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Revista de estudios filológicos
Nº31 Junio 2016 - ISSN 1577-6921
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POSTURAS DEL NARRADOR EN LOS DIARIOS FICCIONALES DE MARIO LEVRERO[1]

Rocío Martínez Sánchez

(Universidad de Granada)

rociomartez@gmail.com 

 

Resumen:

El objetivo primero de este trabajo consiste en definir los espacios más comúnmente visitados por el narrador autobiográfico en los diarios ficcionales de Mario Levrero. Para ello, además de un repaso por los estudios académicos más representativos referidos al autor, se desarrolla un análisis de sus obras a partir del cual se proponen algunos modelos de narración frecuentes, hallados en sus tres obras principales ¾Diario de un canalla, El discurso vacío y La novela luminosa¾, donde los discursos del yo son abordaros desde diferentes ángulos: la memoria, la contemplación y la introspección.

Palabras clave: Mario Levrero; narrador; diario ficcional; perspectivas

 

Abstract:

The main premise of this article consists in defining the more frequently visited spaces by the autobiographic narrator in the fictional journal or Mario Levrero. For that, spite of reviewing the more representative critical literature of the author, it is developed an analysis of his oeuvre which propose some narrative models detected in his three main novels ¾ Diario de un canalla, El discurso vacío y La novela luminosa¾, where the discourse of the narrative voice relates from different corners: the memory, the deliberation and the instrospection.

Keywords: Mario Levrero; fictional journal; narrator; perspectives


 

ENCUADRE

La Poética de la ficción de Mario Levrero

“El texto es preexistente a la escritura” M. L.

 

El interés por la obra de Mario Levrero va más allá de lo convencional, precisamente por la distancia que hay entre su escritura  y la convención. En repetidas ocasiones su narrativa ha sido relacionada con la de Kafka[2] por aquellos abalorios fantasiosos y aquella atmósfera teñida de absurdo de sus novelas policiales, elementos discutiblemente considerados como propios de la ciencia ficción que se observan en novelas como Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1973) y París (1970), textos estos indicadores de una búsqueda de alternativas en el uso de la palabra. Entonces, sus novelas eran recibidas por la crítica con la mirada de lo ajeno frente a otras producciones literarias coetáneas más tendenciosas.[3] Es por eso que consiguió ser incluido en el denominado grupo de los escritores raros (Rama, 1966) que contribuyó al panorama literario hispanoamericano de finales del pasado siglo con unos textos lejanos a cualquier expectativa pero cargados de identidad y de intenciones, una literatura escrita al margen del folio y con la propuesta de una realidad diferente. Sin embargo, años después, giró decididamente hacia una literatura más individualizada, esquiva ante lo público y externo, cuyo origen y punto de partida son uno mismo: el propio escritor. Fue entonces cuando aparecieron los diarios y su nueva lengua. Para comprender todo el proceso, empezaremos desde el principio.

 

Jorge Mario Varlotta Levrero es el nombre completo del autor uruguayo. Nacido en Montevideo en 1940 pasó la mayor parte de su vida en su ciudad natal y murió en la misma 64 años más tarde, de un aneurisma de aorta roto. Desempeñó, a lo largo de su vida, gran diversidad de puestos profesionales que abarcan campos que van desde la fotografía y el cine a los talleres de literatura pasando por los crucigramas y la hipnosis. Apasionado de lo contradictorio y de la telepatía de la vida, proyectaba una mirada sobre las cosas que le permitía sorprenderse con el detalle más mínimo y quedarse en él. Lo ilógico de la realidad, lo casi imperceptible pero bello por esa condición misma, era lo que a Mario Levrero le interesaba, de ahí su curiosidad y camino profesional. Si la literatura, la fotografía, la hipnosis y los crucigramas tienen algo rotundamente común es el valor por el detalle mínimo y su papel en el todo, en el conjunto. Dejan así percibir estas aficiones parte de ese carácter del autor que encuentra posibilidades de descubrimiento en cada detalle ¾en el punto mínimo¾ de la vida. Tal y como comenta Felipe Polleri:

Lo bizarro, las cosas…todo eso le encantaba, ¿no? Si había un libro de vampiros marcianos que a la vez era musical, western y porno… A él eso le fascinaba. Cuánto más trucha una película más…si se veía, no sé, que en una escena era de día y en la otra era de noche, lo fascinaba, ¿no? Todas esas cosas le encantaban, decía, esto es extraordinario. Se cagaba de risa con esas cosas. (2013: s.p.)[4]

 

De carácter humorístico, apasionado por las novelas policíacas ¾muy presentes en sus propias obras como la Colección RASTROS en La novela luminosa¾, entusiasmado y desapercibido al mismo tiempo, permaneció la mayor parte de su vida  unido a la literatura. Desde una perspectiva especialmente personal concebía la práctica literaria como un ejercicio diario; y desde otra más profesional impartía talleres de literatura a jóvenes escritores. De esta manera, Levrero ¾como afirman sus amigos más allegados¾ era incapaz de distinguir entre literatura fantástica y literatura realista.[5]

 

Esta distinción no era posible porque ambas cosas eran una sola en la concepción del escritor, como lo era también la fantasía y la realidad en su propia vida. Dice, también Polleri, “que lo que todos consideramos que es fantástico para él era la vida cotidiana. Él vivía con los fantasmas y los veía. Había apariciones y movimientos en la vida que eran tan reales como la heladera” (2013: s.p.). La suma de todas estas imágenes vivenciales que el autor recibía es el material que utilizaba para componer los textos que escribía. Así, este contacto con la literatura propició que se construyera un mito de origen como autor singular:

[…] el de un narrador dedicado por completo a construir una forma de comunicar “experiencias luminosas” o, en su defecto, esa zona de sombra que las rodea, en un esfuerzo por edificar alguna forma de autenticidad verosímil que poder transmitir a sus lectores a través de los rodeos lingüísticos inevitables que son en realidad sus obras, buscando reunir en esa operatoria los pedazos de los otros que conviven en el yo (Montoya, 2013: 2).

 

Todo lo mencionado se cristaliza en una variada obra en género y contenido. Mario Levrero escribe sin el corsé del género literario, de tal modo que la narración se aborda como ejercicio de comunicación, como práctica escrita que pocas veces tiene que ver con las convenciones literarias[6] de la novela como género, el teatro o la poesía. Y es que Levrero escribe manuales, crucigramas, o series continuadas de una misma letra en minúscula o mayúscula. Es decir: narra desde el punto mínimo o situación banal que termina convirtiéndose en anécdota literaria, hasta el punto de que nos encontramos con retratos, por ejemplo, de la acción de fregar los platos o la écfrasis de una azotea con una paloma muerta y, a partir de ahí, construye una realidad escrita que reemplaza o se asimila a la realidad que vive. Como consecuencia de esta peculiaridad de la poética de su ficción ha sido casi inevitable que la crítica literaria, como ya decía, haya intentado incluirlo repetidas veces en el grupo de escritores raros por la heterogeneidad de su dedicación literaria y el espléndido resultado de su producción que se conserva.

En un artículo publicado en Buenos Aires bajo el título Entrevista imaginaria con Mario Levrero, Mario Levrero se atrevía a formular la estructura de una entrevista en la que entrevistador y entrevistado fuesen la misma persona aunque el primero aparentase una identidad diferente. Con esta especial intención, Levrero aprovechaba para preguntarse y responderse a sí mismo cuáles son algunas de las bases que asientan su literatura, su forma de entenderla y su manera de practicarla. En definitiva: su concepto de la ficción. Esta entrevista imaginaria puede considerarse un buen resumen de la poética del autor que él mismo redactó encargándose de incluir y mostrar las contradicciones que existen entre escritor y crítico, si este es una misma persona. Allí se preguntaba: “¿qué es, para vos, la literatura?” A lo que, instantáneamente, se respondía “Es el arte que se expresa por medio de la palabra”, después intentaba indagar “¿y qué, entonces, el arte?” a lo que ¾tras varios intentos de aclaración sucesiva¾ terminaba respondiendo más contundentemente:

El intento de comunicar una experiencia espiritual […] cualquier experiencia, en la medida que pueda advertir en ella la presencia del espíritu o, si lo preferís, de mi espíritu […] El espíritu es algo viviente inefable, algo que forma parte de las dimensiones de la realidad que caen habitualmente fuera de la percepción de los sentidos y aun de los estados habituales de conciencia. (Levrero, 1992:1)

 

Es decir, Mario Levrero, desde el principio, deja claro que su manera de entender la literatura no puede desligarse de ningún modo de la vida: la literatura está unida a la experiencia, la literatura es experiencia escrita, la escritura es literatura experiencial. Por tanto, el Mario Levrero escritor no puede concebirse si no se mira detenidamente todo el universo como un punto mínimo ¾en un sentido borgiano¾, porque ahí es donde precisamente reside lo que él llama literatura, de allí nace y hacia allí va: de una situación cotidiana, reiterativa y aparentemente banal como puede ser cruzar un semáforo ¾que él mismo cuenta también en esta entrevista¾ a su narración como anécdota literaria. Así, Mario entiende los actos de lectura y de escritura como ejercicios para encarar la existencia, aunque habitualmente lo lleven a considerar que, como dice Ignacio Echevarría: “Si la experiencia luminosa no es narrable, como finalmente admite, sí es posible, a cambio, narrar la oscuridad que la rodea, y la necesidad de la luz” (Montoya, 2013: 14). Es casi imposible no deducir que la literatura de Levrero es una práctica experimental cuyo patrón de acción tiene mucho que ver con la écfrasis en tanto que descripción detallada de una imagen, no tanto artística y pictórica como vivencial: desmontar cada detalle de la vida, cada pincelada es lo que interesa en su narrativa. Juan Ignacio, su hijo, recuerda:

Él dice en un momento que mucha gente se le acercaba y le decía: tengo una idea para una novela, tengo una idea para un argumento. Y él decía: ¿Cómo pueden creer que yo escribo desde ideas? Yo escribo desde imágenes, desde evidencias (2013: s.p.).

Descubrí entonces que lo que da a las imágenes una significación perversa es nada menos que la palabra, mi herramienta de trabajo (Levrero, 2005: 134).

 

Como lector, tal y como se mencionaba anteriormente, tenía una especial inclinación por los relatos policiales, género narrativo que se aviene a la perfección  a la  práctica del lector minucioso que participa de manera activa en el relato, descubriendo una realidad “otra” ¾como “otro” detective¾ y dejándose sorprender por ella en cada detalle. De ahí que Levrero, al comienzo de la redacción de La novela luminosa, sitúe la lectura como una actividad primaria de la vida. En esas primeras páginas ya habla de los libros de Rosa Chacel y del rastreo que hace por su obra con impulso de empatía pese al evidente rechazo. Pero, principalmente, se declara asiduo lector de novelas policiales y queda constancia en la novela de su lectura repetida de la colección RASTROS. No solo el acto de leer y escribir forman parte entonces de la configuración del universo literario de Levrero, sino todo el entramado que suponen estos actos: la compra de libros de segunda mano en el kiosco, las muchas horas seguidas de lectura durante la noche, los ruidos y calor que lo molestan, los problemas con los programas informáticos y con el lápiz, etc. Prácticamente la totalidad de los hechos cotidianos que suceden en los diarios de Levrero tienen que ver con los actos de leer y de escribir. Es por eso que la figura del Levrero narrador de diarios, no puede aislarse de su literatura en ningún momento, porque el mundo del escritor es por completo literario; no puede salirse de su vida para escribir ni leer como no puede vivir sin lo escrito y lo leído: “Amigo lector: no se te ocurra entretejer tu vida con tu literatura. O mejor sí; padecerás lo tuyo, pero darás algo de ti mismo, que es en definitiva lo único que importa” (Levrero, 2005: 70).

Dentro del marco histórico de la narrativa hispanoamericana considero necesario hacer mención a la tradición en la que los críticos han situado la obra de Mario Levrero. Jesús Montoya, basándose en los estudios de Ángel Rama, explica cómo la tradición de lo raro, en la que se incluye el autor, ha estado marcada por “una ruptura por un factor externo: la influencia del neofantástico cortazariano, sus exploraciones de lo inconsciente y sus desplazamientos en el interior de lo real; y por uno interno: el oscurecimiento de las condiciones socio-políticas en el país y la consecuente desconfianza de los modos narrativos previos que traducen el mundo” (2013: 8).

El ejercicio de construcción de la realidad, que llevan a cabo estos escritores entre los que se encuentra Mario Levrero, puede entenderse como un acto de libertad imaginativa en la narración de la realidad que pretende distanciarse y diferenciarse de las tendencias narrativas de la tradición. Es decir, y según palabras de Jesús Montoya “esa rareza de Levrero está vinculada con la necesidad generacional de impugnar un canon realista en las letras uruguayas […] por una pérdida de confianza en las posibilidades de la literatura realista para consignar las transformaciones y descreimientos en la realidad establecida y en lo social como proyecto” (2013: 10). Postulan los críticos que el giro que toma la literatura de Mario Levrero ¾junto a la de otros contemporáneos¾ se inclina por lo aislado y marginado, por aquello que estando dentro de la realidad no ha interesado al relato realista, por un desvío que incluso puede parecer tener cercanía al absurdo y a lo inesperado. Por eso, la premisa de narración de la que parten los diarios ficcionales de Levrero no es la realidad sino la cotidianeidad, lo  mínimo, lo desplazado, lo extraño y tangible.

Sin embargo hay que aclarar que Ángel Rama denominó este modo narrativo de Levrero como “libertinaje” imaginativo. Los entretejidos de los diarios del escritor construyen una estructura sólida en la que lo cotidiano y lo imaginativo están estrechamente ligados, excesivamente, reconocería Rama, hasta el punto de acercarse a la ciencia ficción. Esto es así porque las narraciones que se hacen sobre la vida van de la mano de las narraciones de los sueños y de los sucesos del inconsciente. Y ciertamente, es común y reiterada la mención a las representaciones oníricas que hace el narrador como también lo es la búsqueda de una simbología en la realidad cotidiana:

El mundo de los textos levrerianos es […] un recorrido por los paisajes de pesadilla que pueden identificarse con el arquetipo de la “transformación” […]. En estos espacios tienen lugar travesías de sujetos que manifiestan una inadecuación con una realidad onírica y carcelaria, que remeda la que se construye en ciertos textos de Kafka, su vagar sin rumbo fijo por el mundo físico alegoriza un vagar errático por los laberintos interiores del inconsciente, “donde tienen lugar acontecimientos atormentados […] portadores de un simbolismo difuso e inaccesible a la razón. […] Las metáforas de las fuerzas de lo inconsciente vinculadas a las sustancias porosas y los fluidos, la exploración de estados de conciencia alterados o entre el sueño y la vigilia, y algunas formas de humor que se dan en su narrativa (Montoya, 2013:14).

 

Así, empleaba el crítico Rama la terminología “libertinaje” en virtud del  carácter desmedido de la unión entre lo fantástico y lo real en la obra de Levrero, mecanismos que utiliza el escritor para indagar y esclarecer la realidad del sujeto cuya contradicción reside en el mundo interno del individuo en relación con el despiadado mundo externo. El escritor, como individuo, padece esta contradicción, que en Levrero se lleva al paroxismo de la obsesión y la neurosis que no se puede desligar de sus textos autobiográficos. El narrador, que es personaje protagonista al mismo tiempo en el diario ficcional, testimonia el esfuerzo de comprensión de su “espíritu” y lo ejercita y pone en práctica por medio de la escritura, como si se tratase de un “calentamiento previo a la escritura auténtica […] respecto de la cual se expresa una nostalgia o separación dolorosa" (Montoya, 2013: 19).

En definitiva, el desdoblamiento, la percepción extraña de la realidad, el onirismo, el desprendimiento de las leyes de la causalidad y la fragmentación son, según Olivera, los mecanismos de escritura que Levrero encuentra en forma de imágenes y despiertan su interés (2010: 334). Sobre ellos trabaja para armar su narrativa; una narrativa reflexiva, profunda y circundante a la interioridad del ser. Así, tanto en diarios como en ficciones ¾si es que él mismo autor permitiese que se considerasen géneros diferentes¾ su interés poco tiene que ver con el mercado literario y más con el desenterramiento de lo oculto, de lo que hay en dentro. Narradores y personajes transitan espacios repletos de símbolos dispares propios de una realidad externa que, continuamente, intentan acceder a la interioridad por medio de la agresión y la perturbación dejando al descubierto dudas incontestables. La tarea del discurso autobiográfico es la construcción de la posibilidad de existencia del artista, según Jesús Montoya. Esto es: la elaboración de una interesantísima figura de autor como objeto de su última producción, que acomete a la exploración de los discursos del yo.

Por último, detallo en este apartado los títulos publicados de la obra de Levrero:Las novelas La ciudad (1970), París (1979), El lugar (1982), Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1974), Fauna/Desplazamientos (1987), Dejen todo en mis manos (1998), La Banda del Ciempiés (1988), El alma de Gardel (1996), El discurso vacío (1996), La novela luminosa (2005), Diario de un canalla/Burdeos 1972 (2013), los libros de cuentos: La máquina de pensar en Gladys (1970), Todo el tiempo (1982), Aguas salobres (1983), Los muertos (1986), Espacios libres (1987), Caza de conejos (1988), El portero y el otro (1992), Los carros de fuero (1996), Ya que estamos (2001), Irrupciones (2001).

 

ANÁLISIS DE LAS OBRAS

El diario según Mario Levrero

“Cómo me gustaría enterarme de esas cosas que, desgraciadamente, seguirán viviendo en mi como enigmas irresueltos” M. L.

 

Todos los escritores de diarios son peligrosos. Todos los análisis de los textos  diarísticos como elementos narrativos literarios, son peligrosos. El ejercicio implica un proceso de sistematización, y simplificación en muchas ocasiones, que vulnera al texto y devora toda una multiplicidad de lecturas potenciales. Quizá por eso, hablar de los diarios de Mario Levrero como textos modelo de identidad única e incluso hablar del propio autor como única identidad, podría ser un error (Arfuch, 2010). Es por eso que, en este caso, resulta más interesante considerar algunas de las posturas que el narrador ha tomado en sus textos y que, en unos diarios y otros, alterna su aparición. Estas posturas, que se ha considerado oportuno denominar Mario en el recuerdo, Mario en el otro, y Mario en el centro, se atenderán después más detenidamente.

Principalmente, para Mario, como para los demás, escribir sus diarios consiste en escribirse a sí mismo. Este proceso de alienación del yo como ejercicio de observación objetiva y manipulación de un nuevo yo observado, descubre un proceder particular en Levrero. Esto es, el sujeto primero, llamémoslo persona viviente, se mantiene inmóvil para que el sujeto segundo, llamémoslo observador alineado, sea quien analice todo su ser y, al enunciarlo, dé vida al sujeto tercero, llamémoslo personaje literario. Pero, y aquí está la variación levreriana fundamental, toda esta operación debe hacerse con la ausencia inicial de vida en el sujeto primero, es decir, el acto de observación y narración se hace sobre lo que no sucede, sobre el vacío. ¿Cuál es entonces el material “real” que se toma para la narración si, el objeto de narración no tiene vida y la premisa de escritura es la vida misma? Borg dice que los diarios de Levrero descubren un modelo de escritura donde “no se trata aquí de una biografía que se supone como la escritura de la obra de una vida, sino que la que nos ofrece aquí es la escritura de una vida que no se obra, que nos habla de la pérdida del sujeto y de la escritura como medio de ese encuentro” (2012: 1). Por tanto, el lector no accede a una narración de sucesos y acciones definitorias de la vida del sujeto sino a los de “los otros”, a los de su memoria, a los de su alma: “Levrero arranca a la literatura de la tiranía de tener que decir algo, de transmitir un mensaje, y es en esta dimensión (entre otras) que su escritura es liberadora” (Borg, 2012: 2).

Tanto en Diario de un canalla, como en El discurso vacío o La novela luminosa, no hay un producto que pueda interesar literariamente al lector porque no están concebidos inicialmente como tal, es decir, no son obras para un resultado sino obras de un proceso. Podría decirse que se trata más bien del resultado de una constatación que de la constatación de un resultado, la funcionalidad del discurso no va más allá que el propio acto de ejecución del mismo. Y este “probar a escribir” es el motor de escritura del autor: “A escribir se empieza, justamente, escribiendo […] distrayéndose del yo en sostenido coloquio con ese otro yo que aparece en el ejercicio de la escritura […] que la torpeza de su letra, de su andar, haga lugar al estilo” (Astutti, 2006:6).

El motivo, según él mismo advierte en varias ocasiones, de esta práctica escrita es identificar el “yo real” con el “yo ficticio” desnudándose y apartándose como escritor para comunicar su alma, que es donde está lo importante del ser, al lector; “la obra de arte sería un mecanismo hipnótico, que libera momentáneamente el alma de quien la percibe y le permite captar el alma del autor. No importa cuál sea el asunto de la obra” (Arribas, 2009: s.p.). Por eso no hay asunto en su obra como tampoco hay suma de sucesos ni continuidad narrativa en lo que a lo personajes se refiere; no está de más advertir al futuro lector que en los diarios de Mario lo que hay es una acumulación de experiencias pasadas, soñadas, observadas, etc., narradas frustradamente[7] con cada minucia y detalle en aras de trasmitir aquello que el lenguaje no puede abarcar; ya sea esto una experiencia, un sentimiento o la propia identidad de la voz narrativa.

La vida, con su propia lógica, sus propios anhelos y necesidades, transcurre en alguna parte, pero no aquí. Aquí transcurre la improductiva soledad del preso, el frío interior que el verano no disipará (Levrero, 2006: 32).

 

Queda así una obra en la que escritor y lector se vuelven cómplices y se acompañan en las páginas a la búsqueda de lo imposible, lo inútil, lo improductivo, lo esencial, lo insignificante, lo íntimo, lo luminoso.

 

Mario en el recuerdo: apelación a la memoria imposible

“Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso” M. L.

 

Decía que han sido consideradas tres posturas narrativas en Mario Levrero comunes en los tres diarios. Es fácil que esto sea así dado que, en los tres textos, el autor admite enfrentarse a la escritura bajo una premisa común: escribir para descubrir. Y es por tratarse de una acción de descubrimiento que el narrador oscila entre diferentes puntos de mira o descubrimiento: mirada hacia la experiencia, mirada hacia el otro y mirada hacia el interior. En este caso, se focalizará la atención sobre la mirada hacia la experiencia, hacia el recuerdo o la memoria imposible.

En la primera entrada de Diario de un Canalla, Mario Levrero indica su intención de recuperar la escritura de la novela luminosa que comenzó a escribir, cuyo motivo era “rescatar algunos pasajes de la vida, con la idea secreta de exorcizar el temor a la muerte y el temor al dolor, sabiendo que dentro de cierto plazo inexorable iba a encontrarme a merced del bisturí” (3 de diciembre de 1986). Por primera vez le cuenta al lector que en un tiempo pasado comenzó una escritura que no consiguió continuar y que tiene intención de hacer ahora. Esta escritura, que tan presente estará en los tres textos y especialmente en el segundo, pues da título a la novela última, es un momento de la memoria al que la voz narrativa apela constantemente aun partiendo de la idea inicial de que es imposible ubicarse en aquel punto desde el que comenzó a escribir.

El resto del diario esboza una suerte de reproche que el autor arroja sobre sí mismo por haber abandonado aquel emprendimiento, la vida de artista escritor en general y encontrarse viviendo, y disfrutando, como un personaje solitario de la ciudad de Buenos Aires. Este canalla ¾él mismo se llama así¾ desertor literario, retoma la escritura como acto de autoconstrucción[8] pero pronto se encuentra con la incapacidad de narrarse a sí mismo y traslada el foco de atención sobre el pichón de paloma. Hasta las últimas páginas continuará narrando los sucesos de la vida del pájaro que quedó por unos días inválido en su ventana y con el cuál establecerá una relación de identificación.

Y aunque ya se van apuntando las dos posturas que se desarrollarán a continuación, lo que aquí interesa es la idea primera de escritura de la memoria, la apelación a lo imposible. Entonces, podría pensarse que la narración de la memoria no tiene por qué considerarse imposible siempre y cuando la impronta del recuerdo se conserve cuidadosamente. Sin embargo, para Levrero, que parece recordar vivamente los sucesos que inspirarían hipotética la novela luminosa, el problema no radica en la memoria per se sino en la narración de la misma. Con esto, el punto de atención no queda tanto alojado en lo verídico y minucioso del recuerdo como en la imposibilidad del lenguaje de representar aquello que experiencialmente es inimitable. La experiencia luminosa solo le interesa al narrador porque es imposible de narrar. Él mismo indica al comienzo de la novela homónima: “Que fuera imposible no era motivo suficiente para no hacerlo, y eso yo lo sabía, pero me daba pereza intentar lo imposible” (2005: 12). Si fuera posible, es decir, si se supiera cual es el resultado que habría de producir, el narrador solo tendría que observarla y responder a cada detalle justamente, en cambio, lo atractivo es no saber cuál es el objetivo último ni el detalle de la experiencia y tener que traerlo intacto ¾impresiones personales incluidas¾ del recuerdo. El narrador, como escritor profesional, se encuentra ante el irremediable reto de escribir lo que no se puede escribir. Se preguntará el lector, ¿y qué es aquello que no se puede escribir? Lo imposible, precisamente. Independientemente del contenido, lo luminoso, lo grandioso, lo divino. La imposibilidad es intrínseca al propio recuerdo luego la narración se entiende desde su inicio como tal:

[…] todo este libro es el testimonio de un gran fracaso. El sistema de crear un entorno para cada hecho luminoso que quería narrar, me llevó por caminos más bien oscuros y aun tenebrosos. Viví en el proceso innumerables catarsis, recuperé cantidad de fragmentos míos que se me habían enterrado en el inconsciente, pude llorar algo de lo que habría debido llorar mucho tiempo antes, y fue sin duda para mí una experiencia notable. Leer eso sigue siendo para mí removedor y aun terapéutico. Pero los hechos luminosos, al ser narrados, dejan de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles a la literatura, o por lo menos a mi literatura. Creo, en definitiva, que la única luz que se encontrará en estas páginas será la que les preste el lector (2005: 17).

 

Por tanto, si junto a la imposibilidad va unida el fracaso ¾y junto al fracaso la culpa¾, la narración tratará entonces más de este último que de la primera. Él afirma: “De acuerdo con mi teoría, ciertas experiencias extraordinarias no pueden ser narradas sin que se desnaturalicen; es imposible llevarlas al papel” (2005: 11). Asumir convencidamente que la literatura debe transmitir una experiencia luminosa es una de las tareas principales del autor en los tres diarios. Advierte repetidas veces la trascendencia implícita en el acto de escribir y se muestra así mismo en ese acto de búsqueda de la revelación.

Sin embargo, contra todo pronóstico, lo imposible, la novela luminosa, termina apareciendo en La novela luminosa y en ella se relatan una serie de sucesos religiosos de juventud del autor que dan cuenta de algo inesperado: la experiencia literaria luminosa no consta solo del tangible texto final sino que está compuesta por todo lo vivencial previo:

Escribir no es sentarse a escribir; ésa es la última etapa, tal vez prescindible. Lo imprescindible, no ya para escribir sino para estar realmente vivo, es el tiempo de ocio... Yo no soy escritor profesional, no me propongo llenar tantas carillas, y no quiero ni puedo escribir sin la presencia del espíritu, sin inspiración (Levrero, 1992: 6).

 

La novela luminosa es un texto cuyo título revela cierta contrariedad literaria. Su autor lo hace llamar novela y, exceptuando las 81 últimas páginas de un total de 565, se desarrolla abiertamente el modelo de un “diario de la beca”. El narrador retoma la escritura de una serie de experiencias reveladoras del pasado que lo impulsaron a redactar lo que él vino a llamar “novela luminosa” ¾experiencia misma que apela en Diario de un canalla¾. Para ello, en el año 2000, recibe una beca Guggenheim que dura un año, el mismo tiempo que el autor utiliza para escribir su diario de “aplazamiento de escritura”; un espacio de intimidad y confesión que el narrador reserva para mostrar su relación con la escritura y con la vida. El impulso de la escritura reside en generar en sí mismo una costumbre o hábito que le permita redactar aquello que tan abstractamente recuerda y valora, lo mismo que se le solicita para la concesión de la beca mencionada. Lo que termina consiguiendo es  “el testimonio de una cotidianeidad desesperada, una relación con esa serie de momentos luminosos registrados años antes y un intento fallido de dotarlo de contexto”, como dice Inzaurralde (2012: 1045).

Merece la pena detenerse en estas dos consecuencias, mencionadas con anterioridad, derivadas de la imposibilidad: el fracaso y la culpa. La aparición de un receptor oficial del objeto creado por el artista genera una dinámica diferente de trabajo así como una funcionalidad “otra”. El narrador tiene que emplear su tiempo, su dedicación, su dinero, su vida en definitiva, a la creación de un elemento artístico para el mercado y el material que utiliza para ello es la propia vida. No escribe para sí mismo ¾como mecanismo de ejercicio caligráfico¾ sino que escribe un diario donde evidencia que no puede escribir la novela que proyectaba para la beca y así justificar la ausencia o estado final de esta: es decir, el diario reemplaza a la obra. Además, el protagonista del diario se sabe como un reconocido escritor, cuya dedicación literaria es valorada y puesta en marcha con talleres de literatura que imparte a escritores noveles. ¿Cómo puede entonces el arte utilizarse como oficio? Reflexiona Graciela Montaldo al respecto:

¿Cómo puede el arte ser considerado un “trabajo” y hasta dónde puede un autor/a aprovecharse del dinero en su creación?”[…] “Levrero explora el vínculo entre dinero y literatura, patrocinio y creatividad poniendo el “yo” como instrumento de pesquisa, declarándose simultáneamente un sujeto confesional pero también culpable ante la ley porque arte y dinero, en su conciencia, son parte de universos antagónicos (2011: 1).

 

Las novelas, que no son apenas novelas, recogen un ambiente de disconformidad e incomodidad en una rutina de vida en la que el escritor escribe obligadamente sobre sí mismo, en aras de conseguir estimularse para escribir aquello que es literario antes de ser escrito ni contado, aquello por lo que le pagan. El narrador evidencia las complicaciones del oficio de escribir pero en este caso con una dificultad añadida, la expectativa propia y la expectativa del otro; la institución, el mercado. El fracaso de este proyecto, ya sea mercantil o personal, deriva en el sentido intrínseco de culpabilidad que Mario expresa:

Estimado Mr. Guggenheim: Creo que usted ha malgastado su dinero […] Mi intención era buena pero lo cierto es que no sé qué se ha hecho de ella. Ya pasaron dos meses: julio y agosto, […] Muchos saludos y recuerdos a la señora Guggenheim (2005: 86).

Estimado Mr. Guggenheim, espero que sea consciente de los esfuerzos, registrados en este diario, para mejorar mis malos hábitos, al menos algunos de ellos, al menos en la medida en que esto hábitos me impiden dedicarme plenamente al proyecto de escribir esa novela que usted tan generosamente ha financiado (2005: 96).

 

Así, el narrador desplaza la finalidad última de la narración que, aunque inicialmente la hubiera apelado como narración de la experiencia luminosa en ese sentido revelador que trasciende el acto de escritura a la literatura, termina siendo, en Diario de un canalla y El discurso vacío también, una escritura cualquiera. Levrero escribe para reafirmar su escritura y, para eso, él mismo descubre y muestra en los diarios, que cualquier material de la vida puede serle válido.

 

Mario en el otro: el símbolo referencial

“Está bien, sabiondo hipotético lector: me has descubierto. Ya sabes, porque eres astuto, que me he identificado con el pequeño gorrión” M. L.

Este personaje protagonista que se construye en el diario y que, no por casualidad, es escritor[9], viene a representar una figura bien significativa para la literatura del siglo XX. Al fin y al cabo, lo que Levrero hace en sus diarios es dar cuenta de la figura del artista en nuestro tiempo. El acto de escritura se vuelca sobre sí mismo y opera con mecanismos metaliterarios y “metavitales”. La médula de la escritura de sus diarios es la reflexión sobre el propio autor del proceso de creación. De esta forma, Levrero toma la escritura y la observa como acto literario o como mera producción textual abordada desde un punto de vista en el que lo importante no es lo escrito sino el movimiento o impulso de escribir: el proceso. Porque los procesos, son finalmente los que constituyen la figura que le interesa al autor. Tanto Diario de un canalla, como El discurso vacío y La novela luminosa son “novelas” en las que al autor no le interesa el resultado completo y finalizado, sino que el motivo de la escritura es el análisis del procedimiento: el proyecto inacabado y no la obra conclusa. Es por eso, que el autor de un acto de escritura, debe observarse como escritor mismo.  En el caso de las novelas de Levrero, Fogwill comenta:

[…] a ese personaje tramado de tics, fobias, obsesiones, manías y supersticiones se lo puede reconocer en la mayoría de sus relatos y novelas, hasta en los que bien pudieron clasificarse de géneros fantástico, policial y de ciencia ficción. Toda narrativa contiene restos autobiográficos pero en Levrero el género responde a una decisión. En el extremo de la autobiografía está la crónica veraz y el diario personal. Siempre que el narrador reflexiona sobre el relato o da testimonio de las percepciones de un personaje en las pocas veces que se permite entrar a la conciencia de un tercero tiene lugar la irrupción del facto Levrero, ese entramado de manías que orientan a tratar al mundo real como fantasía y a lo fantástico como conjunto de piezas que dan cuenta del funcionamiento de la máquina de la realidad (2008: s.p.).

 

El elemento que impulsa la narración es el propio yo y el modo de hacer de ese yo. Sin embargo, este centro de gravedad que es la propia voz narrativa, aparece y desaparece discontinuamente en las entradas de los diarios, dejando lugar en su ausencia para los sucesos de “los otros”. Estos otros son, la mayoría de las veces, animales ¾un pichón en Diario de un canalla, el perro Pongo en El discurso vacío y una paloma muerta junto a su supuesta pareja en La novela luminosa¾ protagonistas de historias cuya vivencia trascurre desde la simplicidad y la urgencia por la propia vida.

Podría pensarse que la voz narrativa decide incluirlos en la narración de sus diarios como elementos de relleno de conformidad a una realidad íntima. Y, en cierto modo, así aparecen como lo hacen también los problemas con la heladera o el aparato de aire acondicionado, el control de la medicación, el corrector de Word 2000, la pornografía, las novelas policiales, las de Rosa Chacel, etc. Todos estos son elementos que conforman esa realidad detallada que tanto interesa al autor y que ya se han justificado con anterioridad. En cambio, el caso de los “alteregos” es diferente; se trata del uso de la vida de otros como elementos de identificación de la vida propia para la narración de esta.

En El discurso vacío, después de anunciar el sentido de la terapia grafológica, Mario anuncia el esquema de funcionamiento que llevará a cabo. Explica cómo escribirá con un intencionado discurso vacío para que, en ese escribir constante y despreocupado literariamente, se vayan dejando aparecer las verdades íntimas. Esto es, Mario reconoce que su intención es escribir para revelarse y pretende utilizar elementos banales de su realidad. En un momento más avanzado de la novela, dice:

El discurso, pues, se fue llenando con la historia del perro; es un contenido falso, o por lo menos falso a medias, ya que muy bien esos contenidos pueden ser, como todas las cosas, tomados como símbolos de otras cosas, más profundas; pienso que, en verdad, difícilmente un discurso  ¾salvo uno político¾, un discurso cualquiera, encarado con honestidad, pueda presentar contenidos falsos (1996: 56).

 

Y enlazando con la idea de la imposibilidad de la narración de uno mismo, añade después:

Eso no quiere decir que mi discurso abstracto, mi ritmo, mi fluir, esté determinado por la historia del perro; sí quiere decir que, en el caso de esta historia del perro, ella pueda ser un símbolo de los contenidos reales del discurso, imposibles, por algún motivo, de percibir directamente (1996: 56).

 

El no poder acceder a su conflicto directamente le plantea la posibilidad de descubrirlo oscilando en los conflictos de los demás e identificándose con ellos. Pero, ¿qué habría de tener la realidad Levrero en común con la de un pichón perdido, un perro enojado y una paloma muerta? Como Arribas afirma, “El escritor no debe ser fiel a la realidad, sino a su manera de percibirla” (2009: s.p.). Encontrar en la realidad elementos con los que identificarse para narrase a sí mismo no necesita de una similitud verdadera entre los elementos y él mismo ¾paloma y Mario¾ sino que basta con que estos tengan algo que al autor pueda interesar como característica de reflexión. Consciente de ello, en Diario de una canalla:

Este hecho puede no parecer suficiente para determinar que mi texto sea un diario; pero lo es, y vaya si lo es. Debería explicar varias cosas y no sé en qué orden hacerlo. Tal vez, para comenzar deba dejar sentada mi firme convicción de que este proyecto de paloma es una señal del Espíritu, una forma de aliento para este trabajo que tan penosamente he comenzado (s.p.).

Lo único que dice necesitar Mario Levrero para la narración, como ya se indicaba en la argumentación de su poética narrativa, es la aparición de una imagen, un símbolo, un referente, una idea que contar.

Lo importante era dar con una imagen que lo obsesionase, y tirar del hilo hasta alumbrar “el mundito” que esta encerraba. Según él, quería evitar el mero juego intelectual de inventar; prefería autoexplorarse hasta encontrar un texto enterrado bajo un símbolo, una imagen o un estado anímico, y ponerse a escribir para intentar sacarlo a la luz […] Él buscaba una creación orgánica […] Necesitaba algo oscuro que le despertase la curiosidad para vencer la pereza que da escribir (2009: s.p.).

 

Y esa imagen la va buscando y encontrando en diferentes elementos externos, como el proceso caligráfico ¾“Prosigo, tratando de desarrollar temas poco interesantes, inaugurando tal vez una nueva época del aburrimiento como corriente literaria.” (Discurso: 35)¾ el discurso vacío del perro ¾“Hoy retomo estos ejercicios, en un vano intento de reunir mis pedazos flotantes” (Discurso: 131)¾ o la paloma desligada del trascurso de la vida¾ “Eh, paloma muerta, levántate y vuela.” (2005: 200)

 

Mario en el centro: La especulación autorreflexiva

“Es difícil no estar asustado cuando uno siente que no puede contar mucho consigo mismo” M. L.

Causa o efecto de estas alteraciones de la narración es la autoreflexión: mirar a los otros para verse a sí mismo. Mirar sus sueños y recuerdos para verse a sí mismo. Ya sea porque no encuentra otro material sobre el que escribir o porque verdaderamente sea la escritura el único medio de acceso a una interioridad profunda, Mario Levrero insiste repetidamente en la funcionalidad autoreflexiva de sus ejercicios de escritura. Los tres diarios, asegura, se mantienen en pie como ejercicio de sustentación de sí mismo.

Diario de un canalla parte de la idea de recordarse a sí mismo la identidad ausente de su ser escritor que cree haber perdido en su estancia en Buenos Aires:

Lo primero que surge es la necesidad de confesar mi condición actual; después vendrá, tal vez, la historia de cómo llegué a ella. Lo que debo confesar es que me he transformado en un canalla; que he abandonado por completo toda pretensión espiritual; que estoy dedicado a ganar dinero, trabajando en una oficina, cumpliendo un horario; que ahora estoy escribiendo porque tengo unas vacaciones (2013: s.p.).

La escritura le enfrentará consigo mismo, con su “verdadero yo” y le confesará todo lo nunca dicho, en este caso la experiencia luminosa. El discurso vacío repite esta premisa pero tomando la práctica caligráfica aparentemente vacía como mecanismo de canalización de su propia esencia identitaria: “Hoy comienzo mi terapia grafológica. Este método (que hace un tiempo me fue sugerido por un amigo loco) parte de la base ¾en la que se funda la grafología¾ de una profunda relación entre la letra y los rasgos del carácter” (1996:15), es decir, Mario Levrero explica cómo la escritura le conecta con una interioridad psíquica: “Debo confesar que ya he percibido algunos resultados psíquicos positivos, o al menos así lo creo; todos ellos relacionados con la autoafirmación en distintos aspectos” (1996: 25). En el caso de La novela luminosa aunque el texto parece justificarse en la tan apelada experiencia, comienza apuntando que “El objetivo es poner en marcha la escritura, no importa con qué asunto, y mantener una continuidad hasta crearme el hábito” (2005: 21). No hay un motivo otro que escribir para descubrir algo que hay en él, que está oculto y que solo parece poder salir a flote por medio de la escritura.

El acto de la escritura se vuelve entonces el único proceso revelador del subconsciente en tanto que mecanismo hipnótico de producción textual, intencionadamente no literario: “No se me ocurre qué escribir como no se le ocurre a uno qué decir cuando le ponen un micrófono por delante y le piden que diga cualquier cosa” (Levrero, 1996: 42). Para ello, ha de ser preciso y calculado. El maniático narrador se esfuerza por manifestar al lector la necesidad de dedicación a su acto y la valoración que precisa. La escritura no es un acto cualquiera, el valor reside en el dibujo de la propia letra que la compone, de ahí el uso de repeticiones y tachones en sus textos, la falta de concentración motivada por el ruido, la compañía o el calor que dificultan o facilitan la interiorización en el yo.  Lo que normalmente se posterga y deja solo el discurso vacío en apariencia pero que sigue armando la idea del narrador de escribir desde la forma, desde el propio fluir, introduciendo el problema del vacío como asunto de esa forma, con la esperanza de ir descubriendo el asunto real, enmascarado de vacío. Justifica así el narrador que este método es el único que puede descubrir la fragmentación del yo a través de los contenidos dolorosos que conforman la experiencia, accediendo a la realidad a través de la imaginación.[10]

Asimismo Levrero se enfrenta al discurso desde diferentes formas fragmentadas o discontinuas: la cotidianeidad, la abstracción, la metáfora, la caligrafía, la literatura, etc. Esto produce que el esquema de la escritura sea igual al esquema del pensamiento del yo, evidenciando así el estado del “hombre en suspenso” que posee el escritor.[11] Escribir como único acto de revelación:

Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar en el antiguo sentido de la palabra (=despertar). Ignoro si recordar tiene relación con el corazón, como la palabra cordial, pero me gustaría que fuera así (Levrero, 1996: 121).

 

Que la única forma de acceder a lo oculto, a lo imposible o luminoso como hemos preferido llamarlo con anterioridad, sea por medio de este dispositivo textual, por medio de la escritura, algo tiene que ver con el hecho de que el acto de escribir sea un mecanismo psicológico de racionalización. Levrero utiliza la escritura para formalizar lo etéreo ya que es el único modo de hacerlo. Como se decía al comienzo de este trabajo, es muy posible que una de las finalidades más perseguidas por los escritores de diarios sea la de contarse para dejar constancia de sí mismos; para perpetuar su existencia. El acto de escribir, en tanto que acto de crear, hace tangible e independiente lo escrito, manipulable también, es decir, una vez escrita la psique de Levrero, será Levrero quien quede en el papel, para siempre. El autor se equipara a su discurso y queda en el lugar de este: “preocupado ¾tal vez por la deformación profesional¾ por la continuidad y coherencia del discurso” (1996: 21). Así, cuando el discurso está fragmentado, también lo está el yo narrador. Esta asimilación del yo en el discurso implica la de la propia vida del narrador como vemos aquí: “La Vida, con su propia lógica, sus propios anhelos y necesidades, transcurre en alguna parte, pero no aquí” (1996: 34). Por eso el discurso escrito suplanta la experiencia vivida y el autor deja de tener experiencias “reales” para atender únicamente las “literarias”. El estado de escritura se convierte para el narrador en un “estado de trance”, como él mismo llama, donde lo escrito es lo vivido

Y estas adicciones que me perturban actualmente no son otra cosa que adicciones al estado de trance; un medio de abreviar el tiempo, de que el tiempo pase sin que yo sienta dolor. Pero así también es cómo se me va la vida, cómo mi tiempo de vida se transforma en tiempo de nada, un tiempo cero (2005: 136).

 

Mecanismos de acción del “hombre en suspenso”. Es por eso que la acción, la vida real y externa a esa interioridad de Mario se entienden como una interrupción constante de la vida literaria: “Lo peor del libro es la interrupción constante de la acción” (2005: 131), como sucede con el perro Pongo en El discurso vacío o el programa Word de trabajo en La novela luminosa. Incluso lo afirma él mismo: “Si me he mudado al mundo de la computadora es que no hay para mí otro mundo posible” (2005: 270). La tarea de la escritura consiste pues en convertir su cuerpo en médium para el acto de revelación de su alma, la expresión y comunicación de su identidad expuesta a los ojos del lector que la encuentre. O mejor:

El yo narrador, inscripto en su tensión constructiva, se refleja en el acto de su propia escritura. La justificación, la necesidad de auto-análisis, la confesión, el secreto, la explicación de sus móviles vitales, en suma esta pulsión de autoconocimiento aflora casi siempre entretejida por la mirada que rememora el pasado. El presente de una escritura explícita que dice necesitar de este acto elocutivo para conocerse y hacerse conocer es otra de las construcciones básicas del discurso autobiográfico (Scaranno, 1997: 7).

El acto de escribir, es decir, “la alquimia” de la creación[12] es el corazón de los textos de Mario Levrero y él mismo lo monta entendiendo el yo como núcleo de experimentación, ya que sin engaño ni ocultación, sus textos evidencian esta intención y la muestran en plenitud. Y es que Levrero, en estos diarios ficcionales ocupa una posición como escritor que es inevitablemente incómoda. El forcejeo que se produce entre la creatividad literaria y la fantasía experiencial rompe el germen fundacional del texto y es llamado a rellenar “el vacío” y revelar la posición de quien lo escribe. Es decir: la literatura autobiográfica levreriana ha sido forzosamente independizada, desplazada cada vez más hacia un lugar donde habría de alzarse sola, lejos de cualquier utilidad comunicativa o proyecto estético, únicamente como proyección de la identidad de su autor. Y la posición de este, su autor, se llena entonces de dificultades: qué escribir y cómo escribir parecen las preguntas para el autor uruguayo, aunque para quién y para qué no dejan de gravitar en su discurso narrativo vacío de novela.

 

CIERRE

Mario Levrero experimenta una tipología textual diarística de una versatilidad extraordinaria, un discurso que propone una realidad personal e íntima al mismo tiempo que útil para el lector en tanto que proceso de descubrimiento. Los textos autobiográficos de Levrero son minuciosas impresiones del descubrimiento de la vida, especialmente, de la vida propia. Y de este modo consigue crear en el texto una imprenta de sí mismo, objeto último y anunciado de su escritura: la huella de un sujeto.

Mario se sienta ante el teclado, o toma la lapicera, con la intención de auto-retratarse/autorelatarse: se escribe para escribirse y no cabe duda de que este objetivo suyo es alcanzado con éxito.  Consciente de que quizá no exista una forma directa y única de acceso a su interioridad ¾sujeto primero-autor¾ a través de la escritura, toma todos los elementos de su realidad que pueden acercarlo a ese reflejo esmeradamente, minucioso y detallado como el autor era, elaborado por y sobre él. El autor cambia de postura constantemente, toma distancia y habla sobre sí desde todos los puntos de acceso donde es capaz de ubicarse. Para ello se sitúa en el centro y “traza una parábola”, tendencia común del narrador autobiográfico según Scarano (1997).

El sujeto autobiográfico, “impostor” (de Man), “prófugo” (Lejeune), “otro” (Bajtín) no se realiza sino en su diáspora; traza una parábola que lo revela y oculta, lo inscribe en su imaginario cultural y lo legaliza como individuo en su discurso. La escritura autobiográfica quizás no sea más que eso: la navegación de una mirada propia y ajena por los pliegues y fisuras del auto-relato (1997: 9).

 

Y desde ahí pivota en torno a ese sujeto primero. Lo que surge de este proceso, es decir, la escritura que producen todos esos sujetos segundos objetivizados y observadores ¾posturas asumidas para la narración¾ será el sujeto único tercero, el que está en el discurso, el que nosotros leemos, al fin y al cabo, y del único que podemos saber algo. Esa huella de Mario Levrero, dibujada a base de  contradicciones de la individualidad, miradas proyectadas desde diferentes ángulos, reflexiones tomadas y validadas en otros, etc. es el resultado único de la narración, el resultado último de la legitimación de la identidad.

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[1] Esta investigación ha sido subvencionada por el Plan Propio de la Universidad de Granada en su programa de Becas de Iniciación a la Investigación para el curso académico 2013-2014.

“El hombre que jamás murió”, de  GERMÁN BELOSO. 2015/08/21

http://www.revistaarcadia.com/impresa/literatura/articulo/mario-varlotta-hombre-jamas-murio/43610

 

[2] En una entrevista realizada en 1998, afirma Levrero: “Kafka fue lo que estaba leyendo cuando empecé a escribir, fue una influencia muy directa. La ciudad está plagiada de Kafka, traté de imitarlo, yo quería ser Kafka, aunque, claro, no llegué a su nivel. Lo intenté, y no traté de disimularlo tampoco.”En el Anexo se incluye un relato corto del autor donde se ilustra de manera muy representativa este carácter kafkiano.

[3] Al tiempo que Levrero escribe La ciudad (1970), Mario Benedetti y Eduardo Galeano escriben El escritor latinoamericano y la revolución posible (1974) y Las venas abiertas de América Latina (1971) respectivamente.

[4] Se recogen palabras textuales de las entrevistas que fueron realizadas a familiares y conocidos de Mario Levrero para la producción de un documental sobre la figura del escritor que aparecería en el programa Uno de nosotros de la Televisión Nacional de Uruguay donde participan Felipe Polleri, Leo Masliah, Inés Bortagaray, Juan Ignacio Fernández Hoppe y Alicia Hoppe. Cito pues directamente del documento audiovisual sin paginación.

[5] Mario Levrero cuestiona su propia mirada hacia lo real así como la de los que lo enjuician en la recurrida discusión fantasía/realidad: “¿No será que mi percepción habitual está alterada, y un instante de percepción normal, habitual para otros, me parece mágico? No debo descartar esta posibilidad pero, si así fuera, lamentaría mucho tener que admitir que viví toda mi vida inmerso en un profundo error. Debo descartar momentáneamente esta hipótesis, para que la novela no se me venga abajo” (2005: 467).

[6] El propio autor declara: “Para ser más preciso, los límites de mi literatura están impuestos por mi egoísmo, mi narcisismo, mi limitada experiencia del mundo, mi casi solipsismo o casi autismo. Yo veo muy claramente dónde están mis límites, pero no puedo estirarlos manejando palabras o técnicas o estilos, sino ampliando mi compromiso con la realidad-cosa que no estoy dispuesto a hacer, y menos de viejo” (Levrero, 1996: 85)

[7] “El texto asume la “incapacidad referencial del lenguaje” y hace de su factor “ficcionalizador” o adulterador un ejercicio experimental.” (Núñez Fernández, 2011)

[8] “Pero no estoy escribiendo para ningún lector, ni siquiera para leerme yo. Escribo para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción.“ (s.p.)

[9]La mirada que Levrero propone del escritor como figura: “Por algún motivo, cuando de tanto en tanto caigo en una “crisis literaria”, tengo algún sueño en el cual aparece el “Escritor”, una figura imponente, una especie de maestro, grande y oscuro, al cual me acerco; no nos hablamos, él simplemente está allí, en una actitud de contemplación o ensimismamiento, y yo me mantengo a una respetuosa distancia, lo observo. “ (Levrero, 1992: 8)

[10] Las narraciones de las anécdotas o de las experiencias banales, ya tratadas con anterioridad son los elementos reveladores de la escritura, precisamente por estar “tratando de desarrollar temas poco interesante, inaugurando tal vez una nueva época del aburrimiento como corriente literaria (Levrero, 1996; 35)”, como son el perro Pongo o las dolencias físicas.

[11] Amplia Levrero su interés por la estructura del funcionamiento psíquico humano según  las teorías de psicoanálisis de Sigmund Freud. La fragmentación del  hombre como: el que quiere, el que se hace responsable, el inquisitivo, el práctico, el postergador, etc, (que no concilian en el tiempo).

[12] El propio Mario Levrero identifica con este nombre la escritura en su Entrevista imaginaria con Mario Levrero, donde evidencia sus premisas poéticas.