REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS

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LA EVOLUCIÓN DEL DETECTIVE EN EL GÉNERO POLICÍACO

Iván Martin Cerezo

(Universidad Autónoma de Madrid)

 



Todos los textos de la literatura policíaca, ya sean cuentos o novelas, ofrecen un punto de partida común: la ruptura del orden existente, la quiebra de las relaciones sociales aceptadas, merced a la irrupción del crimen en una escena social. En otras palabras y en un plano más concreto: el nacimiento de toda narración policíaca implica la desaparición o puesta en duda del sistema de seguridad que la vida social presupone. La narración, en este sentido, supone la investigación de ese hecho criminal que lleva a cabo el detective, sin lugar a dudas, el elemento clave del género policíaco. Sin crimen y sin criminal puede haber novela policíaca, pensemos en más de una novela en la que al final el detective descubre que no ha habido crimen y, por consiguiente, tampoco criminal.

         El detective, como decimos, es el ingrediente primario de toda narración policíaca por su relación directa con el factor característico de este tipo de literatura: la investigación. Este género relaciona estrechamente ambos elementos: la narración policíaca es la narración de una investigación y el detective es aquel que la conduce. Por lo tanto, policíaca es toda aquella narración en la que se da un proceso de investigación de un hecho criminal, sea real o aparente, y que, por consiguiente, hay una persona encargada de llevar a cabo esa investigación, ya sea un policía, un detective privado, un periodista, un abogado, un forense, etc. La literatura policíaca agrupa aquellas obras de ficción en las que se produce un hecho criminal, es decir, una ruptura del orden cotidiano, un quebrantamiento de la ley, lo que da lugar a una investigación sobre ese hecho.

         El detective cura la herida social que el crimen simboliza. Recompone el desorden que el crimen ha desencadenado. Su objetivo es el retorno del orden, del orden mental por medio de la verdad, y del orden social por medio de la justicia. El detective distingue perfectamente entre la justicia de los hombres, codificada en leyes, y la idea de justicia, que atiende a una noción ideológico-moral[1], por eso en algunos casos no entregará al culpable a las autoridades, en otros se tomará la justicia por su mano a sabiendas de que las leyes protegerán al culpable y saldrá impune y en los menos se negará a investigar el caso, por lo que tendremos un relato de aventuras policiales y no una narración policíaca.

Como decíamos, en la literatura policíaca ambos desórdenes, el mental y el social, suelen estar entrelazados. El caso más representativo de narraciones de este tipo serían aquellas que corresponden al subtipo “recinto cerrado”[2], pero en ocasiones su función será tan sólo recuperar, hacer retornar el orden mental: nos encontramos entonces con una literatura policíaca blanca, sin crimen, ni criminal, originada por un desorden no criminal y que, sin embargo, por su carácter deductivo, relacionamos sin duda con lo policíaco: es el caso de relatos tan magistrales como La aventura de las monedas del presidente de Ellery Queen o El problema de la celda número 13 de Jacques Futrelle; y, al contrario, otras veces la función del detective es el retorno del orden social sin más. Es lo que sucede en aquellas ocasiones en las que tal desorden no ha coexistido con el mental; en estos casos la función del detective no es tanto conocer, deducir, como acorralar, perseguir, capturar, castigar.

         Sacerdote, místico, sagrado. Siempre, o casi siempre, genial. El detective se erige en representante de la sociedad, y ésta y el lector hacen de él delegación de sus poderes. Es siempre percibido como un individuo excepcional, cuyos poderes le han sido otorgados por las víctimas de una sociedad que está en guerra con sus enemigos. Es un héroe, es el depositario de los valores sociales, morales y jurídicos de una colectividad. Y, por tanto, dice Auden, debe ser el representante oficial de lo ético o el individuo excepcional que está en estado de gracia[3]. En el primer caso será un profesional, en el segundo, un amateur. En cualquier caso, el detective debe ser completamente extraño, ya que no debe verse envuelto en el crimen. Viene de fuera. Será distante, excéntrico, maniático, extraño. Su rival, aquel que ha sido capaz de matar, también lo es. Su excepcionalidad es su culpabilidad. Ambos han de estar a la misma altura. Evidentemente estamos hablando de un tipo concreto de detective: el que hace el género, el mito que crea el género, el que se constituye en el primer modelo. También investigan otros detectives, menos héroes o incluso antihéroes, perdedores, menos excepcionales aunque también casi siempre solitarios, o acompañados de algún amigo, a veces realmente excepcional, como el Mouse de Walter Mosley, uno de los autores más originales de los últimos años. Cuando se produzca este cambio veremos que los valores morales son menores, o menos explicitados en la narración, y que trabajan por motivos diferentes, principalmente por dinero, y que hablan ellos mismos, que nos cuentan sus propios casos[4]. Su condición de antihéroe se lo permite, a un tipo como Holmes o como Poirot no seríamos capaces de soportarles…

         Analicemos ahora las características más señaladas sobre esta figura del detective, muchas de ellas aportadas o apuntadas desde los primeros textos de Poe:

-          El detective pertenece a una familia ilustre. Es el caso de Dupin, de Philo Vance, de Sherlock Holmes, de Peter Wimsey.

-          No pertenecen normalmente, y especialmente en el origen del género, a la policía u otro cuerpo de funcionarios al servicio del estado. Aquí la unanimidad es mucho menor; frente a Dupin (Poe), Sherlock Holmes (Conan Doyle), Philo Vance (Van Dine), Peter Winsey (Dorothy L. Sayers), Nero Wolfe (Rex Stout), El Santo (Leslie Charteris), Poirot y Mrs. Marple (Agatha Christie), el Dr. Thorndyke (Austin Freeman), Ellery Queen (Ellery Queen), el Dr. Gideon Fell (John Dickson Carr), Sam Spade (Dashiel Hammett), Philip Marlowe (Raymond Chandler) o Pepe Carvalho (Vázquez Montalbán) podemos citar grandes detectives de la historia de la literatura que pertenecen a la policía o cuerpo semejante, desde el famoso Vidocq al inspector Maigret (George Simenon) pasando por el sargento Cuff (Wilkie Collins), al inspector French de Freeman Wills Crofts, Mattäi de Durrenmatt, Lloyd Hopkins de Elrroy, el humilde Plinio de Francisco García Pavón, Bevilacqua y Chamorro de Lorenzo Silva, Kurt Wallander de Henning Mankell o Montalbano de Andrea Camilleri.

-          El detective tiene muchos gustos exquisitos, refinados, que ayudan a caracterizarlo como extravagante, poco convencional, diferenciándose así de la masa común. Puede ser esta rareza el amor a los libros raros (Dupin), amar las rosas (el sargento Cuff, Poirot), tocar el violín (Sherlock Holmes), interesarse por la arqueología (Philo Vance), la gastronomía (Nero Wolfe, Pepe Carvalho), los vinos (Peter Wimsey)...Vemos, sin embargo, que todos estos gustos, por muy variados que sean entre sí, como denominador común, dan una nota de exquisitez, de distinción, que es precisamente lo que se pretende, distinguirlo de los demás personajes y situarlo en una esfera superior.

-          Torpeza física y sentimentalismo es otra cualidad o característica que se percibe en la mayoría de los detectives. En este sentido, muchos son, desde el punto de vista de su actividad física, francamente torpes: bajos, débiles, desmesuradamente gordos, viejos… En la historia del género abundan los detectives que ni siquiera se mueven de un lugar para resolver el caso. Así Dupin en El misterio de Marie Rogêt, El viejo de la esquina de la baronesa de Orczy, John Ashwin de Anthony Boucher, Nero Wolfe de Rex Stout, el príncipe Zaleski de Shiel o Isidro Parodi de Borges y Bioy Casares. Existen ejemplos de detectives ciegos: Max Carrados, creado por Ernest Bramah en el libro del mismo nombre o Duncan Mac Lian del escritor B. H. Kendrick.

-          El detective suele ser varón. Explicable por las razones socioeconómicas que determinaban y determinan el distinto rol que la sociedad adjudicaba y adjudica a cada sexo. El primer detective femenino de la historia de la novela policíaca fue Violet Strange, que aparece en la novela The golden slippers (1915) de la norteamericana  Anna Katharine Green, aunque quizá la más famosa sea Mrs. Marple, la encantadora solterona creada por Agatha Christie. Junto a estas investigadoras también podemos encontrar al ama de casa Charlotte Pitt de Anne Perry, la abogada Victoria Ifigenia Warshawski de Sara Paretsky, la inspectora de policía Petra Delicado de Alicia Giménez-Bartlett, la detective privada Cordelia Gray de P. D. James, la médico-farmacéutica Kathryn Swinbrooke de C. L. Grace, la investigadora privada Kinsey Milhone de Sue Grafton, la forense Kay Skarpetta de Patricia Cornwell, la policía rusa Anastasia P. Kamenskaya de Alexandra Marínina o la guardia civil Virginia Chamorro de Lorenzo Silva.

-          Raza. La mayoría de los detectives al principo son blancos, en cualquier caso occidentales u occidentalizados, como ocurre con los exóticos Charlie Chan, el detective chino de Ed Piggers, o el inspector Max de raza negra del francés Pierre Véry. No obstante el paso del tiempo, las nuevas circunstancias sociales, cambia esto también, y nos encontraremos con magníficos detectives negros, especialmente en la obra de Chester Himes y Walter Mosley, sin duda los mejores escritores de raza negra.

-          Religión. No es un factor importante, salvo en el caso nada corriente del padre Brown de Gilbert Keith Chesterton. Su forma de investigar tiene connotaciones teológicas y cristianas y en ese sentido puede hablarse del padre Brown como de un detective metafísico.

-          Los detectives poseen altísimas capacidades intelectuales. El detective posee estas cualidades en grado extremo, entre ellas: capacidad de observación, capacidad de análisis, capacidad deductiva, inductiva, analógica, imaginación, conocimientos casi enciclopédicos, capacidad de abstracción, percepción psicológica, agilidad mental, etc. 

 

Podría decirse que la actividad del detective es rigurosamente intelectual, su poder y su placer proviene de este tipo de facultades. “El analista goza con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de desentrañar”, escribe Poe en Los crímenes de la calle Morgue; Sherlock Holmes, sin ninguna modestia, cualidad que escasea entre todos los detectives, nos contará que “el encadenamiento de mis ideas se efectúa tan rápidamente en mi cerebro que llego a la conclusión hasta sin darme cuenta de los anillos que componen la cadena; y, no obstante, existen”[5] y expone que tres son las facultades que debe tener el detective ideal: capacidad de observación, capacidad de deducción y los conocimientos adecuados, por absurdos que parezcan, que le puedan llevar a la solución final[6]; Hercules Poirot recordará, novela tras novela, la excelencia de sus pequeñas células grises; Philo Vance será el dueño de un sutil poder psicológico al que no pueden resistir ni las naturalezas más fuertes. El héroe encarna los deseos frustrados u ocultos de la colectividad que representa. Es un superhombre: inteligente, astuto y honrado.

Las causas de que el detective que predomina en la literatura policíaca no sea un profesional, es decir, un policía, son muchas y complejas. El género policíaco queda fijado en el siglo XIX con Edgar Allan Poe como principal responsable y con un fondo en el que el racionalismo, el positivismo y cientificismo forman la ideología imperante en esta época. Una de las diferencias fundamentales entre las novelas de aventuras criminales decimonónicas y la novela problema es el cambio de protagonista y de ideología: con la novela problema triunfa la ley y el orden, esto es, el policía. Y todo porque están dirigidas a un público diferente: la clase alta que necesita sentirse segura, no como en el caso de las novelas de Maurice Leblanc protagonizadas por Arsenio Lupin, donde los ladrones, héroes románticos, son los favoritos del público... “evidentemente” también de condición social más baja. Sherlock Holmes es el mejor garante de la sociedad victoriana, por eso le permiten hasta actuar a veces al margen de la ley. Este tipo de novelas policíacas pretende tranquilizar, por eso no hay violencia real, no hay crimen ni criminales, están “idealizados”, “desrealizados”. Asociado con esto último, los investigadores son fundamentalmente aficionados, no profesionales porque los profesionales, los policías, pertenecen a la clase baja. El recién creado cuerpo de policía está compuesto por humildes hombres que por tanto no pueden ser más que lerdos y que serán ridiculizados por Sherlock Holmes.

Por otro lado, la excepcionalidad con que se perfila la figura del detective evidencia la necesidad de no encuadrarlo dentro de un servicio público ni en una organización, que, como todas, limita las posibilidades de actuación de cualquiera de sus miembros. El detective debe actuar con libertad e independencia, a fin de poder desplegar todo su equipaje de genialidades. En la novela o narración policíaca el crimen es sentido como algo anormal, imprevisto, excepcional y a ese estado de cosas le conviene que la solución y, por tanto, aquel que la encuentra, sea también extraordinario, no encuadrable, imprevisto. El carácter romántico, heroico, con que nace el personaje, determina además su distanciamiento con respecto a la realidad cotidiana. El detective es, a la vez, un intruso, alguien que al igual que el criminal irrumpe lo ordinario, y un patrimonio de la sociedad, su salvaguardia.

El detective es, por tanto, sabio, sólo él es capaz de descifrar los signos; héroe, portador de valores colectivos; superior, está por encima de todos; distinto, padre que consuela y castiga; médico que cura y opera; juez que castiga y premia. Georges Simenon calificó en alguna ocasión a su héroe, en este caso un policía singular, como “recomponedor de destinos”. Para Julian Symons, el detective “es también el médico brujo sagrado, capaz de detectar el mal que corrompe a la sociedad”[7], por eso será el único personaje al que se permita poseer dotes intelectuales. Con apariencia y aureola de excéntrico, pintoresco y de aspecto casi estúpido o pedante, pero con unos conocimientos en realidad amplios y vastos, que, en la práctica, le harán casi omnisciente. Para Symons la causa de que con frecuencia sea  un aficionado, reside en que “así el lector podía colocarse con mayor facilidad en el lugar del detective, y era el único que de vez en cuando podía burlar la ley y hacer cosas que para otro, menos privilegiado, hubieran sido punibles”[8].

Relevante, superior, es su rol dentro del mundo de personajes que pueblan el relato policíaco, no menos destacado en su posición si lo consideramos desde un punto de vista más literario o textual. Además, el héroe es protagonista, es decir, el personaje principal y decisivo de la trama. Sobre él de forma explícita girará la acción. De forma implícita la trama también descansa sobre el oculto o desconocido culpable, pero globalmente es el detective el que aporta el rasgo pertinente de lo policíaco: la investigación. A partir de él, la narración se mueve, se despliega, desarrolla, avanza, retrocede, aclara o confunde, se lía o se resuelve. Es además el personaje narrativo, aquel que tras sus pasos nos lleva de una secuencia a otra de la narración. Literariamente es el testaferro del autor y el intermediario entre el autor y el lector. El detective persigue al culpable; el lector persigue al detective. Es un perseguidor perseguido. El detective ha de descubrir al culpable y al tiempo despistar al lector. Ha de encontrar las claves y ocultarlas; encontrar y diseminar. Su trabajo no es nada fácil. Demasiado muchas veces para un solo personaje. No es bueno, podríamos decir, que el detective esté solo. Poe, como de tantas otras cosas, se dio cuenta y encontró la solución: era necesario darle un compañero.

Auguste Dupin, el detective del autor de La carta robada, se acompaña en sus correrías de un personaje cuyo nombre nunca nos será dado. Sherlock Holmes siempre tendrá a su lado al fiel Dr. Watson; Hercules Poirot contará con la presencia del capitán Hastings; Philo Vance con Van Dine; Nero Wolfe con Archie Goodwin. El arquetipo de detective conlleva la figura de un compañero. La constancia de este acompañante tiene una explicación técnica literaria, largamente estudiada, estrechamente relacionada con la eficacia literaria. Cuatro ojos ven más que dos. Por tanto, y en un principio, la presencia de una pareja amplía la información. Si además cada miembro de esa pareja ve de distinta forma, la información será todavía más amplia, permitiéndose, dado el doble punto de vista que ello conlleva, que ambas informaciones puedan ser contrastadas. El resultado estético de dos visiones diferentes de hechos semejantes, el perspectivismo, es siempre positivo sobre todo si ambas visiones son absolutamente dispares, y su efecto estético es altísimo. La presencia de lo cómico en lo trágico, resuelto en el teatro clásico a través de la figura del “gracioso”, que frecuentemente recaía en el criado o paje del protagonista, es un ejemplo de que la literatura ha recurrido con abundancia a este recurso, que también puede ser utilizado con una intención distinta: realzar por contraste las cualidades de uno de los miembros de la pareja. Aunque los otros efectos que el recurso proporciona se producen también al ser utilizado por el género policial, será esta última intención la más clara dentro de la literatura detectivesca. Los acompañantes del héroe, del detective, los Watson o Hastings, corresponden al tipo de personajes cuya función sería resaltar las prendas del otro personaje. La función del acompañante de Dupin será caracterizar con mayor intensidad la idiosincrasia del héroe. Al contrario que éste estará siempre conforme con el público en general, no verá nada particular.

En el género policíaco los seres y objetos situados en el espacio literario están puestos con algún fin concreto, nada es aleatorio, porque todo va dirigido a un fin determinado que es la resolución del enigma presentado, y, además, todos son signos que deben ser interpretados por el detective y, en el caso de los relatos clásicos, también por el lector. En este sentido, los espacios se presentan en la novela por medio de las sensaciones y consiguientes interpretaciones de los mismos por parte de la mirada subjetiva del narrador —ya sea el acompañante del detective, que se limitará a hablar del caso y de lo relacionado con éste a través de las interpretaciones que el detective comparte con él y de las suyas propias, ya el propio detective, que a través de su mirada nos sumergirá en el mundo narrativo, o bien un narrador heterodiegético omnisciente— y de los personajes. En este sentido, la disposición del espacio en el relato y las relaciones que se establecen entre éste y los personajes da lugar a la percepción subjetiva que se expresa a través de la mirada, que constituirá la sensación más trascendente en la interpretación de la realidad narrativa y de los signos que dan coherencia a la historia. El detective será un privilegiado en este sentido:

—[…] Terry, todo lo que necesito de ti es un día a lo sumo. Incluso una noche. Te sientas, lees el expediente, miras la cinta y me llamas por la mañana para contarme lo que has visto. A lo mejor no es nada o al menos nada nuevo. Pero a lo mejor ves algo que se nos ha pasado o se te ocurre una idea que a nosotros aún no se nos había ocurrido[9].

 

Como es de esperar, el privilegio del detective es ver de forma distinta. Es por ello por lo que la mirada del detective es fundamental en el género policíaco, ya que dará la coherencia y el significado necesarios a los distintos signos que aparecen repartidos en el discurso para dar sentido a la historia y conducirlo a la elucidación de los interrogantes planteados. Así, la mirada del detective será uno de los rasgos que lo defina metonímicamente frente al resto de los otros personajes al poder presentar diferentes lecturas de los distintos signos propuestos.

Como decíamos, el acompañante del detective no tendrá el privilegio de ver así, y, en este sentido, el Dr. Watson cumplirá un papel semejante. La típica frase de Holmes más cinematográfica que literaria: “Elemental, querido Watson”, define la situación. Otro tanto ocurre con Poirot y Hastings. En la novela El asesinato de Lord Edware, Poirot le expone al capitán su triste condición:

“Cuando el criminal acaba de cometer un delito, su primera preocupación es la de engañar. ¿A quién? Naturalmente a las personas normales. Tanto en los momentos de lucidez como (te ruego que me perdones) en los de mayor torpeza, siempre eras maravillosamente normal. Eh bien, ahora me preguntarás que cómo aprovecho yo tu normalidad. Pues sencillamente, viendo reflejado en tu pensamiento lo que el criminal desea hacer creer a los seres normales. Como verás, me eres de gran ayuda”.

 

         En otros casos veremos que la presencia de un acompañante se debe a la exigencia realista de que el referente intensionalizado en el texto sea verosímil, siempre que la acción se sitúe en el tiempo actual. Es decir, es sabido que las personas pertenecientes a los cuerpos de seguridad actúan en parejas y en equipo, de ahí la necesaria presencia de un acompañante o un equipo de policía, como podemos observar en las narraciones de Lorenzo Silva protagonizadas por Bevilacqua y Chamorro o las de Henning Mankell protagonizadas por Kurt Wallander entre otras.

Pero, y esto es quizá lo más importante, la presencia de un acompañante va a facilitar a los escritores la resolución de un problema técnico de enorme importancia como es la elección del punto de vista narrativo. Watson y Hastings, y demás personajes de semejante entidad, serán los narradores, los cronistas de los hechos a los que, desde su proximidad al héroe, asistirán. Cumplirán el sagrado y privilegiado papel de ser el Homero de su Aquiles. Esa presencia de un narrador interpuesto entre el detective y el lector que le persigue resolverá el problema de controlar, orientar o desorientar la lectura, para lograr que el lector no se adelante al descubrimiento final, cuya gloria nadie debe arrebatar al héroe detective.

         El criminal se comporta, teóricamente, como un escritor, es decir, proponiendo una lectura del crimen. El criminal, de alguna forma, es el único que conoce, junto con el autor, el final de la historia. Es más, por su necesidad de impedir ser descubierto debe adelantarse, desde antes de cometer su criminal acción, a la lectura. Mentalmente debe leer antes lo que luego leerá el lector y su guía, el detective. Tiene la necesidad vital de intentar dirigir esa lectura hacia el fin que le interesa: su ocultamiento. En realidad, en toda narración literaria coexisten teóricamente dos textos, el texto que leemos y el texto que el criminal intentó que leyésemos. El momento clave de una obra policíaca es cuando la lectura que el criminal ha propuesto no tiene la suficiente calidad como para atrapar la atención total del detective, quien por su cuenta empieza a leer de otra forma, separándose de la teórica escritura que el criminal ha construido.

Por otro lado, si en el período clásico primaba la investigación sobre la acción, ahora hay un cambio de papeles y lo que vamos a encontrar es que la acción se superpone a la investigación, y el crimen, pieza fundamental del juego, deja de ser un elemento estático para ser un elemento dinámico, deja de ser el rey para ser la reina[10]. Cambia también el detective, el criminal, el referente social, pero en esta evolución no se pierde la esencia del género: el crimen, el detective y la investigación. Como dice Andreu martin:

…Si bien es verdad que, en las novelas de Raymond Chandler o de Dashiell Hammett, prima el realismo, la brutalidad y la denuncia de unas determinadas lacras sociales por encima del simple juego de «adivine usted quién es el culpable», también es verdad que los señores Chandler o Hammett, planteaban enigmas en sus novelas y hacían que sus detectives se movieran preocupados por resolverlos, y se empeñaban en mantener una intriga muy similar a las de sus colegas de tendencia «policíaca».

Al proponer un misterio por resolver, el autor está contrayendo un compromiso con el lector. El autor es consciente de que el planteamiento de un problema le garantiza una mayor expectación, las preguntas sin respuesta hacen que el lector avance con avidez en la lectura y conservan el interés a lo largo de capítulos que, por sí solos, podrían no tener ningún atractivo. Es perfectamente plausible que el autor defienda que le interesa mucho más la tesis contenida en su novela que el enigma que planteó en el capítulo primero, pero eso no le dispensa de terminar bien lo que comenzó. Tiene la obligación de dar respuesta a las preguntas que hizo, y tiene la obligación de darlas satisfaciendo las expectativas del lector. Porque esas son las reglas del juego.

Y éste es el momento de recordar que, desde sus inicios, la literatura policíaca es una propuesta de juego. Y esta propuesta no se perdió en su evolución hacia lo «negro»[11].

 

         Esta evolución se produce porque una nueva oleada de autores quiere hacer una novela policíaca más real, más dinámica, menos intelectual, es decir, menos “racional”. Y esto es porque esta evolución se encuentra inmersa en una sociedad determinada y surge como el testimonio de una época[12], la estadounidense, en la que los delincuentes controlan ciudades, en las que hay muchísima delincuencia urbana, una sociedad en la que se produce el crack de la Bolsa, en la que se pone en funcionamiento la ley seca, donde hay grupos de gansters tremendamente poderosos. Como dice Raymond Chandler:

[...]El realista de esta rama literaria escribe sobre un mundo en que los pistoleros pueden gobernar naciones y casi gobernar ciudades, en el que los hoteles, casas de apartamentos y célebres restaurantes son propiedad de hombres que hicieron su dinero regentando burdeles; en el que un astro cinematográfico puede ser el jefe de una pandilla, y en el que ese hombre simpático que vive dos puertas más allá, en el mismo piso, es el jefe de una banda de controladores de apuestas; un mundo en el que un juez con una bodega repleta de bebidas de contrabando puede enviar a la cárcel a un hombre por tener una botella de un litro en el bolsillo; en que el alto cargo municipal puede haber tolerado el asesinato como instrumento para ganar dinero, en el que ninguno puede caminar tranquilo por una calle oscura, porque la ley y el orden son cosas sobre las cuales hablamos, pero que nos abstenemos de practicar; un mundo en el que uno puede presenciar un atraco a plena luz del día, y ver quién lo comete, pero retroceder rápidamente a un segundo plano, entre la gente, en lugar de decírselo a nadie, porque los atracadores pueden tener amigos de pistolas largas, o a la policía no gustarle las declaraciones de uno, y de cualquier manera el picapleitos de la defensa podrá insultarle y zarandearle a uno ante el tribunal, en público, frente a un jurado de retrasados mentales, sin que un juez político haga algo más que un ademán superficial para impedirlo[13]. 

 

 

La novela policíaca ya no pretende tranquilizar ni satisfacer juegos racionales para aristócratas ociosos sino que trata de satisfacer necesidades emocionales y de reflejar —y denunciar en algunos casos— la deprimente realidad. Desgraciadamente, la realidad de los años cuarenta es mucho menos tranquilizadora que la de principios de siglo y la figura del detective pasa de un aficionado a un profesional, de un ganador a un perdedor, de la razón a la acción. Es decir, si antes el investigador se caracterizaba por usar la razón para resolver los crímenes, ahora, además de la razón, también va a utilizar la fuerza. A partir de la puesta en escena de las novelas de Hammett y Chandler, se producen una serie de cambios en este personaje. Pasa de ser un semidiós a un ser mortal. Raymond Chandler lo analiza así:

En todo lo que se puede llamar arte hay algo de redentor. Puede que sea tragedia pura, si se trata de una tragedia elevada, y puede que sea piedad e ironía, y puede ser la ronca carcajada de un hombre fuerte. Pero por estas calles bajas tiene que caminar el hombre que no es bajo él mismo, que no está comprometido ni asustado. El detective de esa clase de relatos tiene que ser un hombre así. Es el protagonista, lo es todo. Debe ser un hombre completo y un hombre común, y al mismo tiempo un hombre extraordinario. Debe ser, para usar una frase más bien trajinada, un hombre de honor por instinto, por inevitabilidad, sin pensarlo, y por cierto que sin decirlo. Debe ser el mejor hombre del mundo, y un hombre lo bastante bueno para cualquier mundo. Su vida privada no me importa mucho; creo que podría seducir a una duquesa, y estoy muy seguro de que no tocaría a una virgen. Si es un hombre de honor en una cosa, lo es en todas las cosas.

Es un hombre relativamente pobre, porque de lo contrario no sería detective. Es un hombre común, porque si no no viviría entre gente común. Tiene un cierto conocimiento del carácter ajeno, o no conocería su trabajo. No acepta con deshonestidad el dinero de nadie ni la insolencia de nadie sin la correspondiente o desapasionada venganza. Es un hombre solitario, y su orgullo consiste en que uno le trate como a un hombre orgulloso o tenga que lamentar haberle conocido. Habla como habla el hombre de su época, es decir, con tosco ingenio, con un vivaz sentimiento de lo grotesco, con repugnancia por los fingimientos y con desprecio por la mezquindad.

El relato es la aventura de este hombre en busca de una verdad oculta, y no sería una aventura si no le ocurriera a un hombre adecuado para las aventuras. Tiene una amplitud de conciencia que le asombra a uno, pero que le pertenece por derecho propio, porque pertenece al mundo en que vive. Si hubiera bastantes hombres como él, creo que el mundo sería un lugar muy seguro en el que vivir, y sin embargo no demasiado aburrido como para que no valiera la pena habitar en él”[14].

 

         Chandler nos habla sobre la necesidad en el género de que haya un detective más realista, que sea más parecido a la gente corriente y no un ser a caballo entre el Olimpo y la tierra. Es por ello por lo que, como ya señalan Valles Calatrava y Jean Tourteau[15] entre otros, nos vamos a encontrar con una diferencia fundamental entre estos dos tipos de detectives, entre los Holmes o Poirot y los Marlowe o Spade, que hace referencia a cómo resuelven los crímenes, es decir, al método. Los primeros resolverán por un procedimiento lógico y racional, es decir, por la inteligencia; los segundos resolverán por medio de la fuerza, es decir, llegan al culpable del crimen a través de una búsqueda dinámica y no intelectual.

Investigar es buscar los datos necesarios para poder responder a las preguntas que en una narración policíaca suscita la evidencia de un crimen: quién lo hizo, cómo, por qué… Todo tiene causa, fundamento, intención, nada ocurre porque sí. Fijémonos en que las tres preguntas, a las que la investigación debe dar respuesta son anteriores al momento en que se inicia “in strictu senso” la acción narrativa policial. En la literatura de este género lo que pasa es lo que pasó. En otras palabras, la investigación tendrá como objetivo reconstruir el camino que desembocó en crimen. La novela policíaca sigue el orden inverso al de la novela de aventuras, ésta sigue el orden cronológico de los hechos mientras que la policíaca invierte este orden ya que la situación inicial que la policíaca plantea es el desenlace de la novela de aventuras[16]. En este sentido, Todorov dice que el discurso policíaco superpone dos series temporales: los días de la investigación que comienzan con el crimen y los días del drama que llevan a él. Esto es, el comienzo de la investigación se inicia con la comisión del crimen y su final debe situarnos al comienzo de la historia del crimen. Es decir, la narración policíaca contiene dos historias: la del crimen y la de la investigación[17]. La historia de la investigación puede contarse de diversos modos dependiendo del tipo de narrador. La historia del crimen es la historia de una ausencia y su mayor característica es que no puede presentarse directamente, sino que la vamos conociendo a medida que transcurre la historia de la investigación. Es por ello por lo que la historia del crimen hace referencia al orden artificial, que implica dos procesos literarios fundamentales: las inversiones temporales y los puntos de vista; y la historia de la investigación implica un lugar en el que se pueden justificar todos los procedimientos y hacerlos parecer “naturales”[18].

Ahora bien, la investigación como ingrediente central, básico de lo policíaco, no sólo debe de dar cuenta de las preguntas señaladas, cuyas respuestas proporcionan el castigo al culpable, sino que debe al mismo tiempo servir para recomponer la confianza que, a través del enigma y la sospecha, inauguró el crimen. Será, por tanto, un medio para descubrir al criminal y también un fin en sí mismo, puesto que la investigación será un proceso cuya andadura reconstruye paso a paso los valores sociales que el crimen, mientras permanezca sin esclarecer, ha puesto en solfa. Mientras el enigma permanece, la investigación está obligada a continuar. La investigación tiene que explicar todo lo inexplicable, esclarecer todo lo confuso.

Según Juan del Rosal, la novela policíaca nace siendo un problema matemático y la explicación del crimen y del criminal es especulativa, después pasa a ser un problema de deducción en el que se siguen una serie de datos empíricos y la explicación del crimen se hace por medio de la experimentación, y luego se convierte en un problema psicológico que explica el crimen a través de esta ciencia[19]. En la primera fase la figura del criminal queda empequeñecida hasta tal punto que el único motivo por el que aparece es para cometer el delito. En la segunda fase encontramos algo parecido, y la figura del criminal aparece como un elemento más de la probeta y el detective, casi de la misma forma que en la primera fase, apenas se encontrará directamente con él. En la tercera fase lo que ocurre es que el criminal es presentado como un ser vivo y real, no como una simple marioneta. Estas tres etapas en la evolución del género policíaco bien se podrían corresponder con la evolución que sufre el método de investigación llevado a cabo por el detective[20], aunque hay que añadir una cuarta, que es la que aparece con la irrupción del realismo:

  1. Primera fase o fase racional: prima por encima de todo la razón, y es a través de un proceso racional por el que llegará el detective a la solución del enigma planteado, de tal forma que “la cuestión del crimen en sí y de su descubrimiento en Poe no es más que un problema matemático. Si el hombre —en este caso el criminal— ha razonado el proyecto delictivo, nada más fácil para el detective que plantearse el descubrimiento del mismo, colocándose en un plano de pura abstracción. Tal hecho no se pudo cometer más que de esta forma; luego su pesquisa tendrá que ser orientada de esta manera. Para nada cuenta ni la infinita variedad de la vida real en que aparece inscrito el crimen; pero ni mucho menos el sujeto delincuente pesa en esta visión. Basta con sólo razonar inteligentemente, pues, la realidad es concebida conforme al esquema mental que el investigador se ha formado en su caletre. La vida no desmiente la mansa opinión de este fabuloso personaje que se llama C. Augusto Dupin, inclinado siempre a la abstracción, siempre seducido por la poderosa herramienta de la deducción”[21]. En esta primera fase se procede por medio de la lógica para enlazar las distintas piezas del puzzle y por eso la observación exhaustiva de los hechos no cobra una importancia notable, ya que a través de la lógica y del método deductivo el detective llegará a la solución, ya que puede predecir qué pasará sabiendo únicamente unos pocos datos. Aunque bien es cierto que el método de Dupin no es exactamente deductivo, no va de lo general a lo particular, del principio a la consecuencia, ni inductivo, de lo particular a lo general, sino que su método va lo particular, de los hechos esparcidos, a lo particular, las causas que los originan[22].
  2. Segunda fase o fase experimental: el método irá de la práctica a la teoría, es decir, entrará en juego la experimentación y, por consiguiente, la inducción. Holmes posee un saber enciclopédico que será lo que le ayude a resolver sus casos. Holmes “reduce los fondos inescrutables del comportamiento criminal a cálculo experimental y traduce las reacciones del criminal a un mínimo de posibilidades… Es un analista de la investigación criminal”[23]. Holmes es pura abstracción. Es por ello por lo que Holmes une a sus conocimientos su gran capacidad de observación y dice en un momento que “es un grave error formular una conclusión antes de haber reunido todos los datos necesarios; eso sólo conduce a errores”[24]. Su método se basa en el empirismo, en la observación, en la experimentación, en la inducción, para a través de ahí poder deducir la solución del enigma presentado[25]. Es el método que, por ejemplo, posteriormente utiliza Muñoz para resolver la partida de ajedrez, que lleva a la solución de los crímenes, en La tabla de Flandes: “Hay, además, otro método para averiguarlo, en realidad vamos a trabajar con él. Se llama análisis retrospectivo… Partiendo de una posición determinada en el tablero, reconstruir la partida hacia atrás para comprobar cómo se llegó a esa situación… Una especie de ajedrez al revés, para que me entiendan. Por inducción: se empieza por los resultados y se llega a las causas”[26]. 

En relación con el método de Holmes también se ha señalado, acertadamente, el uso del tercer tipo de razonamiento: la abducción. Si el método deductivo “depende de nuestra confianza en la habilidad de analizar el significado de los signos con los que, o por medio de los que, pensamos” y el inductivo “depende de nuestra confianza en que el curso de un tipo de experiencia no se modifique o cese”, el abductivo “depende de nuestra esperanza de adivinar, tarde o temprano, las condiciones bajo las cuales aparecerá un tipo determinado de fenómeno” y, por lo tanto, la abducción “nos permite formular una predicción general, pero sin garantía alguna de éxito en el resultado”[27]. En el tipo de razonamiento abductivo que aparece en la investigación criminal se parte de uno o más hechos sorprendentes y se termina postulando la hipótesis de algún  hecho particular que se cree que es la causa del primero[28]. Holmes en algunos casos inventa, ya que como dice Eco: “Etimológicamente, «invención» es el acto de descubrir alguna cosa que ya existía en alguna parte, y Holmes inventaba en el sentido que le da Miguel Ángel cuando dice que el escultor descubre en la piedra la estatua que ya está circunscrita por la materia y oculta bajo el mármol sobrante”[29].

  1. Tercera fase o fase psicológica: el método es psicológico. Poirot utiliza su experiencia de la propia vida para resolver los casos. Capacidad crítica, onda reflexiva y comportamiento inteligente. Mientras que en las otras dos fases lo que se pretendía era explicar, ahora se trata de aprehender. Lo que hace Poirot es introducirse en la mente del criminal para así comprender y dar respuesta al cómo y al porqué del crimen. Ahora ya no hace falta la observación directa del lugar del crimen para encontrar pistas que puedan apuntar en una u otra dirección, sino que la intuición lo cubre todo y será la relación directa con los testigos, entre los que se puede encontrar el criminal, la que lleve al detective a desentrañar el enigma.
  2. Cuarta fase o fase dinámica: es la que utilizan, por ejemplo, Spade o Marlowe. El detective ya no recurre a procesos intelectuales para resolver el caso que se le presenta, sino que principalmente debe moverse por el espacio novelesco para dar con la solución del caso. En este sentido, no tendrá ningún inconveniente en utilizar cualquier método para recopilar información, es decir, si es necesario recurrirá a la violencia. Junto a este dinamismo, se unirán las características de las otras fases, aunque aparecerán muy diluidas. El detective resolverá investigando, atando cabos sueltos, aunque ya no sea ni tan racional ni tan psicológico como los otros.

 

Los distintos métodos de investigación utilizados por los detectives y, por lo tanto, la distinta concepción del protagonista se debe a una evolución en el género que se produce por causas principalmente sociales y geográficas, y en ningún caso por una ruptura dentro del mismo. Al establecerse que el método para averiguar el crimen es diferente supone una distinta organización de los elementos de la trama y de las características del propio protagonista. Son significativas las palabras de Marlowe en El sueño eterno en relación a los detectives anteriores, al igual que hizo Holmes con Dupin: “No soy Sherlock Holmes ni Philo Vance. No es lo mío repetir investigaciones que la policía ha hecho ya, ni encontrar una plumilla rota y construir una caso a partir de ahí. Si cree usted que hay alguien trabajando como detective que se gana la vida haciendo eso, no sabe mucho de la policía”[30]. Aunque también, al igual que hacían los Holmes, su burla de los policías: “No hay más. Le he contado lo que pasó y le he entregado la prueba. Si no es usted capaz de llegar a algún sitio a partir de aquí, nada de lo que yo diga le ayudará”.[31]

Si en la novela policíaca tradicional o problema nos encontramos que el detective es un ganador, un personaje extraño capaz de seducir y asombrar a las personas que le rodean con sus dotes intelectuales, con la evolución realista el detective pasará a ser un perdedor, no se puede decir que su trabajo le haya permitido triunfar en la vida, a pesar de que siempre acabará resolviendo los casos que se le presentan, y su vida personal es un desastre, sobre todo en sus relaciones amorosas, donde la mujer aparece destinada a ser perdida como símbolo del fracaso personal del investigador. Este nuevo tipo de detective, tipo Spade, Marlowe, Hammer, Archer, Hopkins, etc., es un personaje solitario, aunque muchas veces aparezca rodeado de gente, aficionado al alcohol, sobre todo al whisky, y al sexo, que son sus vías de escape de un mundo que le maltrata[32]. Es un personaje duro tanto física como psicológicamente, sus puños son temidos, es capaz de encajar un golpe que mataría a un caballo y, en cuanto a su carácter, su cinismo e ironía son magníficos. La siguiente definición parece sacada de un retrato realista de cualquiera de ellos:

—Eres tan maravilloso —dijo—. Tan valiente, tan decidido, y trabajas por tan poco dinero. Todo el mundo te golpea en la cabeza y te estrangula y te machaca la mandíbula y te atiborra de morfina, pero tú sigues adelante con la cabeza baja hasta que los destrozas a todos. ¿Qué es lo que te hace ser tan maravilloso?[33]

        

Tanto un tipo de detective como otro atraen por un rasgo único que lo caracteriza y lo define frente al resto, a pesar de tener características comunes. En un magnífico artículo, Fernando Savater expone que no entiende “por qué ha de ser acatado como más verosímil el baqueteado detective de agencia envuelto en su vieja gabardina, agobiado por la sociedad corrompida pero conservando aún cierto fondo de nobleza y una enternecedora afición al bourbon o la chanfaina, que el sofisticado sabueso clásico, con batín y cachimba de espuma de mar, que entorna los ojos mientras murmura entre dientes «curioso… realmente curioso…»”[34]. No se trata de decir quién es mejor o más realista, quién es más inteligente o más violento, ya que todo se reduce a una cuestión: la verosimilitud. Una vez que aceptamos que ese detective podría existir entra en juego el subjetivismo del lector, ya que, en muchos casos, se decantará por un tipo de narración u otra en función de quién la protagonice, ya que en el proceso de la lectura se siente más identificado con un tipo de detective. Pero esto no quiere decir que las preferencias se encaminen hacia un detective racional o un detective realista, podemos perfectamente preferir a Holmes antes que a Rouletabille o Philo Vance, a Marlowe o a Carvalho antes que a Poirot. Elegimos un tipo de personaje que cuanto más se acerque a una condición mítica más grande será su poder de seducción, a pesar de que todavía no sepamos definir qué es eso que lo hace tan maravilloso y que nos atrae tanto de él. En todo caso, el ingenio y el arte del escritor siempre estarán presentes. Por lo tanto, y como dijo Savater, no hay que hablar en términos de elección entre un Holmes, Poirot, Guillermo de Baskerville o un Spade, Marlowe, Archer, sino en leer una buena historia bien contada sin tener que renunciar a ninguno de ellos.

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Reproducimos a continuación la carta completa que Raymond Chandler envió a James Sandoe el 12 de mayo de 1949 donde deja expresada claramente su opinión al respecto:

“Admito que si no se puede crear un detective lo bastante dominante, se puede compensar en cierta medida implicándolo en los peligros y emociones de la historia, pero eso no representa un paso adelante, sino que es un paso atrás. Lo importante es que el detective exista completo y entero y que no lo modifique nada de lo que sucede; en tanto detective, está fuera de la historia y por encima de ella, y siempre lo estará. Es por eso que nunca se queda con la chica, nunca se casa, nunca tiene vida privada salvo en la medida en que debe comer y dormir y tener un lugar donde guardar la ropa. Su fuerza moral e intelectual es que no recibe nada más que su paga, a cambio de la cual protegerá al inocente y destruirá al malvado, y el hecho de que debe hacerlo mientras gana un magro salario en un mundo corrupto es lo que lo mantiene aparte. Un rico ocioso no tiene nada que perder salvo su dignidad; el profesional está sujeto a todas las presiones de una civilización urbana y debe elevarse por encima de ellas para hacer su trabajo. En ocasiones quebrantará la ley, porque él representa a la justicia y no a la ley. Puede ser herido o engañado, porque es humano; en una extrema necesidad puede llegar a matar. Pero no hace nada por sí mismo. Obviamente, esta clase de detective no existe en la vida real. El detective privado de la vida real es un mezquino juez de la Agencia Burns, o un pistolero sin más personalidad que una cachiporra, o bien un picapleitos o un embaucador de éxito. Tiene más o menos tanta estatura moral como un cartel de tráfico.

La novela policiaca no es y nunca será una «novela sobre un detective». El detective entra sólo como catalizador. Y sale exactamente como era antes de entrar”, en Raymond Chandler, El simple arte de escribir, Barcelona, Emecé, 2004, pp. 146-47.

[2] En relación con esta cuestión del espacio señalamos la predilección de la literatura policíaca hacia los lugares o espacios cerrados, que proviene según tratamos de expresar de una íntima exigencia del género al querer romper los espacios de seguridad del individuo a través del crimen, y al añadir lo cerrado como materialidad a lo cerrado en cuanto espacio social ha dado lugar a una especie de subgénero temático dentro de lo policial: los casos de “recinto cerrado”. Estos casos aportan un problema de enorme atracción al interés propio de toda novela o relato policíaco, pues al ¿quién lo hizo? que la narración debe contestar, se añade imperiosamente el ¿cómo pudo hacerlo? y hasta tal punto pasa así, que la primera de las preguntas, lo que podemos llamar cuestión primordial de lo policíaco, se difumina y pierde relieve ante el enigma que plantea la segunda.

[3] Véase Wystan Hugh Auden, “La vicaría de la culpa”, en La mano del teñidor, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 1999.

[4] “Lo importante con Marlowe es recordar que es un personaje en primera persona, lo muestre o no en un guión radial. Un personaje en primera persona tiene la desventaja de que debe ser mejor persona para el lector que lo es para sí mismo. Demasiados personajes en primera persona dan una impresión ofensivamente engreída. Eso está mal. Para evitarlo, no siempre deben darle a él la réplica de impacto o la réplica final. Ni siquiera con frecuencia. Que otros personajes se lleven los aplausos. Que él se quede sin chistes, en la medida de lo posible… uno de los trucos más eficaces de Marlowe era simplemente darle al otro la oportunidad de lucirse, y no decir nada. Eso pone al otro bajo los reflectores. Una ironía devastadora pierde gran parte de su fuerza cuando no provoca ninguna respuesta, cuando el otro se va en silencio. Entonces el mismo que habló debe responderse, o rendirse.

No haga que Marlowe diga nada sólo para ganarles a los otros personajes. Cuando sale con una broma o una ironía, debería serle arrancada emocionalmente, de modo que esté descargando un sentimiento y no pensando siquiera en ganarle a nadie. Si usan símiles, traten de hacerlos a la vez extravagantes y originales. Y está la cuestión de cómo se pronunciará la frase descortés. Cuando más dura la ironía, menos enérgico tendrá que ser el modo en que se lo diga. No debe haber ningún efecto de regodeo”, en Raymond Chandler, “Carta a Ray Stark”, en El simple arte de escribir, cit., pp. 122-23.

[5] Arthur Conan Doyle, El signo de los cuatro, en Todo Sherlock Holmes, Barcelona, Cátedra, 2004, p. 577.

[6] Ibídem.

[7] Julian Symons, Historia del relato policial, Barcelona, Bruguera, 1982, p. 21.

[8] Ibídem, p. 20

[9] Michael Connelly, Más oscuro que la noche, Barcelona, Ediciones B, 2004, p. 18.

[10] Guillermo Cabrera Infante, “La ficción es el crimen que paga Poe”, en Novela criminal, Los Cuadernos del Norte, 19, 1983, pp. 2-7.

[11] Andreu martin, “La novela policíaca / negra como hecho lúdico”, en Juan Paredes Núñez (ed.), La novela policíaca española, Granada, Universidad de Granada, 1989, pp. 28-9.

[12] Javier Rodríguez Pequeño, Cómo leer a Umberto Eco: El nombre de la rosa, Madrid-Gijón, Júcar, 1994, p. 35.

[13] Raymond Chandler, El simple arte de matar, Barcelona, Bruguera, 1980, p. 326.

[14] Ibídem, pp. 326-327.

[15] José R. Valles Calatrava, La novela criminal española, cit. p. 75; Jean Jacques Tourteau, D’Arsène Lupin à Sanantonio: le roman policier français de 1900-1970, Tours, Mame, 1970, p. 193.

[16] Josée Dupuy, Le roman policier, París, Larousse, 1974, p. 64.

[17] Tzvetan Todorov, “Typologie du roman policier”, en Tzvetan Todorov, Poétique de la prose, París, Seuil, 1971, pp. 55-65.

[18] Ibídem.

[19] Juan del Rosal, Crimen y criminal en la novela policíaca, Madrid, Instituto Editorial Reus, 1947, p. 85.

[20] Ibídem, pp. 52-96.

[21] Ibídem, p. 58.

[22] Josée Dupuy, Le roman policier, cit., p. 18.

[23] Ibídem, p. 70.

[24] Arthur Conan Doyle, Estudio en escarlata, en Todo Sherlock Holmes, cit., p. 62.

[25] En este sentido Josée Dupuy, en Josée Dupuy, Le roman policier, cit., p. 31, dice que el método de Holmes no tiene nada de científico ni de riguroso y que la rapidez de su lógica es la condición necesaria para su éxito. Por ello, en un momento Watson dice que “no existía para mí mayor placer que seguir a Holmes en todas sus investigaciones y admirar las rápidas deducciones, tan veloces como si fueran intuiciones, pero siempre fundadas en una base lógica, con las que desentrañaba los problemas que se le planteaban”, en Arthur Conan Doyle, La banda de los lunares, en Todo Sherlock Holmes, cit., p. 186.

[26] Arturo Pérez Reverte, La tabla de Flandes, Barcelona, El Mundo, 2001, p. 84.

[27] Thomas A. Sebeok, “One, two, threeuberty”, en Umberto Eco y Thomas A. Sebeok (eds.), El signo de los tres, Barcelona, Lumen, 1989, p. 29.

[28] Este tipo de abducción se ocupa de la naturaleza de los textos. Hay otro tipo que hace referencia a los descubrimientos científicos y, por lo tanto, se ocupa de la naturaleza de los universos: se parte de uno o más hechos sorprendentes y se concluye con la hipótesis de una ley general. Sin embargo, la diferencia entre estos dos tipos de abducción desaparece “si asumimos que tratamos de con universos como si fueran textos, y con textos como si fueran universos”. Uniendo entonces estas dos formas de abducción, lo que hace Eco es mostrar los diferentes tipos de abducción: la hipótesis o abducción codificada, la abducción hipocodificada, la abducción creativa y la meta-abducción. Umberto Eco, “Cuernos, cascos, zapatos: algunas hipótesis sobre tres tipos de abducción”, en Umberto Eco y Thomas A. Sebeok (eds.), El signo de los tres, cit., pp. 265-294.

[29] Ibídem, p. 288.

[30] Raymond Chandler, El sueño eterno, Madrid, Alianza, 2001, p. 219.

[31] Raymond Chandler, Adiós, muñeca, Madrid, El País, 2004, p. 41.

[32] Raymond Chandler escribía lo siguiente: “¿por qué trabaja por un mendrugo? La respuesta a esa pregunta es toda la historia, la historia que siempre se está escribiendo de modo indirecto y nunca completa, ni siquiera clara. Es el combate de todos los hombres fundamentalmente honestos por ganarse la vida con decencia en una sociedad corrupta. Es un combate imposible; no puede ganar. Puede ser pobre y amargado y desahogarse en bromas y en amoríos casuales, o puede ser corrupto y amistoso y rudo como un productor de Hollywood”, en Raymond Chandler, “Carta a John Houseman”, en El simple arte de escribir, cit., pp. 159-60. Y más adelante dice que “si rebelarse contra una sociedad corrupta equivale a ser inmaduro, entonces Philip Marlowe lo es en extremo. Si ver la basura donde hay basura constituye una señal de inadaptación social, entonces Philip Marlowe es un inadaptado. Por supuesto, Marlowe es un fracasado, y lo sabe. Es un fracasado porque no tiene dinero”, en Raymond Chandler, “Carta al señor Inglis”, en El simple arte de escribir, cit., p. 211.

[33] Raymond Chandler, Adiós, muñeca, cit., p. 281.

[34] Fernando Savater, “Novela detectivesca y conciencia moral”, en Sobre vivir, Barcelona, Ariel, 1985, p. 112.