LA IV CARTA DE RIZAL AL
PADRE PASTELLS
Edición a cargo de Vasco Caini
Introducción
Según las autoridades eclesiásticas españolas que
gobernaban la Iglesia (y el Estado) de Filipinas,
Rizal había manifestado en sus escritos que se había
dejado influenciar por las teorías luteranas durante
el tiempo que permaneció en Europa, más particularmente
en Alemania.
Por otra parte, durante los años de sus estudios
en Manila, Rizal había apreciado siempre la labor
como docentes de los jesuitas, porque, a diferencia
de los dominicanos, eran modernos, enseñaban las
ciencias y no se mostraban demasiado racistas (impartían
docencia en aulas unitarias de nativos y españoles).
Mantuvo con ellos una actitud de franca deferencia
y gratitud.
Cuando Rizal fue confinado en Dapitan de Mindanao
en 1892, por razones políticas y religiosas, el
Padre le escribió una carta para intentar volver
a convertirlo al catolicismo, que, en su opinión,
había abandonado en favor del protestantismo. Dió
comienzo de esta forma una correspondencia cada
vez más teológica sobre diversos aspectos de la
Fe. Cada uno de ellos se mantuvo en su propia posición
y la correspondencia se interrumpió bruscamente
con la V carta.
Volvemos a sacar a la luz la IV carta. En ella Rizal
expone de manera sistemática su punto de vista.
Se dejan fuera aquellas partes que hablan de cuestiones
prácticas contingentes.
Referencia
Raul J. Bonoan, S.J., The Rizal-Pastells correspondence, in Spanish, translation in English, historical
background, theological critique, Ateneo de Manila
University Press, 1994, 1996, ISBN 971-550-124-9
(pbk).
Dapitan,
5 de Abril de 1893
Muy R. P. Pablo Pastells
…………………………………………………………………………......................
Estamos enteramente conformes en admitir
la existencia de Dios: ¿Cómo dudar de ella cuando
estoy convencido de la mía? Quien reconoce el efecto,
reconoce la causa. Dudar de Dios sería dudar de
la conciencia propia, y por consiguiente sería dudar
de todo y entonces ¿para qué la vida?
Ahora bien, mi fe en Dios, si fe
puede llamarse el resultado de un raciocinio, es
ciega, ciega en el sentido de que nada sabe. Ni
creo, ni no creo en las cualidades que muchos le
atribuen: me sonrío ante las definiciones y elucubraciones
de teólogos y filósofos de ese inefable é inescrutable
ser. Ante el convencimiento de que me encuentro
delante del Supremo Problema, que voces confusas
me quieren explicar, no puedo dejar de responder:
Puede ser, pero ¡el Dios que presiento es mucho
más grande, mucho mejor: Plus Supra!
No creo imposible la Revelación, antes
bien creo en ella, pero no en la Revelación ó revelaciones
que cada religión ó todas las religiones pretenden
poseer. Al examinarlas imparcialmente, cotejarlas
y escudriñarlas, no puede uno menos de reconocer
en todas la uña humana y el sello del tiempo en
que fueron escritas. No, el hombre hace á su Dios
á su imagen y semejanza, y luego le atribuye sus
propias obras, como los magnates polacos escogían
su rey para después imponerle su voluntad. Y todos
nosotros hacemos lo mismo, y V. R. tampoco puede
exceptuarse cuando me dice: "El que hizo los
ojos ¿no verá? El que formó los oídos ¿no oirá?"
Perdóneme V. R. la cita pero ya que hemos hablado
del toro de Anacreonte, oigámosle mugir: "El
que hizo los cuernos ¿no sabrá dar cornadas?"
No, lo que es perfección en nosotros puede ser una
imperfección en Dios.
No, no hagamos un Dios á imagen nuestra,
pobres habitantes que somos de un pequeño planeta
perdido en los espacios infinitos. Por brillante
y sublime que sea nuestra inteligencia apenas si
será una pequeña chispa que brilla y esa extingue
en un momento y ella sola no puede darnos idea de
esa hoguera, de ese incendio, de ese piélago de
luz.
Creo en la revelación, pero en esa viva
revelación de la naturaleza que nos rodea por todas
partes, en esa voz potente, eterna, incesante, incorruptible,
clara, distinta, universal como el Ser de quien
procede, en esa revelación que nos habla y penetra
desde que nacemos hasta que morimos.
¿Qué libros pueden revelarnos mejor la obra, la
bondade Dios, su amor, su providencia, su eternidad,
su gloria, su sabiduría? Coeli enarrant gloriam
Domini, et opera manuum ejus anunciat firmamentum.
¿Qué más Biblia y qué más Evangelios quiere la humanidad
para amar á su Dios? ¿No cree V. R. que los hombres
han hecho muy mal en buscar la voluntad divina en
pergaminos y templos en vez de buscarla en las obras
de la naturaleza y bajo la augusta bóveda de los
cielos? En vez de interpretar pasajes oscuros, ó
frases oscuras que provocaban odios, guerras y disensiones,
¿no era mejor interpretar los hechos de la naturaleza,
para amoldar mejor nuestra vida á sus inviolables
leyes, utilizar sus fuerzas para nuestro perfeccionamiento?
¿Cuándo han empezado a hermanarse de hecho los hombres
sino cuando han dado con la primera página de la
obra de Dios? Semejante al hijo pródigo que ciego
ante la dicha de su paterno hogar ha buscado otros
extranjeros, la humanidad ha vagado miserable y
llena de rencor durante muchos siglos. No niego
que haya preceptos de absoluta necesidad y utilidad
que no se encuentran en la naturaleza claramente
enunciados, pero éstos los ha puesto Dios en el
corazón, en la conciencia del hombre, su mejor templo,
y por esto adoro yo más á ese Dios bueno, próvido,
que nos ha dotado á cada uno de lo necesario para
salvarnos, que tiene para nosotros abierto continuamente
el libro de su revelación, hablando constantemente
su sacerdote en la misteriosa voz de nuestras conciencias.
Por esto, las religiones más buenas son las más
sencillas, las más naturales, las que están más
en armonía con las necesidades y las aspiraciones
del hombre, y he aquí la principal excelencia de
la doctrina de Cristo.
Yo no prejuzgo al decir que sólo
puede provenir de Dios la voz de mi conciencia,
como V. R. quiere asentar, juzgo por deducción.
Dios no pudo crearme para mi mal, porque ¿qué mal
le había hecho yo antes de ser creado para que El
quisiese mi perdición? Ni debió El crearme para
la nada ó la indiferencia porque ¿á qué mis sufrimientos,
á qué la lenta tortura de mi continuo anhelar? Debió
crearme para un fin bueno, y para este fin no tengo
otra cosa mejor que me guíe que mi conciencia, mi
conciencia sola, que juzga y que califica mis actos.
Sería inconsecuente si habiéndome creado para un
fin, no me hubiese dado el medio para conseguirlo:
como un herrero que quisiese hacer un cuchillo y
luego no le pusiese filo.
Todos los brillantes y sutiles argumentos
de V. R. que no trataré de refutar porque tendría
que escribir un opúsculo, no me pueden convencer
de que la Iglesia Católica no sea la dotada de la
infalibilidad. En ella también está la uña humana;
es una institución más perfecta que las otras, pero
humana al fin con los defectos, los errores y las
vicisitudes propias de las obras de los hombres.
Está más sabia, más hábilmente conducida que muchas
otras religiones, como heredera directa de las ciencias
religiosas, artísticas y políticas de Egipto, Grecia
y Roma: tiene su base en el corazón del pueblo,
en la imaginación de la multitud y en el cariño
de la mujer; pero como todas, tiene sus puntos oscuros,
que viste con el nombre de misterios, puerilidades
que santifican en milagros, divisiones ó
disensiones que se llaman sectas ó herejías.
Yo no puedo creer que antes de la venida
de Jesucristo todos los pueblos estuviesen en el
báratro profundo de que V. R. habla. No; precisamente
allí está Zoroastro, el fundador de la religión de la
pureza, Kungtseu, el de la razón, Sócrates que muere por declarar la existencia
de un solo Dios, el divino Platón y los virtuosos Arístides, Milcíades, Acrión, etc. Ni puedo creer tampoco que
después de Cristo todo haya sido luz, paz y ventura,
que los hombres se hayan vuelto en su mayor parte
justos, no; allí estarían para desmentirme los campos de
batalla, los incendios, las hogueras, las cárceles,
las violaciones, los tormentos de la Inquisición;
allí están los odios que las naciones cristianas
se profesan unas á otras por diferencias tenues,
allí está la esclavitud tolerada, si no sancionada,
durante diez y ocho siglos; allí está la prostitución
. . . allí está en fin gran parte de la sociedad
de Europa hostil á esa misma religión. Me dirá V.
R. que todo esto existe porque se han separado de
la iglesia, pero ¿cuándo ha dominado ésta que no
ha habido estos males? ¿Acaso en la Edad Media,
acaso cuando toda Europa era un campo de Agramante? ¿Acaso en los tres primeros siglos
cuando la Iglesia estaba en las catacumbas, gemía
presa y no tenía poder? Entonces si había paz, que
no la había tampoco, no se debería á ella, pues
ella no mandaba.
Ah, no, mi Rdo. Padre, me regocijo al ver
á hombres como V. R. llenos de fe y virtud sostener
su religión y lamentarse de las desgracias actuales
de la humanidad porque eso prueba amor á ella y
que velan sobre su porvenir espíritus generosos
como el de V. R.,
pero más me regocijo cuando contemplo la
humanidad en su marcha inmortal, progresando siempre
á pesar de sus desfallecimientos y caídas, á pesar
de sus extravíos porque eso me demuestra su fin
glorioso, me dice que ha sido creada para mejor
fin que para ser pasto de llamas, me llena de confianza
en Dios que no dejará perderse su obra á pesar del
diablo y todas nuestras locuras.
Acerca de las contradicciones en los libros
canónicos, de los milagros, confieso que el asunto
es muy trillado y enojoso de repetir. Todo se explica
cuando se desea y todo se acepta cuando se quiere.
La voluntad tiene un poder enorme sobre la imaginación,
y vice-versa. Así es que no le hablaré ni de la
contradicción en las genealogías, ni de los milagros
ni del de Cana que Cristo hizo á pesar de haber
dicho no había llegado aún su hora, ni de los panes
y los peces, ni de la tentación: estas cosas no
disminuyen la talla del que pronunció el Sermón
de la Montaña,
y dijo el famoso: "¡Padre, perdónalos!. . ." A lo que voy es á algo
más trascendental. ¿Quién murió en la Cruz? ¿Era
el Dios ó era el hombre? Si era Dios, no comprendo
que un Dios pueda morir, cómo un Dios, consciente
de su misión, pueda exclamar en su amarga melancolía:
"¡Pater, si posibile est transeat
a me calix iste!" y en la cruz el doloroso: "¡Dios mió,
Dios mió! ¿porque me has abandonado?"
Este grito es absolutamente humano, es el grito
de un hombre que confiaba en la justicia de Dios
y en la bondad de sus causas y luego se veía preso
de toda clase de injusticias sin esperanza de salvación. Menos el Hodie mecum eris,
todos los gritos de Cristo en el Calvario anuncian
á un hombre en el tormento y en la agonía, si bien,
¡qué hombre! Para
mí, Cristo hombre es mas grande que Cristo-Dios.
Si hubiese sido un Dios el que dijo: "Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen"
los que han puesto en él las manos
debían haber sido perdonados á no ser que digamos
que Dios se parece á ciertos hombres que dicen una
cosa y luego hacen otra. Todas las sutilezas de la teología para
explicar la unión de Dios con el hombre es para
mí esfuerzo de fantasia. ¿Qué frágil molde de barro
humano contiene todo el peso de Dios, creador de
los mundos?
Otra objeción que tengo á los milagros
de Cristo es la
apostasía de sus discípulos y su incredulidad ante
la resurrección del maestro. A haber sido ellos
testigos de tantos prodigios y resurrecciones, no
le habrían desamparado tan cobardemente y no habrían
dudado de su resurrección. Quien volvía á la vida á los demás, bien podrá
dársela á sí mismo.
Acerca de la explicación de V. R. sobre
los milagros suponiendo que no se contradice el
que ha dictado las leyes para suspenderlas en ciertas
épocas para conseguir ciertos fines, se me antoja
que si bien puede conseguir los mismos fines sin
alterar ni suspender nada. Un mal gobernante sale
del paso suspendiendo la eficacia de las leyes y
enstituyéndolas por su voluntad: uno bueno, gobierna
en paz y fortifica lo establecido.
Necio llama V. R. el orgullo de los racionalistas;
yo, si bien estoy lejos aún de serlo uno, me pregunto:
¿donde hay más orgullo en aquel que se contenta
con seguir su razón sin imponérsela á nadie, ó en
aquel que pretende imponer á los demás lo que su
razón no le dicta sino porque le parece que es la
verdad? Lo razonado nunca me pareció necio y el
orgullo siempre se ha manifestado en la idea del
predominio.
………………………………………………………………………………………….............................
José Rizal