REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


POR FIN DESPACHO

 

Pedro Luis Ladrón de Guevara Mellado

 

 

          Duro invierno aquel, la empresa de limpieza de la Universidad amenazaba con una brutal huelga. Los papeles -y sabe dios que cada día se acumulaban más y más en la mesa- iban invadiendo el pequeño despacho de nueve metros cuadrados que le había sido designado por su condición de viejo profesor, anterior incluso a la reforma que reconsideró las clases y las definió como espacios lectivos y el personal fue considerado recurso humano. La reforma de las instalaciones había cambiado los anchos y compartidos espacios colectivos de los Departamentos - donde trabajan hasta seis o siete personas todas juntas- por cubículos pequeños pero individuales donde reinaba un silencio que promovía el estudio y la reflexión. Allí, finalmente, el deseo anhelado durante décadas para poder trabajar en soledad.

          Imaginad si hará tiempo de aquello que al Vértice piramidal interfacultativo se le llamaba entonces Rector. Digo, fue un invierno duro. El viejo profesor recogió aquella hermosa mañana su correspondencia, acababa de dar clase y empezaba su horario de tutorías. Sabía que nadie vendría, los alumnos se reservaban para la semana antes de los exámenes de finales de junio. Ciertamente era difícil tener dudas de una materia que no se había estudiado, por lo que debería esperar a que los estudiantes empezaran a preparar los temas una semana antes de las pruebas. Él trabajaba con ahínco en aquel pequeño espacio que daba a un larguísimo pasillo donde otros muchos más jóvenes que él hacían un trabajo similar. Le gustaba estar en la Facultad, o como diablos se llame ahora: podía hablar con los bedeles, con la encargada de la seguridad, con el muchacho de la fotocopiadora... a veces iba a tomar café con algún colega.

          No había querido casarse, le gustaba disponer de su tiempo sin tener que consultar o compartir las decisiones, pasar por una agencia y decidir en ese instante viajar a Jordania o a los glaciares, según la época, ya se sabe que en verano el desierto puede ser excesivo para un occidental no demasiado sureño. Su casa se había hecho, en los últimos tiempos, inmensamente grande para su alma, aunque justita para la gran biblioteca que atesoraba. Parecía que se hubiera expandido como el universo en su creación.

          Últimamente releía a García Lorca, estaba trabajando en la interpretación de unos versos: “vendrá el otoño con sus caracolas”. Sí, ya sabía que caracolas es un murcianismo y es una planta trepadora –tal y como afirmaba el profesor Morelli de Milán- que nada tiene que ver con la concha de un caracol marino o terrestre, ni con dichos animales utilizados como trompa en algunas fiestas populares, pero estarán conmigo que era mucho mejor dejar a la psique jugar con las palabras: vendrá el otoño con sus caracolas, esto es, con el recuerdo del verano ya pasado, vendrá el equinoccio gris y otoñal con la imagen clara y nítida de los días soleados y azules pasados frente al mar verde de algas y cangrejos en sus rocas. Poco importaba que al autor pudiera haber creado esa imagen de modo voluntario o no, lo que no era invención del profesor, y cualquier lector podía percibir, es que la palabra “caracola” trae a nuestra mente una imagen marina, de saladas conchas en un puerto de pescadores y sombrillas en la arena.

          Mientras su mente se paseaba por pasajes literarios y paseos marítimos, le volvió a venir ese ligero pinchazo que ya había tenido en otras ocasiones. Podía predecir lo que era: ¡ya estaba bien de hacer el tonto y postergar su visita al hospital! Ni siquiera tendría que ir al médico de cabecera, era evidente que se trataba de una arritmia o un levísimo infarto que obligaría a ingresarlo durante unos días, y eso no le apetecía nada. Además, desde que estuvo en aquella pequeña aldea de Assuan e intercambió unos obsequios con un viejo aldeano, se encontraba mejor. Al anciano le había gustado la colonia que llevaba y él se la había regalado junto con la espuma de afeitar de la misma fragancia. A cambio el nómada quiso corresponderle con esencia de un dulcísimo licor y una pomada, ambas habían de diluirse en varios litros de una sustancia que resultó ser alcohol de romero; le dio hasta la cucharilla que había de servir de medidor. Quiso rechazar el ofrecimiento pero el muchacho que se había buscado como guía para recorrer las aldeas le dijo que era una forma de estar a la par con él, pues de lo contrario se sentiría siempre en deuda, mientras que así era una relación entre iguales. Le pareció lógico y aceptó.

          Durante algunos años guardó los frascos en el armario en el que conservaba los souvenir no decorativos de sus viajes, hasta que unos meses atrás, en una conversación informal con el joven farmacéutico, le contó el encuentro que había tenido en Egipto; el boticario entusiasmado le dijo que se los llevara y que haría la fórmula, que sería fácil ya que seguramente sólo habría que mezclar ambos componentes; si se lo permitía él se quedaría con un poco para estudiarlo, a cambio sería un placer envasarlo en unos viejos frascos de cristal que todavía conservaba de cuando su padre realizaba en la farmacia muchas fórmulas magistrales; el alcohol de romero también correría de su cuenta. “Eran otros tiempos –dijo- el alcohol venía en garrafones de cuarenta o cincuenta litros y había que rellenar las botellitas. También el bicarbonato venía en grandes sacos, por lo que tenía que pesarse y meterse en envases de 100 ó 200 gramos. Eso lo podíamos hacer los muchachos, sin embargo las cremas y las mezclas eran responsabilidad exclusiva del farmacéutico. Lo que más nos intrigaba a los niños era saber cómo se podía meter la crema en los tubos de metal, pues el único agujero que se veía era el de salida y parecía muy pequeñito. Todavía estábamos sorprendidos por los tubos de la pasta de dientes que habían sustituido a las cajas del perborato utilizados hasta hacia poquísimo. ¡Por no hablar del Signal que conseguía que la pasta saliera a rayas rojas y blancas! ¡Eso sí que era magia! Un día, por fin, me dejaron meter la crema pastosa en el tubo, y cual no fue mi sorpresa cuando vi que los tubos estaban abiertos por la parte trasera que luego se doblaba y se ejercía sobre ella cierta presión para que la pasta no saliera por allí, dejando el tubo completamente cerrado”.

          Nuestro profesor también recordó la farmacia de su pueblo, tenía el único teléfono del barrio y se usaba como punto de contacto entre los vecinos y sus únicos interlocutores posibles: los familiares que habían emigrado a Barcelona y a otras ciudades industrializadas. Por eso no era extraño escuchar al mancebo salir a la calle y gritar a la vecina del tercero, cuatro números más abajo: "¡Pascualaaa, tu hermana te llamará a las cinco!". Quizás no se respetaba mucho la intimidad, pero era práctico. Tampoco era muy discreto el servicio de correos, pues allí nadie sabía quien era Francisco Martínez López, así que el cartero entraba en la farmacia y comenzaba a preguntar a la clientela, hasta que alguien, haciendo acopio de memoria y de imaginación, llegaba a la conclusión de que no era otro que Paco el Sordo, que tenía una fontanería un poco más abajo y que oía perfectamente pero que arrastraba el apodo de su abuelo que sí lo había sido.

          Una vez preparado el licor y el ungüento, el profesor comenzó a tomar cada mañana una cucharita del licor preparado por el farmacéutico y después de la ducha, una vez a la semana tal y como le había aconsejado el viejo egipcio, se frotaba toda la piel con aquel ungüento, desde la cara hasta los pies.

          Sí, la época aquella de la farmacia había sido en otros tiempos que ahora quedaban atrás. Como permanecía cada vez más en el pasado el café con los compañeros a media tarde. La administración había colocado máquinas de café, cocacolas y panecillos en todos los pasillos del edificio, de modo que los jóvenes colegas, tan ejecutivos, se cogían sus bebidas y sandwiches y se encerraban en sus ratoneras para seguir investigando, como hacía él. A fin de cuentas, todo estaba en Internet.

          Salió al pasillo, cogió las monedas que necesitaba y que procuraba tener siempre -se las pedía ex profeso al quiosquero, pues él era de los que todavía gustaba comprar el periódico de papel, en vez de suscribirse que se lo enviaran a su agenda electrónica- y las introdujo en la máquina. Veía caer el líquido, pues ya no se fiaba como antes del ruido que hacía, dado que su incipiente sordera le había gastado alguna que otra mala pasada al coger el vasito antes de que acabara de verter todo el contenido de su café con leche, y con los dedos un poco quemados se fue a su despacho.

          Posó el café sobre la mesa cuando sintió un ligero pinchazo, un fuerte dolor recorría su brazo izquierdo y su cabeza cayo sobre el café que se desbordaba sobre los versos de Lorca. No tuvo tiempo de recorrer con el pensamiento ningún paisaje más. Todo entró en una densa neblina.

          La huelga se había extendido a todos los segmentos de la limpieza. Los profesores se veían obligados a llevar sus papeleras hasta los contenedores de los edificios más próximos; los de la Universidad estaban rebosantes e incluso existía el peligro real de que alguien arrojara una cerilla y se produjese un humeante incendio. Los más ordenados habían previsto gruesas cajas de cartón en sus despachos para meter todo el papel que llegaba día a día; la huelga no afectaba al servicio postal que traía su cargamento inexorablemente.

          Los alumnos se quedaron sorprendidos al no verle aparecer al día siguiente, pero cautos esperaron a que se reincorporara; al fin y al cabo cuanto menos materia explicase menos entraría para el examen, pues no era de ésos que preguntaban algo que no hubiese explicado en clase.

          Al principio alguien preguntó por él, un colega, un bedel, pero una voz etérea, anónima, casi imperceptible lanzó la hipótesis de que podía estar de viaje o en algún congreso; la hipótesis se convirtió en certidumbre y, puesto que nadie requería su presencia, se pensó que quizás había marchado como profesor invitado a alguna universidad extranjera. Poco a poco se fueron acostumbrando a su ausencia, los profesores iban y venían y las voces que por él preguntaban se fueron difuminando. Lo único que dejaba huella de su ausencia era el correo que llegaba, bien es verdad que desde que ya no formaba parte de los tribunales de oposición había disminuido al no hacer uso del poder para elegir entre diferentes candidatos. Por otro lado, la huelga hacía que muchos profesores no recogiesen la muchísima publicidad que les invadía para no tener que desembarazarse de ella, de modo que ni siquiera las cartas almacenadas delataban su ausencia.

          Llegaron las vacaciones de primavera, de semana santa o de espacio lúdico expansivo preparatorio de la evaluación final, como creo que se le llama ahora. La Universidad seguía cada vez más vacía y nadie reparaba en su ausencia. Mientras tanto las conversaciones con los huelguistas seguían su curso y parecía que el final estaba próximo, pero dado que el sol empezaba a apretar y los días de fiesta fundían vacaciones con huelga se decidió desconvocarla el primer día del retorno a clase.

          Al volver los alumnos empezaron a mosquearse, pues tres meses era ya tiempo más que suficiente para unas vacaciones y se habían quitado de en medio bastante materia para el examen final, por lo que empezaron a pensar que podía estar en juego la asignatura. Tomaron la decisión de someterlo a votación, y tras un amplio debate entre los que querían dejar las cosas como estaban y los que opinaban que había que actuar, ganaron estos últimos y una comisión muy indignada fue a hablar con el máximo responsable de la docencia en el centro, el Vértice facultativo interdisciplinar: "Así no podemos seguir, hemos pagado y se nos está privando de nuestro derecho a aprender. Si el profesor está en el extranjero se tenía que haber elegido a un sustituto y no dejarnos sin clases." La máxima autoridad se percató que realmente hacía mucho tiempo que no veía al profesor, aunque él no recordaba que hubiera firmado ninguna autorización para que se marchase a ningún sitio, y mucho menos al extranjero. Tras buscar su teléfono en las diferentes oficinas y sus archivos, llamaron a su casa pero nadie respondió. Decidieron que se tomarían las medidas pertinentes para su localización si no aparecía al tercer día, tal y como marcaba la legislación laboral.

          Después de tres meses la señora de la limpieza entró en el despacho, cogió instintivamente la papelera y al levantar los ojos lo vio allí, dormido, con su piel rosácea, le quiso despertar pero se dio cuenta de que estaba helado. Salió corriendo y llamó al bedel que subió las escaleras de tres en tres escalones, sin esperar el ascensor, al llegar arriba con la respiración entrecortada algunos colegas del profesor, que habían visto movimiento por el pasillo y la puerta abierta del despacho, habían entrado y comprobado su fallecimiento. Tenía que haber sido el shock por la reincorporación al trabajo tras las vacaciones. Quizás había hecho algunos de sus viajes por las altas montañas de Finlandia y su corazón había aguantado hasta el regreso.

          Los teléfonos comenzaron a sonar, comenzando por el del bedel y pasando por el Vértice facultativo interdisciplinar hasta llegar al Máximo Vértice. Llegó primero la Unidad de Cuidados Intensivos volante, después se llamó al forense para que certificara la muerte y por último el juez que debía levantar el cadáver para su posterior autopsia, pues algo no encajaba. Su piel suave de persona apenas fallecida no estaba en consonancia con un cuerpo del que se tenía la impresión que había fallecido mucho tiempo antes. La policía judicial comenzó a preguntar a qué hora había llegado a la Universidad, y nadie parecía haberlo visto desde antes de las vacaciones. Las sospechas llevaron al juez a ordenar que se precintara el despacho, que se tomaran todas las pruebas posibles y que se hicieran las pertinentes fotografías ya que no descartaba ninguna posibilidad.

          Los policías, tras consultar los horarios de las clases, preguntaron a sus alumnos; éstos, intimidados por los uniformes, declararon que aquella mañana no había ido a clase, aunque en realidad hacía meses que no iba. La policía quedó sorprendida cuando vislumbraron la posibilidad de que una persona pudiera haber estado tanto tiempo ausente.

          Por todo el campus se fue extendiendo la noticia como un cubata vertido sobre la mesa a las seis de la mañana. Invadía todas las mentes, las de sus amigos, las de los que lo conocían, las de aquellos que le habían echado de menos y las de los que ni siquiera sabían de su existencia. Pronto la hipótesis de algún estudiante descontento, de un café envenenado, fue tomando cuerpo hasta que días más tarde se supo el resultado de la autopsia: había muerto meses atrás sin que se supiera por qué su cuerpo se había mantenido casi incorrupto, y sobresalía el tono de su piel fresca, como recién embadurnada con crema.

          A la teoría -y estamos en su templo- del asesinato se sucedía el de la santidad de un ser dedicado por entero al estudio y al conocimiento, como esos monjes de Palermo en la cripta de los Capuchinos. La Universidad nada pudo hacer ya por él, salvo pagar su entierro, y los honores de los que le había privado en vida fueron inútilmente compensados con un Doctorado Honoris Causa a título póstumo, cosa excepcional ya que era casi requisito imprescindible para recibir tal honor que el homenajeado estuviera presente. En el claustro que se lo otorgó hubo quien sostuvo que dado que estaba incorrupto se llevase su cuerpo para recibir los atributos de Doctor, pero al final la propuesta fue rechazada, no tanto por convicción, cuanto por no ser el hazmerreír del país. Una gran fotografía presidió un acto que seguramente tuvo como música de fondo la carcajada -que nadie oyó- de un viejo profesor y un no más joven beduino que bebían un extraño licor y comían dátiles bajo una palmera de ensueño.