La máscara: El rostro Oculto

La Máscara: el rostro oculto

Exposición "La Máscara: El Rostro Oculto" A partir del 24 de Febrero hasta el 27 de Marzo de 2009.

Casi es un lugar común la afirmación que sostienen algunos historiadores, arqueólogos y antropólogos de que las máscara es un objeto consustancial al ser humano, ideado en el momento en que este cobra conciencia de sí mismo. Es una elucubración radical que será difícil demostrar, aunque bien es cierto que los testimonios más antiguos de individuos enmascarados nos proyectan sobre un horizonte temporal verdaderamente remoto, y si no detengámonos un momento en recordar la imagen de la cueva de Les trois Frères que muestra a un personaje disfrazado con pieles de animales y con la cabeza cubierta por un tocado rematado por astas de ciervo.

El Paleolítico superior es una etapa lo suficientemente primitiva de la historia de nuestra especie como para admitir que acaso no andan muy desencaminados los que pretenden vincular desde el principio al hombre con la máscara. Uno pudiera pensar que esa temprana relación pone de manifiesto una relación antropológica profunda del ser humano enfrentado a sí mismo, como si del descubrimiento propio surgiera de inmediato una reacción de vergüenza ante su imperfección y de horror ante su fragilidad que le impulsara a esconderse ingenuamente tras un artefacto profiláctico.
A favor de esa consideración de la máscara como objeto cultural humano por excelencia obra también la universalidad de su presencia. Podemos encontrar máscaras en todo tiempo y también en todo lugar: en el Egipto antiguo, en el mundo Clásico mediterráneo, en el África negra, entre los indígenas americanos, en Oceanía y en Japón. Sólo el lenguaje y un puñado de otros cachivaches cuyo número no rebasa probablemente los dedos de ambas manos, pueden presumir de figurar en el elenco de los instrumentos compartidos por casi la totalidad de los pueblos de la tierra.

Respecto a su función, aunque aparentemente diversa, podemos convenir con la afortunada reflexión de Lourdes Carcaño que "puede decirse que la máscara está presente siempre que el espíritu del hombre está intranquilo." Porque sin duda es una conmoción espiritual la que experimenta quien la porta para encarnar a un dios o a un antepasado, para protegerse él y su comunidad de los espíritus maléficos, para mediar con las fuerzas sobrenaturales o para inspirar terror a los enemigos, cualquiera que sea su entidad. Y si pensamos que las máscaras teatrales escapan a esta condición, debemos recordar el origen sagrado de la tragedia griega o del teatro no japonés y, sin necesidad de recurrir a las raíces históricas del espectáculo, ¿existe mayor perturbación para una entidad que la de esforzarse en el despiadado empeño de dejarse a un lado para adoptar una alternativa?

Conviene subrayar entonces que la máscara es un objeto fundamentalmente religioso, en el sentido más pleno que esta palabra, una herramienta de poder que tan pronto encontramos asociada a los ritos de sanación mágica de los iroqueses como a las ceremonias funerarias de la realeza egipcia o a toda suerte de prácticas propiciatorias (de la lluvia, de la caza, de la fecundidad). La máscara es también la llave que abre la puerta de otros mundos, el de los difuntos o el de los dioses, permitiendo comunicar con los que habitan. Su entidad sagrada exige que sea fabricada conforme a rigurosos procedimientos que sólo pueden ser conocidos por los iniciados.

¿Pero qué es lo que concede a la máscara sus virtudes, cual es la razón por la que un trozo de madera o un pedazo de barro cocido, confeccionados con los rasgos de un rostro antropomorfo, se concibe como una fuente de poder extraordinaria? Tal vez la respuesta la encontremos en lo que la máscara hace. El que la lleva confía en que al imponérsela asume una nueva personalidad, la del animal totémico, el genio, el espíritu de los antepasados o, simplemente, el personaje profano que el objeto representa; pero no es posible convertirse en algo sin dejar de ser lo que se era y esto implica la disolución de la individualidad precedente, de suerte que en el momento de vestirla, la máscara produce una transición en el portador que le hace experimentar una situación pasajera de indeterminación, de ausencia de perfiles definidos, que es equiparable en el plano de la persona con el estado de caos que precede al cosmos ordenado en el nivel de la naturaleza, un caos que, nos enseña Mircea Eliade, contiene la plenitud de las fuerzas genesíacas aún inéditas pero disponibles para ser utilizadas en la construcción del universo. Colocarse la máscara no es sólo esconder un yo para investirse una identidad más poderosa; permite, sobre todo, alcanzar ese estado que precede a la creación y acceder así a un arsenal de energías que pueden reparar un mundo decadente o un organismo deteriorado.

La muestra que se exhibe en esta exposición fue reunida por el sacerdote D. Luis Hernández Martínez, presidente de Dinamis, organización sin ánimo de lucro dedicada al desarrollo en países del denominado tercer mundo, con sede en Singapur a lo largo de un número indeterminado de años.  En ella se aprecian desde ejemplares más o menos antiguos de lugares recónditos del planeta, hasta piezas de artesanía actual. Están ampliamente representados distintos pueblos indígenas de África, Asia, América y Oceanía. La colección formada por unas 120 unidades entre máscaras y amuletos fue adquirida por la Universidad de Murcia en 2002.

Fotografías de Luis Urbina