REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


RACISMO NACIONALISTA EN LA LITERATURA GALLEGUISTA DE LOS SIGLOS XIX y XX

 

Miguel Salas Díaz

(Universidad de Lenguas Extranjeras de Dalian, China)

 

Resumen: La raza es uno de los conceptos principales de la teoría política nacionalista. Tanto en tiempos en los que la superioridad racial era algo relativamente aceptado como teoría antropológica como en momentos en los que se rechazaba completamente tal idea, el nacionalismo ha hecho uso del racismo para justificar sus aspiraciones políticas. La intención de este trabajo es analizar la idea de superioridad racial en la obra de los principales autores galleguistas del siglo XIX (Manuel Murguía, Alfredo Brañas y Eduardo Pondal, autor de la letra del himno gallego oficial) y del siglo XX (Alfonso Castelao y Vicente Risco).

 

Abstract: Race is one of the main concepts in nationalist political theory. In times when racial supremacy was accepted as an athropological theory as well as in times when it was absolutely rejected, nationalism used racism to justify their political aspirations. This article aims to analyze the idea of racial supremacy in the main galician nationalist authors’ works in XIXth (Manuel Murguía, Alfedo Brañas and Eduardo Pondal, author of the current Galician anthem) and XX century (Alfonso Castelao y Vicente Risco).

 

Palabras clave: Nacionalismo, Galleguismo, Raza, Racismo, Literatura gallega, siglo XIX, siglo XX, Manuel Murguía, Alfredo Brañas, Eduardo Pondal, Alfonso Castelao, Vicente Risco.

Keywords: Galician Nationalism, Race, Racism, Galician Literature, XIXth Century, XXth Century, Manuel Murguía, Alfredo Brañas, Eduardo Pondal, Alfonso Castelao, Vicente Risco.

 

 

Introducción

 

Si se duda de la raza, ¿qué confianza queda en el resto de la vida?

(Otero Pedrayo, 1991, p. 60).

 

La raza es uno de los principales elementos con los que el nacionalismo construye su espacio mítico y emocional. A pesar de que ya Ernst Renan negara, en su trascendental obra ¿Qué es una nación?, los llamados criterios objetivos de nacionalidad –raza, lengua, paisaje y unidad geográfica, religión en según qué casos de nacionalismo– estos siguen formando parte de la visión popular de la nación y nacionalidad incluso hoy en día.

En realidad, la mayoría de las naciones están formadas por distintas etnias, o comparten distintas lenguas, y hay también naciones diferentes que comparten un único idioma o una sola raza. Sucede lo mismo con la relación entre nación y unidad religiosa y geográfica. Hans Kohn dice de estos lazos supuestamente objetivos que “un breve examen bastará para mostrar que ninguno de ellos es esencial a la existencia o la definición de la nacionalidad. (...) La fuerza de la idea, y no la voz de la sangre, es lo que ha constituido y modelado las modernas nacionalidades” (Kohn, 1984, 55-57). No podemos, sin embargo, perder de vista estos criterios porque son los elementos centrales que los nacionalismos utilizan para definirse frente a la propia comunidad y también frente a los demás grupos.

La importancia de tales factores descansa en una visión naturalista o esencialista de las nacionalidades. Frente a la corriente de pensamiento que afirma que la nación es una forma de convivencia pactada y que, por lo tanto, los términos del pacto pueden ser modificados si los participantes así lo desean, la visión naturalista o esencialista de la nación concibe a ésta como una realidad superior a la voluntad humana, trascendental y, por lo tanto, intocable. Para Fichte, por ejemplo, pueblo y patria “están por encima del orden social” (Fichte, 2002, 150). Dice Cassirer, retratando la actitud nacionalista:

 

Los fundadores de las "escuelas histórica del derecho" afirmaron que la historia es la fuente, el origen mismo del derecho. No existe ninguna autoridad por encima de la historia. La ley y el estado no pueden ser "obra" del hombre. No son productos de la voluntad humana y no están, por consiguiente, bajo la jurisdicción de dicha voluntad (Cassirer, 2004. pp. 215-216).

 

Esta forma de pensar explica por sí sola una importantísima parte de la política mundial del siglo XX. Sólo un diez por ciento de los estados del mundo son estados nación, es decir, esencialmente homogéneos. El noventa por ciento restante incluye, por lo tanto, diferentes naciones, que se definen en oposición a los otros grupos nacionales que los circundan.

La raza, uno de los argumentos esenciales esgrimidos por el nacionalismo, ha ido perdiendo validez a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Tras la II Guerra Mundial, el fuerte etnicismo pretendidamente científico en el que habían caído algunos –y solamente algunos– sectores de la civilización europea se convierte prácticamente en un tabú. Sin embargo, en la actualidad no ha desaparecido del todo: se ha adaptado a las nuevas circunstancias, manteniendo su validez emocional y mítica. Como dice G.P. Gooch: “El descubrimiento de que la unidad racial es un mito hace perder buena parte de su relevancia a la raza en su sentido biológico, pero la autoconciencia racial permanece virtualmente inalterada” (Connor, 1998, 203).

Frederick Barth, en su obra Los grupos étnicos y sus fronteras, explica este fenómeno al diferenciar los conceptos de etnia y etnicidad. Una etnia se elabora con rasgos objetivos y la etnicidad lo hace con criterios subjetivos: se construye por la autoadscripción de sus miembros al grupo. Ahora que ya no hay, afirma el autor, pueblos aislados a los que se pueda aplicar los criterios de una raza, una cultura y una lengua, los nacionalismos, intentando presentar su programa no como una opción, sino como un destino, ofrecen criterios que imitan aquellos rasgos objetivos que caracterizaban a las etnias.

La razón de que la raza sea una categoría psicológica y mítica en el marco de pensamiento nacionalista se debe a la necesidad de percibir una identidad común a los antiguos habitantes de la nación y los actuales pobladores. ¿Y a qué responde tal necesidad?

Muchos autores opinan que las proposiciones nacionalistas surgen en momentos de grandes crisis de identidad. Ángel Aguirre Baztán atribuye su desarrollo al miedo ante el cambio, un miedo que tendría su equivalente psicológico en aquel que sienten los adolescentes al dejar el universo familiar (Aguirre Baztán y Morales, 1999, pp. 27-28). Dice, por su parte, Schöpflin: “El mito puede ser empleado como mecanismo para sobrellevar una crisis, para asegurar la cohesión de la comunidad mientras se toman medidas para hacer efectiva la metamorfosis necesaria para gestionar los cambios estructurales en cuestión” (Schöpflin, 1997, p. 23).

El nacionalismo, pues, imagina una historia del grupo social que fomenta la unión entre los miembros ante determinadas crisis. Como dice Anthony Smith, “el culto a un pasado heroico se convierte en un poderoso antídoto contra el ‘desencanto del mundo’” (Smith, 1999, p. 198).

El mito de la raza forma, obviamente, parte de esta construcción mítica nacionalista. La comunidad se siente reconfortada ante la idea de que su raza proviene de tiempos inmemoriales y que en el pasado ha conseguido superar grandes crisis sin perder su pureza redentora.

El objetivo de este trabajo es analizar la aparición de tal concepto en la obra de los principales autores galleguistas. A través de su visión de la raza comprenderemos el relevante papel que un mito racial posee en la construcción de la identidad colectiva de movimientos como el galleguista, que ha conseguido implantar su visión de la historia en todos los manuales gallegos de enseñanza obligatoria.

Dividiremos el ensayo en dos partes. En la primera revisaremos la obra de tres autores del siglo XIX –Manuel Murguía, Alfredo Brañas y Eduardo Pondal– y en la segunda la de dos autores del XX: Alfonso Castelao y Vicente Risco.

Quisiera apuntar, por último, que todas las traducciones del gallego al castellano son obra del autor de este artículo.

 

El siglo XIX

 

El siglo XIX es uno de los más destacados en la historia de la literatura gallega. El conocido fenómeno del Rexurdimento, encabezado por Manuel Murguía, Rosalía de Castro, Eduardo Pondal y otros autores, comienza a organizar en un discurso nacionalista coherente los anhelos provincialistas anteriores.

El tema del racismo durante el siglo XIX es delicado. En la actualidad existe cierta tendencia, entre los herederos del discurso nacionalista decimonónico, a justificar el racismo de autores como Sabino Arana por considerarlo una tendencia general de la época. En el caso del galleguismo tenemos el ejemplo de Xusto Beramendi, notable historiador gallego, que dice de la actitud de Murguía:

 

Su “racismo”, o mejor, su celtismo, es puramente teórico. Es decir, lo utiliza sólo para fundamentar con solidez, “científicamente” según los baremos dominantes en la segunda mitad del siglo XIX, la irreductibilidad y la irreversibilidad de la nación gallega (Murguía, 1985, pp. X-XI).

 

Quisiera, antes de analizar la obra de los autores galleguistas, detenerme un instante en este párrafo.

Si bien es cierto que las ideas racistas estuvieron muy extendidas en el siglo XIX, también gozaron de inmenso éxito en el XX, hecho que no lleva a nadie a justificar el racismo nazi. Por otra parte, Murguía escribió su libro El regionalismo gallego para contestar el discurso que el senador Antonio Sánchez Moguel, en su ingreso a la Academia de Historia. En tal discurso, el historiador andaluz se mofa del autor gallego por pretender ser capaz de distinguir el origen étnico de cada gallego mirándole solamente a la cara. Murguía le contesta escribiendo: “Nos reconocemos reos de ese delito, pero sin que abominemos de él, antes persistiendo en nuestro pecado” (Murguía, 1985, p. 41). Esta simple anécdota demuestra que había en el siglo XIX quien consideraba el etnicismo de algunos de sus coetáneos poco menos que un disparate –y académicos, no defensores de posturas marginales o modernísimas–.

Además, es considerablemente peligroso dividir el racismo en teórico y práctico y afirmar que el el teórico pueda “fundamentar con solidez” nada. El racismo es racismo, y una aseveración como la de Beramendi abre la posibilidad de extender tal división a otros tipos de violencia. Las teorías siempre han sido inspiradoras de las acciones, y de nada sirve separarlas.

Por último, el hecho de llamar “celtismo” al racismo de Murguía no lo rebaja de intensidad. El celtismo, igual que el arianismo –que, por cierto, es un término muy usado por Murguía y otros galleguistas– es racismo con todas las consecuencias. Querer maquillarlo es una actitud pueril.

Dicho esto, a continuación analizaremos el racismo de la obra de Manuel Murguía.

 

Manuel Murguía

 

El gran descubrimiento etnicista del siglo XIX en lo que respecta a Galicia fue el celtismo. Convertido en doctrina inmediatamente después de su formulación, mucho es lo que se ha escrito y dicho desde entonces a favor y en contra –como ejemplo del escaso acuerdo existente es interesante el libro de Beatriz Díaz Santana, Os celtas en Galicia. Arqueoloxía e política na creación da identidade galega–.

Murguía es, como toda su generación, un celtista ferviente. En su opinión, nada anterior a los celtas resta en la Galicia actual. Afirma “que hallamos perfecta semejanza entre los gallegos de hoy, y de siempre, y los celtas de la Europa antigua y moderna” (Murguía, 2000, pp. 42-43). La aparición de los celtas marca un antes y un después en la historia de Galicia, convirtiéndose en el momento inaugural de la raza y la cultura gallegas actuales. Los celtas, gracias a la “indiscutible superioridad sobre aquellos [pueblos] entre los que ha vivido” (Murguía, 1985, p. 109), erradican hasta el más mínimo rasgo de los pobladores anteriores. Dice Murguía al respecto:

 

El día en que las tribus célticas pusieron el pie en Galicia y se apoderaron del extenso territorio que componía la provincia gallega, a la cual dieron nombre, lengua, religión, costumbres, en una palabra, vida entera, ese día concluyó el poder de los hombres inferiores en nuestro país. Fuesen o no, fineses o gente más humilde todavía, de color amarillo, lengua monosilábica y vida intelectual rudimentaria, tuvieron que apartarse y desaparecer. Ni en la raza ni en las costumbres y supersticiones, ni siquiera en los nombres de localidad dejaron las huellas de su paso. (...) Nada hay en nuestra antigüedad que de ella no venga o con ella no empiece. El celta es nuestro único, nuestro verdadero antepasado (Murguía 1985, p. 21).

 

Si los fineses son humildes y los amarillos más —lo afirma un miembro del pueblo que “por el lenguaje, por la religión, por el arte, por la raza (...) está ligado estrechamente a la grande y nobilísima familia ariana” (Murguía, 1985, p. 117)— los negros no salen mejor parados en los textos del autor gallego: “El ario en su comienzos es superior al negro en todo el esplendor de su civilización posible” (Murguía, 1985, p. 141).

El pueblo el celta y, por tanto, el gallego, es, entonces, ario y superior a las demás razas, como Murguía no cansa de repetir siempre que tiene oportunidad, “un pueblo numeroso y superior, —por ser por entero céltico, (...) por ser más germanizado (aunque parezca a algunos absurdo), y por no haberse contaminado con la sangre semita, que tanto domina en las comarcas que ama y ensalza nuestro adversario, porque son suyas” (Murguía, 2000, p. 30).

La sangre semita predomina, según Murguía, en el resto de la Península Ibérica, y es claramente inferior a la celta, modificada apenas en Galicia por la invasión sueva, a la que Murguía se refiere cuando habla de la germanización.

Haber nacido gallego, por tanto, es una fortuna, como constantemente recuerda el marido de Rosalía a los pequeños lectores de La primera luz, el manual escolar de historia que escribió para la enseñanza primaria. En él les enseña a amar las virtudes de la galleguidad mediante afirmaciones como la siguiente: “La historia nos hace odiar la guerra (...) pero nos enseña también que si alguna guerra es santa, es únicamente la que se hace por defender la independencia de la patria o la preponderancia de la raza a la que se pertenece” (Murguía, 2000b, pp. 33-34). Una guerra, por ende, como la que los celtas llevaron a cabo contra las razas inferiores al asentarse en recién descubierto territorio gallego. No hace falta que subrayemos el potencial peligro de las afirmaciones de Murguía, considerado unánimemente hoy en día uno de los padres de la patria gallega.

 

Alfredo Brañas

 

Alfredo Brañas aporta poco a la valoración nacionalista de la raza, y se mueve por caminos muy similares a los trazados por Murguía. En su opinión, sólo los celtas y los suevos han dejado huella genética en Galicia. Las demás culturas no han aportado nada:

 

El país gallego ha constituido, desde los tiempos más remotos, un círculo social independiente dentro de la nacionalidad española: dominado sucesivamente por celtas, suevos, romanos, godos y árabes, pudo conservar a través de los siglos la fisonomía especial a cuya formación contribuyeron celtas y suevos, los únicos pueblos, las dos únicas razas que constituyen la personalidad, el carácter y el tipo esencial de los habitantes de Galicia (Brañas, 1991, p. 8).

 

Sin embargo, hay algo en lo que no está de acuerdo con el gran patriarca del galleguismo: los celtas no habrían venido, según Brañas, del extranjero, sino que son los pobladores originarios de la región noroeste, a despecho de lo que las fuentes clásicas digan al respecto: “a pesar de las confusiones en que incurrieron Estrabón, Tolomeo, Plinio, Mela y otros muchos geógrafos antiguos, los aborígenes del territorio septentrional fueron los celtas” (Brañas, 1991, p. 9).

Por supuesto, los actuales campesinos gallegos –en el ideario nacionalista el campesino moderno representa siempre el tipo humano más fiel a la herencia genética de los antepasados, convirtiéndose en un símbolo de la pureza racial y cultural– son exactamente iguales que los antiguos celtas. En realidad, en el siglo XIX nadie tenía muy claro cómo habían sido éstos –aún hoy en día existen discusiones al respecto–, por lo que Alfredo Brañas solamente puede aportar generalidades que podrían aplicarse a multitud de naciones:

 

Los gallegos actuales de esas comarcas, seméjanse a los celtas en la atlética cabellera: las mozas gallegas son por lo general morenas, de suave color, de formas abultadas, de torneado brazo, turgente seno y frescas mejillas: son forzudas, y lo mismo saben mecer en sus regazos la tierna criatura que manejar la azada con desenfado varonil y destreza inusitada: casi todas ellas tienen los ojos castaños o azulados, y en muchas una larga cabellera oscura cubre sus altos y robustos hombros (Brañas, 1991, p. 12).

 

De las mujeres de la zona de Noia, para demostrar su descendencia directa de comerciantes griegos, dice: “Las facciones de su rostro son correctas, el talle airoso y elegante, la mirada expresiva y graciosos los movimientos” (Brañas, 1991, p. 21).

Pero si las descripciones físicas son vagas, las de la antigua cultura celto-galaica son inexistentes. No hay una sola frase en todo el ensayo de Brañas dedicado a describir sus características. Sin embargo, el autor afirma sin rebozo que la cultura celta y gallega “se parecen tanto entre sí que no es posible negar lógicamente su filiación y parentesco” (Brañas, 1991, p. 14).

Lo que interesa al nacionalismo del pasado no es la realidad de sus afirmaciones, sino su valor simbólico, su capaz de transmitir emociones capaces de unir el sentimiento de toda la comunidad en un único latido, “el tipo de instinto de masas al que apela” (Connor, 1998, p. 185). Lo importante es convencer a la sociedad de que la nación propia es única. Dice un poema nacionalista ucraniano: “Una nación sólo puede existir allí donde haya personas dispuestas a morir por ella. / Sólo cuando sus hijos crean que su nación es la elegida de Dios, y consideren a su pueblo la mejor de Sus Creaciones. / Sé que todos los pueblos son iguales. / La razón me lo dice. / Pero, a la vez, sé que mi nación es única... / Me lo dice el corazón” (Connor, 1998, p. 191).  Por eso no importa que las afirmaciones de Brañas sean ambiguas. Por eso Vicente Risco, otro nacionalista histórico, pero del siglo XX, dice lo siguiente de la teoría que emparentaría a los gallegos con la Atlántida:

 

¿Fue la Atlántida un continente histórico? Poco importa. La Atlántida, hoy cubierta por las aguas saladas del Océano, es un símbolo: es el símbolo de nuestra civilización céltica, oscurecida y reprimida por una civilización extraña y enemiga, que es la civilización mediterránea. (...)

El hundimiento de la Atlántida puede no tener que ver con nuestro origen, pero su resurgimiento señala una finalidad a nuestro porvenir. Tenemos que restaurar la Atlántida en espíritu y en verdad, es decir, en civilización (Risco, 1984, p. 92).

 

Eduardo Pondal

 

Si Rosalía es la gran voz lírica de las letras gallegas, Eduardo Pondal es considerado por el galleguismo el bardo épico de la historia y la raza. Además de constantes referencias al celtismo y al suevismo de los gallegos, el autor, entre otras composiciones, del himno gallego, dedica un poema entero a comprar las etnias y culturas gallega y española, saliendo ésta última peor que mal parada:

 

Si son castellanos / si son de los iberos, / si son de los alarbios / y moros, y eso / de su prosapia / los tiene contentos: / que sean quienes quieran / y los lleven los demonios. / Nosotros somos del norte, / nosotros somos de los suevos, / nosotros somos de los celtas, / nosotros somos gallegos. / Podrán los cultos hijos / del suelo polvoriento y yermo, / alabar el ingenio / del hidalgo manchego. / Podrán alabar del manco / el estilo duro y seco, / como los frutos del espino, / de su lugar materno. / Nosotros somos de Camoens / los cultos gallegos. (...) Si acaso presumen / de sus tierras duras / de sus duras estepas / de suelo polvoriento; / si beben la leche, / y comen los quesos / de cabra y carnero: / que les aproveche, / que los lleven los demonios; (...) / Vosotros sois de los cíngaros, / de los rudos iberos, / de los vagos gitanos, / de la gente del infierno; / de los godos, de los moros / y alarbios; que aún / os lleven los demonios. / Nosotros somos de los galos, / nosotros somos de los suevos, / nosotros somos de los francos, / romanos y griegos. / Nosotros somos de los celtas, / nosotros somos gallegos (Pondal, 1995, pp. 246-248).

 

Como vemos, Pondal cae, sin el menor reparo, en grandes inexactitudes históricas, como atribuir antepasados griegos y romanos a los gallegos y negárselos al resto España, dejando para ella a gitanos, iberos y moros. Lo importante, como ya hemos repetido, es la capacidad movilizadora de las afirmaciones, no su veracidad.

 

El siglo XX

 

Alfonso Castelao

 

El autor más importante del galleguismo del siglo XX es, sin lugar a dudas, Alfonso Castelao. Hombre de innegable carisma político y variadas capacidades artísticas –era un excelente dibujante, humorista gráfico y cuentista, por ejemplo–, las preocupaciones políticas y sociales, cristalizadas en su militancia galleguista, atraviesan toda su polifacética obra.

La principal obra política de Castelao es Sempre en Galiza, convertida hoy en día en la biblia del galleguismo. Ha superado en fama e influencia a todos los autores del siglo XIX, y sin embargo encontramos planteamientos etnicistas idénticos a los de los artífices del Rexurdimento. Los años han pasado y se detecta en Castelao un gran reparo a exponerlos al desnudo, reparo que deriva de que es consciente del obsoleto y peligroso racismo de sus textos. Sin embargo, parece no poder evitar hacer afirmaciones del género, de modo que siempre procura excusarlas, alivianarlas con recursos, en mi opinión, un tanto pueriles.

Veamos con algunos ejemplos a lo que me refiero.

En el párrafo que aportamos a continuación, Castelao considera una “tentación antipática” propia de los gallegos hablar de arios y semitas. Sin embargo aprovecha un texto de otro autor, Portela Valladares, para afirmar lo mismo que censura. Utiliza, eso sí, eufemismos como “repetición de sangre” y “unidad etnográfica” en lugar de hablar claramente de Raza, pero la idea es exactamente la misma: todos los pueblos que han habitado en Galicia son de la misma raza, y todos los que han habitado el resto de la Península son de una raza diferente:

 

Existe en Galicia una homogeneidad de carácter, tan secularmente autóctono, tan contrario al alma castellana, que a menudo caemos en tentaciones antipáticas, tales como la de proclamar que nosotros somos arios y los demás semitas. Con todo, séanos permitido decir con Portela Valladares: “Los confusos linderos de la raza se destacan en Galicia de rara manera, porque celtas, suevos, normandos, peregrinos, cuantos allá fueron, vienen de un tronco común, repiten la misma sangre, como la repiten los iberos, los fenicios, los árabes y bereberes, los almoades y los almorávides en otras zonas de la Península. En la medida de lo posible, indudablemente poseemos unidad etnográfica” (Castelao, 1994, pp. 260-261).

 

Este es el espíritu que Castelao muestra a lo largo de todo Sempre en Galiza: dice sin decir, golpea con una mano mientras distrae nuestra atención con la otra. En otra ocasión afirma, por ejemplo, que Galicia “tiene, si quisiéramos –que no queremos–, características diferenciales de raza, pues somos predominantemente celtas” (Castelao, 1994, p. 322). En definitiva, se quiera o no se quiera, la patria gallega está poblada por una raza diferente.

Pero no siempre es Castelao tan comedido. En otros párrafos ni siquiera intenta ocultar su opinión sobre las otras razas de la Península Ibérica. Aún así, vuelve a jugar a lo mismo: cita al padre Sarmiento, pone reparos a sus duros juicios contra los gitanos, pero termina dándole la razón. Veamos qué piensa Castelao sobre la “gitanización de España:

 

“Lo que el mundo distingue como “español” ya no es “castellano; es “andaluz”, que tampoco es andaluz sino gitano. A este respecto hay que decir que no negamos la hondura cultural de Andalucía, solamente comparable a la nuestra; pero es que allí los fondos antiguos de mayor civilización están ahogados por la presencia de una raza nómada y mal avenida con el trabajo. “Estos son unos hombres errantes y ladrones” –decía el padre Sarmiento–; y si nosotros no apoyamos tan duro juicio, nos mostramos satisfechos de no contar con este gremio en nuestra tierra. El caso es que los gitanos monopolizan la sal y la gracia de España y que los españoles se vuelven locos por parecer gitanos como antes se volvían locos por ser godos. La cosa está en consagrar como español todo cuanto sea indigno de serlo. (...) Pero... ¿Qué son la golferancia y el señoritismo sino un remedo de la gitanería? ¿Qué es el flamenquismo sino la capa bárbara en que se ahogaron los fondos tradicionales de España, la cáscara imperial y austriaca, los harapos piojosos de la delincuencia gitana? Hoy el irrintzi vasco, el renchillido montañés, el ijujú astur, el aturuxo gallego y el apupo portugués están vencidos por el afeminado Olé... Pues bien; los gallegos espantaremos de nuestro país la “plaga de Egipto” aunque se presente con recomendaciones..., porque somos la antítesis de la golferancia y del señoritismo, de la gitanería y del torerismo” (Castelao, 1994, p. 367).

 

En el siguiente texto el autor galleguista se escuda otra vez en la opinión de otro escritor, esta vez Vicetto. Le llama exaltado, pero le da la razón exactamente en la misma frase. Es importante que prestemos atención a la gravedad de los términos utilizados para hablar de conceptos raciales:

 

“Siendo Galicia el reino más antiguo de España le fue negada la capacidad para asistir a las cortes, y ésta es una ofensa imperdonable; pero peor ofensa fue la de someternos a Zamora –una ciudad fundada por gallegos, pero separada ya de nuestro reino y diferenciada étnicamente de nosotros–. Con razón el exaltado Vicetto escribió estas palabras: “¿Y quién le negaba (a Galicia) ese derecho de igualdad y solidaridad entre los demás pueblos peninsulares? Se lo negaba la canalla mestiza de gallegos y moros que constituía los modernos pueblos de Castilla, Extremadura, etc.; Se lo negaba, en fin, esa raza de impura, adulterada sangre” (Castelao, 1994, p. 393).

 

Lo imperdonable, para Castelao y Vicetto, no es, en fin, la expulsión de las cortes, sino que ésta fuera llevada a cabo por la “canalla mestiza”, la “raza impura” de sangre sucia producida por la mezcla de gallegos y moros.

Por último, citaremos un párrafo que forma parte de la cuarta parte del libro de Castelao, escrita desde 1947 en adelante, cuando ya se sabía a dónde había conducido el etnicismo arianista nazi. De nuevo recurre a tretas con las que intenta hacer ver que no mantiene las opiniones que, sin embargo defiende: 

 

Y si la raza fuese, en efecto, la determinante del carácter homogéneo de un pueblo, sin que por así creerlo incurriésemos en pecado, bien podría Galicia enfrentar su pureza con el mestizaje del resto de España, atribuyéndole a la sangre árabe la indisciplina, la intolerancia y la intransigencia con que los españoles se adornan” (Castelao, 1994, pp. 446-447).

 

La pureza de sangre, por lo tanto, es considerada por Alfonso Castelao una virtud heredada que afecta a lo moral, al igual que a lo moral afecta el mestizaje con la sangre árabe que ha convertido a los españoles en personas radicales e indisciplinadas. El contraste entre ambas realidades es claro, e implica, y lo repito porque es una idea esencial, una diferencia de carácter no sólo físico, sino también moral, entre españoles y gallegos.

 

Vicente Risco

 

Si algo caracteriza a Vicente Risco entre sus compañeros de generación literaria y política es el agudísimo misticismo de su nacionalismo. Sus concepciones raciales son muy similares a las del galleguismo de su época, pero cargadas de una gran emotividad religiosa. En Leria, uno de sus más aclamados libros, un trasunto ficticio del autor tiene una interesantísima conversación con Stephen Dedalus, protagonista de Ulysses de Joyce. En ella, éste último afirma la sacralidad de su sangre en un párrafo en el que se compara la raza, oprimida bajo el poder de “las águilas” –los imperios castradores de las naciones celtas, como por ejemplo Inglaterra y España– con Cristo crucificado:

 

Pero yo lo único bendito que llevo conmigo es mi sangre celta. Mientras no me quiten mi sangre celta, no me podré apartar de la cruz; (...) Porque nuestra raza es también un árbol podado, y también un Cristo clavado en la cruz derramando su sangre; bajo las águilas nuestra raza es la viva imagen de Cristo crucificado (Risco, 1961, p. 82).

 

La raza celta vuelve a ser, en los textos de Risco, el eje central de la nacionalidad gallega. Superior y purísima, ajena al mestizaje peninsular (“La superioridad de la raza tiene que ser efecto de su aislamiento, porque la raza de este modo se conserva más pura, más fina y aristocrática” (Risco, 1984, p. 30), “Sea por la mejor adaptación a la tierra, sea por la superioridad de la raza, lo cierto es que ni la infiltración romana, ni la infiltración ibérica consiguieron destruir el predominio de elemento rubio centroeuropeo en el pueblo gallego” (Risco, 1966, p. 22)), Risco extiende sus reflexiones sobre la etnicidad a otros pueblos como el vasco, el alemán o el judío en un interesante libro de viajes llamado Mitteleuropa. En él relaciona, por ejemplo, la prosperidad de las provincias vascas con tres factores imprescindibles en todo discurso nacionalista: el idioma, la conciencia nacional y el orgullo racial. Gracias a ellos, opina el autor, el pueblo de Euskadi constituye la vanguardia peninsular: “Los vascos tienen limpieza, dinero, instrucción, educación, bellas ciudades, teléfonos, carreteras asfaltadas; pero fijémonos bien en que tienen una conciencia nacional muy fuerte, una soberbia de raza primigenia y un idioma que nadie entiende excepto ellos” (Risco, 1984, p. 23).

Como ya hemos mencionado, la pureza y antigüedad de la raza son, en el imaginario nacionalista, factores que guían al pueblo en la zozobra de las malas épocas. En la sangre, que es una con la tradición, está escrito el código natural de conducta de la raza, al que la nación ha de regresar si quiere superar las crisis y la oscuridad. Así funciona, para Risco, en el caso de los vascos, cuya sangre, “la savia sagrada del roble troncal, del árbol de los ancestros es tan fuerte, lleva disuelta tal cantidad de vida nueva, joven y pujante, es tan roja y tan caliente a pesar de los siglos, está tan oxigenada, tan cargada de prâna vital, que su hirviente bullir se purga solo de los descarríos peligrosos de la inteligencia” (Risco, 1984, pp. 28-29).

¿No recuerda la última frase aquel famoso “¡Muera la inteligencia!” que gritó Millán Astray en el ateneo de Salamanca apenas comenzada la Guerra Civil española? ¿No era precisamente la lucha de la sangre y la razón lo que proponía el fundador de la Legión Española? La preponderancia de la raza sobre la razón forma parte del atávico corazón del nacionalismo. A la misma idea responde la ya mencionada cita de Fichte según la cual la patria está por encima del orden social, los derechos de la historia sobre el contrato social. La sangre representa el instinto, método de conocimiento natural, anterior y más poderoso que la inteligencia: cuando ésta última se descarría, la sangre –el instinto racial– muestra el camino. Esta idea permite a Risco hacer afirmaciones como la siguiente:

 

“El odio de las razas radica en un fondo del alma inatacable por el razonamiento. Es un instinto. (...) Y digo yo: ¿es posible que un sentimiento tan unánime contra los judíos no tenga una causa real? Tiene que tenerla. Todo instinto corresponde a una causa; el instinto atina siempre, adivina las causas” (Risco, 1984, pp. 299-300).

 

La sangre, valor absoluto, ha de ser pura para satisfacer los planteamientos nacionalistas. Lo hemos visto repetido en los autores del XIX, y Castelao es de la misma opinión. Como ellos, Risco cree que “El mestizaje de las culturas, destructor, esterilizador de la personalidad individual y colectiva, no puede darse mas que en pueblos inferiores o en pueblos decadentes –recaídos en la inferioridad” (Risco, 1984, p. 289).

En el centro de todo este complejo planteamiento ideológico se encuentran los partidos nacionalistas, cuyo papel no es otro que materializar políticamente las tendencias de la sangre que, originadas en un supuesto inicio de los tiempos, han de imponerse a los mencionados descarríos de la inteligencia. Dice el autor gallego: “Un movimiento nacionalista no puede tener otro fundamento que la Tradición nacional. No se trata, en todos los caso, de las formas externas, sino de las formas esenciales de la Tradición, de investigar, de traer a la luz y hacer productivas las tendencias congénitas de la Raza” (Fernández Riego, 1995, p. 112).

¿Y quién interpreta las tendencias congénitas de la raza, quién decide qué es racial y no lo es, qué características viven en nuestro flujo sanguíneo y cuáles son meros préstamos extranjeros? Los propios galleguistas, desde luego. De tal forma de pensar surgen los términos “buen y mal gallego”, tan utilizados por la literatura galleguista. El nacionalismo siempre procura imponer su visión del grupo social, dividiendo todo hecho cultural en nacional y extranjero, correcto e incorrecto, bueno y malo en última instancia. Ya Nietzsche nos previene contra el tipo de individuo que se empeña en mostrar a los pueblos “cómo hacerse todavía más nacionales: ése agrava la enfermedad de este siglo y es un enemigo del buen europeo, un enemigo de los espíritus libres” (Savater, 1996, p. 23).

 

Conclusiones

 

Como vemos, tanto en el siglo XIX como en el siglo XX la creencia en la supremacía racial gallega es parte esencial de la obra de los principales autores galleguistas. Si hay quien pretende justificar tal actitud en los pensadores decimonónicos, se hace el silencio en lo que respecta al siglo XX. Es de esperar, pues los estudiosos se debaten entre dos opciones: decir en voz alta que en algunos textos obligatorios en la enseñanza secundaria y universitaria en Galicia defienden y fomentan creencias indudablemente racistas, o dejar pasar un hecho que la mayoría de los padres con hijos en edad escolar o universitaria desconocen y que, por lo tanto, no genera conflictos.

El principal problema de tales creencias supremacistas es que en el ideario nacionalista la superioridad de la raza no implica solamente una diferencia física, sino también moral: Risco une directamente el desarrollo social a la pureza de la sangre, a Castelao y a Vicetto les repugna el hecho de que unos despreciables mestizos vetaran a Galicia en las cortes y Pondal tacha de vagos, rudos y gente del infierno a los españoles.

La creencia en una supremacía racial no es, desde luego, un problema exclusivo del nacionalismo gallego, pero eso no merma ni justifica el hecho de que el canon galleguista sea inmensamente racista. Pasar de puntillas junto a un hecho de tal calibre equivale a permitir que los adolescentes gallegos lean a autores considerados altísimos intelectuales por la oficialidad y que en sus principales obras afirman que la raza aria gallega es superior a las contaminadas sangres mestizas del resto de la península.

Sirva este artículo para señalar un hecho, a mis ojos, grave. Conceptos como el de supremacía racial han de ser desterrados de las aulas. No quiero afirmar con esto que los profesores de lengua y literatura gallega afirmen explícitamente la superioridad de la sangre gallega en sus clases. Sin embargo, los párrafos utilizados en este ensayo provienen de algunas obras principales de los principales autores galleguistas, y no de textos marginales de escritores de segunda fila. Su lectura se fomenta en clase y la positiva valoración que se hace de ellos no es solamente literaria, sino también política. Ante puntos delicados como el del racismo se prefiere el silencio, lo que no impide que los adolescentes lean, por recomendación escolar, textos en los que se hallan afirmaciones como las señaladas en este ensayo.

Como dice Jacques Soustelle, “el nacionalismo de algunos no basta para hacer una nación de todos” (Hobsbawm, 2000, p. 25). Desde las instituciones docentes en las que trabajamos podemos combatir, día a día, conceptos tan errados y sombríos como los que los popes del galleguismo sostienen sobre las razas.

 

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