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Revista de estudios filológicos
Nº24 Enero 2013 - ISSN 1577-6921
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estudios

EL LUGAR DE MARIO LEVRERO: UN RECORRIDO POR SU NARRATIVA

Jesús Montoya Juárez

(Departamento de literatura española, Teoría de la Literatura y Literatura comparada. Universidad de Murcia. Murcia. España)

Resumen:

El presente artículo ubica críticamente la obra Mario Levrero, desgranando la crítica literaria académica más relevante que de él se ocupa y tratando de subrayar su peso en el canon literario uruguayo actual en relación a la propuesta original que su obra supone, antes que por los planteamientos metafísicos que se derivan de su escritura, por llevar a cabo un experimentalismo que fructifica en una serie de innovaciones inéditas en la narrativa nacional, el despliegue de una poética ecfrástica o textovisual.  

Palabras clave:

Mario Levrero, narrativa uruguaya, écfrasis, crítica literaria.

Abstract:

This article analyzes Mario Levrero´s oeuvre, reading the main critical literature that deals with it. I will highlight its importance in Uruguayan canon, pointing out how this oeuvre, beyond its metaphysical will, projects an ekphrastic aesthetic that introduces several innovations in Uruguayan contemporary fiction.

Keywords:

Mario Levrero, Uruguayan fiction, Ekphrasis, Literary criticism.

 

1. APERTURA:

Fotógrafo y cineasta aficionado, humorista, guionista de historietas, hacedor de enigmas lógicos, crucigramista, poeta inédito, gurú, consejero, terapeuta y parapsicólogo in péctore, telépata confeso y practicante de la hipnosis, implacable detective de sueños propios y ajenos que consignó por escrito a lo largo de su vida, profesor de talleres de narrativa, ocasionalmente editor, también hacker en sus últimos años, mas, ante todo, narrador brillante, Jorge Mario Varlotta Levrero (1940-2004) murió a los sesenta y cuatro años de edad víctima de un aneurisma de aorta roto el 30 de agosto de 2004. Hasta su muerte, este maestro uruguayo del fantástico literario y la autoficción lo fue también de diferentes talleres de narrativa, alguno de ellos online, lo cual le permitió un contacto directo con generaciones recientes de escritores que lo consideraron una referencia fundamental y una influencia capital en sus estéticas. De carácter excéntrico y reservado, Levrero construyó además una presentación de sí mismo a lo largo de los años que ha contribuido a volver real al artista, ese otro yo multiforme que firma sus textos, a decir de Levrero, dependiendo de quién sea él en ese momento. Y esta afirmación, como se verá, no es en su caso una frase baladí. Levrero ha levantado a partir de su figura silenciosa un mito propio. Las anécdotas que sus amigos y quienes le conocían han hecho circular sobre Varlotta-Levrero multiplican esta atmósfera que rodea la personalidad de un escritor que mantuvo honestamente la fe en ese mito literario, el de un narrador dedicado por completo a construir una forma de comunicar “experiencias luminosas” o, en su defecto, esa zona de sombra que las rodea, en un esfuerzo por edificar alguna forma de autenticidad verosímil que poder transmitir a sus lectores a través de los rodeos lingüísticos inevitables que son en realidad sus obras, buscando reunir en esa operatoria los pedazos de los otros que conviven en el yo. En su figura, así, se espejea la rareza de una literatura que comprende géneros tan diversos como la novela, el cuento, las letras de canciones, los guiones radiofónicos, los manuales paracientíficos, e inclusive las historietas y crucigramas. Su primer relato de cierta extensión, “Gelatina”, aparece en 1968, en forma de libro, en la revista montevideana contracultural fundada en 1965 por Clemente Padín, Julio Linares, Héctor Paz y Julio Moses, Los Huevos del Plata[1]. Desde entonces han ido sucediéndose títulos que fueron publicados, con frecuencia desordenadamente respecto a las fechas en que fueron concluidos, a lo largo de cuatro décadas. La obra narrativa de Mario Levrero comprende más de veinte títulos. De entre sus novelas destacan La ciudad, escrita en 1966 y publicada en 1970, París, escrita en 1970 y publicada en 1979, El lugar, concluida en 1969, y publicada por primera vez en 1982, Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo (1974), Fauna/Desplazamientos (1987), Dejen todo en mis manos (1998), La Banda del Ciempiés[2] (1988), El alma de Gardel (1996), El discurso vacío (1996), y la póstuma, ganadora del premio Bartolomé Hidalgo, La novela luminosa (2005), y los libros de cuentos La máquina de pensar en Gladys (1970), Todo el tiempo (1982), Aguas salobres (1983), Los muertos (1986), Espacios libres (1987), Caza de conejos (1988), El portero y el otro (1992),  Los carros de fuego (1996), Ya que estamos (2001), más dos volúmenes de Irrupciones (2001), que recogen alrededor de la mitad de los textos que aparecieron en la columna periodística que realizara entre 1996 y 1998 y entre 2000 y 2001 para la revista Postdata, aparecidos en el sello que el propio Levrero funda, De los Flexes Terpines.

 

2. DEL PRIMER AL ÚLTIMO LEVRERO.

La obra de Levrero supone un viaje desde los paisajes turbulentos de la interioridad del individuo en su lucha por acceder o penetrar una autenticidad en riesgo permanente de inexistencia, de sus primeras novelas, hasta una literatura que se confronta con la exterioridad inmediata de lo cotidiano, que nos zambulle a sus lectores en ese universo líquido, también gelatinoso, a ras de vida, del último período de su narrativa. Un universo siempre mirado a través de unas lentes de aumento que registran cada detalle pero que a la vez hacen que sintamos que el sentido está a punto de escapársenos, inasible, a pesar de que el mago parezca exhibir ante la vista la baraja de los trucos. Es la sensación genuina que siente un lector cuando se confronta con lo que se revela a la mirada como una gran literatura. La obra levreriana tiene algo de tela de araña. Despliega universos pegajosos en los que el lector se ve atrapado a la espera de ser inoculado con el veneno de un afán que la trasciende, terminando por situarlo en una búsqueda personal- espiritual, si se quiere- por caminos que van más allá del libro. La escritura o la lectura pueden ser dos de ellos en la medida en que ambas se conciben como parte de un mecanismo que contribuye a un modo de encarar la existencia, de perseguir el desarrollo de un potencial latente. De acuerdo a Levrero la literatura formaría parte del conjunto de operaciones preparatorias para la percepción de una plenitud apenas intuida o una experiencia- digámoslo con Levrero- “luminosa”. Esa función removedora queda expresada temáticamente en sus relatos en la figura de la búsqueda, elemento común a todas sus ficciones, y quizás el legado primario de la obra levreriana: su particular modo de hacer conexión con la vida. Esta obsesiva necesidad de hacerse cargo de la redención del alma propia, en tensión permanente por el posible carácter construido de su existencia o por la imposibilidad misma de esa redención, se radicaliza en la obra levreriana desde su etapa porteña, donde cada vez van a ir importando menos las estructuras narrativas y la fantasía, para que la autobiografía gane terreno en una concepción de la literatura como maqueta de esa operación por venir. Asociando a Levrero, en su persecución de lo inefable, a Kafka y a Musil, Ignacio Echeverría lo ha señalado a propósito de su novela póstuma:

“Todo este libro –dice– es el testimonio de un gran fracaso.” Lo prodigioso es cómo Levrero trabaja desde su propio fracaso y, con los materiales de su derrota, construye el molde de esa imposible novela luminosa, sus contornos. Si la experiencia luminosa no es narrable, como finalmente admite, sí es posible, a cambio, narrar la oscuridad que la rodea, y la necesidad de la luz. La novela luminosa se convierte, así, en el negativo de una experiencia mística, en el vaciado de su huella, en el clamor de su inminencia. En el glorioso montón de plumas y excrementos que confirman que el Espíritu pasó por aquí, y que hay por lo tanto una esperanza de salvación. Escribió Kafka: “La vida es una distracción permanente que ni siquiera permite tomar conciencia de aquello de lo cual distrae”. Toda la obra de Levrero puede ser tomada como un reiterado intento de escapar a esta maldición. La experiencia luminosa consistiría, simplemente, en cobrar conciencia, pese a todo. “En eso consiste el verdadero aprendizaje”, escribe Levrero. “No saber que se sabe, y de pronto saber” (Echeverría, 2008).

 

Esta búsqueda, el planteamiento de la ficción como comunicación no ya de una verdad cuanto de un deseo de obtenerla y perseguirla, se apoya en una mística que Levrero ha cultivado a lo largo de su trayectoria, en la que se cruzan Lao Tsé, el psicoanálisis, Jung, el surrealismo, la parapsicología, Mandelbrot, la mítica heterosexual de los héroes del policial, la historieta y el humor- Landrú, Peloduro, Tía Vicenta-, y, por supuesto, el tango. En estos términos se expresaba en 2002, en una de sus últimas entrevistas:

“Hace muchos años, cuando recién comenzaba a escribir, o tal vez antes, encontré un libro que se llama Psicoanálisis del arte,  de Charles Baudoin, del que saqué un concepto poco divulgado: el arte es hipnosis. Entonces, lo que se produce entre el que escribe (o pinta o se expresa de cualquier forma artística) y el que lee (o percibe y lee la obra del tipo que sea) es una comunicación de alma a alma. Lo que se transmite no es la información, sino un contenido que está disimulado y que se te mete a través de un estado de trance. Para mí, hay un hecho artístico cuando hay hipnosis, encantamiento. Por eso estoy en contra de los críticos que desarman los textos, buscan técnicas, explican racionalmente determinados fragmentos (…)”.  (Matus, 2007 cit. en Gandolfo en prensa: 153-161)[3].

 

A riesgo de contradecir la voluntad del propio autor acerca de cómo ser leído, creo que Mario Levrero es un autor original en el campo uruguayo del último cuarto del siglo XX antes que por los planteamientos metafísicos- hay quien diría, parafraseándolo a él, “hipnóticos”- que se derivan de su escritura, por llevar a cabo un experimentalismo que fructifica en una serie de innovaciones inéditas en la narrativa nacional, el despliegue de una poética ecfrástica donde cada texto acomete el desafío de desenvolver cada una de las imágenes de las que la escritura parte por medio de una solución narrativa diferente.

3. LA IRRUPCIÓN DE LEVRERO Y SU RECEPCIÓN CRÍTICA.

 

Jorge Ruffinelli, en su célebre ensayo “La década literaria: el mensaje de los jóvenes” (1969), polemizaría con las ideas de Ángel Rama acerca de la aridez de inventiva en la última promoción de narradores uruguayos que había venido defendiendo éste desde 1963: “es peligrosa la ausencia de afán experimentador entre los jóvenes, y conviene afirmar dogmáticamente que sin experimentación constante no hay arte original y verdaderamente nuevo”(…)” (Rama 1963, cit. en Verani, 1992: 800) Aún con muy poca distancia, Ruffinelli argumentó que desde el año 1967 se podía hablar de un viraje en el discurso narrativo a cargo de la nueva generación: el realismo practicado por los jóvenes en los primeros años sesenta deviene en un fantástico que volvería sobre la vanguardia de décadas atrás para proponer una literatura de corte experimental hacia el final de la década. Ruffinelli en este sentido destaca a Gley Eyherabide, con su volumen de relatos El otro equilibrista y veintisiete más (1967), el volumen Zoologismos (1967) de Mercedes Rein y las novelas Cualquiercorsario (1967) y Contramutis (1969), de Jorge Onetti (Ruffinelli, 1969: 126-127). Dicho viraje se produce respecto de un nutrido corpus de narradores cuyos relatos y novelas estaban marcados, como señala Verani, por el “fraseo descriptivo”, la “enunciación directa” y el “lenguaje mimético expositivo”, apegados a la circunstancia espacial inmediata, de una cotidianidad fatigosa, influidos de Pavese, el cine de Antonioni o la nouvelle vague (Verani, 1992: 801). Un apego al realismo mimético que Mario Benedetti también denostaría llamándolo “literatura de balneario”, pese a que, no obstante, fue una práctica adoptada por una variedad de narradores que tendrían después distinta suerte en su carrera literaria.

 

El giro experimental del que habla Ruffinelli no se da ex nihilo, sino que conecta con una genealogía literaria nacional subterránea que Ángel Rama había analizado en Cien años de raros (1966), un término dariano que se avino con éxito a definir la corriente alternativa de la literatura nacional que en los sesenta eclosiona, dando la generación de autores en la que se inscribió a Levrero. Desde la visión de una de las representantes de esa promoción, Teresa Porzecanski, esta rareza nacional daría por vez primera frutos particularmente abundantes, volviéndose una corriente significativa en las letras uruguayas, entre los escritores de su generación, entre quienes cita a Héctor Galmés, Miguel Ángel Campodónico, Julio Ricci, Tarik Carson, Carlos Pellegrino o la propia Porzecanski (Porzecanski 1987).

 

El propio Rama atendió tempranamente a la obra de Mario Levrero vinculándola con ese cambio de rumbo dentro de la narrativa uruguaya que, desde su punto de vista, significaba ya la ruptura definitiva con la llamada generación crítica o generación del 45. Para la definición de estos cambios Rama escoge el concepto de “estremecimiento nuevo” con el que Víctor Hugo midió la importancia de la poesía baudelairiana. Este frisson nouveau se da desde la misma fecha escogida por Ruffinelli, 1967, momento en el que comienzan a publicar los autores de la generación que Rama denomina “de 1969” (Rama 1972: 221). La misma supone la clausura de un período de 30 años en la cultura nacional y el inicio “de otro fraseo de nuestra cultura” (221). Influida del fantástico psicologicista cortazariano, la nueva literatura presentaba una voluntad de explorar “zonas inéditas de lo real” que encuentran- señala Rama- su genealogía en la narrativa uruguaya en algunos relatos de Marinés Silva Vila, José Pedro Díaz, Armonía Somers, Héctor Massa, Luis Carini, los textos híbridos entre la poesía y la narrativa de Marosa di Giorgio, y la difusión, señala Rama, sólo alcanzada tras su muerte en 1964, de la narrativa completa de Felisberto Hernández.

 

Si bien el tratamiento fantástico es reconocible en los textos de Rein o Eyherabide ya citados (Ruffinelli 1969; Aínsa, 2002)), son los jóvenes, como Levrero, Porzekanski y Peri Rossi quienes, como coincide en señalar la crítica (Rama, 1972; Moraña, 1988, 2004; Verani, 1996c; Aínsa, 2002),  con mayor nitidez ejemplifican la ruptura radical con las formas y la filosofía inspiradora de la literatura previa, donde cualquier mirada utópica sobre la realidad nacional desaparece, siendo ahora signados con mayor énfasis “el estancamiento, vejez, temor (…) hasta escamotear, en la pintura de la sociedad (…) la expresión de cualquier otra virtud que la signara” (Rama, 1972: 238). La vuelta de tuerca sobre estas heterodoxias de la tradición de los raros a cargo de los narradores de la segunda mitad de los sesenta exacerbaría su desconfianza, prosigue Rama, en “las formas recibidas que traducen el mundo real”, en la medida en que se constata que “las bases de ese mundo se presentan como repentinamente inseguras, inestables, imprevisibles, adquiriendo un estado fluido propio de inminentes cambios, rehusándose a cristalizaciones en estructuras firmes” (Rama, 1972: 238).

 

Esta desconfianza en la realidad política y social nacional de la generación de 1969, que marca una corriente alternativa al realismo preponderante, explicaría la cierta predilección por las alegorías, la búsqueda de “correlatos estéticos” de lo real a partir del cultivo de visiones que configuran un despliegue imaginativo alucinatorio que no se topa con las constricciones de la verosimilitud. En la nueva “literatura imaginativa” de fines de los sesenta parece producirse para Rama un corte o una “supensión temporal” (239) de los vínculos entre la literatura y la realidad. Cito por extenso el texto de Rama:

 

“El rechazo del pasado, la inseguridad de lo real, la ruptura del lazo que encadena la imaginación a los parámetros de un discurso colectivamente aceptado acerca de lo real deviniendo invención libérrima, apuntan a la influencia de la omnímoda literatura cortaziana que aquí como en otras partes de América hispana ha determinado los nuevos caminos de la literatura. (…) esta influencia mayor (…) responde a situaciones espirituales que la propician, las que a su vez son momentos muy precisos del proceso evolutivo de la revolución latinoamericana (Rama, 1972: 239)”

 

En su revisión de la tradición de lo raro en la última narrativa uruguaya Rama explica a Cristina Peri Rossi o a Jorge Mario Varlotta Levrero desde una ruptura marcada por un factor externo: la influencia del neofantástico cortazariano, sus exploraciones de lo inconsciente y sus desplazamientos en el interior de lo real; y por uno interno: el oscurecimiento de las condiciones socio-políticas en el país y la consecuente desconfianza de los modos narrativos previos que traducen el mundo. 

 

Cabe señalar que en el razonamiento de Rama podría leerse un prejuicio con respecto a ciertas prácticas de la literatura de entonces, entre fantástica e imaginativa, que se apunta en el límite que recomienda para la imaginación, esto es, en el fondo, la reivindicación de una verosimilitud para la fantasía que debe ceñirse al compromiso con la realidad sociopolítica. A pesar de que los riesgos del realismo son considerados por Rama- pobreza inventiva, reiteración de modelos agotados, tendencia al prosaísmo, frente a los que Onetti y Felisberto suponen los modelos o antídotos recomendables- su análisis trasluce que de alguna forma el valor de la literatura estribaría en la dimensión política de las obras y en su capacidad para referenciar lo social antes que en la transgresión imaginativa o su audacia expresiva, como si aquellos elementos sostuvieran los textos o legitimaran su valoración estética. Si el compromiso con la realidad debe ir de la mano de la imaginación narrativa, el realismo social y el nacionalismo aparecen como el background que, aunque se abjure de prácticas realistas, daría validez a las obras por analogía. Rama encuentra en este proceder por la vía de lo imaginativo por tanto un riesgo, aunque, por suerte- señala-, evitado en la mayoría de narradores uruguayos. Lo nacional en la nueva narrativa publicada desde 1967 estribaría en la “corrección de la libertad y gratuidad que en otros lugares del continente adopta esta literatura” (Rama, 1972: 239), en la medida en que en la literatura del país la imaginación se pondría al servicio de la transcripción de la problemática político-social autóctona. En la mira de Rama, entre fascinada y crítica, están los textos de Levrero La máquina de pensar en Gladys (1970), volumen que recoge relatos escritos entre 1966 y 1970, la primera novela de Levrero, fechada en 1966, pero publicada años después, también en 1970, titulada La ciudad, y el primer cuento largo publicado, aparecido en 1968 en una plaquette de la colección “La cáscara del huevo”, distribuida junto a la revista generacional de la nueva izquierda surrealista, Los Huevos del Plata, “Gelatina”[4]. De este último relato dice Rama que constituye uno de “los ejemplos más libres de imaginación que hayan conocido las letras uruguayas”, para, a continuación, censurar lo que hay “de libertad excedida y de carencia de fiscalización de lo real” (Rama, 1972: 244) en una imaginación que “comienza a tejer una nueva versión de la realidad” que “todavía es un ejercicio de libertad total” (Rama, 1972: 245). Tal vez también Rama leyera en aquella revista de un “malditismo poco afortunado”, como era para él Los Huevos del Plata, otros dos textos de Levrero, “El portero y el otro” (1968)  y “La casa abandonada” (1969), que apareció con la firma aún titubeante de “Jorge Levrero”.

 

Esta lectura se repite en otras miradas críticas sobre la generación de Levrero. Tanto Mabel Moraña como Fernando Aínsa coinciden en vincular esa rareza de Levrero con la necesidad generacional de impugnar un canon realista en las letras uruguayas. Moraña vuelve a explicar ese sacudimiento de las fronteras de lo representable desde las transformaciones en la realidad sociopolítica del momento, por una pérdida de confianza en las posibilidades de la literatura realista para consignar las transformaciones y descreimientos en la realidad establecida y en lo social como proyecto. A propósito de Peri Rossi Moraña afirma:

 

“La impugnación del canon realista como modelo de representación mimética implica entonces algo más que la revitalización de una vieja polémica circunscrita al campo de la estética y limitada al problema de la opacidad o transparencia del lenguaje poético. Constituye una búsqueda de nuevas formas de conocimiento de una realidad fracturada y represiva, un cuestionamiento de los principios y valores que el canon impugnado representa, un intento, en fin, por redimensionar el mundo cotidiano e interpelar al lector planteando a nivel literario, como en otra trinchera, el problema de la hegemonía discursiva”  (Moraña, 1988: 158)

 

Aínsa, por su parte, también  vincula la literatura de Levrero a la de autores que, en una línea que rescata el posicionamiento oblicuo en la mirada que bordea los límites de lo real, que tiene en su opinión origen en el Río de la Plata en la narrativa de Roberto Arlt (por ejemplo, en Los siete locos, de 1929, o Los lanzallamas, de 1931), deviene literatura de la marginalidad que busca “trascender lo cotidiano por la desmesura y el absurdo (…) derivar conscientemente de lo colectivo a una descolocación individual” (Aínsa, 2002: 131).

 

Aínsa encuentra las raíces de la mejor narrativa uruguaya del último cuarto del siglo XX y del siglo XXI en dos puntos de inicio: por un lado, “la mirada descreída y la postura deliberadamente descolocada y marginal (si no marginada) del hombre sin fe ni interés por su destino, definido por Onetti” (Aínsa 2008: 35), y por otro lado, “la exploración de las fronteras de un realismo sesgado y oblicuo, ensanchado hasta los límites del absurdo y lo fantástico, gracias a la incursión en las tierras de la memoria que propicia Felisberto” (35). Y advierte que, a pesar de que las dos tendencias parezcan enfrentadas en origen, coinciden sin embargo, en “operar al margen del corpus canónico y del gran cauce de las corrientes en boga, mayoritariamente realistas” (35). Levrero encarnaría una opción generacional por una literatura imaginativa, que terminaría consolidando la tradición literaria uruguaya en cierto modo desenganchada de un corpus hegemónico que había pretendido estructurar una imagen inmediata de la realidad según los parámetros convencionales de la representación realista. Una literatura, también, en deliberado conflicto con proyectos narrativos centrales de las generaciones anteriores, a decir de Pablo Fuentes, de un Benedetti o de un Onetti (Fuentes 1986). Si bien en Onetti podría articularse una lectura no-realista o de un cierto desmantelamiento o descreimiento del realismo al uso, reformulándose en buena parte de su narrativa a través de una serie de procedimientos de la mirada donde los referentes reales se ven atravesados por el filtro de la memoria y la imaginación, derivando en actividad demiúrgica, es cierto que, sin embargo, los vínculos con el realismo en estos autores son todavía legibles mientras que, por el contrario, quedan disueltos en las narraciones de Levrero, que postulan abiertamente un cuestionamiento ontológico, su necesidad de definir desde cero qué entender por realidad.

 

Moraña más recientemente (2004) lee en los espacios narrativos de la generación del sesenta en que inscribe a Levrero, un difícil entronque con cualquier proyecto estatal o con proyectos sociales colectivos, estableciendo una relación problemática tanto con la historia como con la geografía. Los espacios literarios de buena parte de los narradores del período son, según Moraña, “lugares recuperados en un trabajo imaginativo o memorioso, frecuentemente atormentado, incierto, recortados de contextos mayores (…) inalcanzables, lugares que insisten en exponer su intrínseca negatividad: la del desplazamiento, la desidentidad y la desterritorialización” (Moraña 2004: 132). Palabras que describirían con tino algunos espacios signados por la literatura de Levrero. 

 

En el caso uruguayo- señala Aínsa- es pertinente preguntarse hasta qué punto la marginalidad es vocación de la mirada o la resultante de “un sistema que expulsa hacia sus bordes, que excluye a quienes no aceptan las reglas y convenciones de la corriente mayoritaria, exclusión que ha sido flagrante en el período de la dictadura que viviera el Uruguay entre junio de 1973 y noviembre de 1984” (Aínsa, 2002: 132). Una sociedad que ubica al margen de sí a todos aquellos que no logran sostenerse “en las aguas turbulentas en las que sólo algunos saben navegar al socaire de certidumbres banalizadas” (Aínsa, 2002: 132). La respuesta estética entonces reproduce las formas de lo que, con Hegel, Aínsa describe como “exilio (…) interior” impuesto “a las conciencias desdichadas” (Aínsa, 2002: 132), y que Moraña ha dado en llamar, circunscribiéndolo a los años del proceso militar y al escenario de violencia previa, “insilio” o autoexilio de la sensibilidad estética en el interior del Uruguay, por parte de una generación de escritores a la que aplica el adjetivo “fantasma”. Un “exilio interior” que, lejos de reducirse a los años de la dictadura, Aínsa sin embargo ve prolongarse, reproducido en narradores más jóvenes, en los años noventa, y que ve expresado en una serie de marcas: “desafiliación, desenganche, desestabilización y vulnerabilidad de las posiciones seguras que parecían garantizar el patrimonio histórico y cultural, individual y colectivo heredado en el que se reconocía, mal que bien, todo creador y toda obra literaria” (Aínsa, 2002:133).

 

4. BREVE RECORRIDO POR LA POÉTICA DE MARIO LEVRERO.

 

La radicalidad de los desplazamientos que obra la literatura de Levrero, sus “aperturas sobre el extrañamiento”, que Ángel Rama definía como “libertinaje” imaginativo, que, más audaces que las operadas en los textos de Cortázar y Felisberto, insertan lo extraño y aún lo fantástico en lo cotidiano, apoyándose en algunas ocasiones en recursos propios de la ciencia ficción, revelan- se ha dicho- la obsesión de esta literatura por indagar el inconsciente humano, incursionar en “trasfondos velados y esquivos”, en “zonas oníricas y penumbras que envuelven los procesos mentales” (Verani, 1996a: 157). Pero este recorrido en la obra levreriana se hace a menudo a partir de o a través de las formas menores y la cultura de masas. Esa familiaridad con las formas populares supone una inflexión nueva en la literatura uruguaya, que hay que apuntar en el haber de Levrero.

 

La primera obra que recibió críticas relevantes[5] de figuras como Rama o Gandolfo fue  Gelatina (1968), aparecida como plaquette en Los Huevos del Plata, durante un tiempo Levrero rechazó la nouvelle porque sintió que no le pertenecía. El temor a la crítica y el rechazo de su propio texto están conectados, y la causa de éste último pudo estar en un referente visual- temático- que conscientemente o no resulta legible en Gelatina: el film de terror independiente The Blob (1958)[6]. A decir de Levrero se habría producido un plagio involuntario o telepático[7]. No obstante, leída desde la tradición del fantástico, Gelatina supone una vuelta de tuerca magistral en la narrativa rioplatense. Entendamos este “plagio”, voluntario o no (probablemente no hubiera visto esta película con anterioridad a la escritura de Gelatina), no como una falla sino como una exploración de las posibilidades creativas contenidas en la traducción o el uso artísticos de los materiales paraliterarios, espurios, temas y códigos provenientes de la cultura de masas, que el crítico Fernando Aínsa ha reconocido en Levrero como una inclasificable mezcla de géneros y subgéneros (2002), y que en este caso hibrida la ciencia ficción y el fantástico, nota común en muchos textos de Levrero[8].  

 

El mundo de los textos levrerianos es, desde su “trilogía involuntaria[9]”, un recorrido por los paisajes de pesadilla que pueden identificarse con el arquetipo de la “transformación” (Corbellini, 1996: 22), que Jung caracterizaba como “un callejón sin salida u otra situación imposible”, cuya “meta es el esclarecimiento o una más elevada conciencialidad” (Jung, 1970:26). En estos espacios tienen lugar travesías de sujetos que manifiestan una inadecuación con una realidad entre onírica y carcelaria, que remeda la que se construye en ciertos textos de Kafka[10], su vagar sin rumbo fijo por el mundo físico alegoriza un vagar errático por los laberintos interiores del inconsciente, “donde tienen lugar acontecimientos atormentados (…) portadores de un simbolismo difuso e inaccesible a la razón” (Verani, 1996a: 158). Sus protagonistas, marcados por una experiencia de radical pérdida del sentido del lugar y del tiempo, se ven condenados a un viaje incesante e inútil, a menudo de la mano de un Virgilio dantesco (frecuentemente una mujer como materialización del deseo o de la culpa). Sus desplazamientos se ven motivados por una vaga necesidad de justicia, libertad o seguridad que nunca queda satisfecha, o por la huida de una amenaza difusa, que se representa simbólica o estructuralmente a través de la imagen del laberinto o de una tela de araña que se adensa conforme avanza el relato. A menudo se revela la inutilidad de esos esfuerzos en iluminaciones finales, otras veces, anticipadas en forma de revelación a cargo de otros personajes[11], ulteriormente confirmadas por el protagonista.

 

Las sociedades, como ocurre en los textos kafkianos, están también regidas por normas, códigos o estructuras - la Organización en París, o la Empresa, en La ciudad- represoras e inasibles, que se interponen entre el individuo y su deseo, entre el sujeto y la proyección de cualquier sentido verdadero sobre el que reconstruir la propia identidad, recuperar la base sólida sobre la que retomar una existencia personal y colectiva o un estado de lo real en que sea posible la coexistencia cotidiana pacífica del individuo y las diferentes otredades interiores o exteriores a él. La subjetividad debe penosamente atenerse a un laberinto de opciones que se bifurcan vertiginosamente, ante las cuales dicha adaptación es imposible. Casi todos los sujetos narradores en los textos del Levrero de los sesenta, setenta y también en los primeros años ochenta, se ven forzados ora a la neurosis, ora a la paranoia, ora a la psicopatía. Si el mundo interior al individuo es caótico y fragmentado, el mundo exterior al él es leído como una realidad- o una parte de ella-, como el propio Levrero afirma citando a Jung, “demoníaca” (Verani, 1996b) y peligrosa. Ello ha hecho señalar a la crítica los vínculos de la radicalización de la crisis de la identidad de la subjetividad legible en los textos de Levrero con el descentramiento y la fractura de una identidad que ha signado el desarrollo teórico de lo posmoderno (Verani, 1996c).

 

Aunque Levrero dice conocer y “entusiasmarse” (Verani, 1996b: 14) con el surrealismo sólo después de haber escrito varias de sus primeras obras[12], reconociendo sólo en  Kafka al autor decisivo en su vocación como escritor y principal influencia en su primera escritura de los sesenta[13], como ha señalado Pablo Fuentes, mucho de surrealista tienen sus “tramas en zig-zag”, las metáforas de las fuerzas de lo inconsciente vinculadas a las sustancias porosas y los fluidos, la exploración de estados de conciencia alterados o entre el sueño y la vigilia, y algunas formas de humor que se dan en su narrativa (Fuentes, 1986). A esto se añade todo un imaginario, como el propio Levrero se encarga de anotar, que irrumpe en las búsquedas que sus personajes efectúan, en sus recorridos oníricos que atraviesan espejos, puertas y pasadizos, personajes que remedan lo circense y que confunden a los protagonistas con informaciones e instrucciones enfrentadas, mensajes o advertencias escritos en lugares insospechados, donde se apunta a la lectura asumida de Lewis Carrol, que, como ocurre en algunos relatos de Julio Cortázar, fuerzan al protagonista a un debate interno entre la obsesión y la neurosis. En algunas soluciones de sus cuentos es quizás donde la influencia cortazariana es más notoria, no obstante, como señala Pablo Rocca a propósito de Espacios libres, tal vez el mejor volumen de relatos del autor, se acentúa la exploración del “absurdo”, “lo grotesco” o “la ruptura de las coordenadas espacio-temporales en tanto aproximación al caos” (Rocca, 1987: 30), de un modo mucho más agresivo o radical que el que pueda apreciarse en la literatura del escritor argentino, y las tesis o los finales de los mismos son mucho más abiertos. Una obra maestra en este sentido es el cuento, que incluiría en Espacios libre, “Capítulo XXX”, que narra una delirante experiencia de despersonalización o fragmentación de la psique a través de una metamorfosis corporal.

 

Uno de los elementos más reseñables de su poética es su extraordinaria visualidad, que parte siempre de imágenes que fundan la narración. En este sentido Rama o Ruffinelli han analizado cómo los relatos progresan por acumulación de escenas, resultando en ellos clave el procedimiento del montaje, en una progresión no lineal sino, se ha dicho, derivativa (Rama, 1972; Ruffinelli, 1996). Quizás sea interesante también pensar los modelos visuales a los que pueden remitir algunas imágenes que cobran mayor relieve, puesto que a menudo determinados pasajes ecfrásticos invocados en los relatos generan las estructuras narrativas o determinan los procedimientos constructivos de muchos relatos. El universo de la trilogía por ejemplo recuerda en parte a ciertos cuadros de De Chirico. Los personajes de Levrero manifiestan una terrible soledad al atravesar espacios y estructuras plagados de seres y objetos de un simbolismo inaccesible a la razón. La estructura laberíntica de El lugar particularmente hace pensar en los dibujos geométricos de Paul Klee, artista al que rindieron homenaje los “hachepientos”, poetas y artistas plásticos vinculados al emprendimiento artístico de Clemente Padín. En los Huevos del Plata, la revista de Padín, publicó Levrero tanto dibujos como relatos; en ella también aparecen dibujos de Klee (1965-1969). Puede resultar interesante también pensar los vínculos de esta literatura con el cubismo. A mi modo de ver, ciertas técnicas cubistas funcionan como modelo visual de esa poética ecfrástica levreriana, en tanto ésta se impone la tarea de  desautomatizar la realidad exhibiendo en el mismo plano fragmentos o planos de la misma ocultos a la perspectiva cartesiana del que mira el cuadro o del que lee una novela como contemplaría una exposición de imágenes. Ejemplos de esta utopía inherente a la écfrasis, la representación verbal de la representación visual, menudean en las vanguardias y se vuelven de nuevo hoy comunes entre las últimas promociones de narradores (Montoya Juárez, 2008; Mora, 2012). Resulta interesante pensar muchas novelas de Levrero de acuerdo a ese mismo tipo de operatoria iconotextual (Wagner, 1996) o textovisual (Mitchell, 1994), como la explicitación del esto de volver la novela una exposición museística ejecutada en las dos dimensiones de la página escrita, buscando con el lenguaje traducir el efecto tridimensional de los fractales, accediendo de ese modo en un continuo a planos de realidad inaccesibles (Montoya Juárez, 2010). En este sentido puede entenderse la reivindicación de este fantástico levreriano como realista, como defendió Levrero siempre en entrevistas[14]. París o Los muertos son novelas paradigmáticas en este sentido.

 

Otros rasgos personalizan la narrativa de Levrero con el paso de los años y la diferencian de otras sensibilidades literarias de su generación. Además de la visualidad ya referida, su narrativa presenta un estrecho vínculo con las formas masivas, con “franjas culturales” marginales a la cultura oficial, como la ciencia-ficción, la novela policial, la historieta y el folletín de aventuras a las que se añaden tangencialmente “elementos pertenecientes a zonas degradadas de la práctica social: lo pornográfico, el espiritismo, ciertos mitos populares (Fuentes, 1986: 350-51), con frecuencia también lo parapsicológico, un territorio sobre el que Levrero escribió como hemos dicho un manual teórico. La exploración subgenérica y el trabajo con el collage y el pastiche en un sentido posmoderno han dado alguno de los textos más excéntricos de su producción narrativa. El policial es visitado reiteradamente por Levrero, es el caso de Nick Carter, folletín paródico donde Levrero trata de hacer cristalizar la multiplicidad fractal de todos los personajes que en la literatura, el cine y la televisión así se llamaron, o de otros cuentos célebres como “Una confusión en la serie negra” (1983), relato en que se parodian elementos procedentes del género negro combinados con formas de humor asignables al cine de Buster Keaton o al gag de Harpo Marx[15], publicado en El portero y el otro (1992);  Dejen todo en mis manos (1998), es un texto estructurado como novela policial en cuyo final, como ocurre en cierto cine de David Lynch[16] o en buena parte de la narrativa de César Aira (desde lo que éste publica en 1990), el verosímil estalla e introduce elementos vinculados al cómic o a las series de dibujos animados. Una marca cada vez más frecuente entre los narradores rioplatenses de los 2000. El estilo en delirio que ha terminado configurando la marca de ciertos realismos del simulacro (Montoya Juárez, 2008) de los noventa en el Río de la Plata (estoy pensando en Aira, pero también, en Alberto Laiseca, Sergio Bizzio, Washington Cucurto, Dalia Rosetti, Gabriela Bejerman, Sergio Pérez, etc.), es ensayado por Levrero en su veta más folletinesca, con La Banda del Ciempiés (1988), donde el flirteo con el camp-queer que muchos de los jóvenes leen en Copi, en este caso se vuelve una exacerbación de los estereotipos heterosexuales del policial, atravesados de surrealismo y humor de historieta. En corto de dibujos animados o en la actual animación hace pensar la pareja Nick Carter y Tinker y los episodios tragicómicos entre el narrador y un gorrión o el  realmente existente perro Pongo en “Diario de un canalla” (1991) y El discurso vacío (1996) respectivamente, o la serie interminable de entradillas que refieren la contemplación de la actividad de las palomas frente a la ventana por parte del narrador en el “Diario de la beca”, que se incluye en La novela luminosa (2005). Por no hablar de Carmody Trailler y la retahíla de personajes- osos incluidos- que desfilan por La Banda del Ciempiés. A la experimentación con el montaje y el collage, como recursos típicos de lo cinematográfico, se deben relatos experimentales muy poco habituales en el Levrero más común, como “La nutria es un animal del crepúsculo (collage)”[17], tal vez el texto más experimental de Levrero en esa línea, que se incluye en el volumen Espacios libres (1987), probablemente su mejor libro de relatos.

 

De la mano de esta exploración de modelos genéricos paraliterarios se abre toda una vertiente narrativa en Levrero que tiene que ver con lo testimonial ficcionalizado, el diario o el registro de trabajo, como calentamiento previo a la escritura narrativa auténtica- atravesada por lo que Levrero ha llamado con frecuencia “el espíritu”- respecto de la cual se expresa una nostalgia o separación dolorosa. En esta línea, alejada del molde fantástico, y que podría incluirse en la categoría del hiperrealismo o de un realismo experimental, están los textos “Apuntes bonarenses” (1988)[18], que recoge el registro de las experiencias cotidianas entre 1986 y 1988; “Diario de un canalla”[19] (1988), escrito en 1986, donde plasma la angustia por lo que Levrero vivió como una traición a la literatura, que requería de una dedicación plena que en Buenos Aires, trabajando como crucigramista para la empresa Juegos, nunca pudo mantener, el “Diario de la beca”, incluido en La novela luminosa (2004)[20], o la consignación de ejercicios caligráficos procurando vaciar el discurso de contenidos para centrarse en la forma de la letra escrita de El discurso vacío (1996), donde las referencias a la visualización de la materialidad externa del discurso son sumamente interesantes. Póstumamente apareció un texto que habría que añadir a esta serie intitulado “Burdeos”, fechado en 2003, que regresa a las experiencias del autor en un breve periplo de apenas dos meses en la ciudad francesa, allá por 1972, en que convive con la “Antoinette” de la ficción, una amante del autor cuyo nombre real fue Marie France. Los últimos cuatro textos citados abandonan el género fantástico o maravilloso para instalarse en un realismo experimental que, ha dicho Roberto Apprato, se desdobla en las frases por las cuales es representado[21].

 

Finalmente, otra de las marcas fundantes de su literatura es el sentido del humor (Fuentes, 1986; Gandolfo, 1992), que toma la forma del humor negro al irrumpir el componente ridículo en situaciones límite o patéticas. La estructura de lo humorístico en la primera parte de la narrativa de Levrero, entre fines de los sesenta y principios de los ochenta, se ha relacionado con el cine de Chaplin, Lloyd y, sobre todo, Buster Keaton. Como en éstos, a pesar de que en Levrero hay más énfasis en “lo siniestro”, lo humorístico ingresa mediante el “efecto absurdo” (Fuentes, 1986: 354), como señala Pablo Fuentes, bajo la forma de lo inesperado, que provoca una ruptura en la linealidad de un relato que se abre a “lo insólito del gag” (354).

 

5. EL LIBERTINAJE. FELISBERTO. LOS LEVRERIANOS:

 

Me interesa regresar sobre la lectura de la obra primeriza de Mario Levrero que tempranamente llevó a cabo Ángel Rama, para subrayar una sugerencia que se pasa por alto con frecuencia. Conviene recordar que la crítica del autor de Transculturación narrativa en América Latina está a medio camino entre lo estético y lo moral. El elogio de Rama a los primeros textos de Levrero incluye veladamente una reconvención al autor por su “libertinaje” imaginativo, un término con el que valora la originalidad de Levrero pero con el que también censura su “imaginación excedida” que desemboca en una “carencia de fiscalización de lo real”, que Rama teoriza al hilo de su crítica del relato “Gelatina”, y que en cierto modo malograría los aspectos positivos de su narrativa. Acto seguido recomienda a Levrero seguir los pasos de la literatura uruguaya, nacionalizar de algún modo su estética, pues, según Rama, en Uruguay, por suerte, como ya hemos dicho, “la libertad y gratuidad que en otros lugares del continente adopta esta literatura” (Rama 1972: 239) se ha corregido. Se aclara considerablemente cómo pensar esa “gratuidad” si recordamos que las críticas de Rama se hacen extensivas a la obra de otro autor clave de la literatura latinoamericana desde 1969: Manuel Puig. Sin extenderse en la cuestión, en el punto de mira de las críticas de Rama parece estar, sin mencionarlo, el “salto a los medios” (Ludmer) que lleva a cabo del lado argentino Puig, a quien Rama aprovecha para censurar en su texto. Aparentemente alejados por el aparato crítico con que se abordan las literaturas de uno y otro autor, esa proximidad entrevista o sugerida al paso entre Puig y Levrero no ha sido explorada. Si avanzamos por ese camino creemos que esa intuición puede ser valiosa en la medida en que quizás podríamos pensar la narrativa de Levrero en el horizonte de transformaciones de los modos de apropiación y distanciamiento respecto de lo masivo enmarcados a su vez en el horizonte más amplio constituido por las relaciones entre la palabra y la imagen, dos elementos claves de las configuraciones de buena parte del posmodernismo narrativo en las décadas siguientes, y también del pos-posmodernismo en discusión hoy, a propósito de una literatura reciente que lee el presente en diálogo con la ecología mediática contemporánea, a la vez, recuperando elementos de la vanguardia. Caza de conejos o Fauna/Desplazamientos, nouvelles experimentales compuestas de entradillas heterogéneas, constituyen prácticas vanguardistas que anticipan estructuras que hoy se reinterpretan por los autores más jóvenes desde lo cibertextual o lo “pangeico” (Mora, 2012). Es el caso de Circular 07 (2002), de Vicente L. Mora, o Nocilla dream (2004), de Agustín Fernández-Mallo. Vuelve a ser interesante extender este rasgo a otras prácticas no ya literarias, sino del conjunto más amplio de las artes plásticas que cuestionan o tratan de ensanchar los límites del paradigma posmodernista como juego de categorías omnicomprensivo de la cultura contemporánea[22].

 

Sin ánimo de entender a Levrero como meramente epigonal, Jorge B. Rivera advertía de la filiación felisbertiana de sus obras[23] (1996), determinante en la orientación de la literatura del 69. Conexión que resulta válida, pese a que Levrero haya declarado no haber leído a Felisberto previamente a las críticas que comparaban su literatura con la de él. Aínsa señala cómo el sustrato de la obra del autor de Por los tiempos de Clemente Colling subyace en toda la tradición del “exilio interior” (Aínsa 2002), que abarcaría los “excéntricos marginales de L.S. Carini; los maniáticos y mareados de Julio Ricci”; el realismo “tenso y exasperado, rozando lo extraño y lo fantástico de Armonía Somers”;  los heterodoxos relatos de Héctor Galmés; la grisedumbre veteada de humor negro de Miguel Ángel Campodónico; los territorios hostiles de Cristina Peri Rossi y la exposición de las “paradojas” sobre la condición humana de Tarik Carson; así como ”la inclasificable y creativa exploración de géneros y subgéneros de Mario Levrero (Aínsa, 2002: 133-134). Uninsilio” o “exilio interior” que no se reduce a los años de la dictadura, sino que los antecede y se continúa después, configurando una corriente viva de la literatura uruguaya que alcanza al presente. Estas heterodoxias, en los ochenta y a la vuelta de los años noventa, se prolongan por tanto en autores como en Rafael Courtoisie, con brillantes exploraciones de lo imaginativo en su trilogía Los mares (1990-1993), pero también, por el costado del extrañamiento grotesco en la expresión de la realidad y la mirada humorística, en la obra de Leo Maslíah con títulos como La mujer loba ataca de nuevo (1992) o, más recientemente, en la prosa cáustica de Felipe Polleri  con El Dios Negro (2010) (compuesta de las novelas Carnaval, Colores y El rey de las cucarachas) o Inocencia (2008). Desde fines de los noventa y en el nuevo siglo, quizás, esta línea que recorre la literatura uruguaya puede continuarse también en alguno de los mejores narradores de las últimas generaciones, como Pablo Casacuberta, con su novela El mar (2000), Daniel Mella, con Derretimiento (2000), Alejandro Ferreiro, autor de Portland (2007), Fernanda Trías, autora de la claustrofóbica La azotea (2001), que quizás es una de las mejores novelas de la última narrativa uruguaya, o Inés Bortagaray, que desarrolla la veta intimista de la narrativa de Levrero en la narración de un viaje al interior del país durante unas vacaciones, en Prontos, listos, ya (2004). En cualquier caso no sólo la obra, sino también lo que representaba la figura de Levrero, su presencia de escritor genial que si no al margen, sí se posicionó de forma oblicua al mercado en el campo literario uruguayo. El modo en que bordeó el exterior de la alta cultura, en permanente exploración de lo que él llamó sus “gustos perversos”, en que persiguió la construcción de un mito personal a través de su obra, donde el objeto publicado- una novela, un libro- no es el final sino un elemento más del proceso creativo son determinantes en la narrativa de autores aparentemente si no en conexión directa con él, también influidos de esa marca-Levrero (figura-obra). En este sentido cabe entender también gestos como el de Patricia Turnes, autora de Pendejos (2007); ella misma además de escritora y cineasta, vocación de Levrero en su juventud, dirige talleres de motivación y crecimiento personal en la misma línea que Levrero, que se dedicó desde los años setenta a ese tipo de tareas. O el de Ramiro Sanchiz, uno de los mejores autores jóvenes del Uruguay (y quizás de todos ellos el más prolífico), quien acomete un gesto que devendrá en cada vez más frecuente: convertir a Levrero en personaje, en este caso, en un detective especializado en fenómenos paranormales, en la ucronía La vista desde el puente (2012). En la brillante exploración de la conciencia posthumana que lleva a cabo Sanchiz en otra nouvelle, Trashpunk (2012), donde el protagonista trata de establecer una conexión psíquica con un ente cibernético, podrían acaso también leerse ecos de la influencia de Levrero. La originalidad es estos ecos estriba en la lectura que Sanchiz hace del modo oblicuo de posicionarse Levrero respecto de la ciencia ficción.  La exploración introspectiva atravesada a partes iguales de la fascinación y la angustia ante una proliferación imaginativa de origen incierto- interno y externo al yo- que lleva a cabo Sanchiz en Trashpunk, puede verse anticipada en la novela de Levrero París (1979) e igualmente en cuentos como el citado “Capítulo XXX”. En Sanchiz la écfrasis imaginaria sirve inteligentemente al propósito de hacer ingresar un fuerte contenido metaficcional[24].

 

Como vemos, tanto por las estrategias de un discurso autobiográfico como construcción de la posibilidad de existencia del artista, esto es, la elaboración de una interesantísima figura de autor como objeto de su última producción, que acomete la exploración de los discursos del yo, como también por el componente espectacular de su primera literatura imaginativa (su hibridez compositiva, su poética radicalmente ecfrástica y fractal), Levrero está deviniendo sin duda en una referencia fundamental para la narrativa actual en español.

 

No se ha atendido, en los análisis en profundidad del funcionamiento interno de esta narrativa[25], a cómo la misma anticipa preocupaciones que tienen que ver con la construcción de una poética de la imagen atenta a la penetración de un sensorium simulacional crecientemente complejo, siendo un pionero de soluciones contemporáneas en el tratamiento de la imagen y la experimentación con los medios del simulacro en la literatura del Uruguay. Su libertinaje imaginativo indaga, en efecto, las “zonas oníricas y penumbras que envuelven los procesos mentales” (Verani 1996a: 157), mas en esas incursiones cada uno de sus narradores se postula como un Sísifo hermeneuta, condenado a perseguir un suelo de realidad, un punto de apoyo para operar una elevación, obtener una mínima estabilidad o seguridad a partir de la cual constituir su autenticidad como individuo. Volviéndose imposible articular su identidad o establecer un sentido siquiera provisorio en el centro de la proliferación imaginativa. En todos los casos los personajes de las ficciones levrerianas- hablo siempre de las de su primer período, aunque quizás alguna de las últimas novelas también podría avenirse a esta afirmación- acaban siendo derrotados por un simulacro de imágenes que les salen al paso a lo largo de las estructuras laberínticas que recorren. Muchos textos de Levrero[26]- entre ellos Gelatina, La ciudad, El lugar, París, Nick Carter, Los muertos, “Siukville”, Alice Springs, etc…-  se construyen a partir de imágenes que derivan en nuevas imágenes, llevando a muchos de sus protagonistas de la vigilia, al sueño, del sueño a paisajes urbanos, hostiles, y a los espacios artificiales o de mampostería, teatrales, en ocasiones del interior de los mass media, sin que las fronteras entre los diferentes ámbitos puedan delimitarse. Su narrativa podría pensarse entonces- también- como una máquina que atraviesa los pasajes entre la vigilia y el sueño en la era de su reproductibilidad técnica. Los textos levrerianos despliegan una poética ecfrástica de la que se desprende una teoría de la representación y una toma de conciencia de la ecología en que le es dado a la literatura tomar la palabra, esto es, desarrollar una búsqueda, articular proyectos que confabulen en la redención de fragmentos mínimos de la vida cotidiana.

 

Las lecturas académicas de Moraña y Aínsa, amén de otras, a las que nos hemos referido, recorren, pues, las otras líneas sugeridas por Rama. A ellas habría que sumar por su importancia la de Hugo Verani, quien reflexiona sobre el rol de Levrero en el campo literario a propósito de una reconstrucción de la posmodernidad uruguaya, con interesantes aportaciones determinadas por la agenda de un estudio amplio propia de los años noventa, que abarca a numerosos autores. Esta vía- que relaciona imagen, sensorium simulacional y formas populares- en absoluto ha sido la que más habitualmente ha guiado los estudios académicos de la obra de Levrero, más centrados en los estudios de corte teórico sobre el fantástico literario[27]. En mi opinión ese libertinaje, que cultivaría entre los setenta y los ochenta, vuelve - también- a Levrero un autor clave para pensar en su tiempo la literatura futura desde que comienza a escribir. Su influencia entre los escritores de las últimas décadas da o dará cuenta de su relevancia.

 

6. CIERRE:

 

Mario Levrero acometió una búsqueda personal que dirigió una obra de una consistencia extraordinaria que puede llegar a valorarse como una de las grandes narrativas uruguayas del siglo XX; quizás la tercera, tras Felisberto y Onetti. Aunque en la construcción de ese mito personal de escritor le falla a Levrero, a diferencia de cómo operan otros grandes de la literatura argentina de su generación- Saer o Piglia, también Aira, más joven que él, una sistematicidad, la apuesta por un proyecto visionado desde el comienzo de su carrera literaria y ejecutado implacablemente. No se entienda el término peyorativamente en absoluto[28], porque las obras de los autores citados no cedieron un ápice en su exigencia artística: a Levrero le falló el marketing. Y esto aparentemente también le proporcionó entre quienes cultivaron su fascinación por él un aura especial. Un narrador que fue antes humorista, y tal vez más conocido públicamente por esa faceta durante años; que se entregó con igual seriedad a novelas, cuentos, diarios, letras de canciones, cómic, historietas, crucigramas, manuales de parapsicología, etc.; que pocas veces movió un dedo para vender su propia obra: rara vez acudía a una presentación de un libro suyo; que mantuvo en cierta ocasión a algún crítico reputado del exterior a la puerta de su casa sin abrirle aduciendo que sentía la energía negativa que éste le transmitía; que proyectó una imagen de los editores como sus enemigos, que rechazó salir del Uruguay publicando en Alfaguara para confesarle a su amigo poco después “cada cual tiene el editor que se merece”; que decía creer (y quienes lo conocieron aseguran que creía a rajatabla) que la imaginación no pertenece a nadie sino que flota en una nube de la que se nutren todos los escritores; que se hizo escritor tardíamente en Piriápolis, en un trance o hipnosis que calificó como un parto de sí mismo; que aceptó como sino o fatalidad, y muy a su modo, el grito libertario rimbaudiano de la infancia perpetua y el “nunca trabajaré”, haciendo de la renovación permanente de ese experimentalismo (pese a su reivindicación del arte como hipnosis) parte irrenunciable de ese grito.  Sin duda, en ese sentido, Levrero fue un raro. La última gran figura de esa tradición. Una figura que a nadie pudo dejar indiferente.

 

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[1] De acuerdo con la bibliografía que el propio autor aporta a Pablo Rocca (1992), antes había publicado dos cuentos en la revista Señal (1966).

[2] Publicada por entregas en Página 12, en Buenos Aires, ese año, y sólo aparecida en su versión completa póstumamente, en 2010.

[3] Debo a la generosidad de Elvio Gandolfo el haberme dejado leer el volumen inédito que antologa algunas de las mejores entrevistas que concedió el autor a lo largo de su vida, de próxima aparición en la editorial Mansalva.

[4] En la misma revista Levrero publica en 1969, en el especial del último número, otro relato, “El portero y el otro”, que sería recogido en un volumen con el mismo título veinte años después.

[5] Levrero había publicado dos relatos previamente a Gelatina. En la revista Señal (1966 y 1967).Ambos se recogerían en el volumen La máquina de pensar en Gladys (1970).

[6] Título traducido como La mancha voraz en Argentina, que tendría numerosas secuelas y parodias en las décadas siguientes. El film, protagonizado por un jovencísimo Steve McQueen, narraba una invasión alienígena donde un meteorito que se estrella contra la Tierra trae consigo un ser ameboide que irá devorando individuos y aterrorizará a la comunidad de Downington, Pennsylvania.

[7] Según recuerda Clemente Padín en una entrevista inédita que le realizo en Montevideo, en 2011.

[8] Encasillamiento en la ciencia ficción con el que Levrero no estuvo de acuerdo. Lo cierto es que, si bien se da a conocer en revistas de vanguardia, como Los Huevos del Plata  y Maldoror, sus primeros libros aparecen en Tierra Nueva o Entropía, en colecciones de ciencia ficción, y su confirmación en Argentina se produce gracias a su presencia en la revista El péndulo, la revista más importante del Río de la Plata en el género. Esta distribución encasilló una obra que no puede encerrarse, en efecto, en los límites de la ciencia ficción aunque innegablemente incorpora elementos de ella. Posiblemente sea interesante leer en paralelo a Philip K.Dick y a Levrero, tratando de encontrar no influencias directas, pero sí conexiones.

[9] Compuesta por La ciudad (1970), escrito en 1966, El lugar (1982), terminado en 1969, y París (1979), concluida en 1970, una trilogía a decir de Levrero no diseñada conscientemente pero que responde a un mismo impulso narrativo. Nótese que el orden de publicación no es el de redacción.

[10] La primera novela de Levrero La ciudad, se abre precisamente con una cita de Kafka.

[11] Como ocurre en París (1979).

[12] Levrero así lo afirma en una entrevista:  “Conocí el surrealismo y me entusiasmé con él después de haber escrito una novela y varios cuentos; no me marcó de entrada, pero luego habré incorporado mucho de él (y muy clara y conscientemente en ciertas líneas de humor que he trabajado)” (Verani, 1996b: 14)

[13] “Kafka me dio la llave, el permiso, y al comienzo incluso la forma; fue leer América, y de inmediato El castillo,  y comenzar a escribir. Leía de noche El castillo y pasaba el día siguiente escribiendo La ciudad. Hasta leer a Kafka no sabía que se podía decir la verdad” (Verani, 1996b: 14).

[14] La última, la muy interesante y extensa a cargo de Pablo Silva (2008), publicada como libro. El escritor y dibujante uruguayo Edgardo Lizasoaín, “Lizán”, amigo y colaborador de Jorge Varlotta en diferentes historietas, en una entrevista que le realizamos describe cómo Levrero afirma haber anticipado la teoría de Mandelbrot en su obra narrativa, concretamente en la novela París. Sobre ello he escrito en el artículo “Fractales en París” (2010).

[15] Este tipo de humor “visual” resulta aún más identificable si se conoce la primera versión de este relato en forma de historieta, escrito como guión por Levrero, para los dibujos de Sanyú, publicada en la revista Fierro nº 17, Buenos Aires, 1986; sólo fue publicado en su forma de cuento en El País Cultural, en 1991.

[16] Piénsese por ejemplo en el film de Lynch Mullholland Drive (2002)

[17] Aunque es habitual en Levrero el procedimiento del montaje en la sintaxis narrativa, no lo es tanto el uso del collage o el empleo del readymade a partir de materiales ajenos, incluso no literarios, en los que el efecto de absurdo ingresa antes que por el trabajo con el lenguaje narrativo, por la heterogeneidad de los fragmentos y lenguajes superpuestos, por los que relato evade cualquier noción habitual de autoría, al modo duchampiano, montando de manera arbitraria párrafos de un libro sobre la cría de la nutria, un viejo Código Civil, un libro de arquitectura o de ingeniería, un librito para aprender idiomas, un misal, un folleto sobre abonos y, finalmente, en la versión publicada en Espacios libres, fragmentos de “El círculo” (Allá, bien alto, Imago, 1984) un relato del también narrador uruguayo Gley Eyherabide- según confiesa Levrero, para la primera versión había utilizado un texto propio, inédito aún, y desechó la idea-. Cuando así ocurre, como en este caso, el texto narrativo advierte previamente de los materiales a utilizar y el hilo narrativo lo constituyen frases que narran un descenso a un círculo ubicado en una caverna en las profundidades, el intertexto de Eyherabide, que cumple la función del pegamento que da cohesión los fragmentos.

[18] Conjunto de textos breves con anécdotas a menudo triviales de las que Levrero extrae repercusiones filosóficas y existenciales, se publicaron inicialmente en la revista Crisis, en Buenos Aires, bajo el título “Convivencias” (números 58, 59, 62 y 66), posteriormente incluidos en el volumen El portero y el otro (1992).

[19] Podríamos hablar de un viraje crucial en la obra de Levrero desde “Diario de un canalla”, signado, propone uno de los mejores conocedores de Levrero y su obra, Elvio Gandolfo, por su desplazamiento a Buenos Aires, entre 1985 y 1988. Lo cual se traduce en una “zona porteña” en su narrativa, en la que el Levrero-narrador expresa una necesidad de “autoconfesión desencadenada por una distancia doble (respecto a Montevideo y respecto a la literatura)” (Gandolfo, 1992: 13). La exhaustiva descripción de cada detalle de la vida cotidiana en su soledad bonaerense es la del “estado anímico” del protagonista. Aquí  “queda licuado el espesor de la aventura existencial angustiosa que caracterizaba su zona anterior, por interpósito del protagonista (o alter ego)”, lo que se expresa ahora es “una experiencia mucho más directa y mucho más alusiva” (Gandolfo, 1992: 12.) de la realidad. 

[20] Novela escrita gracias a la concesión de la beca Guggenheim, único galardón internacional recibido por Levrero en vida por su labor como novelista.

[21] Apprato, conocedor de su obra y buen amigo de Levrero afirma, a propósito de su novela póstuma, La novela luminosa: “En la manera de aludir, de reflexionar, de dar cuenta de las visitas femeninas, de los paseos, de las obsesiones, de las culpas por levantarse tarde o pasar muchas horas frente a la computadora, las intuiciones mágicas o casualidades descubiertas más allá de toda racionalidad, hay una invención literaria fuerte; de pronto, el narrador se sitúa afuera y desde ahí mira todo como si fuera un escenario: el de su vida, montado para él (…); esa primeridad de la mirada, que conecta a veces con Felisberto Hernández, genera un lenguaje en el cual se instala. En el gesto de abandonarse al tema, de controlarlo desde la escritura, está la marca personal de Levrero: lo real es un campo de experimentación continua, tanto más inventivo cuando más se ciñe a lo real” (Apprato, 2006: 135)

[22] En este sentido resulta interesante analizar las estrategias de presentación de sí mismo con que experimenta Levrero en La novela luminosa, recortándolas sobre el mapa de una serie de prácticas no sólo literarias, sino artísticas contemporáneas, a la manera en que lo hace Laddaga (2007; 2010). Así, la autoficción que prolifera en las últimas fechas, como la exhibición exasperante del escritor que posterga la ejecución de una obra maestra que nunca llega, que Levrero ensaya en la última etapa de su producción, podrían leerse simultáneamente a las prácticas del happening y la performance a cargo de artistas que están presentes en la exhibición, que interactúan con públicos concretos y juegan a hacer imposible deslindar la obra de arte de la figura del artista.

[23]Los territorios explorados precursoramente por Felisberto Hernández plantearán al cabo una mayor incertidumbre genealógica, y proyecciones a la vez más tardías que las de Onetti, si se admite que escritores como Armonía Somers, Mario Levrero, Tarik Carson o Leo Masliah prolongan –de manera muy personal- un campo de atipicidad literaria o conceptual inaugurado por el autor de Nadie encendía las lámparas (1947), sin que pueda decirse, desde luego, que exista entre ellos una directa vinculación epigonal” (Rivera, 1996: 41).

[24] Muerto Levrero, la primera d