Notas
de Semiótica sobre Fascismo
y Arquitectura en las Memorias de Speer
Xavier Laborda Gil
(Universidad de Barcelona)
Memorias
Albert Speer
Barcelona, El Acantilado, 2001; 932 pág.
ISBN 84-95359-43-X
Los fragmentos que reproducidos de las Memorias (1969) de Albert Speer (Mannheim, 1905- Londres,
1081) se
refieren a aspectos de la arquitectura del
Tercer Reich. Speer fue el arquitecto oficial
de Adolf Hitler y proyectó el centro de congreso
de Nuremberg y la Cancillería y el centro
del Berlín durante el nazismo. Los textos recopilados de las Memorias de Speer, además de ser un documento histórico
de gran interés y de brillar por su calidad
literaria, reflejan aspectos muy
instructivos de carácter semiótico sobre la
arquitectura de este régimen totalitario.
La elección de esta obra se debe a que en
2005 se cumple el 60 aniversario del final
de la II Guerra Mundial y la capitulación
del Tercer Reich.
[1]
Primeros encargos
para el Partido
Uno de esos días vi en su despacho
el proyecto para decorar Berlín con motivo
del mitin multitudinario que debía celebrarse
el 1 de mayo por la noche en el campo de
aviación Tempelhof. Aquel proyecto sublevó
mis sentimientos, tanto los revolucionarios
como los arquitectónicos.
-Parece un decorado de fiesta mayor.
-Pues si puede hacer algo mejor, ¡adelante!-respondió Hanke.
Aquella misma noche
surgió el proyecto de una gran tribuna tras
la cual debían tensarse, sostenidas por armazones
de madera, tres enormes banderas, cada una
de ellas más alta que un edificio de diez
pisos. Dos serían en los colores negro, blanco
y rojo del Partido, y en el centro estaría
la bandera con la esvástica. En términos estructurales
el proyecto era muy atrevido, pues si soplaba
un viento fuerte las banderas parecerían las
velas de un barco. Debían ser iluminadas
con potentes reflectores con el fin de hacer
todavía más intensa la sensación de que la
tribuna constituía un punto central elevado,
como un escenario. El proyecto fue aceptado inmediatamente,
y quemé así una nueva etapa de mi camino.
Lleno de orgullo,
mostré mi obra a Tessenow; pero el profesor
seguía con ambos pies firmemente anclados
en lo sólido y artesanal:
-¿Cree usted que ha creado algo? Causa efecto,
eso es todo.
Hitler, en cambio, según me dijo
Hanke, estaba entusiasmado con el proyecto,
si bien fue Goebbels quien se atribuyó todo
el mérito.
(…)
Apenas había terminado
con el encargo de Goebbels cuando, en julio
de 1933, me llamaron a Nuremberg. Se preparaba
en esta ciudad el primer Congreso del Partido
desde su entrada en el Gobierno. El poder
que había alcanzado el partido victorioso
debía tener su expresión en la arquitectura
escénica. N o obstante, el arquitecto local
no logró presentar un proyecto satisfactorio.
Me trasladaron a Nuremberg en avión y presenté
mis bocetos. No había en ellos demasiadas
ideas que los distinguieran de la construcción
del primero de mayo; sólo que esta vez, en
lugar de las banderas extendidas, coronaría
el Zeppelinfeld un águila gigantesca, de
más de treinta metros de envergadura, que
había pinchado en un armazón de madera como
si fuera una mariposa de colección.
El jefe de organización
de Nuremberg no se atrevió a decidir sobre
aquello y me envió a la central de Munich
con una carta de acreditación, pues yo aún
era del todo desconocido fuera de Berlín.
Una vez en la Braunes Haus, se concedió a
mi arquitectura, o, mejor dicho, a mi decoración
de fiesta, una extraordinaria importancia.
Pocos minutos después ya me encontraba con
mi carpeta en una de las habitaciones de Hess,
lujosamente amueblada. Este ni siquiera me
dejó hablar:
-Una cosa así sólo puede decidirla el Führer.
Hizo una breve llamada telefónica y me dijo:
-El Führer está
en su casa; haré que lo lleven allí enseguida.
Empezaba a hacerme una idea de lo que en el
régimen de Hitler significaba la palabra mágica
«arquitectura».
Nos detuvimos frente
a una casa situada cerca del teatro Prinz-Regenten.
Hitler vivía en el segundo piso. Primero
me hicieron entrar en una antesala repleta
de recuerdos o regalos de poca monta. El
mobiliario también era de bastante mal gusto.
Salió un ayudante, abrió una puerta, dijo
un informal «por favor» y me encontré ante
Hitler, el poderoso canciller del Reich. Sobre
la mesa que había frente a él vi una pistola
desmontada que debía de estar limpiando.
-Ponga sus dibujos
aquí-me dijo lacónicamente. Sin mirarme siquiera,
apartó las piezas de la pistola y examinó
con interés, pero en silencio, mi proyecto:-De
acuerdo. Nada más. Y como entonces volvió
a centrarse en su pistola, abandoné la estancia
un poco confuso.
[2]
Ley de ruinas
para la eternidad
A Hitler le gustaba
explicar que edificaba para legar a la posteridad
el espíritu de su tiempo. Opinaba que, finalmente,
lo único que nos hace recordar las grandes
épocas históricas son sus monumentos. ¿Qué
quedaba de los emperadores romanos? ¿Qué
testimonio habrían dejado si hubieran construido
de otra manera? (…) Mi “teoría” tenía por
objeto resolver ese dilema [la ruina histórica]:
el empleo de materiales especiales, así como
la consideración de ciertas condiciones estructurales
específicas, debía permitir la construcción
de edificios que cuando llegaran a la decadencia,
al cabo de cientos o miles de años (así calculábamos
nosotros), pudieran asemejarse un poco a sus
modelos romanos.
Para lograr este fin, pretendíamos renunciar
en la medida de lo posible al hormigón armado
y a la estructura de acero en todos los elementos
constructivos que estuvieran expuestos a la
acción de los agentes atmosféricos; los muros,
incluso los de gran altura, debían seguir
resistiendo la presión del viento cuando
ya no tuvieran tejados o techos que los apuntalaran.
Su estructura se calculaba en función de ello.
Para ilustrar mis
ideas, hice dibujar una imagen romántica
del aspecto que tendría la tribuna del Zeppelinfeld
después de varias generaciones de descuido:
cubierta de hiedra, con los pilares derruidos
y los muros rotos aquí y allá, pero todavía
claramente reconocible. El dibujo fue considerado
una «blasfemia» en el entorno de Hitler. La
sola idea de que hubiera pensado en un período
de decadencia del imperio de mil años que
acababa de fundarse parecía inaudita. Sin
embargo, a Hitler aquella reflexión le pareció
evidente y lógica. Ordenó que, en lo sucesivo,
las principales edificaciones de su Reich
se construyeran de acuerdo con la «ley de
las ruinas».
[3]
Arquitectura efímera y escenografía
En el Zeppelinfeld se celebraba todos los
años un acto dedicado al grueso de los funcionarios
del Partido. Mientras que las SA, el Servicio
del Trabajo y, naturalmente, la Wehrmacht
producían gran impresión en Hitler y en el
resto de espectadores por la perfecta disciplina
que mostraban en sus exhibiciones, resultó
realmente difícil presentar de manera favorable
a aquellos burócratas. La mayor parte habían
transformado sus pequeñas prebendas en inmensas
barrigas; no se podía esperar de ellos que
marcharan en filas exactamente alineadas.
La sección organizadora del Congreso del
Partido deliberó sobre este problema, que
ya había motivado irónicas observaciones de
Hitler. Entonces se me ocurrió la solución:
-Pues dejemos que marchen en la oscuridad.
Desarrollé mi plan ante los jefes de organización
del Congreso del Partido. Durante los actos
nocturnos, los miles de banderas de todos
los grupos locales de Alemania debían colocarse
tras los altos muros del Zeppelinfeld y, a
una voz de mando, se «derramarían» en diez
columnas a través de sendas calles abiertas
entre los funcionarios del Partido; las banderas
y las brillantes águilas que las coronaban
serían iluminadas por diez potentes reflectores,
con lo que se podría conseguir un efecto impresionante.
No contento con esto, y como había tenido
ocasión de ver nuestros nuevos reflectores
antiaéreos, cuyo haz de luz ascendía varios
kilómetros, pedí a Hitler 13. Al principio
Goring puso algunas trabas a mi solicitud,
pues esos reflectores constituían la parte
más importante de la reserva estratégica.
Hitler, sin embargo, logró convencerlo:
-Si los montamos aquí en tan gran cantidad,
en el extranjero creerán que tenemos reflectores
a manos llenas.
La impresión superó con mucho lo que había
imaginado. Los ciento treinta haces de luz
claramente delimitados, colocados alrededor
del Zeppelinfeld sólo a doce metros uno de
otro, resultaban visibles hasta una altura
de seis a ocho kilómetros, y allí se difuminaban
en una gran superficie luminosa. El conjunto
daba la impresión de un espacio gigantesco
en el que los distintos haces parecían tremendos
pilares de unos muros exteriores infinitamente
altos. Una nube surcaba de vez en cuando la
corona de luz y añadía un elemento surrealista
al grandioso efecto. Creo que aquella «catedral
de luz» constituyó la primera muestra de
arquitectura luminosa. Para mí sigue siendo
no sólo mi obra más bella, sino también la
única de mis creaciones espaciales que, a
su manera, ha logrado sobrevivir al paso del
tiempo. «Solemne y hermosa a la vez, como
si uno se encontrara en una catedral de hielo»,
escribió el embajador británico Henderson.
[4]
Espacios para un nuevo orden
El complejo, que incluía instalaciones
para alojar a los que asistían a los congresos,
tenía una extensión aproximada de 16, 5 Km.
Por cierto que ya en la época de Guillermo
II se había previsto levantar en aquel lugar
un «centro de celebración de fiestas nacionales
alemanas» de 2.000 por 600 metros.
Dos años después
de ser aprobado por Hitler, la maqueta de
aquel proyecto se mostró en la Exposición
Universal de París de 1937, donde fue distinguida
con el Grand Prix. En el extremo sur se encontraba
el Campo de Marzo, cuyo nombre, además de
hacer referencia al dios de la guerra, tenía
también por objeto recordar el mes en que
Hitler había implantado el servicio militar
obligatorio. La Wehrmacht efectuaría ejercicios
de combate, es decir, pequeñas maniobras militares,
en aquellos extensísimos terrenos, que ocupaban
una superficie de 1.050 por 700 metros. El
grandioso recinto del palacio de los reyes
Darío I y Jerjes, en Persépolis, del siglo
v
a.C., tenía sólo una extensión de 450 por
275 metros. Las tribunas tendrían catorce
metros de altura, para abarcar con la vista
todo el perímetro, y darían cabida a 160.000
espectadores. Veinticuatro torres de más
de cuarenta metros de altura iban a subdividir
rítmicamente las tribunas, y en el centro
destacaría una tribuna de honor, coronada
por una escultura femenina. En el año 64,
Nerón hizo levantar en el Capitolio una figura
colosal de 36 metros de altura; la de la Estatua
de la Libertad de Nueva York mide 46 metros:
nuestra figura sería catorce metros más alta.
Por el norte, en
dirección al antiguo palacio nuremburgués
de los Hohenzollern, que se podía ver a lo
lejos, el Campo de Marzo se abría en una avenida
de dos kilómetros de longitud y ochenta metros
de anchura. Se había previsto que la Wehrmacht
desfilara por ella ante Hitler en secciones
de unos cincuenta metros de ancho. La avenida
se terminó antes de la guerra y se revistió
de gruesas losas de granito que debían resistir
también el peso de los tanques. La superficie
había sido raspada para que las botas de
los soldados no resbalaran durante los desfiles.
A mano derecha se alzaba una escalinata desde
la que Hitler, rodeado de su generalato, presidiría
las demostraciones. Frente a ella había una
columnata en la que debían izarse las banderas
de los regimientos.
Esta columnata,
de sólo dieciocho metros de altura, debía
dar relevancia al «gran estadio» que sobresaldría
tras ella, para el que Hitler había establecido
una capacidad de 400.000 espectadores. La
mayor instalación comparable de la historia
era el Circo Máximo de Roma, que podía acoger
a entre 150.000 y 200.000 personas, mientras
que los estadios modernos tenían por entonces
su límite en los 100.000 espectadores.
La pirámide de Keops,
levantada hacia el año 2500 a.C., tiene, con
sus 230 metros de longitud y 146 metros de
altura, un volumen de 2.570.000 m3.
Por tanto, el estadio de Nuremberg, de 550
metros de longitud por 460 metros de anchura
y un volumen edificado de 8.500.000 m3,
prácticamente lo habría triplicado. El estadio
había de ser, con mucho, la obra más grande
en su terreno y una de las más imponentes
de la historia. Para que pudiera acoger al
número previsto de espectadores, se hicieron
unos cálculos que dieron como resultado que
el borde del estadio tendría que elevarse
casi cien metros.
(…)
Sin embargo, el
gusto de Hitler por lo descomunal iba más
allá de lo que estaba dispuesto a confesar
a aquellos obreros: lo más grande debía glorificar
su obra y aumentar su confianza en sí mismo.
La erección de aquellos monumentos debía
servir para anunciar su deseo de dominar el
mundo mucho antes de que se atreviese a comunicárselo
a su entorno más íntimo.
También yo me sentí
embriagado por la idea de crear testimonios
históricos de piedra con ayuda de planos,
dinero y empresas constructoras, para poder
anticipar con ellos una aspiración milenaria.
Me sentí tan excitado como Hitler al poderle
demostrar que, al menos en lo referente al
tamaño, habíamos superado las principales
construcciones históricas. Pero en tales ocasiones
Hitler nunca manifestaba en voz alta su entusiasmo.
Escatimaba las grandes palabras. Quizá en
aquellos momentos se sintiera sobrecogido
por cierto temeroso respeto; no obstante,
le gustaba la imagen de su propia grandeza,
generada a una orden suya y proyectada hacia
la eternidad.
En el mismo Congreso del Partido de 1937
en que Hitler colocó la primera piedra del
estadio, concluyó su discurso con esta frase:
«Finalmente, la nación alemana ha conseguido
su Imperio germánico.» Brückner, el asistente
de Hitler, contó durante el almuerzo que se
celebró a continuación que en aquel momento
el mariscal Van Blomberg había llorado de
emoción. A Hitler le pareció que aprobaba
plenamente el significado fundamental de sus
palabras.
En aquella época
se habló mucho de que aquella frase misteriosa
abría una nueva etapa política. Yo sabía poco
más o menos cuál era la intención de Hitler
al pronunciarla, pues por la misma época
me retuvo un día inesperadamente en la escalera
de su casa, dejando que pasaran los demás
acompañantes.
-Vamos a crear un
gran Imperio. Reuniremos a todos los pueblos
germánicos, desde Noruega hasta el norte de
Italia. Soy yo quien debe conseguido. ¡Ojalá
conserve la salud!-me dijo.
[5]
Albert
Speer
Notas de semiótica sobre fascismo
y arquitectura en las Memorias de Speer
Xavier Laborda Gil
Universidad de Barcelona
Fig.- Detalle del campo de Congresos de
Nuremberg, obra de A. Speer.
Arquitecto de Hitler
Albert Speer trabajó como arquitecto a las
órdenes de Hitler. La amistad y el reconocimiento
del Führer le valió ser ministro de armamento
durante la Segunda Guerra Mundial. Speer publicó
sus Memorias a su salida de la cárcel de Spandau,
donde cumplió los veinte años de reclusión
a que le condenó el tribunal de Nuremberg.
Una efeméride nos lleva a leer las Memorias de Speer y a comentar escuetamente
algunos aspectos de su trabajo como arquitecto,
desde el punto de vista de la semiótica. El
interés histórico radica en el hecho de que
en este año de 2005 se cumple el 60 aniversario
del final de la II Guerra Mundial y la capitulación
del Tercer Reich, que se produjo el 8 de mayo
de 1945. Al final de la contienda, con una
población desmoralizada y un ejército vencido,
Hitler confió un pensamiento terrible a Speer.
Le dijo que prefería el hundimiento completo
de Alemania a una capitulación. Con esas palabras
expresaba su determinación de arrastrar al
abismo a la población, que despóticamente
ligó a su propio designio de hierro y muerte.
—Sí el pueblo alemán
sucumbe en esta lucha, será que ha sido demasiado
débil. En ese caso, no habrá superado su prueba
ante la Historia y
únicamente estará destinado al hundimiento.
(Pág. 707)
Estas fueron las palabras que dirigió Hitler
a Speer en el búnker de la Cancillería berlinesa,
en los últimos días de la guerra. Son los
días que narra la película El hundimiento (2005), que toma esa consigna como emblema de la crueldad
y la locura del dictador.
Albert Speer (Mannheim, 1905- Londres, 1981),
fue amigo íntimo de Hitler y arquitecto predilecto
del régimen, estudió arquitectura en Karslruhe,
Munich y Berlín. Pertenecía a una familia
de la alta burguesía, de tradición liberal,
pero se sintió atraído por la ideología nazi.
Y en 1931 entró en el Partido Nacionalsocialista
Obrero Alemán (NSDAP).
Speer fue el arquitecto que, bajo la dirección
del propio Hitler, remodeló Berlín durante
los años 30. En 1937 fue nombrado Inspector
General de Edificación de la Capital del Reich
y asumió el encargo de diseñar las avenidas
y los edificios públicos de Berlín. Vivió
en el círculo inmediato a Hitler y gozó del
trato personal del dictador, por quien sintió
lealtad y amistad.
Inteligencia sin
capacidad crítica
Durante la II Guerra Mundial Speer desempeñó
funciones ministeriales en la producción militar.
En 1942 fue designado ministro de Armamento
y Munición del Ejército, y un año más tarde
ministro de Armamento y Producción Bélica.
Destacó como un activo y eficaz tecnócrata,
con éxitos notables en el incremento de la
producción bélica y la gestión del armamento.
Al final de la guerra fue hecho prisionero
y juzgado por el Tribunal de Nüremberg por
su responsabilidad como miembro del gobierno
nazi.
Estuvo cumpliendo condena en la cárcel de
Spandau hasta 1966. Y tres años después publicó
su autobiografía, Memorias. De ella hemos extraído los fragmentos
transcritos. Se refieren a los comentarios
que hace, con profusión y dominio, sobre su
labor profesional y la arquitectura en el
Tercer Reich. Su lectura depara informaciones
útiles para reflexionar sobre aspectos semióticos
de la arquitectura del régimen totalitario del nazismo.
Pero toda la obra, tan voluminosa como pulcra, es digna de aprecio pues permite
conocer con precisión las fases de un proceso
histórico. Es el proceso del ascenso, la supremacía
y el hundimiento del régimen nazi. A ello
se añade la capacidad de una persona con una
muy buena formación, que, para el caso de
la comunicación, le faculta para brindar ricas
descripciones de situaciones, personajes,
conversaciones y rasgos de la comunicación
no verbal. Y un factor más para dar aliciente
al libro es el protagonismo del propio Speer
en ese relato impresionante y terrible. Es
impresionante por el dinamismo de una época
de cambios y de planes singulares en la historia
del urbanismo. Y es terrible por la hecatombe
que supone la consolidación de un poder despótico
que no repara en esclavizar las poblaciones
vencidas y en aniquilar a millones de personas.
Albert Speer vivió en el centro del poder
y participó en muchas de sus acciones, no
como ideólogo sino como arquitecto. Y durante
los doce años que duró su colaboración, pudo
saber y ver todo lo que quiso, pero no supo
ni vio nada que le pareciera reprochable,
hasta que en el juicio se Nuremberg se hubo
de enfrentar a las pruebas sobre los campos
de exterminio. Reconoció entonces su culpabilidad
como ministro, sin excusas. Y para explicar
este sorprendente desconocimiento recordó
las palabras del filósofo Ernst Cassirer,
referidas como crítica a los nazis:
Eran personas inteligentes
e instruidas, hombres honrados y sinceros
que por propia iniciativa desdeñaron el mayor
privilegio del ser humano, ser dueños de sí
mismos... Dejaron de mostrarse críticos respecto
a lo que los rodeaba y lo aceptaron como algo
natural.
[6]
Speer fue todo ello, una persona
sin duda inteligente e instruida, y probablemente
honrada y sincera. Esa es la impresión que
inspiran sus páginas. Y tuvo a su favor el
privilegio de disponer de resortes del poder
para conocer lo que le rodeaba. Tenía toda
la razón Cassirer, pues Speer miró a otro
lado y no sintió la inclinación de ser crítico.
Se centró en su fascinante cometido técnico
y aspiró a ser aún más poderoso en el Gobierno
de Hitler. Tuvo una inteligencia que está
finamente plasmada en las Memorias,
pero desdeñó el honroso y peligroso honor
de ser dueño de sí mismo
Poder e intimidación facistas
Speer remodeló la antigua Cancillería,
que según Hitler era impropia del Reich porque
tenía un estilo propio de una “empresa jabonera”
y que resultaba muy pequeña. Sobre este punto
de las dimensiones, el despacho del Hitler
tenía sesenta metros cuadrados, lo cual provocó
esta protesta y el encargo de reformas inmediatas:
-¡Demasiado pequeño! Ni siquiera uno de mis colaboradores tendría bastante
con estos sesenta metros cuadrados. ¿Dónde
puedo sentarme aquí con un invitado oficial?
¿En aquel rincón, quizá? Y el escritorio también
es demasiado pequeño. (Pág. 64)
Speer reformó el edificio y diseñó
luego la nueva Cancillería del Reich, que
se inauguró en 1938. El despacho del mandatario
pareció insuficiente. Pero los planes eran
realizar para 1950 una sede definitiva, siguiendo
las indicaciones de Hitler, “para los que
lo sucedieran a lo largo de los siglos”. El
salón de trabajo debía tener 960 m2,
es decir, dieciséis veces más amplio que el
de sus antecesores. El siguiente apunte de
Speer resulta ilustrativo sobre la doble realidad
que presentaba el poder totalitario, aparente
y ostentosa una, para impresionar, y la otra
para su uso privado. Se refiere el arquitecto
a la sala de trabajo de 960 m2:
Debo decir que,
tras consultarlo con Hitler, adosé a aquella
sala un despacho privado; volvía a medir unos
sesenta metros cuadrados.
Es irónico comprobar que, al final
de ese recorrido de reformas, el resultado
era idéntico al de partida, salvo por detalle
sustancial de la nueva escenografía del poder
como teatro imponente. El resultado fue disponer
de una sala de trabajo reducida y cómoda,
de sesenta metros cuadrados de superficie.
La arquitectura colosal fue un elemento
proxémico de la representación del poder.
La nueva Cancillería tenía una planta rectangular,
con una gran fachada. La entrada de personalidades
se hacía por un patio de honor que comunicaba
con la sala de recepción a través de una profunda
galería. El considerable recorrido, un suelo
resbaladizo y muebles inmensos eran nuevos
elementos dispuestos para intimidar a los
visitantes. Y luego estaba el atrezzo,
con unos uniformes diseñados para un propósito
teatral explícito. La visita que realizó Hitler
a Italia en 1938, en muestra de fraternidad
al régimen de Mussolini, fue motivo de la
renovación del vestuario, como describe sarcásticamente
en este pasaje Speer:
[7]
Se hicieron pomposos uniformes para su séquito y Hitler los aprobó. Le
gustaban los dispendios; que él prefiriera
llevar ropa marcadamente discreta se debía
a un cálculo basado en la psicología de las
masas:
-Mi séquito tiene que causar un efecto impactante. Así destacará más
mi sencillez.
Aproximadamente un año después, Hitler encomendó a Benno
von Arent, escenógrafo del Reich, que hasta
la fecha había preparado el atrezzo de óperas y operetas, el diseño
de nuevos uniformes diplomáticos. Los fracs
cubiertos de bordados en oro fueron del agrado
de Hitler. No obstante, hubo voces burlonas
que dijeron:
-¡Es como si estuviéramos en un teatro!
Arent también tuvo que diseñar condecoraciones
para Hitler. Desde luego, habrían podido causar
sensación en cualquier escenario. A partir
de entonces llamé a Arent «el hojalatero del
Tercer Reich».
Speer se mofa de unos uniformes y
unas condecoraciones que merecen la calificación
de opereta. Su dandismo le alejaba de un gusto
dudoso y efectista, pero no criticaba la raíz
política de este dislate. Sin embargo, en
un viaje que realizó poco después por España
tuvo ocasión de reflexionar sobre la arquitectura
que estaba construyendo y quizá vislumbró
la sombra siniestra que proyectaba. Su destino
era Lisboa para inaugurar una exposición titulada
«Nueva arquitectura alemana». Desdeñó utilizar
el avión de Hitler, para evitar la camarilla
dipsómana, y viajó en coche. Fue un viaje
artístico por ciudades de Castilla la Vieja.
Era una España que iniciaba una amarga posguerra,
aunque la visita de sus monumentos le satisfizo
mucho y provocó esa revisión mental de su
propio trabajo a que hacíamos referencia.
Vi antiguas ciudades como Burgos,
Segovia, Toledo y Salamanca. También hice
una visita a El Escorial, cuyo palacio tiene
unas dimensiones comparables al de Hitler,
aunque su objetivo es muy distinto, de índole
espiritual: Felipe II rodeó con un convento
el núcleo de su palacio. ¡Qué diferencia
respecto a las ideas arquitectónicas de Hitler!
La claridad y la austeridad extremas presidían
esta edificación, y las majestuosas estancias
interiores tenían unas formas insuperablemente
contenidas, mientras que en el palacio de
Hitler regían la ostentación y el exceso.
Es indudable que aquella creación casi melancólica
del arquitecto Juan de Herrera cuadraba mejor
con la siniestra situación en que nos encontrábamos
que el triunfal arte programático de Hitler.
En aquellas horas de solitaria contemplación
entreví por primera vez que mis ideales arquitectónicos
me habían conducido por un camino equivocado.
(Pág. 342)
De nuevo la crítica de Speer, como
en el caso del atrezzo
de los uniformes, tiene un calado estético.
Sobre un fondo de adhesión personal al Führer destaca su opinión particular sobre
la arquitectura oficial. La ironía es que
siendo Speer el máximo responsable de este
campo constructivo, se sintiera insatisfecho
con el derrotero estilístico del estilo del
régimen. Ese estilo era el neoclasicismo,
en el cual se identificaba profesionalmente,
pero no ya con lo que consideró una caricatura,
a copia de exagerarlo y desfigurarlo “hasta
el ridículo”, como sentenció Speer. Y explicaba
la elección de este estilo oficial por parte
del Führer:
Hitler creía haber encontrado en las tribus dóricas algunos puntos de
conexión con su mundo germánico, lo que hacía
que apreciara más el carácter supratemporal
del estilo clasicista. Aun así, sería una
equivocación buscar en Hitler un estilo arquitectónico
con base ideológica. Eso no habría respondido
a su pragmatismo. (Pág. 79)
No obstante el aprecio del nazismo por el
neoclásico, la preferencia por el estilo superaba
las fronteras del Reich y, por una sintonía
estética, que no ideológica, también se aplicaba
en edificios públicos de Europa.
De la euforia a la derrota
Como ministro de Armamento, Speer tuvo contacto
con el mundo industrial y fue responsable
del uso de prisioneros en las cadenas de montaje.
La guerra exigía una alta producción de bienes
y de armamento, y la mayor parte de los obreros
alemanes habían sido incorporados al ejército.
Con la misma capacidad organizativa que había
demostrado en la planificación urbanística,
Speer se dedicó a mejorar la eficiencia productiva
y a incrementar la innovación tecnológica.
Se queja en sus Memorias de los problemas para conseguir mano de obra, formarla y
alcanzar los objetivos. Lo curioso es que
introdujo cambios en el sistema de producción
que contradecían el modelo totalitario y centralizado
del régimen. Los cambios fueron de corte liberal,
en el sentido de conceder a las empresas las
condiciones para una producción de competencia
capitalista. Esta medida, junto con la especialización
de las empresas, supuso una mejora sustancial
de la productividad.
Eran los primeros meses de la guerra y ésta
avanzaba muy favorablemente para los alemanes.
Le preocupó que los prisioneros, que denomina
“internos”, llegaran a las fabricas agotados
y que tuvieran que ser sustituidos al poco
por otros. No se le ocurrió considerar que
los nuevos ocupaban los puestos de los muertos
por consunción. Ello dificultaba la producción
porque los recién llegados perdían unas semanas
en su formación y adaptación. Consiguió mejoras
de las condiciones sanitarias y de alimentación
en los campos de internamiento de los trabajadores.
Y cumplió así su objetivo, que era salvaguardar
la capacidad de la industria de armamento.
Resulta instructivo comprobar hasta qué punto
se sentía complacido de su labor al leer un
comentario tan cínico como éste: “Durante
mis visitas de inspección a las fábricas de
producción de armamentos no tardé en ver prisioneros
con caras más satisfechas y mejor alimentados”
(pág. 666). El ministro de armamento pudo
mostrar el orgullo de la tarea cumplida, aunque
ese logro le despojase de su dignidad.
La preparación de la maquinaria de guerra
alemana había comenzado en la década de los
años treinta, bastante antes de las anexiones
de Polonia y Austria y de declararse la guerra.
Mientras se preparaba el rutilante escenario
urbano de Berlín, a la medida de un Estado
pujante y con la idea puesta en un imperio,
se trabajaba en obras de ingeniería militar.
Es el caso de las galerías excavadas en el
valle del Harz, para albergar almacenes y
talleres de armamento aéreo. La arquitectura
secreta y siniestra que se había construido
era la contrafaz del militarismo nazi. Y Speer
giró una visita a esta industria de alta seguridad
a mitad de la guerra, de cuyas impresiones
da cuenta en sus Memorias:
Antes de la guerra se había establecido, en un apartado valle del Harz,
un sistema de cuevas subterráneas muy ramificado
en el que se almacenaban productos químicos
necesarios para el combate. Aquí visité el
10 de diciembre de 1943 las amplias instalaciones
subterráneas en donde debían fabricarse los
cohetes V2 en el futuro. En naves de longitud
interminable, los internos de los campos de
concentración se ocupaban en montar máquinas
y tender instalaciones. No mostraban expresión
alguna al verme; tenían la mirada perdida
en el vado y a nuestro paso se quitaban mecánicamente
la gorra de dril azul de presidiarios. (Pág.
667)
La vastedad de ese mundo subterráneo impresionó
al ministro, al igual que la actitud de los
prisioneros. Es posible que, al recuperar
estos recuerdos veinte años después, después
de su propio cautiverio, proyectara en ellos
una luz diferente a la que vio en su momento.
Quizá viera con fría perspicacia una realidad
ajena, la de un cuerpo de esclavos que se
percibe ausente y deshumanizado. El nervio
del sentimiento se aviva con el recuerdo de
otra perspectiva, dada en el proceso de Nurember
por un prisionero que trabajó en las galerías
del Harz.
No puedo olvidar a un profesor del Instituto Pasteur de París que declaró
como testigo en el proceso de Nuremberg. Había
trabajado en la fábrica mixta que visité aquel
día. Imparcialmente, sin la menor excitación,
expuso las condiciones inhumanas de aquella
fábrica igualmente inhumana: me resulta inolvidable
y me sigue inquietando su acusación desprovista
de odio; sólo estaba triste, quebrantado y
aturdido por tanta degeneración humana. (Pág.
667)
Demasiado tarde fue su descubrimiento
de la verdad y su arrepentimiento. Si en su
posición privilegiada no fue capaz de ver
lo que sucedía es que ello no le importaba,
salvo en sus efectos contra la producción.
Sin embargo, con la derrota llegó para Speer
el tiempo de la humildad, la consternación
y el reconocimiento de su gran culpa.
El origen de este orden esclavista
había comenzado diez años antes de la visita
de Speer a la fábrica subterránea. Hitler
organizó los primeros campos de concentración
en 1933, para recluir a socialistas y comunistas.
Speer se había afiliado al partido nazi en
1931. La aceptación del partido fue en aumento.
Si en las elecciones de 1928 obtuvo el 3%
de los votos, en 1932 fue el 37%. Los historiadores
atribuyen esta creciente adhesión a la grave
crisis económica y la tensión y la violencia
sociales.
[8]
El acto de Speer de ingresar en un
partido de extrema derecha es un reflejo claro
del resentimiento y la inseguridad que sentía
la clase media alta, a la cual pertenecía.
El caso del joven arquitecto es una muestra
de un fenómeno social. Su entusiasmo fue el
mismo sentimiento, ciego y arrebatador, que
experimentaron tantos alemanes ante la posibilidad
de crear una nueva comunidad nacional; el
entusiasmo que provocó el ideal nazi condujo
a un régimen totalitario. Y su arquitectura
y su escenografía fueron grandes propagandistas,
de la cual fue autor relevante Speer.
Albert Speer desempeñó un papel destacadísimo
como creador de las impresionantes escenificaciones
militaristas y como proyectista del nuevo
Berlín. Formó parte del círculo privado de
Hitler y de su gobierno de guerra. Vivió la
década de entusiasmo y de esplendor arquitectónico,
los años de barbarie y las semanas del hundimiento
del régimen. Le cupo la obscena situación
de no tener que esperar a que trascurrieran
siglos para comprobar el efecto de la “ley
de ruinas”. Había concebido este principio
arquitectónico para un futuro remoto, pero
resultó que la ciudad de Berlín y Alemania
entera eran ya ruinas.
Fue una persona inteligente e instruida,
un hombre honrado y sincero, como diría el filósofo
Ernst Cassirer. A pesar de ello, colaboró con
todas sus fuerzas en llevar a Europa a la desesperación
moral y a la ruina material. Sus Memorias son un documento digno de atención. Recogen en clave personal
y profesional el signo macabro del esclavismo
y del holocausto. Y traslucen la llamada permanente
a la violencia que hace el fascismo como razón
de Estado. Las Memorias
de Albert Speer permiten seguir con vívido detalle
sus huellas públicas y privadas durante esos
años trágicos del el totalitarismo nazi y conocer
así un punto de vista crucial para la historiografía,
el punto de vista de los verdugos.