Sencillez y afectación
Ramón Carnicer

 

Para el hablante común, el lenguaje no es más que un instrumento patrimonial de comunicación. El pueblo no aspira a distinguirse por un uso particular de este instrumento. Su lenguaje es comunal y directo, lento en su evolución. Para la gente culta, en cambio, y más aún para la que pretende serlo, la expresión verbal, y sobre todo la escrita, es un signo de cultura, signo que ha de crecer y renovarse continuamente. El hombre culto o seudoculto vive preocupado de su palabra. Al hombre popular, la palabra le tiene sin cuidado. Pero si bien el pueblo no tiende a lo retórico y le parecería una vergüenza manifestarse como tal, está siempre dispuesto a admirar a letrados, políticos, predicadores y otras gentes que hacen espectáculo de su palabra. En semejante espectáculo, no siempre le es preciso al pueblo entender lo que se dice, como no entendían los cabreros el discurso de Don Quijote. Le basta percibir un ritmo armónico y unas inflexiones de aire trascendente; a veces, ni siquiera esto necesita: se conforma con el chorro oral, continuo y sin vacilaciones, de un locutor de radio que transmite un partido de fútbol o dirige un concurso de neveras o pastas dentífricas. Yo conocí a un aspirante a torero a quien sorprendió el invierno en la aldea salmantina de Robliza de los Cojos. Entró el mozo en la taberna y declaró al tabernero que su intención no era hacer gasto, puesto que no tenía con qué, sino resguardarse del frío. Se compadeció el tabernero, y para justificar el consumo de algo, preguntó al mozo si sabía leer. Contestó éste que sí, y el tabernero puso en sus manos un libro grasiento que tenía en una alacena. La prueba resultó concluyente. A partir de aquel mismo día, cuando al caer la tarde se formaba en torno a la mesa la rueda habitual de libadores, el tabernero sacaba el libro y lo entregaba al torerillo. Se ponía éste a leer, y el tabernero, a su lado y midiendo la sorpresa de los oyentes, aceleraba por grados al lector: “¡Más de prisa!”, para exigir un rato después: “¡Más!”, y apremiar al poco: “¡Más todavía!”, hasta llegar a un punto en que la velocidad no permitía entender lo leído, punto que señalaba el máximo entusiasmo del auditorio y la petición de un chorizo o un plato de chicharrones para el artista. Con la recomendación del tabernero de Robliza de los Cojos, el torerillo recorrería después, profesionalizado ya como lector, las tabernas de Matilla de los Caños, Villar de los Álamos, Corbacera, Vecinos y otros pueblos de los contornos.

Su dependencia de la palabra convierte al hombre culto o seudoculto en un buscador de novedades, que a veces sorprenden y admiran y a veces lo despeñan por la vertiente de la vanidad o le hacen perderse en laberintos indescifrables. Estas novedades encuentran siempre imitadores, y llegan a extenderse de manera increíble. En cualquier momento -éste mismo- es fácil recoger algunas muestras, que podrían ser muchas más. Empezaremos por el verbo “impartir”. El diccionario de la Academia lo hace equivalente de repartir, comunicar, pero es lo cierto que hasta hace poco se ligaba de modo exclusivo a la liturgia. Leíamos acá y allá que cierta jerarquía eclesiástica “había impartido la bendición” en determinada ceremonia. Pues bien, desde no hace mucho lo encontramos en la esfera de la pedagogía, y se nos habla de “impartir enseñanzas” de tal o cual materia, cosa que obliga a imaginar unos pedagogos hieráticos trasmitiendo profundísimas sabidurías a unos alumnos sumisos y reverentes. De la pedagogía, y con la colaboración del inglés, el verbo se ha extendido a otros órdenes. Alguien comunicaba tiempo atrás desde Nueva York: “El único sacrificado que pasó esta mañana por su despacho fue el infatigable U Thant, a fin de impartir las instrucciones del caso a su representante general en el Oriente Medio”. Pronto se nos dirá que los guardias imparten instrucciones a peatones y automovilistas, y las señoras las impartirán a sus sirvientas; con lo cual, secularizado el tradicional clisé, ¿qué verbo habremos de utilizar al aludir a las bendiciones pontificias y episcopales?

Algo parecido sucede con el verbo “antojarse” como introductor de una conjetura. Por ejemplo: “Se me antoja que va a llover”. Análogamente a lo dicho sobre “impartir”, la función conjetural de “antojarse” se halla legitimada en las últimas acepciones atribuidas a este verbo por el diccionario, pero también es cierto que el uso general lo circunscribía al terreno de lo caprichoso -versión respaldada por el sustantivo “antojo” y por el adjetivo “antojadizo”- para decir en el primer caso, de manera más llana e inequívoca: “Creo (o “me parece”) que va a llover”.

Cuando ciertos renovadores de la expresión hablan admirativamente de Francia o de sus gentes, adoptan un aire de personas familiarizadas con la filosofía y sus misterios y siembran sin tasa el adjetivo “cartesiano” (“edificio cartesiano”, “mentalidad cartesiana”, “comportamiento cartesiano”), como si toda Francia se atuviera al racionalismo de Descartes y fuera un país exento de las locuras y estupideces comunes a toda la humanidad. Hasta las comidas y los vinos franceses alcanzan la calificación de cartesianos.

Precisamente con la filosofía y sus creaciones terminológicas es con lo que más a menudo se intenta dar apariencia de novedad a lo que no lo es. A causa de ello, el adjetivo “fáctico”, muy grato a nuestro actual ensayismo filosófico, se ha introducido en el campo de las relaciones cotidianas. Así, un viajero, irguiéndose agorero y apocalíptico en una de sus crónicas, apremiaba hace poco sobre la necesidad de “llegar a un Gobierno fáctico de carácter mundial”. Leída la recomendación, ¿qué tipo de gobierno imaginaría la mayor parte de los lectores del periódico? Y en una revista amena, agarrándose al mismo clavo de aquel ensayismo, se decía acerca de un escritor: “Su propia e insobornable mismidad le lleva a la generosa comprensión de la otredad”.

¿Cuál será el futuro de estas y otras novedades? ¿Hasta qué punto llegarán a generalizarse frente a tradición e intransigencia? Hojeando “La culta latiniparla”, de Quevedo, y sus burlas acerca de las damas latinistas y afectadas de su época (burlas análogas a las que habrían de hacer Molière en Francia y Swift en Inglaterra), quedamos un tanto indecisos. Porque ocurre que algunas de las palabras satirizadas por Quevedo resultan hoy bastante familiares: agonizar, circundado, estrépito, estupor, frustrar, funesto, inerme, ingredientes, inmediato, intenso, intestina, lento, manes, parcas, patíbulo, sarcófago, sempiterno y truculento.

 

Sobre el lenguaje de hoy, de Ramón Carnicer, Editorial Prensa Española, Madrid, 1969. Págs. 175-179.