REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS

Estudios en PDF

CALAS EN LA CAÍDA DE MADRID DE RAFAEL CHIRBES
Juan Miguel López Merino
(Universidad de Berna)




A Juan Manuel Ruiz Casado,  por su amistad y ayuda

Presentación 

         El verdadero protagonista de La caída de Madrid, novela coral de narraciones trenzadas y en la que la conducción de los hechos salta de una voz a otra, no es un personaje sino un momento: el comienzo de la transición. Embutida en apenas veinticuatro horas y repartida entre una decena de voces narrativas, su trama es hilvanada por dos cuentas atrás: las horas que faltan para que un Franco moribundo finalmente muera y las que restan para que José Ricart, personaje nacido con el siglo y en torno al cual giran todos los demás (ya sea en órbitas muy próximas o remotas), celebre su 75 cumpleaños. Además hay otros hilos que enriquecen con flecos el bordado del tapiz. Mencionaré sólo algunos: los episodios dedicados al asesinato, captura y persecución de El Viejo, Enrique Roda y Lucio respectivamente; los que tratan de las preocupaciones de la generación más joven; los que retratan los cambios y tomas de posición del mundillo artístico; los que describen las preferencias culinarias de la clase alta; y los que desvelan los inconfesables instintos, actos y deseos del inspector Maxi, de la respetable y fina Olga Albizu, o de una joven Margarita que descubre y sopesa el poder de su entrepierna.

A lo largo de la historia caídas de Madrid ha habido varias, pero ninguna el año de la muerte del Caudillo. Caída de Madrid hubo en 1808, en manos de Francia, y caída de Madrid hubo en noviembre de 1939, esta vez en manos de los nacionales. Si tenemos en cuenta que Rafael Chirbes[1] considera que la transición fue «esa larga traición»[2], se comprende que su intención al titular así la novela no sea tanto irónica como denunciadora: «la transición, que no fue un pacto sino la aplicación de una nueva estrategia en esa guerra de dominio de los menos sobre los más, y donde si hubo poca crueldad fue porque, por entonces, los menos eran fuertes y débiles los más»[3]. Ese título funciona como coordenada temporal pasiva -pero no por ello menos importante- frente al presente (1975) y el futuro (el inminente fin del franquismo y las expectativas creadas impulsan de algún modo la acción más allá de lo narrado y nos sugieren los futuros de los personajes más jóvenes[4]). Tres coordenadas que coinciden con tres generaciones: José Ricart, el franquismo; Tomás Ricart, la transición; y Quini Ricart, el porvenir (que como bien sabemos ya ha venido). El pasado explica el presente, en tanto en cuanto representa sus cimientos, sus raíces; y el presente es foco de luz que ilumina lo que será.

En este sentido la visión de la sociedad que Chirbes nos da en la novela (y cabe añadir que en toda su obra[5]) resulta determinista. La tesis del determinismo viene a decir que cualquier evento es una instancia de alguna ley de la naturaleza, lo cual aplicado a su obra vendría a ser ni más ni menos aquello del homo hominis lupus est de Hobbes. La posición social, y por tanto su defensa y mejora, pasa indefinidamente de padres a hijos, los cuales harán todo lo necesario por mantenerla, y sólo en casos extremos se desciende o asciende en el escalafón. La actitud de Chirbes ante unas y otras clases es sólo aparentemente objetiva. Aunque el narrador, total, juegue a ser un «deicida», como quería Vargas Llosa, lo cierto es que a Chirbes -valga la expresión- se le ve el plumero en ocasiones. Es innegable que consigue «transmitirnos la impresión de que nada de lo que narra le es ajeno»[6], como él mismo dice de Marsé; es innegable también que sabe colocarse a la altura de sus personajes y que consigue «comprender una actitud humana o un punto de vista contrarios a los suyos», cualidad que según Cernuda representa la verdadera generosidad, pero no es menos cierta la ternura que de la novela se desprende por los perdedores de toda condición. A veces cierto excesivo tufillo a juicio moral estorba, debilita la potencia narrativa y cae en un esquematismo que roza lo maniqueo: vencedor, malo; vencido, bueno. Da la impresión de que en el mundo de Chirbes no hay débiles indeseables y que toda monstruosidad procede del poder. Por supuesto sus potentes armas novelísticas disimulan o maquillan en gran parte esta tendenciosidad, pero no por ello dejan de ser detectables. Esto, por supuesto, no se dice aquí en un sentido peyorativo, sino que se trata tan sólo de un intento de descripción, de una constatación de posibles hechos. El propio Chirbes ha confesado más de una vez que el escritor tampoco es inocente, ya que tiene simpatías y antipatías.

Respecto a la omnisciencia narrativa de la novela, sólo apuntar una cosa más: hay omnisciencia, sí, pero a la vez dosificación, ya que el narrador no echa mano de lo que sabe de los otros personajes a la hora de hablar de uno de ellos; se trata de una omnisciencia en el saber de cada personaje. Es un monólogo (muchos monólogos) interiores mezclados con la omnisciencia del narrador decimonónico. Más que tender a la omnipotencia del despiadado Dios bíblico, el narrador desempeña el papel de una deidad griega, mucho más humana. El narrador surca el interior de cada uno de los personajes, adoptando sus voces pero conservando también la propia, como una serpiente que va recorriendo los intersticios interiores de una madriguera, y mediante cuyos meandros los personajes van siendo perfilados en su modo de estar en el mundo.

Con todo, la tesis final de la novela es justa en el sentido de que mide por el mismo rasero a todas sus criaturas: «No hay formas de inocencia: todo es malsano residuo, viene a decirnos el libro: nosotros mismos, culpable residuo[7]». Cabe por tanto decir que los personajes de Chirbes nacen todos con el pecado original. Y en su opinión el papel de la literatura en la historia de la Humanidad es el de establecer un código entre el bien y el mal, es decir, el de hacer las veces de Juicio Final.

Lo paradójico y enternecedor es que a pesar de esta visión fatalista Chirbes opine que «la literatura sigue ejerciendo cierta influencia en la formación del alma colectiva»[8] y que por tanto, de algún modo, en cierta medida, algún día, el hombre pueda llegar a ser un poco menos lobo para el hombre.

Sobre el voluntario pequeño intervencionismo, el talante fundamentalmente resignado, aderezado con cierto ligero inconformismo y con una potente dosis de revisión del pasado propios de Chirbes -y de otros novelistas más o menos afines a él-, resultan interesantes las siguientes palabras de Jordi Gracia:

 

El peso de la memoria histórica, el interés por el análisis sentimental minucioso y una vaga inyección de carácter ético han servido como formas de protección ante las tropelías de la historia. Han sido esos elementos menores, de medida humana, los sustitutos de palabras gruesas y mitificadas. Quizá también han sido modos de resignarse a los límites de la realidad -que en este tiempo ha sido más bonacible que en otros pasados- o de aceptarla sólo a contracor, o sin otro remedio que hacerlo, visto lo visto, por decirlo así. Antonio Muñoz Molina o Rafael Chirbes, Juan José Millás o Álvaro Pombo han escrito sus novelas con más o menos conformismo pero sin el menor talante de ilusionistas revolucionarios, ni siquiera revoltosos. Son novelas llenas de sentido histórico y vale entenderlas como homenajes a la razón agredida durante el franquismo.[9]

 

 

Depredadores y presas

La novela está hasta tal punto salpicada de alusiones al mundo animal[10] -y a sus respuestas al medio natural- que en cierto sentido cabe tildarla de alegoría darwiniana. La sociedad es vista como fauna, la lucha de clases como lucha por la supervivencia y los cambios sociales como adaptaciones al medio regidos por la selección natural. Estamos ante un fresco de depredadores y presas en plena acción. La sociedad vista como ecosistema en proceso de cambio en el que los individuos de las distintas especies (clases) se encuentran en un proceso dinámico de acciones y reacciones, de ajuste y regulación, con el fin de mantener la pirámide ecológica (es decir, social).

Pero quedarnos en este mero enfoque de la obra sería una auténtica injusticia con el libro, pues haríamos caso omiso de su veta fundamental: la vertiente moral, que no moralista. Sin ella, no se entiende nada. Lo impresionante de esta novela es que a pesar de todo lo que se va a decir aquí, uno puede ser depredador y sufrir por ello, y tener tanto dolor como la víctima. Eso es lo poco que nos diferencia de los animales, al menos a rasgos generales: el depredador león no sufre cuando mata a su víctima; un policía torturador sí, aunque sea solamente un rato. Una vez aclarado esto, sigamos por la línea trazada de antemano.

El núcleo en torno al cual gira la obra es la cita de Mao tantas veces repetida en sus páginas: «El poder está en la punta del fusil»; y si extrapolamos este lema al plano que aquí nos interesa, la frase viene a decir que los grandes depredadores (la clase dirigente) son los reyes de la selva, los cuales cazan a su antojo y no hay modo de que ellos sean cazados. «El poder está en la punta del fusil» viene a ser lo mismo que la ancestral ley del más fuerte.

Empecemos con José Ricart, el patriarca, personaje aglutinante de la obra, aquel en torno al cual giran directa o indirectamente todos los demás. En su caso la única voz que lo emparenta directa y explícitamente con la animalidad es la de su hijo Tomás: «Su padre. Tomás piensa que ha sido un animal recio y oscuro, con su sensualidad guardada bajo un caparazón nocturno. »[11] En otro momento lo considera una araña: «El insecto negro había tejido su tela entorno a todos ellos, los había envuelto, y luego se había abalanzado a chupar con su trompa la energía que guardaban.» (p. 218) Hay otra referencia a José Ricart, esta vez no tan explícita, procedente de su nieto Quini, que recuerda que quería regalarle «unos prismáticos [...] para que el abuelo viera desde El Escorial el vuelo de las rapaces, los pinares del monte Abantos, la gigantesca cruz del Valle de los Caídos, y se hiciera un cuadro bucólico con todo eso» (CM: 285). Son tres puntos de vista complementarios: «animal recio y oscuro» en lo que a la expresión de su sensualidad se refiere; una araña respecto a su familia; y un ave rapaz en lo que toca a su condición social. Pero la actividad depredadora de este personaje pertenece más al pasado que al presente, así como la de sus nietos Quini y Josemari pertenece más al futuro. Ricart, en plena vejez -tiene los mismos años que el siglo en curso, setenta y cinco- ya no tiene necesidad de ejercer porque vive de las manadas de presas cobradas durante su juventud y madurez. Aunque no son demasiados los ejemplos que la novela nos da sobre esta pasada vida de acción, sí son los suficientes para colocar al personaje en su lugar, su papel de depredador nato. Llama a este respecto la atención, en primer lugar, el hecho de que Ricart, valenciano y republicano antes de la guerra, cambiara de bando durante el conflicto al comprender que los nacionales se harían con la victoria, que luchara luego junto a ellos contra sus antiguos camaradas y que después se ocupara con éxito de borrar su pasado y hacerse fuerte en el nuevo ecosistema. Es el propio José Ricart el que admite en un momento de lucidez que «la vida sólo aceptaba la mezquindad de las estrategias» (CM: 19). Pero el mayor acto de rapiña narrado en la obra es aquél en el que, ya en el frente de Vinaroz, «José había encontrado la pitillera de plata tirada junto al cadáver de un joven comandante republicano que yacía boca abajo sobre la arena de la playa con un tiro en la sien, y se la había regalado a Maxi, y la pitillera había sido el sello de su amistad» (CM: 54). Muchos años después de aquella jornada, horas antes de que el Caudillo muera, Maxi va a devolverle la pitillera a su querido amigo José con motivo de su cumpleaños. En este pasaje de la novela y en algunos otros, la frialdad, la asepsia con que se refieren los actos más aparatosos, nos recuerdan ciertas técnicas tolstianas similares.

Tal vez el caso más claro de depredador sea Maximino Arroyo, el caro amigo de Ricart. Se trata de un torturador que asocia «los cuerpos de los cerdos degollados con los de los cadáveres de la morgue, los apareamientos de los campesinos con los de los perros» (NP: 63). El propio Chirbes confiesa pretender representar mediante estas pinceladas escatológicas y sangrientas «la totalidad del mundo, el peso del cuerpo del hombre y no sólo la ligereza de sus ideas» (NP: 63). La siguiente larga cita ayuda a entender mejor no sólo a este personaje sino también el aspecto «animal» que tienen todos y cada uno de los que aparecen en la obra.

 

Los seres humanos de Bacon parecen con frecuencia animales desollados y los animales eviscerados adquieren la categoría de víctimas, de mártires. Incluso los seres monstruosos, en sus rasgos más inquietantes, poseen rasgos crudamente humanos. Músculos, venas, piel, esfínteres, bocas, dientes, sangre; lo motor, lo circulatorio, lo digestivo y lo sexual fundidos. De esa visión pictórica de Bacon surgió uno de los personajes de La caída de Madrid, un torturador asustado por los cambios que en su vida pueden producirse a la muerte de Franco y que compara el cuerpo abierto de un cerdo, con sus vísceras al aire, con el de un ser humano en la sala de autopsias. Cualquier guerra, cualquier acto de tortura ponen al día, renuevan el pacto de continuidad entre el hombre y la bestia. (NP: 59)

 

Repasemos ahora todas las alusiones a «lo animal» referentes a este personaje o referidas por él sobre otros, así como sus alusiones a «lo humano» de los animales.

De su perrito Tintín -que no por casualidad tiene nombre de un personaje de ficción humano- dice que siempre «lo miraba con ojos humanos en cuanto se sentaba a comer» (CM: 50).

Recordando su infancia dice: «De pequeño había vivido en el campo, en un pueblo de Lugo, y había visto cómo eran los animales por dentro, y eran igual que los seres humanos. “Un cerdo es lo que más se parece a una persona”, decía su padre cada vez que hacían la matanza y abría en canal aquellos animales que tenían -su padre se lo iba señalando con el dedo índice- corazón, hígado, pulmones, todo igual que las personas.» (CM: 59) De su padre también recuerda verle fornicando con las cerdas, lo mismo que los del pueblo lo hacían con la Mosca, la prostituta. «Lo mismo los hombres que los animales: porque había campesinos -y eso turbaba aún más al niño- que asaltaban a la Mosca por la espalda y se movían sobre su lomo exactamente igual que si fueran perros.» (CM: 60) Después, una vez dejada atrás la infancia, su profesión corroborará por completo estas convicciones:

 

Cerdos, perros, monos, hombres. Se parecían entre sí. El paso del tiempo se lo había confirmado. Los ojos tristes e inteligentes del perro al que el dueño amonesta, el hígado sanguinolento del cerdo, el mono que se la menea en la jaula del Retiro. Con el paso del tiempo, a él le había tocado ver demasiadas veces la semejanza, por no decir la identidad, de animales y personas: había visto personas acuchilladas que sangraban y gritaban como cerdos en la agonía, personas tiroteadas, seres humanos desnudos y abiertos en canal sobre las mesas del Instituto Anatómico Forense, y esas personas tenían tripas como los cerdos, pulmones, estómago, corazón, y muchas veces se trataba de individuos que eran peores que animales, que tenían instintos peores que los animales y que, cuando se lo hacían encima, o cuando, convertidos en cadáveres, entraban en fase de putrefacción, olían peor que los animales. (CM: 60-61)

 

Hasta cuando Maxi reflexiona sobre la lucha entre el orden y el caos sus ideas van a parar al mismo punto: «qué era realmente el orden; qué partes del animal había que esconder y cuáles no; a cuáles debía entregarse el hombre sin dejar de ser hombre y convertirse en bestia, y de cuáles tenía que librarse para no retroceder en la escala zoológica; de qué partes del animal no podría librarse por más que lo quisiera. Alma sí, pero también cuerpo.» (CM: 62)

De Lina, su amante, en algún momento piensa que ella «no había aceptado introducírsela en la boca, negándose con una especie de gruñido que le había dolido, porque había sido una expresión espontánea, primaria, de animal que muestra el desagrado» (CM: 66).

Y hacia el final de la novela nos encontramos con estas palabras de Lucio sobre Maxi y los demás verdugos:

 

él corría huyendo de aquellos individuos, que iban a lo suyo, a cazar, más perros que perros, jadeando como los perros, echando humo por la boca como perros, corriendo como lo que eran, perros de dos patas, cabrones de perros más malos, peor que los perros, porque los perros buscaban sin saber a ciencia cierta el porqué, y ellos sí que lo sabían. (CM: 313)

 

Hablemos ahora de Jesús Taboada, hijo de la clase media que consigue dar el salto a la clase alta. A ojos de José Ricart es nada menos que «un lince [...] con el oído sensible para darse cuenta de si se interponía algo entre el viento y él, con la nariz sensible para olfatear si en la espesura del bosque se había colado una animal nuevo» (CM: 25). De sus rasgos físicos piensa Ricart -y adviértase que en esta cita nos topamos hasta con una referencia directa a la terminología de Darwin-: «Le parecieron severas mutaciones genéticas, adaptaciones al nuevo medio en el que tendría que moverse en adelante todo el mundo: las telas que unen los dedos de los palmípedos, la grasa que envuelve sus plumas sellándolas a la humedad y el frío» (CM: 25). Si las tesis de Darwin afirman que en la lucha por la existencia sobreviven los animales cuyas variaciones son ventajosas, y se originan así, en los casos extremos, nuevas especies, la novela de Chirbes defiende que en la lucha social medran aquellos cuyos cambios son ventajosos, y se originan así, en casos extremos, nuevas clases o cambios de clase. Tal es el caso de este personaje.

José Ricart, Maximino Arroyo y Jesús Taboada, tres especies carnívoras ibéricas: ave rapaz, canino (perro) y felino (lince). El hombre y la carne. Por el contrario las mujeres se encuentran más cerca del reino vegetal, más herbívoras, más pausadas, menos voraces; en una palabra: rumiantes. La mujer ocupa un lugar distinto en la cadena alimenticia.

Examinemos en primer lugar el caso de Olga Albizu, esposa del patriarca, la cual muestra un «aprecio místico por las verduras» (CM: 40) y un fuerte desprecio por la carne. «Se sentía más orgullosa de esas presencias vegetales en los menús de su casa que de las de otros productos más caros y lujosos (jamones, lomos, mojama, caviar), porque proclamaban su identidad femenina; sí, así la llamaba ella, “identidad femenina”. Según Olga, la mujer era vegetariana por naturaleza, mientras que el hombre era carnívoro, devorador de grasas.» (CM: 40) Después añade que los hombres van «de caza» (CM: 41) y califica «esos mundos viriles» de «casi paquidérmicos» (CM: 42). Y cuando se ve a sí misma en el espejo es esto lo que piensa: «Estaba aún sin arreglar, el pelo revuelto, la cara sin maquillar, evidentes las bolsas bajo los ojos, que tuvo la impresión de que le daban un aspecto poco humano, aspecto de animal herbívoro, bovino» (CM: 44).

A su amiga Soledad Beleta la compara en dos ocasiones con distintos animales. Oyéndola hablar tiene la impresión de que aquello es más bien «cotorrear» (CM: 45), y poco después, al pensar en ella, llega a la siguiente conclusión: «podía estar enseñándole cosas todo el rato a Sole, y Sole aprendía, y, sin embargo, no podía enseñarle nada que no se apartase con un gesto de la mano como se aparta un insecto, una mosca, un mosquito, todo lo más una telaraña» (CM: 46).

Tercer personaje femenino: Amelia, la moribunda esposa de José Ricart. En su delirio recuerda que su madre «le frotaba detrás de las orejas y en la frente y en la cara hasta que le hacía daño, decía pajarito, me haces daño, decía ella» (CM: 76). De ella dice Olga, su nuera: «los viejos son como los niños, como los animales domésticos, que perciben cuanto ocurre a su alrededor» (CM: 177). Y su hijo Tomás la ve como «un pájaro en su nido» (CM: 214), como «un pequeño y sufriente animal abandonado» (CM: 220).

Tres mujeres, tres herbívoros: un rumiante y dos aves. Continuemos con más carnívoros. Lucas -de clase social baja-, que según Quini -hijo de la clase dirigente- «con su olfato de perro [...] finge saber dónde está la limpia verdad del pan y lo que busca es la despensa en la que se guarda la mantequilla [...] Lucas, ¿lobo o cordero?, olfateando la despensa donde se guarda la mantequilla, hijo de obrero [...], olfateando la mantequilla de la entrepierna de Marga, la caja fuerte de la entrepierna, y Marga que le da a él, a Quini, los números de la clave, para que la abra él.» (CM: 283)

Para Margarita, en cambio, Lucas no es un posible competidor sino una simple bestia, un ser infrahumano. «La brutalidad del sexo sin razón, el límite con el bestialismo» (CM: 227), piensa al recordar sus «manos oscuras y anchas, de prehomínida» (CM: 233). Poco después Marga remata sus divagaciones con la siguiente teoría, que recuerda a la mitología clásica:

 

Como si lo más difícil fuera tratar con los de su propia especie, con los humanos, y sus sentimientos vagaran al albur entre prehomínidas [Lucio], héroes [Josemari] y dioses [Juan Bartos] en un mundo que hubiera desertado de los hombres. La mano oscura y ancha del mono, las canas plateadas del Dios. El punto intermedio entre ambos, la humanidad, seguramente estuviera representado por Quini. (CM: 234)

 

De sí mismo y de su madre es esto lo que Quini piensa: «él, Joaquín Ricart, fingiendo, fingiendo que no conoce al comisario Arroyo [...]. Amigo del abuelo, amigo de casa. La zorra en el corral. ¿Quién es la zorra? ¿Es él el lobo comunista en el corral familiar? O no, él es la ovejita, la ovejita Quini entre los lobos, mamá Olga, lobita buena.» (CM: 283) Y de su hermano Josemari destaca sus «muslos de hipopótamo» (CM: 284) mientras lo oye «respirar pausadamente, una respiración fuerte, pero pausada, de animal satisfecho» (CM: 287).

Más. Lo que piensa Lucas de Margarita y de sí mismo: «La flor y el insecto polinizador. Él, el insecto polinizador, tendiendo la pegajosa red, arrastrándola hacia la colmena. El olor de la colmena, del hormiguero.»  (CM: 117) Lo que piensa Marga de Ada, la mujer de Bartos: «Orgullosa como un pavo real» (CM: 235) y «¿Follaba con la hiena de su mujer Bartos?» (CM: 235).

Y llegamos por fin a una de las presas, Enrique Roda, perseguida primero «por los ladridos furiosos de un perro» (CM: 28) y finalmente cazada por sus verdugos, Leonardo Carracedo y Guillermo Majón. Éste último, en su casa, antes de dirigirse a completar la ejecución de la pieza capturada, divaga así:

 

Se asomó a la terraza y vio que el gato estaba jugando con algo. Al principio le pareció que jugaba con una piedra, o con alguno de los frutos de los árboles cercanos, las bolas peludas de los plátanos que había en la acera, con algo así, pero en cuanto se fijó un poco más, descubrió que no, que jugaba con la cabeza de un pájaro, y también advirtió que al lado estaban las puntas de las alas del animal, que eran pardas, un gorrión, y había algunas pequeñas plumas esparcidas encima de los baldosines. Hasta le pareció distinguir una mancha de sangre al extremo de los pedazos de ala. Buscó algo que se pudiera lanzar contra el gato, para castigarlo, porque la escena lo había perturbado hasta provocarle náuseas. Miró en torno suyo y no encontró nada que pudiera servirle para su propósito, por lo que se internó en la casa. Las alas mutiladas, las plumas le habían traído el nombre del preso, Enrique Roda, y había sentido deseos de vomitar. (CM: 264)

 

Y algunas páginas después formula la condena sin rodeos: «lo que ocurriría esa noche con Enrique Roda. El gato se come al pájaro.» (CM: 270) Y nótese que en esta ocasión el depredador es menor, que se trata de un simple gato, el cual tanto puede ser depredador como presa. Y es que tanto Carracedo como Majón son dos simples policías procedentes de la clase baja, en tanto que los grandes depredadores son aquellos que pertenecen a las clases dirigentes, Maximino o José Ricart, y sus presas también son algo más que pobres pájaros.

Es el propio Quini, nieto de José Ricart, el que define a la perfección a esta especie de depredador menor, a los policías de bajo rango: «aquellos campesinos uniformados de gris que estaban allí precisamente para defender lo que él tenía [...]; aquellos campesinos que parecía que habían aprendido a caminar en la misma cuadra que las bestias que montaban» (CM: 281).

Por otra parte, la mejor definición de las clases bajas, de la masa, nos la da Jesús Taboada, buen conocedor de ella ya que de ella procede. Es a propósito de los cuadros de Genovés cuando compara al proletariado con «un ejército de hormigas sobre la superficie de la luna» (CM: 155). Y luego le dice a Lucio: «Vosotros, esa desbandada de silenciosos microbios vistos desde una lente. Nosotros contaremos de qué escapabais y hacia dónde corríais» (CM: 155), dándole la razón a Walter Benjamin[12], pensador de la devoción de Chirbes, que en El novelista perplejo afirma que «la construcción de la historia no es más que una perpetua depredación y la lucha por apropiarse de ella una representación interminable» (NP: 108).

También hablando del proletariado, nos encontramos con esta otra comparación de Quini: «los albañiles que trepan por los andamios como si fueran simios y que, una vez arriba, cantan como si fueran jilgueros» (CM: 285).

Y en este mundo «de fábula» qué otra cosa podrían ser los periodistas sino «papagayos» (CM: 37), tal y como piensa Olga Albizu.

Por último hablemos de Lucio, la gran presa de la novela. No presa pasiva, mansa, sino presa que intenta dejar de serlo, que en un claro acto de suicidio ataca al depredador y se mete en sus fauces. El siguiente fragmento, una hipotética conversación entre él y el «converso» Taboada, es bastante dilucidador al respecto:

 

Tú tienes algo y no sabes lo que es no tener nada, no que no tenga nada otro, sino no tener nada tú, saber que es invierno y que son las ocho de la tarde y que queda mucha noche por delante, y no tienes nada; eso es otra cosa, eso es un gato que huele, que busca, que levanta la cabeza a derecha e izquierda y se atusa los bigotes, eso no se fabrica, un gato no se fabrica: lo ves, le das de comer, lo metes en tu casa, lo que quieras, pero él es gato, y tú no, tú eres otra cosa, una persona, lo que quieras, pero no un gato. El gato es él, y tú no tienes las patas como él, ni saltas como él, y eso no quiere decir que seas ni mejor ni peor que él, pero no eres gato, eres Jesús, pero no gato. Eso te pasa a ti conmigo.(CM: 316)

 

Algunas páginas después, poco antes del final de la obra, Lucio sigue reflexionando y se acuerda de su compañera Lurditas, sirvienta en casa de los Ricart, y de lo difícil que es el amor cuando se vive a la intemperie y sin defensa contra los grandes y pequeños depredadores: «Se le hace daño a cada caricia que se le da a un animal desollado. Y Lurditas era como un animal sin piel, a la vista músculos, tendones y nervios. Y también él, animal sin piel. La gente solitaria cuando encontraba compañía se convertía en un animal sin piel al que cualquier caricia le hacía daño.»  (CM: 318)

 

Aproximación onomástica

Muchos de los nombres y apellidos de los personajes más importantes de la obra definen o caracterizan a los mismos. Hagamos un repaso de los ejemplos más claros.

José Ricart. El nombre José es el del padre por antonomasia, el del patriarca, y se ajusta bien al papel aglutinante del personaje. Y el apellido Ricart además de recordarnos su procedencia valenciana parece una fusión de ‘rico’ y ‘arte’, lo cual nos habla de su destreza en el arte de hacerse rico.

Amelia Viñal. Esposa de José Ricart. ‘Amelía’ significa distrito gobernado por un ámel, que, entre los árabes, es el jefe de un distrito[13]; Amelia es por tanto «la gobernada». El apellido Viñal es de explicación obvia y nos remite al mundo vegetal, lo cual ocurre sólo con personajes femeninos.

Tomás Ricart. Hijo de José Ricart. El nombre Tomás nos recuerda al apóstol que duda; Tomás es «el incrédulo», el que no cree en lo que dice su padre sobre los cambios que se avecinan. Tomás es también el que toma: no el que conquista, asalta u ocupa, sino el que hereda fortuna, apellido y las cualidades de éste («el arte de hacerse rico»), y precisamente por eso el que está vacío: «no tiene nada debajo del caparazón negro, nada, una oquedad, un vacío. Seguir el camino que alguien trazó para él. Él había sido el hueco que dejaba el molde de su padre» (CM: 217-18).

Olga Albizu. Esposa de Tomás Ricart. Ya hemos hablado antes de la especial debilidad de este personaje por lo vegetal, por lo que no es de extrañar que su apellido nos remita a albizzia julibrissim o carisquis, que es un árbol leguminoso.

Josemari Ricart. Nieto de José Ricart. Tiene el mismo nombre que el presidente Aznar. Mezcla de José y María, masculino y femenino, dual, anfibio, comodín, capaz de adaptación.

Elvira Barcia. Buena amiga de los Ricart. Su apellido nos remite una vez más a lo vegetal. ‘Barcia’ son los desperdicios que se obtienen al limpiar el grano.

Prudencio. Marido de Elvira Barcia. Si cabe destacar algún rasgo de este personaje es precisamente su prudencia.

Margarita Durán. Llamada más frecuentemente Marga. Hija de Elvira Barcia. Margarita: perla de los moluscos, flor, «Margarita de Goethe, Margarita de Mann, de Bulgákov, o de Gounod» (CM: 113). Contraposición de Margarita con Marga, que significa tela gruesa para sacas y jergones. Lo frágil, precioso y lírico, por un lado; por el otro, lo áspero, tosco y tangible.

Soledad Beleta. Amiga de los Ricart. El nombre no requiere gran explicación; sólo señalar que el personaje es una mujer entrada en años y soltera. El apellido se puede interpretar como una fusión de ‘veleta’ y ‘belesa’: ‘veleta’ por lo que el personaje tiene de gregario; y ‘belesa’, que también es una planta, porque es mujer.

Maximino Arroyo. Amigo íntimo de José Ricart. Maximino es nombre de emperador, de rey, y nos hace pensar en adjetivos como ‘máximo’, ‘total’ ‘absoluto’ o ‘extremo’. El apellido Arroyo podría interpretarse como una corrupción del verbo ‘arrollar’, que significaría derrotar, dominar o someter a alguien. El nombre y el apellido juntos vendrían a significar algo así como «dominio absoluto» y encajan a la perfección con la condición brutal del personaje.

Guillermo Majón. Súbdito de Maximino Arroyo. Torturador. Majón: excesivamente majo, servil, rastrero.

Lina. Amante de Maximino Arroyo. El lino nos remite por enésima vez al mundo vegetal. El  verdadero nombre del personaje es Adela Chércoles Renedo.

Lucas Álvarez. Compañero en la universidad de Quini Ricart. Lucas es el nombre de uno de los evangelistas; también lo es Juan, nombre de otro personaje, el profesor Bartos. Los evangelistas son los que trasmitieron la buena nueva. Juan Bartos es de hecho un intelectual, que según la tesis de la novela y de Walter Benjamin, es aquel que fabrica una versión de los hechos, aquel que saquea el pasado. Lucas (que probablemente sea un trasunto del propio Chirbes[14]), también podría terminan dando su versión de los hechos o bien como novelista o bien como historiador, al menos según uno de los posibles futuros apuntados en la obra.

Pedro Macías. Amigo de Lucas y también compañero en la universidad de Quini Ricart. El nombre Pedro significa ‘piedra’, y el apellido Macías podría proceder de ‘macia’, que es la corteza que cubre la nuez moscada. Estamos ante el único caso de personaje no femenino con nombre o apellido relacionado con el mundo vegetal. Esto no es casual, ya que el personaje es perfilado a la sombra de una homosexualidad no declarada. De ahí, tal vez, que su parentesco con lo vegetal sea una parte de la nuez, que es un fruto seco. Si a esta interpretación le añadimos el nombre Pedro, la lectura podría ser ésta: la semi-femineidad pétrea, es decir, encubierta o no descubierta, silenciosa.

Juan Bartos. Profesor de Quini Ricart. Ya hemos hablado de la posible interpretación de su nombre. Sólo añadir que se trata de un personaje de La larga marcha, en donde ya aparece como profesor de universidad, como intelectual, transmisor de buenas nuevas, evangelista, saqueador del pasado. El propio Chirbes dice: «mientras los ejércitos ocupan por las armas los espacios físicos del país, los artistas e intelectuales pelean por las parcelas del imaginario que se impondrá, por la constelación de valores que marcará las formas de pensar, sentir y amar del vencedor» (NP: 159). Representa a la nueva clase social surgida en la década de agonía del franquismo y formada por jóvenes intelectuales de talante renovador y liberal. Tras la muerte del dictador irán paulatinamente perdiendo combatividad y apoltronándose en los sofás cercanos al poder. El proceso de nacimiento, formación y madurez de esta clase se ve perfectamente en el paso de este personaje de una novela a otra.

Chacón. Viejo intelectual amigo de Juan Bartos. El chacón es una especie de lagarto de Filipinas, de unos 30 centímetros, parecido a la salamanquesa, que vive en las grietas de los muros. Es un trasunto de Max Aub -escritor muy admirado y elogiado por Chirbes- a su vuelta a Madrid tras un largo exilio. Muchas de las palabras pronunciadas por el personaje son citas tomadas de su obra La gallina ciega, diario español. Pero se trata de un anacronismo. En realidad Aub regresa a España en 1969 y, tras comprobar el desconocimiento absoluto de su persona y su obra entre los españoles, escribe el mencionado diario, publicado en 1971 y testimonio de su desolación. Abandonaría el país antes de morir en México en 1972.

Enrique Roda. Presa de Maximino Arroyo a punto de ser ejecutada. La roda es una pieza gruesa y curva que forma la proa de la embarcación; lo cual nos remite a la novela de Melville Benito Cereno, de la que Chirbes toma la imagen final de «el animal sin piel». En la obra de Melville la imagen exacta es la siguiente: un hombre desollado atado a la roda de un navío. Roda significa también: ‘tributo u obsequio al terminar algunos trabajos’. Y Roda es municipio de las siguientes provincias: Sevilla, Barcelona, Tarragona, Albacete y Segovia, lo cual probablemente indique que hay muchos Enriques Rodas, que son legión los ejecutados, los animales sin piel.

Lucio. Presa de Maximino Arroyo, acorralada y a punto de ser capturada. Lucio significa terso, lúcido. Lucios son también los charcos que quedan en las marismas después de que se hayan retirado las aguas. El lucio también es un pez de agua dulce.

Raúl Muñoz Cortés. Presa de Maximino Arroyo, ejecutada ya. Alias El Viejo, revolucionario de casi 70 años, paupérrimo. Durante la guerra luchó junto a los comunistas en el batallón de Líster. Contrapunto de José Ricart en tanto en cuanto representa la otra cara de la moneda de la posguerra. No parece casual que uno de sus apellidos sea precisamente Cortés.



[1] Rafael Chirbes Magraner nace en Tadernes de Valldigna (Valencia) en 1949. Durante su adolescencia pasa varios años en un internado de Ávila. Sus años universitarios los vive en Madrid, donde estudia Historia Moderna y Contemporánea. Por aquel entonces trabaja varios años en una librería, durante algún tiempo se dedica a la crítica literaria y posteriormente a otras actividades periodísticas. Después de su estancia como profesor de español en Marruecos publica a los treinta y nueve años Mimoum, su primera novela. Más tarde se traslada a Cáceres. Actualmente vive en la provincia de Valencia y escribe artículos de viajes y gastronomía para la revista Sobremesa.

[2] Rafael Chirbes, El novelista perplejo, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 119.

[3] Ibíd., p. 108.

[4] De hecho Los viejos amigos se puede considerar de algún modo la madurez de la generación más joven de La caída de Madrid, es decir, el desarrollo de una de sus coordenadas temporales; así como a su vez ésta es en cierto sentido la prolongación de La larga marcha.

[5] Chirbes cree, junto con Balzac, que «la novela es la vida privada de las naciones» y también que ésta debe presentar la totalidad de una época.

[6]  El novelista perplejo, p. 102.

[7] Ibíd. Chirbes escribe estas palabras perfectamente aplicables a su novela refiriéndose a Si te dicen que caí de Juan Marsé.

[8] El novelista perplejo, p. 10.

[9] Jordi Gracia, Hijos de la razón, Barcelona, Edhasa, 2001, p. 54.

[10] Ya en la Larga marcha hay dos episodios clave y cargados de significado protagonizados por animales: al final de la primera parte, cuando un perro recibe la dentellada de un mastín y camina moribundo pero sin desfallecer; y la imagen final de la novela, cuando otros perros (tal vez los hijos del anterior) retozan en un basurero.

[11] Id., La caída de Madrid, Barcelona, Anagrama, 2000, p. 212. A partir de ahora, señalaremos el número de página de las citas procedentes de la novela en el cuerpo del texto, tras las siglas CM; en el caso de pertenecer al El novelista perplejo, las siglas será NP.

[12] Walter Benjamin, filósofo y ensayista alemán de origen judío. Su final no es ajeno a la historia de España y a la trama de esta novela. Con el advenimiento del régimen nazi, se vio obligado a trasladarse a Francia. Una vez ocupada ésta por los alemanes, decidió huir a Estados Unidos. Para ello tenía que embarcarse en un puerto de la península ibérica. Pero atrapado en la frontera por las autoridades españolas, y amenazado con ser entregado a los alemanes, se suicidó en Port Bou en 1940.

[13] Es de suponer que Chirbes conoce el significado de estas palabras gracias a su permanencia durante dos años en Marruecos.

[14] Ambos proceden de familias humildes, ambos han estado internos en un colegio religioso de Ávila, ambos estudian Historia en la Complutense de Madrid y ambos flirtean durante esos años con la izquierda.