REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


HACIA UNA LITERATURA FERROVIARIA

Juan Antonio López Rivera

 

Sobre su comienzo de risa se posaban helándola

esas miradas atentas y continuas.

JULIO CORTÁZAR

 

 

Aquella mañana la estación rebosaba de gente que iba de un lado para otro. Yo estaba sentado en un banco del andén número tres, esperando el tren que me llevaría a Santiago de Compostela. Me habían invitado a dar una conferencia sobre Cortázar en la Universidad y, por supuesto, a Cortázar no se le puede decir que no.

         El tren se deslizó lentamente hasta detenerse. Su ronco murmullo acalló durante unos segundos el bullicio de la estación. Pero puede que fuera yo el único en subir a él, en compañía de mi maletín. Encontré asiento en un vagón en el que no iban, creo yo, más de seis o siete personas. A mi lado había una joven rubia, muy atractiva, que estaba leyendo. Como siempre me ha parecido un sacrilegio molestar a alguien que está leyendo, y ella lo estaba haciendo tan atentamente, intenté acomodarme con el máximo sigilo posible. Me alegré al ver que no levantaba la vista.

         El tren se puso en marcha. Cualquier posibilidad de conversación quedaba descartada, así que decidí dar un pequeño repaso a la conferencia que pronunciaría aquella misma tarde. Abrí mi maletín lentamente, intentando no enturbiar el silencio que se respiraba en el vagón. Saqué una carpeta y un libro: Rayuela, de mi querido Julio. De la carpeta extraje un montón de papeles que comencé a mirar con desgana, hasta que pensé que ya era la enésima vez que los miraba y volví a guardarlos. Me entregué a Cortázar. Con ilusión casi infantil, abrí Rayuela, consulté el “Tablero de dirección” con una sonrisa cómplice en los labios y me sumergí en el dulce y frenético vaivén de sus páginas. Adelante y atrás, adelante y atrás. El tren, los pasajeros, todo desapareció, y de nuevo Cortázar me hizo suyo. Las páginas iban y venían, cortando el aire compulsivamente. Me sentía, como muchas otras veces, invadido por un gozo que sólo aquel argentino afrancesado sabe proporcionarme.

         En aquel baile de páginas no pude evitar acordarme de la primera vez que leí a Cortázar. Cuando tenía doce años, no recuerdo cómo, llegó a mis manos un relato titulado “Ómnibus”. Seguramente lo leí sin saber de quién era. (Mientras recordaba esto, sentí que unos ojos se clavaban en mí. Yo seguía pasando páginas.) El caso es que aquel relato, tampoco podría decir por qué, me atrapó. Creo que aquel relato me enseñó lo que es la ficción, lo que estar dentro de un mundo hecho en realidad de palabras. Sinceramente les digo que desde entonces mi vida ha tenido siempre a ese autobús de fondo. (¿Quién me estaba mirando?) Y cuanto más he leído a Cortázar, más me he sentido de Cortázar. Un hálito de aquel argentino sublime ha estado indeleble en mi carácter desde que tomé asiento por primera vez en aquel autobús. (Estaba empezando a inquietarme, y no sabía por qué.) Quizá piensen que exagero, que simplemente leer a Cortázar me hace muy feliz y que ojalá, pensarán que pienso yo, no tuviera que abandonar nunca su mundo. Puede que tengan razón. O no. No lo sé. Es algo muy difícil de explicar. (Aquellos ojos…) Sólo sé, como al principio les decía, que a Cortázar no puedo decirle que no.

         Pues bien, allí estaba yo pasando páginas de Rayuela, jugando casi enloquecidamente. De repente, me detuve, y los recuerdos de infancia se disiparon. Levanté la vista, embargado por una sensación extraña. El silencio era total, en cierto modo siniestro, pero tenía su razón de ser: todo el mundo estaba leyendo.

         En aquel vagón, todos los pasajeros estaban leyendo. Un joven de unos veinte años, con una larga melena y barba de tres días, leía un viejo librito rojo de bolsillo mientras escuchaba música en su walkman. Junto a la ventanilla derecha estaba sentado un hombre calvo ataviado con un traje negro y corbata gris que leía un grueso ejemplar en tapa dura de lo que parecía ser uno de esos libros sobre juicios de rápida adaptación cinematográfica. Una joven morena con gafas de montura negra y labios pintados de rojo intenso acompañaba a una anciana enjuta, encorvada y de piel muy pálida, y ambas leían una especie de folletines color rosa con un hombre musculoso y una mujer desnuda en la portada. Al final del vagón pude ver a un hombre de unos cincuenta años con traje marrón y pipa (me recordó inevitablemente a Sherlock Holmes), quizá el típico soltero elegante y un poco afeminado (yo y mis dotes detectivescas), con el pelo canoso peinado hacia atrás y un sombrero en su regazo que a buen seguro le daría un toque de lo más ilustrado, y que leía un libro de lomo negro en cuya portada se distinguía una avioneta y una gran bandera de fondo (el título del libro, si no me equivoco, incluía la palabra “valor”). Y no nos olvidemos de la joven rubia que estaba a mi lado, a la que miré de reojo, a ella y a su libro: me llamaron la atención sus largas pestañas, sus carnosos labios y las palabras “forense”, “homicidio”, “pruebas” y “sangre”. Todo esto fue muy rápido, apenas un par de segundos. Luego volví a bajar la vista, un poco avergonzado. Sólo se oía el suave avance del tren. Todo invitaba a seguir jugando con Cortázar.

         Volví al “Tablero de dirección” y pronto los capítulos de Rayuela se convirtieron en poco menos que estrellas fugaces ante mí. No los leía completos, sólo algunos párrafos que me interesaban y que en lecturas anteriores había señalado con bolígrafo rojo. Pasaba las hojas con una rapidez inusitada, casi con violencia, disfrutando de mi propia ansiedad. Los capítulos no tenían tiempo para detenerse. 76 – 101 – 144 – 92…

         Y ahí empezó todo. En aquel vagón tan silencioso empecé a oír carraspeos y toses nerviosas. No sé por qué pero me detuve, sin levantar la vista. Cerré el libro. Miré de reojo con mucho cuidado y me di cuenta de que la joven rubia sentada junto a mí también había cerrado su libro. Y me estaba mirando y lanzó un gran suspiro. Oí cuchicheos. Más libros se cerraron. Algunos pasajeros, lo noté, se removían en sus asientos. Yo seguía sin levantar la vista de Rayuela. Me estaban mirando, me estaban clavando la mirada, y yo también me removí en mi asiento. Muy lentamente, abrí mi maletín y guardé el libro. Me armé de valor y levanté la cabeza y no pude evitar dar un respingo en el asiento al ver que el hombre calvo trajeado, con su libro de juicios en la mano, estaba de pie ante mí. Oiga, ¿qué cree que está haciendo?, dijo con una falsa sonrisa en los labios. ¿Cómo?, dije yo, titubeante. Mientras, los demás pasajeros fueron poniéndose de pie y formando un semicírculo que me dejaba totalmente acorralado. No hay razón para esa actitud, señor. Nosotros no le hemos molestado a usted, dijo la joven morena que acompañaba a la anciana. ¿Acaso se cree usted superior a nosotros?, dijo el joven del walkman. ¿Nos está desafiando o algo así?, oí decir al hombre calvo trajeado del libro de juicios. Disculpen si les he molestado en algo, de ninguna manera pretendía molestarles, es lo único que se me ocurrió decir. ¿Se cree usted mejor, más macho, por leer a Cortázar?, me espetó el del libro de juicios. Yo creo que nos está insultando, dijo Sherlock Holmes. Menospreciándonos, apuntó la anciana. ¿Es usted mejor que yo porque usted lee a Cortázar y yo leo esto?, dijo el joven del walkman, colocándome su libro ante mis narices. Claro que no, muchacho, yo también he leído ese libro, dije yo con la voz entrecortada. Me sentía atemorizado, me abracé a mi maletín, me encogí en mi asiento. Su actitud es totalmente inapropiada, señor, dijo Sherlock Holmes. No entiendo nada, farfullé. No debería leer a Cortázar aquí, dijo la rubia. No, no debería hacerlo, repitió la anciana. Yo era incapaz de decir nada. Se me había hecho un nudo en la garganta y me costaba respirar. Mi mirada estaba perdida. Señor, tenemos que pedirle que se vaya, dijo el hombre trajeado del libro de juicios. Abandone el vagón, por favor, dijo Sherlock. Nos está incomodando, y no queremos tener problemas, dijo el joven del walkman. Mientras tanto, la joven rubia se perdía por el pasillo del vagón. Yo me incorporé, y el semicírculo se abrió para dejarme paso. Me encontraba aturdido y apenas podía mantenerme en pie. Noté que el tren perdía velocidad. Por el pasillo vi aparecer a la rubia hablando con el revisor, que asentía con la cabeza. Miré fugazmente por la ventanilla: el árido paisaje ya casi no avanzaba. Señor, acompáñeme, dijo el revisor. Sus miradas seguían golpeándome y me causaban escalofríos. No opuse resistencia. El tren se detuvo.

         Cuando vine a darme cuenta, el tren volvía a ponerse en marcha y yo no estaba dentro de él. Me encontraba sentado en un banco de una estación que parecía estar en medio de la nada. Reinaba un silencio lúgubre y un recio y arenoso viento me mordía los ojos. Me sentía descolocado, confundido. No tenía más remedio que esperar otro tren. Coloqué el maletín sobre mis rodillas, y cada vez que pensaba en abrirlo para sacar el libro, un soplo de aire frío me recorría el espinazo y me atenazaba. No debo hacerlo, no puedo hacerlo, éste no es el lugar, me decía a mí mismo. Fue una larga espera.

         Desde entonces, sólo leo a Cortázar en mi salón, sentado en mi sillón de terciopelo verde, con un cigarrillo en los labios, frente al enorme ventanal que vigila un lejano y solitario parque.