REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS




El pequeño corredor y otros cuentos, de José Cervera Tomás (Prólogo de Mariano Baquero Goyanes)

 

 

PRÓLOGO

 

Frente a los cuentos de José Cervera -caracterizados por una trágica insistencia en el tema de los caminos, que la ilusión recorre a contrapelo de la realidad- pienso que su autor ha sabido llegar a este género literario por el mejor de los caminos: el de la sinceridad.

 

Esa sinceridad pude percibirla desde el primer momento en que José Cervera me habló de unas proyectadas narraciones, cuyos argumentos me expuso.

 

Es muy posible que el verdadero cuento sea aquél que resiste la prueba de su reducción argumental, al sernos narrado oralmente. Tal vez ésta sea una fórmula simplista, una rudimentaria piedra de toque con la que medir la pureza, la autenticidad de un género literario. Pero, de una forma u otra, sirva o no el procedimiento como clave o medida, sí puedo decir que, en su reducida versión oral, me interesaron los temas narrativos de Cervera.

 

El lector podrá percibir, desde la primera página de este libro, como si los cuentos de Cervera pudieron interesarme cuando el autor me resumió algunos argumentos, fue porque en ellos no hay nada superfluo, porque no conllevan ninguna carga ornamental, porque son, esencialmente, argumento.

 

Quizás algún lector eche de menos el color de un paisaje, la sonoridad de algún artificio estilístico, un más rico atuendo verbal, una mayor belleza formal, literaria. Los de Cervera son cuentos muy desnudos, muy escuetos, cargados de la única, estricta emoción de sus temas, narrados con la máxima economía de medios, con la vista y el pulso atentos solamente al desarrollo del suceso.

 

A Cervera se le presenta un tema de cuento y, en seguida, lo apresa sobre el papel, sin respiro apenas para la elaboración, con el impulso que da el sentir, entre los dedos de la creación literaria, la que puede ser cálida caricia, quemadura, o fría crispación del motivo argumental.

 

La sinceridad narrativa de este escritor viene dada por el hecho de narrar desde dentro, a veces desde lo autobiográfico, siempre desde la emoción, desde una personalísima manera que si, en ocasiones, acusa resonancias literarias -Saroyan, Kafka- no es por mimetismo o concesión a la moda, sino porque esas resonancias están plenamente incorporadas al vivir y sentir del autor.

 

Estos cuentos aparecen agrupados en dos partes. Cada una de ellas, y las dos conjuntadas en el libro, revelan dentro de la variedad de los temas, una gran capacidad psicológica, estilística, emocional. Cervera busca siempre evadirse de la realidad, intentándolo, a veces, con el salto a un mundo infantil repleto de sueños, de invenciones y, también, de amargos descubrimientos.

 

El lector podrá observar cómo, en los cuentos de niños que integran la primera parte del libro, José Cervera maneja, una y otra vez, un eficacísimo resorte emotivo: el contraste entre el mundo de ficciones, que el niño es capaz de crear, y la realidad de su entorno vital. No siempre ese mundo de la ficción es más bueno y bello que el de la realidad. Si en El pequeño corredor y El niño que quiso ser hombre puede ocurrir eso, en La injusticia de un caballo y El camino de los otros, el mundo real y cotidiano, que rodea al niño, resulta tranquilizador y grato, en contraste con lo que ocurre o podría ocurrir en el mundo de la invención y el sueño.

 

En El hombre del saco, realidad e ilusión aparecen proyectadas sobre la crédula inocencia y los terrores de un vivir infantil. Esos terrores se acentúan dramáticamente en El silencio del enfermo, cuando la presencia de la muerte gravita sobre el recuerdo de un niño.

 

Rasgo común de todos estos cuentos es el aparecer en ellos el tema de la infancia tratado sin énfasis, sin sentimentales acordes que subrayen la nostalgia, la belleza de una edad perdida. No, Cervera no mueve a sus niños ni en los paraísos de la inocencia de que pudo gustar una literatura romántica, ni en el acre realismo de finales del XIX. Ni ángeles ni golfillos, los niños de estos cuentos discurren, por ellos, libres de complejos y de mixtificaciones, apoyados en una muy concreta geografía y, por tanto, en una muy concreta manera de ser.

 

La segunda parte del libro agrupa varios relatos en los que sueño y realidad continúan alternando o mezclándose. El veterano y Una tarde como otra cualquiera pertenecen a la vertiente calificable de realista. En el primer cuento, el tan hispánico tema del enfrentamiento de campo y ciudad aparecen enfocado desde la nostalgia del campesino que vive en la ciudad como soldado, y que, al socorrer al caído caballo de un carro, recuerda toda su limpia existencia labriega de antes. Hay una gran emoción en esas páginas que, quizá por el tema, me recuerdan las de La trampa, uno de los más bellos cuentos de Clarín.

 

Una tarde como otra cualquiera tiene un cierto tono a lo Saroyan, por el amable desenfado, el buen humor y la alegre vitalidad con que todo está dicho.

 

Por el contrario, los restantes cuentos se caracterizan por la repetida nota trágica, que, a veces, alcanza la intensidad de Unos ojos sobre el mar, probablemente uno de los más profundos e importantes relatos aquí recogidos. En él, como en El Flauta, Cervera, tan sobrio en el manejo de elementos descriptivos, ha sabido resolver unos motivos, angustiadamente existenciales, en estampas de trágica plasticidad. Estos dos cuentos -y El velatorio, también- están henchidos de sugerencias visuales. Son pura visualidad, y en ella radica su alucinante dramatismo.

 

Los elementos oníricos, surrealistas, aparecen tratados por Cervera con su característica sobriedad, sin truculencias ni desorbitaciones. En ningún caso tales elementos son un postizo pegado al tema, sino que emanan de él, son el mismo tema.

 

En El jardín de los sueños y El velatorio, sueño y realidad aparecen diferenciados y es, precisamente, la fuerza del contraste diferenciador la que, en los dos casos, permite la dramática cristalización final. En El anarquista, El Flauta y El hombre del cuello torcido, el sueño, lo onírico parece confundirse con la realidad, se hace símbolo trágico.

 

Confío en que el lector percibirá la fuerte trabazón temática, la unidad de intención, existentes tras la variedad argumental de los cuentos de José Cervera.

 

Sólo en la capacidad para lo trágico -presente, más o menos subterránea, en la mejor literatura levantina- y en la densa nota plástica de algún relato, cabría buscar el levantinismo de este escritor de prosa tan carente de color y de orquestación barroca. El que José Cervera haya prescindido de tales elementos, el que haya centrado toda su atención y su sensibilidad en la nota intensamente humana de sus narraciones, dice bastante en cuanto a su intuición y comprensión de lo que el cuento es, de lo que debe ser siempre.

  

MARIANO BAQUERO GOYANES

Murcia, 1954

 

 

JOSÉ CERVERA TOMÁS

 

 

José Cervera Tomás vino al mundo en la pequeña localidad alicantina, lindante casi con Valencia, de Els Poblets. Cercano al mar y al monte, la sensualidad levantina preside buena parte de su vida y de su obra. Su actividad literaria fue bastante fecunda en los años cuarenta y cincuenta, época en que llegó a ser director del Colegio Mayor Belluga de la Universidad de Murcia, en cuya Facultad de Filosofía llegó a impartir asignaturas de Estética medieval y preparó una tesis doctoral sobre la Estética de San Buenaventura, que no llegó a culminar.

José Cervera había nacido en el año 1921, el 16 de Diciembre. Los años en que profesó como docente estuvieron marcados por signos de rigor y austeridad intelectual, además de un inmovilismo jerárquico que, si bien ha sido signo consustancial a la propia institución universitaria, tuvo en los años que a él le tocó vivir su más insidioso carácter de "mandarinazgo", como acertadamente plasmó el murciano Miguel Espinosa en su novela más conocida. Mediados los cincuenta, abandona la Universidad, contrae matrimonio con Fuensanta Salinas, no(ta)blemente instruida en los saberes filosóficos, e inicia una nueva etapa humana y profesional, que le lleva a obtener una cátedra de Instituto en Filosofía y una larga carrera docente en centros de secundaria de Albacete, Jaén y Murcia. En el I.N.B. Floridablanca de Murcia fue director durante cuatro años consecutivos, y frisando la setentena jubiló de sus tareas académicas. Durante los años de estudio universitario dio en escribir cuentos, de inspiración biográfica y localización mediterránea, en que los reinos de la imaginación construyen mundos no siempre más felices que los que la realidad objetiva nos brinda. Un sabio escepticismo y una lírica tolerancia ante la humanidad y, en concreto, la infancia y sus mundos posibles, son las notas dominantes de sus relatos. En 1956 publicó su, hasta el momento, única compilación: "El pequeño corredor y otros cuentos", con prólogo de Mariano Baquero, y una curiosa ilustración a plumilla de Manuel Muñoz Barberán.


 

EL PEQUEÑO CORREDOR

 

 

 

- Déjale ya, que se entretenga y arregle la bicicleta -le dijo la madre al padre.

 

- Pero si no tiene más que limpiarle el polvo y arreglar un pinchazo, que en cinco minutos lo arreglo yo- contestó el padre.

 

El muchacho tenía una ilusión enorme en que le dejaran la bicicleta. La verdad era que la bicicleta estaba hecha un trasto. La compraron de segunda mano, se pasaba de vieja, pero ¡qué más daba! Al fin conseguía lo que durante días estaba intentando: arreglar la bicicleta. La desmontó. Con gasolina limpió las ruedas, el cuadro. Le pasó un trapo por todas partes. Le quitó con grandes precauciones la rueda, y se dispuso a arreglar un pequeño pinchazo, que debía tener el neumático, y que era obstáculo para que se pudieran hacer largas distancias.

 

Pidió a su madre un lebrillo con agua, y colocó el neumático dentro para ver de donde salían las burbujas y localizar el pinchazo. En aquel momento, la radio estaba retransmitiendo la emisión de deportes.

 

- “A la noche, les daremos noticias del resultado de esta formidable etapa que se corre hoy, una de las más pesadas de la vuelta a Francia. Ya saben Vds. que los corredores tienen que subir el Galibier, en donde el año pasado el campeonísimo Coppi conquistó definitivamente los títulos de rey de la montaña y el de la vuelta. Es la etapa clave donde el “tour” se decide. Esta mañana han tomado la salida los corredores...”

 

El muchacho observó cómo se transformaba su bicicleta. ¡Pero si era una bicicleta estupenda la que tenía delante! Una bicicleta, además, de carrera, con cambio de marcha y todo. No pudo resistir la tentación y subió. Empezó a pedalear. Apenas sí llegaba a los pedales. Pedaleó cada vez más fuerte hasta encontrarse en una carretera magnífica, bordeada de frondosos árboles, que le era totalmente desconocida. Al cabo de un rato divisaba un pelotón de corredores delante de él. Siguió pedaleando fuerte. Les alcanzó. En el pelotón iba el luxemburgués Van Steenbergen, el español Gelabert y otros ases. Pedaleó con furia, y pronto les fue dejando atrás. A lo lejos se iniciaba una subida espeluznante, como nunca se hubiera imaginado. Parecía difícil subirla; pero la subiría, ¡vaya si la subiría! Y, efectivamente, al poco rato, divisaba, a menos de cincuenta metros delante de él, al pelotón de cabeza, del que empezaba a despegarse Hugo Koblet. No necesitó muchos esfuerzos para pasar al pelotón y dejar atrás a hombres como Robic, Bartali, etc. Y pocos segundos después estaba codo a codo con el suizo. La gente gritaba:

 

- “¡Vive le petit espagnole!”

 

Aquello le daba ánimos, y en un sprint fantástico, le sacó dos cuartos de máquina a Koblet y coronó el Galibier el primero. Unos españoles, apostados allí, le gritaban:

 

- Es un nuevo Trueba. ¡Viva el pequeño! ¡Es mejor que Bernardo Ruiz!

 

Conque eso era el Galibier. Él siempre creyó que sería mucho más difícil y, ahora, la meta no estaba lejos. Recordaba que quedaban pocos kilómetros, y recordaba también que las bajadas son peligrosas; pero que en ellas se tenía que sostener la ventaja, si se quería ganar la etapa. Apretó y, con una pendiente inclinadísima, la bicicleta tomó una velocidad de vértigo. Ya no se divisaba el perseguidor más inmediato. En la curva que comenzaba a recorrer no quiso frenar, y, al doblar, no pudo hacer nada por salvar su vida. Se le venía ya encima un camión enorme, que subía renqueando. No pudo sortearlo y no sintió más que un impacto seco, un fuerte golpe y el ruido del camión que le trituraba la bicicleta y a él mismo.

 

- Pero ¡Miguelín!, ¿qué te ha pasado, cariño? -le decía su madre, asustada al oír aquel estampido seco.

 

- ¿Qué le tiene que pasar?  -gritó el padre indignado, al mismo tiempo que le daba a Miguelín un cachete- Que ha empezado a darle viento al neumático y no se ha dado cuenta de que estaba fuera de la cubierta. ¿No ves que tenía que explotar, so tonto?

 

Allí en el suelo, con todo el pesimismo del desventurado, estaba el pequeño corredor, víctima de la mala suerte. Y le iban pasando, y dejándole atrás, Koblet, Lauredi, Gelabert; todos, hasta el último, hasta el farolillo rojo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


EL NIÑO QUE QUISO SER HOMBRE

 

 

Si hubiera estado jugando con los amigos de la pandilla de la cual era capitán, tal vez no se hubiera dado cuenta de nada. Pero la vida es así y, en vez de estar jugando a policías y a ladrones, su padre le había dicho si se iba con él a pescar al puerto, aprovechando que estaba de servicio, hasta el anochecer, en la escollera, allí donde el mar se hace tan profundo que si se tira una piedrecita se pierde de vista antes de tocar fondo; allí donde hay muchos peces y se puede pescar mucho. Sin embargo, por encima de estas razones estaba una fundamental: admiraba a su padre. Su padre le infundía un respeto profundo y su deseo más recóndito, la gran ilusión de su vida, era llegar a ser un hombre como él. Su padre era mucho más capitán que él, cien veces más, mil veces, toda la bola del mundo de veces más capitán que él. Su padre decía con voz grave “a las diez, a cenar”, y todo el mundo, sin rechistar, se sentaba a la mesa a las diez en punto: su madre, su hermano mayor, a pesar de llevar pantalones largos, y, claro está, él, que era el benjamín de la familia.

 

Sí, admiraba a su padre. Su hermano mayor hizo un día no se acordaba qué cosa y su padre le pegó, y él vio cómo, aun llorando, iba a pedirle perdón. Admiraba a su padre con la pistola al lado y su uniforme, que le sentaba tan bien vigilando el puerto; todo estaba entonces tan seguro que no podía admitir la posibilidad de que fueran a robar. Todo el orbe parecía depender de los pasos mesurados del padre yendo y viniendo de un lado al otro. Su padre era, además, un ser poderoso;  le había oído decir a su madre que traía todo el dinero a casa. Ganaba todo el dinero que quería.

 

El muchacho iba poniendo toda la gama de virtudes heroicas a su padre, y, por eso, cuando le dijo si quería ir a pescar a la escollera, allí donde no se ve el fondo, pues un día tiró una piedra y vio cómo zigzagueando se perdía, en donde viera tantos peces grandes, dijo que sí con toda su alma y se dispuso a hacer los preparativos de la pesca.

 

Y ahora estaba allí precisamente, sentadito, con la caña en la mano, sin moverse, sintiendo la mirada de su padre detrás de su nuca. Oyó sus pasos.

 

- Hijo, ya no debes de tener nada en el anzuelo.

 

Y no tenía nada en el anzuelo. Los peces se habían comido la lombriz. Su padre lo sabía todo. Oyó cómo le explicaba el modo de colocar el cebo, de tirarlo al mar. “¿Ves...? Esto se hace así y de esta manera, y de la otra; se hace esto y aquello”. El niño asentía y se iluminó su cara al ver cómo su padre sacaba un pececillo reluciente, de escamas plateadas, que se debatía furiosamente por soltarse.

 

- ¡Ah, ja, ja!, no te escaparás, pececillo.

 

¡Cómo le gustaría ser hombre como su padre!

 

Al fin se quedó solo. Su padre le volvió a dejar la caña y se quedó un segundo a su lado.

 

Siguió pescando mientras su padre se iba a vigilar por los alrededores. Tenía que cuidar de todo aquello. Luego, allí, desde la garita, volvió a presentir su mirada taladrándole, escudriñando todo su ser, y se sentía nervioso por coger un pez. Después de lo que le había enseñado su padre, ¿no cogería un pez?

 

Poco a poco fue perdiendo la noción del tiempo, hasta que un tirón de la caña le hizo volver a la realidad. Tiró de la caña y se dio cuenta de que llevaba prendido un pez. Dio un cuchillo de triunfo y, con grandes apuros, pudo sacar del agua una dorada bastante grande. La cogió y, sin soltarla del anzuelo, se fue corriendo a su padre y empezó a tirarle de la manga.

 

- Papá, mira, papá, un pez grande.

 

- Déjame, hijo, vete por ahí un momento.

 

Entonces se dio cuenta de que su padre estaba con otro hombre. Éste estaba hablando con tono muy fuerte, como si estuviera encolerizado, a su padre: le chillaba casi. Iba también de uniforme, pero no llevaba pistola.

 

- Yo sólo sé decirle que estoy descontento de Vd. No hace Vd. nada bien hecho. Hay que funcionar mejor. Ya lo sabe, como vuelva a tener otra queja, no respondo de lo que le pueda ocurrir.

 

- A sus órdenes, mi capitán -oyó el niño que decía su papá.

 

El muchacho no salía de su asombro; pero ¡si el capitán era su padre! Si el otro no llevaba pistola.

 

- Papá, ¿tú no eres el capitán?

 

- Déjame, hijo, vete a pescar.

 

El niño veía a su padre encendido, casi con lágrimas en los ojos y un abatimiento general que le hacía temblar las manos.

 

- Papá, oye, papá, ¿tú no eres el capitán?

 

- No hijo, el capitán era ése.

 

- Pero, papá, ése no llevaba pistola.

 

- No la necesita, hijo, por eso es el capitán.

 

- Papá, ¿por qué no le has pegado un tiro?

 

- Pequeño, mira, cuando seas hombre te darás cuenta de estas cosas.

 

- ¿De qué me daré cuenta, papá?

 

- De todo. Cada uno es capitán de un pequeño número de personas y muchas veces capitán de nada. Por encima de ese hombre mandan otros que le pueden reñir como él a mí. Yo tengo una pistola, pero no le puedo pegar un tiro, porque entonces no podría hacer de ti un hombre. Aunque se lleve una pistola, casi nunca se puede pegar un tiro a nadie. Yo quiero que tú seas un hombre, ¿me entiendes?, que estudies y que no te haga falta nada. Si le pegase un tiro al capitán, todo se perdería. No sé si te das cuenta, hijo mío, de lo que te digo, pero yo quiero que seas un hombre el día de mañana y que no te falte nada y estar orgulloso de ti, muy orgulloso de ti. Sí... Vamos a ver si quitamos ese pez tan grande que has cogido.- Y besó en la frente al niño.

 

Pero el niño no miraba al pez ni el anzuelo, ni comprendía nada de nada. Sintió el beso de su padre y se aferró fuertemente a él, a su cuello y le besaba furiosamente en la cara y, con voz temblorosa, le decía:

 

- Yo no quiero ser hombre, papá, yo no quiero ser hombre.

 

 

 

LA INJUSTICIA DE UN CABALLO[1]

 

 

 

Una y otra vez pasaba por delante de las casetas de madera, que habían colocado provisionalmente los vendedores para poder despachar sus juguetes mejor. En día de tanta aglomeración de gente, como en víspera de Reyes, no era posible hacer otra cosa; así se evitaba un poco la congestión natural de la muchedumbre, que iba con paquetes en los brazos, con los niños de la mano, gritando y dando la impresión de que era aquél un mundo de locos.

 

Entre el gentío, indiferente a todos, había un niño, un muchachito delgado, de ojos vivos y carita despierta, sucio, con las manos en los bolsillos y una sola obsesión en su mente: un caballo que tenía delante. Entre los juguetes de la feria sólo aquel le atraía, el caballo grande, el enorme caballo de cartón que abultaba más que él y que tenía en estos momentos enfrente, en el escaparate, mirándole fijamente, como correspondiendo a sus sueños, como diciéndole:

 

- Vamos a dar un paseo juntos.

 

Le gustaban los caballos, pero aquél no sabía bien por qué, ni se hacía problema de ello, más que ninguno. Su ilusión se iba tras él. Era mayor que ningún caballo; se le podía poner un nombre y todo, y seguro que podría cabalgar sobre él como sobre un caballo verdadero. Y su imaginación iba colocando perfecciones al caballo, y en el caballo iba depositando los mejores de sus sueños.

 

Por centésima vez dio la vuelta a la feria para volver otra vez a ensimismarse en el punto de partida: el caballo. Volvió a pararse enfrente de la caseta en donde se le podía ver quieto, estático, digno, esperando una voz amiga que le gritase:

 

- ¡Hale, caballo!, y una mano capaz de acariciarle. El caballo estaba allí con esa postura inconfundible de los caballos en serio, pero al niño le parecía la actitud más gallarda y noble que caballo alguno pudiese tomar.

 

Pero, ¡oh, sorpresa!, el caballo había desaparecido. Ni rastro de él. Sus ojos asombrados no podían dar crédito a tal desventura. ¡Pero si estaba allí hacía un momento! Y le entró una gran pesadumbre. Sus ojos se le llenaban de lágrimas. Ya no le interesaba la feria para nada. Sentía un vacío grande. Se fue lentamente para su casa, con las manos en los bolsillos, la cabeza gacha, pensando qué le habría podido ocurrir al caballo, dónde se habría marchado; y la pena se le iba extendiendo por todo el cuerpo.

 

Fue al día siguiente, el día de Reyes cuando lo volvió a ver. Todos los niños se mostraban sus juguetes, sus regalos. El tema de la conversación siempre era el mismo. Si los reyes habían dejado más que el año pasado; si el rey de cada uno era mejor que el de los otros; si sus juguetes eran mejores. Y siempre terminaban igual, pegándose y dejándose los juguetes a un lado, fácilmente olvidados.

 

Allí, en la acera, junto a un grupo de niños estaba el caballo de sus ilusiones. Lo habría reconocido entre mil. Casi se atrevió a hablarle:

 

- ¡Hola, caballo!

 

Y entonces le pasó la mano con suavidad por encima del cuello. Sentía un inmenso placer. Estaba emocionado. Aquél era un acto trascendental en su vida. Cogió el caballo de las riendas y tiró lentamente de él. Empezó a andar con el caballo detrás, tirado por su mano. El ruido del caballo en la calle le sonó raro. Se iba emocionando cada vez más y el mismo ruido le iba embriagando. Pero se dio cuenta de que el caballo hacía demasiado ruido, sus patas retumbaban demasiado y llenaban la calle. Primero era un trote fuerte, y después era un galopar furioso el que se le venía detrás, el que sentía detrás de él. El cuerpo se le llenaba de angustia y de miedo al oír el retumbar de los cascos del caballo, cada vez más cerca, más encima de él. Corría desesperadamente, como un loco, sin poder despegarse. No se atrevía a volver la cabeza hacia aquel ruido desencadenado tan de repente. El caballo le iba a matar. En su pánico no podía soltar el cordel que cada vez sujetaba con más fuerza en la mano, y el caballo le iba a aplastar de un momento a otro. Oyó un relincho furioso, de rabia, y la espuma de la boca del caballo le quemaba el cogote. Los remos del caballo le golpearon en la cabeza, y dio un fuerte grito instintivo, cayendo al suelo jadeante, casi inconsciente. El caballo, encima de él, le mordía, le pateaba furioso. Con los ojos cerrados, temblando y lleno de terror, esperaba la muerte.

 

- ¡Es un ladrón! -gritaban los niños mientras le golpeaban.

 

- Sí, señor guardia, nosotros corríamos detrás de él y le gritábamos que se parase, pero él corría cada vez más. Quería robar el caballo.

 

El guardia cogió al niño de la mano y se lo llevó al cuartelillo.

 

- No se debe robar, ¿sabes...? Eso no está bien. Lo hacen los niños malos -le iba diciendo por el camino.

 

El niño iba apretando, cada vez con más fuerza, la mano del guardia.

 

Oía sus palabras como un mensaje de cariño, de amor, de paz. Le apretaba la mano y se apretaba hacia él, impidiéndole casi andar. Y sentía como un brotar, como un nacer en su alma pequeñita de niño, un agradecimiento enorme, infinito, al guardia que le había librado del caballo. A su lado estaba seguro de que el caballo no se atrevería a hacerle nada.

 


EL CAMINO DE LOS OTROS

 

  

- ¡Vete de mi presencia! ¡Que no te vuelva a ver delante de mí! ¡Me vas a matar a disgustos! ¡Eres un niño malo!

 

Yo oía las palabras de mi madre, estupefacto, sin comprender bien la causa. ¿Por qué mi madre, que me quería tanto, estaba tan indignada contra mí?

 

- ¿No te da vergüenza haber destrozado el melonar del tío Paco? ¡Vaya bochorno el que he tenido que pasar por tu culpa!

 

Yo sabía que mi madre tenía el orgullo de que dijeran de sus hijos que estaban bien educados, y de que no se llevase ninguna queja de nosotros; y si el tío Paco había ido a contarle algo, me imaginaba lo que sentiría mi madre. Me encolericé contra el tacaño del tío Paco, porque no sé cómo fue a contarle algo a mi madre, pues la verdad era que yo no había intervenido en el destrozo del melonar de nuestro vecino. No me cabía en la cabeza tamaño absurdo, y sentí rencor contra aquel hombre y deseé haber intervenido de verdad. Eso sí, yo había estado mirando cómo lo hacían mis compañeros, pero yo no había tocado un melón. Nadie podía ver al tío Paco, que era un hombre malo, lo mismo que él no podía ver a nadie; me alegré de que le destrozasen los melones. También él había tirado piedras, que si le llegan a pegar a uno, le descalabran.

 

- Mamá, yo...

 

- Cállate, vete de mi presencia, no te quiero ver delante de mí.

 

Me quedé anonadado. ¿Ya no me quería mi madre? ¿Es posible que quisiera que me marchase?

 

- Bueno, mamá, si no me quieres, me marcharé de casa -dije sollozando y en mala hora.

 

- Vete y desaparece de mi vista -me apostrofó.

 

¿Por qué diría yo nada? ¿Es que ya no había ninguna posibilidad de arreglo? No, algo se rebelaba en mi alma y me impedía hablar. No me dolían los azotes, ni me dolía, como al principio, la tristeza de mi madre. Era una injusticia lo que hacía mi madre conmigo; pero, sobre todo, había una cosa fundamental: yo ya no pintaba nada allí.

 

Mi madre no me quería, bien claro me lo acababa de decir. No tenía más remedio que abandonar la casa. Pero, ¡cuánto me dolía! ¿No pasaría algo que impidiese  aquella catástrofe? Miré a mi madre, pero no, no había solución; su mirada era severa, dura, ella que siempre me miraba con tanto cariño. Pensé que tendría que ir por mis cosas, pero inmediatamente me di cuenta que nada tenía ya importancia. Sería mejor marcharme sin nada.

 

Di unos pasos hacia la playa. Nosotros vivíamos en el cuartel de carabineros, muy cerquita de la playa. Como ya no era época de veranear, estaba desierta, y sólo nosotros, con nuestros juegos, dábamos vida a aquel descampado; nosotros y nuestros padres, que vigilaban la playa y el mar todas las noches. Di unos pasos y pensé que había ido demasiado lejos. Pero no cabía ya volver atrás.

 

- ¿Qué haces ahí quieto, atontado? -dijo mi madre.

 

Su voz me llegó por la espalda y me hizo mucho daño. Empecé a llorar. Esperaba una palabra de cariño, pero sólo oía que decía que guardara las lágrimas para cuando ella muriera. No me quería nadie en el mundo. Pensándolo bien, nunca me habían querido. Hacía unos meses me habían pegado por una insignificancia, sólo porque me había bebido un bote de leche sin que me diera cuenta, y otras veces, también, me habían pegado. Si no me querían, era necesario que me marchara por el mundo, allí estaba estorbando. Mi alma se iba anegando de amargura y las lágrimas corrían por mis mejillas como ríos, mientras iba caminando sin sentido, sin saber hacia dónde iba. Ni yo mismo me quería plantear la pregunta de dónde encaminar mis pasos. Hasta Denia quedaban tres kilómetros de playa, y seguro que se me hacía de noche, porque ya el sol se estaba ocultando. Me daba miedo la oscuridad, y los chalets estaban vacíos en otoño. No obstante, tendría que coger ese camino. No me cabía otra alternativa.

 

La tarde debía estar maravillosa. El sol se estaba ocultando y el cielo solía tomar, en estos momentos, un color rojizo, acaramelado. Las nubes se teñían de colores vivos y semejaban toda clase de animales cambiando rápidamente de forma y de color. Todos los atardeceres me entretenía en averiguar a qué se parecían esas formas, pero esta tarde estaba mi pensamiento ausente de todo esto. No veía nada, iba con mi tristeza en el alma, cuando tropecé en la playa con mis compañeros. Alguno de ellos, causantes del destrozo, estaban tranquilamente jugando como si nada. Me enfurecí, porque, a ellos, que tenían que haberles pegado, no les habían dicho nada, y yo, que era inocente, había sufrido todo el castigo. En el fondo, lo que pasaba era que tenían unos padres más buenos que los míos, que les querían a ellos más que a mí, y, por eso, ellos estaban jugando felizmente y dentro de unos momentos irían a sus casas y sus madres les besarían y les darían de cenar, mientras yo, tal vez, me perdería en la oscuridad.

 

- ¿No quieres jugar con nosotros? -me dijeron- Estamos haciendo un engañabobos.

 

Encontraba absurdo que estuvieran haciendo un engañabobos; además de que eso estaba mal, porque se podía caer alguien y romperse una pierna, nuestros padres siempre nos decían que no hiciéramos hoyos para que se cayera la gente.

 

- ¡Bah! -dije.

 

Me quedé un momento mirándoles, y me entraron ganas de jugar. Ya tenían un hoyo bastante profundo, y aunque se esforzaban, no lo podían profundizar más porque se llenaba de agua y derrumbaba las paredes de arena. Si no sacaban el agua con un bote, ¿cómo iban a poder hacer el hoyo más hondo?

 

Estaba distraído mirando el juego, cuando oí un silbido inconfundible que me estremeció. Lo hubiera reconocido entre un millón. Era la señal con que mi padre me llamaba; llenaba todo el radio de acción de nuestras correrías, y nunca me hubiera atrevido a salirme de sus alcances.

 

Mi primera reacción al oír la llamada fue echar a correr hacia mi casa, pero me quedé parado, porque recordé que me habían expulsado. No acababa de comprender por qué me había llamado mi padre. Estaba indeciso sin saber qué camino tomar. Di unos pasos hacia Denia, y me volví a parar. Oí un segundo silbido de mi padre, y estaba cada vez más cerca.

 

Y no oí más silbidos. Cuando me volví, ya estaba mi padre encima de mí con cara de mal genio. Me asusté y bajé los ojos. Me pegó un par de cachetes fuertes, que me hicieron avanzar un par de metros, al mismo tiempo que me decía:

 

- ¿Es que te has vuelto sordo? Te he dicho mil veces que cuando te llame acudas en seguida. Vaya un mono, ¿es que eres el amo de casa? Ya te daré yo a ti. Te gusta mucho jugar y nunca te veo con el Catón en la mano.

 

Parecía indignado, y yo quería decirle que no quería ser el amo, que me conformaba con que me admitieran como un miembro.

 

- Papá -le dije- yo no creía que me llamabas, ¿sabes? Yo creí que ya no me queríais...

 

Mi padre no me dejaba hablar. Me empujaba dándome cachetes.

 

- Venga, deprisa que tengo que marcharme a la playa, y no digas bobadas. Si crees que me vas a camelar con tus tonterías, estás apañado.

 

 

EL HOMBRE DEL SACO

 

 

 

Yo le veía, a pesar de que hacía lo posible por evitarlo, todos los días. Los chicos decían que no sabía hablar. Sólo unas cuantas palabras se le habían oído decir a aquel hombre: vino y otras palabrotas, que no puedo reproducir aquí, cuando los muchachos le perseguían. Era un hombre alto. Parece que aún le estoy viendo. Me parecía más bajo, porque el tiempo le había encorvado bastante; llevaba una barba espesísima y larga en una cara terrosa, y, sobre todo, tenía unos ojos que infundían miedo de tanto que se clavaban en uno. Yo me acuerdo que alguna vez los niños le seguían y le tiraban cosas, chillándole y gritándole borracho y otras palabras, que mi madre me había prohibido decir. Yo nunca intervine en estas chiquilladas, sobre todo porque me daba miedo aquel hombre y prefería no verle. Era, para mí, el prototipo devorador de niños; quiero decir que le creía capaz de todo. Yo me preguntaba, a veces, ¿de qué se alimentará?, ¿de vino sólo?

 

Venía pensando una mañana todo esto, montado en mi bicicleta camino de la escuela. No tendría yo más de ocho años, y, como no llegaba al sillín, montaba por dentro del cuadro. Yo hacía todos los días el trayecto del cuartel de carabineros, en la playa en donde vivíamos, al pueblo, a la escuela. A la ida a Vergel me lo encontraba casi siempre en el mismo sitio, a la salida del pueblo, allí donde la carretera deja el adoquín para adoptar el asfalto y se plantaron los árboles, entonces pequeños y que hoy son corpulentos, y dan sombra a las parejas que van a pasear.

 

Iba camino de la escuela cuando, como siempre, me encontré al viejo que venía con la botella en la mano; pero en la otra llevaba, a diferencia de otros días, un gran bulto tapado con un saco. Al verle, pedaleé lo más fuerte que pude, y observé, como tantas veces, con el rabillo del ojo, que aquel hombre me miraba intensamente. Yo estaba intrigado. ¿Por qué me miraba siempre, tan fijamente, como si me quisiera comer? Y siempre me miraba igual.

 

Dejé la bicicleta en casa de mi tía, cogí el almuerzo y me marché a la escuela, en donde pronto me olvidé de todo entre la clase y los juegos. Estábamos en clase, cuando entró la tía María, la madre de Paquito, nuestro compañero. Entró y preguntó al maestro por su hijo.

 

El maestro dijo que aquella mañana no había ido a la escuela.

 

- Pues no ha aparecido por casa -dijo la madre de Paquito, que se marchó inquieta en busca de su hijo.

 

La clase se revolucionó un poco. Todo el mundo le preguntaba al maestro qué se habría hecho de Paquito, qué le habría podido ocurrir. El maestro nos dijo que seguramente estaba cogiendo nidos, y que eso le valdría una buena paliza. Nos impuso después silencio,  y todo el mundo se olvidó del incidente. Sólo yo no había abierto los labios: me remordía la conciencia.

 

Yo sabía dónde estaba Paquito y, tal vez, si hablase, le podría salvar aún. Pero, ¿y si después era yo la víctima, porque no me gustaba la manera que tenía de mirarme? No, no me atrevía a decir nada. ¡Qué mal rato pasé! Pensar que la pobre madre estaba loca buscando a su hijo, y que yo sabía... No, no quería ni pensarlo. No dije nada.

 

Aquel día, me acordaré toda la vida, era sábado y sólo teníamos medio día de escuela. Mi tía me dijo que me quedara a comer, pero yo sabía que mi madre me aguardaba para la comida y no podía faltar. Monté en la bicicleta y me dirigí hacia mi casa. Cuando, ya en la carretera, llegué cerca de los cipreses, antes del paso a nivel, presentí que aquel hombre estaba allí, tumbado en la sombra, cerca de la cuneta. Mi corazón comenzó a latir como un tambor. Pedaleé con furia, pero la bicicleta se atascó, le dio por no avanzar, y, cuando me dí cuenta, estaba en el suelo, caído, con la bicicleta encima de mí.

 

El viejo vino corriendo, mis dientes castañeaban. Creo que empecé a rezar. Levantó la bicicleta, y, luego, me levantó a mí.

 

- Eso no es nada, pequeño -dijo- no te has hecho nada, se te ha salido la cadena de la bicicleta. En un momento te la pongo.

 

Yo estaba tan asustado que no me daba cuenta de nada. Ni siquiera me fijé que tenía la bicicleta arreglada y que, sonriéndome, me decía:

 

- Te has asustado, ¿verdad?  No ha sido nada. Tú eres un buen chico, un chico valiente -y me dio una palmadita en la mejilla.

 

Salí disparado, sin decir ni pío, y, hasta que estuve lejos, no dejé de temblar. Me había salvado mi silencio en la escuela. El viejo estaba agradecido de que me hubiera callado. Respiré, había salvado mi vida. Pero, al momento, me volvía a remorder la conciencia, ¿y la madre del pobre Paquito?

 

 

UNOS OJOS SOBRE EL MAR

 

 

 

Presintió que era tarde para volverse atrás, aunque sabía que lo podría hacer si quisiera. Las palabras del marinero, con quien había estado charlando por la mañana, le repiqueteaban las sienes:

 

- No juegue usted con el mar. Tiene malas bromas.

 

Recordaba, en estos momentos, la barca en que el marinero pescaba en alta mar. Siempre le había atraído el mar, y la barca aquella, allí sola, rodeada de agua, balanceándose voluptuosamente, le daba la sensación de lo sublime. Cuando la barca, aprovechando el airecillo del “lebeche”, desplegó las velas, prometedoras de hogar, y enfiló hacia la orilla, fue a esperarla. Se descalzó y ayudó al marinero a ponerla sobre la arena, sobre tierra firme. Después empezó a hablarle. Aquel hombre era, tal vez, demasiado taciturno. Apenas si hablaba. Y su frente, surcada de arrugas, daba la sensación de una constante preocupación, que no pudiese echar fuera de sí. Costaba mucho esfuerzo sacarle las palabras, pero parecía que la experiencia de siglos se había  concentrado en sus ojos:

 

- No juegue Vd. con el mar -le había dicho.

 

Y después, en pocas palabras, le dijo que el mar era como la enamorada. Había que ir a ella unos momentos para acariciarla y después dejarla, para volver a sentir el placer de volverla a acariciar. Y esto presentía él que se lo estaba diciendo el marinero con una profunda ironía. “No, el mar, para entrar y salir pronto, pero no para quedarse en él”.

 

- Como se entregue al mar o pretenda dominarle, está Vd. arreglado. Acabará con Vd. Créame.

 

Y, sin embargo, a él le hubiera gustado quedarse siempre en el mar, y, para estar más a solas con él, había decidido esta aventura absurda, de la que empezaba a arrepentirse.

 

Los remos, al salir del agua rítmicamente, iban lagrimeando y entristeciendo su pensamiento. ¡Chap, chap! Desbordaban melancolía. No, no se debía jugar con el mar, no se debía jugar con nada. Sencillamente, no se debía jugar. ¡Qué pleno sentido tomaban, en estos momentos, las palabras del marinero!

 

La noche era oscurísima. Remaba pausadamente y sólo podía distinguirse un cielo, en el que los puntitos brillantes de las estrellas lo ennegrecían todo aún más. “Parece que los remos marcan el latido de mi corazón”, pensó. Dejó de remar un momento y sintió la necesidad de volverlo a hacer. “Como si me hubiera muerto.” Había tocado la soledad absoluta. Necesitaba oír el golpe de los remos y el deslizarse de la barca y el ruidillo del agua, arremolinándose detrás, y dando la sensación de un murmullo de voces somnolientas, airadas, protestando de que se les hubiera interrumpido su silencio.

 

Pero, ¿a dónde iba? La oscuridad lo envolvía todo. Empezaba a envolverle también a él. También el miedo le atenazaba. “Hace un poco de frío,  como si se me hubiera quedado el alma desnuda en la noche.” Remó más fuerte. “Imposible. No sé si me adentro o me salgo”. Empezó a considerarse perdido. Sintió un golpe quedo en el costado de la barca, que resonó extrañamente en su interior. ¡Bah, una ola que la misma barca forma! Paró de remar y se pasó la mano por la frente. Sudaba. Un pánico invencible se le colaba invisiblemente desde la noche y le penetraba haciéndole sudar. El marinero de la mañana conocía el mar. ¡Qué imbecilidad la suya, meterse en donde nadie le había llamado! “Pero, ¿de verdad nadie le había llamado?” No podía pensar. “Cuando todo el mundo descansaba tranquilamente, durmiendo en sus camas, abrigados por el calor del hogar y las mantas, a él se le había ocurrido remar hacia el mar. ¡Qué imbecilidad la suya!”

 

Sintió un nuevo golpe en el costado de la barca. Sentía ruidos misteriosos por todos los lados. Ya no remaba, y los remos sueltos parecían dos brazos desmayados, impotentes por hacer algo, muertos, al lado de la barca. No oía su corazón latir. “Estoy perdido, estoy perdido.”

 

Sus ojos se esforzaron por adentrarse en la niebla que lo envolvía, para descubrir, más allá de ella, las luces de las orillas. No veía nada. Oscuridad, una oscuridad amenazadora, y el mar junto a la oscuridad, confundiéndose con ella. No podía decir ni lo que era la oscuridad, ni lo que era el mar, ni lo que era la noche. Cogió los remos otra vez y sintió que remaba en el vacío más absoluto. Los remos ya no cogían agua, no cogían más que negror, nada.

 

Se le apareció de pronto, el mar, la oscuridad como lo otro, con las mismas características de lo que no era él mismo: desconocido, informe, poderoso. Gritó fuerte, histéricamente, y se quedó en silencio, impresionado, asustado de su propio grito. Oía ya, por todas partes, murmullos ininteligibles, risas. Sí, se reían. Todo estaba poblado de carcajadas, que llegaban hasta su barca, y se volvían a perder hacia el fondo de donde salían. Quería mirar el cielo estrellado; pero tenía la convicción de que cuando lo hiciera, de que cuando apartara su vista de lo otro, vendrían unas fuerzas poderosas y lo maniatarían, lo matarían. Estaba alerta, lleno de angustia y vigilante, con una tensión nerviosa que le endurecía los músculos y le hacía daño. “¿Cuánto tiempo podía durar aquello?” La barca se movía ya sin dueño, sin meta alguna, abandonada. Y la barca parecía aliada del mar, parecía llevarle mar adentro, segura de su poder. No podía ya remar. Tenía que estar todo su ser tenso ante el peligro. No podía tampoco emplear las manos en los remos, porque se le echarían encima las fuerzas poderosas y necesitaba las manos para defenderse.

 

Tuvo un momento de debilidad. Si suplicase, si llorase... Pero sabía que el diálogo era imposible, y no lo intentaba. Sabía que habían suplicado miles y miles de hombres, y que habían llorado, implorado misericordia, miles y miles de náufragos, y ya eran alimento de los peces en el fondo de los mares. Pero, ¿cuánto tiempo podía durar esto? Si amaneciera, si pudiera sostenerse hasta el amanecer. Pero lo otro lo dominaba todo y se sentía vencido. Tuvo un nuevo momento de desfallecimiento y la intuición de que todo estaba ya consumado.

 

Ya no latía su corazón. De pie, encima de la barca, se puso la mano en el corazón y no sintió sus latidos, ya no le latía. Se dio cuenta de que un pie le había desaparecido; después, otro. Ya no tocaba barca: la barca ya no era barca. Estaba ya sobre lo otro. Le desapareció el cuerpo. Sus ojos ya no le podían ver. Le desapareció la cabeza engullida por la oscuridad y el mar.

 

Quedaban sus ojos flotando sobre la noche. Sus ojos seguían interrogando más allá de las negruras. Los ojos seguían mirando sin poder ver nada, y parecía que ni la noche, ni el mar, ni nada, podían con ellos, porque ellos seguían abiertos, asombrados, miedosos, intentando ver... Pero no veían nada.

 

  



[1]   Apareció en 1953 en el nº 4 de la revista Monteagudo, publicación de la Cátedra “Saavedra Fajardo” (págs. 27-29).

     De igual modo, apareció en 1964 en ANTOLOGÍA DE CUENTOS CONTEMPORÁNEOS. Estudio preliminar, selección y notas de Mariano Baquero Goyanes. Editorial Labor, Barcelona (págs. 93-94).