El imperativo
Ramón Carnicer

 

A todos nos constan las reducidas posibilidades de nuestro imperativo. Primero, porque en rigor no posee más que dos formas, las que corresponden a los pronombres “tú” y “vosotros” (“calla”, “callad”); luego, porque no siempre es grato mandar, ni ser mandado. Claro que la denominación de este modo verbal (relativa a “imperar”) no abarca todas sus funciones, puesto que podemos utilizarlo para el ruego o la invitación, valores que vendrían dados por la entonación, por el ademán o por los componentes del contexto en que se incluya. Por otra parte, podemos prescindir del imperativo y remplazarlo por esta o aquella fórmula de un vasto repertorio de expresiones amables. Con tales expresiones es posible suavizar la orden hasta hacer que formalmente deje de serlo, transfiriendo así a la persona mandada la decisión de hacer aquello que le impone nuestra autoridad o derecho y su dependencia u obligación. Intervienen en estos matices los tiempos verbales con que manifestamos nuestra voluntad: “Quisiera (o “querría”) un café”, omitiendo la condición que completaría la frase (“si usted pudiera traérmelo”); o bien: “Quería un café”, formulando nuestro deseo como cosa pretérita, lo cual, dentro de las sutilezas de lo cortés, podría eximir al camarero de la molestia de servirnos. Otras veces interrogamos: “¿Tendría usted la bondad de…?”, “¿Quiere usted…?”.

Pero estamos alejándonos de nuestro propósito inicial, que era el de subrayar la limitación de formas de nuestro imperativo. En efecto, si utilizamos el tratamiento de “usted”, habremos de acudir al presente de subjuntivo (“calle usted”, “callen ustedes”). Lo mismo haremos si nos incluimos entre las personas a quienes exhortamos (“callemos”). Y si nuestro mandato es indirecto, es decir, si va dirigido a personas ausentes, también nos valdremos del subjuntivo (“calle él”, “callen ellos”). Si el mandato es negativo, si ordenamos que no se haga algo, el imperativo se queda sin las dos formas al principio señaladas, y en lugar de “no calla” y “no callad”, acudiremos una vez más al presente de subjuntivo (“no calles”, “no calléis”). Esto no fue tenido en cuenta por los servicios municipales de Barcelona al rotular las primeras papeleras públicas, donde podía leerse: “No tirad papeles al suelo”. No es de creer que el concejal que dictó la orden fuera de tal manera amante del pasado que pretendiera emular al rey don Alfonso X el Sabio, a su sobrino el infante don Juan Manuel y a otros varones medievales, que usaron en ocasiones este imperativo negativo.

Lo que más importa señalar en el imperativo de nuestros días es la pérdida casi absoluta de la forma en -d, la más genuina e inconfundible. Nos referimos al lenguaje hablado, no al escrito, aunque dentro de éste vaya cediendo anchas parcelas. En lugar de “callad”, se dice muy a menudo “callar”. (Las papeleras municipales rezan ahora “No tirar…”) ¿Por qué? Las explicaciones son muchas. Una de ellas es la de considerar este infinitivo como el único elemento expresado de una oración en que se manifiesta la voluntad del que manda, ruega o invita (“¡Ahora mismo os vais a callar!”, “Os ordeno callar”, “Tenéis que entrar”, “Podéis entrar”). La forma del primero de estos ejemplos, con la preposición “a”, puede dar lugar a esta otra, sobremanera enérgica: “¡A callar!”, que a diferencia del simple infinitivo (que normalmente supone varias personas llamadas a ejecutar algo), puede dirigirse a uno o a varios oyentes. Esta explicación del infinitivo como imperativo suele apoyarse en antecedentes registrados en el latín y otras lenguas. Otra razón es que en órdenes o ruegos de carácter general, no dirigidos a nadie en concreto, parece más propia la forma abstracta del infinitivo (“Llamar”), en vez de “Llamad” o “Llamen”, que presuponen tratamiento de “tú” o de “usted”. (Aquí, y a manera de inciso, no tenemos más remedio que recordar la licencia de unos señores a quienes no teníamos el gusto de conocer y que hace poco, al presentarse como candidatos a procuradores por el tercio familiar, nos gritaban desde sus pasquines, con un confianzudo imperativo: “¡Vota a Fulano!”, tal vez para dar más impresión de familiaridad, o acaso porque a las divinidades -en este caso los electores- se las trata también de “tú”.)

Tampoco han de estimarse ajenos a la decadencia de la forma en -d el cariz engolado que ofrece a estas alturas y su asociación al desaparecido tratamiento de “vos”. Nuestro teatro -el barroco y el romántico- está lleno de hombres armados que cruzan la escena gritando: “¡Escuchad, bellacos!”, y de rendidos galanes que arrastrando el sombrero invitan: “Decid, señora”. En la lírica antigua también abunda este imperativo; baste recordar el famoso madrigal del ejemplo: “ya que así me miráis, miradme al menos”.

Uno, que no es un hippie del lenguaje, sino que más bien tira a conservador, no ha utilizado en su vida, en forma hablada, el imperativo en -d, ni se propone utilizarlo. Prefiere acudir a alguna de las fórmulas enumeradas o a otras parecidas, y hasta al infinitivo. Por escrito, y en diálogos incluidos en sus relatos, ha usado alguna vez la forma en -d, pero siempre le ha producido cierta incomodidad y ha cavilado en el gesto socarrón con que habría de leerla algún amigo; Álvaro Ruibal, por ejemplo.

 

Sobre el lenguaje de hoy, de Ramón Carnicer, Editorial Prensa Española, Madrid, 1969. Págs. 211-214.