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LA EVOLUCIÓN DEL DETECTIVE EN EL GÉNERO POLICÍACO
Iván Martin Cerezo
(Universidad
Autónoma de Madrid)
Todos
los textos de la literatura policíaca, ya sean cuentos o novelas, ofrecen
un punto de partida común: la ruptura del orden existente, la quiebra de las
relaciones sociales aceptadas, merced a la irrupción del crimen en una escena
social. En otras palabras y en un plano más concreto: el nacimiento de toda
narración policíaca implica la desaparición o puesta en duda del sistema de
seguridad que la vida social presupone. La narración, en este sentido, supone
la investigación de ese hecho criminal que lleva a cabo el detective, sin
lugar a dudas, el elemento clave del género policíaco.
Sin crimen y sin criminal puede haber novela policíaca, pensemos en más de
una novela en la que al final el detective descubre que no ha habido crimen
y, por consiguiente, tampoco criminal.
El detective, como decimos, es el ingrediente primario de toda narración
policíaca por su relación directa con el factor característico de este tipo
de literatura: la investigación. Este género relaciona estrechamente ambos
elementos: la narración policíaca es la narración de una investigación y el
detective es aquel que la conduce. Por lo tanto, policíaca es toda aquella narración en la que se da un proceso
de investigación de un hecho criminal, sea real o aparente, y que, por consiguiente,
hay una persona encargada de llevar a cabo esa investigación, ya sea un policía,
un detective privado, un periodista, un abogado, un forense, etc. La literatura
policíaca agrupa aquellas obras de ficción en las que se produce un hecho
criminal, es decir, una ruptura del orden cotidiano, un quebrantamiento de
la ley, lo que da lugar a una investigación sobre ese hecho.
El detective cura la herida social que
el crimen simboliza. Recompone el desorden que el crimen ha desencadenado. Su
objetivo es el retorno del orden, del orden mental por medio de la verdad, y
del orden social por medio de la justicia. El detective distingue perfectamente
entre la justicia de los hombres, codificada en leyes, y la idea de justicia,
que atiende a una noción ideológico-moral[1],
por eso en algunos casos no entregará al culpable a las autoridades, en otros
se tomará la justicia por su mano a sabiendas de que las leyes protegerán al
culpable y saldrá impune y en los menos se negará a investigar el caso, por lo
que tendremos un relato de aventuras policiales y no una narración policíaca.
Como
decíamos, en la literatura policíaca ambos desórdenes, el mental y el social,
suelen estar entrelazados. El caso más representativo de narraciones de este
tipo serían aquellas que corresponden al subtipo “recinto cerrado”[2],
pero en ocasiones su función será tan sólo recuperar, hacer retornar el orden
mental: nos encontramos entonces con una literatura policíaca blanca, sin
crimen, ni criminal, originada por un desorden no criminal y que, sin embargo,
por su carácter deductivo, relacionamos sin duda con lo policíaco:
es el caso de relatos tan magistrales como La
aventura de las monedas del presidente de Ellery Queen o El problema
de la celda número 13 de Jacques Futrelle; y, al
contrario, otras veces la función del detective es el retorno del orden social
sin más. Es lo que sucede en aquellas ocasiones en las que tal desorden no ha
coexistido con el mental; en estos casos la función del detective no es tanto
conocer, deducir, como acorralar, perseguir, capturar, castigar.
Sacerdote, místico, sagrado. Siempre, o
casi siempre, genial. El detective se erige en representante de la sociedad, y
ésta y el lector hacen de él delegación de sus poderes. Es siempre percibido
como un individuo excepcional, cuyos poderes le han sido otorgados por las
víctimas de una sociedad que está en guerra con sus enemigos. Es un héroe, es
el depositario de los valores sociales, morales y jurídicos de una
colectividad. Y, por tanto, dice Auden, debe ser el
representante oficial de lo ético o el individuo excepcional que está en estado
de gracia[3].
En el primer caso será un profesional, en el segundo, un amateur. En cualquier
caso, el detective debe ser completamente extraño, ya que no debe verse
envuelto en el crimen. Viene de fuera. Será distante, excéntrico, maniático,
extraño. Su rival, aquel que ha sido capaz de matar, también lo es. Su
excepcionalidad es su culpabilidad. Ambos han de estar a la misma altura.
Evidentemente estamos hablando de un tipo concreto de detective: el que hace el
género, el mito que crea el género, el que se constituye en el primer modelo.
También investigan otros detectives, menos héroes o incluso antihéroes,
perdedores, menos excepcionales aunque también casi siempre solitarios, o
acompañados de algún amigo, a veces realmente excepcional, como el Mouse de
Walter Mosley, uno de los autores más originales de
los últimos años. Cuando se produzca este cambio veremos que los valores
morales son menores, o menos explicitados en la narración, y que trabajan por
motivos diferentes, principalmente por dinero, y que hablan ellos mismos, que
nos cuentan sus propios casos[4].
Su condición de antihéroe se lo permite, a un tipo como Holmes
o como Poirot no seríamos capaces de soportarles…
Analicemos ahora las características
más señaladas sobre esta figura del detective, muchas de ellas aportadas o
apuntadas desde los primeros textos de Poe:
-
El detective pertenece a una familia ilustre. Es el caso
de Dupin, de Philo Vance, de Sherlock Holmes, de Peter Wimsey.
-
No pertenecen normalmente, y especialmente en el origen
del género, a la policía u otro cuerpo de funcionarios al servicio del estado.
Aquí la unanimidad es mucho menor; frente a Dupin (Poe), Sherlock Holmes (Conan Doyle),
Philo Vance (Van Dine), Peter Winsey
(Dorothy L. Sayers), Nero Wolfe (Rex
Stout), El Santo (Leslie Charteris), Poirot y Mrs. Marple (Agatha
Christie), el Dr. Thorndyke
(Austin Freeman), Ellery Queen (Ellery
Queen), el Dr. Gideon Fell (John Dickson
Carr), Sam Spade (Dashiel Hammett), Philip Marlowe (Raymond Chandler) o Pepe Carvalho
(Vázquez Montalbán) podemos citar grandes detectives de la historia de la
literatura que pertenecen a la policía o cuerpo semejante, desde el famoso Vidocq al inspector Maigret (George Simenon) pasando por el
sargento Cuff (Wilkie Collins), al inspector French de Freeman Wills Crofts,
Mattäi de Durrenmatt, Lloyd Hopkins de Elrroy, el humilde Plinio de
Francisco García Pavón, Bevilacqua y Chamorro de
Lorenzo Silva, Kurt Wallander
de Henning Mankell o Montalbano de Andrea Camilleri.
-
El detective tiene muchos gustos exquisitos, refinados,
que ayudan a caracterizarlo como extravagante, poco convencional,
diferenciándose así de la masa común. Puede ser esta rareza el amor a los
libros raros (Dupin), amar las rosas (el sargento Cuff, Poirot), tocar el violín (Sherlock Holmes), interesarse por
la arqueología (Philo Vance),
la gastronomía (Nero Wolfe,
Pepe Carvalho), los vinos (Peter
Wimsey)...Vemos, sin embargo, que todos estos gustos,
por muy variados que sean entre sí, como denominador común, dan una nota de
exquisitez, de distinción, que es precisamente lo que se pretende, distinguirlo
de los demás personajes y situarlo en una esfera superior.
-
Torpeza física y sentimentalismo es otra cualidad o
característica que se percibe en la mayoría de los detectives. En este sentido,
muchos son, desde el punto de vista de su actividad física, francamente torpes:
bajos, débiles, desmesuradamente gordos, viejos… En la historia del género
abundan los detectives que ni siquiera se mueven de un lugar para resolver el
caso. Así Dupin en El misterio de Marie Rogêt, El viejo de la esquina de la baronesa de
Orczy, John Ashwin de Anthony Boucher, Nero Wolfe de Rex
Stout, el príncipe Zaleski
de Shiel o Isidro Parodi de
Borges y Bioy Casares. Existen ejemplos de detectives
ciegos: Max Carrados,
creado por Ernest Bramah en
el libro del mismo nombre o Duncan Mac Lian del escritor B. H. Kendrick.
-
El detective suele ser varón. Explicable por las razones
socioeconómicas que determinaban y determinan el distinto rol que la sociedad
adjudicaba y adjudica a cada sexo. El primer detective femenino de la historia
de la novela policíaca fue Violet Strange,
que aparece en la novela The golden slippers (1915) de la norteamericana Anna Katharine Green, aunque quizá la
más famosa sea Mrs. Marple,
la encantadora solterona creada por Agatha Christie. Junto a estas investigadoras también podemos
encontrar al ama de casa Charlotte Pitt de Anne Perry,
la abogada Victoria Ifigenia Warshawski de Sara Paretsky, la inspectora de policía Petra Delicado de Alicia
Giménez-Bartlett, la
detective privada Cordelia Gray
de P. D. James, la médico-farmacéutica Kathryn Swinbrooke de C. L. Grace, la
investigadora privada Kinsey Milhone
de Sue Grafton, la forense Kay Skarpetta de Patricia Cornwell, la policía rusa Anastasia P. Kamenskaya
de Alexandra Marínina o la guardia civil Virginia
Chamorro de Lorenzo Silva.
-
Raza. La mayoría de los detectives al principo
son blancos, en cualquier caso occidentales u occidentalizados,
como ocurre con los exóticos Charlie Chan, el detective chino de Ed Piggers, o el inspector Max de
raza negra del francés Pierre Véry. No obstante el
paso del tiempo, las nuevas circunstancias sociales, cambia esto también, y nos
encontraremos con magníficos detectives negros, especialmente en la obra de Chester Himes y Walter Mosley, sin duda los mejores escritores de raza negra.
-
Religión. No es un factor importante, salvo en el caso
nada corriente del padre Brown de Gilbert
Keith Chesterton. Su forma
de investigar tiene connotaciones teológicas y cristianas y en ese sentido
puede hablarse del padre Brown como de un detective
metafísico.
-
Los detectives poseen altísimas capacidades intelectuales.
El detective posee estas cualidades en grado extremo, entre ellas: capacidad de
observación, capacidad de análisis, capacidad deductiva, inductiva, analógica,
imaginación, conocimientos casi enciclopédicos, capacidad de abstracción,
percepción psicológica, agilidad mental, etc.
Podría
decirse que la actividad del detective es rigurosamente intelectual, su poder y
su placer proviene de este tipo de facultades. “El analista goza con esa
actividad intelectual que se ejerce en el hecho de desentrañar”, escribe Poe en Los crímenes
de la calle Morgue; Sherlock Holmes,
sin ninguna modestia, cualidad que escasea entre todos los detectives, nos
contará que “el encadenamiento de mis ideas se efectúa tan rápidamente en mi
cerebro que llego a la conclusión hasta sin darme cuenta de los anillos que
componen la cadena; y, no obstante, existen”[5]
y expone que tres son las facultades que debe tener el detective ideal:
capacidad de observación, capacidad de deducción y los conocimientos adecuados,
por absurdos que parezcan, que le puedan llevar a la solución final[6];
Hercules Poirot recordará,
novela tras novela, la excelencia de sus pequeñas células grises; Philo Vance será el dueño de un
sutil poder psicológico al que no pueden resistir ni las naturalezas más
fuertes. El héroe encarna los deseos frustrados u ocultos de la colectividad
que representa. Es un superhombre: inteligente, astuto y honrado.
Las
causas de que el detective que predomina en la literatura policíaca no sea un
profesional, es decir, un policía, son muchas y complejas. El género policíaco queda fijado en el siglo XIX con Edgar Allan Poe como principal
responsable y con un fondo en el que el racionalismo, el positivismo y
cientificismo forman la ideología imperante en esta época. Una de las
diferencias fundamentales entre las novelas de aventuras criminales
decimonónicas y la novela problema es el cambio de protagonista y de ideología:
con la novela problema triunfa la ley y el orden, esto es, el policía. Y todo
porque están dirigidas a un público diferente: la clase alta que necesita
sentirse segura, no como en el caso de las novelas de Maurice
Leblanc protagonizadas por Arsenio
Lupin, donde los ladrones, héroes románticos, son los
favoritos del público... “evidentemente” también de condición social más baja. Sherlock Holmes es el mejor
garante de la sociedad victoriana, por eso le permiten hasta actuar a veces al
margen de la ley. Este tipo de novelas policíacas pretende tranquilizar, por
eso no hay violencia real, no hay crimen ni criminales, están “idealizados”, “desrealizados”. Asociado con esto último, los
investigadores son fundamentalmente aficionados, no profesionales porque los
profesionales, los policías, pertenecen a la clase baja. El recién creado
cuerpo de policía está compuesto por humildes hombres que por tanto no pueden
ser más que lerdos y que serán ridiculizados por Sherlock
Holmes.
Por
otro lado, la excepcionalidad con que se perfila la figura del detective
evidencia la necesidad de no encuadrarlo dentro de un servicio público ni en
una organización, que, como todas, limita las posibilidades de actuación de
cualquiera de sus miembros. El detective debe actuar con libertad e
independencia, a fin de poder desplegar todo su equipaje de genialidades. En la
novela o narración policíaca el crimen es sentido como algo anormal,
imprevisto, excepcional y a ese estado de cosas le conviene que la solución y,
por tanto, aquel que la encuentra, sea también extraordinario, no encuadrable, imprevisto. El carácter romántico, heroico,
con que nace el personaje, determina además su distanciamiento con respecto a
la realidad cotidiana. El detective es, a la vez, un intruso, alguien que al
igual que el criminal irrumpe lo ordinario, y un patrimonio de la sociedad, su
salvaguardia.
El detective
es, por tanto, sabio, sólo él es capaz de descifrar los signos; héroe, portador
de valores colectivos; superior, está por encima de todos; distinto, padre que
consuela y castiga; médico que cura y opera; juez que castiga y premia. Georges Simenon calificó en
alguna ocasión a su héroe, en este caso un policía singular, como “recomponedor de destinos”. Para Julian
Symons, el detective “es también el médico brujo
sagrado, capaz de detectar el mal que corrompe a la sociedad”[7],
por eso será el único personaje al que se permita poseer dotes intelectuales.
Con apariencia y aureola de excéntrico, pintoresco y de aspecto casi estúpido o
pedante, pero con unos conocimientos en realidad amplios y vastos, que, en la
práctica, le harán casi omnisciente. Para Symons la
causa de que con frecuencia sea un
aficionado, reside en que “así el lector podía colocarse con mayor facilidad en
el lugar del detective, y era el único que de vez en cuando podía burlar la ley
y hacer cosas que para otro, menos privilegiado, hubieran sido punibles”[8].
Relevante,
superior, es su rol dentro del mundo de personajes que pueblan el relato policíaco, no menos destacado en su posición si lo
consideramos desde un punto de vista más literario o textual. Además, el héroe
es protagonista, es decir, el personaje principal y decisivo de la trama. Sobre
él de forma explícita girará la acción. De forma implícita la trama también
descansa sobre el oculto o desconocido culpable, pero globalmente es el
detective el que aporta el rasgo pertinente de lo policíaco:
la investigación. A partir de él, la narración se mueve, se despliega,
desarrolla, avanza, retrocede, aclara o confunde, se lía o se resuelve. Es
además el personaje narrativo, aquel que tras sus pasos nos lleva de una
secuencia a otra de la narración. Literariamente es el testaferro del autor y
el intermediario entre el autor y el lector. El detective persigue al culpable;
el lector persigue al detective. Es un perseguidor perseguido. El detective ha
de descubrir al culpable y al tiempo despistar al lector. Ha de encontrar las
claves y ocultarlas; encontrar y diseminar. Su trabajo no es nada fácil.
Demasiado muchas veces para un solo personaje. No es bueno, podríamos decir,
que el detective esté solo. Poe, como de tantas otras
cosas, se dio cuenta y encontró la solución: era necesario darle un compañero.
Auguste Dupin, el
detective del autor de La carta robada,
se acompaña en sus correrías de un personaje cuyo nombre nunca nos será dado. Sherlock Holmes siempre tendrá a
su lado al fiel Dr. Watson; Hercules
Poirot contará con la presencia del capitán Hastings; Philo Vance con Van Dine; Nero Wolfe con Archie Goodwin. El arquetipo de
detective conlleva la figura de un compañero. La constancia de este acompañante
tiene una explicación técnica literaria, largamente estudiada, estrechamente
relacionada con la eficacia literaria. Cuatro ojos ven más que dos. Por tanto,
y en un principio, la presencia de una pareja amplía la información. Si además
cada miembro de esa pareja ve de
distinta forma, la información será todavía más amplia, permitiéndose, dado el
doble punto de vista que ello conlleva, que ambas informaciones puedan ser
contrastadas. El resultado estético de dos visiones diferentes de hechos
semejantes, el perspectivismo, es siempre positivo
sobre todo si ambas visiones son absolutamente dispares, y su efecto estético
es altísimo. La presencia de lo cómico en lo trágico, resuelto en el teatro
clásico a través de la figura del “gracioso”, que frecuentemente recaía en el
criado o paje del protagonista, es un ejemplo de que la literatura ha recurrido
con abundancia a este recurso, que también puede ser utilizado con una
intención distinta: realzar por contraste las cualidades de uno de los miembros
de la pareja. Aunque los otros efectos que el recurso proporciona se producen
también al ser utilizado por el género policial, será esta última intención la
más clara dentro de la literatura detectivesca. Los acompañantes del héroe, del
detective, los Watson o Hastings,
corresponden al tipo de personajes cuya función sería resaltar las prendas del
otro personaje. La función del acompañante de Dupin
será caracterizar con mayor intensidad la idiosincrasia del héroe. Al contrario
que éste estará siempre conforme con el público en general, no verá nada
particular.
En el
género policíaco los seres y objetos situados en el
espacio literario están puestos con algún fin concreto, nada es aleatorio,
porque todo va dirigido a un fin determinado que es la resolución del enigma
presentado, y, además, todos son signos que deben ser interpretados por el
detective y, en el caso de los relatos clásicos, también por el lector. En este
sentido, los espacios se presentan en la novela por medio de las sensaciones y
consiguientes interpretaciones de los mismos por parte de la mirada subjetiva
del narrador —ya sea el acompañante del detective, que se limitará a hablar del
caso y de lo relacionado con éste a través de las interpretaciones que el
detective comparte con él y de las suyas propias, ya el propio detective, que a
través de su mirada nos sumergirá en el mundo narrativo, o bien un narrador heterodiegético omnisciente— y de los personajes. En este
sentido, la disposición del espacio en el relato y las relaciones que se
establecen entre éste y los personajes da lugar a la percepción subjetiva que
se expresa a través de la mirada, que constituirá la sensación más trascendente
en la interpretación de la realidad narrativa y de los signos que dan
coherencia a la historia. El detective será un privilegiado en este sentido:
—[…] Terry, todo lo que necesito de ti es un día a lo sumo.
Incluso una noche. Te sientas, lees el expediente, miras la cinta y me llamas
por la mañana para contarme lo que has visto. A lo mejor no es nada o al menos
nada nuevo. Pero a lo mejor ves algo que se nos ha pasado o se te ocurre una
idea que a nosotros aún no se nos había ocurrido[9].
Como
es de esperar, el privilegio del detective es ver de forma distinta. Es por
ello por lo que la mirada del detective es fundamental en el género policíaco, ya que dará la coherencia y el significado
necesarios a los distintos signos que aparecen repartidos en el discurso para
dar sentido a la historia y conducirlo a la elucidación de los interrogantes
planteados. Así, la mirada del detective será uno de los rasgos que lo defina metonímicamente frente al resto de los otros personajes al
poder presentar diferentes lecturas de los distintos signos propuestos.
Como
decíamos, el acompañante del detective no tendrá el privilegio de ver así, y,
en este sentido, el Dr. Watson cumplirá un papel
semejante. La típica frase de Holmes más
cinematográfica que literaria: “Elemental, querido Watson”,
define la situación. Otro tanto ocurre con Poirot y Hastings. En la novela El
asesinato de Lord Edware, Poirot
le expone al capitán su triste condición:
“Cuando el criminal acaba de cometer un delito, su primera
preocupación es la de engañar. ¿A quién? Naturalmente a las personas normales.
Tanto en los momentos de lucidez como (te ruego que me perdones) en los de
mayor torpeza, siempre eras maravillosamente normal. Eh bien, ahora me
preguntarás que cómo aprovecho yo tu normalidad. Pues sencillamente, viendo
reflejado en tu pensamiento lo que el criminal desea hacer creer a los seres
normales. Como verás, me eres de gran ayuda”.
En otros casos veremos que la presencia
de un acompañante se debe a la exigencia realista de que el referente intensionalizado en el texto sea verosímil, siempre que la
acción se sitúe en el tiempo actual. Es decir, es sabido que las personas
pertenecientes a los cuerpos de seguridad actúan en parejas y en equipo, de ahí
la necesaria presencia de un acompañante o un equipo de policía, como podemos
observar en las narraciones de Lorenzo Silva protagonizadas por Bevilacqua y Chamorro o las de Henning
Mankell protagonizadas por Kurt
Wallander entre otras.
Pero,
y esto es quizá lo más importante, la presencia de un acompañante va a
facilitar a los escritores la resolución de un problema técnico de enorme
importancia como es la elección del punto de vista narrativo. Watson y Hastings, y demás
personajes de semejante entidad, serán los narradores, los cronistas de los
hechos a los que, desde su proximidad al héroe, asistirán. Cumplirán el sagrado
y privilegiado papel de ser el Homero de su Aquiles. Esa presencia de un
narrador interpuesto entre el detective y el lector que le persigue resolverá
el problema de controlar, orientar o desorientar la lectura, para lograr que el
lector no se adelante al descubrimiento final, cuya gloria nadie debe arrebatar
al héroe detective.
El criminal se comporta, teóricamente,
como un escritor, es decir, proponiendo una lectura del crimen. El criminal, de
alguna forma, es el único que conoce, junto con el autor, el final de la
historia. Es más, por su necesidad de impedir ser descubierto debe adelantarse,
desde antes de cometer su criminal acción, a la lectura. Mentalmente debe leer
antes lo que luego leerá el lector y su guía, el detective. Tiene la necesidad
vital de intentar dirigir esa lectura hacia el fin que le interesa: su
ocultamiento. En realidad, en toda narración literaria coexisten teóricamente
dos textos, el texto que leemos y el texto que el criminal intentó que
leyésemos. El momento clave de una obra policíaca es cuando la lectura que el
criminal ha propuesto no tiene la suficiente calidad como para atrapar la
atención total del detective, quien por su cuenta empieza a leer de otra forma,
separándose de la teórica escritura que el criminal ha construido.
Por
otro lado, si en el período clásico primaba la investigación sobre la acción,
ahora hay un cambio de papeles y lo que vamos a encontrar es que la acción se
superpone a la investigación, y el crimen, pieza fundamental del juego, deja de
ser un elemento estático para ser un elemento dinámico, deja de ser el rey para
ser la reina[10]. Cambia
también el detective, el criminal, el referente social, pero en esta evolución
no se pierde la esencia del género: el crimen, el detective y la investigación.
Como dice Andreu martin:
…Si bien es verdad que, en las novelas de Raymond Chandler o de Dashiell Hammett, prima el
realismo, la brutalidad y la denuncia de unas determinadas lacras sociales por
encima del simple juego de «adivine usted quién es el culpable», también es
verdad que los señores Chandler o Hammett,
planteaban enigmas en sus novelas y hacían que sus detectives se movieran
preocupados por resolverlos, y se empeñaban en mantener una intriga muy similar
a las de sus colegas de tendencia «policíaca».
Al proponer un misterio por resolver, el autor está
contrayendo un compromiso con el lector. El autor es consciente de que el
planteamiento de un problema le garantiza una mayor expectación, las preguntas
sin respuesta hacen que el lector avance con avidez en la lectura y conservan
el interés a lo largo de capítulos que, por sí solos, podrían no tener ningún
atractivo. Es perfectamente plausible que el autor defienda que le interesa
mucho más la tesis contenida en su novela que el enigma que planteó en el
capítulo primero, pero eso no le dispensa de terminar bien lo que comenzó.
Tiene la obligación de dar respuesta a las preguntas que hizo, y tiene la
obligación de darlas satisfaciendo las expectativas del lector. Porque esas son
las reglas del juego.
Y éste es el momento de recordar que, desde sus inicios,
la literatura policíaca es una propuesta de juego. Y esta propuesta no se
perdió en su evolución hacia lo «negro»[11].
Esta evolución se produce porque una
nueva oleada de autores quiere hacer una novela policíaca más real, más
dinámica, menos intelectual, es decir, menos “racional”. Y esto es porque esta
evolución se encuentra inmersa en una sociedad determinada y surge como el
testimonio de una época[12],
la estadounidense, en la que los delincuentes controlan ciudades, en las que
hay muchísima delincuencia urbana, una sociedad en la que se produce el crack
de la Bolsa, en la que se pone en funcionamiento la ley seca, donde hay grupos
de gansters tremendamente poderosos. Como dice Raymond Chandler:
[...]El
realista de esta rama literaria escribe sobre un mundo en que los pistoleros
pueden gobernar naciones y casi gobernar ciudades, en el que los hoteles, casas
de apartamentos y célebres restaurantes son propiedad de hombres que hicieron
su dinero regentando burdeles; en el que un astro cinematográfico puede ser el
jefe de una pandilla, y en el que ese hombre simpático que vive dos puertas más
allá, en el mismo piso, es el jefe de una banda de controladores de apuestas;
un mundo en el que un juez con una bodega repleta de bebidas de contrabando
puede enviar a la cárcel a un hombre por tener una botella de un litro en el
bolsillo; en que el alto cargo municipal puede haber tolerado el asesinato como
instrumento para ganar dinero, en el que ninguno puede caminar tranquilo por
una calle oscura, porque la ley y el orden son cosas sobre las cuales hablamos,
pero que nos abstenemos de practicar; un mundo en el que uno puede presenciar
un atraco a plena luz del día, y ver quién lo comete, pero retroceder
rápidamente a un segundo plano, entre la gente, en lugar de decírselo a nadie,
porque los atracadores pueden tener amigos de pistolas largas, o a la policía
no gustarle las declaraciones de uno, y de cualquier manera el picapleitos de
la defensa podrá insultarle y zarandearle a uno ante el tribunal, en público,
frente a un jurado de retrasados mentales, sin que un juez político haga algo
más que un ademán superficial para impedirlo[13].
La
novela policíaca ya no pretende tranquilizar ni satisfacer juegos racionales
para aristócratas ociosos sino que trata de satisfacer necesidades emocionales
y de reflejar —y denunciar en algunos casos— la deprimente realidad.
Desgraciadamente, la realidad de los años cuarenta es mucho menos
tranquilizadora que la de principios de siglo y la figura del detective pasa de
un aficionado a un profesional, de un ganador a un perdedor, de la razón a la
acción. Es decir, si antes el investigador se caracterizaba por usar la razón
para resolver los crímenes, ahora, además de la razón, también va a utilizar la
fuerza. A partir de la puesta en escena de las novelas de Hammett
y Chandler, se producen una serie de cambios en este
personaje. Pasa de ser un semidiós a un ser mortal. Raymond
Chandler lo analiza así:
En todo lo que se puede llamar arte hay algo de redentor.
Puede que sea tragedia pura, si se trata de una tragedia elevada, y puede que
sea piedad e ironía, y puede ser la ronca carcajada de un hombre fuerte. Pero
por estas calles bajas tiene que caminar el hombre que no es bajo él mismo, que
no está comprometido ni asustado. El detective de esa clase de relatos tiene
que ser un hombre así. Es el protagonista, lo es todo. Debe ser un hombre
completo y un hombre común, y al mismo tiempo un hombre extraordinario. Debe
ser, para usar una frase más bien trajinada, un hombre de honor por instinto,
por inevitabilidad, sin pensarlo, y por cierto que
sin decirlo. Debe ser el mejor hombre del mundo, y un hombre lo bastante bueno
para cualquier mundo. Su vida privada no me importa mucho; creo que podría
seducir a una duquesa, y estoy muy seguro de que no tocaría a una virgen. Si es
un hombre de honor en una cosa, lo es en todas las cosas.
Es un hombre relativamente pobre, porque de lo contrario
no sería detective. Es un hombre común, porque si no no
viviría entre gente común. Tiene un cierto conocimiento del carácter ajeno, o
no conocería su trabajo. No acepta con deshonestidad el dinero de nadie ni la
insolencia de nadie sin la correspondiente o desapasionada venganza. Es un
hombre solitario, y su orgullo consiste en que uno le trate como a un hombre
orgulloso o tenga que lamentar haberle conocido. Habla como habla el hombre de
su época, es decir, con tosco ingenio, con un vivaz sentimiento de lo grotesco,
con repugnancia por los fingimientos y con desprecio por la mezquindad.
El relato es la aventura de este hombre en busca de una
verdad oculta, y no sería una aventura si no le ocurriera a un hombre adecuado
para las aventuras. Tiene una amplitud de conciencia que le asombra a uno, pero
que le pertenece por derecho propio, porque pertenece al mundo en que vive. Si
hubiera bastantes hombres como él, creo que el mundo sería un lugar muy seguro
en el que vivir, y sin embargo no demasiado aburrido como para que no valiera
la pena habitar en él”[14].
Chandler nos
habla sobre la necesidad en el género de que haya un detective más realista, que sea más parecido a la
gente corriente y no un ser a caballo entre el Olimpo y la tierra. Es por ello
por lo que, como ya señalan Valles Calatrava y Jean Tourteau[15]
entre otros, nos vamos a encontrar con una diferencia fundamental entre estos
dos tipos de detectives, entre los Holmes o Poirot y los Marlowe o Spade, que hace referencia a cómo resuelven los crímenes,
es decir, al método. Los primeros resolverán por un procedimiento lógico y
racional, es decir, por la inteligencia; los segundos resolverán por medio de
la fuerza, es decir, llegan al culpable del crimen a través de una búsqueda
dinámica y no intelectual.
Investigar
es buscar los datos necesarios para poder responder a las preguntas que en una
narración policíaca suscita la evidencia de un crimen: quién lo hizo, cómo, por
qué… Todo tiene causa, fundamento, intención, nada ocurre porque sí. Fijémonos
en que las tres preguntas, a las que la investigación debe dar respuesta son
anteriores al momento en que se inicia “in strictu senso” la acción narrativa policial. En la literatura de
este género lo que pasa es lo que pasó. En otras palabras, la investigación
tendrá como objetivo reconstruir el camino que desembocó en crimen. La novela
policíaca sigue el orden inverso al de la novela de aventuras, ésta sigue el orden
cronológico de los hechos mientras que la policíaca invierte este orden ya que
la situación inicial que la policíaca plantea es el desenlace de la novela de
aventuras[16]. En
este sentido, Todorov dice que el discurso policíaco superpone dos series temporales: los días de la
investigación que comienzan con el crimen y los días del drama que llevan a él.
Esto es, el comienzo de la investigación se inicia con la comisión del crimen y
su final debe situarnos al comienzo de la historia del crimen. Es decir, la narración
policíaca contiene dos historias: la del crimen y la de la investigación[17].
La historia de la investigación puede contarse de diversos modos dependiendo
del tipo de narrador. La historia del crimen es la historia de una ausencia y
su mayor característica es que no puede presentarse directamente, sino que la
vamos conociendo a medida que transcurre la historia de la investigación. Es
por ello por lo que la historia del crimen hace referencia al orden artificial,
que implica dos procesos literarios fundamentales: las inversiones temporales y
los puntos de vista; y la historia de la investigación implica un lugar en el
que se pueden justificar todos los procedimientos y hacerlos parecer
“naturales”[18].
Ahora
bien, la investigación como ingrediente central, básico de lo policíaco, no sólo debe de dar cuenta de las preguntas
señaladas, cuyas respuestas proporcionan el castigo al culpable, sino que debe
al mismo tiempo servir para recomponer la confianza que, a través del enigma y
la sospecha, inauguró el crimen. Será, por tanto, un medio para descubrir al
criminal y también un fin en sí mismo, puesto que la investigación será un
proceso cuya andadura reconstruye paso a paso los valores sociales que el
crimen, mientras permanezca sin esclarecer, ha puesto en solfa. Mientras el
enigma permanece, la investigación está obligada a continuar. La investigación
tiene que explicar todo lo inexplicable, esclarecer todo lo confuso.
Según
Juan del Rosal, la novela policíaca nace siendo un problema matemático y la
explicación del crimen y del criminal es especulativa, después pasa a ser un
problema de deducción en el que se siguen una serie de datos empíricos y la
explicación del crimen se hace por medio de la experimentación, y luego se
convierte en un problema psicológico que explica el crimen a través de esta
ciencia[19].
En la primera fase la figura del criminal queda empequeñecida hasta tal punto
que el único motivo por el que aparece es para cometer el delito. En la segunda
fase encontramos algo parecido, y la figura del criminal aparece como un
elemento más de la probeta y el detective, casi de la misma forma que en la
primera fase, apenas se encontrará directamente con él. En la tercera fase lo
que ocurre es que el criminal es presentado como un ser vivo y real, no como
una simple marioneta. Estas tres etapas en la evolución del género policíaco bien se podrían corresponder con la evolución que
sufre el método de investigación llevado a cabo por el detective[20],
aunque hay que añadir una cuarta, que es la que aparece con la irrupción del
realismo:
En relación con el método de Holmes
también se ha señalado, acertadamente, el uso del tercer tipo de razonamiento:
la abducción. Si el método deductivo “depende de nuestra confianza en la
habilidad de analizar el significado de los signos con los que, o por medio de
los que, pensamos” y el inductivo “depende de nuestra confianza en que el curso
de un tipo de experiencia no se modifique o cese”, el abductivo
“depende de nuestra esperanza de adivinar, tarde o temprano, las condiciones
bajo las cuales aparecerá un tipo determinado de fenómeno” y, por lo tanto, la
abducción “nos permite formular una predicción general, pero sin garantía
alguna de éxito en el resultado”[27].
En el tipo de razonamiento abductivo que aparece en
la investigación criminal se parte de uno o más hechos sorprendentes y se
termina postulando la hipótesis de algún
hecho particular que se cree que es la causa del primero[28].
Holmes en algunos casos inventa, ya que como dice
Eco: “Etimológicamente, «invención» es el acto de descubrir alguna cosa que ya
existía en alguna parte, y Holmes inventaba en el
sentido que le da Miguel Ángel cuando dice que el escultor descubre en la
piedra la estatua que ya está circunscrita por la materia y oculta bajo el
mármol sobrante”[29].
Los
distintos métodos de investigación utilizados por los detectives y, por lo
tanto, la distinta concepción del protagonista se debe a una evolución en el
género que se produce por causas principalmente sociales y geográficas, y en
ningún caso por una ruptura dentro del mismo. Al establecerse que el método
para averiguar el crimen es diferente supone una distinta organización de los
elementos de la trama y de las características del propio protagonista. Son
significativas las palabras de Marlowe en El sueño eterno en relación a los
detectives anteriores, al igual que hizo Holmes con Dupin: “No soy Sherlock Holmes ni Philo Vance. No es lo mío repetir investigaciones que la policía
ha hecho ya, ni encontrar una plumilla rota y construir una caso a partir de
ahí. Si cree usted que hay alguien trabajando como detective que se gana la
vida haciendo eso, no sabe mucho de la policía”[30].
Aunque también, al igual que hacían los Holmes, su
burla de los policías: “No hay más. Le he contado lo que pasó y le he entregado
la prueba. Si no es usted capaz de llegar a algún sitio a partir de aquí, nada
de lo que yo diga le ayudará”.[31]
Si en
la novela policíaca tradicional o problema nos encontramos que el detective es
un ganador, un personaje extraño capaz de seducir y asombrar a las personas que
le rodean con sus dotes intelectuales, con la evolución realista el detective
pasará a ser un perdedor, no se puede decir que su trabajo le haya permitido
triunfar en la vida, a pesar de que siempre acabará resolviendo los casos que
se le presentan, y su vida personal es un desastre, sobre todo en sus relaciones
amorosas, donde la mujer aparece destinada a ser perdida como símbolo del
fracaso personal del investigador. Este nuevo tipo de detective, tipo Spade, Marlowe, Hammer, Archer, Hopkins, etc., es un personaje solitario, aunque muchas
veces aparezca rodeado de gente, aficionado al alcohol, sobre todo al whisky, y al sexo, que son sus vías de escape de un mundo
que le maltrata[32]. Es
un personaje duro tanto física como psicológicamente, sus puños son temidos, es
capaz de encajar un golpe que mataría a un caballo y, en cuanto a su carácter,
su cinismo e ironía son magníficos. La siguiente definición parece sacada de un
retrato realista de cualquiera de ellos:
—Eres tan maravilloso —dijo—. Tan valiente, tan decidido,
y trabajas por tan poco dinero. Todo el mundo te golpea en la cabeza y te
estrangula y te machaca la mandíbula y te atiborra de morfina, pero tú sigues
adelante con la cabeza baja hasta que los destrozas a todos. ¿Qué es lo que te
hace ser tan maravilloso?[33]
Tanto un tipo de detective como otro
atraen por un rasgo único que lo caracteriza y lo define frente al resto, a
pesar de tener características comunes. En un magnífico artículo, Fernando Savater expone que no entiende “por qué ha de ser acatado
como más verosímil el baqueteado detective de agencia envuelto en su vieja
gabardina, agobiado por la sociedad corrompida pero conservando aún cierto
fondo de nobleza y una enternecedora afición al bourbon
o la chanfaina, que el sofisticado sabueso clásico, con batín y cachimba de
espuma de mar, que entorna los ojos mientras murmura entre dientes «curioso…
realmente curioso…»”[34].
No se trata de decir quién es mejor o más realista, quién es más inteligente o
más violento, ya que todo se reduce a una cuestión: la verosimilitud. Una vez
que aceptamos que ese detective podría existir entra en juego el subjetivismo
del lector, ya que, en muchos casos, se decantará por un tipo de narración u
otra en función de quién la protagonice, ya que en el proceso de la lectura se
siente más identificado con un tipo de detective. Pero esto no quiere decir que
las preferencias se encaminen hacia un detective racional o un detective realista, podemos perfectamente preferir
a Holmes antes que a Rouletabille
o Philo Vance, a Marlowe o a Carvalho antes que a Poirot. Elegimos un tipo de personaje que cuanto más se
acerque a una condición mítica más grande será su poder de seducción, a pesar
de que todavía no sepamos definir qué es eso que lo hace tan maravilloso y que
nos atrae tanto de él. En todo caso, el ingenio y el arte del escritor siempre
estarán presentes. Por lo tanto, y como dijo Savater,
no hay que hablar en términos de elección entre un Holmes,
Poirot, Guillermo de Baskerville
o un Spade, Marlowe, Archer, sino en leer una buena historia bien contada sin
tener que renunciar a ninguno de ellos.
[1] Reproducimos a continuación la
carta completa que Raymond Chandler
envió a James Sandoe el 12 de mayo de 1949 donde deja
expresada claramente su opinión al respecto:
“Admito que si no se puede crear un
detective lo bastante dominante, se puede compensar en cierta medida
implicándolo en los peligros y emociones de la historia, pero eso no representa
un paso adelante, sino que es un paso atrás. Lo importante es que el detective
exista completo y entero y que no lo modifique nada de lo que sucede; en tanto
detective, está fuera de la historia y por encima de ella, y siempre lo estará.
Es por eso que nunca se queda con la chica, nunca se casa, nunca tiene vida
privada salvo en la medida en que debe comer y dormir y tener un lugar donde
guardar la ropa. Su fuerza moral e intelectual es que no recibe nada más que su
paga, a cambio de la cual protegerá al inocente y destruirá al malvado, y el
hecho de que debe hacerlo mientras gana un magro salario en un mundo corrupto
es lo que lo mantiene aparte. Un rico ocioso no tiene nada que perder salvo su
dignidad; el profesional está sujeto a todas las presiones de una civilización
urbana y debe elevarse por encima de ellas para hacer su trabajo. En ocasiones
quebrantará la ley, porque él representa a la justicia y no a la ley. Puede ser
herido o engañado, porque es humano; en una extrema necesidad puede llegar a
matar. Pero no hace nada por sí mismo. Obviamente, esta clase de detective no
existe en la vida real. El detective privado de la vida real es un mezquino
juez de la Agencia Burns, o un pistolero sin más
personalidad que una cachiporra, o bien un picapleitos o un embaucador de
éxito. Tiene más o menos tanta estatura moral como un cartel de tráfico.
La novela policiaca
no es y nunca será una «novela sobre un detective». El detective entra sólo
como catalizador. Y sale exactamente como era antes de entrar”, en Raymond Chandler, El simple arte de escribir, Barcelona, Emecé, 2004, pp. 146-47.
[2] En relación con esta cuestión del
espacio señalamos la predilección de la literatura policíaca hacia los lugares
o espacios cerrados, que proviene según tratamos de expresar de una íntima
exigencia del género al querer romper los espacios de seguridad del individuo a
través del crimen, y al añadir lo cerrado como materialidad a lo cerrado en
cuanto espacio social ha dado lugar a una especie de subgénero temático dentro
de lo policial: los casos de “recinto cerrado”. Estos casos aportan un problema
de enorme atracción al interés propio de toda novela o relato policíaco, pues al ¿quién
lo hizo? que la narración debe contestar, se añade imperiosamente el ¿cómo pudo hacerlo? y hasta tal punto
pasa así, que la primera de las preguntas, lo que podemos llamar cuestión
primordial de lo policíaco, se difumina y pierde
relieve ante el enigma que plantea la segunda.
[3] Véase Wystan
Hugh Auden, “La vicaría de
la culpa”, en La mano del teñidor, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 1999.
[4] “Lo importante con Marlowe es recordar que es un personaje en primera persona,
lo muestre o no en un guión radial. Un personaje en primera persona tiene la
desventaja de que debe ser mejor persona para el lector que lo es para sí
mismo. Demasiados personajes en primera persona dan una impresión ofensivamente
engreída. Eso está mal. Para evitarlo, no siempre deben darle a él la réplica
de impacto o la réplica final. Ni siquiera con frecuencia. Que otros personajes
se lleven los aplausos. Que él se quede sin chistes, en la medida de lo
posible… uno de los trucos más eficaces de Marlowe
era simplemente darle al otro la oportunidad de lucirse, y no decir nada. Eso
pone al otro bajo los reflectores. Una ironía devastadora pierde gran parte de
su fuerza cuando no provoca ninguna respuesta, cuando el otro se va en
silencio. Entonces el mismo que habló debe responderse, o rendirse.
No haga que Marlowe
diga nada sólo para ganarles a los otros personajes. Cuando sale con una broma
o una ironía, debería serle arrancada emocionalmente, de modo que esté
descargando un sentimiento y no pensando siquiera en ganarle a nadie. Si usan
símiles, traten de hacerlos a la vez extravagantes y originales. Y está la
cuestión de cómo se pronunciará la frase descortés. Cuando más dura la ironía,
menos enérgico tendrá que ser el modo en que se lo diga. No debe haber ningún
efecto de regodeo”, en Raymond Chandler,
“Carta a Ray Stark”, en El simple arte de escribir, cit., pp. 122-23.
[5] Arthur Conan Doyle, El signo de los cuatro, en Todo
Sherlock Holmes,
Barcelona, Cátedra, 2004, p. 577.
[6] Ibídem.
[7] Julian Symons, Historia del relato policial, Barcelona, Bruguera, 1982, p. 21.
[8] Ibídem, p. 20
[9] Michael Connelly,
Más oscuro que la noche, Barcelona,
Ediciones B, 2004, p. 18.
[10] Guillermo Cabrera Infante, “La
ficción es el crimen que paga Poe”, en Novela
criminal, Los Cuadernos del Norte, 19, 1983, pp. 2-7.
[11] Andreu
martin, “La novela policíaca / negra como hecho lúdico”, en Juan Paredes Núñez
(ed.), La novela policíaca española, Granada,
Universidad de Granada, 1989, pp. 28-9.
[12] Javier Rodríguez Pequeño, Cómo
leer a Umberto Eco: El nombre de la rosa,
Madrid-Gijón, Júcar, 1994, p. 35.
[13] Raymond Chandler, El simple
arte de matar, Barcelona, Bruguera, 1980, p. 326.
[14]
Ibídem, pp. 326-327.
[15] José
R. Valles Calatrava, La novela criminal española, cit. p. 75; Jean Jacques Tourteau, D’Arsène Lupin à Sanantonio:
le roman policier français de 1900-1970, Tours, Mame,
1970, p. 193.
[16] Josée
Dupuy, Le roman policier, París, Larousse, 1974, p. 64.
[17] Tzvetan Todorov, “Typologie du roman policier”, en Tzvetan Todorov, Poétique
de la prose, París, Seuil, 1971, pp. 55-65.
[18] Ibídem.
[19] Juan del Rosal, Crimen y criminal en la novela policíaca,
Madrid, Instituto Editorial Reus, 1947, p. 85.
[20] Ibídem, pp. 52-96.
[21] Ibídem, p. 58.
[22] Josée
Dupuy, Le roman policier, cit., p.
18.
[23] Ibídem, p. 70.
[24] Arthur Conan Doyle, Estudio en
escarlata, en Todo Sherlock Holmes, cit., p. 62.
[25] En este sentido Josée Dupuy, en Josée Dupuy, Le roman policier,
cit., p. 31, dice que el método de Holmes no tiene nada de científico ni de riguroso y que la
rapidez de su lógica es la condición necesaria para su éxito. Por ello, en un
momento Watson dice que “no existía para mí mayor
placer que seguir a Holmes en todas sus
investigaciones y admirar las rápidas deducciones, tan veloces como si fueran
intuiciones, pero siempre fundadas en una base lógica, con las que desentrañaba
los problemas que se le planteaban”, en Arthur Conan Doyle, La banda de los
lunares, en Todo Sherlock
Holmes, cit., p. 186.
[26] Arturo Pérez Reverte, La tabla de Flandes, Barcelona, El
Mundo, 2001, p. 84.
[27] Thomas A. Sebeok,
“One, two, three… uberty”, en Umberto Eco y Thomas A. Sebeok (eds.), El signo de
los tres, Barcelona, Lumen, 1989, p. 29.
[28] Este tipo de abducción se ocupa de
la naturaleza de los textos. Hay otro tipo que hace referencia a los descubrimientos
científicos y, por lo tanto, se ocupa de la naturaleza de los universos: se
parte de uno o más hechos sorprendentes y se concluye con la hipótesis de una
ley general. Sin embargo, la diferencia entre estos dos tipos de abducción
desaparece “si asumimos que tratamos de con universos como si fueran textos, y
con textos como si fueran universos”. Uniendo entonces estas dos formas de
abducción, lo que hace Eco es mostrar los diferentes tipos de abducción: la
hipótesis o abducción codificada, la abducción hipocodificada,
la abducción creativa y la meta-abducción. Umberto
Eco, “Cuernos, cascos, zapatos: algunas hipótesis sobre tres tipos de
abducción”, en Umberto Eco y Thomas A. Sebeok (eds.), El signo de los tres, cit., pp. 265-294.
[29] Ibídem, p. 288.
[30] Raymond Chandler, El sueño
eterno, Madrid, Alianza, 2001, p. 219.
[31] Raymond Chandler, Adiós,
muñeca, Madrid, El País, 2004, p. 41.
[32] Raymond Chandler escribía lo siguiente: “¿por qué trabaja por un
mendrugo? La respuesta a esa pregunta es toda la historia, la historia que
siempre se está escribiendo de modo indirecto y nunca completa, ni siquiera
clara. Es el combate de todos los hombres fundamentalmente honestos por ganarse
la vida con decencia en una sociedad corrupta. Es un combate imposible; no
puede ganar. Puede ser pobre y amargado y desahogarse en bromas y en amoríos
casuales, o puede ser corrupto y amistoso y rudo como un productor de Hollywood”, en Raymond Chandler, “Carta a John Houseman”, en El
simple arte de escribir, cit., pp. 159-60. Y más
adelante dice que “si rebelarse contra una sociedad corrupta equivale a ser
inmaduro, entonces Philip Marlowe
lo es en extremo. Si ver la basura donde hay basura constituye una señal de
inadaptación social, entonces Philip Marlowe es un inadaptado. Por supuesto, Marlowe
es un fracasado, y lo sabe. Es un fracasado porque no tiene dinero”, en Raymond Chandler, “Carta al señor
Inglis”, en El
simple arte de escribir, cit., p. 211.
[33]
Raymond Chandler, Adiós, muñeca,
cit., p. 281.
[34] Fernando Savater,
“Novela detectivesca y conciencia moral”, en Sobre vivir, Barcelona, Ariel, 1985, p. 112.
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