estudios
EL
LUGAR DE MARIO LEVRERO: UN RECORRIDO POR SU NARRATIVA
Jesús
Montoya Juárez
(Departamento de literatura española, Teoría de
Resumen:
El
presente artículo ubica críticamente la obra Mario Levrero,
desgranando la crítica literaria académica más relevante que de él se ocupa y
tratando de subrayar su peso en el canon literario uruguayo actual en relación
a la propuesta original que su obra supone, antes que por los planteamientos metafísicos
que se derivan de su escritura, por llevar a cabo un experimentalismo que
fructifica en una serie de innovaciones inéditas en la narrativa nacional, el
despliegue de una poética ecfrástica o textovisual.
Palabras clave:
Mario
Levrero, narrativa uruguaya, écfrasis,
crítica literaria.
Abstract:
This article analyzes Mario Levrero´s oeuvre, reading the main critical literature that
deals with it. I will highlight its importance in Uruguayan canon, pointing out
how this oeuvre, beyond its metaphysical will, projects an ekphrastic
aesthetic that introduces several innovations in Uruguayan contemporary
fiction.
Keywords:
Mario Levrero,
Uruguayan fiction, Ekphrasis, Literary criticism.
1. APERTURA:
Fotógrafo
y cineasta aficionado, humorista, guionista de historietas, hacedor de enigmas
lógicos, crucigramista, poeta inédito, gurú, consejero, terapeuta y
parapsicólogo in péctore, telépata
confeso y practicante de la hipnosis, implacable detective de sueños propios y
ajenos que consignó por escrito a lo largo de su vida, profesor de talleres de
narrativa, ocasionalmente editor, también hacker en sus últimos años, mas, ante
todo, narrador brillante, Jorge Mario Varlotta Levrero (1940-2004) murió a los sesenta y cuatro años de
edad víctima de un aneurisma de aorta roto el 30 de agosto de 2004. Hasta su
muerte, este maestro uruguayo del fantástico literario y la autoficción
lo fue también de diferentes talleres de narrativa, alguno de ellos online, lo cual le permitió un contacto
directo con generaciones recientes de escritores que lo consideraron una
referencia fundamental y una influencia capital en sus estéticas. De carácter
excéntrico y reservado, Levrero construyó además una
presentación de sí mismo a lo largo de los años que ha contribuido a volver real
al artista, ese otro yo multiforme que firma sus textos, a decir de Levrero, dependiendo de quién sea él en ese momento. Y esta
afirmación, como se verá, no es en su caso una frase baladí. Levrero ha levantado a partir de su figura silenciosa un
mito propio. Las anécdotas que sus amigos y quienes le conocían han hecho
circular sobre Varlotta-Levrero multiplican esta
atmósfera que rodea la personalidad de un escritor que mantuvo honestamente la
fe en ese mito literario, el de un narrador dedicado por completo a construir
una forma de comunicar “experiencias luminosas” o, en su defecto, esa zona de
sombra que las rodea, en un esfuerzo por edificar alguna forma de autenticidad
verosímil que poder transmitir a sus lectores a través de los rodeos
lingüísticos inevitables que son en realidad sus obras, buscando reunir en esa
operatoria los pedazos de los otros que conviven en el yo. En su figura, así,
se espejea la rareza de una literatura que comprende géneros tan diversos como
la novela, el cuento, las letras de canciones, los guiones radiofónicos, los
manuales paracientíficos, e inclusive las historietas y crucigramas. Su primer
relato de cierta extensión, “Gelatina”, aparece
en 1968, en forma de libro, en la revista montevideana contracultural fundada
en 1965 por Clemente Padín, Julio Linares, Héctor Paz
y Julio Moses, Los Huevos del Plata[1].
Desde entonces han ido sucediéndose títulos que fueron publicados, con
frecuencia desordenadamente respecto a las fechas en que fueron concluidos, a
lo largo de cuatro décadas. La obra narrativa de Mario Levrero
comprende más de veinte títulos. De
entre sus novelas destacan La ciudad, escrita en 1966 y publicada en
1970, París, escrita en 1970 y publicada en 1979, El lugar, concluida en 1969, y publicada por primera
vez en 1982, Nick Carter se
divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1974), Fauna/Desplazamientos (1987), Dejen
todo en mis manos (1998),
2. DEL PRIMER AL ÚLTIMO
LEVRERO.
La
obra de Levrero supone un viaje desde los paisajes
turbulentos de la interioridad del individuo en su lucha por acceder o penetrar
una autenticidad en riesgo permanente de inexistencia, de sus primeras novelas,
hasta una literatura que se confronta con la exterioridad inmediata de lo
cotidiano, que nos zambulle a sus lectores en ese universo líquido, también
gelatinoso, a ras de vida, del último período de su narrativa. Un universo
siempre mirado a través de unas lentes de aumento que registran cada detalle
pero que a la vez hacen que sintamos que el sentido está a punto de
escapársenos, inasible, a pesar de que el mago parezca exhibir ante la vista la
baraja de los trucos. Es la sensación genuina que siente un lector cuando se
confronta con lo que se revela a la mirada como una gran literatura. La obra levreriana tiene algo de tela de araña. Despliega universos
pegajosos en los que el lector se ve atrapado a la espera de ser inoculado con
el veneno de un afán que la trasciende, terminando por situarlo en una búsqueda
personal- espiritual, si se quiere- por caminos que van más allá del libro. La
escritura o la lectura pueden ser dos de ellos en la medida en que ambas se
conciben como parte de un mecanismo que contribuye a un modo de encarar la
existencia, de perseguir el desarrollo de un potencial latente. De acuerdo a Levrero la literatura formaría parte del conjunto de
operaciones preparatorias para la percepción de una plenitud apenas intuida o
una experiencia- digámoslo con Levrero- “luminosa”.
Esa función removedora queda expresada temáticamente en sus relatos en la
figura de la búsqueda, elemento común a todas sus ficciones, y quizás el legado
primario de la obra levreriana: su particular modo de
hacer conexión con la vida. Esta obsesiva necesidad de hacerse cargo de la
redención del alma propia, en tensión permanente por el posible carácter
construido de su existencia o por la imposibilidad misma de esa redención, se
radicaliza en la obra levreriana desde su etapa
porteña, donde cada vez van a ir importando menos las estructuras narrativas y
la fantasía, para que la autobiografía gane terreno en una concepción de la
literatura como maqueta de esa operación por venir. Asociando a Levrero, en su persecución de lo inefable, a Kafka y a Musil, Ignacio Echeverría lo ha señalado a propósito de su
novela póstuma:
“Todo
este libro –dice– es el testimonio de un gran fracaso.” Lo prodigioso es cómo Levrero trabaja desde su propio fracaso y, con los
materiales de su derrota, construye el molde de esa imposible novela luminosa,
sus contornos. Si la experiencia luminosa no es narrable, como finalmente
admite, sí es posible, a cambio, narrar la oscuridad que la rodea, y la
necesidad de la luz. La novela luminosa se convierte, así, en el negativo de
una experiencia mística, en el vaciado de su huella, en el clamor de su
inminencia. En el glorioso montón de plumas y excrementos que confirman que el
Espíritu pasó por aquí, y que hay por lo tanto una esperanza de salvación.
Escribió Kafka: “La vida es una distracción permanente que ni siquiera permite
tomar conciencia de aquello de lo cual distrae”. Toda la obra de Levrero puede ser tomada como un reiterado intento de
escapar a esta maldición. La experiencia luminosa consistiría, simplemente, en
cobrar conciencia, pese a todo. “En eso consiste el verdadero aprendizaje”,
escribe Levrero. “No saber que se sabe, y de pronto
saber” (Echeverría, 2008).
Esta
búsqueda, el planteamiento de la ficción como comunicación no ya de una verdad
cuanto de un deseo de obtenerla y perseguirla, se apoya en una mística que Levrero ha cultivado a lo largo de su trayectoria, en la
que se cruzan Lao Tsé, el psicoanálisis, Jung, el surrealismo,
la parapsicología, Mandelbrot, la mítica heterosexual de los héroes del
policial, la historieta y el humor- Landrú, Peloduro, Tía Vicenta-,
y, por supuesto, el tango. En estos términos se expresaba en 2002, en una de
sus últimas entrevistas:
“Hace muchos años, cuando recién comenzaba
a escribir, o tal vez antes, encontré un libro que se llama Psicoanálisis del arte, de
Charles Baudoin, del que saqué un concepto poco
divulgado: el arte es hipnosis. Entonces, lo que se produce entre el que escribe
(o pinta o se expresa de cualquier forma artística) y el que lee (o percibe y
lee la obra del tipo que sea) es una comunicación de alma a alma. Lo que se
transmite no es la información, sino un contenido que está disimulado y que se
te mete a través de un estado de trance. Para mí, hay un hecho artístico cuando
hay hipnosis, encantamiento. Por eso estoy en contra de los críticos que
desarman los textos, buscan técnicas, explican racionalmente determinados
fragmentos (…)”. (Matus, 2007 cit. en
Gandolfo en prensa: 153-161)[3].
A
riesgo de contradecir la voluntad del propio autor acerca de cómo ser leído,
creo que Mario Levrero es un autor original en el
campo uruguayo del último cuarto del siglo XX antes que por los planteamientos
metafísicos- hay quien diría, parafraseándolo a él, “hipnóticos”- que se
derivan de su escritura, por llevar a cabo un experimentalismo que fructifica
en una serie de innovaciones inéditas en la narrativa nacional, el despliegue
de una poética ecfrástica donde cada texto acomete el
desafío de desenvolver cada una de las imágenes de las que la escritura parte
por medio de una solución narrativa diferente.
3.
Jorge
Ruffinelli, en su célebre ensayo “La década
literaria: el mensaje de los jóvenes” (1969), polemizaría con las ideas de
Ángel Rama acerca de la aridez de inventiva en la última promoción de
narradores uruguayos que había venido defendiendo éste desde 1963: “es
peligrosa la ausencia de afán experimentador entre los jóvenes, y conviene
afirmar dogmáticamente que sin experimentación constante no hay arte original y
verdaderamente nuevo”(…)” (Rama 1963, cit. en Verani,
1992: 800) Aún con muy poca distancia, Ruffinelli
argumentó que desde el año 1967 se podía hablar de un viraje en el discurso
narrativo a cargo de la nueva generación: el realismo practicado por los
jóvenes en los primeros años sesenta deviene en un fantástico que volvería
sobre la vanguardia de décadas atrás para proponer una literatura de corte
experimental hacia el final de la década. Ruffinelli
en este sentido destaca a Gley Eyherabide, con su
volumen de relatos El otro equilibrista y
veintisiete más (1967), el volumen Zoologismos (1967) de Mercedes Rein
y las novelas Cualquiercorsario
(1967) y Contramutis
(1969), de Jorge Onetti (Ruffinelli, 1969: 126-127).
Dicho viraje se produce respecto de un nutrido corpus de narradores cuyos
relatos y novelas estaban marcados, como señala Verani,
por el “fraseo descriptivo”, la “enunciación directa” y el “lenguaje mimético
expositivo”, apegados a la circunstancia espacial inmediata, de una
cotidianidad fatigosa, influidos de Pavese, el cine
de Antonioni o la nouvelle vague (Verani,
1992: 801). Un apego al realismo mimético que Mario Benedetti también
denostaría llamándolo “literatura de balneario”, pese a que, no obstante, fue
una práctica adoptada por una variedad de narradores que tendrían después
distinta suerte en su carrera literaria.
El
giro experimental del que habla Ruffinelli no se da ex nihilo,
sino que conecta con una genealogía literaria nacional subterránea que Ángel
Rama había analizado en Cien años de
raros (1966), un término dariano que se avino con
éxito a definir la corriente alternativa de la literatura nacional que en los
sesenta eclosiona, dando la generación de autores en la que se inscribió a Levrero. Desde la visión de una de las representantes de
esa promoción, Teresa Porzecanski, esta rareza
nacional daría por vez primera frutos particularmente abundantes, volviéndose
una corriente significativa en las letras uruguayas, entre los escritores de su
generación, entre quienes cita a Héctor Galmés,
Miguel Ángel Campodónico, Julio Ricci, Tarik Carson, Carlos Pellegrino o la
propia Porzecanski (Porzecanski
1987).
El
propio Rama atendió tempranamente a la obra de Mario Levrero
vinculándola con ese cambio de rumbo dentro de la narrativa uruguaya que, desde
su punto de vista, significaba ya la ruptura definitiva con la llamada generación crítica o generación del 45. Para la definición de
estos cambios Rama escoge el concepto de “estremecimiento nuevo” con el que
Víctor Hugo midió la importancia de la poesía baudelairiana.
Este frisson nouveau se da
desde la misma fecha escogida por Ruffinelli, 1967,
momento en el que comienzan a publicar los autores de la generación que Rama
denomina “de
Si
bien el tratamiento fantástico es reconocible en los textos de Rein o Eyherabide ya citados (Ruffinelli 1969; Aínsa, 2002)),
son los jóvenes, como Levrero, Porzekanski
y Peri Rossi quienes, como coincide en señalar la crítica (Rama, 1972; Moraña, 1988, 2004; Verani, 1996c;
Aínsa, 2002),
con mayor nitidez ejemplifican la ruptura radical con las formas y la
filosofía inspiradora de la literatura previa, donde cualquier mirada utópica
sobre la realidad nacional desaparece, siendo ahora signados con mayor énfasis
“el estancamiento, vejez, temor (…) hasta escamotear, en la pintura de la
sociedad (…) la expresión de cualquier otra virtud que la signara” (Rama, 1972:
238). La vuelta de tuerca sobre estas heterodoxias de la tradición de los raros
a cargo de los narradores de la segunda mitad de los sesenta exacerbaría su
desconfianza, prosigue Rama, en “las formas recibidas que traducen el mundo
real”, en la medida en que se constata que “las bases de ese mundo se presentan
como repentinamente inseguras, inestables, imprevisibles, adquiriendo un estado
fluido propio de inminentes cambios, rehusándose a cristalizaciones en
estructuras firmes” (Rama, 1972: 238).
Esta
desconfianza en la realidad política y social nacional de la generación de
1969, que marca una corriente alternativa al realismo preponderante, explicaría
la cierta predilección por las alegorías, la búsqueda de “correlatos estéticos”
de lo real a partir del cultivo de visiones que configuran un despliegue
imaginativo alucinatorio que no se topa con las constricciones de la
verosimilitud. En la nueva “literatura imaginativa” de fines de los sesenta
parece producirse para Rama un corte o una “supensión
temporal” (239) de los vínculos entre la literatura y la realidad. Cito por
extenso el texto de Rama:
“El
rechazo del pasado, la inseguridad de lo real, la ruptura del lazo que encadena
la imaginación a los parámetros de un discurso colectivamente aceptado acerca
de lo real deviniendo invención libérrima, apuntan a la influencia de la
omnímoda literatura cortaziana que aquí como en otras
partes de América hispana ha determinado los nuevos caminos de la literatura.
(…) esta influencia mayor (…) responde a situaciones espirituales que la
propician, las que a su vez son momentos muy precisos del proceso evolutivo de
la revolución latinoamericana (Rama, 1972: 239)”
En
su revisión de la tradición de lo raro en la última narrativa uruguaya Rama
explica a Cristina Peri Rossi o a Jorge Mario Varlotta
Levrero desde una ruptura marcada por un factor externo: la influencia del neofantástico cortazariano, sus
exploraciones de lo inconsciente y sus desplazamientos en el interior de lo
real; y por uno interno: el oscurecimiento de las condiciones
socio-políticas en el país y la consecuente desconfianza de los modos
narrativos previos que traducen el mundo.
Cabe
señalar que en el razonamiento de Rama podría leerse un prejuicio con respecto
a ciertas prácticas de la literatura de entonces, entre fantástica e
imaginativa, que se apunta en el límite que recomienda para la imaginación,
esto es, en el fondo, la reivindicación de una verosimilitud para la fantasía
que debe ceñirse al compromiso con la realidad sociopolítica. A pesar de que
los riesgos del realismo son considerados por Rama- pobreza inventiva,
reiteración de modelos agotados, tendencia al prosaísmo, frente a los que
Onetti y Felisberto suponen los modelos o antídotos recomendables- su análisis
trasluce que de alguna forma el valor de la literatura estribaría en la
dimensión política de las obras y en su capacidad para referenciar lo social
antes que en la transgresión imaginativa o su audacia expresiva, como si
aquellos elementos sostuvieran los textos o legitimaran su valoración estética.
Si el compromiso con la realidad debe ir de la mano de la imaginación
narrativa, el realismo social y el nacionalismo aparecen como el background que, aunque se abjure de
prácticas realistas, daría validez a las obras por analogía. Rama encuentra en
este proceder por la vía de lo imaginativo por tanto un riesgo, aunque, por
suerte- señala-, evitado en la mayoría de narradores uruguayos. Lo nacional en
la nueva narrativa publicada desde 1967 estribaría en la “corrección de la
libertad y gratuidad que en otros lugares del continente adopta esta
literatura” (Rama, 1972: 239), en la medida en que en la literatura del país la
imaginación se pondría al servicio de la transcripción de la problemática
político-social autóctona. En la mira de Rama, entre fascinada y crítica, están
los textos de Levrero La máquina de pensar en Gladys (1970), volumen que recoge relatos
escritos entre 1966 y 1970, la primera novela de Levrero,
fechada en 1966, pero publicada años después, también en 1970, titulada La ciudad, y el primer cuento largo publicado, aparecido en 1968 en una plaquette de la
colección “La cáscara del huevo”, distribuida junto a la revista generacional
de la nueva izquierda surrealista, Los
Huevos del Plata, “Gelatina”[4]. De este último relato dice Rama que
constituye uno de “los ejemplos más libres de imaginación que hayan conocido
las letras uruguayas”, para, a continuación, censurar lo que hay “de libertad
excedida y de carencia de fiscalización de lo real” (Rama, 1972: 244) en una
imaginación que “comienza a tejer una nueva versión de la realidad” que
“todavía es un ejercicio de libertad total” (Rama, 1972: 245). Tal vez también
Rama leyera en aquella revista de un “malditismo poco
afortunado”, como era para él Los Huevos
del Plata, otros dos textos de Levrero, “El
portero y el otro” (1968) y “La casa
abandonada” (1969), que apareció con la firma aún titubeante de “Jorge Levrero”.
Esta
lectura se repite en otras miradas críticas sobre la generación de Levrero. Tanto Mabel Moraña como
Fernando Aínsa coinciden en vincular esa rareza de Levrero con la necesidad generacional de impugnar un canon
realista en las letras uruguayas. Moraña
vuelve a explicar ese sacudimiento de las fronteras de lo representable desde
las transformaciones en la realidad sociopolítica del momento, por una pérdida
de confianza en las posibilidades de la literatura realista para consignar las
transformaciones y descreimientos en la realidad establecida y en lo social
como proyecto. A propósito de Peri Rossi Moraña
afirma:
“La
impugnación del canon realista como modelo de representación mimética implica
entonces algo más que la revitalización de una vieja polémica circunscrita al
campo de la estética y limitada al problema de la opacidad o transparencia del
lenguaje poético. Constituye una búsqueda de nuevas formas de conocimiento de
una realidad fracturada y represiva, un cuestionamiento de los principios y
valores que el canon impugnado representa, un intento, en fin, por
redimensionar el mundo cotidiano e interpelar al lector planteando a nivel
literario, como en otra trinchera, el problema de la hegemonía discursiva” (Moraña, 1988: 158)
Aínsa,
por su parte, también vincula la
literatura de Levrero a la de autores que, en una
línea que rescata el posicionamiento oblicuo en la mirada que bordea los
límites de lo real, que tiene en su opinión origen en el Río de
Aínsa
encuentra las raíces de la mejor narrativa uruguaya del último cuarto del siglo
XX y del siglo XXI en dos puntos de inicio: por un lado, “la mirada descreída y
la postura deliberadamente descolocada y marginal (si no marginada) del hombre sin fe ni interés por su destino,
definido por Onetti” (Aínsa 2008: 35), y por otro
lado, “la exploración de las fronteras de un realismo sesgado y oblicuo,
ensanchado hasta los límites del absurdo y lo fantástico, gracias a la
incursión en las tierras de la memoria
que propicia Felisberto” (35). Y advierte que, a pesar de que las dos
tendencias parezcan enfrentadas en origen, coinciden sin embargo, en “operar al
margen del corpus canónico y del gran cauce de las corrientes en boga,
mayoritariamente realistas” (35). Levrero encarnaría
una opción generacional por una literatura imaginativa, que terminaría
consolidando la tradición literaria uruguaya en cierto modo desenganchada de un
corpus hegemónico que había pretendido estructurar una imagen inmediata de la
realidad según los parámetros convencionales de la representación realista. Una
literatura, también, en deliberado conflicto con proyectos narrativos centrales
de las generaciones anteriores, a decir de Pablo Fuentes, de un Benedetti o de
un Onetti (Fuentes 1986). Si bien en Onetti podría articularse una lectura
no-realista o de un cierto desmantelamiento o descreimiento del realismo al
uso, reformulándose en buena parte de su narrativa a través de una serie de
procedimientos de la mirada donde los referentes reales se ven atravesados por
el filtro de la memoria y la imaginación, derivando en actividad demiúrgica, es cierto que, sin embargo, los vínculos con el
realismo en estos autores son todavía legibles mientras que, por el contrario,
quedan disueltos en las narraciones de Levrero, que
postulan abiertamente un cuestionamiento ontológico, su necesidad de definir
desde cero qué entender por realidad.
Moraña
más recientemente (2004) lee en los espacios narrativos de la
generación del sesenta en que inscribe a Levrero, un
difícil entronque con cualquier proyecto estatal o con proyectos sociales
colectivos, estableciendo una relación problemática tanto con la historia como
con la geografía. Los espacios literarios de buena parte de los narradores del
período son, según Moraña, “lugares recuperados en un
trabajo imaginativo o memorioso, frecuentemente atormentado, incierto,
recortados de contextos mayores (…) inalcanzables, lugares que insisten en
exponer su intrínseca negatividad: la del desplazamiento, la desidentidad y la desterritorialización”
(Moraña 2004: 132). Palabras que describirían con
tino algunos espacios signados por la literatura de Levrero.
En el caso uruguayo- señala Aínsa- es pertinente preguntarse hasta qué punto la
marginalidad es vocación de la mirada o la resultante de “un sistema que
expulsa hacia sus bordes, que excluye a quienes no aceptan las reglas y
convenciones de la corriente mayoritaria, exclusión que ha sido flagrante en el
período de la dictadura que viviera el Uruguay entre junio de 1973 y noviembre
de
4. BREVE RECORRIDO POR
La
radicalidad de los desplazamientos que obra la literatura de Levrero, sus “aperturas sobre el extrañamiento”, que Ángel
Rama definía como “libertinaje” imaginativo, que, más audaces que las operadas
en los textos de Cortázar y Felisberto, insertan lo extraño y aún lo fantástico
en lo cotidiano, apoyándose en algunas ocasiones en recursos propios de la
ciencia ficción, revelan- se ha dicho- la obsesión de esta literatura por
indagar el inconsciente humano, incursionar en “trasfondos velados y esquivos”,
en “zonas oníricas y penumbras que envuelven los procesos mentales” (Verani, 1996a: 157). Pero este recorrido en la obra levreriana se hace a menudo a partir de o a través de las
formas menores y la cultura de masas. Esa familiaridad con las formas populares
supone una inflexión nueva en la literatura uruguaya, que hay que apuntar en el
haber de Levrero.
La primera obra que recibió críticas relevantes[5]
de figuras como Rama o Gandolfo fue Gelatina (1968), aparecida como plaquette en Los
Huevos del Plata, durante un tiempo Levrero
rechazó la nouvelle porque sintió que no le
pertenecía. El temor a la crítica y el rechazo de su propio texto están
conectados, y la causa de éste último pudo estar en un referente visual-
temático- que conscientemente o no resulta legible en Gelatina: el film de terror independiente The Blob (1958)[6].
A decir de Levrero se habría producido un plagio
involuntario o telepático[7].
No obstante, leída desde la tradición del fantástico, Gelatina supone una
vuelta de tuerca magistral en la narrativa rioplatense. Entendamos este
“plagio”, voluntario o no (probablemente no hubiera visto esta película con
anterioridad a la escritura de Gelatina),
no como una falla sino como una exploración de las posibilidades creativas
contenidas en la traducción o el uso artísticos de los materiales paraliterarios, espurios, temas y códigos provenientes de
la cultura de masas, que el crítico Fernando Aínsa ha
reconocido en Levrero como una inclasificable mezcla
de géneros y subgéneros (2002), y que en este caso hibrida la ciencia ficción y
el fantástico, nota común en muchos textos de Levrero[8].
El
mundo de los textos levrerianos es, desde su
“trilogía involuntaria[9]”,
un recorrido por los paisajes de pesadilla que pueden identificarse con el
arquetipo de la “transformación” (Corbellini, 1996:
22), que Jung caracterizaba como “un callejón sin salida u otra situación
imposible”, cuya “meta es el esclarecimiento o una más elevada conciencialidad” (Jung, 1970:26). En estos espacios tienen
lugar travesías de sujetos que manifiestan una inadecuación con una realidad
entre onírica y carcelaria, que remeda la que se construye en ciertos textos de
Kafka[10],
su vagar sin rumbo fijo por el mundo físico alegoriza un vagar errático por los
laberintos interiores del inconsciente, “donde tienen lugar acontecimientos
atormentados (…) portadores de un simbolismo difuso e inaccesible a la razón” (Verani, 1996a: 158). Sus protagonistas, marcados por una
experiencia de radical pérdida del sentido del lugar y del tiempo, se ven
condenados a un viaje incesante e inútil, a menudo de la mano de un Virgilio
dantesco (frecuentemente una mujer como materialización del deseo o de la
culpa). Sus desplazamientos se ven motivados por una vaga necesidad de
justicia, libertad o seguridad que nunca queda satisfecha, o por la huida de
una amenaza difusa, que se representa simbólica o estructuralmente a través de
la imagen del laberinto o de una tela de araña que se adensa conforme avanza el
relato. A menudo se revela la inutilidad de esos esfuerzos en iluminaciones
finales, otras veces, anticipadas en forma de revelación a cargo de otros
personajes[11],
ulteriormente confirmadas por el protagonista.
Las
sociedades, como ocurre en los textos kafkianos, están también regidas por
normas, códigos o estructuras -
Aunque
Levrero dice conocer y “entusiasmarse” (Verani, 1996b: 14) con el surrealismo sólo después de haber
escrito varias de sus primeras obras[12],
reconociendo sólo en Kafka al autor
decisivo en su vocación como escritor y principal influencia en su primera
escritura de los sesenta[13],
como ha señalado Pablo Fuentes, mucho de surrealista tienen sus “tramas en
zig-zag”, las metáforas de las fuerzas de lo inconsciente vinculadas a las
sustancias porosas y los fluidos, la exploración de estados de conciencia
alterados o entre el sueño y la vigilia, y algunas formas de humor que se dan
en su narrativa (Fuentes, 1986). A esto se añade todo un imaginario, como el
propio Levrero se encarga de anotar, que irrumpe en
las búsquedas que sus personajes efectúan, en sus recorridos oníricos que atraviesan
espejos, puertas y pasadizos, personajes que remedan lo circense y que
confunden a los protagonistas con informaciones e instrucciones enfrentadas,
mensajes o advertencias escritos en lugares insospechados, donde se apunta a la
lectura asumida de Lewis Carrol, que, como ocurre en
algunos relatos de Julio Cortázar, fuerzan al protagonista a un debate interno
entre la obsesión y la neurosis. En algunas soluciones de sus cuentos es quizás
donde la influencia cortazariana es más notoria, no
obstante, como señala Pablo Rocca a propósito de Espacios libres, tal vez el mejor
volumen de relatos del autor, se acentúa la exploración del “absurdo”, “lo
grotesco” o “la ruptura de las coordenadas espacio-temporales en tanto
aproximación al caos” (Rocca, 1987: 30), de un modo
mucho más agresivo o radical que el que pueda apreciarse en la literatura del
escritor argentino, y las tesis o los finales de los mismos son mucho más
abiertos. Una obra maestra en este sentido es el cuento, que incluiría en
Espacios libre, “Capítulo XXX”, que narra una delirante experiencia de
despersonalización o fragmentación de la psique a través de una metamorfosis
corporal.
Uno
de los elementos más reseñables de su poética es su extraordinaria visualidad,
que parte siempre de imágenes que fundan la narración. En este sentido Rama o Ruffinelli han analizado cómo los relatos progresan por
acumulación de escenas, resultando en ellos clave el procedimiento del montaje,
en una progresión no lineal sino, se ha dicho, derivativa (Rama, 1972; Ruffinelli, 1996). Quizás sea interesante también pensar
los modelos visuales a los que pueden remitir algunas imágenes que cobran mayor
relieve, puesto que a menudo determinados pasajes ecfrásticos
invocados en los relatos generan las estructuras narrativas o determinan los
procedimientos constructivos de muchos relatos. El universo de la trilogía por
ejemplo recuerda en parte a ciertos cuadros de De Chirico.
Los personajes de Levrero manifiestan una terrible
soledad al atravesar espacios y estructuras plagados de seres y objetos de un
simbolismo inaccesible a la razón. La estructura laberíntica de El lugar particularmente hace pensar en
los dibujos geométricos de Paul Klee, artista al que rindieron homenaje los “hachepientos”, poetas y artistas plásticos vinculados al
emprendimiento artístico de Clemente Padín. En los Huevos del Plata, la revista de Padín, publicó Levrero tanto
dibujos como relatos; en ella también aparecen dibujos de Klee (1965-1969). Puede
resultar interesante también pensar los vínculos de esta literatura con el
cubismo. A mi modo de ver, ciertas técnicas cubistas funcionan como modelo
visual de esa poética ecfrástica levreriana,
en tanto ésta se impone la tarea de desautomatizar la realidad exhibiendo en el mismo plano
fragmentos o planos de la misma ocultos a la perspectiva cartesiana del que
mira el cuadro o del que lee una novela como contemplaría una exposición de
imágenes. Ejemplos de esta utopía inherente a la écfrasis,
la representación verbal de la representación visual, menudean en las
vanguardias y se vuelven de nuevo hoy comunes entre las últimas promociones de
narradores (Montoya Juárez, 2008; Mora, 2012). Resulta interesante pensar
muchas novelas de Levrero de acuerdo a ese mismo tipo
de operatoria iconotextual (Wagner, 1996) o textovisual (Mitchell, 1994), como la explicitación del
esto de volver la novela una exposición museística ejecutada en las dos
dimensiones de la página escrita, buscando con el lenguaje traducir el efecto
tridimensional de los fractales, accediendo de ese modo en un continuo a planos
de realidad inaccesibles (Montoya Juárez, 2010). En este sentido puede entenderse
la reivindicación de este fantástico levreriano como
realista, como defendió Levrero siempre en
entrevistas[14].
París o Los muertos son novelas paradigmáticas en este sentido.
Otros
rasgos personalizan la narrativa de Levrero con el
paso de los años y la diferencian de otras sensibilidades literarias de su
generación. Además de la visualidad ya referida, su narrativa presenta un
estrecho vínculo con las formas masivas, con “franjas culturales” marginales a
la cultura oficial, como la ciencia-ficción, la novela policial, la historieta
y el folletín de aventuras a las que se añaden tangencialmente “elementos
pertenecientes a zonas degradadas de la práctica social: lo pornográfico, el
espiritismo, ciertos mitos populares (Fuentes, 1986: 350-51), con frecuencia
también lo parapsicológico, un territorio sobre el que Levrero
escribió como hemos dicho un manual teórico. La exploración subgenérica
y el trabajo con el collage y el pastiche en un sentido posmoderno han dado
alguno de los textos más excéntricos de su producción narrativa. El policial es
visitado reiteradamente por Levrero, es el caso de Nick Carter, folletín paródico donde Levrero trata de hacer cristalizar la multiplicidad fractal
de todos los personajes que en la literatura, el cine y la televisión así se
llamaron, o de otros cuentos célebres como “Una confusión en la serie negra”
(1983), relato en que se parodian elementos procedentes del género negro
combinados con formas de humor asignables al cine de Buster Keaton o al gag de Harpo Marx[15],
publicado en El portero y el otro (1992); Dejen
todo en mis manos (1998), es un texto estructurado como novela policial en
cuyo final, como ocurre en cierto cine de David Lynch[16]
o en buena parte de la narrativa de César Aira (desde
lo que éste publica en 1990), el verosímil estalla e introduce elementos
vinculados al cómic o a las series de dibujos animados. Una marca cada vez más
frecuente entre los narradores rioplatenses de los 2000. El estilo en delirio
que ha terminado configurando la marca de ciertos realismos del simulacro
(Montoya Juárez, 2008) de los noventa en el Río de
De
la mano de esta exploración de modelos genéricos paraliterarios
se abre toda una vertiente narrativa en Levrero que
tiene que ver con lo testimonial ficcionalizado, el
diario o el registro de trabajo, como calentamiento previo a la escritura
narrativa auténtica- atravesada por lo que Levrero ha
llamado con frecuencia “el espíritu”- respecto de la cual se expresa una
nostalgia o separación dolorosa. En esta línea, alejada del molde fantástico, y
que podría incluirse en la categoría del hiperrealismo o de un realismo
experimental, están los textos “Apuntes bonarenses”
(1988)[18],
que recoge el registro de las experiencias cotidianas entre 1986 y 1988;
“Diario de un canalla”[19]
(1988), escrito en 1986, donde plasma la angustia por lo que Levrero vivió como una traición a la literatura, que
requería de una dedicación plena que en Buenos Aires, trabajando como
crucigramista para la empresa Juegos,
nunca pudo mantener, el “Diario de la beca”, incluido en La novela luminosa (2004)[20],
o la consignación de ejercicios caligráficos procurando vaciar el discurso de
contenidos para centrarse en la forma de la letra escrita de El discurso vacío (1996), donde las
referencias a la visualización de la materialidad externa del discurso son
sumamente interesantes. Póstumamente apareció un texto que habría que añadir a
esta serie intitulado “Burdeos”, fechado en 2003, que regresa a las
experiencias del autor en un breve periplo de apenas dos meses en la ciudad
francesa, allá por 1972, en que convive con la “Antoinette”
de la ficción, una amante del autor cuyo nombre real fue Marie France. Los
últimos cuatro textos citados abandonan el género fantástico o maravilloso para
instalarse en un realismo experimental que, ha dicho Roberto Apprato, se desdobla en las frases por las cuales es
representado[21].
Finalmente,
otra de las marcas fundantes de su literatura es el sentido del humor (Fuentes,
1986; Gandolfo, 1992), que toma la forma del humor negro al irrumpir el
componente ridículo en situaciones límite o patéticas. La estructura de lo
humorístico en la primera parte de la narrativa de Levrero,
entre fines de los sesenta y principios de los ochenta, se ha relacionado con
el cine de Chaplin, Lloyd y, sobre todo, Buster Keaton. Como en éstos, a pesar
de que en Levrero hay más énfasis en “lo siniestro”,
lo humorístico ingresa mediante el “efecto absurdo” (Fuentes, 1986: 354), como
señala Pablo Fuentes, bajo la forma de lo inesperado, que provoca una ruptura
en la linealidad de un relato que se abre a “lo insólito del gag” (354).
5. EL LIBERTINAJE. FELISBERTO. LOS
LEVRERIANOS:
Me
interesa regresar sobre la lectura de la obra primeriza de Mario Levrero que tempranamente llevó a cabo Ángel Rama, para subrayar
una sugerencia que se pasa por alto con frecuencia. Conviene recordar que la
crítica del autor de Transculturación
narrativa en América Latina está a medio camino entre lo estético y lo
moral. El elogio de Rama a los primeros textos de Levrero
incluye veladamente una reconvención al autor por su “libertinaje” imaginativo, un término con el que valora
la originalidad de Levrero pero con el que también
censura su “imaginación excedida” que desemboca en una “carencia de
fiscalización de lo real”, que Rama teoriza al hilo de su crítica del relato
“Gelatina”, y que en cierto modo malograría los aspectos positivos de su
narrativa. Acto seguido recomienda a Levrero
seguir los pasos de la literatura uruguaya, nacionalizar de algún modo su
estética, pues, según Rama, en Uruguay, por suerte, como ya hemos dicho, “la libertad y gratuidad que en otros lugares
del continente adopta esta literatura” (Rama 1972: 239) se ha corregido. Se
aclara considerablemente cómo pensar esa “gratuidad” si recordamos que las
críticas de Rama se hacen extensivas a la obra de otro autor clave de la
literatura latinoamericana desde 1969: Manuel Puig. Sin extenderse en la
cuestión, en el punto de mira de las críticas de Rama parece estar, sin
mencionarlo, el “salto a los medios” (Ludmer) que
lleva a cabo del lado argentino Puig, a quien Rama aprovecha para censurar en
su texto. Aparentemente alejados por el aparato crítico con que se abordan las
literaturas de uno y otro autor, esa proximidad entrevista o sugerida al paso
entre Puig y Levrero no ha sido explorada. Si
avanzamos por ese camino creemos que esa intuición puede ser valiosa en la
medida en que quizás podríamos pensar la narrativa de Levrero
en el horizonte de transformaciones de los modos de apropiación y
distanciamiento respecto de lo masivo enmarcados a su vez en el horizonte más
amplio constituido por las relaciones entre la palabra y la imagen, dos
elementos claves de las configuraciones de buena parte del posmodernismo
narrativo en las décadas siguientes, y también del pos-posmodernismo en
discusión hoy, a propósito de una literatura reciente que lee el presente en
diálogo con la ecología mediática contemporánea, a la vez, recuperando
elementos de la vanguardia. Caza de
conejos o Fauna/Desplazamientos, nouvelles experimentales compuestas de entradillas
heterogéneas, constituyen prácticas vanguardistas que anticipan estructuras que
hoy se reinterpretan por los autores más jóvenes desde lo cibertextual
o lo “pangeico” (Mora, 2012). Es el caso de Circular 07 (2002), de Vicente L. Mora,
o Nocilla dream (2004),
de Agustín Fernández-Mallo. Vuelve a ser interesante extender este rasgo a
otras prácticas no ya literarias, sino del conjunto más amplio de las artes plásticas
que cuestionan o tratan de ensanchar los límites del paradigma posmodernista
como juego de categorías omnicomprensivo de la cultura contemporánea[22].
Sin ánimo de entender a Levrero
como meramente epigonal, Jorge B. Rivera advertía de
la filiación felisbertiana de sus obras[23]
(1996), determinante en la orientación de la literatura del 69. Conexión que
resulta válida, pese a que Levrero haya declarado no
haber leído a Felisberto previamente a las críticas que comparaban su
literatura con la de él. Aínsa señala cómo el sustrato de la obra del autor de Por los tiempos de Clemente Colling subyace en toda la
tradición del “exilio interior” (Aínsa 2002), que
abarcaría los “excéntricos marginales de L.S. Carini;
los maniáticos y mareados de Julio Ricci”; el realismo “tenso y exasperado,
rozando lo extraño y lo fantástico de Armonía Somers”; los heterodoxos relatos de Héctor Galmés; la grisedumbre veteada de
humor negro de Miguel Ángel Campodónico; los territorios hostiles de Cristina
Peri Rossi y la exposición de las “paradojas” sobre la condición humana de
Tarik Carson; así como ”la inclasificable y creativa exploración de géneros y
subgéneros de Mario Levrero (Aínsa,
2002: 133-134). Un “insilio” o “exilio interior” que no se reduce a los años de
la dictadura, sino que los antecede y se continúa después, configurando una
corriente viva de la literatura uruguaya que alcanza al presente. Estas
heterodoxias, en los ochenta y a la vuelta de los años noventa, se prolongan
por tanto en autores como en Rafael Courtoisie, con
brillantes exploraciones de lo imaginativo en su trilogía Los mares (1990-1993), pero también, por el costado del
extrañamiento grotesco en la expresión de la realidad y la mirada humorística,
en la obra de Leo Maslíah con títulos como La mujer loba ataca de nuevo (1992) o,
más recientemente, en la prosa cáustica de Felipe Polleri
con El
Dios Negro (2010) (compuesta de las novelas Carnaval, Colores y El rey de las cucarachas) o Inocencia (2008). Desde fines de los
noventa y en el nuevo siglo, quizás, esta línea que recorre la literatura
uruguaya puede continuarse también en alguno de los mejores narradores de las
últimas generaciones, como Pablo Casacuberta, con su
novela El mar (2000), Daniel Mella, con Derretimiento (2000), Alejandro
Ferreiro, autor de Portland (2007),
Fernanda Trías, autora de la claustrofóbica La
azotea (2001), que quizás es una de las mejores novelas de la última
narrativa uruguaya, o Inés Bortagaray, que desarrolla
la veta intimista de la narrativa de Levrero en la
narración de un viaje al interior del país durante unas vacaciones, en Prontos, listos, ya (2004). En cualquier
caso no sólo la obra, sino también lo que representaba la figura de Levrero, su presencia de escritor genial que si no al
margen, sí se posicionó de forma oblicua al mercado en el campo literario
uruguayo. El modo en que bordeó el exterior de la alta cultura, en permanente
exploración de lo que él llamó sus “gustos perversos”, en que persiguió la
construcción de un mito personal a través de su obra, donde el objeto
publicado- una novela, un libro- no es el final sino un elemento más del
proceso creativo son determinantes en la narrativa de autores aparentemente si
no en conexión directa con él, también influidos de esa marca-Levrero (figura-obra). En este sentido cabe entender
también gestos como el de Patricia Turnes, autora de Pendejos (2007); ella misma además de escritora y cineasta,
vocación de Levrero en su juventud, dirige talleres
de motivación y crecimiento personal en la misma línea que Levrero,
que se dedicó desde los años setenta a ese tipo de tareas. O el de Ramiro Sanchiz, uno de los mejores autores jóvenes del Uruguay (y
quizás de todos ellos el más prolífico), quien acomete un gesto que devendrá en
cada vez más frecuente: convertir a Levrero en
personaje, en este caso, en un detective especializado en fenómenos paranormales,
en la ucronía La vista desde el puente (2012). En la brillante exploración de la
conciencia posthumana que lleva a cabo Sanchiz en otra
nouvelle, Trashpunk (2012), donde el protagonista trata de
establecer una conexión psíquica con un ente cibernético, podrían acaso también
leerse ecos de la influencia de Levrero. La
originalidad es estos ecos estriba en la lectura que Sanchiz
hace del modo oblicuo de posicionarse Levrero
respecto de la ciencia ficción. La
exploración introspectiva atravesada a partes iguales de la fascinación y la
angustia ante una proliferación imaginativa de origen incierto- interno y
externo al yo- que lleva a cabo Sanchiz en Trashpunk, puede
verse anticipada en la novela de Levrero París (1979) e igualmente en cuentos
como el citado “Capítulo XXX”. En Sanchiz la écfrasis imaginaria sirve inteligentemente al propósito de
hacer ingresar un fuerte contenido metaficcional[24].
Como vemos, tanto por las estrategias de un
discurso autobiográfico como construcción de la posibilidad de existencia del
artista, esto es, la elaboración de una interesantísima figura de autor como
objeto de su última producción, que acomete la exploración de los discursos del
yo, como también por el componente espectacular de su primera literatura
imaginativa (su hibridez compositiva, su poética radicalmente ecfrástica y fractal), Levrero
está deviniendo sin duda en una referencia fundamental para la narrativa actual
en español.
No se ha atendido, en los análisis en
profundidad del funcionamiento interno de esta narrativa[25],
a cómo la misma anticipa preocupaciones que tienen que ver con la construcción
de una poética de la imagen atenta a la penetración de un sensorium simulacional
crecientemente complejo, siendo un pionero de soluciones contemporáneas en el
tratamiento de la imagen y la experimentación con los medios del simulacro en
la literatura del Uruguay. Su libertinaje imaginativo indaga, en efecto, las
“zonas oníricas y penumbras que envuelven los procesos mentales” (Verani 1996a: 157), mas en esas incursiones cada uno de sus
narradores se postula como un Sísifo hermeneuta, condenado a perseguir un suelo
de realidad, un punto de apoyo para operar una elevación, obtener una mínima
estabilidad o seguridad a partir de la cual constituir su autenticidad como
individuo. Volviéndose imposible articular su identidad o establecer un sentido
siquiera provisorio en el centro de la proliferación imaginativa. En todos los
casos los personajes de las ficciones levrerianas-
hablo siempre de las de su primer período, aunque quizás alguna de las últimas
novelas también podría avenirse a esta afirmación- acaban siendo derrotados por
un simulacro de imágenes que les salen al paso a lo largo de las estructuras
laberínticas que recorren. Muchos textos de Levrero[26]-
entre ellos Gelatina, La ciudad, El lugar, París, Nick Carter, Los muertos, “Siukville”, Alice Springs, etc…- se construyen a partir de imágenes que
derivan en nuevas imágenes, llevando a muchos de sus protagonistas de la
vigilia, al sueño, del sueño a paisajes urbanos, hostiles, y a los espacios
artificiales o de mampostería, teatrales, en ocasiones del interior de los mass media, sin que las fronteras entre los
diferentes ámbitos puedan delimitarse. Su narrativa podría pensarse entonces-
también- como una máquina que atraviesa los pasajes entre la vigilia y el sueño
en la era de su reproductibilidad técnica. Los textos levrerianos
despliegan una poética ecfrástica de la que se
desprende una teoría de la representación y una toma de conciencia de la
ecología en que le es dado a la literatura tomar la palabra, esto es, desarrollar
una búsqueda, articular proyectos que confabulen en la redención de fragmentos
mínimos de la vida cotidiana.
Las lecturas académicas de Moraña
y Aínsa, amén de otras, a las que nos hemos referido,
recorren, pues, las otras líneas sugeridas por Rama. A ellas habría que sumar
por su importancia la de Hugo Verani, quien
reflexiona sobre el rol de Levrero en el campo
literario a propósito de una reconstrucción de la posmodernidad uruguaya, con
interesantes aportaciones determinadas por la agenda de un estudio amplio
propia de los años noventa, que abarca a numerosos autores. Esta vía- que
relaciona imagen, sensorium simulacional
y formas populares- en absoluto ha sido la que más habitualmente ha guiado los
estudios académicos de la obra de Levrero, más
centrados en los estudios de corte teórico sobre el fantástico literario[27].
En mi opinión ese libertinaje, que cultivaría entre los setenta y los ochenta,
vuelve - también- a Levrero un autor clave para
pensar en su tiempo la literatura futura desde que comienza a escribir. Su
influencia entre los escritores de las últimas décadas da o dará cuenta de su
relevancia.
6. CIERRE:
Mario Levrero
acometió una búsqueda personal que dirigió una obra de una consistencia
extraordinaria que puede llegar a valorarse como una de las grandes narrativas
uruguayas del siglo XX; quizás la tercera, tras Felisberto y Onetti. Aunque en
la construcción de ese mito personal de escritor le falla a Levrero,
a diferencia de cómo operan otros grandes de la literatura argentina de su
generación- Saer o Piglia,
también Aira, más joven que él, una sistematicidad,
la apuesta por un proyecto visionado desde el comienzo de su carrera literaria
y ejecutado implacablemente. No se entienda el término peyorativamente en
absoluto[28],
porque las obras de los autores citados no cedieron un ápice en su exigencia
artística: a Levrero le falló el marketing. Y esto
aparentemente también le proporcionó entre quienes cultivaron su fascinación por
él un aura especial. Un narrador que fue antes humorista, y tal vez más
conocido públicamente por esa faceta durante años; que se entregó con igual
seriedad a novelas, cuentos, diarios, letras de canciones, cómic, historietas,
crucigramas, manuales de parapsicología, etc.; que pocas veces movió un dedo
para vender su propia obra: rara vez acudía a una presentación de un libro
suyo; que mantuvo en cierta ocasión a algún crítico reputado del exterior a la puerta
de su casa sin abrirle aduciendo que sentía la energía negativa que éste le
transmitía; que proyectó una imagen de los editores como sus enemigos, que
rechazó salir del Uruguay publicando en Alfaguara para confesarle a su amigo
poco después “cada cual tiene el editor que se merece”; que decía creer (y
quienes lo conocieron aseguran que creía a rajatabla) que la imaginación no
pertenece a nadie sino que flota en una nube de la que se nutren todos los
escritores; que se hizo escritor tardíamente en Piriápolis,
en un trance o hipnosis que calificó como un parto de sí mismo; que aceptó como
sino o fatalidad, y muy a su modo, el grito libertario rimbaudiano
de la infancia perpetua y el “nunca trabajaré”, haciendo de la renovación
permanente de ese experimentalismo (pese a su reivindicación del arte como hipnosis)
parte irrenunciable de ese grito. Sin
duda, en ese sentido, Levrero fue un raro. La última
gran figura de esa tradición. Una figura que a nadie pudo dejar indiferente.
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[1] De acuerdo con la
bibliografía que el propio autor aporta a Pablo Rocca
(1992), antes había publicado dos cuentos en la revista Señal (1966).
[2] Publicada por
entregas en Página 12, en Buenos Aires, ese año, y sólo aparecida en su versión
completa póstumamente, en 2010.
[3] Debo a la generosidad
de Elvio Gandolfo el haberme dejado leer el volumen inédito que antologa algunas de las mejores entrevistas que concedió el
autor a lo largo de su vida, de próxima aparición en la editorial Mansalva.
[4] En la misma revista Levrero publica en 1969, en el especial del último número,
otro relato, “El portero y el otro”, que
sería recogido en un volumen con el mismo título veinte años después.
[5] Levrero
había publicado dos relatos previamente a Gelatina.
En la revista Señal (1966 y
1967).Ambos se recogerían en el volumen La
máquina de pensar en Gladys (1970).
[6] Título traducido como
La mancha voraz en Argentina, que
tendría numerosas secuelas y parodias en las décadas siguientes. El film, protagonizado por un jovencísimo Steve
McQueen, narraba una invasión alienígena donde un meteorito que se estrella
contra
[7] Según recuerda
Clemente Padín en una entrevista inédita que le
realizo en Montevideo, en 2011.
[8] Encasillamiento en la
ciencia ficción con el que Levrero no estuvo de
acuerdo. Lo cierto es que, si bien se da a conocer en revistas de vanguardia,
como Los Huevos del Plata y Maldoror, sus
primeros libros aparecen en Tierra Nueva o Entropía, en colecciones de ciencia
ficción, y su confirmación en Argentina se produce gracias a su presencia en la
revista El péndulo, la revista más
importante del Río de
[9] Compuesta por La ciudad (1970), escrito en 1966, El lugar (1982),
terminado en 1969, y París (1979), concluida en 1970, una
trilogía a decir de Levrero no diseñada
conscientemente pero que responde a un mismo impulso narrativo. Nótese que el
orden de publicación no es el de redacción.
[10] La primera novela de Levrero La ciudad, se
abre precisamente con una cita de Kafka.
[11] Como ocurre en París (1979).
[12] Levrero
así lo afirma en una entrevista: “Conocí
el surrealismo y me entusiasmé con él después de haber escrito una novela y
varios cuentos; no me marcó de entrada, pero luego habré incorporado mucho de
él (y muy clara y conscientemente en ciertas líneas de humor que he trabajado)”
(Verani, 1996b: 14)
[13] “Kafka me dio la
llave, el permiso, y al comienzo incluso la forma; fue leer América, y de inmediato El castillo, y comenzar a escribir. Leía de noche El castillo y pasaba el día siguiente
escribiendo La ciudad. Hasta leer a
Kafka no sabía que se podía decir la verdad” (Verani,
1996b: 14).
[14] La última, la muy
interesante y extensa a cargo de Pablo Silva (2008), publicada como libro. El
escritor y dibujante uruguayo Edgardo Lizasoaín, “Lizán”, amigo y colaborador de Jorge Varlotta
en diferentes historietas, en una entrevista que le realizamos describe cómo Levrero afirma haber anticipado la teoría de Mandelbrot en
su obra narrativa, concretamente en la novela París. Sobre ello he escrito en
el artículo “Fractales en París” (2010).
[15] Este tipo de humor
“visual” resulta aún más identificable si se conoce la primera versión de este
relato en forma de historieta, escrito como guión por Levrero,
para los dibujos de Sanyú, publicada en la revista Fierro nº 17, Buenos Aires, 1986; sólo
fue publicado en su forma de cuento en El
País Cultural, en 1991.
[16] Piénsese por ejemplo
en el film de Lynch Mullholland Drive (2002)
[17] Aunque es habitual en
Levrero el procedimiento del montaje en la sintaxis
narrativa, no lo es tanto el uso del collage o el empleo del readymade a partir de materiales ajenos, incluso
no literarios, en los que el efecto de absurdo ingresa antes que por el trabajo
con el lenguaje narrativo, por la heterogeneidad de los fragmentos y lenguajes
superpuestos, por los que relato evade cualquier noción habitual de autoría, al
modo duchampiano, montando de manera arbitraria párrafos de un libro sobre la
cría de la nutria, un viejo Código Civil, un libro de arquitectura o de
ingeniería, un librito para aprender idiomas, un misal, un folleto sobre abonos
y, finalmente, en la versión publicada en Espacios
libres, fragmentos de “El círculo” (Allá,
bien alto, Imago, 1984) un relato del también narrador uruguayo Gley Eyherabide- según confiesa Levrero,
para la primera versión había utilizado un texto propio, inédito aún, y desechó
la idea-. Cuando así ocurre, como en este caso, el texto narrativo advierte
previamente de los materiales a utilizar y el hilo narrativo lo constituyen
frases que narran un descenso a un círculo ubicado en una caverna en las
profundidades, el intertexto de Eyherabide,
que cumple la función del pegamento que da cohesión los fragmentos.
[18] Conjunto de textos
breves con anécdotas a menudo triviales de las que Levrero
extrae repercusiones filosóficas y existenciales, se publicaron inicialmente en
la revista Crisis, en Buenos Aires, bajo el título “Convivencias” (números 58, 59, 62 y 66),
posteriormente incluidos en el volumen El
portero y el otro (1992).
[19] Podríamos hablar de
un viraje crucial en la obra de Levrero desde “Diario
de un canalla”, signado, propone uno de los mejores conocedores de Levrero y su obra, Elvio Gandolfo, por su desplazamiento a
Buenos Aires, entre 1985 y 1988. Lo cual se traduce en una “zona porteña” en su
narrativa, en la que el Levrero-narrador expresa una
necesidad de “autoconfesión desencadenada por una distancia doble (respecto a
Montevideo y respecto a la literatura)” (Gandolfo, 1992: 13). La exhaustiva
descripción de cada detalle de la vida cotidiana en su soledad bonaerense es la
del “estado anímico” del protagonista. Aquí
“queda licuado el espesor de la aventura existencial angustiosa que
caracterizaba su zona anterior, por interpósito del protagonista (o alter
ego)”, lo que se expresa ahora es “una experiencia mucho más directa y mucho
más alusiva” (Gandolfo, 1992: 12.) de la realidad.
[20] Novela escrita
gracias a la concesión de la beca Guggenheim, único galardón internacional
recibido por Levrero en vida por su labor como
novelista.
[21] Apprato,
conocedor de su obra y buen amigo de Levrero afirma,
a propósito de su novela póstuma, La
novela luminosa: “En la manera de aludir, de reflexionar, de dar cuenta de
las visitas femeninas, de los paseos, de las obsesiones, de las culpas por
levantarse tarde o pasar muchas horas frente a la computadora, las intuiciones
mágicas o casualidades descubiertas más allá de toda racionalidad, hay una
invención literaria fuerte; de pronto, el narrador se sitúa afuera y desde ahí
mira todo como si fuera un escenario: el de su vida, montado para él (…); esa
primeridad de la mirada, que conecta a veces con Felisberto Hernández, genera
un lenguaje en el cual se instala. En el gesto de abandonarse al tema, de controlarlo
desde la escritura, está la marca personal de Levrero:
lo real es un campo de experimentación continua, tanto más inventivo cuando más
se ciñe a lo real” (Apprato, 2006: 135)
[22] En este sentido resulta interesante analizar las estrategias de
presentación de sí mismo con que experimenta Levrero
en La novela luminosa, recortándolas
sobre el mapa de una serie de prácticas no sólo literarias, sino artísticas
contemporáneas, a la manera en que lo hace Laddaga
(2007; 2010). Así, la autoficción que prolifera en
las últimas fechas, como la exhibición exasperante del escritor que posterga la
ejecución de una obra maestra que nunca llega, que Levrero
ensaya en la última etapa de su producción, podrían leerse simultáneamente a
las prácticas del happening y la performance a cargo de artistas que
están presentes en la exhibición, que interactúan con públicos concretos y
juegan a hacer imposible deslindar la obra de arte de la figura del artista.
[23] “Los territorios explorados precursoramente por Felisberto Hernández plantearán
al cabo una mayor incertidumbre genealógica, y proyecciones a la vez más
tardías que las de Onetti, si se admite que escritores como Armonía Somers, Mario Levrero, Tarik
Carson o Leo Masliah prolongan –de manera muy
personal- un campo de atipicidad literaria o conceptual inaugurado por el autor
de Nadie encendía las lámparas (1947), sin que pueda decirse, desde
luego, que exista entre ellos una directa vinculación epigonal”
(Rivera, 1996: 41).
[24] Muerto Levrero, la primera d