa era una forma de actuar de las casamenteras, se quedaron en la puerta esperándola.

         Por la noche, la madre combinó con algunas viejas vecinas para ir juntas a la casa del potentado. Primero hablaron de cosas en general y luego mencionaron la razón de su visita. El dueño de casa preguntó inmediatamente quién era Xianiyazi, qué cargo tenía su padre y cómo era la situación económica de la familia…

         - Xianiyazi es un huérfano – respondió la madre –, y ahora vive en mi casa.

         Al rico se le erizaron los pelos de la rabia y gritó:

         - Soy un rico famoso en toda la ciudad, ¿dónde se ha visto que un pobretón pretenda la mano de mi hija? ¡Si es como para morirse de cólera! ¡Se me van pronto de aquí y no vuelvan a pisar esta casa! ¡Y el que vuelva a venir saldrá, cuanto menos, con una pierna rota! – Y diciendo esto empujó a la madre y las otras ancianas fuera de la casa.

         - ¿No te lo había dicho? No es posible – manifestó la madre cuando llegó a casa –. Es como el dicho “No estires la mano hasta donde no te llega el brazo”. Piensa un poco. ¿Cómo un rico va a unir en casamiento a su hija con esta familia pobre? Olvídalo, no pienses más en ella. De lo contrario, será torturarte en vano. Yo te voy a buscar una muchacha bonita y adecuada para ti.

         - No te preocupes, mamá, en el mundo no hay nada imposible de realizar. – Y decidió ir en busca de Nuerbaowa para pensar con ella otra salida.

         Sin embargo, desde aquel día no volvió a verla. Sucedió que después de que se hubieron ido las casamenteras el rico había encerrado a su hija en la casa sin permitirse salir. Como ella estaba muy preocupada y enfadada, le encargó a su hermana del alma que le llevara una carta a Xianiyazi.

         “Estoy encerrada en mi casa – leyó el joven – y no me dejan moverme libremente. Quiero hablar contigo. Esta noche camina siguiendo la orilla del río y llegarás hasta la boca de un pozo de agua del patio trasero de mi casa; entra allí y escóndete entre las flores a esperarme. Yo iré a buscarte a media noche.”

         Cerca de la medianoche Xianiyazi hizo como se le decía en la misiva y se agazapó a la espera de su amada.

         Nuerbaowa permaneció en la cama sin pegar un ojo hasta las doce de la noche y luego se levantó sigilosamente, saliendo a buscar a Xianiyazi. Una vez que se encontraron discutieron largo rato y acordaron en que se escaparían en la noche del viernes.

         Y llegó el día esperado. Nuerbaowa le pidió al palafrenero que la ayudara a preparar dos buenos caballos y que por la noche esperara detrás del jardín.

         Cuando la noche avanzaba ella se levantó, hizo un atado con sus ropas en el edredón y salió en puntas de pie.

         Su padre llegó con un farol al cuarto de su hija distinguiendo vagamente las frazadas levantadas. “Está profundamente dormida”, se dijo a sí mismo y se retiró de allí.

         En ese mismo momento el palafrenero estaba esperando en la parte de atrás del jardín con los dos caballos prontos. Nuerbaowa y Xianiyazi llegaron uno detrás del otro. Se despidieron del palafrenero, montaron en los caballos y se marcharon como flechas a la casa de la anciana madre del muchacho para expresarle su agradecimiento. Cuando la anciana supo que se iban a escapar cantó tristemente:

         En el camino hay escabrosas montañas

         ¿Cómo harás para atravesarlas?

         En el desierto hay leopardos

         ¿Cómo harás para pasarlo?

         A la orilla del río hay una inmensa selva

         ¿Cómo harás para pasarla?

         En el camino hay bandidos

         ¿Cómo lo pasarás?

 

         Cantando y llorando a la vez la anciana se negaba a dejar partir a su hijo. Xianiyazi le contestó con otra canción:

         No temo a las escabrosas montañas

         mi caballo podrá ayudarme.

         No temo al leopardo del desierto

         Tengo balas que me ayudarán.

         No tengo miedo de la inmensa selva

         El fuego podrá ayudarme.

         No tengo miedo de los bandidos

         El destino me ayudará.

 

         Aunque la madre sentía mucha pena, sabía que si no escapaban les podría ocurrir cualquier desgracia y entonces les manifestó mirándolos a la cara:

         - ¡Hijos míos! ¡Que Dios os proteja!

         Después de despedirse de la anciana, los jóvenes montaron en sus corceles y partieron.

         Anduvieron muchos días hasta que llegaron frente a un gran precipicio escarpado. Sus caballos lo atravesaron paso a paso y así llegaron a un lugar donde se les abalanzaron cinco lobos feroces. Xianiyazi disparó tres tiros: los animales se asustaron y huyeron. Mas tarde llegaron a orillas de un río. Una inmensa selva les impedía el paso. Entonces le prendieron fuego y así se abrieron un camino. Siguieron andando: hete aquí que siete bandidos les cerraron el paso.

         - ¿Quieres conservar la vida o las cosas materiales? – le preguntaron ferozmente a Xianiyazi.

         - No comprendo lo que quieren decir – respondió el joven.

         - Si quieres conservar la vida déjanos tu caballo y esta muchacha, y escapa. Si quieres conservar las cosas materiales no pienses en regresar vivo.

         - Si quieren los caballos, llévenselos, pero esta muchacha es mi esposa y no la voy a abandonar.

         Los bandidos se lanzaron en pleno sobre Xianiyazi con el fin de matarlo a golpes y luego le ordenaron a Nuerbaowa que les hiciera de comer. Mientras cocinaba, la joven pensaba en un método de venganza. Pensando y pensando, se acordó de un veneno que llevaba siempre consigo por si acaso, lo volcó en la comida y se la sirvió a los forajidos. Estos comieron muy contentos y al ratito se fueron quedando uno a uno con los ojos en blanco.

         Xianiyazi no había sido muerto, solamente estaba desmayado. Nuerbaowa lo hizo reaccionar con agua fría, le vendó las heridas y le ayudó a subir al caballo, para reemprender el camino. Marcharon unos cuantos días más hasta que por fin llegaron al pueblo natal de Xianiyazi, donde empezaron una vida nueva plena de dicha.

 

XIA WUDONG, EL HIJO DEL PESCADOR

(Cuento de la nacionalidad ligur)

 

         Tiempo atrás había un hombre que había perdido a su esposa hacía mucho tiempo y sólo tenía un hijo llamado Xia Wudong. Padre e hijo eran muy pobres y vivían de la pesca.

         Un día que estaban a la orilla del río pescando, apenas extendieron la red atraparon una carpa muy grande. Padre e hijo se pusieron muy contentos, pero por más fuerza que hacían no conseguían levantar la red.

         ¿Qué hacer? No les quedaba otro remedio que cortar el pez en varios pedazos para sacarlo del agua. Así lo pensó el hombre y le ordenó al joven:

         - ¡Xia Wudong, ve a casa a traer el hacha!

         El muchacho corrió hasta su casa y buscó por aquí y por allá y por acullá pero no la encontró. Entonces volvió a la orilla del río con las manos vacías.

         - Busqué por todos lados pero no la encontré, no sé dónde has puesto ese hacha.

         - ¡Niño tonto, ni siquiera eres capaz de encontrar un hacha! – rezongó el padre enojado - ¡Ven! Sostén fuerte esta red, no dejes que la carpa se escape! – Y diciendo esto le pasó al muchacho la red mientras él mismo iba a la casa en busca del hacha.

        

En ese mismo momento el pez habló.

         - Buen niño, ¡sálvame, te lo ruego! – imploró –. Yo también tengo hijos. Si me sueltas yo y mis hijos te quedaremos muy agradecidos y de ahora en adelante te ayudaremos cuando estés en dificultades.

         ¡Es cierto! ¡El también es un ser vivo, hay que soltarlo! ¿Pero cómo me las arreglo con mi padre? Xia Wudong se encontraba en una encrucijada mientras reflexionaba rápidamente.

         - ¿Por qué estás tan preocupado? – le preguntó la carpa.

         - Yo quisiera soltarte, pero mi padre tiene un carácter muy malo y le tengo mucho miedo: si no te suelto, me dará mucha lástima cuando te vea cortado. Estoy en un apuro, no sé qué hacer.

         - Entonces espera que venga tu padre y yo empezaré a saltar en la red. Tú simularás no poder sostenerla y me soltarás. Si tu padre te pega, te tiras al río y yo te salvaré.

         El viejo volvió corriendo con el hacha y la carpa comenzó a saltar en la red de aquí para allá. Xia Wudong simuló vacilar y no poder sostenerla, gritando muy fuerte:

         - ¡Papá! ¡Ven rápido, no la puedo aguantar!... – Y mientras gritaba iba soltando la malla hasta que la gran carpa se sumergió.

         El viejo, que había sido pescador toda su vida, nunca había capturado una carpa tan grande; al ver con sus propios ojos que su hijo la dejaba ir se enfureció y se vino corriendo con el hacha en alto. Xia Wudong sintió mucho miedo y enseguida se tiró al río.

         Tan pronto la carpa vio al niño en el agua, se lo tragó y lo llevó en su estómago hasta el sitio más profundo.

         Siete días se quedó el niño en el estómago de la carpa hasta que terminó por implorarle:

         - Quiero ir a vivir con los demás seres humanos.

         - Tú me salvaste, he jurado que en cualquier momento que tengas alguna desgracia, yo te salvaré con que sólo vengas aquí.

         Y dicho esto la carpa sacó la cabeza a la superficie, aspiró una bocanada de aire y en menos de lo que canta un gallo Xia Wudong se encontró de pie en la orilla. Miró para todos lados, por doquier se extendía el desierto de Gobi. “Caminaré siguiendo la orilla – pensó –, de todos modos llegaré a algún sitio habitado”. Entonces caminó un día entero, atravesó un gran desierto y por fin llegó a un desfiladero de piedras. Bajo el desfiladero se veía una fuente de agua cristalina donde ésta corría armoniosamente, con matas y césped verdosos aflorando a su alrededor, variadísimas flores silvestres de todos los colores y pajaritos que entonaban canciones armoniosas.

         Xia Wudong contemplaba el hermoso paisaje y pensaba: “¿Por qué no me quedo aquí a descansar?” No demoró en acostarse sobre la blandura del césped y se quedó dormido. Luego de dormitar un rato, comenzó a pensar por qué lado seguir andando cuando se escuchó un ruido. Cuando levantó la cabeza vio sobre la roca dos pequeñas águilas reales, que con los ojos brillantes miraban hacia abajo graznando lastimosamente. Luego miró hacia el suelo y descubrió una gran boa que salía de su cueva para reptar hacia los aguiluchos. El muchacho se puso de pie inmediatamente y con mucha agilidad dio la vuelta hasta un lado de la roca, levantó una gran piedra y se la tiró a la boa, que quedó con la cabeza aplastada, inmóvil.

         Los aguiluchos se pusieron muy contentos al ver que el muchacho había matado a la boa que intentaba hacerles daño.

         - Quienquiera que haya matado a la víbora obtendrá nuestro reconocimiento – dijeron.

         Xia Wudong escuchó esas palabras y se acercó hasta el nido. Los aguiluchos le acariciaron las mejillas y la frente con sus alas y hablaron agradecidos: - Si no hubiera sido por ti la boa nos hubiera comido. Vamos a contarles a nuestros padres lo que has hecho, para que ellos puedan agradecértelo. Pero si tú te quedas parado aquí, cuando los mayores lleguen te harán daño, pues no saben que eres una buena persona. Ahora deben regresar, escóndete bajo nuestras alas –. Diciendo y haciendo lo cubrieron enseguida con las alas.

         Al ratito, el cielo se volvió nublado y empezó a soplar un fuerte viento que doblaba los arbustos contra el suelo. La arena lo cubrió todo. Entonces dos águilas de considerable tamaño emergieron de entre siete capas de nubes, dieron tres vueltas sobre el desfiladero y bajaron en picada, dejando delante de los aguiluchos un gran erizo que habían atrapado. Normalmente los pequeños se hubieran abalanzado a cogerlo, pero hoy ni siquiera se movieron; se quedaron mirando fijamente a sus padres. Las águilas se extrañaron mucho y preguntaron: - ¿Qué les pasa que no comen carne y se quedan mirándonos?

         - Si uno se encuentra con una buena persona, ¿Hay que tratarla bien o mal? – preguntaron al unísono.

         - Por supuesto que bien.

         - Hoy, alguien mató a la gran boa y nos salvó la vida – dijeron en tanto que le mostraban a su padre el cadáver del ofidio.

         - Y ¿dónde está esa persona ahora?

         - Aquí está – dijo uno de los aguiluchos levantando sus alas y dejando al descubierto a Xia Wudong.

         Las águilas miraron respetuosamente al muchacho y le expresaron:

         -Hace muchos años que no podemos criar otro aguilucho porque cada vez que nacía uno la boa se lo comía. Ahora, tú has eliminado esa calamidad.

         Las águilas acariciaron con sus alas el rostro de Xia y continuaron:

         - Queremos agradecerte tu bondad. Si deseas alguna cosa nosotros te ayudaremos a alcanzar tu objetivo.

         - Muchas gracias, pero en este momento no necesito nada.

         Entonces, una de las águilas se arrancó de su ala derecha una pluma y se la entregó al joven:

         - Pues, de ahora en adelante, cuando tengas alguna dificultad quema esta pluma. Sin importarnos el lugar dónde estés, nosotros acudiremos a ayudarte.

         Xia Wudong recogió la pluma y se disponía a partir cuando el águila le gritó: “¡Móntate en mi espalda!” Y de esta forma lo llevó como un rayo hasta la llanura.

         Xia Wudong siguió su camino. Un día entero lo pasó marchando hasta llegar a los pies de una montaña, justo cuando un cazador apuntaba su fusil hacia un zorro que se encontraba un poco más adelante. El animal, nervioso, no tenía escapatoria. “El zorro también debe tener hijos. ¡Qué tristes se pondrán ellos si él se muere!” pensó Xia Wudong.

         Exactamente en el momento en que el cazador iba a disparar, el muchacho voló como una flecha y lo detuvo diciéndole:

         - ¡Perdónele la vida! ¿Qué será de sus crías si lo mata? – conmovido, el cazador puso su fusil al hombro, y se fue.

El zorro se sintió enormemente agradecido y le dijo a Xia:

- Buen muchacho, nunca olvidaré que me has salvado. Si deseas pedirme algo dímelo, yo te ayudaré en lo que pueda.

- En este momento no necesito nada – contestó nuestro protagonista.

- Entonces voy a hacer un juramento. “De hoy en adelante si tú haces fuego en este lugar cuando te encuentres en cualquier tipo de problemas, no importa cuándo ni dónde, y por más lejos que yo me encuentre, vendré corriendo en tu ayuda. El zorro desapareció apenas había terminado de hablar.

Xia Wudong siguió su camino y anduvo otro día más hasta que llegó a una gran ciudad. Mirando a su alrededor pudo notar que una muchedumbre venía caminando en su dirección.

- Abuelo – le preguntó extrañado a un viejito - ¿A dónde va tanta gente?

- ¿No lo sabes, hijo mío? Vamos al campo de ejecuciones.

- ¡Campo de ejecuciones! ¿Qué lugar es ese?

- Es un sitio donde se mata a la gente. Hoy le van a cortar la cabeza a un joven, y nosotros vamos a verlo.

- Y ¿Por qué lo van a decapitar? ¿Qué crimen ha cometido?

- ¡Niño! ¡Cuántas preguntas! Ese joven no ha cometido ningún crimen, ni siquiera ha robado. Simplemente no ha cumplido las condiciones que se le habían requerido para casarse.

- ¿Condiciones para casarse? ¿Acaso hay condiciones para el matrimonio?

He aquí lo que el buen hombre le relató a Xia Wudong.

En aquella ciudad había un rey que tenía una hija muy bonita. La princesa poseía un espejo mágico en el cual se podía reflejar tanto el paraíso como el infierno. Muchos habían ido a pedirla en matrimonio, pero ninguno había tenido éxito, pues la muchacha había impuesto una condición para desposarse: quien quisiera su mano debía esconderse, en el plazo de tres días, en el lugar que creyera más seguro. Al vencer el tiempo la princesa subiría a la parte más alta de su palacio con su espejo y miraría por doquier a través de él. Si en el espejo no se reflejaba la imagen del joven se efectuaría el matrimonio, de lo contrario no sólo no aceptaba casarse sino que ordenaba la muerte del pretendiente. Así habían perdido la vida muchos jóvenes que intentaron la aventura. Esa era la razón por la cual iban a ejecutar al joven en aquel momento.

“Qué condición tan cruel – pensó Xia Wudong – si no se termina con ella muchos jóvenes seguirán camino de la muerte.”

Entonces marchó hasta la puerta del palacio y le habló al guardia:

- He sabido que su excelencia la princesa quiere casarse; por ello vine desde muy lejos a pedirla en matrimonio. Le pido que le transmita mi deseo y que ella tenga la gracia de darme la oportunidad.

- Bien – dijo la princesa al escuchar el informe de su guardia – dile a ese joven que desde ahora empiece a buscar un sitio donde esconderse y que dentro de tres días, a esta misma hora, subiré a lo alto del palacio con mi espejo para buscarlo.

El guardia le transmitió a Xia Wudong lo que había expresado la princesa y éste pensó: “Iré a pedirle a la gran carpa que me ayude”. De esta manera caminó tres días sin parar por la costa hasta que llegó al sitio donde lo había dejado antes el pez. Apenas se tiró al río la carpa salió a protegerlo llevándolo hasta el sitio más profundo al tiempo que le preguntaba: - ¿Qué desgracia te ha sucedido? ¿Para qué necesitas mi ayuda?

- Amigo mío, escóndeme, por favor; si me escondes de tal forma que nadie me halle podré salvar la vida de muchos jóvenes. Si me encuentran, me matarán a mí.

- Bien, bien, amigo, te ayudaré – dijo el pez, abrió la gran boca, metió a Xia Wudong en su estómago y nadó hasta la parte más profunda. Luego ordenó a todos los pececillos que nadaran hasta el curso superior y que revolvieran el barro para lograr que el agua del río quedara turbia. Miles de pececillos se acercaron al curso superior como un enjambre de abejas y revolvieron el barro con sus cabezas y sus colas, dejando el agua cristalina del río tan turbia que ni los rayos del sol podían penetrarla.

Cuando se cumplió el plazo la princesa subió a la parte superior del palacio y proyectó su espejo hacia las montañas, la pradera, y el desierto. A través de él observó las siete capas de nubes, pero no ubicó a Xia Wudong. Sin embargo, al enfocar hacia el río divisó inmediatamente y con mucha claridad a su pretendiente. Así, vio a los numerosos pececillos que revolvían el agua en el curso superior y en la parte más profunda a una gran carpa, en cuyo estómago dormía el joven.

- ¡Lo encontré! – exclamó, y acto seguido ordenó a sus ministros:

- Caminen tres días en esa dirección. El joven está escondido en el estómago de una gran carpa que se encuentra en el lecho del curso inferior del río. Pero les va a ser difícil encontrarlo, porque el agua está turbia. Es necesario que vayan primero al curso superior y espanten a los peces pequeños. Una vez que el agua esté clara podrán encontrar a la carpa. ¡Vayan! ¡Tráiganmelo!

Los ministros se hicieron acompañar con muchos soldados y caminaron tres días hasta que llegaron a la parte indicada del río. Siguiendo las instrucciones de la princesa primero espantaron a los pececillos y una vez que el agua se puso clara se dirigieron al curso inferior donde efectivamente vieron a la gran carpa. – No se ocupen más de los pescados pequeños, extiendan pronto la red – ordenó uno de los jerarcas.

- ¡Joven! – gritaron al unísono los soldados al tiempo que extendían la red –, nuestra princesa ya te ha encontrado. ¡Sal a cumplir tu promesa!

Xia Wudong se despertó sobresaltado y pensó: “Si los tigres nunca se vuelven atrás, un joven debe cumplir lo que ha prometido” – de modo que le dijo al pez:

- Bueno, iré, envíame por favor a la orilla –. Entonces la carpa sacó la cabeza, Xia llegó enseguida a la costa, los ministros y sus soldados lo agarraron fuertemente y lo llevaron ante la princesa.

Desde que la aristócrata había implantado aquella prueba muchos jóvenes dejaron este mundo. Pero ellos se habían escondido en lugares fáciles de hallar como grutas, o los arenales del desierto de Gobi; ninguno se había ocultado como Xia Wudong en la panza de un pez, hecho que extrañó a todo el mundo. Por ellos, cuando la princesa acababa de dar la orden de ejecución intervino el rey para expresar:

- Un momento, hija mía, no lo mates por el momento. Ya que soy tu padre hazme caso y perdónalo por esta vez, dale otra oportunidad de esconderse.

Para no contrariar a su progenitor la muchacha aceptó la propuesta, advirtiéndole a Xia Wudong: - Por esta vez te perdono la vida, prueba a esconderte otra vez, ¡ve!

“¿Adónde me voy a ocultar?” pensaba Xia y de súbito se acordó de las águilas. Se dirigió apresuradamente hasta el desierto y una vez allí sacó la pluma y la quemó.

Al ratito el cielo se cubrió de nubes, empezó a soplar un gran viento. De pronto todo se puso oscuro. Una gran águila salió de entre las nubes, dio tres vueltas en círculo y se detuvo frente al joven.

- Buen amigo, ¿para qué problema necesitas mi ayuda?

Xia le contó todo del principio al final, pidiéndole:

- Mi buena amiga, te suplico que busques el lugar más adecuado para esconderme.

- Está bien, móntate en mi lomo, ¡pero por nada del mundo vayas a mirar para abajo! De lo contrario podrías marearte y caerte.

Xia Wudong obedeció fielmente y pronto estuvieron entre las nubes.

Tres días más tarde la joven dama subió al edificio con su espejo. Lo proyectó por todas partes pero en ninguna aparecía su pretendiente. ¿Dónde se habrá escondido? La princesa pensaba y sin darse cuenta proyectó el espejo hacia el cielo: así lo descubrió al segundo montado en una gran águila entre las nubes.

- Lo encontré – anunció – pero esta vez será más difícil de atrapar que la otra vez. Está montado en un águila que vuela en las alturas. Hasta allí no llegan las balas y sería en vano gritarle. Pero hay una solución: Yo he visto que después de volar durante mucho tiempo el águila siempre baja a aquel estanque a tomar agua. Cuando ellos bajen y estén bebiendo espanten al águila y atrapen al joven.

Los ministros se dirigieron con sus soldados al estanque y se escondieron entre los cañaverales. El águila ya llevaba tres días volando sin parar y realmente tenía la garganta seca. Entonces bajó hasta el estanque mientras Xia Wudong también desmontó de su espalda. Justo cuando estaban por beber el agua los soldados que estaban escondidos gritaron al unísono. El águila se espantó, levantó el vuelo y Xia Wudong no tuvo tiempo de volver a montarse: así fue atrapado y llevado ante la princesa.

Esta vez sí que su escondite había sido inimaginable, por ello no extraña que cuando la princesa ya estaba dando la orden de ejecución, la reina saliera en defensa del joven.

- Este muchacho ha hecho algo muy curioso. Mi buena hija, si me reconoces como madre perdónalo por esta vez. “La tercera es la vencida”, expresa el dicho, bríndale otra oportunidad.

La princesa volvió a aceptar para no entristecer a su madre y le dijo a Xia Wudong:

- Bien, te perdono gracias a mi madre y te permito que vuelvas a esconderte. Sin embargo, recuerda bien que esta será la última vez. Las condiciones son las mismas que las dos anteriores: si te encuentro te mato, de lo contrario me casaré contigo.

Xia Wudong tenía bien claro una cosa: si esta vez lo encontraban ya no saldría nadie en su defensa. ¿Qué hacer? Pensando y pensando recordó el juramento del zorro y fue a buscarlo para pedirle ayuda. Caminó hasta que al mediodía siguiente llegó al pie de la montaña donde había salvado al animal de que lo mataran. Entonces se apresuró a recoger unas hierbas que había por allí e hizo una fogata. Poco después de que el humo comenzara a elevarse el zorro vino corriendo tan veloz como el viento.

- Mi buen amigo, ¿qué te ha sucedido? ¿Para qué necesitas mi ayuda?

Xia Wudong le contó detalladamente todo lo que ocurría y le pidió al zorro que lo salvara.

Este último contestó sin darle al asunto mayor importancia:

- Eso no es nada del otro mundo, ¿por qué no me viniste a buscar la primera vez? Espera aquí un momento. – Y diciendo esto comenzó a cavar una fosa.

Cuando tuvo lugar el zorro se metió allí y siguió cavando. Xia Wudong se quedó afuera aguardando, esperó y esperó pero el zorro no salía. Así espera que te espera transcurrió el día y el zorro seguía sin salir. Pasó otro día y ya se acercaba la hora decisiva en que la princesa subiría al edificio, mas el zorro no aparecía. ¿Qué hacer?

Nuestro protagonista se retorcía los dedos de la desesperación cuando de pronto el zorro salió del túnel.

- ¡Entra aquí, amigo! He cavado un túnel que llega hasta la parte inferior del palacio de la princesa. El final del túnel está separado de la superficie por una delgada capa de tierra y tiene además, una pequeña abertura por donde entra la luz del sol. Tú espera justamente en ese lugar. Es seguro que la princesa no te encontrará y dirá; “Bueno, cuando vuelva ese joven me casaré con él”. Entonces espera que baje del edificio y cuando pase por el lugar donde está la ranura, tú sacas de golpe la cabeza, subes y tomas a la princesa. ¡Arriba, amigo mío, te deseo éxito! – y diciendo esto el zorro se volvió a la montaña.

Xia Wudong se introdujo apresuradamente en el túnel en tanto la princesa ya había subido a lo alto del palacio.

Esta última cogió su espejo mágico y lo proyectó por todas partes. Miró a través de él las montañas y valles, el desierto de Gobi y la preadera, los ríos, los lagos y las nubes, pero no halló ni la sombra de Xia Wudong. Justamente cuando la princesa recorría con su espejo desde los sitios más lejanos hasta los más cercanos, Xia Wudong se iba aproximando al lugar donde ella estaba. Afortunadamente ella no reparó en la parte de debajo de su palacio y como es lógico no dio con el joven. Al no hallarlo comenzó a descender, descorazonada y triste, hablando para sí misma: “Muchacho, estés donde estés, ven ya, estoy dispuesta a casarme contigo de acuerdo a lo que hemos acordado.” Xia Wudong escuchó esas palabras desde su escondite, por lo que dio un cabezazo en el lugar donde entraba un rayito de luz, con lo cual dejó al descubierto una gran cueva; de un salto salió de allí y tomó a la princesa del brazo.

De esta manera, el rey accedió por fin a casar a su hija con Xia Wudong. Mandó llamar a sus cuarentaiún súbditos, entre ellos hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ordenando la preparación de un fastuoso banquete, para celebrar la noticia. Justamente cuando se estaba llevando a cabo la ceremonia nupcial, Xia Wudong, delante de la familia de la emperatriz y de las concubinas del emperador y los funcionarios civiles y militares de la corte se dirigió respetuosamente a los soberanos:

- Le agradezco mucho a ambos, pero yo soy el hijo de un pescador y no me alegra alcanzar este tipo de felicidad. Todo lo que he hecho ha sido para terminar con esa cruel  premisa de matrimonio. – Diciendo esto hizo una reverencia a los reyes, miró fugazmente a la princesa y se retiró del palacio. La gente se quedó estupefacta; la princesa palideció de la furia, tomó en silencio su espejo mágico y ¡plaf! éste cayó al suelo hecho añicos.

 

EL CAZADOR HAILIBU

(Cuento mongol)

 

         Tiempo atrás vivió un hombre llamado Hailibu, como se ocupaba de la caza todos lo conocían como “el cazador Hailibu”. Como siempre estaba dispuesto a ayudar a los demás, nunca disfrutaba solo de las cosas que cazaba sino que las repartía, por lo cual se había ganado el respeto de todo el mundo.

Un día que fue a cazar a la profundidad de la montaña, divisó entre la espesura del bosque una serpiente blanca que dormía enrollada bajo un árbol. El hombre dio un rodeo, pisando suavemente para no despertarla. De súbito bajó del cielo una grulla gris que atrapó a la serpiente con sus garras y volvió a emprender vuelo. La serpiente se despertó sobresaltada gritando: ¡socorro!, ¡socorro! Hailibu aprontó su arco y su flecha y le apuntó a la grulla que iba subiendo hacia la cima de la montaña. El ave perdió a la serpiente y huyó.

         - Pobre pequeñita, ve rápido a buscar a tus padres. – Le dijo el cazador al reptil. Este asintió con la cabeza, expresó las gracias y se perdió entre los arbustos mientras Hailibu recogía su arco y las flechas para retornar también al hogar.

         Al día siguiente, cuando Hailibu pasaba justamente por el mismo sitio de la víspera varias serpientes que rodeaban a la blanca salieron a recibirlo. Asombrado, estaba pensando en dar un rodeo cuando la serpiente blanca le habló:

         - ¿Cómo está, mi salvador? Tal vez no me conozca, yo soy la hija del rey dragón. Ayer usted me salvó la vida y hoy mis padres me han ordenado que venga especialmente a recibirle para acompañarle a mi casa, donde le darán las gracias en persona. Cuando llegue allá – continuó – no acepte nada de lo que le ofrezcan mis padres, pero pida la piedra de jade que lleva mi padre en la boca. Si Ud. se pone esa piedra en la boca podrá entender todos los idiomas de los animales que hay en el mundo. Sin embargo, lo  que usted escuche no podrá comentárselo a nadie más. Si lo hiciera, se convertiría en una piedra.

         Hailibu asintió, siguiendo a la serpiente hasta la profundidad del valle donde el frío iba creciendo a cada paso. Cuando llegaron a la puerta de un depósito la serpiente dijo:

         - Mis padres no pueden invitarlo a pasar a la casa, lo recibirán aquí.

         Y justo cuando estaba explicando esto el viejo dragón apareció y le dijo muy respetuosamente:

         - Usted ha salvado a mi querida hija y yo se lo agradezco sinceramente. En este depósito se guardan muchos tesoros, usted puede tomar lo que desee sin ningún cumplido. – Y dicho esto abrió la puerta instando a Hailibu para que entrara; el cazador notó que estaba repleto de tesoros. Una vez que terminaron de ver este lugar, el viejo dragón acompañó a Hailibu a visitar otro, y así recorrieron ciento ocho; a pesar de ello, Hailibu no se decidió por cosa alguna.

         - Buen hombre, ¿ninguno de estos tesoros te place? – preguntó el viejo dragón con un poco de embarazo.

         - A pesar de que son muy buenos sólo se pueden utilizar como hermosos adornos pero no tienen utilidad para mí que soy un cazador. Si el rey dragón desea realmente dejarme algo como recuerdo le ruego que me entregue ese jade que tiene en su boca.

         El rey dragón se quedó absorto un momento; no le quedaba más remedio que escupir, con mucho dolor, la piedra que tenía en su boca y dársela a Hailibu.

         Después de que el cazador se despidió saliendo con la piedra en su poder la serpiente blanca lo siguió y le recomendó repetidas veces:

         - Con esta piedra podrá enterarse de todo. Pero no puede decirle a nadie ni palabra de lo que sepa. Si lo hace se encontrará en peligro. Por nada del mundo se olvide de ello.

         Desde entonces Hailibu lograba cazar muy fácilmente. Podía entender el lenguaje de las aves y las bestias y de este modo saber qué animales había al otro lado de la gran montaña. Así pasaron muchos años hasta que un día que llegó cazar al lugar escuchó que unos pájaros decían:

         - Vayamos pronto a otro sitio. Mañana se va a derrumbar la montaña y el agua correrá a torrentes inundándolo todo. ¡Quién sabe cuántos animales morirán!

         Hailibu se quedó muy preocupado; sin ánimo ya para cazar regresó de inmediato y le anunció a todos:

         - ¡Mudémonos a otro sitio! En este lugar ya no se puede vivir más. ¡Quien no lo crea después no tendrá tiempo para arrepentirse!

         Los demás se quedaron muy extrañados. Algunos creían que aquello era imposible, otros, que Hailibu se había vuelto loco. En resumen, nadie le creía.

         - ¿Acaso esperan a que yo muera para creerme? – preguntó Hailibu llorando de los nervios.

         - Tú nunca nos has mentido – opinaron unos ancianos – y eso lo sabemos todos. Pero ahora dices que aquí ya no se puede vivir más. ¿En qué te basas? Te rogamos que hables claro.

         Hailibu pensó: “Se aproxima la catástrofe, ¿cómo puedo pensar en mí mismo y permitir que todos los otros sufran la desgracia? Prefiero sacrificarme para salvar a los demás.”

Relató pues cómo había obtenido la piedra de jade, de qué modo la utilizaba para cazar, la forma en que se había enterado de la catástrofe que iba a sobrevenir por boca de los pájaros y por último el porqué no podía contarles a los demás lo que escuchaba de los animales: se convertiría en piedra muerta. Al tiempo que hablaba Hailibu se iba transformando y poco a poco se fue haciendo piedra. Tan pronto la gente vio aquello se apresuró a mudarse, con mucho dolor, llevándose a sus animales. Entonces las nubes formaron un espeso manto y comenzó a caer una torrencial lluvia. En la madrugada siguiente se escuchó en medio de los truenos un estruendo que hizo temblar la tierra y la montaña se derrumbó mientras el agua fluía a borbotones.

         - ¡Si Hailibu no se hubiera sacrificado por nosotros ya habríamos muerto ahogados! – exclamó el pueblo emocionado.

         Más tarde, buscaron la piedra en que se había convertido Hailibu y la colocaron en la cima de la montaña, para que los hijos y los nietos y los nietos de los nietos recordaran al héroe Hailibu que ofrendó su vida por todos. Y dicen que hoy en día existe un lugar que se llama “La piedra Hailibu”.

 

EL INGENIOSO ZORRO ROJO

(Cuento de la nacionalidad mongola)

 

         Hace tantísimo tiempo había un niño muy pobre llamado Baoluoledai, que sin familia ni tener en quien apoyarse vivía en una choza, cazando liebres y pájaros para poder comer.

         Cierto día, cuando los cazadores estaban haciendo una batida se toparon con un zorro rojo. El animal se encontraba cercado sin tener por donde escapar cuando se encontró con Baoluoledai.

         - Hermanito, sálvame – le rogó –. Si me salvas la vida prometo ayudarte.

         El joven sintió lástima del zorro y lo escondió entre un montón de hierba. En ese momento llegaron los cazadores y le preguntaron:

         - Eh, muchacho, ¿has visto a un zorro rojo?

         - Soy un muchacho pobre que no tiene más que esta miserable choza – contestó –. Aquí no hay lugar donde pueda haberse ocultado, hace rato que se escapó hacia el norte.

         Los cazadores se encaminaron en seguida hacia esa dirección, de forma que el joven pudo salvar al zorro rojo.

         Un día después, el animal volvió y le dijo a Baoluoledai:

         - Hermanito, tú eres mi salvador, ¿qué te parece si consigo que la princesa, hija del rey Huermusute, sea tu esposa?

         - ¡Cómo es posible! – contestó – ¿Cómo va a atreverse un pobre como yo a pretender ser el cónyuge de la princesa?

         Al otro día el zorro rojo fue al cielo y le dijo al soberano Huemusute:

         - Su Alteza, présteme su báscula, por favor. Quiero medir las riquezas del rico Baoluoledai.

         El rey se quedó muy asombrado en su fuero interno puesto que nunca había oído hablar de que hubiera en la tierra un potentado con tal nombre. Con la intención de conocerlo, no dijo ni pío, entregándole la báscula al zorro rojo.

         Una vez que este consiguió el instrumento lo llevó a un sitio rocoso y con mucha arena, lo restregó y chocó contra unas y otras hasta que estuvo a punto de romperse. Siete días después volvió al palacio del rey a devolverle la báscula. Pero antes de partir le había ordenado al joven pobre que vendiera todo lo que tenía en su casa a cambio de cinco onzas de plata. Este, que no lograba comprender la intención del animal, se sintió un poco fastidiado y le reprochó:

         - ¡Ay! ¡Y tú todavía dices que me quieres ayudar! ¡Has hecho que venda lo poco que tenía, ya no me queda ni una olla donde cocinar el arroz!

         - Vamos, vamos, no te preocupes, hermanito Baoluoledai, espera un poco y ya verás – le contestó el astuto zorr.

         Así, éste llegó hasta el rey con cinco onzas de plata.

         - Gran Rey, he empleado siete días en pesar todas las riquezas del adinerado Baoluoledai que vive en la tierra. Hoy he venido a devolverle su báscula. Le suplico que reciba este pequeño  presente de cinco onzas de plata.

         El rey tomó en sus manos la balanza, observó que estaba tan pulida que faltaba poco para que se quebrara y reflexionó: ¡Ese Baoluoledai tiene en verdad muchas riquezas! El zorro adivinó sus pensamientos y se apresuró a expresarle:

         - Gran rey Huermusute, permítame actuar como casamentero, ¿aceptaría concederle al rico Baoluoledai la mano de la princesa?

         ¿Cómo no se iba a alegrar el monarca de encontrar tan buen partido para su hija? Sin embargo, todavía le quedaba alguna duda y repuso:

         - No te apresures tanto. Tráeme a ese joven para conocerlo y luego veremos.

         El zorro estaba contentísimo y regresó de inmediato.

         ¿Cómo se iba a imaginar lo que sucedería al llegar? El muchacho apenas lo escuchó comenzó a negar con la cabeza al tiempo que exclamaba:

         - ¡Imposible! ¡Imposible! Si el rey se llega a enterar de lo pobre que soy se enojará muchísimo y quién sabe si podremos conservar la vida.

         - No te aflijas por eso, tú ven conmigo y nada más.

         Y dicho y hecho el zorro llevó al muchacho hasta la presencia del soberano. Pero cuando ya estaban a punto de llegar, el zorro hizo intencionadamente que el muchacho se cayera en un estanque de barro cercano al palacio y luego corrió a toda velocidad mientras gritaba:

         - ¡Malas nuevas! ¡Malas nuevas! Rey Huermusute, el camino a su palacio es en verdad muy escabroso, ¡por su culpa el futuro príncipe se cayó en el estanque! Mande pronto un buen caballo y alguna ropa buena para que se mude antes de verlo a usted, de lo contrario su yerno se enfadará.

         Sobresaltado ante tales palabras, el rey ordenó enseguida a alguien que trajera ropas y caballos; luego ordenó al zorro que se los alcanzara al pretendiente de su hija. Cuando Baoluoledai se estaba cambiando de ropa el zorro le aconsejó una y otra vez:

         - Hermanito Baoluoledai, cuando llegues al palacio del gran rey debes recordar bien tres cosas. Primero, después de que amarres el caballo en el poste por nada del mundo des vuelta la cabeza para mirar al animal. Segundo, después de que entres en la habitación, por nada del mundo debes mirarte la ropa. Tercero, cuando estés comiendo, por nada del mundo debes hacer ruido al masticar.

         Pero ¡quién iba a imaginar que nada más llegar, nuestro héroe se olvidó por completo de las advertencias que le hiciera el zorro! Volvió la cabeza para mirar al caballo. Se miró la ropa al entrar en el palacio e hizo mucho ruido al masticar. De esa forma el gran rey entró en sospechas, llamó al zorro rojo a un lado y le dijo:

         - ¡Este Baoluoledai es seguramente un pobretón! Mira, parece que nunca ha montado en un caballo tan bueno, que nunca se ha vestido con ropas de calidad y que jamás ha probado platos tan exquisitos.

         El zorro, que era muy despierto, salvó la situación replicando:

         - Ja, ja, ¡Usted se ha equivocado! Justamente porque el caballo y la ropa que usted le envió no son tan buenos como los que él posee se detuvo a mirarlos y sólo porque la comida que le han servido deja bastante que desear, él, desacostumbrado, hizo ruido al masticarla.

         Con la explicación del zorro el rey pensó que Baoluoledai era una persona verdaderamente excepcional y lo aceptó como parte de la familia en el mismo momento.

         Pero entonces el joven se intranquilizó aún más y le dijo al zorro:

         - ¡La cosa va mal, la cosa va mal! Ahora que el rey me ha dado a su hija, si se entera de la verdad, ¿seguiremos vivos?

         - No temas, deja que yo arregle todo. – Y el zorro se fue en el acto, antes que nadie.

         Iba el hábil animal marchando por la pradera cuando se encontró con una manada de camellos. Preguntó:

         - ¡Eh! Tú, pastor, ¡de quién son todos estos camellos?

         - ¡Ay! ¿Quién puede tener todos estos animales? Unicamente el monstruo de quince cabezas.

         - Escucha esto: el gran rey Huermusute ha bajado a la tierra. Si le dices que estos camellos son del monstruo de quince cabezas te matará; en cambio, si decís que son propiedad del rico Baoluoledai te garantizo que no te pasará nada.

         - Lo recordaré, gracias por su atención.

         El zorro siguió caminando y caminando hasta que se topó con una tropa de caballos.

         - ¡Eh! ¿De quién son todos estos caballos? – le preguntó al arriero.

         - ¿Quién crees tú que pueda tener tantas bestias? Son todos del monstruo de quince cabezas.

         - Escucha esto: el gran rey Huermusute ha bajado a la tierra. Si le dices que los animales son del monstruo de quince cabezas te matará. En cambio, si le dices que pertenecen al rico Baoluoledai no te sucederá nada.

         - Lo recordaré, gracias por tu preocupación.

         Marcha que te marcha el zorro se dio de narices con otra tropa de ganado y le preguntó al cuidador:

         - ¡Eh! ¿De quién son todas estas vacas?

         - ¿De quién van a ser sino del monstruo de quince cabezas?

         - Escucha algo: el gran rey Huermusute ha descendido a la tierra. Si le dices que estas vacas son del monstruo te matará, en cambio no te sucederá nada si le respondes que pertenecen al rico Baoluoledai.

         - Lo recordaré, gracias por tu amabilidad.

         El zorro siguió anda que te anda hasta que se le cruzó en el camino un rebaño de ovejas.

         - ¡Eh! ¿De quién es este rebaño? – le preguntó al pastor.

         - ¡Ay! ¿Quién va a tener tantas ovejas sino el monstruo de quince cabezas?

         - Oyeme, el gran rey bajará a la tierra. Si le dices que este rebaño es del monstruo de quince cabezas te matará. En cambio nada te pasará si le explicas que son del rico Baoluoledai.

         - Lo tendré en cuenta, gracias por avisarme.

         El zorro siguió y siguió hasta llegar al palacio del monstruo de quince cabezas y se encontró con el dueño, quien le demandó:

         - Astuto zorro, ¿a qué has venido? ¿Acaso a engañarme?

         - ¡Rápido! ¡Rápido! – replicó el zorro. – El gran rey Huermusute bajará a la tierra. ¡Escóndete pronto bajo una gran piedra del establo, pues si te ve va a ultimarte!

         El monstruo de quince cabezas se quedó estupefacto al escuchar aquello y corrió a esconderse donde le indicaban.

    

     Luego el zorro se dirigió a la demás gente del palacio:

         - ¡Todos ustedes deben tener cuidado! Si el rey Huermusute les pregunta, digan que son los sirvientes del rico Baoluoledai. Si se llega a enterar que son del personal del monstruo de quince cabezas seguramente morirán.

         Los del palacio también se asustaron muchísimo y no hubo uno que se negara a obedecer al zorro.

         El rey Huermusute bajó en persona a entregar la princesa a Baoluoledai. Por el camino se encontró con grandes manadas y rebaños de camellos, ovejas, caballos y vacas. A todos los pastores les preguntó de quién eran aquellas bestias y le contestaron que pertenecían al rico Baoluoledai. Al final, llegó al palacio del monstruo de quince cabezas, lanzó una mirada y sólo pudo observar lujo y riqueza por doquier. Contento, sin poder controlar su entusiasmo, exclamó:

         - ¡Mi yerno Baoluoledai es realmente un potentado extraordinario!

         - ¡Cómo no! – interpuso el zorro – Sin embargo, el destino indica que su yerno debería ser más rico aún. El lama adivino ha manifestado que bajo una gran piedra del establo se encuentra un malvado. Es él quien impide que Baoluoledai no viva mejor. Gran rey Huermusute, ¡destruya pronto a ese maldito!

         El rey se enfureció al oír aquellas palabras del astuto zorro rojo, lazó rayos y truenos e hizo añicos la gran piedra, terminando así con el monstruo de quince cabezas. No mucho más tarde, Baoluoledai era el yerno del gran rey y vivió contento y feliz con la princesa en el expalacio del monstruo.

 

EL PAJARO MARAVILLOSO

(Cuento de la nacionalidad mongola)

 

         Dicen que dicen que tiempo atrás en el bosque que bordea las montañas del norte había un maravilloso pájaro inteligentísimo y despierto que incluso sabía hablar.

         Emperadores, ministros y potentados de muchos países habían enviado gente para atraparlo y algunos incluso fueron ellos mismos, pero nadie pudo conseguirlo. Sin embargo, el pájaro no se movía nunca de la rama de un pino milenario, siempre trinando y trinando.

         Cuentan que aquellos que tanto iban y venían en busca del pájaro terminaron por dejar un camino en la montaña.

         He aquí que la historia del maravilloso pájaro llegó luego a oídos del rey Yiertegeer, del este, quien pensó: “¡Qué pájaro tan terrible! Dicen que nadie ha conseguido atraparlo. Pero de todos modos yo lo lograré!” Y dicho esto se dispuso a partir.

         El rey llegó hasta el bosque de que hablábamos, hasta que se detuvo bajo las frondosas ramas de aquel pino milenario. Pero el ave no se asustó ni escapó sino que se dejó atrapar. El rey quedó loco de alegría. Cuando iban en camino de regreso, el pájaro le habló: “¡Respetado rey! Me ha atrapado sin ningún esfuerzo. No obstante, en el camino de regreso no debe exhalar grandes suspiros, ni quedarse en silencio y cabizbajo; de lo contrario me escaparé en un abrir y cerrar de ojos. Por lo tanto, sea como sea, en la marcha siempre tiene que ir hablando alguno de los dos.”

         - Está bien – le contestó el rey –, entonces cuenta tú alguna cosa.

         - Bueno, le contaré al rey una historia – repuso el pájaro –. Cuentan que había un lugar donde vivía un buen cazador con un buen perro. En cierta ocasión el cazador salió de excursión con su perro y de pronto se encontró una carreta repleta de riquezas en pleno valle. La carreta estaba rota y detenida en ese lugar y su dueño se hallaba sentado mostrando su preocupación. Los hombres intercambiaron algunas palabras formales y se sentaron juntos a fumar un cigarrillo. El de la carreta dijo:

         - Hermano cazador, yo quiero ir hasta la aldea que queda más adelante para conseguir alguien que arregle la carreta. Te pido por favor que te quedes aquí con tu perro a cuidarme la carreta.

         - Bien – aceptó el cazador y el otro hombre muy contento atravesó la montaña.

         El cazador esperó hasta la tardecita y como el dueño de la carreta no volvía pensó: “Mi vieja madre está mal de la vista. Es posible que desde la mañana no haya probado bocado”. Le habló a su perro:

         - Quédate aquí cuidando hasta que regrese el dueño de la carreta. No dejes que se roben nada. Yo regreso a hacerle la comida a mi mamá –. Y se marchó.

         El perro, fiel al mandato de su amo, se ocupó de cuidar que el buey que tiraba de la carreta no se apartara del sitio y al igual que un sereno, estuvo todo el tiempo dando vueltas de aquí para allá alrededor del vehículo.

         El propietario de la carreta pasó por muchas aldeas hasta que por fin hacia la medianoche encontró quien la reparara. Cuando volvió, se dio cuenta que el cazador no estaba mientras que el perro se había quedado a cuidar fielmente la carreta. El hombre se dijo que aquél era en verdad un animal muy bueno y lo premió con algunas piezas de plata, ordenándole que se fuera. En ese momento el cazador estaba justamente en la puerta de su casa esperando el regreso de su mejor amigo. Nada más ver a su amo dejó en el suelo la plata que traía en el hocico. El cazador se enfureció, rezongándole: “Te he dicho que cuidaras bien de que no robaran nada y tú sales robando piezas de plata”. Y terminó matando a palos al buen can.

- ¡Ay! ¡Qué descuido tan grande! ¡Matar por error a un perro tan bueno! – exclamó el rey.

- Ha suspirado – dijo el pájaro, y en un abrir y cerrar de ojos se le voló de las manos.

El monarca se reprochaba a sí mismo: ¿Cómo pude olvidarme de que no tenía que suspirar? Entonces desanduvo el camino y atrapó por segunda vez al pájaro en la rama del vetusto pino. El ave comenzó a hablar:

- Bueno, ahora te relataré otra historia. Se cuenta que había un lugar donde una mujer tenía un buen gato. Un día, la mujer tenía que ir a traer agua del pozo y le dijo al felino: “Cuida bien al bebé que está en la cuna”. Después de que la mujer salió el gato se tiró al lado de la cuna espantando las moscas y los mosquitos. De repente, desde la puerta apareció un ratón grande con toda la intención de morderle la oreja al niño. Muy enfadado, el gato se dispuso a atrapar el ratón. Pero en ese mismo momento otro tan grande llegó a todo correr y de un mordisco se llevó la oreja del bebé, quien comenzó a llorar del dolor.

El gato, que estaba persiguiendo al primer ratón, se pegó el gran susto y volvió corriendo al cuarto, mató al roedor en la puerta, llegó hasta la cuna y se puso a lamer la oreja del niño que manaba sangre. Cuando llegó de vuelta la mujer y vio aquello no pudo contener su indignación. “Te mandé que cuidaras al niño pero tú, malvado, le has comido la oreja”. Hablando así, dio al gato una golpiza que lo dejó muerto. Pero tan pronto dio vuelta la cabeza notó que había un ratón muerto atrás de la puerta, con la oreja del niño entre los dientes. Al darse cuenta de su error comenzó a llorar.

         - ¡Ay! ¡Pobrecito! – volvió a exclamar el rey y no más hacerlo el pájaro ¡zás! se le voló de las manos.

         El rey desanduvo por tercera vez el camino, llegó hasta el pájaro y lo volvió a atrapar en el mismo lugar de siempre. Luego emprendió el escabroso camino de regreso a través de la montaña. En la marcha el pájaro le volvió a contar un cuento. – Hubo una vez un año de grandes sequías – comenzó el ave astuta – y un hombre llamado Aerbai abandonó la zona afectada por la hambruna. El sol apretaba recio en el camino y el pobre tenía la garganta tan seca que ya no podía caminar, por lo cual se sentó bajo una alta roca a esperar la muerte. De súbito escuchó un “glu, glu, glu,” o sea el ruido de agua goteando: descubrió así que el líquido bajaba de lo alto de la gran roca. Sin caber en sí de alegría Aerbai sacó inmediatamente su tazón de madera para recibir el precioso líquido. Cuando logró no sin dificultades llenar el tazón y ya se lo estaba llevando a los labios, apareció de pronto un cuervo que con sus alas le volcó el recipiente. ¡Este maldito pajarraco me ha derramado el agua que Dios misericordioso me ha obsequiado gota a gota! – exclamó furioso, y recogiendo una piedra persiguió al cuervo hasta que lo mató. Nada más llegar hasta el lugar donde había ultimado al cuervo descubrió que un poco más adelante salía agua de la grieta de una roca. Una vez más se puso muy contento, bebiendo hasta hartarse. Pero cuando volvió a donde había estado sentado y recogió su paquete, levantó la cabeza y descubrió una gran serpiente que dormía encima de la roca, en tanto de su boca manaba un líquido. ¡Ay! Quiere decir que el “agua” que yo había juntado era el veneno de esta serpiente y el cuervo me salvó la vida – pensó el hombre con lágrimas de arrepentimiento.

         - ¡Ay! – exclamó el rey - ¡Pobre cuervo! ¡Sacrificó su vida para salvar a otro!

         - ¡Otra vez ha fracasado! – gritó el pájaro y volvió a echar vuelo.

         - Se acabó, realmente no hay manera de atrapar a este pájaro – pensó el rey y regresó a su palacio.

 

LA MUCHACHA CARACOL

(Cuento de la nacionalidad tibetana)

 

         Cierta vez y en cierto lugar había tres hermanas: la hermana Oro, la hermana Plata y la hermana Caracol. Las tres eran inteligentes, laboriosas y bellas como los crisantemos de la montaña. La hermosura de las muchachas cobró fama por lo que el ir y venir de los jóvenes de las aldeas cercanas y lejanas para proponerles matrimonio era tan interminable como la ronda de las abejas en la primavera. Sin embargo, las hermanas Oro y Plata tenían muchas pretensiones, con mucha malicia; a éste lo encontraban pobre, aquél otro era feo, de forma que escogiendo y escogiendo no habían encontrado todavía uno que las satisficiera. Pero la hermana Caracol no se parecía en nada a las otras dos. Aunque muy pequeña, era bondadosa y sólo pretendía un joven laborioso como compañero para sus días.

         Una madrugada, cuando la hermana Oro se disponía a ir a buscar agua con el cubo áureo a la espalda, abrió la puerta de la casa y se pegó tal susto que tuvo que retroceder. Y es que en el umbral estaba durmiendo un mendigo viejo, sucio y harapiento, que le obstaculizaba el paso.

         La joven agitó la mano y dijo, fastidiada:

         - Apártate, apártate, deja pasar a la joven Oro que va a buscar agua.

El anciano pordiosero despegó un poco los párpados y dijo indiferente:

         - ¿Necesitas el agua para algo importante?

         - Mi padre la necesita para fermentar vino, mi madre para hacer mantequilla, y yo para lavarme la cabeza, ¿cómo no va a ser importante? – replicó con una mueca de desprecio.

         - Yo no me puedo levantar – contestó el mendigo, al tiempo que volvía a cerrar los ojos –. Si quieres ir a buscar agua, pasa por encima mío.

         La muchacha levantó la cabeza y respondió, completamente indiferente:

         - He franqueado el lugar de reunión de mi padre y el sitio donde mi madre conversa, ¿por qué no habría de pasar por encima de ti?

         Y dicho y hecho, pasó muy enojada por encima del cuerpo del mendigo.

         Al día siguiente le tocaba a la hermana Plata ir a buscar agua. Iba con el cubo plateado a cuestas cuando abrió la puerta de la casa y viendo que allí dormí aun mendigo se pegó tal susto que retrocedió dos pasos, al tiempo que decía:

         - Apártate, apártate, deja pasar a la joven Plata que va a buscar agua.

         El mendigo le lanzó una mirada y contestó:

         - ¿Necesitas el agua para algo importante?

         A la muchacha, impaciente, se le inflamaron los ojos de cólera y replicó:

         - Mi padre la necesita para fermentar vino, mi madre para hacer mantequilla, y yo para lavarme la cabeza, ¿cómo no va a ser importante?

         El mendigo se envolvió en su ropa de arpillera, cerró los ojos y contestó:

         - Si quieres ir a buscar agua, pasa por encima mío, yo no me puedo levantar.

         La joven se levantó un poco la falda que le llegaba a los pies y dijo:

         - He franqueado el lugar de reunión de mi padre y allí donde mi madre habla, ¿por qué no voy a poder pasar por encima tuyo?

         Y acto seguido pasó por encima del hombre y se fue a buscar agua.

El tercer día le tocaba a la hermana Caracol ir a recoger agua. Se levantó por la mañana muy temprano, se cargó muy contenta a la espalda el cubo de concha y cuando abrió la gran puerta para salir se sobresaltó al ver que allí estaba durmiendo un viejo y sucio pordiosero. La hermana Caracol sintió pena por el hombre de edad avanzada y no quiso molestarlo por lo que lo llamó suavemente:

         - Por favor, déjeme pasar que voy a buscar agua.

         Pero el mendigo ni se movió ni abrió los ojos.

         - No estoy obstaculizando tu camino – dijo el anciano – puedes pasar por encima mío.

         - No he franqueado el lugar donde se reúne mi padre ni el sitio donde conversa mi madre, tampoco puedo pasar por encima de ti.

         La joven, muy suavemente, dio la vuelta alrededor del cuerpo del viejo y cantando llegó a la orilla del río. El sauce de la orilla ya exhibía sus brotes verdes y las aguas corrían armoniosamente. Ella descargó el cubo de conchas, se arrodilló, bebió unos sorbos de agua cristalina y luego fue llenando el recipiente con el cucharón de conchas. En ese momento se las vio negras. ¿Cómo cargar el cubo sin la ayuda de otra persona? La joven miró en derredor suyo pero no divisó ni una sombra. Ya estaba muy inquieta sintió como un destello ante sus ojos: hete aquí al mendigo parado delante suyo. Ya no parecía aquel viejo medio moribundo sino que se le veía muy animado.

         - Jovencita Caracol, voy a ayudarte a levantar el cubo – le dijo. La joven se puso muy contenta, se arrodilló y pegó la espalda al cubo, luego se colocó la pértiga en el hombro. El hombre en cuestión parecía querer crearle dificultades al levantar la pértiga un poco más arriba a veces y otras más abajo, de manera que ella no encontraba una manera cómoda de llevarla. La muchacha intentó pararse varias veces pero no lo logró. Finalmente, cuando ya lo había conseguido, como el cubo no había sido bien amarrado a la pértiga resbaló por ésta hasta caer hecho añicos. La muchacha, afligida por la pérdida del cubo y con miedo de que sus padres la rezongaran al volver a la casa se tapó la cara y sollozó.

         En cambio, el viejo no se inmutó para nada, por el contrario le dijo sonriendo:

         - ¿Qué tiene de especial este cubo? Yo puedo darte uno.

         La joven no contestó sino que lloró con más fuerza, pensando: “Este pobretón, ¡con qué me lo va a poder devolver! Este no es un cubo común, está hecho de conchas y no se vende en ninguna parte.”

         Quién se imaginaría que el viejo tenía su solución. Asió una a una las conchas, las mezcló y luego le dijo:

         - Mira, muchacha Caracol, ¿acaso no está bueno el cubo?

         ¡Cómo le iba a creer la joven! Ella pensaba: “Evidentemente se ha roto, no te rías de mí.” Pero no pudo contener la curiosidad y miró: qué curioso, el cubo de conchas estaba enterito. Además, estaba lleno de agua cristalina. Se alegró tanto que hasta le vinieron deseos de cantar y pensó: “Este pordiosero no es una persona del montón seguramente, tal vez sea un genio”.

- Eres realmente una buena persona, me has salvado, ¿te puedo ayudar en algo? – le manifestó agradecida.

- No tengo donde dormir esta noche, me gustaría descansar sólo por hoy en la cocina de tu casa.

- Temo que mi madre no acepte, ella odia a los mendigos. Pero no te preocupes, yo se lo voy a rogar.

- No es necesario que lo hagas, muchacha. Si ella no está de acuerdo, tú le das lo que está dentro del cubo.

La chicuela no tenía claro qué es lo que había dentro del recipiente. Pero impresionada por quien creía un genio no preguntó más nada y retornó a su casa cargando el cubo con la pértiga.

Una vez en el hogar, al tiempo que vertía el agua en el recipiente de bronce, le comentó a su madre que un mendigo quería pasar la noche en la cocina de la casa. La señora frunció las cejas y reflexionó.

- ¿Cómo vamos a permitir que un viejo y sucio vagabundo pase la noche en la cocina de nuestra casa?...

En ese mismo momento ¡plaf! se oyó el ruido de una cosa amarilla que había caído dentro del cubo. Fue entonces que la muchacha recordó las palabras del mendigo y dijo:

- Además, él me dijo que le diera a mi madre lo que hay dentro del cubo.

La madre observó: aquello que había sonado era un anillo de oro por lo cual desfrunció el ceño y sonrió.

- Bueno, dejémoslo que duerma esta noche en la cocina – dijo.

Después de la cena toda la familia se reunió a charlar. El padre bebía té con mantequilla y la madre tejía. Hablando y hablando se tocó el tema del casamiento de las muchachas.

- Yo me quiero casar con el rey de la India – dijo la hermana Oro.

- Y yo con el rey de aquí – dijo la hermana Plata.

Cuando el padre le preguntó a la tercera, ésta se quedó sin saber qué decir. En ese momento entró sin anunciarse el mendigo y se dirigió  a los mayores.

- Quiero hacerle de casamentero a la joven Caracol. Alguien tan hermoso y bueno como ella debe casarse con Gongzela.

¿Quién era ese Gongzela y dónde vivía? Nadie lo sabía ni había oído hablar de él. Los padres pensaron: “Este mendigo loco ¿a qué persona de renombre y posición puede conocer? Seguramente está proponiendo a otro pordiosero”. Cuando sus pensamientos llegaron a este punto los dos menearon la cabeza negativamente. Las otras dos hermanas estaban cuchicheándose al oído sin poder dejar de mirar a la otra con una sonrisa fría.

El mendigo se dio vuelta y le preguntó a la hermana Caracol:

- Gongzela es una buena persona, ¿estás dispuesta a casarte con él?

- No sé quién es – dijo ella.

- Confía en mí, no te engañaré, Gongzela podrá hacerte feliz.

La joven recordó lo que había sucedido aquella mañana. Ella sabía que el mendigo no haría trampas y asintió con la cabeza.

- Te creo y quiero casarme con Gongzela, pero, ¿dónde vive? ¿Y qué tipo de persona es?

- Eres realmente una muchacha inteligente. Si quieres buscar a Gongzela vente conmigo. Siguiendo las huellas de mi bastón llegarás hasta el lugar donde él habita.

Y dicho esto el anciano se dirigió hacia la puerta. La chica lo siguió mientras los padres, al ver que no la podían detener, montaron en cólera:

- Si te vas, no te vayas a arrepentir luego, porque en esta casa ya no podrás entrar.

Las otras dos jóvenes estaban a un lado sonriendo irónicamente.

La hermana Caracol atravesó el umbral de su casa pero ya no se veía ni la sombra del viejo mendigo. Del cielo colgaba una luna brillante que alumbraba el camino y ella encaminó sus pasos siguiendo las huellas del bastón del viejo.

Cuando la luna se iba escondiendo por el occidente y el sol se elevaba por el oriente, la joven, que no sabía cuánto había caminado ya, llegó a un gran dique. Sobre éste retozaba un rebaño de cientos de ovejas que semejaban en su conjunto un ramo de flores. Ella le preguntó al niño pastor:

- ¿Has visto pasar por aquí a un viejo mendigo?

- No. Sólo he visto pasar hace un momento a Gongzela, estas ovejas son suyas.

La muchacha agradeció al niño y siguió camina que camina hasta encontrar un vaquero.

- ¿Has visto pasar por aquí a un viejo mendigo?

- No. Sólo he visto a Gongzela que hace apenas un momento pasó por aquí. Estas vacas son todas suyas.

La joven se despidió del vaquero y prosiguió marchando hasta que se topó con un recuero y le preguntó:

- ¿Has visto pasar por aquí a un viejo mendigo?

- Sólo he visto pasar hace apenas un momento a Gongzela, estos caballos son de él, si quieres verlo sigue hacia adelante.

Tan idéntica respuesta de los tres hombres hizo sospechar a la joven, que pensaba mientras caminaba: “Al final de cuentas ¿qué tipo de persona es Gongzela? ¿Cómo puede tener tanto ganado? ¿El viejo mendigo será Gongzela? ¿Acaso me voy a casar con un viejo mendigo?” Pensando esto, de pronto levantó la cabeza y notó el término de un dique y un gran edificio parecido a un palacio que fulguraba, semioculto, con un brillo dorado. Entonces dio con un hombre canoso y le preguntó:

- Disculpe, ¿ha visto pasar a un anciano mendigo?

- No, - contestó el anciano sonriente – por aquí sólo acaba de pasar Gongzela.

La muchacha señaló el palacio a lo lejos y preguntó:

- Dígame por favor, ¿qué templo es aquél? ¿Qué buda hay allí?

- Muchacha, ese es el palacio de Gongzela, no es un templo. Sigue este camino, él te está esperando – expresó lleno de amabilidad.

La muchacha agradeció al hombre de pelo cano y se encaminó hacia el palacio. Por cada lugar por donde pisaban sus pies iban surgiendo del suelo flores, como por arte de magia, que compitiendo en colorido e inundando el aire de perfume parecían estar dando la bienvenida a quien llegara. Las flores lozanas se abrían al paso de la muchacha, formando así un camino florido que la condujo al frente del palacio.

Cuando ella pisó la escalera del edificio, la gran puerta se abrió inmediatamente. Gongzela junto con su séquito, vestido del color del arco iris, portando perlas, turquesas y corales, salió a recibirla y a pedirla en matrimonio. Ella notó impactada que Gongzela era un rey joven y guapo, por lo cual lo aceptó sin reservas: en ese momento supo que Gongzela no era otro que el viejo mendigo disfrazado.

Gongzela se sentó en una cama de oro y la muchacha vistió la ropa irisada, se enjoyó y se sentó en una cama de plata. Escogieron de mutuo acuerdo un día apropiado y se unieron como esposos viviendo muchos años felices en aquel palacio.

ZHUGUYULEPAI Y KANGMEIJIUMINGJI

(Cuento de la nacionalidad naxi)

 

         En el pastizal de la montaña de nieve, pródiga en vegetación y flores, noventa jóvenes fornidos y setenta muchachas, laboriosas cuidaban de un rebaño de ovejas como estrellas, cerdos grandes como osos y vacas grandes como elefantes. Pero todo aquello era propiedad de Dongbenjiugao y su esposa. Trabajando sin descansar, año tras año, de noche y de día, alimentándose del viento y durmiendo bajo el rocío. No poseían ni uno de aquellos animales, ni una carpa que les perteneciera. Sólo las lágrimas, el hambre, el frío, la amistad y el amor les eran propios.

         Entre los noventa muchachos había uno (a quien en adelante apelaremos Zhugu) llamado Zhuguyulepai que se destacaba por más capaz entre los demás. Sabía trabajar las pieles y sembrar y era tan diestro en la caza que los animales cuando lo veían se morían de miedo. Kangmeijiumingji (llamada Kangmei) era la más bonita de todas las muchachas y además sabía trasquilar y ordeñar, coser y bordar, con tanta habilidad que incluso los más diestros obreros se sentían incapaces ante ella. Estos dos jóvenes se amaban y se ayudaban mutuamente; con la miel del amor limpiaban las lágrimas, cantaban y bailaban juntos, acompañándose con música. Sus compañeros los elogiaban comparándolos con una pareja de picos nevados que se hallaba al fondo del sitio donde trabajaban; también comentaban que eran como dos grullas blancas volando inseparables por aquel espacio de cielo.

         El propietario de todo aquello y su esposa cansados de vivir en aquel lugar, se habían trasladado a otro mucho mejor en la falda de la montaña. Los muchachos se sintieron tan libres como si les hubiesen quitado una montaña de los hombros. Pero el astuto ganadero temía que sus esclavos se escaparan y les ordenó que también se mudaran al nuevo sitio. Pero, ¿cómo se puede volver a encerrar al pájaro que ha salido de su jaula? La orden del ganadero fue un viento en sus oídos y ninguno aceptó irse de allí. El esclavista les decía cosas bonitas como “Deseo que vivan tanto como los árboles antiguos, como el agua y como yo mismo”, para seducirlos les enviaba grullas, cuclillos, golondrinas y otros tipos de aves y peces, ciervos cabras, pero aún así los esclavos no estaban dispuestos a bajar de la montaña. Zhugu y Kangmei le contestaron firmemente: “Queremos la libertad, aunque no vivamos tanto como el esclavista”. Este señor temía que su esclavatura se escapara junto con todo el ganado, por lo que mandó construir nueve puertas de piedra blanca y siete de piedra negra para cerrarles el paso, además de nueve enrejados y siete verjas para impedir la salida de los animales.

         Los esclavos estaban prontos para fugarse cuando observaron que habían perdido un rebaño de ovejas. Entonces Zhugu, dirigiendo a los muchachos y Kangmei a las jóvenes formaron dos grupos para salir en su búsqueda. Después de atravesar nueve montañas y siete valles los jóvenes llegaron hasta un árbol sumamente extraño llamado Hanyingbaoda y allí encontraron al rebaño perdido. El exótico vegetal tenía las ramas de coral, las hojas de jade, las flores de oro y plata, y los frutos, piedras preciosas. Los esclavos se pusieron a cantar y a bailar alrededor del árbol, locos de contento.

Como no llevaban ningún adorno puesto pensaron en coger algunos de sus frutos. Entonces un joven tomó un hacha blanca de hierro y la lanzó contra el tronco, pero no sólo no quedó ni la huella sino que hasta el filo del hacha se melló. El habilidoso Zhugu mató una vaca, le sacó el cuero e hizo un fuelle. Luego hizo carbón con la madera de un castaño que había cortado y fabricó un cuchillo filoso con la reja de tres arados. Por último, atrapó al dragón blanco para que templara el metal, hizo el mango con el cuerno del unicornio, y lo llevó a la orilla del río para frotarlo hasta que quedó tan filoso como la arista de una espiga de trigo. Zhugu llegó luego donde el árbol y con el primer cuchillazo volaron tablas blancas que se transformaron en plata. Con ella formaron pulseras para los muchachos y aretes para las chicas. Con el segundo cuchillazo saltaron maderas verdes, que al volcarse en el agua fueron jades, con los cuales se hicieron pulseras para las chicas. Al tercer golpe saltaron maderas amarillas, que no eran sino oro resplandeciente, utilizados para plasmar hermosos “sanxiu” [5] . Al cuarto cuchillazo salieron maderas negras que al transformarse en perlas brillantes se colocaron en el cuello de los jóvenes y en las trenzas de las muchachas. A la quinta vez, las maderas blancas se transformaron en conchas blancas de moluscos con las cuales confeccionaron cinturones para los muchachos y adornaron el cabello de ellas. La madera roja que saltó del sexto cuchillazo fue enseguida bejuco colorido, que una vez trenzado sirvió para vaina de los cuchillos. La madera roja del séptimo cuchillazo se transformó en un tigre rojo. Luego de quitarle la piel se fabricaron cinturones, carcajes, mantas, etc. Y por último, con la madera amarilla de la última cuchillada, que se presentó en bambú del mismo color, se hicieron flautas, lusheng [6] y silbatos. Con los adornos, los muchachos quedaron más guapos y las chicas más hermosas. Kangmei quedó adorable con los adornos que le puso Zhugu y éste más buen mozo con los que ella le colocó. Zhugu tocaba tan bien la flauta que a Kangmei, al escucharlo, le latía el corazón a pasos acelerados, y ella tocaba tan bien el silbato que él sentía su corazón navegar.

         Después de haber encontrado el rebaño y conseguido los adornos, el deseo de los esclavos era escaparse. Zhugu abrió las nueve puertas blancas y las siete negras y dejó que salieran como el agua corriente sus compañeros. Kangmei abrió las verjas y permitió que las ovejas se fueran cual nubes flotando. La gente fue saliendo una por una. Kangmei montó en un caballo verde y corrió hacia abajo, dando vuelta la cabeza cada dos por tres, inquieta por Zhugu. Este descendió en un caballo blanco y a todo galope para alcanzar a Kangmei que iba más adelante. Mientras los pastores andaban y andaban comenzó a caer la lluvia de otoño: en un abrir y cerrar de ojos el valle se inundó. Cuando Kangmei y las muchachas acaban de atravesar el puente éste quedó partido por el impresionante oleaje del río: Zhugu y sus compañeros se quedaron al otro lado. Los muchachos trataron de hacer un puente de piedras en el curso superior, pero apenas lo pisaron se derrumbó. Desde la otra orilla las muchachas trataron de formar un puente con tallos de cáñamo, pero éste también se cortó enseguida. Entonces Zhugu construyó un barco con madera de pino; luego mató una cabra y con su cuero hizo balsas. Por último formó un puente colgante con trenzas de bambú y tablas de abedul. Así, hubieron tres formas de cruzar el río. Zhugu dejó que sus compañeros pasaran primero. Por fin, casi todos se reunieron y siguieron su camino muy contentos. Pero faltaba Zhugu, quien no había tenido tiempo de cruzar cuando fue llamado por sus crueles padres para que volviera a su casa. Kangmei estuvo espera que te espera al otro lado del río y al ver que su amigo no venía se sintió sola: desconsolada, estuvo dando vueltas de aquí para allá a la orilla del agua.

         Sus compañeros se habían marchado lejos, su amigo no venía y no tenía ni qué comer ni cómo vestirse; por eso a Kangmei no le quedó otra alternativa que trabajar de tejedora para otra gente. Extrañaba mucho a Zhugu; las lágrimas bañaban su tejido. Sus claros lagrimones blanquearon el negro cáñamo y lágrimas de sangre tiñeron la blanca tela. Un loro de buen corazón la vio, volando hasta ella para hacerle compañía y preguntarle qué la acongojaba. La joven le respondió:

         - Dile por favor a Zhugu: en el cielo hay tres estrellas que no han vuelto a su constelación. Yo soy una de ellas. En la tierra hay tres hierbas que no han sido mordidas por las ovejas; yo soy una de ellas. En la aldea hay tres muchachas que no han intimado con hombres; yo soy una de ellas. Pon rápidamente la montura de oro a su caballo y ven a buscarme.

         El loro llegó a la casa de Zhugu y al no encontrarlo les dijo a los padres el mensaje de Kangmei, quienes respondieron rencorosamente. – Cuando las negras nubes cubren el cielo no brillan las estrellas; ella no es una estrella que no ha vuelto a su constelación sino una negra estrella sin brillo. Las hierbas se marchitan en invierno; ella no es una hierba verde, sino marchita. Tiene un demonio en el vientre, no es una buena muchacha. No merece que se le vaya a buscar en un buen caballo con montura de oro y menos aún que mi hijo se case con ella –. El loro volvió hasta el telar y le transmitió a Kangmei equivocadamente las palabras de los padres de su amado como si fueran un mensaje de toda la familia. Kangmei sintió que su corazón se congelaba, ¿será posible que Zhugu se haya vuelto malvado como sus padres? Kangmei volvió a encargarle al loro que le llevara un mensaje a Zhugu:

         - Trasmítele por favor a Zhugu: “En el pasado yo he dicho muchas cosas, y de entre ellas hay tres frases que debes recordar eternamente: Sólo la plata puede emparejarse con el oro, sólo el jade puede emparejarse con las perlas y sólo Zhugu puede emparejarse con Kangmei. Si aún lo recuerdas, monta pronto en tu caballo con montura de oro y ven a buscarme.

         El loro encontró a Zhugu y le transmitió el mensaje de la bella. Al recordar el profundo sentimiento de Kangmei, él pensó que ojalá pudiera volar enseguida a su lado; la situación en que ella se encontraba le dolía tanto como si tuviera espenas en el corazón.

         - Dile, te lo ruego, a Kangmei – le manifestó al loro –: Las palabras de la persona amada viven en el corazón como la tinta en el agua. Pensaba ir a buscarla en invierno, pero mis padres escondieron mis zapatos y mi ropa y me controlaban de tal modo que no había forma de escaparme. Quise ir por ella en primavera, pero me encontré en una situación difícil: mis padres no me daban nada para comer y estaban todo el tiempo con los cuatro ojos pegados en mí, no tenía forma de huir. Cuando quise ir tras ella en verano las grandes lluvias caían a torrentes y mis padres me ocultaron el impermeable, vigilándome día y noche. En otoño vino el maldito ganadero a buscarme para trabajar. Había muchísimo que hacer y el patrón me vigilaba todo el tiempo con un látigo de bambú en la mano. No había forma de eludirlo. Tengo el corazón partido de tanto esperar. – El loro lanzó un suspiro y partió.

         Desde que Kangmei había mandado el segundo mensaje esperaba y esperaba con la esperanza de que el loro regresara rápido junto a Zhugu. Si soplaba viento, ella creía que era el amado que llegaba y se levantaba a recibirlo pero sólo encontraba el vacío. Si oía ruido de cascos pensaba que era Zhugu que venía a buscarla y se levantaba a abrir la puerta, pero era otra persona. Esperó mucho tiempo mas ni llegaba respuesta a su mensaje ni arribaba su adorado. Al pensar en que él ya no la quería sentía el corazón atravesado por cuchillos y lloraba sin consuelo. Sus habilidosas manos parecían estar afectadas de paludismo; el telar terminó tirado a un lado, en el suelo, y el cáñamo sin tejer.

         Los dioses de los muertos por amor sintieron lástima de Kangmei y bajaron desde el tercer palacio del dragón de jade a tratar de convencerla:

         - Kangmeijiumingji de virtud inflexible, vente al tercer palacio del dragón de jade donde hallarás la felicidad. Estás sufriendo demasiado en este mundo y no eres ni libre ni feliz. Allá tenemos césped suave como algodón, flores durante las cuatro estaciones e inagotable agua de fuente. Allí el tigre sirve de montura, el ciervo blanco para arar, el gamo cuida la puerta y el faisán canta en la mañana. El cuco sabe llevar mensajes y el zorzal, cantar. No hay moscas ni mosquitos. Ven ya con nosotros y les enseñarás a los demás a tejer seda blanca como la nieve y a bordar cinturones, comerás aromáticos caramelos de pino.

         Esperando a su amor, a Kangmei se le habían hundido los ojos, tenía los labios resecos, las piernas delgadas y se le habían agotado las lágrimas. Así, terminó por perder las esperanzas y obedeció a los dioses, yéndose a vivir bajo un árbol de la montaña Ruogo enterrando su amor.

         El loro volvió con el mensaje de Zhugu. Pero ¿dónde estaba Kangmei? La buscaba por todas partes.

         El patrón de Zhugu había perdido un gran buey y estaba muy preocupado. El joven aprovechó para decirle:

         - ¡Déjeme ir a buscarlo! – El amo asintió y Zhugu salió corriendo como una flecha en busca de Kangmei. Después de pasar noventa y nueve montañas y setenta y siete valles no consiguió encontrarla. Lloró con dolor y gritó al cielo: “Kangmei, ¿dónde estás?”. Y así, caminando y gritando llegó hasta la montaña Ruogo donde la vio, frente a aquel árbol. ¡Ay! ¡Qué susto se llevó! ¡La querida Kangmei ¡ya había enterrado su amor! Fue como un rayo en su cabeza: enloquecido se abrazó llorando a Kangmei.

         - Mi amada Kangmei, he llegado tarde.

         Las lágrimas de Zhugu limpiaron el polvo de la cara de Kangmei y las lágrimas de sangre tiñeron de rojo su vestido de cáñamo. Entonces habló el alma de Kangmei:

         - Llorar no resuelve nada, Zhugu. En el pasado nos amábamos mutuamente hasta que el odiado río nos separó. Te envié muchos mensajes y tú ni los contestaste ni viniste a buscarme, ¡eres demasiado malvado! – Zhugu le explicó de qué manera la amaba y los problemas que había tenido con sus padres y el patrón para venir a buscarla, y el mensaje que le había enviado con el loro. Y justamente llegó éste, quien confirmó las palabras de Zhugu y además explicó que el primer mensaje no había sido de Zhugu sino de sus padres. Kangmei comprendió todo: abrigó mucho rencor hacia los padres de Zhugu y el patrón que habían puesto tantos obstáculos.

         - Mi querido Zhugu – dijo lanzando un suspiro – yo no puedo revivir, quémame con ramas de pino y hojas de ciprés para que pueda ir al hermoso tercer palacio del dragón de jade. Mis adornos y joyas están enterrados en el límite del mundo, donde se junta lo blanco con lo negro, en la montaña Ruogo: son para ti. Ahora nos despedimos para siempre.

         Con un dolor infinito Zhugu fue a buscar los adornos y joyas de Kangmei, recogió leña de pino y hojas de ciprés, hizo una gran fogata y luego, abrazando a Kangmei, gritó:

         - ¡Querida Kangmei, voy contigo! – y se tiró a las llamas.

         Zhugu y Kangmei se convirtieron en dos nubes de humo y se encontraron en la montaña nevada.

 

HENG MEI Y EL CIERVO DORADO

(Cuento de la nacionalidad naxi)

 

         Hubo una vez un matrimonio pobre de la nacionalidad naxi que llegó a radicarse a las orillas del Lago de Jade, donde, entre los pinos y cipreses, construyeron su casa de dos habitaciones. El hombre se levantaba muy temprano a plantar trigo y a cazar, acostándose muy entrada la noche. Su mujer trabajaba día y noche en un telar de lino. A pesar de ser muy pobres llevaban una vida tranquila, en armonía, y su continua preocupación consistía en los hijos que no llegaban. Tanto deseaban el hijo que todo lo que hacían era como para tres personas: en la mesa siempre ponían tres pares de palillos y tres tazones, y la mujer tejía tela para tres.

         Una noche en que las nubes cubrían el cielo por completo la mujer se sentó al lado del fogón a trabajar en el telar, quedándose dormida sin darse cuenta. Soñó que estaba al lado de una gran roca rodeada de bejucos y que en una cueva de la piedra se veía un río lechoso. El ruido del agua al correr era armonioso como la música de una guitarra de tres cuerdas: alguien cantaba dentro de la cueva. Al rato llegó una barca de ciprés en cuya popa aparecía un ciervo dorado. Un joven le sonreía remando en la proa. De repente, salió un cocodrillo de la parte de atrás del barco. Ella cogió una vara de bambú para salvar al muchacho y el cocodrillo se abalanzó sobre la mujer con su gran boca sangrienta abierta de par en par. El miedo la bañó en sudor. Cuando se despertó escuchó el caer de la lluvia. Le contó a su compañero el sueño que había tenido: éste le dijo que aquello había sido el presagio de que iba a tener un hijo. Y efectivamente, el día quince del octavo mes lunar, una noche en que la luna lucía más redonda que nunca, dio a luz un niño tan hermoso como el astro, al cual llamaron Heng Mei.

         Heng Mei crecía como un pino hacia el sol, su rostro semejaba a los lotos del Lago de Jade y el acento de su voz sonaba como la cascada de la montaña. Los padres lo querían como a un tesoro. Pasaron quince fiestas de otoño y hete aquí Heng Mei convertido en un muchacho tan inteligente como osado. Era capaz de clavar un flechazo en el cuello de las águilas de la montaña mientras de tres hachazos derribaba un cedro. Además, se había hecho amigo de unos diez niños pobres que vivían en una aldea fortificada al pie de la montaña y les ayudaba a cazar cuando ellos salían a pastar las ovejas. Sus compañeros y compañeras se lo agradecían con pequeños presentes y él les regalaba almizcle y piel de almizclero. Los padres de Heng Mei se sentían regocijados al pensar que, con un hijo tan diestro y de tan buen corazón ya tenían un apoyo para sus últimos días.

         Bajo la montaña habitaba un potentado, dueño de 300 li de tierras fértiles y treinta esclavos, que comía carnes y harinas finas, bebía leche y sopa de nido de golondrina, se vestía con sedas y por las noches se cubría con pieles de tigre. Le llamaban “Ri Kua”, lo cual significa víbora venenosa. Su hijo iba a estudiar pero no aprendía nada: en la escuela le habían puesto el mote de Tigre de Madera. Era más feroz que su padre: cuando cabalgaba pisaba los brotes de trigo de los campesinos, si cazaba apuntaba a los cerdos de los demás y raptaba a las muchachas campesinas para divertirse. No había persona en los contornos que no odiara al rico y a su hijo.

         Cierto día de madrugada Heng Mei salió de caza y siguiendo las huellas de un leopardo se alejó un buen trecho. Tigre de Madera había salido a cazar faisanes con una decena de personas, pero ya había vaciado diez carcajes y no había obtenido siquiera la pluma de un pájaro. Estaba verdaderamente furioso. Bajando la montaña y al pasar por el Lago de Jade vio que en la casa de Heng Mei colgaban pieles de zorro, cuernos de ciervo y faisanes: cual un lobo cuando ve un cordero  se abalanzó a robar dejando en un segundo la casa limpia. El padre de Heng Mei no se contuvo y furioso hirió con su flecha al ladrón en el ojo izquierdo mientras la madre le rompía la nariz con la lanzadera. El Tigre de Madera aullaba del dolor y ordenó que se matara a la madre de Heng Mei, mientras que al padre lo colgó del techo prendiendo fuego a sus pies. Al momento comenzaron a desprenderse nubes de humo. Luego, él y sus seguidores se fueron lanzando grandes carcajadas.

         Cuando Heng Mei volvió con el leopardo encontró su casa carbonizada, a su padre quemado vivo y a su madre tirada en el suelo con el cuerpo lleno de cicatrices; en ese momento quedó como fulminado por un rayo. Lloró amargamente, con llanto tempestuoso. “¿A quién debo exigir venganza?”, preguntó mirando hacia el cielo. Pero el azul apagado del firmamento calló. “¿Quién es mi enemigo?”, le preguntó al agua. Pero las lágrimas brillantes del lago enmudecieron. Las llamas de la indignación nacieron en su corazón y llegaron hasta la altura de las montañas nevadas.

         Con un arco y una flecha, que era lo único que le había quedado, Heng Mei, se volvió errante cual pinocha al vaivén del viento. De día cantaba tristes canciones y por las noches se refugiaba en una gruta donde prendía una fogata para abrigar su cuerpo, ya que no su corazón, y no pegaba ojo en toda la noche. Cierto día de madrugada un rugido hizo temblar las hierbas cercanas a la cueva. Heng Mei salió para encontrarse con un ciervo que estaba a punto de ser atrapado por un tigre negro. Entonces aprontó el arco, colocó la flecha y mató al tigre. El ciervo comenzó a saltar y fue a lamerle las manos en un gesto de agradecimiento. Era un ciervo dorado, realmente adorable, de amarillo pelaje y orejas rojas. Heng Mei se lo llevó en brazos a su cueva y así, igual que dos hermanitos, se daban calor cuando hacía frío e iban a buscar alimento a la montaña cuando sentían hambre.

         Cuando llegó la fiesta de Qing Ming[7], Heng Mei fue con el ciervo a visitar y arreglar la tumba de sus padres: al acordarse de ellos un dolor indecible lo embriagó.

         - Ciervo ¿Me entiendes? ¿Sabes quién es mi enemigo? ¿Qué puedo hacer para calmar esta amargura?

         El ciervo asintió con la cabeza movió sus labios y habló:

         - Dime lo que quieras para comer o para vestirte y yo te lo daré.

         Heng Mei, asombrado y contento a la vez le rogó:

         - Yo no quiero manjares ni sedas. Quiero una espada para vengarme, una azada y un buey para sembrar, una bolsa repleta de semillas y una hoz para cosechar.

         El ciervo asintió tres veces con la cabeza, caminó hasta la entrada de la cueva, hizo girar tres veces sus cuernos y aparecieron nubes blancas. Luego baló también tres veces y el sonido, cual si fuera mágico voló hasta el cielo, las nubes se abrieron y maravillosamente todo lo que había pedido Heng Mei fue cayendo. Con su buey y las herramientas el muchacho caminó hasta la orilla del lago, cortó árboles, se construyó su casa y sembró la tierra. Más tarde invitó a sus amigos y amigas pobres de la aldea amurallada a vivir con él de modo que los días transcurrieron cada vez más felices.

         Cuando el rico Ri Kua se enteró de que los pobres vivían felices a la orilla del lago los dientes le castañetearon de la rabia y mandó a su hijo a averiguar. – “Esos pobretones del lago hace rato que subieron al cielo”. – dijo Tigre de Madera con una sonrisa helada. Entonces el poderoso ordenó a su administrador Chang Ba:

         - Ve ya mismo a averiguar qué tesoro hay allí.

         Con un par de zapatillas de paja y una chaqueta de piel de oveja Chang Ba se disfrazó de mendigo y llegó llorando a la casa de Heng Mei, profiriendo mentiras con su lengua de víbora. Heng Mei lo trató como si fuera un hermano y los compañeros lo consolaron, señalando al ciervo:

         - Con tres balidos del ciervo dorado habrá plata y oro por doquier, ya no tienes de qué preocuparte.

         Una vez enterado de aquello, Chang Ba se alegró mucho e ideó un plan. Cuando llegó la medianoche salió de puntillas para robar al ciervo.

         Cuando el creso y su hijo se enteraron del robo del ciervo salieron satisfechos a su encuentro: encendieron tres inciensos, le hicieron tres reverencias con la cabeza y le construyeron un palacio al sagrado ciervo: las puertas y ventanas de jade blanco, la cerca de bronce y el suelo con ladrillos de plata. También le pusieron flores de oro, le colgaron perlas y le dieron pollo para comer. El rico Ri Kua se puso la ropa ritual, se arrodillo ante el ciervo sagrado e imploró:

         - Tengo corazón de budista y sólo deseo montañas de oro y mares de plata, ríos de perlas y de jades, mil esclavos y mil mu de buenas tierras –. El ciervo dio un salto, derribó haciendo añicos las flores de oro y las perlas, luego volvió a saltar y de una patada le partió en tres la mandíbula, haciéndolo llorar del dolor. Un sirviente se lo llevó mientras llegaba Tigre de Madera a rogar:

         - Mi padre no sabe de disciplinas, te ruego que no te enojes, ciervo sagrado. Yo solamente deseo 10.000 canastas de arroz, 10.000 shi[8] de harina, 10.000 caballos, 10.000 ovejas y la misma cantidad de gallinas. Además, únicamente quiero diez muchachas bonitas. Con que sólo des tres balidos yo te respetaré como a un padre –. El ciervo saltó y al segundo el suelo del palacio quedó todo impregnado de heces y con otro salto la nariz de tigre de madera quedó partida de una patada, éste gritando del dolor llamó a los sirvientes para que encerraran al ciervo en la cárcel de tierra ordenando que le dieran de comer una hierba venenosa.

         Mientras, Heng Mei se había angustiado mucho al no ver al ciervo y cuando descubrió que Chang Ba había desaparecido se imaginó que seguramente aquél se lo habría robado. Furioso, bajó enseguida  de la montaña para perseguirlo. Vio que tanto el camino pequeño como el grande estaban llenos de huellas del animal y que éstas llegaban hasta una gran puerta roja, la de la casa del rico. Heng Mei gopeó la puerta con los leones de piedra que allí delante estaban y el que abrió fue justamente Chang Ba. Heng Mei lo asió fuertemente con la mano y el otro se pegó tal susto que comenzó a gritar como loco atrayendo a todos los criados. Heng Mei había salido tan apresurado de su casa que se había olvidado del arco y la flecha, por lo que fue atrapado. Tigre de Madera lo miró con odio y le comentó a Chang Ba:

         - ¡Así que esos dos pobretones habían dejado una mala semilla! ¡Mételo en la celda del ciervo para que se reúna cuando antes con sus antepasados!

         Cuando Heng Mei entró en la celda pudo notar de inmediato que el ciervo casi no respiraba: sintió tanta tristeza como rencor. En eso escuchó las voces de dos guardias que estaban comentando justamente de cómo Tigre de Madera había quemado la casa del lago y cómo lo había quedado tuerto y con la nariz rota. Aquellas palabras quemaron como un carbón ardiente el alma del muchacho, pues en ese momento recién venía a descubrir quién había matado a sus padres. ¡Cómo hubiera querido tener en sus manos un rayo para descargarlo en su cabeza! “Quiero vengarme, quiero salvar al ciervo y escaparme” – pensó. Cuando llegó la medianoche hizo con sus uñas un hueco en la pared de la celda y con el ciervo en brazos llegó de un tirón a la orilla del lago.

         Allí planeó con sus amigos la venganza, para la cual precisaba diez espadas y la ayuda del ciervo para conseguirlas. Pero este último estaba inmovilizado y el sonido de su respiración era tan débil como una tela de araña. ¿Qué hacer? Estaban inquietos como hormigas alrededor de una olla caliente. De pronto, el ciervo abrió los ojos y un hombre pequeñito saltó de sus pupilas y dijo:

         - El rico le dio al ciervo una hierba venenosa y morirá dentro de 49 días. Dicen que bajo la montaña Ruoguo crece un árbol que llega hasta el cielo y en ese árbol hay una hierba que puede salvarlo. En la cueva de Jade Blanco de dicha montaña hay un león dorado que posee un cuchillo milagroso con el cual se puede cortar esa hierba –. Y dicho esto el hombre volvió a la pupila del ciervo y éste cerró los ojos. Heng Mei volvió a sonreír, encargando a sus compañeros que cuidaran los cultivos y al animal; tomando su arco con las flechas partió en busca de la hierba.

         Atravesando picos y precipicios, después de caminar tres días y tres noches Heng Mei llegó a las orillas de un gran río. Era tan ancho que no se veía la otra orilla, ni puentes ni barcos. Entonces divisó una boa negra que, con sus grandes ojos como lámparas y la gran boca abierta venía desde el curso superior. En el curso inferior nadaba un pez dorado fosforescente. Al parecer el pez iba a ser atacado; entonces Heng Mei apuntó y mató a la boa de un flechazo. El pez se aproximó a agradecerle, ofreciéndose a llevarlo a la otra orilla. De esta manera Heng Mei, montado sobre el pez dorado, llegó después de tres días a la otra margen del río. El pez le regaló una escama dorada y le dijo:

         - A la vuelta, llama tres veces con la escama en la mano y yo te llevaré de vuelta.

         Heng Mei guardó bien la escama y caminó otros tres días contra el viento y la lluvia, hasta que llegó a una selva. Los árboles formaban una red que llegaba hasta el cielo, lo pantanoso del terreno no permitía el paso. Estaba pensando muy preocupado cuando vio un gran toro rojo perseguido por un ejército de tábanos.  El animal emitía mugidos lastimeros, pero no sabía cómo deshacerse de sus atacantes. Heng Mei tiró varias flechas y mató a unos cuantos, pero al momento aparecieron más. Entonces, después de reflexionar un poco, hizo una fogata con hierbas secas y así terminó con todos los tábanos. El toro rojo se acercó a Heng Mei para agradecerle y a ofrecerse para llevarlo a través del pantano. Heng Mei montó en su lomo, colgó el arco y las flechas de los cuernos del animal y anduvo tres días y tres noches. El toro se despidió de él dándole un pequeño cuerno y diciéndole:

         - A la vuelta llámame tres veces con el cuerno en la mano y yo te ayudaré a pasar la selva.

         Heng Mei guardó bien el cuerno y siguió su marcha. Caminó tres días con sus noches hasta que llegó a un campo helado. Por el día el sol se reflejaba en el hielo y encandilaba tanto que no se podían abrir los ojos. Por las noches soplaban fuertes vientos y los pies se le agrietaron por las bajas temperaturas. Heng Mei ya no sabía qué hacer cuando vio que un águila negra se abalanzaba sobre una paloma blanca que venía volando en dirección contraria, con sus garras dobladas como dagas. Heng Mei apuntó su flecha hacia el águila y ésta cayó, formando un montículo sobre el suelo. La paloma bajó a agradecerle a Heng Mei y se ofreció para llevarlo volando. Heng Mei aceptó y después de volar tres días, cuando llegaron al final de la playa helada, la paloma se despidió de él dándole una pluma y diciéndole:

         - A la vuelta llámame tres veces con mi pluma en la mano y yo vendré a llevarte de regreso.

         Heng Mei guardó bien la pluma y continuó avanzando. Con el sol de abrigo y la luna por sombrero volvió a andar tres días y tres noches y llegó a un dique donde el agua corría a borbotones y el aire estaba perfumado de arroz y flores. Heng Mei se alegró, cuando de repente vio una anciana que lloraba al lado de una choza. Ante su demanda, la vieja le explicó a Heng Mei, al tiempo que señalaba una cueva de piedra cubierta por las nubes en la montaña del norte:

         - Últimamente ha aparecido un demonio que llega aquí a comerse las vacas y las ovejas, y secuestra a la gente para hacerla su esclava. Mi hija única, A Zhi, ha sido raptada hace diez días y no he vuelto a saber más nada de ella.

         Heng Mei pensó que era apremiante salvar a la muchacha y, con su flecha más fuerte, subió a la montaña. Los arbustos que estaban a la entrada de la cueva tenían un poco más de tres metros de altura y dentro había una habitación de piedra. El demonio no estaba y sólo se encontraba una muchacha muy bella, llorando frente a la escalera. Se asustó y alegró al mismo tiempo cuando Heng Mei le explicó a qué había venido; se alegró porque Heng Mei había llegado como un águila heroica a salvarla y sintió miedo porque el demonio estaba al llegar y peligraba la vida del muchacho. Cada uno le contó al otro su desgracia y mientras hablaban idearon un plan: Heng Mei se escondería entre las vigas de la habitación y esperaría al demonio con la punta de la flecha envenenada. El demonio, de pelos erizados, dientes sobresalientes y nariz peluda entró y le preguntó a A Zhi:

         - ¿Qué extraño ha llegado? ¿De dónde sale ese ruido de respiración?

         - ¿Acaso yo no soy una extraña? ¿Es que yo no respiro? – respondió la muchacha sonriendo. El demonio le dio entonces cereales y carne cruda para comer; ella los recibió y los dejó a un lado.

         - No tengo hambre, mejor te ayudaré a limpiarte los dientes – dijo. El monstruo se sentó en la cama, abrió su gran boca sanguinolenta y dejó que la muchacha, parada en la cama, le limpiara los restos de carne de los dientes con una afilada azada. Una vez hecho esto la joven le dio un balde de agua y el monstruo se enjuagó la boca cerrando los ojos. En ese momento Heng Mei le disparó diez flechas y aquél quedó muerto. Los dos jóvenes volvieron a la choza. La madre trató a Heng Mei como a un yerno y todos los pobladores del dique vinieron a felicitarlos. A Zhi le regaló un bordado como regalo de compromiso y él le dejó una flecha dorada de bambú. Ambos se juraron que una vez que Heng Mei consiguiera la hierba volverían juntos a la orilla del lago.

         Heng Mei se despidió de las dos mujeres y siguió su camino. Volvió a marchar tres noches y tres días hasta que llegó a la montaña Ruoguo. Las piedras parecían de jade blanco y los picos, de jadeita. Los fénix cantaban sobre la montaña cubierta de nubes de colores. A la entrada de la cueva de jade blanco había un león de pelaje dorado que parecía una roca. Heng Mei estaba aprontando su arco cuando el feroz animal se le vino encima: entonces sacó su espada y el cortó el cuello. Una vez dentro de la cueva tuvo que dar dieciocho vueltas hasta que vio el cuchillo mágico reluciendo en la pared. Con el cuchillo en la mano subió hasta el pico de la montaña, donde efectivamente encontró un árbol que llegaba hasta el cielo y en cuyas ramas crecían unas hierbas de colores y de un aroma fortificador. Heng Mei dio un corte en las ramas: se produjo un rayo luminoso y los brotes volvieron a nacer, creciendo de nuevo al instante. Saltando de alegría y con las hierbas en la mano, el joven volvió al lado de A Zhi, y emprendieron el camino de regreso junto con la madre. Gracias a la ayuda de la paloma blanca, del toro rojo y del pez dorado atravesaron la playa helada, la selva y el río y regresaron a las orillas del lago de jade 48 días después de que Heng Mei hubiera partido den busca de la hierba.

         El panorama con que se encontraron era inimaginable: las aguas del lago estaban revueltas y los bosques se quemaban. Resulta que cuando Heng Mei partió, el rico propietario había enviado a sus criados para que atraparan a Heng Mei y al ciervo, incendiaran la nueva casa y revolvieran las aguas del lago. Sus compañeros se habían refugiado en una cueva del bosque junto con el ciervo. El día cuarenta y nueve Heng Mei encontró a sus compañeros y salvó con la hierba al noble animal. Este dio tres balidos y del cielo cayeron 10 caballos y diez flechas. Entonces, Heng Mei montado en su ciervo y los demás en los caballos, bajaron de la montaña y fueron en busca del rico clamando venganza. En el choque de caballos y flechas, los lacayos del rico que no murieron o resultaron heridos se escaparon; Ri Kua huyó con su caballo negro hacia el sur, pero Heng Mei le dio alcance con sus flechas. Chang Ba, que había escapado hacia la dirección contraria, corrió igual suerte. Tigre de Madera, que estaba enloquecido, murió en el entrevero de espadas. Después de liberar a todos los esclavos y repartir entre los aldeanos los bienes del rico, Heng Mei quemó la casa de éste hasta que sólo quedaron montones de carbón.

         Heng Mei regresó con sus compañeros a la orilla del lago, donde volvieron a construir una casa, a sembrar y a criar ganado; mientras los muchachos iban al monte a cazar, las jóvenes manejaban el telar. El día en que A Zhi y Heng Mei se casaron cada uno de ellos le hizo de casamentero a sus amigos y así, los diez compañeros formaron cinco matrimonios. Corrió el vino de la felicidad mientras las palomas danzaban, sonaban en la montaña las canciones y la melodía diáfana de la flauta. Todos bailaban y cantaban dichosos, y hasta el lago abrió admirado sus grandes ojos brillantes.

 

XUE DA Y YIN LING

(Cuento de la nacionalidad hui)

 

         Mucho tiempo atrás, había muy lejos de la ciudad una montaña llamada Ganchailing, bajo la cual se hallaba una ensenada. El terreno del lugar era fértil y las flores se abrían por doquier. Era un lugar maravilloso.

         Allí vivían treinta familias pobres, a las cuales había unido el deseo de escapar de las dificultades. Entre ellos todos eran iguales, y transcurrían su existencia como una familia compartiendo las alegrías y las penas. Subsistían gracias al trabajo de sus propias manos, cultivando los campos y cazando.

         Entre ellos había un joven llamado Xue Da, que siendo muy niño llegó a la ensenada con sus padres. Luego, lamentablemente éstos murieron y él se quedó huérfano. Desde entonces las demás familias lo trataron como un hijo propio, cuidándolo y educándolo. En la misma aldea habitaba una viuda de apellido Li que tenía una hija única de nombre Yin Ling. Madre e hija eran especialmente buenas con Xue Da. El consideraba a la gente de la aldea como a sus propios parientes. La viuda Li era para él como su madre, y Yin Ling como su propia hermanita.

         Xue Da fue desde pequeño muy valiente y laborioso: al llegar a los diecisiete años se mostraba guapo, atrevido, fuerte y experto en todo tipo de artes marciales. Sobre todo, era muy diestro con el arco y la flecha. No había un tiro que no acertara y no existía animal de la montaña que a su encuentro lograra escapar. Al mismo tiempo era un buen labrador y lo que él plantaba crecía muy bien. Cierto día, Xue Da fue a cazar a la montaña y se encontró con un viejo de pelo blanco que le regaló un arco milagroso y tres flechas de oro. Desde entonces, no hubo animal feroz, ni demonio transformado en árbol o montaña, que no muriera bajo sus flechas de oro.

         Yin Ling había cumplido los quince años siendo una jovencita alegre y delicada. Los pájaros y flores que bordaba parecían reales y la gente se peleaba por comprar las telas que ella tejía. Cantaba muy bien y su voz era como una campanilla de plata, así de clara y fascinante. Cuando ella cantaba hasta los pájaros y los pequeños animalitos la rodeaban para escucharla. Un día la joven fue a la montaña a recoger leña y se encontró con una anciana bondadosa que le obsequió con una flauta prodigiosa. No importaba cuan cansado estuviera uno, con sólo escuchar su música la fatiga se le esfumaba de una vez.

         Xue Da y Yin Ling siempre ayudaban efusivamente a los demás. Ellos repartían entre los aldeanos la caza del día o la leña que se había recogido. Ayudaban a quien estuviera en dificultades y de esta manera vivían felices y en paz con los demás.

         Pero hubo un año en que los aldeanos contrajeron una enfermedad. A todos los que se enfermaban les empezaba, poco a poco, a crecer el estómago. Era una especie de edema abdominal muy difícil de curar. El mal se fue extendiendo por toda la aldea y los enfermos eran cada vez más. Estos se lamentaban dolorosamente bajo la tortura del mal. Al ver a sus allegados sufrir, Xue Da y Yin Ling se sentían muy tristes y decidieron sacrificarlo todo para acabar con el sufrimiento de los demás. En la aldea había un señor Ma que había estudiado un poco de medicina. Los jóvenes llegaron hasta él para preguntarle qué clase de enfermedad era aquélla y cómo se podía curar.

         - Es una especie de edema abdominal – dijo el hombre – un poco difícil de curar. Sin embargo, dicen que hay un método de cura, pero dos de las medicinas que se necesita son difíciles de conseguir. Una es bilis de leopardo, y la otra, una hierba medicinal llamada Malianxian. Con ambas medicinas hay cura. Pero hay que conseguirlas en el plazo de tres meses, de otra manera los afectados ya no podrán sanar.

         Los dos jóvenes escucharon las palabras del señor Ma y decidieron dividirse encabezando dos grupos para ir a buscar los remedios. Luego le preguntaron al señor Ma dónde podían conseguir esos dos elementos. El hombre contestó, como si estuviera recordando y pensando a la vez:

         - Según he escuchado decir a los viejos, en la cueva Xiangu del precipicio Wanshi hay un leopardo. Sólo sale una vez al año de la cueva, y lo hace durante la canícula. Luego llegó a la cueva un demonio y desde entonces nadie ha vuelto a atreverse a ir. La montaña donde se encuentra la hierba Malianxian está muy lejos de aquí, y se llama Montaña de las Diez Mil Flores. Para llegar hasta allí hay que pasar por la Gruta de los Diez Mil Pájaros, donde hay extrañas aves muy feroces. En general, este lugar es imposible de pasar.

         Los jóvenes no sólo no se amedrentaron al escuchar las dificultades y el peligro para conseguir las hierbas sino que, por el contrario, reafirmaron más su decisión de ir por ellas.

         Así, Xue Da con cuatro muchachos y Yin Ling con cuatro chicas formaron dos grupos y partieron.

         Xue Da y los cuatro jóvenes no paraban ni de noche ni de día camino al precipicio. Para llegar allí tenían que atravesar seis grandes montañas y seis profundos valles. Los que fueron con Xue Da se asustaron nada más ver los picos escarpados de las montañas y seis profundos valles. Los que fueron con Xue Da se asustaron nada más ver los picos escarpados de las montañas y la profundidad de los valles y regresaron todos. Sólo quedó Xue Da, que después de pasar por miles de fatigas y sufrimientos atravesó las seis montañas y los seis valles, y llegó al precipicio. Allí vio infinidad de clases de hierbas y vegetación desconocidas para él y hermosos pájaros que nunca había visto antes sobre las ramas de los árboles. Todo tipo de animalitos jugaban libremente. Xue Da no hizo caso de la belleza del paisaje sino que corrió enseguida a refugiarse en la cueva que quedaba al frente para esperar al leopardo. Cuando sentía hambre mataba algunos animales y saciaba la sed con agua de fuente. Así esperó mucho tiempo. Cierto día Xue Da se dio cuenta de pronto que los pájaros de los árboles se habían ido uno a uno mientras los animalitos asustados también habían escapado. Todo el precipicio había quedado en silencio. Por su sensibilidad especial de cazador ya había adivinado que iba a aparecer algún animal feroz. Entonces se escondió en la cueva, preparó el arco y la flecha, y se quedó observando atentamente. Al ratito un esplendor rojo se proyectó desde la cueva Xiangu, iluminando de sangre toda la montaña y el valle. Enseguida del resplandor salió de la cueva el espíritu de un feroz leopardo. Xue Da, contentísimo, colocó en su arco milagroso dos flechas, las cuales dieron en los ojos del animal. El leopardo saltaba y gruñía del dolor. El joven, ni lerdo ni perezoso, aprovechó la oportunidad para coger la horquilla de caza, abalanzarse y matarlo. Luego le quitó la piel, la bilis, y emprendió victorioso el camino de regreso.

         Al separarse de Xue Da, Yin Ling había partido con cuatro muchachas den busca de la hierba medicinal. Caminaron y caminaron quién sabe cuánto tiempo hasta llegar por fin a la Cueva de los Diez Mil Pájaros. Las muchachas miraron hacia el interior y sólo vieron que era muy profunda y oscura. Del interior salían sonidos como para ponerle a cualquiera los pelos de punta. Algunos pájaros enormes y feroces que hacían guardia en la entrada de la cueva miraban fijamente y con odio a las muchachas. Las compañeras de Yin Ling se aterrorizaron con lo que vieron y tocando retirada se volvieron a la aldea. Aunque Yin Ling también estaba muy asustada pensó en la amenaza de muerte que pendía sobre los aldeanos y se llenó de coraje. Comenzó a tocar la flauta y los extraños pájaros, al escuchar aquel sonido, se quedaron dormidos. Yin Ling aprovechó la oportunidad para atravesar la cueva y así llegó a un valle. En ese momento sintió hambre y se dispuso a buscar algo para comer. De pronto divisó una choza de paja sobre una colina no muy lejana. Delante de la choza estaba sentado un viejo bondadoso de pelo blanco. Yin Ling fue a saludar al viejo y a explicarle la razón de su llegada. También le preguntó cuál era el camino para llegar hasta la Montaña de las Diez Mil Flores. El viejo no dijo nada, se levantó, entró al cuarto y le trajo a la joven un plato de sopa y una torta. Una vez que la muchacha hubo comido el anciano le señaló el camino hacia esa montaña y en un destello desaparecieron viejo y choza. Después de haber comido Yin Ling se sentía con más energías y siguiendo el rumbo señalado por el anciano se dirigió a la Montaña de las Diez Mil Flores, donde llegó por fin luego de caminar tres días con sus noches. Qué hermosa era la montaña. Por todas partes crecían todo tipo de flores que ella nunca había visto. Sin embargo, no perdió tiempo mirando el paisaje sino que se dedicó a buscar la hierba medicinal. Buscó un rato y de pronto descubrió que lo que ella buscaba crecía en la ladera de la montaña. Contentísima, se dispuso a subir. Al llegar a la ladera descubrió que la hierba estaba dentro de la canasta floreada de una muchacha vestida con falda roja y con flores rosadas en el pelo. La joven de la canasta le sonrió a nuestra heroína, preguntándole por qué había ido hasta allí. Entonces Yin Ling le contó el porqué de su viaje. La otra observó su instrumento y le pidió que tocara un poco para ella. Ante su ruego Yin Ling, ejecutó un trozo. Pero ¿cómo se iba a imaginar que al tocar iban a aparecer treinta muchachas de vestido azul y flores azules en el cabello, cuarenta niños que llevaban sombreros con dos plumas y dos ramos de flores rojas y vestidos de azul y cuarenta niñas de rojo, con trenzas y dos ramos de grandes flores rosadas.

Ellos rodearon a Yin Ling y le pidieron que siguiera tocando. La joven pensó un poco y a través de la música expresó las desgracias y sufrimientos de los aldeanos. La triste melodía hizo que los demás derramaran lágrimas de compasión. Entonces llenaron en un chasquear de dedos una canasta con la hierba Malianxian y otras hierbas medicinales y se la regalaron a Yin Ling. Luego, la primera muchacha dirigió a Yin Ling hasta un precipicio y le ordenó mirar hacia la dirección que ella señalaba. Yin Ling pudo ver que los enfermos de la aldea eran cada vez más, y muchos estaban ya a punto de expirar. Los llantos cubrían toda la aldea y los aldeanos anhelaban que ella llegara con la hierba Malianxian. Al ver este panorama Yin Ling se quedó más triste e intranquila y ¡cómo hubiera deseado tener alas para llegar allá volando con las preciosas medicinas! En ese momento la otra joven adivinó los pensamientos de Yin Ling. Le mandó cerrar los ojos, la sopló y Yin Ling llegó volando a su aldea.

         De esta manera, los valientes y laboriosos Xue Da y Yin Ling, consiguieron antes de los tres meses por sobre las dificultades y peligros, la bilis de leopardo y la hierba medicinal Malianxian, salvando a los aldeanos del peligro de muerte y al poblado de la desgracia. Todo el mundo se quedó muy agradecido y a proposición de todos los aldeanos les celebraron una fastuosa boda haciendo que se convirtieran en marido y mujer. Desde entonces, la gente de este lugar comenzó a entonar canciones de felicidad.

 

EL VALIENTE KANDEBAYI

(Cuento de la nacionalidad kasajo)

 

         En la noche de los siglos vivía a la orilla del río Kalasu de las montañas Kaladawu, un hombre pobre llamado Kasankafu. El hombre vivía de la caza y de la pesca mientras su mujer cosía para los demás y hacía las redes. Así pasaban ellos sus días. Una vez la mujer de Kasankafu quedó embarazada y justo cuando habían pasado nueve meses y algunos días dio a luz un niño gordito, blanco y de cabeza redonda. Los padres batían palmas de la alegría y le pusieron el nombre Kandebayi. El niño crecía rapidísimo: a los seis días ya sabía reírse, a los diez caminaba y corría, y en seis años se transformó en un muchacho fornido. Era tan fuerte que no tenía competidor en la lucha libre; además, era capaz de levantar él solo los bueyes que se caían en un profundo pozo. Cuando su padre salía de caza él también lo ayudaba. Poco a poco pudo cazar hasta cebras y se convirtió en un tirador que de cien tiros, cien daba en el blanco. El joven cazó montones de cebras, antílopes, y gamos. Todos los pobres de las carpas a la orilla del río Kalasu vivían, con su ayuda, en paz y felicidad.

         Cierto día, Kandebayi salió de caza. Cuando llegó a los pies de un gran precipicio de las montañas Kaladawu vio que un feroz lobo gris atrapaba con sus garras la barriga de una yegua preñada y se disponía a comérsela. El muchacho corrió y le agarró la cola al lobo, lo sacudió a derecha e izquierda y luego lo arrojó a un sitio lejano. El animal emitió unos quejidos y expiró. El cazador le quitó la piel y volvió a donde estaba la yegua, observando que a ésta le quedaban los últimos hálitos de vida. Entonces cogió su espada, le abrió el vientre y sacó al potrillo. Luego regresó a su casa con el animal, al cual nombró Keerkula, y lo alimentó con leche de cebra.

         El potrillo creció a pasos acelerados. No había cumplido seis meses cuando ya medía 6 chi[9] y su pelambre era amarilla anaranjada. Cuando se hizo grande era capaz de correr mil li al día y a tal velocidad que llegaba incluso a cazar con su boca pájaros en vuelo. Kandebayi se sentía como un águila al montar su caballo y en un abrir y cerrar de ojos podía atrapar la cola de las cebras que corrían por las montañas.

         De esta forma salía a cazar el muchacho, ya un joven muy generoso con el cual todos los dolientes encontraban consuelos, y los desgraciados ayuda. Para él no existía la palabra “mío”. Era incapaz de maltratar a los demás y todas las cosas que él conseguía era para que las disfrutaran todos. Por todo ello, Kandebayi fue apodado “Batuer”[10], y así se le conoció en todas partes.

         Un día, Kandebayi fue de caza a un lugar lejano. Andando y andando se encontró con un niño pastor de un rebaño de ovejas, que lloraba sin consuelo.

         - ¿Por qué lloras? ¿Por qué estás triste? – le preguntó.

         La cabeza del muchachito estaba afectada de tiña y su ropa, hecha harapos.

         - ¿Acaso puedes ser feliz si te arrebatan a tu querida madre? ¿Puedes vivir si secuestran a tu padre?

         - ¿Qué ha pasado? ¡Explícame! – le rogó Kandebayi.

         Las lágrimas del niño rodaban como para llenar un lago. Suspiró, absorto, y contestó:

         - Yo soy el hijo único de Batuermaergan y tengo seis años. El enemigo llegó a nuestra aldea y nos arrebató todas las bestias; ni la herradura de un caballo dejaron. Mi padre es un “Batuer” que duerme mucho. Cuando vuelve de algún lugar muy lejano de una vez duerme seis días. Mi papá estaba durmiendo cuando lo atrapó el enemigo. Mi madre quiso arrancarles de las manos a mi padre, pero esos hombres crueles también la capturaron, la montaron en la parte de adelante del caballo y se la llevaron. De esta manera estoy hecho un huérfano, sin nada para comer ni vestirme, y no me quedó más remedio que trabajar de pastor para Taxikalabayi. Vivo cansado, sufriendo, mis labios están partidos y me ha salido sarna en la cabeza. Estoy muy triste y lloro por mis padres…

         - Si es así, no llores. Yo voy a buscar a tus padres y a traértelos – dijo Kandebayi.

         El niño se puso muy contento al escuchar sus palabras y le suplicó:

         - Buen amigo, descansa primero dos días en el lugar donde estamos los pastores, y luego de que estés descansado puedes ir.

         Kandebayi aceptó y fue al lugar de los pastores, puso al fuego la cebra que había cazado y cenó. Por la noche regresaron todos los pastores menos aquel niño. Todo el mundo lo esperaba pero fue inútil. Kandebayi ya no se aguantaba más el sueño y cerró los ojos. Justo en ese momento regresó el niño con las ovejas.

         - ¿Por qué has venido tan tarde? – le preguntó el cazador.

         - Me duele un poco el estómago – fue la contestación.

         Al otro día, el niño, charlando y riéndose se fue a la pradera a pastorear. Por la noche, cuando todos los demás regresaron el niño tampoco volvía. Kandebayi se fue a buscarlo, hallándolo desmayado. Cuando volvió en sí, Kandebayi lo interrogó pero él no dijo nada. Esta vez el cazador se enojó y el muchacho, al darse cuenta de su enfado, explicó:

         - Desde ayer, una vez que se pone el sol, seis cisnes llegan volando hasta mi cabeza y me preguntan:

         ¿Hay aquí un buen Kandebayi?

         ¿El caballo Keerkula está en sus manos?

         ¿Sus rayos luminosos se reflejan en el jardín?

         ¿Las patas de su caballo están moviéndose?

Yo les contesté:

         Yo soy el buen Kandebayi

         El caballo Keerkula está en mis manos.

         En el jardín se reflejan mis rayos luminosos

         Las patas de mi caballo están moviéndose.

         - Entonces ellos agitan sus alas y me pegan hasta que caigo al suelo, desmayado como me encontraste.

         Al tercer día, el cazador se vistió con las ropas del niño y se fue, en su lugar, a pastorear las ovejas. Cuando el sol se puso y ya estaba todo oscuro sólo se vieron seis cisnes que llegaban volando y que se posaron en la cabeza del cazador, dieron seis vueltas alrededor de ésta y por fin, descendieron y preguntaron:

         ¿Hay aquí un buen Kandebayi?

         ¿El caballo Keerkula está en sus manos?

         ¿Sus rayos luminosos se reflejan en el jardín?

         ¿Las patas de su caballo están moviéndose?

         Kandebayi, que tenía a su caballo consigo, respondió:

         En el jardín se reflejan mis rayos luminosos

         Las patas de mi caballo están moviéndose.

         Esta vez las aves se enfurecieron y se dispusieron a pegar al hombre con sus alas. Pero Kandebayi se adelantó y le agarró una pata a un cisne. Las aves se fueron volando y en su mano sólo quedó un zapato de oro. Mirando atentamente se veían letras en el zapato. Después, el cazador esperó y esperó que vinieran más cisnes, pero pasaron algunos días y no llegaron más. Se despidió pues del niño pastor y volvió a su casa. Allí les preparó a sus padres cereales para un año, se puso la coraza, cogió armas y entrañas de sesenta potrillos y partió en busca de los padres del niño pastor.

         El caballo Keerkula cabalgaba tan veloz como un águila y en sesenta pasos hacían el trayecto de un mes. Prácticamente parecía que para él las montañas no fueran montañas, los ríos no fuesen ríos y los mares no fueran mares. Después de andar días y noches sin parar Kandebayi llegó a una montaña cuyo pico era tan alto que estaba envuelto en nubes. Cuando llegaron al pie de esta montaña el caballo Keerkula comenzó a hablar:

         - Mi buen amigo Kandebayi, el lugar a donde nos dirigimos ya no está lejos. Después de pasar esta montaña verás un río. Justo en el centro de éste hay una islita. Allí habita el rey de los dioses. El zapato de oro que tú traes es de su hija y los padres del niño pastor están en sus manos. Los tiene encerrados en el infierno, cuya puerta está cerrada herméticamente. La llave se encuentra en el fondo del río Dajiang formado por la confluencia de las corrientes de sesenta ríos. Los humanos no pueden llegar a ese fondo. En la ladera de aquella montaña hay un gigante que cuida vacas lecheras. Fue atrapado en un combate y se ha convertido en esclavo del dios. Busca a ese hombre, dale suficiente dinero para el camino y cámbiale tu ropa por la suya. Luego déjalo en libertad y encárgate tú de cuidar las vacas. Ahora saca un pelo de mi cola, déjame todas las armas y la coraza y suéltame. En este momento, ni yo ni las armas te seremos útiles. Cuando me necesites prende fuego al pelo que has arrancado de mi cola y yo apareceré. Lo que sucederá después lo sabrás cuando estés allí.

         Kandebayi arrancó un pelo de la cola de su caballo, lo dejó en libertad y obró tal cual se le había aconsejado: liberó al gigante, le dio suficiente dinero para el camino, se puso la ropa de él y se fue a pastar las vacas.

         Por la tardecita llevó al ganado a pasar el río, pero las bestias no querían de ninguna manera bajar al agua. El joven se enojó, tomó a las vacas por las patas traseras y una a una las fue lanzando al otro lado del río. Las vacas caían en la isla del centro haciendo gran estruendo. En ese momento, una de las hijas del dios, que estaba en la orilla, gritó asombrada:

         - ¡Eh! ¿Te has vuelto loco? ¿Por qué tratas así a los animales? ¿por qué no gritas como todos los días: ¡Agua que te abres camino, abre camino!?

         Apenas escuchó eso Kandebayi repitió las palabras de la muchacha “¡Agua que te abres camino, abre camino!” y vio que efectivamente el río iba dejando un sendero abierto.

         De esta forma cuidaba Kandebayi del ganado. Cierto día, el rey divino llamó a sus dos hijos y les dijo:

         - Esta noche la yegua negra va a parir. Esta es la novena vez que va a nacer un potrillo. Hasta ahora, cada vez que la yegua está en ese trance, el potrillo desaparece a la noche. Hoy irán ustedes a montar guardia, a ver, de una vez por todas, qué es lo que sucede.

         Estas palabras también fueron oídas por Kandebayi.

         Por la noche, los dos hijos del rey fueron a observar a la yegua. El joven también fue, a escondidas, y no pasó mucho tiempo hasta que los dos hijos del rey se quedaron dormidos y comenzaron a roncar. Sólo Kandebayi quedaba despierto y estaba todo el tiempo observando, un poco antes de amanecer la yegua dio a luz un potrillo con cola dorada. Justo en ese momento en el cielo pareció levantarse como una nube que bajó y se llevó al potrillo. Kandebayi fue corriendo, atrapó la cola del caballo y se quedó con ella en la mano, ya que ésta se había separado del cuerpo. No le quedó más, entonces, que guardársela en el pecho, y dormir. Por la mañana el rey divino llamó a sus dos hijos y los interrogó sobre si habían visto algo o no.

         - La yegua no parió ni ocurrió nada – respondieron los dos.

         El rey estaba preocupado pensando en eso cuando entró Kandebayi y así habló:

         - Excelencia, las cosas van mal.

         - ¿Qué pasa? Dímelo pronto – contestó el rey extrañado.

         - Lo que yo quiero decirle es que lo que ellos han expresado son puras mentiras. Ellos no hicieron guardia, sólo yo quedé despierto. A medianoche sus dos hijos se quedaron dormidos. Un poco antes de que amaneciera la yegua parió un potrillo con cola dorada, pero del cielo pareció levantarse como una nube que se lo llevó. Yo me apresuré a quitárselo pero sólo pude agarrar la cola y al potrillo se lo llevó un águila. – El rey no esperó que terminara de hablar y le preguntó:

         - ¿Y la cola dorada?

         - Excelencia, por favor espere un momento. Si yo quisiera beneficiarme con esa cola de oro no le contaría nada. Mire, por favor, ésta es la cola.

         Kandebayi sacó de su pecho la cola de oro y toda la sala se iluminó de golpe. Los hijos del rey se sintieron muy avergonzados y no sabían ni qué decir.

         - Ahora ustedes tres irán a buscar el águila y el potrillo. ¡Si no los encuentran no vuelvan a verme! – dictó el rey divino.

         Kandebayi pasó el río, prendió fuego al pelo de la cola de su caballo y éste enseguida apareció ante sus ojos. Entonces lo montó, se colocó la coraza, tomó las armas y emprendió camino.

         Al llegar a cierto lugar el caballo se volvió a detener y le dijo a su dueño:

         - Adelante, un poco más lejos, verás que llamas y humo que se elevan hacia el cielo, ese es el río de fuego. El sitio donde tú quieres ir está justamente allí. Ahora, cierra los ojos, y no los abras hasta que yo no te diga. Si los abres estaremos perdidos.

         Kandebayi obedeció. De esta manera, los dos volaron un poco, abrasados al principio por un aire caliente y luego por una sensación quemante. Después de un buen rato el caballo dijo:

         - Abre los ojos.

         Cuando el cazador lo hizo vio que habían llegado a una isla. Allí había ocho potrillos con cola de oro, y uno, que sin cola, estaba tomando agua de un bebedero hecho con el precioso metal.

         - En la copa de ese álamo blanco que llega hasta el cielo – dijo el caballo – está el nido de un pájaro llamado Sumulue. Esta ave sale una vez cada seis meses a buscar su alimento y vuelve a los quince días. Ahora ha salido por comida y faltan seis días para que vuelva. Para no caer en sus manos es necesario que hagamos en seis horas el camino de seis meses. Tú te montarás en la parte posterior de mi lomo y pondrás delante tuyo el bebedero de oro. De esta manera los potrillos nos seguirán sin apartarse un solo paso de nosotros. Cuando dirijamos a los potrillos hacia el cruce del río de fuego, no podemos hacerlo directamente sino que tendremos que ir dando rodeos. Por eso el camino, que a la ida se nos hizo corto, al regreso será más largo. En el trayecto nos encontraremos, además, con tres pasos difíciles. Primero nos toparemos con el monstruo de siete cabezas, luego con el león blanco y por último, con la bruja. Sólo si los vencemos podremos pasar y eso depende de tu fuerza. Bueno, vámonos, no nos demoremos.

         Así, Kandebayi asió el bebedero de oro, se montó con él en el caballo y partieron. Los potrillos los siguieron.

         Al rato, una gran montaña se presentó ante ellos. La elevación se les aproximaba moviéndose: era el monstruo de siete cabezas. Kandebayi colocó el bebedero de oro en el suelo y los potrillos se quedaron alrededor de éste. El cazador, entonces, con un mazo en cuya punta lucía colmillos de lobo, se abalanzó hacia el demonio aprovechando la gran fuerza de su caballo y en menos de lo que canta un gallo una de las cabezas del monstruo cayó derribada. Se dio vuelta y apareció otra, que también cayó al suelo. De esta manera las siete cabezas fueron cayendo y el monstruo quedó fuera de combate. Kandebayi le sacó los ojos y los puso en la alforja.

         Luego volvió a cargar el bebedero de oro, y con los potrillos tras suyo reemprendieron la marcha. El caballo Keerkula corría a tal velocidad que ni el polvo lo alcanzaba, y en un chasquear de dedos ya habían atravesado seis precipicios.

         Al rato escucharon el rugido del león albo. Esta vez el joven amarró a su caballo delante de los potrillos y corrió hacia el sitio de donde provenía el rugido, pero no había caminado muchos pasos cuando una fuerza de atracción lo aspiró. Pronto Kandebayi vio la boca del león, tan grande como el cielo. La fuerza de atracción que lo dominaba era, pues, el aliento del animal. El cazador sacó su espada de acero y oro, aprovechó la aspiración del animal para entrar por su boca y lo partió en dos pedazos. Luego le sacó los dientes y los metió en su alforja.

         Los viajeros volvieron a reemprender el camino. Las montañas y cimas abruptas iban quedando atrás como destellos. De pronto, todo el ambiente quedó envuelto en un espeso humo negro y sólo el brillo de las colas de oro de los potrillos alumbraban la ruta. Del humo negro emergió la figura de una hermosa muchacha preciosamente ataviada. Kandebayi se bajó del caballo y se dirigió hacia ella. La joven lo miró un momento y dijo:

         - El camino es muy largo, seguramente estarás cansado. Por favor entra a mi casa a descansar.

         La muchacha era realmente una bruja metamorfoseada.

         - La verdad es que sí estoy cansado y no me opongo a descansar un poco. Enséñame el camino a tu casa – contestó nuestro protagonista.

         La joven marchaba adelante y comenzaba a abrir la boca Kandebayi cuando sacó su espada y le cortó la cabeza. En un instante saltaron fuertes chispas y a continuación el mundo se volvió a cubrir de nubes oscuras. Cuando éstas se volvieron a dispersar, en el sendero donde había estado la “muchacha” apareció el cuerpo en dos mitades de la bruja. Kandebayi metió la cabeza cortada en su alforja.

         - Por donde reina esta bruja no puede pasar ningún tipo de ave ni animal. Ahora nadie sabe que la bruja ha muerto, por lo tanto el pájaro Sumulue no pasará por aquí. Podremos descansar tres o cuatro días en este lugar – dijo el caballo.

         De esta forma, Kandebayi se quedó allí descansando cuatro días, recogió los tesoros de la bruja, volvió a cargar el bebedero de oro y conduciendo a los potrillos regresó tranquilamente donde el dios divino.

         El dios divino lo recibió satisfecho y organizó un gran banquete de bienvenida. Cuando estaban banqueteándose llegaron los dos hijos con las manos vacías: no habían encontrado nada. Estaban marchitos por el cansancio, medio desmayados y flacos como palo de leña seca.

         El rey divino invitó al cazador a sentarse junto a él y le preguntó sobre su vida.

         - Yo no soy un dios divino, sino un hijo de gente común. Mi nombre es Kandebayi y la gente me conoce como el Kandebayi que tiene el caballo Keerkula. No he venido a este lugar para gozar del paisaje sino por otro motivo. Si usted me lo permite se lo voy a decir.

         - Habla, hijo mío.

         - Años atrás sus hombres atacaron nuestra aldea llevándose todo el ganado. Nuestro “Batuer” fue también secuestrado por ellos aprovechando un momento en que él no podía oponer resistencia. Yo he venido a salvarlo. Esto por una parte. La otra es la siguiente: un día que estaba cuidando a las vacas, seis cisnes llegaron hasta mi cabeza y el zapato de oro de uno de ellos cayó en mis manos. Todos dicen que este tipo de zapato de oro sólo existe en sus dominios, y yo he venido a devolvérselo a su dueño. – Y diciendo esto Kandebayi le entregó el objeto.

         - Es verdad, hijo mío – expresó el rey. – El que ordenó que arrasaran tu pueblo y secuestraran a “Batuer” no fue otra persona que la mía. El y su esposa están en mis manos. El está en el infierno y yo le he dicho muchas veces: “Si trabajas para mí te soltaré”. Pero él es realmente un “Batuer” indoblegable. “Yo no trabajo para el enemigo”. – Me ha contestado siempre. Si yo lo soltara él seguiría con su plan de venganza, es así de inflexible. Tu gran nombre es también conocido por nosotros. Yo había pensado invitarte aquí y pedirte que eliminaras a ese extraño pájaro que ultraja a nuestros potrillos. Yo mismo te busqué, pero no di contigo. Por eso mandé a mis hombres a que arrasaran tu aldea y secuestraran a “Batuer”, pensando que si tú tenías coraje, vendrías a mi encuentro. Luego, pasaron como dos años y tú no venías. Entonces mis seis hijas salieron en tu búsqueda. Este es exactamente el zapato de mi sexta hija. Ahora, quiero exponerte algo como condición. Hay un monstruo de siete cabezas, un león blanco y una bruja. Si tú matas a estos tres y me traes sus cabezas yo libero a “Batuer”, les devuelvo el ganado y, además, te concedo la mano de mi sexta hija.

         Kandebayi descargó la alforja que tenía en el caballo y expuso ante los ojos del dios divino los colmillos del león, la cabeza de la bruja y los ojos del monstruo de siete cabezas. El dios divino no cabía en sí de contento y mandó inmediatamente que soltaran a “Batuer”, su esposa y otros prisioneros, le devolvió al cazador todas las bestias que habían arrebatado sus hombres en la aldea y le concedió la mano de su sexta hija. Luego celebró una fastuosa ceremonia de bodas, le dio a Kandebayi una gran remuneración y se despidió de él.

         Kandebayi partió y le devolvió a su dueño todas las bestias.

         Cuando volvió a su aldea natal sus paisanos lo celebraron mucho y ofrecieron un gran banquete de bienvenida. Mientras Kandebayi vivió en aquel pueblo no hubo un solo enemigo que se atreviera a invadirlos.

 

CHANGFAMEI[11]

(Cuento de la nacionalidad dong)

 

         En la ladera de la montaña Dougao hay una gran cascada cuya forma se semeja a una mujer acostada de modo tal que el agua que corre hacia abajo pareciera su largo pelo blanco. La gente del lugar ha llamado a esa cascada “Baifashui”, que significa agua del pelo blanco. Allí se cuenta la historia de Changfamei.

         Hace mucho, mucho tiempo en los alrededores de la montaña Dougao no había agua. Tanto el agua para beber como para el regadío de los cultivos dependía de la lluvia. En caso de que no lloviera había que ir a buscarla a un pequeño río que quedaba a siete li del lugar. Allí, el agua era tan preciosa como el aceite.

         En una aldea cercana a las montañas Dougao vivía una muchacha cuyo cabello, que le llegaba hasta los talones, era de un negro oscurísimo: todo el mundo la llamaba Changfamei.

         Changfamei y su madre, que estaba postrada en la cama debido a una parálisis, vivían de la cría de cerdos, de la cual se encargaba la muchacha.

         Changfamei iba todos los días al río que quedaba a siete li de distancia a cargar agua y luego tenía que ir a la montaña a traer comida para los cerdos, de modo que estaba ocupada de la mañana hasta la noche.

         Un día, Changfamei, cargando su cesta de bambú se dirigió a la montaña a recoger comida para los cerdos. Trepó la ladera, atravesó un precipicio y luego vio un apetitoso rábano de hojas muy verdes que crecía en la piedra. “Si arranco este rábano y lo cocino en casa seguramente será muy sabroso” – pensó la muchacha.

         Entonces hizo fuerza y de un tirón arrancó el rábano redondo, rojo y del tamaño de una taza de té. En la pared de la roca apareció un orificio de donde comenzó a salir agua cristalina. En un momento, el rábano ¡zás! se le voló de las manos y volvió a introducirse en la roca. De esta forma el agua dejó de salir.

         Changfamei tenía mucha sed y quería beber, por lo que volvió a arrancar el rábano: del orificio salió agua. Ella acercó su boca y bebió hasta hartarse. El líquido era fresco y dulce, parecía jugo de pera helado. Apenas su boca se apartó del hueco el rábano volvió a volar de sus manos y a meterse en la roca, obstaculizando la salida del agua.

         Changfamei se quedó sobre el precipicio observando. De súbito se levantó un gran viento que la arrastró hasta una cueva. Allí, sobre una piedra, estaba sentado un viejo con todo el cuerpo cubierto de pelos rubios, quien le dijo rencorosamente:

         - Has descubierto el secreto de la fuente de la roca. No debes decírselo a nadie. Si lo haces te mataré. Yo soy el dios de la montaña, ¡recuérdalo!

         Otro viento se levantó y arrastró a Changfamei hasta el pie de la montaña; la muchacha volvió desolada a su casa. No se atrevía a contarle el secreto a su madre y menos aún a los aldeanos.

         Observó la tierra resquebrajada por la sequía y el sudor que bañaba los rostros de hombres y mujeres, jóvenes y viejos, cuando iban hasta el río para traer, jadeantes, algo de agua. Ella quería decirle a la gente: “En la montaña Dougao hay una fuente. Sólo hace falta arrancar un rábano, romperlo y luego agrandar el hoyo donde estaba el rábano para que el agua corra”. Pero al recordar al terrible hombre de pelos amarillos las palabras no osaban salir de su boca.

         ¡Qué triste estaba! No comía ni dormía y parecía una muda o una tonta. Sus ojos ya no eran cristalinos sino oscuros. Sus mejillas ya no eran sonrosadas, se habían vuelto color de cera, y su cabello, otrora negrísimo, se veía como marchito.

         Su madre le tomó la delgada mano y le dijo:

         - Hija, ¿qué enfermedad tienes?

         Pero Changfamei se mordió los labios y no dijo ni pío.

         Así fueron pasando los días y los meses. Los cabellos de la muchacha se volvieron blancos. Como no tenía ánimo para peinarse ni arreglarse se lo dejaba suelto.

         - ¡Qué curioso! Una muchacha tan joven y con la cabellera cana – comentaban a escondidas todos.

         Changfamei se sentaba en la puerta de su casa y se quedaba como tonta mirando el ir y venir de la gente. De pronto murmuraba “En la montaña Dougao hay…”. Pero llegaba hasta aquí y se mordía los labios hasta que quedaba en ellos un hilo de sangre.

         Un día que Changfamei estaba parada en la puerta de su casa vio a un  anciano de barba blanca que venía del río, tambaleando con su carga de agua. En un descuido, el viejo tropezó con una piedra y cayó al suelo. El agua se derramó completamente, los cubos se rompieron y el hombre se lastimó una pierna, de la cual corría la sangre sin parar.

         Ella corrió a ayudarlo. Se arrancó un pedazo de tela de su ropa y le vendó la herida. Mientras oía los quejidos del anciano, observó que sus ojos cerrados y su cara se crispaban sin cesar.

         Entonces se dijo a sí misma: “Changfamei, ¡tú le tienes miedo a la muerte! ¡Porque tú tienes miedo a morir la tierra está reseca y los cultivos se han marchitado! ¡Es porque tú le temes a la parca que el sudor baña el rostro de los aldeanos exhaustos! ¡Porque tú le temes a la muerte este abuelito se ha lastimado la pierna! ¡Tú!...”.

         No se contenía más y de pronto gritó:

         - ¡Abuelo, en la montaña hay agua de fuente! Sólo hay que arrancar un rábano, romperlo, agrandar el orificio de donde sale el agua y ésta correrá a manantiales. ¡De verdad! ¡Yo lo he visto con mis propios ojos!

         La muchacha no esperó que el viejo respondiera, sino que se levantó y salió corriendo con su cabello desplegado gritando por todo el pueblo:

         - ¡En la montaña Dougao hay agua de fuente! ¡Vayan todos rápido!

         Y a continuación les contó cómo había descubierto el agua, pero sin mencionar al dios de la montaña.

         Los pueblerinos siempre habían considerado a Changfamei como una persona de buen corazón y todos le creyeron. La gente, unos con cuchillos de cocina y otros con cinceles siguieron a Changfamei atravesando la montaña y llegaron al precipicio. Ella arrancó con sus manos el rábano, lo tiró sobre una piedra y dijo:

         - ¡Rápido! ¡Rápido! Aplasten este rábano.

         Unos cuantos cuchillos hicieron picadillo al rábano y el agua del orificio empezó a salir, pero como el orificio era muy pequeño salía muy poca.

         - ¡Agranden el hueco con las herramientas! ¡Rápido! ¡Rápido! – dijo Changfamei.

         Perforando y perforando, en un rato el hueco quedó del tamaño de un tazón. Luego ya alcanzaba el tamaño de un cubo y al final quedó tan grande como una tinaja.

         El agua comenzó a fluir por la montaña y los aldeanos rieron de alegría. Justo en ese momento se levantó un gran viento y Changfamei desapareció.

         Como todo el mundo estaba contento mirando el agua nadie se dio cuenta de que ella ya no estaba.

         Luego, alguien preguntó:

         - ¿Y Changfamei? – Y otro contestó enseguida: “Seguramente se volvió primero a darle la feliz noticia a su madre enferma”.

         Muy contentos los hombres cruzaron el precipicio y bajaron de la montaña. Pero Changfamei no había vuelto a su casa sino que había sido secuestrada por el dios de la montaña, quien le recriminó a gritos:

         - Te advertí que no lo dijeras a nadie y tú te llevas a la gente a arrancar el rábano y a perforar un gran agujero. ¡Ahora te voy a matar!

         Changfamei, con los cabellos desplegados, contestó fríamente:

         - Si es por los demás, no me importa morir.

         El dios de la montaña, apretando los dientes, le anunció:

         - No voy a dejar que mueras tan fácilmente. Voy a hacer que te acuestes en el precipicio y que el agua que cae a chorros de la montaña te embista, ¡así sufrirás mucho tiempo!

         - Si es por los demás, quiero sufrir ese tormento – respondió la muchacha –. Pero te suplico que me dejes volver primero a mi casa y encargarle a alguien que cuide de mi madre y de los cerdos.

         El dios lo pensó y dijo:

         - ¡Te dejo que vayas, pero si no regresas sellaré la salida del agua y mataré a todos los aldeanos! Cuando regreses te acuestas tú misma en el precipicio, ¡no quiero que vuelvas a molestarme!

         Changfamei asintió con la cabeza y un viento la arrastró al pie de la montaña.

         Mirando el agua corriendo de la montaña, los campos regados y el verdor de los cultivos, la muchacha rió a carcajadas.

         Pero una vez en su casa no osaba contarle la verdad a su madre. – Mamá, en la montaña hay agua de fuente, ya no hay que preocuparse más por el agua – le dijo – las hermanitas de la aldea vecina me han invitado a que vaya a divertirme con ellas unos días, así que le voy a encargar a la tía que vive al lado que se ocupe en este tiempo de ti y de los cerdos.

         - Bien – la madre sonrió.

         Changfamei habló con la vecina y volvió junto a su madre:

         - Mamá, no sé en verdad si estaré en la aldea vecina más de diez días, tú…

         - Si te diviertes, quédate, la vecina es una buena persona y me cuidará bien.

         Changfamei acarició el rostro y las manos de su madre y las lágrimas le rodaron por la mejilla.

         Luego fue donde los cerdos, les palmeteó las cabezas y las colas y las lágrimas volvieron a correr por sus ojos.

         - Mamá, me voy – dijo desde la puerta y sin esperar respuesta se dirigió a la montaña con su pelo suelto.

         En la mitad del camino se hallaba un baniano. La muchacha pasó por debajo de él, acarició el tronco, y dijo:

         - Gran baniano, ¡ya no podré venir a tomar el fresco bajo tu sombra!

         De pronto, un anciano muy grande salió detrás del árbol. Tenía pelo verde, barbas verdes y ropa del mismo color.

         - ¿A dónde vas, Changfamei? – le preguntó.

         Ella lanzó un suspiro, bajó la cabeza y no contestó.

         - Ya sé lo que te sucede. Eres una buena persona y yo quiero salvarte. He hecho una figura de piedra, igual a ti. Ve a verla, está detrás de la aldea.

         Changfamei fue hasta allí y vio una muchacha hecha de piedra, muy parecida a ella misma, sólo que no tenía pelo. Se quedó estupefacta.

         - El dios de la montaña quiere que te recuestes en el precipicio a recibir la embestida del agua. Ese tormento es insufrible. Hay que cargar esta piedra hasta el precipicio a recibir la embestida del agua. Ese tormento es insufrible. Hay que cargar esta piedra hasta el precipicio y hacer que ella te reemplace en el castigo. Pero falta el pelo largo. ¡Muchachita, aguanta el dolor!

         Voy a tirar de tu pelo y a ponerlo en la cabeza de piedra. De este modo el dios de la montaña no sospechará.

         El viejo no esperó respuesta, le arrancó la cabellera a la muchacha y la colocó sobre la imagen de piedra. Y ¡qué curioso!, al ponerlo echó raíces.

         Changfamei quedó calva y la estatua de piedra lucía cabellera blanca.

         - Muchachita, vuelve a casa. Ahora hay agua en la aldea y tú podrás sembrar junto con los aldeanos. ¡De ahora en adelante la vida mejorará cada vez más! – y dicho esto el anciano cargó la piedra y corrió hacia la montaña. Luego colocó la imagen en el precipicio haciendo que el agua la embistiera. El agua corría por el cuerpo a través de la cabellera, blanquísima y larga.

         Changfamei se recostó contra el árbol como atontada. Sintió que la cabeza le picaba y cuando levantó la mano para tocarse, notó que el pelo le estaba creciendo. ¡Ah! ¡El pelo crecía y le iba cayendo por la espalda! Se trajó hacia adelante un mechón con la mano y vio que su pelo era negrísimo. Entonces saltó de la alegría.

         Esperó un buen rato bajo el árbol, pero el viejo de ropas verdes no volvía. En eso sopló una brisa, se movieron las hojas del baniano y se oyó un sonido:

         - El malvado dios de la montaña ha sido engañado. Vuelve a casa tranquila.

         Changfamei miró la cascada “del cabello blanco” en la montaña Douguao observó el verdor de los cultivos en los campos, los vecinos alegres en el campo, el baniano de hojas verdes, y regresó a los saltos con su negra cabellera desplegada.

 

 

MOLA[12]

(Cuento de la nacionalidad yugu)

 

         Hace muchísimo pero muchísimo tiempo, el pueblo de la nacionalidad yugu atravesó el desierto de Gobi, junto con sus camellos, vacas y ovejas y pasando cenagosos pantanos, a través de la estepa, caminando caminando llegó desde el lejano Xinjiang hasta el pie de las montañas Qilian, en Gansu.

          Al pie de dichas montañas se daban buenas condiciones para el pastoreo del ganado. Los animales eran gordos y fornidos y los pastores estaban satisfechos. Sin embargo, bajo la montaña había una cueva de hielo donde habitaba un genio de la nieve. Este genio salía frecuentemente a hacer diabluras, trayéndole muchas catástrofes a los habitantes de la pradera.

         Cada vez que la gente veía levantarse una neblina blanca  de la cueva  de hielo, ya se sabía que el genio estaba enfadado. En menos de dos horas se levantará una tormenta de viento y nieve, que no parará en por lo menos diez o quince días. ¡Una gruesa capa de nieve cubría la pradera, los hombres no tenían leña para quemar, las bestias no encontraban qué comer y los terneros y los corderos se morían congelados al no poder soportar el frío!

         ¡Cuántas veces la gente le había prendido incienso al genio y se había golpeado la frente contra el suelo sin que éste se inmutara! Había un Mola que hervía de furia viendo las atrocidades que efectuaba el genio de la nieve. Una vez, Mola le preguntó a su abuelo:

- ¿Por qué no se elimina de una vez a este genio tan feroz?

El abuelo negó con la cabeza.

- Hijo, los recursos de este genio son muy amplios, ¡nadie se atreve a tocarlo!

- ¿Acaso no hay nadie en el mundo capaz de someterlo?

- Sólo el dios del sol. Pero éste vive en el mar Donghai. Hay que atravesar altas montañas y hacer un largo camino para llegar hasta él. ¿Quién podría aprender sus artes y tomar sus tesoros?

Mola escuchó las palabras de su abuelo, irguió el pecho y dijo con firmeza:

- Si de esa forma se consigue doblegar al genio de la nieve, aunque las montañas sean altas y el camino largo, yo quiero ir a pedirle al dios del sol que me enseñe sus artes y me dé sus tesoros.

Cuando la gente de la pradera se enteró de que Mola quería ir a buscar al dios del sol, fueron todos a despedirlo. Un viejo pastor de la orilla este le regaló un precioso caballo capaz de correr diez mil li al día. Una abuelita de la orilla oeste le obsequió una preciosa ropa impermeable. Un cazador de la montaña del sur le ofreció un carcaj con flechas milagrosas e infalibles. Una joven pastora de la montaña del norte puso en sus manos un látigo. Entre las ovaciones de la multitud el pequeño héroe se vistió con la ropa preciosa, se colgó el carcaj, montó el caballo y utilizó el látigo para dirigirlo. Así partió hacia el este, lugar de donde sale el sol, como un rayo en su montura.

El caballo corrió con su jinete por mil li de pradera y cruzó diez mil montañas nevadas. Cabalgando y cabalgando, de pronto se presentó un escabroso precipicio que les obstaculizaba el camino. El precipicio se denominaba “Filo de cuchillo” ya que llegaba a penetrar en las nubes. El precioso caballo sudaba a chorros tratando de rodear el precipicio. Pasarlo volando sería más difícil que subir al cielo. Mola estaba desesperado cuando de pronto, un pájaro cantó en su cabeza:

Hermano Mola, hermano Mola,

El caballo precioso puede atravesar el cielo

¿Por qué no utilizas tu látigo?

Mola tomó el que le había dado la muchacha y lanzó a aire un fuerte latigazo. Entonces se oyó como una explosión, al tiempo que el extremo del látigo se alargaba y llegaba hasta las nubes, llevando consigo al joven y al caballo, que de esta forma pasaron el precipicio.

Mola siguió hacia el este y quién sabe cuántos miles de li había cabalgado cuando apareció una selva, llamada “Selva del tigre negro”, porque allí vivía el espíritu de un tigre de ese color.

Cuando el tigre vio que en sus dominios entraba un desconocido lanzó un gran rugido y se tiró sobre el niño. El caballo se pegó el gran julepe y disparó en dirección contraria. El espíritu les pisaba los talones y ya los iba a alcanzar cuando se oyó de nuevo el canto del pájaro:

Hermano Mola, hermano Mola,

El espíritu del tigre no puede lastimar a un héroe

¿Por qué no usas tus flechas?

Mola sacó entonces el arco, colocó la flecha, se dio vuelta y apuntó al enemigo. Sólo se escuchó el tintín de la cuerda del arco y el último rugido del espíritu, que cayó muerto.

Mola volvió a dirigir a su caballo hacia el este y continuó cabalgando. No se sabe cuántos otros miles de li corrieron hasta llegar a las orillas del mar Donghai. A lo lejos se divisaba el palacio del dios del sol reflejado por los rayos rojos. Por el mar inmenso, las olas muy altas, el caballo relinchaba y relinchaba sin atreverse a pasarlo. En ese momento en que Mola estaba muy preocupado volvió a escuchar el canto de aquel pájaro.

Hermano Mola, hermano Mola,

Cuando los héroes encuentran peligros no temen

¿Por qué no usas tu ropa impermeable?

Dicho y hecho, Mola se vistió con la ropa impermeable y dirigió a su caballo hacia el mar. En eso vio que el agua se abrió en dos formando un camino y las olas se retiraron. El caballo pisó por allí y llegó cabalgando hasta el palacio del dios sol. Allí estaba sentada un hada de guardia, una discípula del dios. Muy joven, vestía de verde y rojo, y era muy hermosa. Cuando la muchacha observó que un desconocido se dirigía en su caballo hacia el palacio gritó: “¡Ah! ¡Con que entrando a la fuerza! ¡Mire mis armas mágicas!” Y echó al aire un águila que voló con intención de atrapar a Mola. Pero éste sacó el arco y las flechas y dio en el blanco. Así, el caballo siguió avanzando. La muchacha, asustada, se apresuró a entrar y ¡plaf! cerró la gran puerta. Mola se bajó del caballo y golpeó con el puño la puerta fundida en oro con incrustaciones de plata, al tiempo que gritaba:

Abre por favor, dios del sol

El pueblo de la pradera sufre catástrofes

Y quiero aprender tus artes y obtener tu tesoro

para doblegar al genio de la nieve.

Así estuvo gritando y golpeando la puerta durante tres días y tres noches, sin parar un segundo, hasta que se le hincharon las manos y le comenzaron a sangrar y, con la garganta destrozada, ya casi no podía hablar. Al fin, el dios del sol se conmovió y ordenó a la muchacha que lo dejara entrar. Esta abrió la puerta y llevó a Mola a ver al dios. El poderoso vestía un traje rojo, llevaba un sombrero de oro y se abanicaba el cuerpo con un abanico de ese mismo metal, de forma que los reflejos dorados salían de todas las partes del cuerpo, encandilando de manera tal que no se podían abrir los ojos.

- ¡Valiente niño! – exclamó sonriendo al tiempo que se mesaba su barba roja de tres chi de largo –. Ya sé cuál es la razón que te trae hasta aquí. Te voy a prestar una calabaza de fuego mágico y te enseñaré cómo manejarla. Cuando sometas al genio de la nieve, me devolverás la calabaza y yo te recibiré como aprendiz. – Y diciendo esto sacó de su cintura una calabaza radiante y se la entregó a Mola. Luego ordenó a la guardiana que le enseñara al niño las palabras mágicas para manejarla.

Mola agradeció al dios del sol y siguió a la joven hasta la puerta. Entonces notó que el pelo de su caballo se había vuelto blanco. Con un gran susto preguntó a qué se debía eso y la muchacha le contestó:

- Un día aquí equivale a un año en el mundo de los humanos. Hace cuatro días que llegaste, por eso tu caballo también ha envejecido.

Mola quedó muy inquieto y le pidió a la muchacha que le enseñara cuanto antes las palabras mágicas. Aunque no eran muchas, sí eran difíciles de recordar y las tuvo que repetir ochenta veces hasta que se le grabaron. Pero todavía le faltaba aprender las palabras mágicas para recuperar la calabaza después de usarla. Mola estaba muy intranquilo al pensar que había abandonado su casa por tantos años y de no saber qué nuevos desastres habría vuelto a ocasionar el genio de la nieve en todo ese tiempo. ¡Cómo deseaba partir ya mismo y terminar con ese maligno ser! Por eso, la memorización de las otras palabras le resultó aún más difícil. A duras penas, y después de repetirlas unas cuarenta veces, pudo recordarlas. Entonces se despidió apresuradamente de la muchacha y emprendió el camino de regreso.

Desde que el niño había partido, los habitantes de la pradera anhelaban día y noche que volviera pronto para que terminara con el genio malvado. Pero los años iban pasando uno tras otro y él no volvía. “¡Ay! Pobre Mola, tal vez ya no regrese nunca” – exclamaban todos.

Y Mola llegó apenas en el invierno del octavo año, lleno de tierra y caminando dificultosamente. Y es que el caballo con el que había partido ya estaba muy viejo y se había muerto de fatiga en la mitad del camino. El valiente rapaz no había temido a las altas montañas y al largo camino, siguiendo su marcha a pie.

Al segundo día de su llegada al pueblo natal, el genio de la nieve comenzó nuevamente a lanzar una niebla blanca, provocando una terrible tormenta de nieve. Mola se dispuso a poner en práctica las artes que había aprendido para someterlo. Con la calabaza mágica en la palma de la mano, se dirigió, desafiando al viento y a la nieve, al pie de las montañas Qilian. Los aldeanos lo seguían desde lejos con tambores, para animarlo. Mola caminó a grandes pasos hasta el pie de la montaña, dijo las palabras mágicas y la calabaza salió volando de sus manos. Entonces se vio un destello rojo y la calabaza, como una bola de fuego, voló precisamente hacia la cueva de hielo del genio. Al instante la cueva comenzó a arder. De esta forma, el cruel genio que durante tantos años había hostigado a la gente, murió en su cueva en medio de las llamas.

Cuando el genio expiró, las llamas todavía seguían vivas. Mola pensó en las palabras mágicas para recuperar la calabaza, pero se había olvidado completamente de ellas. El fuego seguía y seguía y ya habían pasado tres días con sus noches, pero todavía no se extinguía. Mola estaba requetepreocupado, ya que temía que las llamas se extendieran hasta los bosques y la pradera, ocasionando otra desgracia a los habitantes. Entonces tomó la decisión de arrojarse a las llamas para rescatar él mismo la calabaza. Así, se arrojó sobre la calabaza, hizo presión sobre la boca por donde salía el fuego y éste poco a poco se fue reduciendo. Pero el valiente Mola fue fundido por el fuego transformándose en una montaña de piedras rojas, que quedó levantada al lado de la pradera. Esa montaña de piedra siempre está muy caliente. Allí no crecen árboles ni ningún tipo de vegetación y las nieves de varios li a la redonda se derritieron por su temperatura. Al derretirse, hicieron crecer el caudal del río Baiyang y la hierba de la pradera comenzó a crecer más frondosa. Las vacas y las ovejas devinieron fuertes y gordas, la prosperidad reinaba entre los hombres. La nacionalidad yugo vivió entonces tranquilamente. Cada vez que un cazador va de excursión a la montaña o un pastor se dirige allí a cuidar del ganado, cuando ven a lo lejos la montaña de piedras rojas erguida hacia el cielo le ofrecen sus respetos muy conmovidos a Mola, el héroe hijo de la pradera que sometió al genio de la nieve.

 



[1] En chino significa verde.

[2] En chino, blanco.

[3] Yuzan: Se refiere a la Hosta plantagínea, una flor blanca, característica de oriente, con mucha fragancia.

[4] Kang: tipo de cama china.

[5] “Sanxiu”: Especie de collares típicos de las muchachas de esta minoría nacional.

[6] Lusheng: Un instrumento musical del tipo tradicional.

[7] Qing Ming: Día de los difuntos, celebrado tradicionalmente alrededor del 5 de abril de cada año.

[8] Shi: Medida equivalente a unas 110 libras.

[9] Chi: Un chi equivale a 1/3 metro.

[10] “Batuer” significa “héroe en idioma Kasajo.

[11] Changfamei: Significa muchacha de cabellos largos.

[12] Mola: Voz de la nacionalidad yugo para nombrar a los niños.