REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


CULPAS Y MEMORIAS EN LAS MODERNIDADES LOCALES

(BALBUCEOS FRAGMENTARIOS SO PRETEXTO DE “EL FLÂNEUR” DE WALTER BENJAMIN)

 

Hugo Achugar

(Universidad de la República. Montevideo)

 

 


Resumen

Este artículo reflexiona sobre la presencia en nuestras sociedades de la experiencia de la velocidad. La heterogénea realidad histórico-cultural de nuestros países tiene un elemento común, una suerte de transversalidad horizontal: la experiencia de la velocidad. La velocidad como una forma del desplazamiento, pero también la velocidad como la propensión al cambio, a la aceptación de lo nuevo o lo diferente. La velocidad caracteriza de un modo peculiar los tiempos posmodernos. Una distinción contemporánea –en el sentido bourdieano de "distinción"- que puede implicar tanto"pertenencia" como "exclusión".

 


Abstract

This paper reflects on the importance of the experience of speed in current society. The experience of speed is a kind of horizontal cross-sectionality that unites our countries regardless of the heterogeneticity of their historical and cultural backgrounds. Speed is understood both as rapid physical movement and as social propensity to change and acceptance of what is new and different. Speed characterises postmodern times in a peculiar way. It is a contemporary distinction, in the Bourdian sense of "distinction", implying both inclusion and exclusion.


Introducción a propósito de la velocidad

El origen de estas reflexiones fragmentarias está en una lectura que hiciera hace muchos años Juan Cano Ballesta a propósito de una imagen de Federico García Lorca. En el comienzo de un poema titulado “Paisaje”,  el poeta dice:

 

El campo

de olivos

se abre y se cierra

como un abanico.

 

La imagen, explicaba Cano Ballesta, es posible por la experiencia de la velocidad. El desplazamiento en un auto o en un ferrocarril, es decir, la dimensión de la velocidad era, para el crítico español, lo que había permitido que García Lorca pudiera formular esa imagen del olivar en un abre y cierre de abanico.

La velocidad y sobre todo el cambio producido en la percepción y en la simbolización artística; o mejor dicho, velocidad y modernidad es sobre lo que me interesa reflexionar; la experiencia de la velocidad en el desplazamiento y en la comunicación como experiencias centrales de la modernidad o de las modernidades.

Una parte importante de la investigación y de la teorización sobre las modernidades latinoamericanas ha estado centrada en determinar su especificidad ya periférica, ya tardía. De hecho, ambas conceptualizaciones –la de la modernidad periférica y la de las modernidades tardías- intentan explicar lo propio de estas modernidades locales en relación con la dependencia colonial o con el desfasaje propio de realidades excéntricas.

En otra ocasión me referí a la modernidad uruguaya como una “modernidad en ralenti” tratando de dar cuenta de una supuesta o eventual especificidad nacional. En ese momento no tenía clara conciencia de todo lo que implicaba hablar de una modernidad enlentecida, hoy me doy cuenta que el centro de mi reflexión tenía que ver con la temporalidad. No tanto con la idea o la metáfora temporal de Ángel Rama sobre esa suerte de sincronización de los relojes latinoamericanos con el europeo de la modernidad [1], sino con la vaga –entonces- impresión de que la experiencia combinada de tiempo y desplazamiento que resulta en la velocidad no era similar a la europea, a la norteamericana y posiblemente fuera propia de un “tiempo otro”, de una “velocidad otra” que incluso podía llegar a ser una negación de la velocidad moderna. Una velocidad que Rama describe como “proceso de aceleración del orden universal” (Rama, 100).

Es obvio que la multitemporalidad en que se ha desarrollado gran parte de la historia moderna o de las modernidades latinoamericanas impide hablar de modo homogéneo para el conjunto de la región, pero esto, sin embargo, no impide pensar que la heterogénea realidad histórico-cultural de nuestros países no tenga un elemento común, una suerte de transversalidad horizontal que permita establecer algunos rasgos –o aun cuando más no sea, uno- en común. Este eventual rasgo transversal de las modernidades locales estaría -aun en su heterogeneidad radical- en la experiencia de la velocidad. La velocidad como una forma del desplazamiento, pero también la velocidad con relación a la propensión al cambio, a la aceptación de lo nuevo o lo diferente.

Hoy la velocidad es una de las formas que adquiere la distinción contemporánea y parece caracterizar de un modo peculiar los tiempos que corren modernamente posmodernos.  Una distinción contemporánea –en el sentido bourdieano de distinción- que puede implicar tanto pertenencia como exclusión en función del relacionamiento con la velocidad.

 

A propósito de miradas y medios de transporte

“El primer proyecto de ómnibus procede de Pascal y se realizó con Louis XIV” consigna la cita de Eugène D’Auriac que anota Walter Benjamin en “El flâneur” (M7 a, 3) y otra cita que Benjamin recoge de Curtius se dice “En Séraphita la rapidez se menciona como un rasgo esencial de la intuición artística” (M10, 3).

Sin embargo, mientras el ferrocarril y el auto de carreras de que hablara Marinetti han sido considerados como emblemáticos tanto de la fe en el progreso que caracteriza la modernidad del XIX, como de la aceleración futurista que acompañó a las vanguardias históricas; no ocurrió lo mismo con el ómnibus o el tranvía. Esto ha sido así a pesar no sólo de la antigüedad del ómnibus sino de que uno de los textos icónicos del modernismo hispanoamericano esté centrado en el tranvía. [2]

Se ha afirmado que el primer transporte colectivo del tipo “tranvía a tracción a sangre se inauguró en Nueva York en 1832” y que en “América Latina se abrieron en 1858 tres líneas (simultáneamente) en la Ciudad de México, en La Habana y en Santiago de Chile” (http://www.translimasa.com/historia/urb_0401.htm). Benjamin consigna, sin embargo, que “el 30 de enero de 1828, el primer ómnibus funcionó en la línea de los bulevares” (M 3 a, 8).  No se trata, entonces, de establecer a lo Rama, sincronías o asincronías del reloj o de la hora de la modernidad, sino de destacar la relación entre desplazamiento y modernidad. Y sobre todo, lo que me interesa es marcar la presencia de la experiencia de la velocidad en las distintas modernidades.

En este sentido, el austriaco Andreas Kurz en un artículo provocativamente titulado “Éxito de la televisión en tiempo real. El doble placer de los reality shows” señalaba a propósito de una comparación realizada por el novelista Jorge Volpi entre el Big Brother de Orwell y el poder de los reality show de la televisión del presente lo siguiente:

 

El fenómeno (Kurz se refiere al voyeurismo suscitado por la versión mexicana de un reality show) surge necesariamente con la aceleración de la vida diaria, con el crecimiento desmesurado de las ciudades, cuyos habitantes viven cada vez más en el anonimato. Se analiza y describe en Francia a partir de 1850 aproximadamente (remito a la poesía urbana de un Baudelaire), en México algunos años más tarde, y siempre en relación con la capital. Se trata de una aceleración que al inicio del tercer milenio nos puede parecer risible, o idílica: tranvías que recorren el DF a la velocidad vertiginosa de 30 kilómetros por hora, una población total de medio millón a finales del XIX, la distribución de noticias a través de un sinfín de periódicos que informan de los hechos "sólo" 12 horas después de su acontecimiento. ¿Un idilio? Sin duda. Pero uno que inicia un sistema social que hoy nos rige a todos.

(http://www.etcetera.com.mx/pag59ne35.asp; setiembre 2003/ Setiembre 2006)

 

El ocioso voyeur/ flâneur del siglo XIX es sustituido según Kurz con el espectador televisivo de hoy. Casi al mismo tiempo, Néstor García Canclini indica la imposibilidad del “flâneur” en la Ciudad de México contemporánea debido a la red de autopistas y a la desaparición de toda posibilidad de deambular por la ciudad de a pie. Andreas Kurz, sin embargo, argumenta que Gutiérrez Nájera:

 

En su Novela del tranvía (1882) da la receta para un reality show de finales del siglo XIX, cuyos ingredientes, 120 años después, siguen siendo válidos. El flâneur se sube, sin tener un destino fijo, a un tranvía y empieza a apropiarse de las vidas de sus compañeros de viaje. (...) El voyeur Gutiérrez Nájera se formó una realidad mucho más convincente que el área que está fuera de la observación, del ojo de "Big Brother".

(http://www.etcetera.com.mx/pag59ne35.asp; setiembre 2003/ Setiembre 2006)

 

Tanto Kurz como García Canclini ven que la relación del voyeur/ flâneur con el desarrollo tecnológico y la transformación urbana en el presente otorga una nueva dimensión al ocio propio del despreocupado individuo que recorre el paisaje urbano. Lo que me interesa de lo anterior, sin embargo, es que –más allá de la imposibilidad o no del flâneur en el tiempo y en el paisaje urbano del presente- el cambio no parece radicar solo en un cierto aceleramiento del desplazamiento o en una mayor velocidad sino fundamentalmente en la mirada.

Por lo mismo, vuelvo al comienzo,

El campo

de olivos

se abre y se cierra

como un abanico.

 

En la explicación de Cano Ballesta era imprescindible tanto el desplazamiento como la velocidad, pero además y de tan evidente quizás no fuera necesario mencionarlo, se necesitaba la mirada. Es decir, no tanto la mirada del poeta sino la transformación fenomenológica del mirar.

Cuba tuvo el primer ferrocarril de América Latina. Es decir, once años antes que la metropolitana España que la colonizaba, el 19 de Noviembre de 1837, sin embargo la incorporación de la experiencia moderna de la velocidad del ferrocarril no va a aparecer de modo significativo entre sus autores hasta mucho después cuando José Martí diga al comienzo del “Prólogo” al Poema del Niágara de Pérez Bonalde en 1882: “Pasajero, detente” (Martí, 337). No lo va a decir hasta 1882 y sobre todo no lo va a decir hasta no tener la experiencia de vivir en Nueva York donde escribe el mencionado prólogo. Es más que posible que haya registros anteriores o presencias de tranvías o ferrocarriles en la literatura latinoamericana, no ese mi punto o mi argumento. [3]

No se trata, insisto, del registro de los medios de desplazamiento de la modernidad, se trata de otro tipo de registro, de otro tipo de mirada. Para Alberdi en 1852, el ferrocarril es símbolo de progreso y de modernidad, no hay duda.  Pero no está la experiencia, no la podría haber tenido; “La Porteña” el primer ferrocarril de la República Argentina circuló por primera vez cinco años después de publicada la obra de Alberdi. [4] No se trataba solo del objeto “ferrocarril” sino de la vivencia del ferrocarril y sobre todo de una mirada experimentada y vivenciada por el desplazamiento del ferrocarril o del tranvía. De hecho, cuando Gutiérrez Nájera observa el universo en el tranvía lo que hace, precisamente, es mirar dentro del tranvía no “desde el tranvía”.

Es posible que no alcance la explicación de la mirada conjugada con el desplazamiento veloz para dar cuenta de la experiencia de la modernidad en el poema de García Lorca. Es posible que el cambio en la mirada o la modernidad de la mirada de Lorca esté más relacionado con el montaje cinematográfico o con las experiencias surrealistas de Luis Buñuel o con todo lo demás que ocurría en las primeras décadas del siglo XX.

En todo caso, la mirada sin objeto, la mirada de la vagancia, la mirada ociosa parece ser lo particular desarrollado en la modernidad que analizó Walter Benjamin. Pero hay otra mirada de hoy que no está condicionada solo por el errante pasear del flâneur ni por la velocidad con que se desplaza el individuo, hay una mirada heredera del montaje cinematográfico, una mirada heredera de las vanguardias históricas, una mirada fragmentada, rápida, fugaz incluso que se expresa por ejemplo en muchos video-clips o en cierta sintaxis televisiva. Aunque también hay otra mirada que no hereda de la vanguardia sino de un tipo de individuo no incluido en el ocio del flâneur, pero sobre esto último me referiré más adelante.

En este sentido, por un lado está la mirada de los discursos artísticos contemporáneos y por otro, la educación o el entrenamiento de la mirada que producen los discursos audiovisuales, la experiencia de la velocidad y el paisaje urbano contemporáneo. Es, precisamente, en el segundo aspecto –el de la mirada entrenada o educada del presente- que me interesa detenerme un instante. En cierto modo, se podría argumentar que se trata de una mirada que tiende a extenderse a nivel mundial y que es parte de eso que hemos llamado globalización. Esta mirada de hoy no debería –hipotéticamente- ofrecer diversos horarios, para continuar con la metáfora de Rama. La velocidad acelerada y la fragmentación de hoy en día, según esta lógica, no admitiría el discurrir del relato proustiano.

Más aún, la estructura del relato contemporáneo o la mirada del discurso artístico contemporáneo debería estar pautada por la yuxtaposición de cuadros o imágenes dejando al espectador el trabajo de la ilación e incluso de la construcción del sentido.

Todo esto -de acuerdo con la lógica de la argumentación que he venido construyendo- debería concluir que las imágenes o el relato construido por el arte o la simbolización contemporáneas tendrían que recoger, de algún modo, las transformaciones tecnológico-vitales que nos afectan o en las que vivimos, estableciendo, de paso, una ruptura con discursos e imágenes del pasado o de otros momentos históricos. Y sin embargo, no parece haber sido así. Alcanzaría releer Rayuela (1963) de Julio Cortázar o mucho antes Point Counter Point (1928) de Aldous Huxley para solo nombrar dos ejemplos conocidos, para ver que la mirada fragmentada o el dejar la responsabilidad de la ilación en manos del lector es anterior a algunos de los elementos centrales de la transformación tecnológica del presente; anterior incluso, en un caso, a la misma invención de la televisión o a la era de las naves espaciales o del “tren bala”.

 

Viajes, miradas y hachís

Gravity's Rainbow –la novela de Thomas Pynchon- podría ser quizás ser más representativa tanto de la mirada fragmentada como de la aceleración o de la velocidad contemporáneas de que venimos hablando, pero se trata de un texto de 1973 cuando el avión supersónico y las naves espaciales eran una realidad. Se ha argumentado que parte de la estructura discursiva o de la mirada que organiza Gravity's Rainbow tiene mayor relación con la experiencia de las drogas alucinógenas que con la velocidad experimentada por un piloto.

¿Será entonces que velocidad y fragmentación no son suficientes elementos para dar cuenta de las imágenes modernas o contemporáneas y hay que incluir “los estados alterados” producidos por el consumo de droga? ¿Será que la nueva mirada moderna o contemporánea además de los medios de transporte supone el consumo de sustancias psico-activas? ¿Radicará en esto la marca del presente y la diferencia con el flâneur benjaminiano?

No necesariamente. En varios pasajes de “El flâneur” y sobre todo en el texto que se ha publicado bajo el nombre de Hachís, Walter Benjamin sugiere la relación del consumo del alucinógeno con la experiencia del flâneur. Howard Eiland, traductor al inglés del texto de Benjamin sobre hachís, dice en las notas introductorias que:

 

Hay una analogía entre [lo que Benjamin describe sobre los efectos del hachís, H. A.] y las experiencias del flâneur (...) Y hay incluso una mayor analogía entre el modo en que la cámara cinematográfica revela en adelante rincones desconocidos de un lugar común, en un cuarto, en un objeto, en un rostro. En la metamórfica mascarada del mundo del hachís, sus humores recurrentes intiman la proximidad de la muerte, cada particularidad lleva a una cara, o a mejor a varias caras, y a través de la ambigüedad reinante todo se vuelve un asunto de matices, polivalente. (Pag, X, mi traducción)

 

La analogía sugerida por el propio Benjamin tiene que ver además, con la experiencia de la soledad –algo ya sugerido por Susan Sontag- del flâneur y sobre todo con el ocio. La estrecha relación con el ocio y la ociosidad es reiterada innumeras veces: “La ociosidad del flâneur es una manifestación contra la división del trabajo” afirma Benjamin (M 5, 8). El ocioso tiene tiempo para mirar sin ser un mirón; así comentando un pasaje de las Ensoñaciones de un paseante solitario de Rousseau, dirá: “Este pasaje es el eslabón entre la contemplación y la ociosidad” (M 20, 1)

Mirada, contemplación, ociosidad se resuelven en el flâneur. Pero también en el “viaje” del hachís. Las experiencias del consumo de la droga llevadas a cabo por Benjamin en España registraban, sobre todo, lo contemplado, lo visto en el viaje. En este sentido, resultan reveladores dos fragmentos sucesivos en ellos, Benjamin sostiene lo siguiente:

 

La categoría de la visión ilustrativa es fundamental para el flâneur. Éste escribe su ensoñación, como hizo Kubin cuando compuso El otro lado, como texto para las imágenes. (M 2, 2)

 

Y de inmediato anota: “Hachís. Se imitan ciertas cosas que se conocen de la pintura: prisión, puente de los suspiros, escaleras como colas de vestido”. (M 2, 3)

“Escaleras como colas de vestido”, aquí Benjamin es poeta. ¿O es que devino poeta y vio en lugar de abrir y cerrarse olivares como abanicos, escaleras como colas de vestido porque en lugar de viajar en ferrocarril lo hacía en hachís?

La mirada del flâneur entonces es la de alguien que realiza un viaje –en el doble sentido de la palabra viaje- y no necesariamente tiene que ver con la velocidad. Benjamin insiste en este aspecto del flâneur cuando citando al Larousse anota “Su ojo abierto, su oído preparado, buscan otra cosa muy distinta a la que la muchedumbre viene a ver” (M 20 a, 1)

El auto de carreras, el avión supersónico, el tren bala, la nave espacial, el “high speed” de Internet son todas formas contemporáneas de la aceleración de la vida diaria. Para muchos, también es parte de la vida diaria el “speed” de la droga. Para algunos la adicción está en el ocioso consumo televisivo, para otros la adicción está en la fascinación o en la adición a las “realidades virtuales” que en este nuevo siglo van en in crescendo.

La mirada ociosa y la mirada creadora suponen, sin embargo, algo más. Benjamin sostuvo en más de una ocasión que la ociosidad fruto del callejeo “tiene más valor que el del trabajo” (M 20 a, 1). Ocio, contemplación sin propósito, mirada artística opuestos al trabajo. El arte como negación del mercado. La mirada en “close up” de la droga y el “close up” como estructura del arte contemporáneo. El “close up” como fragmento y el fragmento como resultado del “Pasajero, detente” de Martí.

 

Mirada ociosa versus “mirada fallida”

Hoy la consigna del día es la “alta resolución” o “alta definición”. Ya no se trata del daguerrotipo, ni de la fotografía, ni del film a 35 cuadros por segundo, ni del agrandamiento del objeto bajo el lente del “zoom” o del “close up”. Hoy tenemos la adicción de la “alta resolución” como una suerte de aceleración o intensificación del “ojo abierto” del flâneur contemporáneo.

Alta resolución, reality show, video clip, el mundo y la vida diaria han devenido un espectáculo pero para el cual exigimos una mayor fidelidad, una mayor precisión. ¿Exigimos? ¿quiénes? ¿quién deambula por la ciudad sin propósito hoy en día?

El ocio tenía más valor que el trabajo para Benjamin. Pero el ocio de entonces es –y posiblemente también lo era en el siglo XIX- el ocio de quien podía elegirlo. Es posible suponer que el poeta viajero que pudo haber sido Lorca, que el flâneur benjaminiano y el imposible peatón mexicano contemporáneo de García Canclini no solo ilustren formas de la velocidad, transformaciones del desplazamiento, cambios urbanos, diferentes momentos históricos, múltiples experiencias vivenciales y ensoñaciones de diversa procedencia sino otros problemas. Problemas o realidades vinculadas a un tipo de problemática sobre la cual todavía no comencé siquiera a reflexionar.

Un pasaje revelador del protagonista de À Rebours es el que describe cómo, para aumentar su placer, Des Esseintes incrusta en la caparazón de una tortuga una serie de piedras semi preciosas que al desplazarse a lo largo de un espejo produce reflejos particularmente hermosos. El mismo espíritu o algo similar puede encontrarse en el fragmento M 3, 8 del Libro de los pasajes cuando Benjamin anota que: “En 1839 resultaba elegante pasear llevando una tortuga. Eso da una idea del ritmo del flâneur en los pasajes”

Des Esseintes y el flâneur de 1839 tienen en común algo más que la tortuga y la contemplación, ambos son soñadores con capacidad de compra. Dicho de otra manera, de uno u otro modo, ambos son consumidores.

Hoy en día existe un amplio sector de la humanidad –mayor, igual o menor que en el siglo XIX no es el punto que me interesa discutir ahora- cuya capacidad de consumo es nula o cuasi nula. Un amplio sector que está excluido del consumo por carecer de empleo, por haber sido expulsado de su país como migrante o que habita la ciudad ya no en situación de “ejército de reserva” del modo capitalista de producción sino como el “tercio excluido” o como “sujetos sin propósito”. Estas “vidas desperdiciadas” –como las llama Zygmunt Bauman- o estos “desechables” –como dicen los colombianos al referirse a algunos de estos individuos en “situación de calle”- no pasean por la ciudad o por el mundo por eso que denomina: ocio.

¿En qué medida, el ocio analizado por Benjamin  y el “desecho humano” de que habla Bauman son comparables? Seguramente no lo son. Después de todo, en un caso el ocio es resultado de un acto volitivo y en el otro más que ocio se trata de un producto de la exclusión; es decir, se trata del excretado, del expulsado. ¿Miran de la misma manera? ¿Experimentan la velocidad del mismo modo? ¿Lo fragmentario tiene el mismo sentido para ambos? ¿Se desplazan a la misma velocidad y en los mismos medios de transporte? ¿Consumen igual?

Unos tienen la mirada como centro y otros tienen una “mirada fallida”. Fallida de acuerdo a la sociedad de consumo del presente. Unos son consumidores y ciudadanos, otros, no. O, como plantea Bauman, se trata de “consumidores fallidos”. Es decir, de aquellos individuos que están fuera del trabajo, del mercado y que, por lo mismo, no pueden integrarse a la sociedad como “consumidores” plenos.

El “consumidor fallido” tiene una “mirada fallida”. Su “no-trabajo” no es necesariamente ocio. Su “ojo abierto” no es el del flâneur que interioriza el paisaje urbano haciéndolo parte de sí mismo. El ojo del que deambula por la ciudad sin trabajo, sin esperanza siquiera de un trabajo futuro no busca lo mismo que el flâneur de antaño. O incluso el ojo del que trabaja, pero lo hace entre los desechos, el “hurgador” de basura de Montevideo, el “cartonero” de Buenos Aires, el reciclador de la basura de los que sí trabajan en la urbe moderna busca algo diferente a lo que los ciudadanos y los consumidores buscan. Estos recorren los shopping centers en procura del objeto que sacie su adicción a la posesión, su adquisición del nuevo objeto o la más reciente mercadería que los constituye en consumidores ávidos del último gadget de la tecnología contemporánea. El ojo abierto de los otros recorre la ciudad buscando el desecho que los consumidores han abandonado.

Bauman elige una de las “ciudades invisibles” de Italo Calvino como alegoría de la sociedad contemporánea: la ciudad preocupada permanentemente por la adquisición del objeto último o más novedoso que va siendo rodeada por montañas de objetos obsoletos que se van acumulando como producto de lo desechado por la compulsión consumidora. Pero esta modernidad ya no líquida sino una modernidad de desperdicios y desechos, en cierto sentido no es totalmente inédita.

Hacia 1335, el Infante Juan Manuel escribe El Conde Lucanor. En uno de los ejemplos, “Lo que ocurrió a un hombre que por pobreza y falta de otro alimento comía altramuces” el consejero Patronio le cuenta al Conde Lucanor la historia de dos hombres que habían sido muy ricos. El centro de la historia dice:

 

(...) uno de estos hombres llegó a tal extremo de pobreza que no tenía absolutamente nada que comer. Después de mucho esforzarse para encontrar algo con que alimentarse, no halló sino una escudilla llena de altramuces. Al acordarse de cuán rico había sido y verse ahora hambriento, con una escudilla de altramuces como única comida, pues sabéis que son tan amargos y tienen tan mal sabor, se puso a llorar amargamente; pero, como tenía mucha hambre, empezó a comérselos y, mientras los comía, seguía llorando y las pieles las echaba tras de sí. Estando él con este pesar y con esta pena, notó que a sus espaldas caminaba otro hombre y, al volver la cabeza, vio que el hombre que le seguía estaba comiendo las pieles de los altramuces que él había tirado al suelo. Se trataba del otro hombre de quien os dije que también había sido rico. (118-119, mi actualización ortográfica)

 

Resultaría difícil, más allá incluso de toda periodización aceptable, considerar el siglo XIV como parte de alguna de las modernidades. De hecho, es hacia finales del siglo XIV comienzos del XV que algunos historiadores suelen comenzar a hablar de modernidad en un sentido que nada tiene que ver con la revolución industrial o con el iluminismo del siglo XVIII. Sin embargo, en el ejemplo de El Conde Lucanor  aparece –mutatis mutandi- una situación similar a la alegorizada en Las ciudades invisibles de Italo Calvino. Más allá de la permanencia del hecho de la pobreza y del infortunio entendido como situación última y siempre superada por otra peor, lo relevante, sin embargo, son las diferencias.

 

Acerca de culpas y memorias

En la descripción de la globalización contemporánea descrita por Bauman -lo que él llama “la modernidad y sus parias”-, la ciudadanía solo persiste para aquellos que tienen trabajo. Los migrantes, los sin trabajo y los “desechos humanos” que realizan las labores que los ciudadanos no desean hacer son los excluidos radicales, los “consumidores fallidos”. En el ejemplo del Infante Juan Manuel, se trata de ricos empobrecidos y se trata, como consigna Patronio en la moraleja final, de un orden más que natural, divino del mundo.

 

Y vos, señor Conde Lucanor, debéis saber que, aunque Dios ha hecho el mundo según su voluntad y ha querido que todo esté bien, no ha permitido que nadie lo posea todo. Mas, pues en tantas cosas Dios os ha sido propicio y os ha dado bienes y honra, si alguna vez os falta dinero o estáis en apuros, no os pongáis triste ni os desaniméis, sino pensad que otros más ricos y de mayor dignidad que vos estarán tan apurados que se sentirían felices si pudiesen ayudar a sus vasallos, aunque fuera menos de lo que vos lo hacéis con los vuestros. (119, mi actualización  ortográfica)

 

En Calvino y sobre todo en el Calvino leído por Bauman, lo fundamental de la culpa y la responsabilidad del desecho está en aquellos que consumen irresponsablemente. Es decir, el consumo de unos genera el desecho que otros habrán de procesar y de hecho consumir. En el Infante Juan Manuel, en cambio, no hay otra culpa salvo la que resulta de no aceptar el designio divino. La diferencia fundamental –lo sabemos desde hace tiempo gracias a Weber- radica en el desencanto de la modernidad. La modernidad desencantada es una modernidad que ha abandonado la culpa cristiana. En la modernidad los dioses han abandonado el mundo dejando a los individuos solos con su conciencia.

 

***

Aquí hay algo que no funciona; me digo, interrumpiendo mi reflexión.

Yo aspiraba hablar de la mirada, de la velocidad y de la modernidad, ¿qué pasó? ¿Cómo se me metió la culpa en todo esto?

 

El acercamiento al confort tecnológico y a la información actual de todas partes coexiste con el resurgimiento de etnocentrismos fundamentalistas que aíslan a pueblos enteros o los enfrentan mortalmente, como a los ex yugoeslavos y a los ruandeses. La contradicción estalla, sobre todo, en los países periféricos y en las metrópolis donde la globalización selectiva excluye a desocupados y migrantes de los derechos humanos básicos: trabajo, salud, educación, vivienda. El proyecto iluminista de generalizar esos derechos llevó a buscar, a lo largo de los siglos XIX y XX, que la modernidad fuera el hogar de todos. Al imponerse la concepción neoliberal de la globalización, según la cual los derechos son desiguales, las novedades modernas aparecen para la mayoría sólo como objetos de consumo, y para muchos apenas como espectáculo. El derecho de ser ciudadano, o sea, de decidir cómo se producen, se distribuyen y se usan esos bienes, queda restringido otra vez a las élites. (García Canclini, mi énfasis)

 

 

“La modernidad como el hogar de todos”, la frase de García Canclini apunta a ese afán de universalidad y de homogeneización propio de la modernidad. Un hogar poblado de objetos como describiera Benjamin y donde el individuo devenido muchedumbre no deambula sino que se desplaza aceleradamente de novedad en novedad.

Sin embargo, nuestro presente parece dejar fuera del hogar a una parte importante de los habitantes del planeta. Y sobre todo, en la propuesta de Canclini, nuestro presente asiste a una división entre aquellos que consumen las “novedades modernas” y aquellos otros para quienes las mismas novedades son apenas espectáculo.

Comer y mirar comer, desplazarse a velocidad supersónica y mirar cómo cruzan el cielo los satélites o los grandes ómnibus aéreos. Tener la experiencia y contemplar la experiencia de los otros. La distancia entre el muerto de hambre del ejemplo del Infante Juan Manuel y el presente no está solo en la ausencia de culpa divina y su sustitución por una suerte de culpa social. En el ejemplo del Infante Juan Manuel, lo desechado es consumido por otro y lo postulado es la resignación e incluso el estímulo a luchar por superar la adversidad. En el presente, la mirada que desecha y la mirada del desechado sobre el desecho no apunta a un más allá redentor. No hay un más allá redentor del procesamiento del desecho.

Los desechos se acumulan cotidianos, tóxicos o no tóxicos, en la fuerza obsolescente que hace funcionar la máquina de la modernidad contemporánea. Para unos, la novedad hoy consumida es el detritus de mañana que se amontona inexorable en una acumulación de ruinas de la modernidad que es la modernidad misma. Para otros, la modernidad es un espectáculo sin otro horizonte que el desecho mismo.

¿Quién de estos dos sujetos encarna el Ángel de ojos “desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas” como el Ángelus Novus de Klee que nos describe Benjamin en sus Tesis sobre la filosofía de la historia?

Benjamin dice que el Ángel

 

Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irremediablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso. (Benjamin, Tesis, 697-698)

 

 

Nosotros, dice Benjamin, vemos una cadena de datos. Pero ¿quién es ese nosotros? ¿A quién pertenece la mirada del Ángel? ¿quién tiene la mirada fallida: ese nosotros o el Ángel? La fuga hacia el futuro, la huida del pasado del Ángel, dice Benjamin, es lo que “nosotros llamamos progreso”.

¿El “desecho humano” habita el pasado, esa “catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies”? ¿Qué contempla la “mirada fallida” del que asiste al espectáculo de la modernidad contemporánea desde su condición de “consumidor fallido”, de “desecho humano”? ¿Qué fuerza lo impulsa, cuál es su velocidad, su medio de transporte? ¿la mirada culposa de los satisfechos qué tiempo habita, a que velocidad huye de la acumulación de las ruinas que su consumo produce?

Nada dice Benjamin del recuerdo. Nada sabemos si en su huida el Ángel tiene memoria de las ruinas de la modernidad. ¿Tiene memoria el progreso? ¿Cuál es la memoria de la modernidad contemporánea? ¿De quién es esa memoria, si es que existe? ¿La memoria está ligada a la culpa?

¿A qué velocidad se genera el olvido? ¿qué se recuerda y cómo? Culpa y memoria anunciábamos en el título de estos apuntes fragmentarios. La memoriosa mirada del culpable, ¿qué rescata? ¿tiene memoria la mirada fallida? ¿O su permanente presente de desecho humano no permite siquiera la idea misma de la memoria? ¿qué dicen estos otros que habitan el desecho? ¿son ciudadanos de un “planeta sin boca”?

No tengo respuestas para estas preguntas.

La melancolía que atraviesa la mayoría de las páginas de Benjamin, sin embargo, me hacen especular que se trata de un sentimiento ajeno al presente de los parias de esta modernidad. Su mirada no conoce velocidad, apenas asiste al espectáculo del aceleramiento de la vida contemporánea y su ojo no registra sino la ajenidad, el pasado congelado en el desecho de un mundo que no le pertenece.

No logro terminar estas páginas. Sé que hay algo más sobre lo que debo reflexionar, algo que se me escapa. Algo que no logro describir, algo más allá de mi comprensión. Instalado en un paisaje urbano en el que los hurgadores de basura de mi ciudad se pasean en carros uncidos a desvencijados caballos viejos, instalado en un paisaje nacional en el que muchos jóvenes se apuran a abandonar el país, instalado en un país donde el desempleo de los jóvenes es alarmante, sé que la modernidad local no es sustancialmente diferente de otras en la región, pero intuyo que mucha reflexión sobre las modernidades pasadas y presentes no ha logrado integrar este distorsionado mirar de los excluidos, que la mayor parte de la reflexión se ha centrado en el nosotros ensimismado de la ciudad letrada, en el nosotros de los consumidores de tecnologías siempre nuevas, siempre obsoletas.

No tengo respuestas y sin embargo vuelvo al “Paisaje” inicial

El campo

de olivos

se abre y se cierra

como un abanico.

 

y me pregunto: ¿qué se miraba desde el olivar? ¿cuál era la contracara del desplazamiento veloz? ¿cómo era la mirada del Otro que veía huir el ferrocarril del progreso? ¿qué ha pasado con nosotros que esas miradas fallidas, que esas miradas otras, que esas memorias no han quedado registradas en los monumentos de la modernidad?

Seguramente, en todo esto que vengo discurriendo no se trata más que de mi culpa. Después de todo, sigo siendo un flâneur anacrónico viajando en una nave espacial, un flâneur que navega en Internet buscando lo que la muchedumbre no ve, un flâneur que no logra registrar la muchedumbre, los otros, los consumidores fallidos y apenas puedo habitar el hogar de la ciudad letrada desde la periferia, el paisaje urbano de la academia cargado de todas las culpas que las sucesivas modernidades han ido acumulando en mi melancólica condición de intelectual local, de ciudadano cuya mirada si bien no es fallida, parece –en la mirada de otros Otros- no tener ojos. Un rostro sin ojos, sin boca.

No puedo terminar así. No puedo hacerme pasar por un desecho humano. Mi culposo balbuceo no mira desde el mismo lugar. Mi local modernidad es otra y carga todas las culpas del presente.

Me detengo aquí, esta melancólica, culposa reflexión no tiene fin. Podría seguir y seguir. Pero no, la velocidad de mi mirada ha sido interferida por la culpa de la mirada del Otro. Quizás la mirada fallida, después de todo, sea este mirar mío desde la modernidad local. Quizás debería mirar, sentado en la ecuatorial del mundo, el paisaje de la modernidad que habito. Quizás, mejor sea, obedecer la orden “Pasajero, detente” y dejar congelado el instante.

 

 

Bibliografía citada

 

Alberdi, Juan Bautista. Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina.

http://www.cervantesvirtual.com/FichaObra.html?Ref=4909

 

Bauman, Zygmunt. Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias. Trad. Pablo Hermida Lazcano. Buenos Aires: Paidos, 2005.

Benjamin, Walter. El libro de los pasajes. Edición de Rolf Tiedemann; Madrid: Ediciones Akal, 2005.

---------------. “Tesis de filosofía de la historia” en Discursos interrumpidos. Taurus, Madrid, 1973.

Cano Ballesta, Juan. Literatura y tecnología: Las letras españolas ante la revolución industrial (1900-1933); Madrid: Orígenes, 1981.

Eiland, Howard. “Translator Foreword” en On Hashish de Walter Benjamin. Cambridge, Massachusetts & London, England: the belknap press of harvard university press, 2006.

García  Canclini, Néstor. Consumidores y ciudadanos: conflictos multiculturales de la globalización; Grijalbo, México, 1995.

Juan Manuel. Libro de los enxiemplos del Conde Lucanor  e de Patronio; edición de Alfonso I. Sotelo. Madrid: Ediciones Cátedra, 1976.

Kurz, Andreas. “Éxito de la televisión en tiempo real. El doble placer de los reality shows” en (http://www.etcetera.com.mx/pag59ne35.asp; setiembre 2003/ Setiembre 2006)

Martí, José. “El Poema del Niágara” en José Martí. Obras escogidas. Tomo  I. 1869-1885. La Habana: Ediciones Ciencias Sociales, 1992.

Rama, Ángel. “Medio siglo de narrativa latinoamericana. (1922-1972)” en La novela en América Latina. Panoramas 1920-1980.  Montevideo: Fundación Ángel Rama,   1986.



[1] Rama decía, refiriéndose, a  la “constelación de poetas” que surgen entre 1917 y 1922, quienes “desconocidos entre sí los más, cumplía a la par una transformación de la literatura que la ponía a la misma hora urgente que regía en el centro  universal del momento: otra vez París (Rama, 101-102)

[2] Me refiero a “La novela del tranvía” (1882) del mejicano Manuel Gutiérrez Nájera.

 

[3] Pablo Rocca me ha informado que Guillermo Giucci ha trabajado el tema de la velocidad en “Modernidad y velocidad.Modernidad y velocidad” ( 2004), texto que lamentablemente no he podido consultar.

[4] Es posible espigar en la obra de los escritores argentinos de la Generación de 1837 y encontrar por ejemplo las siguientes referencias de Alberdi en Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina de 1852: “Los grandes medios de introducir Europa en los países interiores para obrar un cambio portentoso en pocos años, son el ferrocarril, la libre navegación interior y la libertad comercial.”, o “Sin el ferrocarril, no tendréis unidad política en países donde la distancia hace imposible la acción del poder central”.