REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


FABULOSAS NARRACIONES POR HISTORIAS

ANTONIO OREJUDO

(Madrid, Lengua de Trapo, 1996)

 

 

         Juan Ramón Jiménez no tenía abierta permanentemente su puerta a los residentes. Sólo recibía los sábados, después de la siesta. Patricio había sido citado a las cinco, y a las cinco en punto llamaba a la puerta. El poeta le invitó a pasar. El cuarto de Jiménez era de una sobriedad espartana; en seguida se veía que todo estaba dispuesto con orden y mantenido con limpieza. No había espejos ni peceras, como se decía. Era más bien como el cuarto de un niño muerto, aunque se percibía también el olor agrio y la rancia pulcritud amanerada y revenida que tienen las viviendas de los curas. La cama, como si nunca hubiese sido utilizada, tenía la colcha impecablemente colocada sobre ella. En la mesa de noche había un verdó, cuyo vaso estaba tapado con una hijuela, y un libro abierto. La mesa de trabajo, flanqueada por biombos, estaba frente a una pared y junto a la ventana, de modo que la luz le entrara por la izquierda. Sobre ella, unas cuartillas, una pluma y el manuscrito de Los Beatles, que el poeta tomaba ahora entre sus manos, mientras invitaba a Patricio a que se sentara. No hubo preámbulos.

         «He leío ssu novela. Ettá plena d’assierto prometedoreh; pero huhgada com’un , he de dessil-le que é una obra demassiao inmadura, lo cua no é un defetto, ssino que é normá. Tenga utté en cuenta que para eccribí una novela é nessessario musha edá y ehperienssia y bla, bla, bla, ¿eh?», dijo Jiménez.

         Pátric tuvo la sensación de que el cuarto, y con él ellos dos, se ponía del revés, como si la habitación estuviera dentro de una clepsidra que alguien hubiese invertido en el momento menos oportuno, coño. La alucinación duró un instante, de donde dedujo con resignación que aquella tarde ni siquiera se le iba a conceder el privilegio de la lipotimia.

         Jiménez continuaba hablando sobre la incapacidad del jénero «novela» para expresar la experiencia sublime. La novela le llevaba indefectiblemente a uno hacia las ajuas podridas del naturalismo, de la zafiedad, de la jrosería. Tenía la novela de Patricio unas pájinas repujnantes (pronunciado: repunnantes), absolutamente pronojráficas, que no veía él, la verdad, lo que podían aportar.

         «Permítame que ssea ssuavemente ssínico», pidió el poeta. «La novela, hoy por hoy, ssarvo que vuerva ssu cabessa hassia lo inefable y sse haja lírica hatta en ssu lujareh recónditoh, ettá llamá a dessaparessé, sse lo dijo sho, que ssoy conssehero de loh editoreh y de la revittah máh importanteh. Hoy por hoy, una novela realitta a lo don Benito Jarbanssero é impenssable. ¿Quién lee hoy por hoy ar pobre don Pío? Cuatro viehoh y toah la shashah. No, essa novela humana, de arrabá, que paresse eccrita por mamíferoh y pa mamíferoh, indessente, atenta a lo misserable que a lo intanhible, a la vía arrastrá qu’al arte verdaderamente ssublime, essa novela, hoy por hoy, no tiene salía comerssial, sse lo dijo sho

         «Entonces, ¿no le ha gustado nada, nada?»

          «Cossah ssuertah, Patrissio. Poh ssierto, en cuanto ar título, Los vile…»

         «Perdón», interrumpió Patricio, «los bítels, se pronuncia los bítels

          «Bueno, como utté ssabe, Ssenobia, mi epposa, é norteamericana, y sho he vivío larja temporada ashí, en América del Ette. Loh norteamericanoh no pronuncian la letra té, utté lo sabe.»

         «Estoy seguro de que usted tiene razón y de que en América del Este no se pronuncia la letra té. En el título de mi novela la té, desde luego, sí que se pronuncia. Mi novela se titula Los bítels

         A Jiménez le molestó notablemente esta actitud de Pátric.

          «E utté un hovenssito mu orjuyoso, me paresse a mí. Claro que ya me lo había ahvertío don Hosé Moreno Visha

         Entonces comprendió. Si el Moreno había hablado con él, su novela y toda su persona física estaban quemadas con bastante antelación. Pensó coger el manuscrito y marcharse, pero logró contenerse. Prudencia.

         «Tiene usted toda la razón, maestro, perdóneme. Es mi primera novela y me pierden las ganas de publicarla. Tenía tantas ilusiones puestas en ella…», dijo, y notó que a Jiménez se le ablandaba el gesto. Continuó:

         «Estaría muy interesado en que usted me hiciera una crítica más detallada para saber exactamente los errores que he cometido.»

         Jiménez se revolvió en su silla algo incómodo por la repentina actitud de Patricio y su petición tan humilde.

         «Una crítica detallá no va a sé possible poh rassoneh de tiempo», se excusó. «Ademáh no he tomao notah durante la lettura. En heneráh, sí puedo dessil-le que no tiene en primé lujá ninjuna hustificassión titulá la novela en injléh. Lo sejundo: la ponnojrafía. Me paresse indessente. Pero sha le he disho ante que la novela, tal y como sse entiende hoy por hoy, oblija al eccritó a adottá esa attitude jrosera y vurjare. Y. luejo, pa qué voy a dessil-le otra cossa, su novela, que una novela paresse un ahverssario

         ¿Un adversario? ¿Qué era eso de un adversario? Jiménez se quedó ahí, mirándole desde las nejras cuencas de sus ojos, ligeramente inquieto; y Pátric tuvo en ese momento la certeza de que el maestro no se había leído su novela. Decidió comprobarlo.

         «Maestro: no quiero cansarle más, pero dígame por último qué piensa del pasaje central de mi novela, sobre el que tuve muchas dudas; me refiero, ya sabe, al momento en el que Juan León mata a su padre, le corta en pedazos y hace un caldo con los huesos del fémur que todos los familiares elogian después del funeral, mientras el sacerdote que lo ha oficiado viola a su hija de seis años», preguntó. Jiménez volvió a removerse en su silla, descompuesto.

         «¿Qué quiere que le dija?», preguntó. «No me paresse adecuao. En esse passahe esttaba pensando al hablá de la jrossería y de la vurjaridá de su novela.»

         «Tiene usted razón, maestro. El pasaje es ciertamente grosero y fue un acierto por mi parte no incluirlo en la novela. No sé donde lo ha podido leer usted», le espetó Patricio poniéndose de pie y cogiendo su novela. El poeta se puso también de pie y, hecho un basilisco, le dijo:

         «¡Sha está bien de pamplinah! He intentaoconsiderao con utté, pero no paresse apressial-lo. No he leído su novela, ni piensso hacel-lo, pocque su novela é un ladrisho, sseñó mío, una mierrda. Y ahora, hájame er favó de marcharsse

         Patricio se encaminó hacia la puerta que el poeta le abría. Sonriente, le dio las gracias al salir.

         Santos, que esperaba fuera, le vio salir casi corriendo hacia su cuarto. Le siguió y entró con él. Allí, a solas, Santos le vio desinflarse y palidecer a punto de llorar.

         «¿Cómo puede ser alguien tan hijo de puta? ¿Cómo puede alguien jugar de este modo con el trabajo de un chico joven como yo? ¿Cómo puede alguien tomarse a broma el esfuerzo de tantos años, las horas empleadas y los hielos padecidos? ¡Poeta tenía que ser! ¡Plaga de nuestro tiempo!»

(Pp. 72 – 75)

 

 

         Patricio, por su parte, creyó prudente guardar silencio y humillar la cabeza. Al principio, la táctica de muchacho virgen pareció funcionar.

         «¡A ver! ¿Me muestra su novela?»

         Patricio le tendió el paquete y Ramón lo desenvolvió sin demasiado cuidado.

         «Los Be. A. Tles», leyó Ramón.

         «Los bítels», corrigió educadamente Patricio. Error. Se dio cuenta enseguida. Ramón levantó la cabeza y con gesto muy serio le advirtió:

         «Leo y entiendo perfectamente la lengua de Shakespeare y, si no me equivoco, esta palabra no pertenece a su vocabulario.»

         Patricio lo reconoció.

         «Entonces, ¿por qué he de pronunciarla como si perteneciera? ¿Me lo puede decir?»

         Pátric se resignó. Había novelas que provocaban una adhesión irracional desde el comienzo de su lectura, pero la suya parecía provocar un rechazo visceral incluso antes de la misma. ¿Qué cojones le pasaba a la gente con su título? ¿Por qué se sentían todos obligados a corregir su pronunciación? ¿Sería para demostrar que sabían hablar inglés? ¡Por Dios, que se olvidaran del título de la novela y que la leyeran! Eso es lo único que pedía.

(Pág. 128)

 

 

         Las nubes desgarraban el cielo al despuntar el sol. El viento soplaba con fuerza, agitando violentamente las chaparras y las encinas, cuyo epiléptico vaivén tenía algo de monstruoso. A lo lejos, una hilera de automóviles, todavía con los faros encendidos, se acercaba con gran estruendo por el caminucho al viejo cortijo de La Moratilla. Cerraba la fila una camioneta en la que iban subidos, de pie, los secretarios y el resto de subalternos. Patricio, Santos y Martín viajaban dormidos en la caravana, en el interior del Packard Single Eight que Babenberg había puesto a su disposición, y que conducía un tipo llamado Hans, de acento irreconocible.

         «¿De dónde eres?», le habían preguntado al principio del viaje.

         «Fue nachido di Alemaña, mi crrié at la Frans por mío patre italiano y mi matre inglis. Mucho problem para minha lingua, muitto, becauso me se pega toíto lo que oigo», había respondido y no había querido hablar más.

(Pág. 169)

 

 

         Una de aquellas tardes, paseando por el Retiro, María Catarata le comunicó su idea de cambiarle el nombre. Nunca más le volvería a llamar por el prosaico, burgués y grisáceo nombre de Santos, sino por otro más mágico, poético y macanudo; le llamaría Mogamour. Por su parte, Santos tenía que llamarla a ella Mágica. ¿Mágica? ¿Mogamour? A Santos eso le pareció una sandez, y comprendió el sufrimiento del pobre Adrián.

         «¿Me puedes explicar por qué tenemos que cambiarnos los nombres en vez de usar los que ya tenemos, que es mucho más fácil y para eso los eligieron nuestros padres?», la interrogó Santos.

         «Porque vos me cambiás el mundo, Mogamour. Cuando estoy con vos, me traladás, qué sé yo, a una realidad maravillosa, a una dimensión desconocida. Con vos, entendés, el parque no es el parque; el paseo no es el paseo; la conversación no es más ya la conversación, ni el café es el café, ni María Catarata es María Catarata, sino la Mágica; y Santos no es Santos, sino Mogamour. ¿Entendés ahora por qué tengo que cambiar los nombres?, ¿por qué necesito cambiarlos? No puedo llamarte Santos si cuando estoy con vos, vos no sos el Santos que habla, qué sé yo, con el Patricio, con el Martiniano, vos ya no sos el Santos que tiene que estudiar, que pelea por un buen grado. No. Conmigo vos sos Mogamour y yo soy Mágica; y en nuestro mundo no hay tiempo, no hay clima, no hay reglas, no hay gente, Mogamour; sólo vos y yo. Si el parque Retiro es nuestro paraíso, ¿por qué carajo vamos a seguir llamándole Parque Retiro, ah? ¿Por qué no llamarle, qué sé yo, tisavero? A partir de hoy, pasear con vos no será pasear, sino vulmatesear. La conversación será una dulmesaria; y el café, nuestro aldobegue. ¿Viste que las viejas palabras ya no sirven, Mogamour, que están secan y no pueden expresar todo lo que queremos decir? Mogamour: olvidamos el lenguaje caduco. Si nuestro mundo es diferente, ¡creemos nuestro propio lenguaje!», propuso, tal vez con cierta prolijidad verbal, María Catarata.

         «Pero eso ¿no nos llevaría un montón de tiempo?», insinuó Santos con desánimo.

         «¡Tenemos todo el tiempo del mundo, todo el tiempo de nuestro mundo!», contestó María Catarata febril, dando vueltas sobre sí misma con los brazos en cruz. Decidió poner manos a la obra:

         «¿Vulmatesear por tisavero o aldobegue con dulmesaria?», le preguntó María Catarata entornando los ojos.

         «¡Not te entendo mui vien!», contestó Santos con grandes aspavientos y a voz en grito, como si la claridad dependiera del volumen.

         «¿Vulmatesear por tisavero o aldobegue con dulmesaria?», rió María Catarata.

         «¡Yes, podríamoss hir ha tomarr un caffé

         «¿Aldobegue con dulmesaria

         «¡¡¡Oui, yes, aldobegue, caffé, caffé!!!», gritaba Santos reproduciendo el gesto internacional de empinar un porrón.

         «No. Vulmatesear por tisavero», dijo María Catarata ya sin sonreír.

         «¡¡¡Oui, oui, tisavero, caffé!!!»

         «Aldobegue, Mogamour, aldobegue con dulmesaria», repitió María Catarata con impaciencia. Santos asentía con violencia, como un cabestro, y no se le borraba una sonrisa de modorro que se le había dibujado en la cara.

         «¡Carajo, Santos, sos boludo o qué! Te estoy diciendo pasear, vulmatesear, o café, aldobegue, ¿no te acordás?», dijo María Catarata con viva irritación.

         «Pues no, no me acuerdo; pero no te pongas así, no seas tonta; es un juego.»

         «¡Carajo un juego! La vida también es un juego y la jugás, ¿no es cierto?»

(Pp. 239 – 241)