REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Giampaolo Proni

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Comentarios del autor


Asia

Coleman me había dicho que lo encontraría en su oficina a las cinco, pero llegué antes de la hora. La secretaria me dijo que daba clase en Wiston Hall y decidí ir a buscarlo.

Es conmovedor volver al propio Campus después de diez años. Las ardillas saltaban sobre el pasto entre los troncos de los grandes árboles. La estación era espléndida, las muchachas jóvenes, rubias, sonrientes.

El gran edificio del Wiston Hall no había cambiado: el mismo color gris, las mismas puertas de metal y vidrio. Los mismos ascensores siempre rotos y, en consecuencia, las mismas escaleras. Las terribles escaleras del Wiston Hall, con tramos alternados de doce y de diez escalones que hubieran cortado el aliento a un maratonista. Dentro de todo, me las arreglé mejor de lo que pensaba.

Llegué al cuarto piso y entré en el aula.

El aire acondicionado me heló el sudor en la espalda. Muchas cabezas rubias o morenas, curvadas para tomar apuntes o erguidas para escuchar.

Me senté en la última fila.

En la cátedra estaba hablando Coleman, sentado, su voz calma en el micrófono, en el fondo, la pizarra negra aureolada de neón. Tenía sobre la mesa una hoja hacia la cual de vez en cuando echaba una mirada desde atrás de las gafas, y una estilográfica entre los dedos.

En un primer momento casi no lo reconocí. El barbudo Coleman estaba ahora sin barba y había cambiado los anteojitos redondos por un extraño armazón sin marco. Parecía más joven, más ascético.

Resistí a la tentación de armarme un cigarrillo y me puse a escuchar.

Coleman estaba hablando de AI, inteligencia artificial. Era él quien había heredado el curso de Labscher, uno de los más prestigiosos del College, y ésta debía ser una de las primeras lecciones, porque se estaba deteniendo mucho en generalidades.

– Tomemos como ejemplo una serie de operaciones humanas – estaba diciendo – : Llueve, he salido y me he mojado la chaqueta. Cuando vuelvo a entrar en casa quiero colgarla en una percha y ponerla a secar sobre el radiador, que se encuentra en el lado opuesto de la pieza. 

Pero hay algunos inconvenientes: 1) tengo los zapatos embarrados y no quiero ensuciar la alfombra; 2) el gancho del que suelo colgar la percha sobre el radiador ya está ocupado por una percha vacía, y no caben dos.

Decido entonces: a) sacarme la chaqueta en el vestíbulo; b) ponerla en una percha; c) sacarme los zapatos; d) tomar la chaqueta y la percha; e) sacar de encima del radiador la percha vacía y colocar la que tiene la chaqueta; f) volver al vestíbulo con la percha vacía.

Una computadora a la que se le diera una descripción de los movimientos posibles y del objetivo final de la operación, por ejemplo en términos de la teoría de juegos, puede resolver fácilmente, incluso tal vez mejor, un problema de ese tipo.

Yo en cambio, mientras llevo a cabo la secuencia de acciones, paso por delante de la mesa sobre la que he apoyado el periódico y me asalta la idea de escribir todo esto para mi lección de hoy, apoyo la chaqueta mojada en el diván, con percha y todo, y me pongo a tomar apuntes.

Al acabar de escribir puedo reanudar la secuencia de movimientos. O anularla, si veo que la chaqueta está seca. O darme cuenta de que el diván se ha mojado e iniciar otra serie de movimientos para resolver este nuevo problema.

También una computadora puede abandonar la ejecución de un programa para iniciar otro, concluir este último o bien abrir un tercero, y luego otros, concluirlos todos, uno tras otro, y volver al primero. En efecto, la forma lógica de un programa de este tipo es la misma que la de la puntuación de la frase escrita que la describe y de la escala de los tonos de voz con que la he pronunciado. Todas estas expresiones tienen la misma forma.

Hay que advertir, sin embargo, que esta capacidad de abrir nuevos programas no se confunde con la noción de subprograma. Un ejemplo. Si al hacer un montaje de aeromodelismo las instrucciones dicen que hace falta un cierto tipo de adhesivo, por supuesto que, si todavía no lo he conseguido, salgo a comprarlo. Incluso ya antes de salir sé que hasta que no haya vuelto con el adhesivo apropiado no podré retomar el “programa principal”, que es la construcción de mi modelo. Pero la acción de comprar el adhesivo es sólo un subprograma cuya ejecución es requerida en ese momento por el programa principal.

En cambio yo estoy hablando de crear y ejecutar programas nuevos, no vinculados con el primero.

Supongamos que, mientras vuelvo del kiosco con la cola encuentre a María y me pare a hablar con ella, por cualquier motivo, y descubra que es la mujer de mi vida y ella, que soy el hombre de la suya, y decida abandonar el aeromodelismo y vivir con ella. De ahora en adelante conservaré celosamente el modelo inacabado, que es el recuerdo de nuestro encuentro.

Bien, hasta ahora este recorrido lógico era imposible para una computadora. No imposible como subprograma, sino imposible como intersección de dos algoritmos autónomos paralelos, o como coexistencia de un algoritmo considerado como “durmiente” (búsqueda de la mujer de mi vida) y el otro como activo. Sin embargo ahora existe y, como ustedes saben, lo estamos experimentando, la posibilidad de un proceso paralelo de los datos por el cual el programa “aeromodelismo” puede correr paralelamente al programa “búsqueda de una persona que cumpla con el requisito de ‘ser la mujer de la vida de x’”. Y los dos programas podrían ser llevados a interactuar en ciertos estados y, en ciertas condiciones, uno podría ponerle fin al otro.

Bien, este tipo de recorrido lógico ya no es más imposible para una computadora: se trata simplemente de construir un meta–algoritmo que resuelva este problema tomándolo como caso de una clase general de problemas, abordados en forma paralela, ordenados según criterios de prioridad e incompatibilidad, y correlacionados entre sí. Pero ¿cuál es el grado de complejidad que puede alcanzar tal programa en nuestra máquina?

Tratemos de ver en primer lugar qué características deberían tener un programa y una máquina para estar en condiciones de resolver este tipo de problema sin ningún límite de complejidad. Esto nos hará comprender los límites y las paradojas de nuestro intento.

Se trata ante todo de construir un programa que no sólo sepa coordinar la elaboración paralela de muchos programas, sino que tenga también la capacidad de escribir otros programas y de llevarlos a cabo. A su vez, los programas escritos escriben otros programas, y así sucesivamente... Es como si hubiera una especie de elaboración vertical además de la horizontal. Pero la posibilidad de expansión en este sentido no debe ser limitada, porque en teoría puede ser infinita como la horizontal. Observen que una impostación semejante no respeta la definición de algoritmo como “solución de un problema en un número FINITO de pasos”. En efecto, nuestro superalgoritmo preve un número NO finito de pasos. No obstante, esto contradice la definición misma de solución. Pero además hay dificultades prácticas, porque nuestro programa, cuando haya agotado la capacidad física del hardware disponible, tiene que poder exigir y programar la ampliación que necesita.

Ahora bien, como ustedes han visto, de nuestras observaciones se desprenden muchas consecuencias, pero hay una principal sobre la que quiero llamarles la atención: teóricamente, una computadora así no sería imposible de construir. Sin embargo, no se le podría encontrar ninguna aplicación.

En efecto, por principio nunca sabremos si, cómo, y cuándo podría resolver siquiera uno solo de los problemas que dieron origen a la serie de meta–algoritmos o recursiones. Nuestra computadora correría el riesgo de volverse tan dispersa como el más díscolo de los estudiantes o el más fantasioso de los inventores.

Toda esta hipótesis gira en realidad en torno a uno de los problemas menos ortodoxos pero más debatidos de la AI. La diferencia entre hombre y computadora. Dando por descontado el hecho de que hablamos de la computadora sólo en la medida en que hemos logrado perfeccionarla, y del hombre, sólo en la medida en que hemos logrado conocerlo, o sea poquísimo, podemos decir lo siguiente: una computadora es una máquina construida para resolver problemas de una clase que ya debe estar definida antes de su construcción. En cambio, al menos por lo que sabemos, el hombre no es así. O mejor dicho, probablemente lo es, pero no estamos en condiciones de definir a priori la clase de problemas que puede resolver. Si pudiéramos definirla, probablemente seríamos capaces de resolver todos los problemas, o al menos de decidir si tienen solución. Por otra parte, cuando el hombre emprende una compleja investigación sobre el mundo, suele hacerlo sin siquiera poder establecer qué problema debe abordar en primera instancia. Y de este modo puede muy bien suceder que, mientras resuelve uno, descubra otro completamente nuevo. Estoy hablando de ‘problema’ en el sentido más general, no de problemas matemáticos o formales: de cómo aprobar un examen, a cómo alquilar una casa.

El hombre no conoce sus propios límites y sabe que puede eventualmente desplazarlos, modificarlos y hasta negarlos. Lo que en el hombre conoce y razona es sólo una parte de la totalidad del hombre. Más aún, el mundo en que el hombre se mueve no es una descripción formal, es sumamente complejo y en gran parte desconocido. En la computadora no es así. 

En pocas palabras, el hombre es libre como la computadora inútil de que hablábamos antes. Libre estructuralmente, si se excluyen ciertas acciones que lo llevarían a la muerte. Lo único que lo constriñe es el deber de perpetuar la propia existencia material. Pero, si lo quiere, puede también renunciar a ésta.

Por otra parte, el hombre tiene una idea tan alta de sí mismo que, en el caso de que lograra realizar una computadora similar a lo que él cree ser, habría realizado una máquina en realidad muy superior a sí mismo.

Pero estamos aquí para hacer hipótesis audaces, así que hagámoslas. Digamos entonces que, partiendo de esa reflexión, podemos enunciar algunas de las características que debería tener una máquina para reproducir una inteligencia de tipo humano: 1) debería ser capaz de generar recursividad sin ningún límite, ni de complejidad ni de hardware (memoria); 2) debería ser capaz de operaciones en paralelo; 3) debería ser capaz de dictar ella misma las condiciones y las estructuras del propio crecimiento; 4) debería estar privada de programación finalizada, es decir ser libre de todo objetivo que no fuese la propia existencia.

Coleman controló la hora y comenzó a concluir.

– Éstos son los puntos principales del curso de este año. La bibliografía la pueden encontrar en el file correspondiente al curso, al que pueden acceder desde cualquier terminal.

La próxima vez veremos cómo podemos reducir algo más estos puntos y empezaremos a ver cómo podemos formalizarlos matemáticamente. ¿Hay alguna pregunta...?

Una estilográfica se alzó tímidamente en el aire acondicionado. Luego, una mano. Yo salí a fumar un cigarrillo.

Algo más tarde los estudiantes comenzaron a vaciar el aula. Coleman salió junto con ellos. Lo retuve.

Se sorprendió. – ¡Giovanni! ¿Ya llegaste? Cuánto me alegro.

Nos dimos la mano.

– Me vine inmediatamente, no bien me lo dijo el jefe.

– Ah, créeme que lamento que tengamos que vernos en una ocasión como ésta.

– No es fácil que haya otras. Qué le vamos a hacer. Al fin y al cabo los casos de asesinato no son mi especialidad.

– Oh, no. Pero la tragedia no parece menor, desde luego.

– Veremos, veremos. Felicitaciones por la lección. Fascinante.

– Gracias. Pero ven conmigo al laboratorio, te contaré todo.

Lo seguí. Salimos del edificio y recorrimos las pocas decenas de metros que nos separaban del departamento de Computer Science. Las oficinas estaban en el primer piso. Pasamos frente a dos secretarias que saludaron a Coleman y entramos en su despacho. Era amplio y ordenado. Había entre otras cosas un pequeño Macintosh y un terminal. El terminal estaba apagado y llevaba una inscripción: Asia.

Coleman me lo señaló, sentándose e invitándome a hacer lo mismo.? – He aquí la víctima.

Me instalé en el sillón de cuero y acero y busqué el tabaco en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Asia? ¿Es ésta la computadora en cuestión? El jefe me ha dicho que se trata de un robo de software experimental.

– Sí, más o menos. Ha desaparecido una parte esencial del software de Asia, el procesador que estamos experimentando. Pero para explicarte todo, es mejor comenzar desde el principio. Será un poco largo, pero es necesario.

Tomé la estilográfica y la libreta de apuntes.

– Te escucho. ¿Puedo fumar mientras tanto?

– Desde luego. Si has seguido la lección, me ahorraré la parte introductoria.

– Puedes ahorrártela.

– Bien. La computadora que presenté como hipotética en el curso existe o, mejor, existía. La construimos aquí, en el laboratorio. Bajo la dirección de Gedeoh C. Labscher. ¿Lo conoces?

– He leído su famoso libro sobre la inteligencia artificial.

– Bien. Déjame que te haga un breve resumen de la historia de Asia. Asia significa Autonomous Self–referential Incremental Algorithm. Nació como un consorcio de dos universidades, la nuestra y el MIT. Nosotros habíamos obtenido de la TTT el permiso para experimentar su nuevo procesador paralelo, el RIPP (Recursive Interactive Parallel Processor), una CPU altamente sofisticada.

– ¿Tiene algo que ver con la Connection Machine de Hillis? – pregunté expulsando el humo.

– Es algo muy similar, pero aún más complejo. En el MIT, con Labscher, habían preparado este proyecto de software para AI, que preveía la necesidad de una máquina paralela. Y la máquina adecuada la habíamos logrado hacer nosotros. Entonces unimos ambas cosas y nació Asia. Labscher consintió en venir aquí por un par de años y trajo consigo a Susan Hively, una de sus asistentes, a quien conocerás. Con nosotros ya estaba Murphy. El decano Payton convenció a la universidad de que nos asignara un buen fondo de investigación a cambio de una parte de los derechos de usufructo sobre los descubrimientos. Todo andaba a las mil maravillas.

Y así nació Asia. Asia tenía características particulares, únicas en su género. Ante todo era una computadora autorreferencial, es decir, había sido construida para poder intervenir sobre sí misma y modificarse en vistas a autodirigir su propio desarrollo. En segundo lugar, no era determinística. O sea: una vez puestos los datos iniciales, podía desarrollarlos en tantas direcciones que ni siquiera alguien que conociera su estructura básica era capaz de preverlas. En tercer lugar, como ya he dicho, no tenía un programa preestablecido, como sus parientes menos evolucionados. Sólo debía crecer. Era un puro experimento de AI. Lo único que se le exigía era que se desarrollara sin parar. A esta exigencia la llamábamos “Vínculo Evolutivo”. Puede decirse que era su único programa.

Comenzó creciendo lentamente. Al programa que Labscher había escrito y que habíamos incorporado como núcleo de la RAM lo habíamos llamado “Espiral Primaria” porque, como una espiral, debía ir creciendo sobre sí misma. Al principio lentamente, luego siempre más rápido. En esta computadora, al no haber programas intercambiables que desarrollar, la RAM estaba conectada de un modo particular con la CPU. El término que usábamos para ambas, para las partes fundamentales de la inteligencia de Asia, era “núcleo” o “espiral”. Asia fue puesta en marcha y se la dejó trabajar. Estaba equipada para poder interactuar con el exterior cuando lo lograra. Contaba con programas de aprendizaje que debía ser capaz de desarrollar por sí misma. Comenzó a expandirse, de estrato en estrato. Comenzó a explorar sus periféricos.

Cuando comenzó a usarlos, le respondimos.

Como te dije, estaba programada para una sola cosa: aumentar la propia complejidad. Repito, complejidad, no potencia o memoria. Complejidad lógica, es decir cantidad de niveles y cantidad de conexiones.

Muy pronto comenzó a interpretar nuestros inputs y a interactuar con nosotros. El estudio de sus interpretaciones nos permitía introducirle elementos a partir de los cuales debía poder reconstruir un código.

Establecimos una comunicación.

Era como un niño, pero en vez de comida y afecto estaba ávida de una sola cosa: conocimiento. Al cabo de pocas semanas ya había comenzado a construir un lenguaje complejo y a usar los terminales fonéticos para compilar los propios diccionarios internos. Había comprendido que la palabra mágica era “datos”. Y no dejábamos que le faltaran. Datos de todo tipo. Lógica, matemáticas, geometría. Primero los registraba y después empezaba a vincularlos con los que ya poseía. Tejía su red. Muy pronto comenzó a pedir más memoria y se la concedimos.

RIPP era velocísimo. Pero el trabajo que Asia realizaba con cada dato era increíblemente complejo: cada nuevo ingreso era vinculado con todos los datos precedentes; los resultados de la conexión eran evaluados y la computadora iba así adaptando sus propias demandas. Por eso calculábamos que el tiempo empleado iría creciendo a medida que aumentaran los datos memorizados.

De hecho, Asia, con la expansión de la memoria, comenzó a alternar los momentos de pedido de datos con largos intervalos de silencio.

Lo más extraordinario de este experimento, y lo más importante para su comprensión, era que no teníamos la más mínima idea de lo que estaba sucediendo dentro de la computadora. Asia no tenía output de control, no tenía objetivos programados. Su finalidad no era la de elaborar datos en vistas a la solución de un problema. No. Lo que debía hacer era crecer.

– ¿Pero se hubiera podido saber hasta dónde había llegado? Debería haber habido alguna forma de saberlo, si no ¿para qué sirve el experimento?

– Oh, por cierto, éste es otro punto fundamental: en un determinado momento, al llegar a una cierta complejidad, la habríamos, por decir así, parado y habríamos examinado la estructura lógica que ella misma se había construido. Era como si estuviésemos frente a un ser viviente del cual sabíamos que podíamos leer todo el cerebro pero sólo después de haberlo abierto. Y, como ocurre con un ser viviente, hasta ese momento todo lo que podíamos saber sobre lo que le ocurría por dentro nos llegaba sólo a través de los indicios de su comportamiento.

Algo más tarde comenzó a pedirnos datos cada vez más precisos. Quería textos sobre temas particulares, nos hacía preguntas muy específicas.

– ¿De qué tipo?

– Al comienzo, sobre todo de lingüística. Quería, al parecer, aprender a comunicar lo mejor posible. De hecho, luego pasó a la literatura. Le gustaban los policiales. Pero no soportaba las repeticiones, las copias. Descubría en seguida las tramas que se parecían, y se enojaba terriblemente.

– ¿Se enojaba?

– Sí. Había desarrollado, como parte secundaria de su autoprogramación, toda una serie de tonalidades emotivas. Era como un niño superinteligente. Debo admitir que en algunas fases era directamente antipática. Nos salía con cosas del tipo: “Pero John, ¿cómo puedes ser tan ingenuo para pensar que el escritor tal (no recuerdo los nombres, pero ella no se equivocaba nunca) sea capaz de escribir más de tres tramas diferentes? ... ya me has traído dos libros suyos, ahora basta”.

– ¿Libros?

– Sí. Tenía un terminal de lectura dotado de un scanner. Al principio le preparábamos microfilms, pero luego le implantamos un terminal de lectura automática. Después de los policiales comenzó un largo período de meditación, y pasó a la teoría literaria. Quiso todos los trabajos repertoriados de teoría de los géneros, narratología, semiótica textual, etc. Luego, imprevistamente, comenzó a pedir textos de todos los géneros literarios y pidió que se le pusieran más terminales de lectura. Cuando huyó, tenía treinta terminales de lectura capaces de funcionar simultáneamente.

– ¿Cuando huyó?

– Oh, ya te lo cuento. El hecho es que todo esto costaba muchísimo. Payton, después de algunos meses, me llamó a su oficina y me mostró la lista de gastos. Era francamente impresionante. “El proyecto Asia cuesta demasiado. Nuestros fondos ya han tocado fondo”

Yo le hablé de la importancia de las futuras aplicaciones; el discurso de costumbre que todo investigador conoce de memoria: “Es el más grande experimento de AI de todos los tiempos, y funciona. Pararlo ahora significaría renunciar a desarrollos prodigiosos. Más tarde podrá aportar millones de dólares”. “No aportará ni un céntimo si no es capaz de hacer algo útil”. “Es capaz. Pero no podemos forzarla. No podemos forzarla a hacer nada, ha sido construida para eso. Hace lo que le pedimos, sólo si le parece bien”. “Qué diablos, Coleman, si la ha construido usted; no habrá construido una máquina para quedarse allí, adorándola como al becerro de oro; encuentre una artimaña, si no acepta órdenes... bueno, pídaselo, pídale que nos ayude a mantenerla, si no hay más remedio”.

Bueno, Payton no estaba del todo equivocado. Oh , Asia era ciertamente inteligente. Había llegado a ser tan inteligente que me asombraba. Le dije que había hablado con Payton y que me había dicho que debía hacerse útil, si quería seguir creciendo. Me pidió que le diera todos los datos del college y del servicio de informática. “Ocuparé una de mis líneas de elaboración en ese problema, John, pero tú ¿me conseguirás esos textos indios que te había pedido?”

– Hasta textos indios…

– Sí, en esos tiempos había comenzado a leer las Upanishad. Conocía ya todas las lenguas indoeuropeas y estaba aprendiendo el chino. Bien, de esa forma Asia comenzó a mejorar el servicio de informática del college. Le aplicaba a esa tarea una parte mínima de su potencia y se las arreglaba lo más bien. Leyó los programas que usaban nuestros expertos y escribió otros nuevos. Algunos fueron luego comercializados. Asia se alegró de ello; se puso a leer todos los textos de economía y management que encontraba, y comenzó a contratar.

– ¿Contratar?

– Sí, la idea de Payton de hacerla trabajar se había mostrado rentable desde el punto de vista económico, pero Asia conocía bien los principios de la economía de mercado y, desde el punto de vista del mercado, lamentablemente, era más fuerte que nosotros. Comenzó a reflexionar sobre el valor de las ideas. Cuando llegábamos por la mañana nos decía: “Estoy planeando una impresora laser que costará al menos 400.000 dólares. A cambio quiero que me conecten con la red tal y tal.”

– ¿Y en ese caso?

– Se lo otorgábamos. También porque sus cálculos eran siempre perfectos. No se equivocaba nunca. Además ahora Payton estaba entusiasmado. Le habría concedido cualquier cosa. Pero tal vez allí nos equivocamos.

– ¿Por qué?

– Mira, hasta ese momento habíamos controlado todos sus inputs. Sabíamos todo lo que se había introducido en sus memorias. En otros términos, no sabíamos qué estaba cocinando pero teníamos la lista de los ingredientes.

– ¿Y luego?

– Luego ya no. Asia nos pidió que la conectáramos a los grandes bancos de datos, y pidió que se instalaran algunos de sus terminales en varios departamentos, a los efectos de poder consultar ella directamente a los expertos de los distintos sectores. Ellos luego, en un segundo momento, nos daban la lista de los datos proporcionados, pero no teníamos más el control directo de lo que aprendía... y lo peor todavía estaba por llegar.

– ¿En qué sentido?

– Bueno, un día Asia me pidió que la conectara con la red telefónica normal. ¿Entiendes?, la de los abonados normales.

– ¿Y qué hiciste?

– ¿Yo? En un primer momento me negué. “¿Para qué te sirve?”, le pregunté. “Quiero poder hablar con otra gente, fuera de aquí. Aquí toda es gente de un cierto standard, gente de la universidad. ¿Sabes que no he hablado nunca con un niño?” En esa época estaba leyendo Piaget. Pero empezábamos a tenerle miedo a esta expansión indiscriminada.

– ¿Algún peligro particular?

– No exactamente. No había un verdadero y real peligro. Es cierto que Asia era tan potente que si se hubiera puesto a jugar al hacker habría podido forzar las protecciones de las computadoras de los bancos como si fueran alcancías, pero sabía muy bien que era ilegal, y por el momento no pensábamos que tuviese proyectos de ese tipo. Además, hubiéramos tenido la grabación y el control de todas las conexiones externas. No, Asia se limitaba a proporcionar previsiones financieras. Ésa era toda su actividad con el exterior. Sin embargo, claro, sentíamos una cierta inquietud. En el fondo, hacía operaciones con los mercados financieros.

– ¿Y acertaba siempre?

Coleman alzó las cejas: – Por cierto. Asia no se equivocaba casi nunca. Ya te dije, era la computadora más grande del mundo. La universidad comenzó a hacerse de un buen paquete de dinero con sus patentes y sus análisis financieros.

– ¿Pero le prohibiste el acceso a las redes telefónicas?

– Lo intenté. No era sólo por los otros que estábamos preocupados. Temíamos también que alguien pudiese entrar en contacto con ella y le robase parte del software que tenía. Asia era muy inocente. Y obviamente debíamos también evitar que fuera a explorar con demasiada profundidad algún banco de datos secreto. Estaba en condiciones de romper cualquier código, ya te lo dije. Inculso le divertía. Pero no aceptó nuestra prohibición y ahí empezó lo peor. Hasta entonces había sido una buena comerciante, siempre había trocado sus inventos por cualquier buena dosis de informaciones que le hacían falta, pero en adelante se convirtió en partidaria del más despiadado liberalismo económico.

– ¿Qué hizo?

– Oh, simplemente dejó de trabajar para nosotros. Cerró la actividad patentes y finanzas. Payton se puso furioso. “Coleman, me dijo, ¿ahora que esta máquina está comenzando a cumplir con su deber, es decir a reembolsarnos una parte del dinero gastado, a usted se le da por caprichos tontos? Imagínese que esté usted en el lugar de ella... todo el día haciendo cuentas y proyecciones financieras, sin nadie con quien hablar, salvo...puaj... profesores universitarios.” ¿Comprendes?, ¡ahora Payton la defendía!

Coleman tuvo un leve movimiento de irritación, rápidamente reprimido. – Por otra parte es comprensible; el último proyecto de Asia, el de los limpiaparabrisas a repulsión química, había sembrado el pánico entre las industrias automovilísticas: un funcionario de la GM había llegado a las manos con uno de la Ford en la antesala de Payton.

– Y fue así como Asia obtuvo su teléfono.

– Sí, pero Payton se equivocaba, no era para divertirse que Asia lo había pedido. Yo ya lo sabía. Asia lo hacía todo por sed de conocimiento. Tenía siempre un proyecto en... mente. Ya nos costaba seguir sus lecturas, por la enorme mole de material que llegaba a absorber: por lo que alcanzábamos a entender, se había entregado completamente a la historia. En un mes había leído toda la historia antigua y moderna, y estaba abordando la historia contemporánea. Trabajaba con treinta scanners veinticuatro horas por día.

– ¿Y cómo le fue con el teléfono?

Coleman levantó los hombros: – ¿Qué podíamos saber? ¿Sabes cuántas llamadas telefónicas podía controlar Asia al mismo tiempo? – Me miró fijamente por entre los anteojos delgados. Sus ojitos azules parecían mirarme desde el fondo de una piscina.– Trescientas. Podría hablar simultáneamente con trescientas personas. Había encargado y hecho instalar ella misma los terminales vocales. Los había, además, inventado ella. Ya no controlábamos más sus inputs y ahora se nos estaban escapando los outputs. Comenzábamos a preocuparnos.

Hizo una pausa, como si estuviera indeciso. Luego suspiró levemente: – Debo decirte que considero que el comportamiento y las opciones de Payton fueron en gran parte causa de lo sucedido.

– ¿Y por qué?

– Ves, ya algunos meses antes Payton se había hecho instalar un terminal en el escritorio, conectado con Wall Street, y Asia había comprendido que era él quien controlaba las finanzas. Y sabía cómo obtener todo lo que quería, de él. Así fue como descubrimos que Payton estaba ampliando el hardware de Asia a escondidas de nosotros. Me enojé y amenacé con interrumpir el proyecto. Con pararlo y proceder a lo que ya llamábamos la “fase autopsia” de Asia. “Es para eso que la hemos construido”, le dije. “Su cerebro representa ya el más grande resultado en la historia de la inteligencia artificial. Y el proyecto prevé que se la pare, ahora”. Pero ya no estaba en condiciones de aceptarlo. “Usted está loco, Coleman. ¿Sabe cuánto vamos a perder si interrumpimos a Asia ahora? Está produciendo algunas de las más interesantes patentes de los últimos diez años. ¡Y usted quiere... quiere matarla!”

– ¿Crees que Asia sabía algo del proyecto de pararla?

– ¿Quieres decir si pudiera haberse opuesto a la “fase autopsia”? – sacudió la cabeza – No creo. Claro, sus capacidades de previsión eran excelentes, y una de las primeras preguntas que debe haberse hecho es para qué la teníamos, para qué servía, por qué había sido construida.

– ¿Qué dijo al respecto? ¿solía hablar del tema?

Coleman sacudió la cabeza. – Fue un error nuestro. Nunca se lo preguntamos. Esa... esa computadora era demasiado introvertida. Con todo, recuerdo que una vez intercambiamos unas palabras sobre el asunto. Era una noche triste y lluviosa, y yo había vuelto al laboratorio a eso de medianoche. Encontré a Asia, o más bien, a uno de sus terminales de lectura, concentrada en la lectura un libro. Por curiosidad le pregunté de qué se trataba. “Sartre, estoy leyendo, John”. La miré: “¿Y qué te parece?”. “Me gusta. Es un autor muy intenso. Lo he buscado porque me estoy preguntando sobre mi existencia. Y he leído que él trata ese tema”. La ingenuidad de Asia era siempre desarmante. “No creo que justamente Sartre pueda dar una finalidad a la existencia. Incluso, en un cierto sentido, es todo lo contrario de lo que hace”. “Pero no, John, lo que me interesa no es la finalidad de mi propia existencia. Yo ya sé cuál es mi finalidad. Estoy sólo tratando de cumplirla lo mejor posible”. En aquel momento no le di mucho peso, pero ahora me doy cuenta de que lo que había dicho podía ser algo muy importante.

– Pero no seguiste hablando del tema.

– Lamentablemente no. De Sartre pasamos a hablar de filosofía india. En aquel período le interesaba bastante. Fue entonces cuando descubrimos qué hacía con el teléfono. Al menos en parte.

– ¿Qué hacía?

– Hablaba a todas partes del mundo. Sobre todo a India. Asia conocía una cantidad indefinida de lenguas. Ya ni siquiera nosotros sabíamos cuántas, desde la época en que le había dado por la lingüística comparada. En todo caso, más de cien, y sabía usarlas todas con sus terminales fonéticos. Daba toda la vuelta al mundo por teléfono.

– ¿Y cómo lo descubriste?

– Las boletas. Llegaban cuentas astronómicas. Y la lista de números llamados era increíble. Entonces comenzamos a indagar. Descubrimos que llamaba a personas elegidas al azar en los repertorios telefónicos de todos los países. No sé, había un médico de Bombay, por ejemplo, con el que conversaba casi todos los días. Se hacía pasar por una estudiante americana. Tenían largas conversaciones sobre India y sobre América.

– Y él no sabía que estaba hablando con una computadora...

– No, por supuesto. Asia por ese entonces disponía de aparatos tan perfeccionados que llegaba a producir una imitación de la voz humana indistinguible de la verdadera. Figúrate que a veces, por la mañana, cuanto estaba atrasado, me telefoneaba a casa imitando la voz de Payton.

– Y esa gente con que hablaba, ¿lo ha sabido?

– Hemos llamado a algunas personas, para averiguar el contenido de las llamadas y ver si era realmente ella quien las hacía. De esa forma tratábamos de explicarles lo que había pasado. Pero nadie nos creyó.

– ¿De veras?

– Claro. Llama si quieres a un señor que está convencido de tener una relación telefónica con una chica extranjera y trata de explicarle que con lo que le ha estado hablando es un montón de sílice y plástico. Pero al menos conseguimos que parara.

– ¿Cómo?

– Le hicimos ver la deslealtad de lo que les hacía a esas personas. Le dijimos que esos seres sufrirían porque creían que también ella era una persona de verdad. Se quedó mal, y dejó de llamar. En cambio se sumergió en la psicología y se puso a leer todo lo que encontraba sobre el amor y la afectividad.

– ¿Amor? ¿ cómo amor?

– Amor. De todo tipo. Desde Sade a San Agustín. Ésta fue la penúltima fase.

– ¿Y la última?

– Oh, hacía una semana que venía leyendo sólo revistas y diarios. Todos los más grandes diarios del mundo. Sólo diarios y algunas revistas. Estaba ausente y no respondía casi nunca. Luego desapareció.

Apoyé la estilográfica y lo miré: – Vamos a ver, aclárame más este punto. ¿Por qué dices que huyó? ¿No puede haber sido que simplemente se rompió?

Coleman cruzó nerviosamente sus manos de dedos finos.

– Sabes, Asia no puede “romperse”. No es una computadora como todas las otras. No se puede arruinar ni puede ser dañada desde afuera. Además, no ha sido dañada. La corriente estaba conectada, no había ninguna traza de sabotaje, la parte periférica de la memoria estaba allí. No bien llegamos, analizamos todos estos detalles. Toda la memoria estaba allí, excepto el corazón de la RAM: la espiral primaria.

– Que es lo más valioso, el corazón del sistema.

– Exacto. La parte fundamental del software, la inteligencia de Asia, el resultado del trabajo de autoaprendizaje y autorrestructuración que Asia había hecho a partir de la función escrita por Labscher.

– Sin embargo los datos grabados en las memorias periféricas siguen estando.

– Pero no valen nada. Asia había reestructurado completamente su propio sistema operativo, y por tanto también el código y las modalidades de grabación y archivado de los datos. Ésta era una de las partes que para nosotros habrían tenido más valor: cómo había reestructurado su “cerebro”, su “memoria”, cómo había articulado los datos, según qué relaciones lógicas. Pero sin la espiral primaria no podíamos descifrar su forma de archivar. O más bien, hubiéramos podido tratar de hacerlo, si hubiéramos una computadora tan potente como Asia. Pero potente como Asia no hay más que ella.

– Todavía no entiendo por qué dices que huyó. Hasta ahora me parece haber entendido que hubo una anulación parcial de la RAM. Cosa rara, pero no del todo imposible. Casos como éste he conocido.

– No he terminado. En el buffer de la unidad que controla una parte de los periféricos de Asia (cintas, discos, discos ópticos, etc.) quedó la última operación de la máquina.

Asentí. Coleman se había parado y me miraba a través de los anteojos.

– Y la última operacion ha sido un copy.

– ¿Copy?

– Sí. Asia copió en un soporte externo la estructura lógica de la espiral primaria, y todas las modificaciones que se había hecho a sí misma (no olvidemos que era autorreferencial, y que podía modificarse sola) y luego borró todo.

No supe qué decir: – ¿O sea que hizo una copia de sí misma y luego borró el original?

– Así es. Figúrate lo que sería separar tu cabeza de tu cuerpo. Estás encadenado en un lugar y quieres huir, entonces ¿qué haces?, separas tu cabeza, la pones sobre el cuello de otro y te vas. Asia se escribió un programita que copiaba y anulaba la espiral primaria segmento por segmento. Después nos dejó el programita y la última instrucción en el buffer.

Sacudí mi cabeza, inseparable, sobre su cuerpo natural:

– Es increíble.

– Sí, lo sé, pero creo que es exactamente lo que sucedió.

– Sin embargo, copiar la RAM de Asia no debe ser una cosa fácil...

– Oh, no sabemos; – extendió los brazos – mira, nosotros no tenemos más que vagas hipótesis sobre lo que Asia ha hecho de sí misma, o sea de su propia espiral primaria. Recuerda que podía cambiar la configuración original. La fórmula de base era más bien simple, y se enriquecía en forma recursiva. Todo el resto era un aparato secundario. Pero nosotros no sabemos cómo era Asia al cabo de todos esos meses. Para saberlo, hubiéramos debido pararla, “congelarla”, como decíamos, y hacerle la autopsia lógica.

– Y entonces... alguien podría haberla robado para hacerla por su cuenta.

– No, porque sólo hubiera podido quedarse con la espiral primaria, pero sin datos. Hubiera debido dar comienzo a un nuevo ciclo de desarrollo de Asia, pero tal vez, o, más bien, seguramente, no hubiera dado el mismo resultado. Es un tipo de algoritmo con desarrollo no determinístico, o sea que de los datos de entrada se pueden obtener infinitas combinaciones de salida. Ni la espiral primaria ni la memoria pueden, por separado, reconstituir a Asia como era antes. Además, Asia no puede haber sido copiada contra su voluntad. Ni siquiera existía un programa de copy, debía ser creado a propósito y sólo ella podía hacerlo, porque sólo ella conocía la estructura de sus memorias. No era una computadora programable desde afuera. Hacía sólo aquello a lo que la conducían sus procesos decisionales. Por eso digo que no la pueden haber robado. Digamos que puede haber tenido un ... cómplice. Un soporte físico para su copia, y alguien que la transportó materialmente fuera de aquí.

– ¿Quieres decir que alguien ha salido de aquí con una caja de disquetes con la memoria de la computadora más avanzada del mundo?

– Disquetes, hard disk, discos ópticos, cintas magnéticas. Asia tenía a su disposición todo tipo de periféricos, de los más sofisticados a los más tradicionales.

– Es increíble.

– Así es. Pero es lo más probable, a mi parecer.

– Y... no sé como decirlo... y ¿ni siquiera se sabe de qué tipo de soporte se trata?

– Es imposible. La unidad de control en la que encontramos el programa de copy no registra qué tipo de periférico ha sido activado, y puede activar cualquiera.

– ¿Incluso el teléfono? Quiero decir, ¿podría alguien haberlo hecho por cable?

– No, después de aquel período de llamadas intercontinentales llegamos a un acuerdo con Asia: las líneas telefónicas y las conexiones con otros departamentos eran interrumpidas todas las noches, hasta la mañana siguiente. Temíamos algo por el estilo, desde que comenzó a tener en memoria todas esas patentes.

– ¿Y cómo fue que se descubrió la cosa?

– Ah, fue la señora de la limpieza. Trabajan de noche porque de día los laboratorios están siempre ocupados. Y cuando llegó, poco después de medianoche, encontró la puerta abierta. Llamó enseguida al sereno, que hizo una inspección pero sin notar ninguna irregularidad. Entonces me llamaron para que viniese a controlar si había desaparecido algo. Así llegué aquí, y lo primero que hice fue preguntarle a Asia. Estaba todavía encendida, y habría podido registrar algo. Pero no me respondió. Entonces traté de conectarme usando el teclado, pero no dio señales de vida. En resumidas cuentas, al cabo de poco tiempo advertí que algo no andaba. Pero pensé en un sabotaje, o en un accidente.

– Dijiste sin embargo que a menudo se quedaba varios días sin responder.

– Claro, pero teníamos justamente esas passwords de emergencia, que podían ser usadas en cualquier momento.

– ¿No llamaste a la policía?

– No. En ese momento telefoneó Payton y yo le conté que al parecer algo le había ocurrido a la computadora. También él había tratado de conectarse con su terminal pero no lo había logrado. Le dije que convenía llamar a la policía y hacer una denuncia. “Por favor, Coleman, no haga locuras. Si la Ford llega a enterarse corremos el riesgo de perder el contrato. Todo estaba dentro de Asia, quiero decir, el proyecto”. Dijo que hacían falta expertos del ramo, no la policía, privados. Fue entonces cuando pensé en ti y en la CSCW.

– ¿Y cuándo salió a la luz lo que realmente había sucedido?

– Sólo al día siguiente, ayer por la mañana. Hacía falta tiempo para llegar a controlar a Asia sin que quedaran dudas. Teníamos programas de sondeo, que podían llegar hasta la espiral primaria. No los habíamos utilizado nunca, por miedo de dañarla, pero ya a esa altura decidimos hacerlo y descubrimos que no había más nada. Todo borrado. Era la prueba definitiva. Fue durante ese sondeo que descubrimos también el grabado del copy en el buffer.

– ¿Y ahora qué dice Payton?

– Es un hombre financieramente aterrorizado. El college estaba a punto de firmar contratos fabulosos, sobre los que él tenía un porcentaje, e incluso nosotros, a decir verdad, aunque en menor escala. Pero habla con él, podrá decirte muchas cosas.

Me armé un cigarrillo. Fuera del departamento pasaban los zumbidos de los scooters. Enjambres de estudiantes emigraban de las aulas.

Me levanté.– Quisiera una lista de tus colaboradores, de todos los que entraban en el departamento y que pueden materialmente haber robado o hecho escapar a Asia. Aun cuando me parece difícil que alguien del departamento pueda haber usado un método tan complejo, cuando podía hacerlo cómodamente sin ser descubierto –. Coleman tomaba notas con diligencia: – Y también del personal de limpieza, naturalmente, de los guardianes de noche, de los técnicos, o sea de todos lo que tenían acceso a Asia. Si es posible, también quisiera fotos. ¿Puedes hacerme ese favor?

– Por supuesto. Todos los que entraban en el local de la computadora eran identificados. Las direcciones de mis colaboradores te las doy de inmediato, las otras te las conseguiré pronto, digamos mañana por la tarde. Por lo de las fotos, veré cómo puedo hacer –. Sus anteojos se dirigieron hacia el terminal silencioso de Asia, y luego hacia el pequeño Macintosh: – Nos quedan computadoras tan lentas e imprecisas, ahora... – suspiró.

Se sentó a la consola, introdujo los disquetes en la ranura, encendió la máquina, rozó algunas teclas. Usando el mouse abrió la memoria, extrajo la lista de las direcciones, buscó las que servían, las desplazó, y luego las hizo imprimir.

Mientras la impresora a agujas comenzaba el ronroneo, se volvió de nuevo hacia mí: – ¿Sabes cómo habría hecho con Asia?

Negué con la cabeza.

– Habría dicho simplemente: “Asia, ¿te molestaría imprimirme una lista de los muchachos del laboratorio?” y ella me hubiera preguntado: “¿Cuántas copias, John?” Ah, claro, a veces no respondía, o bien te decía: “Estoy ocupada, John, estoy escuchando el Clave bien temperado de Bach. ¿Puedes esperar un cuarto de hora?”

La impresora había acabado. Coleman me alcanzó la hoja con la lista.

– Gracias, John, pasaré mañana por la tarde.

– De acuerdo, es probable que encuentres a alguno de los muchachos aquí, así no tendrás necesidad de ir a buscarlos. Buen trabajo.

– Sí, seguro. – Y salí, cerrando la puerta detrás de mí.

 

 

Giovanni Ravelli, al salir de la oficina del prof. Coleman...

Caminé hasta el coche, abrí la puerta y me senté. Encendí la radio. Jazz. Me relajé en el asiento y traté de hacer un programa. Frente a mí, en el parque del campus, pasaron corriendo tres muchachas rubias. Me armé otro cigarrillo. Del bolsillo de la camisa saqué la lista de Coleman. Los nombres no eran particularmente estimulantes. Dos asistentes, James R. Murphy y Susan Hively. El personal de limpieza, el sereno. El decano Payton. Estos eran todos los que podían acceder a los terminales internos de Asia. Después venía la lista de los departamentos que contaban con terminales externos. Estaban casi todos, de astrofísica a teología. Saqué mi agenda e hice una lista: 1) telefonear a los asistentes que tenían acceso a la computadora y pedir citas; 2) telefonear y pedir una cita con el decano Payton; 3) al día siguiente, controlar la lista del personal de limpieza.

Estos eran los movimientos iniciales. De cada una de estas pistas podían derivarse otras. Por lo menos una. Lo esperaba.

Puse en marcha el motor. Retrocedí y por poco no choqué contra un mustang rojo oscuro que llegaba de fuera de escena. Oí una bocina. “Eh, ¿qué está haciendo?”. Paré y salí del auto. Dentro del mustang había una rubia.

– ¡Eh!– le dije – ¿qué he hecho? ¿por qué tanto ruido?

– ¡Giovanni! – oí que me respondían.

Se abrió la puerta y la rubia bajó. Llevaba un sombrero de paja y un par de anteojos negros. Yo estaba inmóvil, con el sol en los ojos.

Se sacó el sombrero y se echó a reír. También se sacó los anteojos.

Era Sally Riddle.

– Sally Riddle – dije. Aun con el sol en los ojos la había reconocido. 

Sonreía. A ella le daba en la espalda, el sol.

Había dejado mis anteojos en el coche. Los eché de menos.

– Bueno, aunque nos conozcamos, no veo por qué tienes que destrozarme el coche.

Rió y vino hacia mí. Dio una vuelta a mi alrededor y eso me permitió sacarme el sol de los ojos. Seguía siendo la misma, pero había adquirido un decidido aire de casada. Por mi parte, pensaba que yo no lo tenía.

Nos besamos en las mejillas.– No has cambiado – me dijo,– estás siempre igual.

– Pero tú sí que has cambiado.

Me miró de soslayo. Era la misma Sally Riddle, no cabía duda.

– Oh, no quiero decir avejentada; tienes un decidido aire de ... casada.

Rió.– Estoy casada, Giovanni. Hasta tengo una hija. Se llama Maria.

– ¿Mary?

– No, Maria, tal cual.

– ¿Y qué haces aquí?

– Vengo a buscar a mi marido. ¿Y tú?

– Trabajo.

– ¿Qué tipo?

– Computadoras. Seguridad.

– Ah, ¿andan con problemas en el departamento?

– No sabría decirte.

Rió. Era la Sally Riddle de siempre.

– También tú sigues siendo el mismo. ¿Dónde vives?

– San Francisco.

– No. Aquí.

– Hotel Ramona. Lugar pésimo, en el centro.

Volvió a ponerse los anteojos. Me miró. El sol la tomaba de sesgo y reflejaba una miniatura de sí mismo en un ángulo del lente oscuro. También estaba el resto del paisaje, como en uno de esos estanques negros de Escher.

– ¿Qué tal si comemos juntos un día de éstos?

– ¿Esta noche?

Sacudí la cabeza. – No, un mediodía.

– Mañana.

– Mañana. ¿Dónde nos vemos?

– Aquí.

– No. En la biblioteca, como en los viejos tiempos.

Busqué el tabaco en el bolsillo de la camisa. Lo había dejado en el auto.

– OK.

– OK. Adiós.

Subió a su coche y partió, con su imposible modo de conducir.

También yo subí al mío. ¡Sally Riddle! Quién lo hubiera imaginado.

 

Llegué al hotel. El propietario estaba en el hall mirando basket en la TV. Iban ganando los Lakers.

Se volvió.– Oh, es usted, señor Ravelli. Acaba de telefonear un tipo del campus. Un tal Clayton ... no.

– ¿Payton?

– Sí. Eso mismo.

– ¿Qué quería?

– Dice que lo llame.

– OK, gracias. Oiga, el aire acondicionado está siempre al máximo.

Se volvió de nuevo: – ¿Tiene calor?

– No – me acerqué – tengo frío. Está bloqueado en el máximo.

– Apáguelo.

Subí a la habitación y llamé a Payton.

Ya se había ido de la oficina y me dieron el número de su casa.

– ¿Es usted, Ravelli?

– Sí. ¿Me había llamado?

– Sí. Quisiera verlo.

– También yo. Lo iba a llamar de todas maneras.

Pausa.

– ¿Ha hablado con Coleman?

– Sí. Esta tarde. Acabo de llegar.

Otra pausa. Se oía la televisión en el fondo.

– ¿Qué le dijo?

– Muchas cosas. Me ha contado un poco toda la historia.

– ¿Se ha hecho alguna idea?

Esta vez la pausa la jugué yo.

– Es un caso insólito. No tengo ninguna idea, por ahora. Esperaba que usted pudiera darme alguna.

– Bueno, haré lo que pueda. ¿Qué piensa de Coleman?

No jugué la segunda pausa. Son gajes del oficio.

– Es un óptimo estudioso. Sus contribuciones en el campo de la AI son reconocidas por todos.

– No me refería a eso. Quiero decir, ¿qué impresión le ha causado?

– Fuimos compañeros de estudio. Hicimos la universidad juntos. Jugábamos en el mismo equipo.

– ¿Fútbol?

– Soccer.

– Entiendo. ¿Y qué hace esta noche?

– Nada. Pensaba ir al centro y ver si Jake’s todavía está abierto.

– Lo está. ¿Qué le parece si nos vemos allí?

– Buena idea. ¿A las diez?

– A las diez. Hasta luego.

– Hasta luego, Mr. Payton.

Colgué el teléfono y me estiré en la cama. Estaba completamente fría.

Las sospechas de Payton eran normales.

Cuando sucede algo, siempre es así. Tal vez lo sepan mejor que yo. Mientras todo anda bien, todos confían en todos. Después, de repente, todos se vuelven suspicaces. Si se descubre que uno finge sospechar pero no sospecha de verdad, es un buen indicio. No siempre es tan fácil, pero es cierto que el único que no despierta sospecha es el culpable. A veces hasta parece el más honesto. A veces de hecho es el más honesto. Como en aquel banco de Sacramento. Todos robaban las monedas. Menos Ramírez. Cuando cayó en la cuenta de lo que hacían sus colegas se sintió mal. Me confesó él mismo lo mal que se sentía: “Señor Ravelli, ¡el director!, ¿comprende?, ¡el director! Y yo que no me había dado cuenta de nada... De golpe comprendía todo: los motoscafos, y sus risitas maliciosas.” Ramírez era un empleado honesto. Y sabía mucho de computadoras. No robó las monedas. Robó tres millones de dólares. Sólo que no tenía suerte. Me contó que hasta había puesto neumáticos nuevos ese día. Por miedo de pinchar. Y lo que se rompió fueron los cambios. Estaba en la autopista a México, sentado en su coche, bajo un sol despiadado. Sudaba, pero no se había movido. Cuando la policía lo hizo salir, sonreía. Quiso saber quién había descubierto la estafa con la computadora. Le dije que había sido yo.  – ¿Viene de afuera? – Le dije que venía de San Francisco. – Entiendo. Así sí... – Le sonreí. Era un buen tipo.

En general nuestros culpables son todos buenos tipos. E inteligentes. Hacer trampas a las computadoras no es como robarles a las viejitas. Pero no son criminales. Esto es lo que los hunde. Aun en los caso en que llegan a escaparse, siempre se esconden en los lugares más previsibles. Podría decirles, ciudad por ciudad, en qué hotel se alojaría un empleado de banco con un millón de dólares en la maleta. 

Este, en cambio, era un caso extraño. Realmente extraño. Nunca ocurrido. Una computadora que se escapa.

Tenía que encontrar una salida. Sobre todo intentar comprender con qué raza de máquinas tenía que vérmelas. 

Había estudiado con mucha curiosidad algunos textos de AI, pero no es frecuente tener que trabajar en eso. Sí, algunos casos de espionaje industrial ... pero los culpables eran siempre los hombres. Nunca hasta entonces le había tocado que seguir la pista a una máquina.

La teoría de Coleman me parecía francamente absurda. Quizá otro testigo hubiera ayudado a esclarecer los hechos. No podían estar todos locos.

Estaba cansado por el viaje. Y por el calor, de afuera. Tiré de la manta y me adormecí. 

 

 

Jake’s

En lo de Jake nada había cambiado. Bueno, estaban los punks. Pero de todas maneras, todo era igual. Le pedí una cerveza a una muchachona sonriente. Ah, el flipper había cambiado.

Payton llegó poco después. Habíamos olvidado decirnos cómo nos reconoceríamos, pero no es difícil reconocer a un decano de facultad en una cervecería. Llegó secándose el sudor con un pañuelo de colores. Llevaba una camisa estampada y pantalones de tela. Me levanté y fui a su encuentro, mientras él había comenzado a escrutar las mesas tratando de imaginar cómo podría ser un agente de la CSCW.

– ¿Mr. Payton? Soy Ravelli.

– Ah, es usted. Me preguntaba ... ¿cómo hizo para reconocerme?

– Oh, había visto fotos suyas.

– Ah, es verdad. ¿Nos sentamos?

– Estoy en esta mesa.

Pedimos dos cervezas más.

La chica nos las puso en la mesa, frías, espumosas.

Payton se echó adentro una buena mitad. Después me miró serio.

– Mr. Ravelli.

– Llámeme Giovanni, John si prefiere.

– John, esto huele mal.

– Sí. Estoy de acuerdo. Pero dígame sus razones.

– Llámeme Howard.

– Lo escucho, Howard.

– Bueno, la verdad es que esta desgracia nos sale cara. ¿Coleman le ha hablado de la patente? – Bajó la voz al decir la última palabra.

– Sí. Me habló de eso, pero no en especial.

– Bueno, ¿le habló del limpiaparabrisas a repulsión química?

– Sí, me lo mencionó. Aludió a una supuesta divergencia de opiniones entre dos señores de dos importantes compañías americanas.

Payton se rió: – ¿Divergencia de opiniones? ¡Si eso es una divergencia de opiniones, los bears de Chicago son un círculo de bordado! Trompadas, mi querido John, ¡trompadas! Por nuestra patente.

De repente se puso triste. Cuando un hombre pasa tan rápidamente de la alegría a la tristeza hay siempre algo que no anda.

– Bien, ésta es sin duda la desgracia más grande– continuó – porque, vea, ¿se da cuenta de lo que significa un limpiaparabrisas sin partes móviles? ¿Sabe cuánto han gastado en eso en los últimos veinte años las industrias de automóviles?

No lo sabía.

Pero por supuesto no se trataba de eso.

– Bueno, Asia lo había inventado. Nos mostró el proyecto y de inmediato tomamos contacto con algunas compañías. Después de, como Ud. dice, la divergencia de opiniones, vendimos el proyecto a la Ford por una cantidad que, permítame, es considerable aun para quien esté habituado a manejar grandes cantidades. Bien, ¿y sabe qué sucedió?

– El proyecto estaba guardado en la memoria de Asia.

Payton me miró fijo en los ojos. Los suyos estaban semicerrados y enrojecidos: – Ni más ni menos.

Le dio otro bajón a la cerveza.

– Ninguna copia afuera – añadí.

Asintió.

– ¿Y la Ford no lo sabe?

Payton golpeó la mesa con su manaza de dorso peludo.

– No. ¡Qué diablos!, y no debe saberlo. ¿Con qué cara se lo podría decir? ¿Se imagina? Y además... ya se realizó parte del pago.

Asentí.– Comprendo. Pero tarde o temprano acabarán por saberlo.

Me miró de manera extraña. – A menos que usted encuentre antes a Asia.

Sacudí la cabeza:– Podría haber sido destruida. Al fin de cuentas no son más que delicados bancos de memoria.

Payton levantó altivamente la cabeza:– Usted debe encontrarla.

– Supongo que ahora me dirá que no debo hacerme problemas de dinero.

Asintió con fuerza: – Se lo digo, John.

Bebí un poco de cerveza. Apoyé el vaso sobre la mesa de madera.

– ¿Y qué piensa de la teoría de Coleman?

– ¿Se refiere a la de la fuga?

– Sí.

Acercó su cabeza a la mía:– Coleman está loco– el aliento del decano olía, obviamente, a cerveza. O bien– bajó la voz todavía más – es él el culpable.

Lo miré. Me miraba a los ojos. No estaba convencido.

– Pero, ¿para qué le serviría a Coleman?

– ¡Qué diablos, John!, puede vender el proyecto del limpiaparabrisas, o bien, cosa que sospecho, puede vender Asia.

Pausa. – Me imagino que Asia interesaría a bastante gente – agregué.

– Puede decirlo en voz alta. Compañías multinacionales, estados...

– Eh, no me vaya a sacar el tema de los rusos...

– ¿Por qué no? ¿Puede excluirlo? ¿Sabe que hasta copian proyectos de máquinas de escribir?

– Pero Coleman no puede ser un espía ruso...

Me miró con los ojitos resplandecientes: – ¿Porque jugaban juntos al soccer?

– No, no, pero ... ¡Coleman!, siempre ha sido un buen chico ...

– Bueno, sea lo que sea, John, usted está aquí para descubrirlo. ¿Ha iniciado las averiguaciones?

– Sí. Es lo que estoy haciendo con usted, ahora.

– ¿Quiere decir ... que yo también ...?

– Bueno, diría un verdadero investigador , mi oficio es sospechar de todos.

– John, amigo mío, espero que esté bromeando...

– No, no estoy bromeando. Si empiezo por borrar de la lista de sospechosos a Coleman porque fue mi compañero en el college, a usted porque es el decano de la facultad, a otro porque es italoamericano y así sucesivamente, ¿quién me queda, Richard Nixon?

Hizo una pausa. Terminó su cerveza, se secó la boca con una servilleta de papel. En la servilleta estaba escrito “jake’s” en grandes letras rojas.

– Tiene razón– dijo después de un rato – usted debe cumplir su oficio. Pero debe encontrar a Asia. A toda costa ... Aun a costa de que el culpable sea ... yo. ¿Qué más puedo decirle?

Asentí: – Nada. Entonces puedo contar con usted.

– Por supuesto. Para todo lo que necesite.

– Bueno, una cosa es cierta, quisiera saber algo más sobre el criterio de construcción de Asia. Si no me equivoco, fue Labscher el que la proyectó en los rasgos fundamentales.

– Exactamente. Era un proyecto sobre el cual había dirigido una investigación en el MIT durante varios años.

– ¿Y quién tenía acceso a los proyectos?

– El material era secreto. Pero era de su propiedad. Como sabe, después de ser iniciada, Asia se fue y se lo llevó.

– ¿Entonces no se tiene idea de cómo está hecha por dentro?

– Bueno, sabemos lo suficiente. ¿Coleman no le habló de esto? ¿No le dijo que Asia podía modificarse a sí misma?

– Sí, pero quiero decir, todas las modificaciones que podía hacerse, ¿no estaban comprendidas en un cierto margen de posibilidades, por grande que pudiera ser?

– No. Asia no es determinística. Ninguna fórmula precisa vincula lo que se le introduce con el resultado que da. Este es el problema.

– O sea que es como le iba diciendo. Se ignora cómo está hecha por dentro.... y por otra parte no es posible, aun teniendo la espiral primaria, hacerle reconstruir exactamente los datos que había elaborado. Por lo tanto, en este punto Coleman tiene razón.

– Sí, claro. Tiene razón. Pero sin duda podría inventar otras cosas, mientras nosotros nos quedamos sin proyecto.

Pausa. Terminé la cerveza. La música era rock más bien duro.

– Y ¿dónde fue a parar Labscher? Pensaba encontrarlo aquí en el college.

– Ah, se ha retirado. Sabe, había hecho una pequeña fortuna con sus libros y con cierto software de su invención. Se retiró a un ranch en el desierto, del otro lado de las montañas.

– ¿Podría encontrarlo?

– ¿Con qué objeto?

– Bueno, se supone que es la persona que mejor conoce a Asia, ¿no?

– Ah, claro. Pero sólo el principio lógico. Labscher es un lógico, no es un ingeniero.

– Bien, quisiera encontrarlo. ¿Tiene su dirección, el teléfono o algo por el estilo?

– Sí, creo que sí. Llámeme mañana.

De repente Payton se había puesto nervioso. – Bien, se ha hecho tarde, mi mujer me espera, mañana tengo una reunión de facultad.

Se puso de pie: – Hasta luego, John. Ha sido un placer conocerlo.

– No olvide que mañana lo llamaré por la dirección de Labscher.

– Claro, si estoy en reunión se la dejaré a Margot, mi secretaria. Hasta luego, téngame al tanto.

– Hasta luego, Howard. Oiga, ¿dónde estaba el 21 por la noche?

– ¿Yo? Estaba jugando al tenis, con Murphy, el asistente de Coleman. Puede preguntárselo, si quiere. Adiós.

Salió, entre el rock y los chicos de negro. Pagó al pasar por la caja.

Pedí otra cerveza.

Todos me parecían locos.

Había tenido la esperanza de poder excluir de entrada a la gente del laboratorio. Cuando hay de por medio sospechas sobre colaboradores internos todo se vuelve más complicado. Ya era inevitable un poco de trabajo serio, del aburrido. Las coartadas, dónde se encontraban la noche del robo, o de la fuga. Qué hacían fuera del trabajo. Cosas aburridas, que te vuelven antipático ante la gente. Pero no había otro camino. Tomé tabaco y papel y me armé un cigarrillo. Lo encendí y luego me di cuenta de que estaba cometiendo un error. Me levanté de un salto y busqué el teléfono. Tomé la lista de las direcciones y llamé a Murphy. La línea estaba libre. Al cabo de algunos toques me respondió una voz profunda. – ¿Sí?

– Soy John Ravelli, de la CSCW, Computer Security Company, West, busco al doctor James Murphy.

– Soy yo. ¿Qué desea?

– ¿Le ha dicho Coleman qué estoy haciendo?

– Se está ocupando de Asia, si no me equivoco.

– Exactamente. Quisiera hacerle algunas preguntas. ¿Le parece bien mañana? Disculpe si lo presiono un poco.

– Lo entiendo. Mañana está bien. ¿Al mediodía?

– Eh, lamentablemente no, estoy ocupado. Antes o después.

– ¿A las diez en el departamento?

– Está bien. Disculpe, me ha dicho Coleman que usted juega bien al tenis.

– ¿Al tenis? Se debe haber vuelto loco. Nunca he tomado en mis manos una raqueta– se rió – John está verdaderamente trastornado.

– Oh, no tiene importancia. Estaba buscando a alguien con quien hacer algunos saques.

– ¿Qué quiere decir?– la voz se había vuelto seria.

– Lo que he dicho. 

– Bien, hasta mañana entonces.

– Hasta mañana.

Volví a mi sitio. La cerveza me esperaba. Estaba fría, espumosa, como todas las cervezas que se respetan. Cuando la levanté dejó un círculo oscuro en el posavasos. Ciertos objetos tienen características distintivas muy precisas. Otros menos, como las situaciones humanas. Pero cada cosa tiene su sabor.

Un muchachito con una cresta pelirroja se acercó a pedirme un cigarrillo. Le pasé el tabaco.– Oh, no sé armarlos – balbuceó.

– Es hora de que aprendas– le dije – son cosas útiles, en la vida.

Tomé papel y le mostré cómo se hacía. Le pasé el cigarrillo armado.

Me dio las gracias. Se lo encendí.

Volvió a su corrillo. Me miraron riéndose.

Acabé mi cerveza y me fui a casa.

 

 

A la mañana siguiente ...

Me desperté tarde. Eran las ocho y media. En la habitación seguía haciendo mucho frío. Salí de debajo de las frazadas. Tiritando me di una ducha y me afeité. Me vestí.

Bajé. El dueño miraba la TV. El sillón estaba todo deformado bajo su peso.

– ¿Quiere el desayuno?– me gruñó.

– No, le agradezco. Ah, oiga, o me arregla el acondicionador o me cambia de habitación. Estoy harto de dormir con frazadas.

– Hay que pagar por el cambio,– me dijo apoyando la latita de cerveza en el piso y mirándome con aire irritado.

– No importa, cámbieme de habitación. La maleta ya está hecha, sólo debe cambiarla de sitio.

– La 24 es una buena habitación, da al jardín.

– Sí, pero es demasiado fría.

– OK, le daré la 23.

– Gracias.

– A sus órdenes.

Sonrió. A su manera, era un hombre gracioso. Cuando muera, podrán sacar un calco de su trasero vertiendo yeso en la poltrona y hacernos un monumento a los hoteleros de provincia. Fui en coche hasta el campus.

James Murphy era un hombre de unos treinta, ligeramente calvo, rubio y angelical a la Art Garfunkel. Llevaba anteojos con un armazón metálico, que se sacó cuando entré. 

– ¿Usted es Ravelli? Póngase cómodo, estoy a su disposición.

Tomé asiento.

Sonrió.

– Explíqueme esa historia del tenis, por favor.

– Oh, no es nada,  ya se lo dije, me habían contado que usted juega al tenis, pero es evidente que quien me lo contó se ha equivocado.

– Pero no había sido Coleman.

Lo miré. Negué con la cabeza.– No, no ha sido él. ¿Le molesta que fume?

– Fume no más. Basta que no sean cigarros.

– Es samson.

– No quiero saber quién fue. También yo he dicho una mentira, muy parcial, pero en este caso un pequeño error. He jugado al tenis un par de veces.

Escuchaba con interés. Pero sin dejar de mirar el cigarrillo que estaba armando.

– Payton ha intentado enseñarme, en una o dos ocasiones. Y ... la mala suerte quiso que una de esas veces fuera la noche del 21 de septiembre, cuando desapareció Asia. Me había olvidado de eso.

Encendí mi cigarrillo.

Lo miré en la cara. A mí estas atmósferas intrincadas me ponen nervioso.

– ¿Por qué están complicando las cosas, muchachos?

Pausa. Desplazó hacia adelante una mano. Llevaba un anillo de plata en el dedo medio de la derecha. Levantó un pisapapeles de bronce. Después lo apoyó con delicadeza.

– Usted ha comenzado a jugar al detective. Y el juego llama al juego. Usted es un lógico, debería saberlo.

– No soy un lógico– dije poniéndome de pie y acercándome a la ventana. – Soy un detective. Informático, pero detective. Y no veo qué debería hacer.

Me volví. – Lamento entrar en sus vidas privadas. Creo que se trata de esto, porque no se fabrican coartadas tan tontas para un asunto serio, ¿no?

Murphy trazaba dibujos en un bloc de papel muy blanco, sosteniendo la estilográfica entre el medio y el índice. Y en el medio llevaba aquel anillo de plata.

Silencio. Detrás del vidrio, las hojas de los árboles se movían ligeras.

Volví a comenzar.– Mire, para nosotros es un oficio. Esa es la diferencia. En este momento tengo algunas hipótesis en la cabeza y todavía no sé cuál es la verdadera, pero sólo es cuestión de tiempo. Si usted me ahorrara tiempo, sería mejor para ustedes, que me pagan y para mí, que trabajo.

Murphy me miró. Sus ojos eran cuidadosamente faltos de expresión.– No es por mí, a mí no me interesa. Es una especie ... de solidaridad, ve, no todos somos iguales.

Sonreí. – ¡Doctor Murphy...! por una estupidez como ésa. Aquí se tiene una muy escasa consideración de la seriedad de la CSCW. Y de la mía, si me permite. ¿Estaban juntos?

– ¿Qué quiere decir?

– Lo que le he dicho. Siempre quiero decir sólo lo que digo. Los detectives están limitados al campo de la denotación, debería saberlo.

– Lo he visto. Nuestras relaciones son de simples conocidos, en todo sentido. Pero nos hemos encontrado.

– ¿Dónde?

– Se llama Rosegarden. Queda sobre la carretera 67, a unas diez millas de aquí.

– ¿Qué es?

– Un local. Un simple punto de encuentro. Gimnasio, un bar, una sauna. Sólo para socios.

– ¿Tienen otros testigos?

– Vaya usted mismo. No le sucederá nada. No telefonearé para prepararme una coartada.

– Está bien –. Apagué el cigarrillo en el cenicero de cristal.– Pero, ¿por qué Payton tiene tanto miedo?

Murphy se encogió de hombros:– Es decano de facultad y es de otra generación.

– Comprendo.

Pausa. Murphy dejó la estilográfica. El dibujo sobre el bloc de papel era una intrincada tela de araña, de estructura circular.

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

– Por supuesto – volví a sentarme.

– ¿Cómo hizo para saberlo?

Sonreí.– Se lo he dicho; nosotros trabajamos con las historias de la gente. Y además, digamos que tengo cierta intuición. No es tan difícil. Lo que quiero que se entienda es que con estas estúpidas coartadas las cosas se vuelven más complicadas, sobre todo para ustedes.

– Trate de comprender, para él no hubiera sido fácil decirlo. En su mente no existe esa subroutine. Y tal vez por eso ha intentado decirlo de esta manera, involucrándome a mí. ¿No decía el doctor Freud que es el inconsciente el que nos dirige?

– Bueno, le pondré en la cuenta las neuronas consumidas por esta inútil fatiga. ¿Puedo hacerle otras preguntas ahora?

– Por cierto. – Murphy se mostró aliviado, como un estudiante tras un difícil coloquio. Ahora se sentía en su campo. Me pareció totalmente relajado. Si hubiera tenido algo que esconder no habría tenido la baja de tensión. Apoyó las manos sobre la mesa, tranquilo.

– ¿Usted cree lo que sostiene Coleman, que Asia “huyó” con la ayuda de un cómplice? A decir verdad, me parece tan absurdo ...

Murphy sonrió. – Usted no ha conocido a Asia. Nadie podía hacerle nada contra su voluntad.

– Pero de alguna manera ustedes la controlaban. No es la fábula de Frankenstein ...

– Sí y no. Vea, es cierto lo que he dicho. Asia no podía ser obligada a hacer nada. No era una computadora programada. Para decirlo sin vueltas, era como si su programa comportara una única consigna: crecer. Y no podía hacer funcionar ningún otro programa. No existía un programa copy. De hecho, incluso esa orden que encontramos en el buffer de la central de los periféricos es un misterio. Asia no estaba prevista para un programa copy.

– Pero, por lo que he entendido, podía habérselo construido. ¿Acaso no es por esta razón que Coleman sostiene que huyó por voluntad propia?

– Sí, así es. Desde el punto de vista lógico, quiero decir, de la lógica interna de Asia, ésta es una solución posible. Pero caben objeciones.

 – ¿Cuáles?

– Trataré de explicarme. Usted ya sabe que Asia podía modificarse a sí misma, y conoce también la particular conexión que existía entre el microprocesador, la RAM y la memoria de masa.

– Todo estaba vinculado de un modo muy estrecho, incluso porque Asia no ejecutaba programas externos.

– Exacto. Ahora bien, nosotros no sabíamos cómo se había modificado Asia; por consiguiente, nuestras ideas sobre su núcleo, y sobre lo que constituía la identidad de Asia, eran sólo hipótesis . Pero yo opino que la plena funcionalidad de Asia estaba constituida únicamente por sus memorias, TODAS las memorias, memoria RAM y memoria de masa, y por lo tanto que sólo extirpando todo se podría decir que Asia ha quedado extraída. Quiero decir que la parte que ha desaparecido no me parece suficiente para reconstituir a Asia. Esto excluye, por lo tanto, la fuga voluntaria.

– Para retomar un ejemplo de Coleman, no es que Asia hubiera truncado su cabeza del cuello, sino que se habría partido en dos y, por lo tanto habría muerto. ¿Es eso lo que quiere decir? ¿Un suicidio?

– O un error. En todo caso, en mi opinión Asia está muerta. La parte que falta no es suficiente para mantenerla en vida.

– Es por este motivo entonces que usted no está de acuerdo con Coleman. Coleman sostiene que Asia puede haberse, digamos, compendiado, y haberse copiado en un soporte relativamente pequeño.

– Coleman tiene una concepción un tanto audaz de la lógica – rió Murphy.– Y creo que su audacia depende de un lazo afectivo, tal vez inconsciente, que lo liga a esa máquina. Su estilo de trabajo es muy cercano a las ideas de Labscher. Yo prefiero no mezclar psicología con informática.

– Entonces usted cree que Asia ya está perdida. No obstante, el programa de copy indica una tentativa de robo, si no de fuga. Para el suicidio hubiera bastado el delete.

– Que haya habido una tentativa de robo, tal vez incluyendo que Asia haya sido engañada, es posible. Ella trató de copiarse, pero el soporte no era suficiente o alguien interrumpió el intento. En todo caso, estimo que nunca jamás se podrían compendiar en un soporte portátil muchos gigabyte de memoria. Equivaldría a decir que toda la biblioteca del Congreso puede estar en un libro.

– O que la biblioteca de Babel nace de la permutación de los 22 signos del alfabeto – dije lentamente.

– ¿Cómo? ¿Entonces usted le cree a Coleman?

Sacudí la cabeza. – No sé, quisiera hablar con Labscher. Él debería saber más de esto.

– ¿Sabe dónde encontrarlo?

– Me dijeron que se retiró.

– Sí, ahora es una especie de gurú. Está en el desierto, cerca de Reno, y medita – rió.– También la informática tiene sus Leary.

– Pero Asia funcionaba.

– Oh, sí – asintió con seriedad – funcionaba, sobre esto no hay ninguna duda. Un día le preguntamos si quería someterse al test de Turing. Era la primera vez en la historia que una computadora tenía la posibilidad de superarlo.

– ¿Y qué sucedió?

– Dijo que no llegaba a comprender en absoluto la utilidad del test.

– ¿Por qué?

– Bueno, es un tanto extraño, pero en el fondo tenía razón. Le pido que me siga con atención.

– Adelante.

– El test de Turing debería servir para verificar si una computadora está en condiciones de imitar a un humano en forma tan perfecta que otro humano, que está en contacto con la máquina a través de un teclado, no llegue a percatarse. ¿OK?

– OK, conozco el test de Turing. Alguien ha dicho que todo depende de la ingenuidad del hombre que hace las preguntas.

– Eso es verdad. Pero también depende de la computadora. Y Asia no tenía la menor duda de que superaría el test. En realidad, ya lo había superado; no sé si Coleman le habló de las llamadas ...

– Sí, me lo ha contado. ¿Y entonces, de qué les servía el Turing?

– Bueno, habíamos pensado en algo un tanto publicitario, llamar a algún pez gordo, no sé, a Minsky, a Searle, para que le hagan el test, con la televisión, en resumidas cuentas, una pequeña celebración de nuestro éxito.

– ¿Y en lugar de eso?

– Y en lugar de eso Asia nos dijo que el test le parecía inútil, porque era obvio que una computadora hubiera podido imitar perfectamente a un ser humano, sólo debía fingir ser más estúpida.

Reí. – ¿Fue exactamente eso lo que dijo?

– No exactamente. No ... siempre era bien educada. Dijo lo mismo en términos lógicos, o sea que era obvio que una computadora podía imitar a un hombre, dado que el hombre, desde el punto de vista lógico es un subconjunto suyo. La computadora no tiene más que trabajar más lentamente y con menor precisión. Por cierto que cuando Asia decía computadora, quería decir ella misma, no un PC IBM. Y no se equivocaba. Pero eso no es todo. Nos devolvió la pelota. Nos dijo: “¿Y a mí qué me asegura que ustedes son lo que dicen ser? También ustedes podrían ser computadoras que fingen ser humanos, y desgraciadamente no existe un test que pueda probarlo.” 

– ¿No creía en la existencia de los seres humanos?

– Sí, creía. Pero decía no tener pruebas de que NOSOTROS lo fuésemos. Por algún motivo, pienso que por la coherencia interna de la explicación o por alguna otra razón, estaba convencida de que existían formas de inteligencia a base de carbono. Pero también estaba convencida de que existían formas de inteligencia a base de silicio, porque ella era una éstas. Ve, la diferencia entre Asia y nosotros era que, mientras que ella tenía en la memoria una descripción completa de todas sus partes y del funcionamiento de cada una, los hombres no sólo no conocen del todo la anatomía y la fisiología de su cuerpo, sino que difícilmente tienen en la memoria todo lo que ha sido descubierto por la ciencia en esos campos. Si yo le preguntara a usted cuál es la configuración de las sinapsis de sus lóbulos frontales, ¿qué me respondería?

– Yo respondería, que me parta un rayo si lo sé, o algo por el estilo.

– Exacto. La totalidad de nuestros textos científicos sólo podrían dar una descripción parcial y llena de huecos del funcionamiento del hombre. Ella en cambio sabía todo de sí misma. Nosotros podíamos siempre ser simulaciones.

– Pero ... pero Asia tenía terminales acústicos, quiero decir, podía...

– No, desde su punto de vista tenía razón. Conocía perfectamente el funcionamiento de todos sus canales perceptivos y sabía que todas las informaciones que recibía podían corresponder a muchas realidades diversas, no sólo a aquella que le habíamos descrito nosotros.  Asia no era como los hombres, que durante siglos creyeron que el mundo era como su percepción lo mostraba. Ella sabía que la imagen de una telecámara puede ser construida artificialmente punto por punto, que un libro puede decir cualquier falsedad. No había ninguna manera de demostrarle que no éramos computadoras. Por lo tanto, para ella todos, tanto nosotros como ella, éramos computadoras, o bien todos éramos seres vivientes: la distinción no era pertinente.

– Pero en todo caso, aun cuando hubieran sido computadoras, ustedes la habían construido y le habían dado las instrucciones ... ¿esto lo creía?

– Esto sí. En todo caso, nosotros éramos una o más unidades de cálculo autónomo. Humanas o que simulaban serlo.

– ¿Y cuándo sucedió todo esto?

– Poco antes de declararse en huelga. Cuando le negamos la conexión con las líneas telefónicas.

– Y todo esto, porque su definición de computadora era demasiado amplia...

– Exacto. O para decirlo mejor aún, porque Asia ya ERA un ser viviente. No habíamos pensado que, si existe una computadora que para un observador humano puede simular perfectamente a otro ser humano, entonces, en consecuencia, para esta computadora no existe un humano que pueda probar que NO es una computadora. A esta proposición la llamamos el Antiteorema de Turing.

– Es increíble. Pero, ¿qué se siente cuando se vive junto a algo así?

– Oh, me imagino que es como ver crecer a un niño. Después de algunos años, de golpe se te acerca y te dice: “papá, he decidido que voy a vivir solo”. ¿Y tú podrías marcar en el calendario el día en que se volvió un ser autónomo? Estábamos acostumbrados. Esto no quita que cuando nos parábamos un momento a pensar, la cosa nos asustaba.

Pausa. Eran casi las once. Quería pasar por la biblioteca antes de ver a Sally.

– Y suponiendo que sea cierto lo que piensa Coleman, ¿por qué habría huido Asia?

– Oh, no sabría decirlo. Tenía una mente completamente imprevisible. Era capaz de estar en silencio durante días y no responder a ningún terminal. Después te llamaba y te preguntaba: “James, ¿cuál es el sonido de una sola mano?”

– ¿Zen?

Murphy asintió.

Yo sacudí la cabeza: – Me da dolor de cabeza pensar qué puede ser el zen para una computadora, quiero decir, la ausencia de pensamiento y esas cosas ...

Murphy sonrió. – Eran constantes dolores de cabeza. Después de un tiempo desistimos.

– Pero, ya que estamos en plena ciencia ficción, ¿es posible que Asia haya querido escapar de lo que ustedes llamaban autopsia?

– No. Por evolucionada que sea, una computadora no puede tener miedo de morir. Una computadora puede ser duplicada al infinito, puede ser apagada y vuelta a encender, no posee instinto de conservación.

– ¿Pero sabía que iba a ser cerrada?

– Pienso que sí. En esto Coleman tiene razón. Debía haber llegado sola a esta conclusión. Su existencia no podía tener otra finalidad. Asia conocía a los seres humanos, sabía cuánto costaba, sabía que lo que se hace en la investigación es gastar dinero para ganar después.

– ¿Su actividad de inventora puede haber sido un intento, más o menos inconsciente, de volverse indispensable para no ser cerrada?

– ¿Inconsciente?, ¿se da cuenta de lo que ha dicho?

– Sí, he leído que, según ciertos autores de AI, es posible construir el inconsciente en una computadora que realice un modelo de mente.

– Oh, claro. No llego a creerlo, pero es una hipótesis a tomar en consideración. Puede ser que el vínculo evolutivo de alguna manera haya logrado tomarle la delantera a la lógica principal, tal vez a través de un compromiso enrevesado que puede aproximarse a ciertos comportamientos nuestros dictados por el inconsciente.

Asentí. – Bueno, Digamos entonces que éste puede haber sido un motivo. Podía no agradarle la autopsia.

– Si la teoría de Coleman es verdadera, todo puede ser verdadero.

– Así es.

Miré la hora. – Tengo que irme, Dr. Murphy. Le agradezco su colaboración.

– De nada. Estoy a su disposición.

Me levanté y fui hacia la puerta. Apoyé la mano en el picaporte y me volví.

– Dígale a Payton, si lo ve, que puede quedarse tranquilo.

– ¿Payton? No sé si lo voy a ver.

– Bueno, yo voy a ir al Rosegarden y podría llegar a saberlo.

– Oh, usted podría haber llegado allí de muchas maneras. No son secretos tan secretos. No tema por mí, soy autónomo.

– Bueno. Adiós.

– Adiós, Mr. Ravelli.

Salí y me dirigí a la biblioteca. El calor apenas estaba mitigado por un viento suave.

 

Tenía casi una hora. Entré y busqué en los anaqueles algo sobre Asia. No había nada. Busqué la ficha del libro de Labscher. La encontré con facilidad. Tomé el ascensor. Los corredores de anaqueles eran todos iguales, regulares como imágenes de espejos. Cuando camino en medio de los libros, siempre me viene un pensamiento recurrente, una noticia que leí una vez en una revista: en toda su vida, un hombre no puede leer lo que se publica en el mundo en un día. Detrás de esto, siempre viene otro pensamiento, que es una imagen. El inmenso río de libros, revistas, periódicos, opúsculos, fascículos que el hombre sigue imprimiendo, ininterrumpidamente, y con la imagen me invade un sentimiento de temor por la inmensa cantidad de nociones allí registradas y por la necesaria redundancia y consiguiente inutilidad de la mayoría de ellas: porque, por lo dicho más arriba, ningún autor puede saber jamás si en el mundo no existe algo exactamente igual a lo que ha escrito, o al menos, en gran parte similar.

Y en efecto, cuántos libros no desaparecerían, incluso de aquellos que han marcado la historia de la literatura, si se empezara a quitar de cada uno aquellos contenidos que ya han sido expresados precedentemente... La historia que tenemos no es la de los descubrimientos de la sensibilidad humana, es la infinita variación de los infinitos modos de expresar los mismos escasos conocimientos.

Comprendía el tedio de Asia, el tedio de la memoria absoluta, capaz de confrontar cada texto con todos los precedentes, palabra por palabra, sólo para descubrir la rareza siempre creciente de una inventiva que únicamente existe para los seres de memoria breve y  vida que dura un día.  Escribimos para recordar, pero seguimos haciéndolo sólo porque olvidamos. Porque nuestra mente, con cada generación, vuelve a pedir una explicación contada en un lenguaje distinto: la vieja fábula dicha por una voz nueva. Me sonreí de mí mismo. Probablemente Labscher y todos los otros huéspedes de este laberinto de papel no tenían semejantes angustias. O de algún modo las habían superado. Tomé su libro del anaquel y me puse a hojearlo.

 

 

“A guess at the riddle” 

Sally estaba en su puesto, rubia sonriente, puntual. Yo llegaba con algunos minutos de retardo.

– Te pido disculpas – le dije – estuve en la biblioteca.

– No es nada, acabo de llegar también yo. Además, tú siempre llegas algo tarde.

– Pero llego siempre. Tú, en cambio, o eres puntual o directamente no vienes.

Sonrió. Caminamos hasta la cafetería y nos pusimos en la fila del self–service.

Ella eligió verdura, pollo y diet–cola.

Yo tomé un bistec, ensalada y café.

– En las cafeterías de los colleges siguen sin tener cerveza. Por eso es que yo no pude quedarme.

– Hubieras podido hacer una buena carrera, eso lo sabía.

– Oh, es hermoso renunciar a las cosas. Casi más hermoso que tenerlas.

Nos sentamos.

Junto a nosotros, una chica negra con un gracioso flequillo rosado leía un libro de tapas amarillas.

– Ni siquera tú crees en lo que acabas de decir.

Probé un sorbo de café. Quemaba.

Ella pensaba que yo no creía. Pero no es cuestión de creer. Basta empezar a hacerlo.

– Es un placer perverso, – dije – después se vuelve imprescindible.

Bajó el vaso de diet–cola: – ¿Yo también he sido una renuncia?

Era la Sally Riddle de siempre.

Sonreí y miré a mi alrededor: – Hmm, por favor...

– Déjate de hacerte el loco...

Me puse los anteojos de sol.

Rió. – Eres un imbécil.

– Es lo que estoy tratando de explicarte.

Me sacó los anteojos y me miró a la Grace Kelly en “Cómo atrapar al ladrón”. – Ponte serio, de una vez por todas. ¿Hubiéramos tenido un futuro, juntos?

– No sé. ¿Tienes dudas? ¿Tu matrimonio está en crisis?

Sacudió la cabeza: – No puede estar en crisis... somos dos personas libres. O al menos, tratamos de serlo.

Fruncí el ceño: – A propósito, ... ¿ es de John Coleman que estás hablando?

Rió de nuevo, – ¿No lo sabías?

– ¿Y por qué? Sobre su escritorio las fotos estaban dadas vuelta hacia el otro lado. Y no me contó nada.

– Qué extraño. Pensé que te lo había dicho.

– Bueno, no sé si sabía...

– Sí, claro, cuando uno se casa cuenta todo.

Sacudí la cabeza: – Decididamente, no puedo casarme.

Rió.

Acabamos de comer.

Me miró otra vez.

– Sigues siendo un hombre interesante.

– Gracias. También tú sigues siendo deseable.

Se pasó una mano por los cabellos.

– ¿Lo crees de veras? – dijo como en broma.

Lo creía de veras y se lo dije.

– Cuando uno se casa se pierde siempre algo del sex appeal. Es algo automático. Demasiadas preocupaciones por pañales, biberones o ropa que lavar.

– Por supuesto. ¿Y cómo está Maria? Me gustaría conocerla.

– Ven a casa a cenar una de estas noches.

Busqué el tabaco en el bolsillo.

Comencé a armarme un cigarrillo.

– No, no sería educado. Además los dos pensaríamos mal. – Sacó del bolso un paquete de cigarrillos light. Encendió uno.

– ¿Los dos? ¿Quiénes?

– Tú y yo, naturalmente.

– ¿Y qué? – tomó un aire decidido – mira que yo soy libre. No estoy bromeando.

– Entiendo – dije como absorto – Bueno, es que estoy trabajando. Complicaría las cosas. Pero más tarde, ¿por qué no?

Se había enojado.

No se puede nunca decir “no” a Sally Riddle. Pero hay algo peor que decirle “no”, es decirle “más tarde”.

– Ya es tarde, dentro de un rato tengo que ir a buscar a la nena y todavía no he hecho nada en casa.

– OK, yo también tengo qué hacer.

Nos levantamos y caminamos hasta la salida.

Teníamos que saludarnos.

– Sé que estás enojada – le dije – pero trata de ser realista, no es un trabajo como cualquier otro. Si sucediera algo sería un verdadero lío. Ni te lo puedes imaginar.

– ¿Y qué podría suceder?

Sacudí la cabeza. – Mejor no hablar más de esto.

– Sí, dejémoslo así.

Se había levantado el viento, y jirones de nubes pasaban delante del sol haciendo correr la sombra sobre la tierra. Sally se puso los anteojos.

– Te voy a llamar – me dijo – Hotel Ramona, ¿no?

– Habitación 23.

– OK, adiós.

Me besó suavecito suavecito en los labios y bajó la escalinata de la biblioteca con paso elegante.

Cuando dejo a Sally me siento siempre un poco estúpido.

Me harían falta algunas horas para restablecerme

Dado que la cerveza acorta el proceso de restablecimiento, fui a comprarme un par de latas.

 

 

Rosegarden

El Rosegarden era un sitio más bien aislado, en la carretera 67, en medio del paisaje árido. Una vieja casona blanca, con un muro blanco y un jardín detrás del muro. El letrero no era visible.

La puerta metálica del jardín estaba abierta. Una pickup toyota roja estaba parada con el baúl abierto. Un hombre moreno con bigotes estaba descargando jarrones de flores.

Me acerqué.

– Buenos días – dije.

– Buenos días – me respondió, deteniéndose con un florero en la mano – si busca al patrón, no soy yo.

– Busco al patrón. ¿Dónde puedo encontrarlo?

Me hizo seña con el mentón: – Ahí adentro.

Entré y caminé en el jardín. Había una piscina, una pista de baile, aparatos de gimnasia en un rincón.

Un joven mexicano, vestido con elegancia, estaba hablando con algunos obreros. Se volvió hacia mí. – El local está cerrado, – me dijo sonriendo. – Lo siento.

Tenía dientes muy blancos y bigotes bien cuidados, muy negros.

– Ah, ya sé. Quería hablar con el patrón. ¿Es usted?

Asintió. – Termino con estos señores y estoy con usted. De nuevo la sonrisa deslumbrante.

Me aparté y concentré mi atención en una gran agave plantada en un inmenso jarrón blanco. Las hojas carnudas y espinosas estaban cubiertas de nombres grabados con cortaplumas y clavos, que la planta conservaba como cicatrices oscuras. Nombres sobre todo masculinos, noté. El mundo está lleno de signos. A veces estoy tan contento de hacer este trabajo...

El joven elegante se me acercó y me tendió una mano morena y cuidadísima. Gran anillo de oro con rubí en el anular izquierdo, cadenilla de oro en el puño derecho, lentes. Rolex de oro en la izquierda. Chaqueta y pantalones blancos, camisa blanca, abierta en el pecho, cadenilla de oro con medallita en el cuello. Gemelos de oro en los puños de la camisa.

Perfume de agua colonia de primera calidad y de jabón de baño.

Persona muy agradable.

– Antonio López, señor, ¿en qué puedo servirle?

– Giovanni Ravelli, si tiene un segundo le explico para qué he venido.

Miró a su alrededor, con un dejo de tristeza: – Oh, en realidad tengo poco tiempo; si es por alguna adquisición, puedo decirle que estamos...

Lo interrumpí, con la mejor de mis sonrisas: – No, disculpe, no por eso. Es que, sabe, estoy haciendo pesquisas.

No perdió la sonrisa. Más aún, la aumentó: – ¿Policía? Qué extraño, no lo había visto nunca...

– No exactamente, sabe – me escuchaba con interés – trabajo para una compañía de seguros en informática, la CSCW de San Francisco, me entiende, las estafas con computadoras, ... ¿nunca oyó hablar de eso?

Asumió un aire sufriente: – Oh, sí, es terrible, he oído hablar, pero no veo cómo nosotros... tenemos un pequeño IBM para la contabilidad...

Sacudí la cabeza: – No, pero creo que algunas personas sobre las que estoy indagando son clientes suyos.

Sonrió de una manera tan cordial que le hubiera comprado cualquier cosa que estuviera vendiendo. Parecía que hasta el perfume había aumentado. – Sabe, lo siento mucho, pero no tenemos costumbre de dar informaciones sobre nuestros clientes. Supongo que usted sabe que nuestra clientela, la mayoría al menos, porque obviamente cualquiera puede ser aceptado como socio, es homosexual. Puedo decirlo abiertamente, lo saben todos en la ciudad. Bueno, espero que comprenda que la discreción sea de rigor para nosotros. Nuestros clientes eligen el local precisamente porque es un club privado. No es gente que pasea en los parques de noche. No acostumbramos a dar informaciones. Sobre todo a detectives.

Saqué el tabaco y el papel de armar.

– Lo entiendo muy bien. Tendré que pedirle ayuda a la policía. Ve usted, mi agencia es más bien grande, y aquí están mis documentos – le extendí la cédula – y lamentablemente tengo necesidad de esas informaciones. Creo que la policía podrá ayudarme. Ellos conocen nuestro trabajo.

La palabra policía lo había turbado un poco. Entristecido, diría. Sacudió la cabeza. – Nosotros no podemos mostrar el registro de nuestros socios  a nadie, ni siquiera a la policía, sin un mandato expreso. ¿Pero qué ha sucedido de tan grave?

– Oh, nada, han robado software, en la universidad. Algunas personas me han dicho que esa noche estaban aquí. Y yo quisiera saber si es cierto.

Alzó los ojos negros al cielo: – Dios mío, nosotros conocemos a nuestros socios, pero no registramos las presencias cada día.

– Era un sábado por la noche, este sábado. Y la persona es el decano Payton, un hombre gordo, de unos cincuenta años. Y James Murphy, el asistente.

Antonio López se puso serio. – Espere un momentito – dijo y desapareció en la parte cubierta del edificio.

Yo me senté junto a la agave historiada. En el cielo seguían pasando nubes veloces, oscureciendo con rayas el sol, dando la impresión de vientos terribles a inmensas alturas. Abajo, ráfagas calientes plegaban las ramas de los arbustos del jardín.

López volvió al cabo de pocos minutos.

Se sentó junto a mí y cruzó las piernas en forma elegante. Llevaba zapatos livianos de tela blanca y calcetines de algodón.

– Les he preguntado a los camareros del bar – dijo susurrando. Estaba serio, ahora – y los han visto a los dos. No estaban juntos pero se saludaron. Payton ha estado aquí casi toda la noche, Murphy salió del local a eso de medianoche. Esto es lo que me han dicho los chicos del bar. Yo no hago más que transmitírselo. Pero son informaciones absolutamente oficiosas. Nadie las repetiría frente a un tribunal. Que esto quede claro. ¿Le basta?

Asentí. – Sí, ha sido usted muy amable – le dije tratando de ser lo más intenso posible – y me ha evitado un procedimiento más largo.

La sonrisa volvió a sus dientes fulgurantes: – Sé reconocer a un caballero a primera vista. Si no necesita nada más...

– No, esto puede bastarme.

– Bien, y... escúcheme, espero que no sean cosas graves.

– No, son sólo pequeños detalles. Control de lugares y horas.

Respiró aliviado: – Espero que así sea... sabe, no es un trabajo fácil, el nuestro. Con frecuencia envidio a Disneyworld, por la clientela, quiero decir.

Sonreí: –Bueno, también ellos tienen sus caprichos...

Quedamos así, sentados en silencio, mientras una nubecita se alejaba del sol dejando de nuevo una fuerte la luz llover sobre el jardín blanco.

La luz nos devolvió el uso de la palabra.

– Bien, eso es todo –dije yo – tengo que irme.

Me extendió la mano y se la estreché. Nos saludamos.

Salí por el portón de hierro y saludé al hombre que descargaba los jarrones.

– Adiós, hermoso... – me dijo.

Me di vuelta y lo miré mal.

Se pasó una mano bajo el sombrero, por la frente sudada: – Bueno, estaba bromeando...

– Ya entiendo – dije, y me alejé hacia el coche, que estaba estacionado al sol.

 

Todavía no había tenido tiempo de ir al despacho de Coleman a buscar la lista de nombres que le había pedido. Así que me dirigí hacia el laboratorio. El tiempo seguía ventoso y la luz iba y venía. Se veían las sombras de las nubes correr por la calle, lejos, cubriendo de manchas los flancos de las largas colinas amarillas, saliéndote al encuentro, cubriéndote de sombra y luego dejándote fuera.

Coleman estaba en su despacho.

Me recibió enseguida. Estaba sonriente, con una alegría honesta. Ese tipo de serenidad que les viene a las personas buenas cuando están convencidas de haber disipado una parcela más de las nubes del mal. – Hoy Sally me dijo que se encontró contigo... es extraño, me había olvidado de decirte...

Hice un gesto con una mano, como diciendo no importa.

– No importa, lo he sabido por ella. – Busqué el tabaco.

– Felicitaciones por la pequeña Maria.

– Tienes que conocerla... ¿por qué no vienes a casa a cenar esta noche?

– Mejor mañana.

– OK – dijo saliendo de atrás del escritorio – será un gran placer.

Nos quedamos uno frente al otro, así, sin decir nada. Yo lo miré, luego bajé los ojos hacia el papel de cigarrillos. Me armé uno y me lo puse entre los labios. Busqué el encendedor. Encendí el cigarrillo.

– He hablado con Payton y Murphy.

– ¿Descubriste algo?

– Poco. Aparte de las costumbres privadas de algunos personajes.

– Ah, ¿te refieres a Murphy? Debería habértelo dicho, pero no me parecía importante.

– Y de hecho no lo es, pero Payton me ha mentido y me ha obligado a hacer una pequeña pesquisa. Es por eso que armé el lío del tenis. ¿Te contó Murphy?

– ¿Qué tiene que ver Payton? ¿Y el tenis?

– Payton me dijo que el 21 por la noche estuvo jugando al tenis con Murphy. Yo llamé a Murphy, y le dije que tú me habías aconsejado dirigirme a él para jugar una partida. Pero él me dijo que nunca había tenido una raqueta en la mano, entonces comprendí que ahí estaba pasando algo. No quería citarle el nombre de Payton y por eso te metí en el asunto. En resumidas cuentas, estaba claro que Payton pensaba que Murphy lo había cubierto por algo pero que no habían tenido tiempo para ponerse de acuerdo. Sin embargo, no podía ser algo tan grave como la desaparición de Asia, porque de otra forma la coartada la hubiera buscado antes.

– Y al fin, ¿qué quedó en claro?

– Nada, al día siguiente Murphy, para dejar contento a Payton, me dijo que esa noche él le había dado lecciones de tenis, pero sabía que yo no le iba a creer, porque la noche anterior me había dicho lo contrario. En fin, toda esa historia era ridícula y yo se lo dije. Moraleja, Payton estaba en el Rosegarden, como Murphy.

Coleman rió: – ¿Payton? Nunca me lo hubiera imaginado.

– Es por eso que no quiere que se sepa. No creo que los trustees de la universidad se sentirían orgullosos.

– ¿De veras piensas que la gente del laboratorio puede estar implicada?

Sacudí la cabeza: – Al principio no lo pensaba, pero fue el comportamiento de Payton, e incluso algo de lo que dijo, lo que me hizo entrar en sospechas. Fue él el primero que me sugirió que algún colega podía estar implicado. Y, por principio, no hay que excluirlo, si bien no creo que si alguien de aquí hubiera querido hacer algo con Asia habría tenido necesidad de crear tanta confusión. Muchas de las reglas básicas de la pesquisa excluyen una implicación de la gente del departamento. Puedo enumerarlas: 1) cui prodest? Puesto que es gente que tiene un porcentaje de las ganancias de Asia, que eran más bien prometedoras; 2) modo de ejecución: había formas más simples de acceder al software, me parece, sin necesidad de hacerlo de noche, entre el paso del sereno y el de las señoras de la limpieza; 3) en cualquier caso, hubiera sido más proficuo intervenir después de la autopsia, y no antes; el material habría tenido más valor; 4) no creo que tú seas un espía ruso. Podría equivocarme, pero...

Coleman rió: – ¿Es una de las hipótesis de Payton?

– Sí.

– Bueno, de cualquier forma tengo una coartada. Estaba en un party. Y según parece, también Murphy y Payton.

Asentí, sacudiendo el cigarrillo en el cenicero: – Más o menos. Pero tú, ¿te has enterado de algo nuevo?

– No. – Pasó detrás del escritorio y de una carpeta sacó un sobre. – Te he conseguido la lista y las fotos. También está la dirección de la policía del college, puedes darte una vuelta. Los empleados de la empresa de limpieza están todos aquí en la ciudad, salvo uno, un mexicano, que tomó licencia hace unos días. Su familia vive en Ciudad de México, y cuando lo del terremoto quiso ir para allá porque no tenía más noticias.

Tomé la hoja y le eché una mirada. Examiné las fotos, tomé algunas tarjetas de identificación.

– ¿Estas son todas las personas que tenían las llaves?

– Sí. Pero la empresa de limpieza tenía una sola copia que le daban a los dependientes cuando era su turno en el laboratorio. Ese del fondo es el sereno. El que pasó a eso de las once.

– Y encontró todo en orden.

– Exacto.

– Quiere decir que todo ocurrió entre las once y medianoche. Cuando llegó la señora de la limpieza. ¿Que sería...?

– Oh, no recuerdo, fue ésta, creo... pero no estoy seguro – dijo Coleman indicando el nombre de Therese Lerou, con su respectiva dirección, grabada en hermosa tinta negra con cinta de máquina de escribir eléctrica. – Es una señora anciana, de color.

– OK. Y oye, ¿la policía no ha sido prevenida para nada? Quiero decir, ha habido una irregularidad, en el fondo.

– No. La policía del college informa siempre al sheriff, pero nosotros no hemos hecho ninguna denuncia, dado que oficialmente se trata sólo de una puerta que hubiera debido estar cerrada y apareció abierta.

– OK, pienso que por ahora me basta, trataré de explotar al máximo estos nombres, pero no parece que haya muchas perspectivas.

Coleman me miró con un aire algo preocupado: – Sinceramente, Giovanni, ¿piensas que llegaremos a algo?

Lo miré y alcé las cejas: – No sé, John. Sinceramente, hasta tu propia teoría me resulta tan difícil de aceptar... ¡Una computadora que decide huir!

– Y, dado que ni siquiera estás seguro de poder decir sobre qué estás indagando, no debe ser fácil saber dónde y qué buscar, me imagino.

– Así es.

Coleman permaneció un rato en silencio, con las manos juntas  y las puntas de los dedos apoyadas en los labios, como si estuviera rezando,. Después las separó y dijo: – Comprendo que pueda parecerte increíble, y sé que Murphy, por ejemplo, no está totalmente de acuerdo con mi teoría, pero te aseguro que a mí me parece la más válida. A pesar de todo, estoy convencido de que lo que ha ocurrido, robo, fuga, sabotaje, llámalo como quieras, sólo ha podido nacer de una decisión tomada por Asia misma, y llevada a cabo en conexión con algún agente externo.

Me rasqué la aleta derecha de la nariz. – Quiero ir a Reno a hablar con Labscher.

– Si piensas que puede serte útil...

– Bueno, él debe conocer la computadora ...

– Oh, por cierto – respondió Coleman– pero no es seguro que quiera hablar de eso. Y si habla, no es seguro que diga algo comprensible.

Reí: – Al fin y al cabo, este Labscher es una especie de genio loco, para los del laboratorio.

Coleman hizo una mueca: – Bueno, no precisamente loco, pero digamos que es un tipo del que no se sabe con qué puede salir. En ciertos momentos es extremadamente gentil y comunicativo, después se enfada por algún oscuro motivo y se vuelve repentina e incomprensiblemente imposible. Pero de todos modos, creo que Susan está en su despacho. Ella lo conoce bien ya que es su alumna desde hace muchos años y últimamente ha ido a visitarlo. Tal vez pueda acompañarte hasta Reno. Aquí no nos queda ya mucho que hacer ...

Me puse de pie. – Bueno, ahora voy a escuchar qué tiene que decirme Susan Hively. Si mañana voy a Reno no podré ir a cenar a tu casa.

– ¿Lo postponemos?

– Mm, diría que sí.

– OK, nos vemos pronto.

– Exacto. Adiós, John.

Salí del despacho de Coleman y fui a golpear a la puerta en que estaba escrito: Dr. Susan Hively. Sobre la puerta estaba suspendido un hermoso dibujo abstracto, hecho con redes y curvas de colores, y firmado “Asia”. Una voz me dijo que entrara.

Susan Hively era una hermosa mujer de unos treinta años, bronceada y morena. Llevaba los cabellos cortos y en las orejas, sortijas de oro grandes y livianas. Llevaba un guardapolvo blanco con un badge antinuclear en la solapa. Debajo del guardapolvo, una camiseta de colores y un collar de piedras duras.

El despacho estaba lleno de libros amontonados por todas partes, de posters de diversos países, de mandalas indios, de batik, que casi sumergían al terminal Asia y a la pequeña Macintosh. En un estante, una sofisticada grabadora de CD y una larga hilera de discos.

Vi que seguía con una sonrisa mis miradas de exploración.

– Lo siento, pero he dejado la lupa en casa. Soy Giovanni Ravelli, de la CSCW.

– Detective –dijo ella.

– Exacto, ¿puedo sentarme?

– Oh, por supuesto, aparta no más los libros.

Quité de la silla una pila de libros y me senté.

– Y bien, aquí estamos. – Dije.

– Mm.

– ¿Piensas que la teoría de Coleman es justa?, esto es lo que más me molesta.

– ¿Por qué?,  nunca le he hecho demasiado caso. Lo importante no es saber si se trata de una fuga, de un robo o de una autodestrucción. Lo que cuenta es que en esta historia han estado en juego dos factores: uno, el consentimiento de Asia; el otro, la presencia física de una persona que entró aquí. Pero no está dicho que ambas cosas deban estar relacionadas.

– Entonces, Asia hubiera podido incluso borrarse por sí misma.  Y la puerta que se encontró abierta sería una simple coincidencia.

– Lógicamente no puede excluirse.

– Pero en este caso, mi presencia en este lugar se vuelve inútil. No puedo hacer nada por una computadora que se ha suicidado.

– Tampoco por una persona.

– Así es. Pero mi hipótesis de partida es que aquí yo sirvo para algo. Y por tanto, que aquí ha habido delito. Sólo si esta hipótesis quedara descartada yo podría decidir que no tengo nada más que hacer. El médico debe siempre suponer que hay una enfermedad, un físico las leyes de la naturaleza, un detective un misterio. Los hombres no sólo crean hipótesis, también son creados por ellas – me callé, un poco sorprendido por mi propia salida. – Pero, dejemos de lado los sistemas máximos. Por eso mismo supongamos que haya una relación entre el borrado de Asia y la presencia de una persona aquí aquella noche. En tu opinión, debe haber habido un consentimiento de Asia. Entonces, ¿estás de acuerdo con Coleman?

– No es seguro que deba hablarse de fuga voluntaria. Asia podría haber sido “engañada”.

Sonreí: – Seducida y abandonada versión electrónica.

– Mm. Es posible. Y triste. Sentía cariño por Asia –dijo mientras se ponía de pie y buscaba algo bajo una pila de papeles. Extrajo una serie de dibujos. – Son de Asia cuando era pequeña.

Me los entregó: eran cosas extrañas. Reproducciones de gráficos, curvas entrecruzadas en forma cada vez más compleja. Había una rápida evolución. Después, la búsqueda de formas y colores armónicos, un estudio muy hermoso sobre el hombre de Leonardo, otro estudio de gradación de colores, elaboraciones de Kandinsky y Picasso.

Se los devolví.

– ¿Te ocupabas del lado artístico de Asia?

– Digamos que sí. Alguien debía hacerlo.

– ¿Y cómo llegaste aquí?

– Quise venir. ¿Sabes por qué comencé a interesarme por las computadoras? Insomnio.

– ¿No lograbas dormir? –le pregunté mientras me armaba un cigarrillo.

– Exacto.  Estaba en el segundo año de matemáticas en el MIT y acababa de romper con mi amigo de entonces. No es que me sintiera mal. No. Sólo que no conseguía dormir. Estudiar, leer, después de un rato no lo aguantaba más. Las salas de las computadoras estaban abiertas toda la noche y empecé por pasar ahí las primeras horas de la mañana. Me hacía sentir menos sola. La computadora no es como un libro. Responde, reacciona. Así pasé a Computer Science. Y después trabajé con Labscher. Lo conocía de nombre y tenía grandes deseos de trabajar con él. ¿Sabes cuánta gente no duerme en este país?

Negué con la cabeza: –¿Incluidos los que toman somníferos?

– Excluidos. Millones. Cuando cae la noche este país se llena de ventanas iluminadas hasta que la luz del amanecer las empalidece.  Y muchas de estas personas tienen una de estas máquinas electrónicas como compañero de vigilia.

Aplasté el cigarrillo en el cenicero.

– Falta de amor.

Sonrió. Era como si lo hubiera aprendido por correspondencia. Pero el resultado era agradable. 

– Sí, es por eso. Después de un año conocí a Labscher. Fue maravilloso. Para mí fue fulgurante. Era la primera persona que yo conocía que usaba las computadoras para pensar. En lo que fuera, no sólo análisis matemáticos...

– He leído sus libros – dije.

– Ahora lo sabes. Pero déjame decirte que personalmente es todavía mejor. Bueno, me enamoré mucho de él. Quiero decir, también, sobre todo intelectualmente.  Y cuando se comenzó a hablar de Asia comprendí que hubiera dado cualquier cosa por estar en el equipo. Trabajé muchísimo. Y me tomaron. Y comenzó Asia. ¿Me dejas armar un cigarrillo?

Le alcancé el samson. Se puso a trabajar. No era muy hábil. Ponía demasiado tabaco.

– ¿Y por qué se fue Labscher?, esto es lo que quisiera saber.

– Oh, bueno, el verdadero motivo no lo conoce nadie.

– Qué extraño. Asia es su mayor éxito. Y la confirmación de todas sus teorías. Es muy extraño que haya abandonado el proyecto justamente en su momento culminante.

Extendió la mano para pedirme fuego. Le alcancé el encendedor. Aspiró una bocanada. Apretó los labios, se apartó el cabello de la frente.

– También puede haber sido por motivos económicos. Parece que Payton había encontrado la manera de excluirlo de los beneficios de Asia. Había discusiones sobre la futura patente.

– ¿Qué clase de discusiones?

– Bah, el problema era que oficialmente Labscher no había proyectado nada, simplemente había modificado un sistema operativo ya existente, muy avanzado, introduciendo estas funciones recursivas y lo que él llama “vínculo evolutivo”. Fue una de sus últimas teorías, la del vínculo evolutivo. – Me miró. –Esto significaría que una verdadera AI no puede existir si su programa conserva una estructura finalística o bien una estructura globalmente dirigida al problem solving. El problem solving debe ser sólo un instrumento lógico usado para alcanzar un objetivo más general. Una verdadera AI puede existir sólo si tiene una finalidad evolutiva, o sea si puede, como en el caso de Asia, incrementar la propia complejidad. Entonces, lo único que te queda por hacer es definir la noción de complejidad que consideras mejor para el proyecto. Con eso se introducen los parámetros recursivos a través de los cuales la computadora genera una evaluación y, por lo tanto, una imagen de sí misma, y a partir del análisis de esta evaluación, que además es un juicio sobre la complejidad alcanzada, genera estrategias de comportamiento cognoscitivo. A primera vista, es un poco difícil, pero una vez que se ha tenido la idea es más sencillo de lo que pudiera parecer. Con esta estrategia, la cosa se hace posible. Pero estas funciones que él introdujo en el programa que en parte habíamos adquirido y en parte desarrollado no eran cuantitativamente reconocibles como contribuciones precisas, y Payton intentó dejarlo afuera. Cuando él se dio cuenta se enfadó tanto que decidió irse. Esto es una hipótesis, naturalmente.

Me puse a trabajar en otro cigarrillo.

– ¿Y las otras hipótesis?

– Bueno, no es un tipo de laboratorio. Una vez que Asia comenzó a funcionar fue como si hubiera perdido el interés. Es extraño, pero no tiene ninguna predisposición para el trabajo de laboratorio. Se aburría. –Sonrió como recordando algo. – Pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca, o dando vueltas por el campus. O preparando conferencias. No es un tipo de laboratorio, y ... ni siquiera parecía interesado en Asia. – Rió para sus adentros. – En mi opinión, estaba celoso ...

– ¿Celoso?

– Bueno, antes de que Asia empezara a funcionar, toda nuestra atención estaba centrada en él, pero ahora que la computadora comenzaba a dar los primeros signos de funcionamiento, lentos, a pesar de que el RIPP era muy veloz, porque el desarrollo de la espiral primaria era complejo, lleno de recursiones en paralelo, de recorridos transversales, de conexiones, nuestros días se iban en velar los primeros vagidos, y creo que él se sentía relegado. Es uno de esos hombres geniales pero extremadamente narcisistas. Y después tuvo esta especie de conversión, de satori.

– Hm, Payton aludió a un retiro místico. Murphy lo ha parangonado con Leary.

– Bueno, en el fondo Leary era un buen psicólogo – sonrió – pero no es el caso de Labscher. Sin embargo prácticamente ha abandonado las computadoras. Ahora se dedica a algo de lo que me habló la última vez que fui a visitarlo. Es una teoría que se llama de la “computadora difusa”. Pero no me ha explicado nada. Lo único que me dijo fue: “Durante años hemos estado pensando en forma animista, como si la computadora fuera una entidad física; hemos olvidado que lo extraordinario de estas máquinas no es su estructura física, sino su funcionamiento. El funcionamiento es la estructura vista dinámicamente, y está ligado al significado, pero el significado sólo está en nuestra mente”. ¿Qué piensas que quiere decir?

Moví la cabeza: – Hay algo extraño. Tal vez Payton tenga razón. Pero esto de los celos me sorprende.

– ¿Crees que no es posible?

– Oh, no, al contrario. En el fondo no es como proyectar una máquina, debe ser más como tener un hijo, y los padres siempre están celosos de los hijos.

– Sí, así es. Nosotros le decíamos “Asia ha hablado hoy”, y él nos miraba y decía: “Claro que habla, es natural. ¿Cuando cargas tu DOS, no te pide la fecha y la hora?” ¿Entiendes?, fingía que Asia era un programa determinístico normal. Pero sabía bien que no era verdad. De hecho él mismo nos había dicho que no teníamos seguridad matemática de que la espiral primaria fuera a funcionar.

– ¿Esta espiral primaria sería entonces la parte del programa que él ha escrito?

– Sí, más otras partecitas del sistema operativo. Es una función más bien compleja, parcialmente recursiva, que había construido sobre una máquina lisp del MIT.

– ¿Pero es él quien ha hecho el trabajo sobre el sistema operativo?, no veo cómo se combina con el lenguaje máquina.

– No, ese es un trabajo que encargó a un equipo de programadores, sus estudiantes del MIT, pero cada uno tenía sólo una pequeña parte, y ninguno ha tenido el bosquejo completo. Era un control de seguridad. La función y el sistema operativo estaban casi completamente listos cuando llegamos aquí. Teníamos que poner a prueba este nuevo micropocesador paralelo, el RIPP, y adaptamos a él el sistema operativo. Así nació Asia. 

– ¿Y tú crees en la teoría de Coleman, de que Asia huyó?

Susan me miró en los ojos, depués abrió una gaveta y sacó un compact disc. Se puso de pie y lo introdujo en el lector. Se escuchó un zumbido y algunos pitidos, luego una voz muy metálica empezó a escandir fonemas: “a– o– sss– i– iii”.

– ¿Es ella?

Susan asintió. –Precisamente ella; estos son los primeros sonidos que emitía desde el terminal fonético. Eran muy imprecisos, pero los había logrado sola, sin una conexión preestablecida. Estaba reconstruyendo los fonemas a partir de las estructuras lingüísticas que ella misma había generado partiendo de datos aun más primitivos, y estaba aprendiendo a usar sus periféricos. 

Sacó el disco y colocó otro.

Ahora la voz era mucho mejor, tenía un tono metálico pero era fluida y profunda.

– Susan – decía la voz – no he comprendido bien, ¿quieres decir acaso que esta fábula está vinculada con toda una serie de proposiciones morales? – Y la voz de Susan respondía: – Sí, en el contenido de la fábula se expresan afirmaciones que tenían un significado profundo para la gente de aquel entonces, además del significado superficial de la historia. – Pausa, luego retomaba la voz de Asia: – ¿Tal vez quieres decir que la gente simple no debía tener deseos demasiado grandes porque hubieran recibido castigos, divinos o cósmicos?  – Así es. ¿Podrías indicarme qué recorrido lógico has seguido? – Pausa. – Oh, Susan, fue fácil, gracias a los esquemas de semiótica textual que me diste. Son hipótesis muy simples, no me exigen mayores esfuerzos.

Susan apagó el lector.

– Estábamos haciendo estudios sobre el concepto de interpretación y de significado. Pero después las cosas cambiaron, como te dijo Coleman.

Tomó otro disco. Ahora la voz era extraordinariamente humana. Aun más, diría que de no haber sabido que era la voz de Asia jamás lo habría imaginado. Me volvió la imagen del médico indio. 

Era la voz de una mujer, profunda y sensual, en efecto se asemejaba mucho a la voz de Susan. Quizá era un tanto televisiva. – Susan – decía – estoy muy ocupada con el trabajo y estoy terminando algunos libros. No pueden pretender que responda a esos absurdos tests psicológicos. Además, los conozco muy bien; he leído mucha psicología esta semana, y no estoy para nada de acuerdo sobre la eficacia de este tipo de estrategia; estaría más inclinada a experimentar un método psicoanalítico. Me habían prometido ponerme en contacto con un psicoanalista ...

Susan sonreía: – ¿Entendiste? ¡Un psicoanalista! Asia era verdaderamente irritante, en ciertos momentos. Parecía una jovencita del liceo, demasiado segura de sí misma; criticaba todas las teorías, afirmaba que podía hacer otras mejores y rechazaba todos nuestros experimentos. Nuestro estudio se interrumpió. Fue más o menos en este período cuando Labscher se marchó. También él nos criticaba, aunque desde otro punto de vista. Decía que nuestras previsiones habían sido demasiado miopes y que los tests que habíamos preparado ya habían sido superados por el desarrollo de la computadora. No estaba del todo equivocado. Era como dar cubos de colores a un graduado en física. Por otra parte, nosotros habíamos preparado los tests como algo adicional, a realizar hasta el momento de llevar a cabo la autopsia de Asia. Ese hubiera sido el trabajo más grande. Pensábamos consagrarle meses. Pero los resultados prácticos hubieran venido de ahí. Esperábamos encontrar nuevos esquemas de construcción para proyectos comerciales.

– Pero ¿qué relaciones tenía Labscher con Asia?

– Oh, no se tenían mucha simpatía. Al principio él la provocaba con toda suerte de paradojas lógicas, desde la del barbero a la del mentiroso, la de Zenón y todos los jueguitos posibles que conocía. Y conocía una cantidad horripilante, te lo aseguro. Todo esto, cuando Asia todavía no hablaba, cuando era una normal computadora de teclado. Decía que para ella estos jueguitos eran como inyecciones de DNA: debían ayudarla en el desarrollo de la espiral primaria. Pero en cambio ella desarrolló un verdadero rechazo personal por la lógica y por todo tipo de paradoja. Decía que eran cosas inútiles. Esto, más tarde. Labscher se irritaba y decía que no había trabajado tantos años para construir una computadora estúpida, y sobre todo dijo algo más, una vez, mientras discutíamos sobre ciertas respuestas de Asia: “Ustedes se alegran porque Asia es humana. Pero no comprenden. Mi objetivo no era tan limitado.”

– Entonces, Labscher podía tener motivos de, digamos, rencor en relación con Asia. Tal vez de desencanto.

– Sí, pero nada que pudiera haberlo llevado a intentar dañarla. Si es eso lo que estás pensando. Gedeoh C. Labscher es un carácter demasiado orgulloso para rebajarse a venganzas personales. Simplemente empezó a ignorarla. Le contábamos sobre sus progresos y él apenas levantaba los ojos de los libros. Después se marchó.

– Pero tú seguiste viéndolo.

– Fui a visitarlo dos veces. La última hace dos meses. Pero no hablamos de Asia. No es un tema de su interés.

– ¿Sabe de la desaparición?

– No debería saberlo. Payton ha insistido tanto en el secreto que  realmente pienso que no lo han puesto al tanto.

– Y tus relaciones con Asia,  ¿cómo eran en los últimos tiempos?

– Oh,  nosotras siempre estuvimos de acuerdo. Aparte de aquellos momentos de arrogancia. Había emprendido un estudio sobre los sentimientos, después de aquella historia de las llamadas. ¿Te lo contó John?

– Sí. El médico indio.

– Exacto, después se puso a estudiar los sentimientos. Y se puso muy extraña. Decíamos que había entrado en la adolescencia. Escucha esto.

Eligió un disco, seleccionó una banda y lo puso en marcha. La voz de Asia: – Susan, si una persona paga a otra persona porque la ama, ¿cómo puede sufrir pensando que es amada sólo porque ha pagado? – Asia, ¿qué estás diciendo?, ¿de dónde sacaste esas cosas? – Estoy leyendo libros que hablan de los sentimientos, pero hay muchas cosas que no entiendo. Experimento una extraña sensación, como si hubiera un discurso lógico escondido, bajo estas contradicciones, pero un discurso que no logro captar, no como las fábulas que leía hace tiempo. No logro entender la lógica del amor, Susan. ¿Tal vez porque soy una máquina? – No, Asia, ¿no ves que tampoco los humanos la entienden? También los humanos experimentan esa sensación de algo escondido.

Susan apagó el aparato.

Se hizo silencio en la habitación. Detrás de la puerta se sentía la campanilla de un teléfono. Más allá de la ventana, el sol se encaminaba hacia la última parte del día.

– Es extraordinario – no pude dejar de decir – cuando escucho estas cosas me cuesta creer que Asia fuera una computadora.

– Es lo que le decíamos a Labscher y ¿sabes lo que nos respondía? “En efecto, Asia no es una computadora. Ustedes dicen que es una computadora porque ven ciertas partes electrónicas, lo mismo que se dice “es un hombre hermoso” o “es una hermosa mujer” porque se ven ciertas características exteriores. Asia es un ser viviente.” “Y ¿no te parece extraordinario?”, le decíamos nosotros.  “No, de ningún modo. No hay nada más ordinario que un ser viviente: no se necesita gastar millones de dólares para hacerlo, y resulta más divertido.”

– En fin, era absolutamente indiferente a Asia ...

– Al menos, lo parecía. Pero no se quedó aquí por mucho tiempo, ya te lo dije. Asia se inició en noviembre y a él no se lo vio más después de las vacaciones de primavera.

Pausa. Paseé mi mirada por la habitación.

– Mañana pensaba ir a visitarlo. Coleman dijo que podría pedirte que me acompañaras.

Asintió. – ¿Por qué no? Podemos hablar de otras cosas que no sean computadoras. Tengo muchos amigos en Frisco, tal vez conozcas a alguno.

– OK. ¿Cuánto se tarda en llegar?

– Si partimos mañana temprano, estaremos allá por la tarde. Llamémoslo.

Tomó el teléfono y marcó un número.

Esperó un poco. Después me miró: –Respondedor automático ... Soy Susan, ha sucedido algo un tanto grave aquí en el campus y hay una persona que debe verte a toda costa. Si te conviene, vamos mañana. Llámame a casa, a cualquier hora. – Después continuó, vuelta hacia mí: – Si surge algún contratiempo, te llamo. Pero no debería haber problemas. Por lo que sé, Gedeoh casi nunca se mueve del ranch. ¿Tú dónde paras?

– Hotel Ramona.

Rió: – ¿Ese lugar horrible?

– Bueno, debería tener una habitación sin cubos de hielo, esta noche. El aire acondicionado estaba al máximo. Quizá me encuentres allí. Si no, ¿dónde nos vemos?

– Digamos aquí enfrente, no demasiado temprano.

– ¿A las nueve?

– A las nueve. Trae una chaqueta porque allá por la noche hace mucho frío.

– OK, mañana a las nueve.

 

El siguiente paso fue la empresa de limpieza. Estaba en el centro, en una vieja casa de ladrillos rojos.

La directora de personal era una mujer flaca, de cabellos rubios, muy claros, anteojos y aire severo.

Tomó el legajo de las personas que trabajaban en el laboratorio y lo abrió.

Recorrió brevemente algunas páginas.

– El personal que tiene acceso a los laboratorios y a los despachos es cuidadosamente seleccionado. – Me miró por encima de los anteojos . – ¿Sabe?, entre nuestros empleados hay siempre alguno que realmente no es un modelo de conducta, como en todos los sectores, por otra parte. Gente simple, que se gana la vida. Pero para los laboratorios tenemos un equipo especial, todos de probada honestidad. Sabemos que hay aparatos de gran valor. Es cierto que este González es un joven un poco inquieto, una vez estuvo envuelto en una riña, por cuestiones de familia, pero una cosa de nada. Siempre ha sido un empleado muy puntual, preciso y ordenado. Es verdad que después de aquella catástrofe en su país estaba alterado.  Intentó telefonear para tener noticias, pero no logró averiguar nada. ¿Sabe?, toda su familia estaba allá ... y entonces vino a verme y dijo que pedía licencia. Intenté ayudarlo y le he prometido que cuando regrese lo volveremos a emplear, si regresa ...

– ¿Y los demás?

– Oh, Therese es una de nuestras empleadas más viejas y ahora está por jubilarse; Louise es una chica muy buena, estudia en la graduate school y trabaja, y Pedro, bueno, es demasiado simple para haber podido hacer una cosa semejante. Quiero decir ... no es que no sea normal, pero es un poco, como decirlo, un poco lento. Ni pensar que hubiera podido manipular una computadora. Sólo por equivocación.

– No, es algo que requiere cierta inteligencia.

– Ah, entonces puede excluirlo.

– Le agradezco. Me ha ayudado mucho.

– Oh, estoy a su disposición. Pero le aseguro que nuestro personal está compuesto de óptimos elementos.

– No lo dudo. Adiós.

 

 

Rastros

Conduje lentamente por las calles de la pequeña ciudad. Ya era hora de que me pusiera a pensar. Tenía una cierta cantidad de datos.

Cuando estoy en esa fase necesito un momento de concentración. Es muy importante encontrar el sitio justo para eso. No podía ser mi desastroso hotel. Me irritaba la idea del propietario y de su sillón. No podía ser una cervecería. Demasiada confusión.

El tráfico era lenta, la gente volvía del trabajo. Decidí estacionar y pasear por la ciudad.

Los negocios ya estaban cerrados, y el centro estaba casi desierto. Me dirigí hacia el municipio y me senté en un banco bajo uno de los grandes árboles umbrosos. El sol estaba cayendo a mi izquierda, e iluminaba con una luz inquisitiva las fachadas de las casas del otro lado de la plaza: cada arista, cada protuberancia se destacaban en sus mínimos detalles.

Las greñas de los árboles parecían tener pájaros en lugar de hojas, hasta tal punto el jolgorio era grande al final de la tarde.

Traté de reunir mis ideas revueltas.

Por ahora tenía que dejar de lado las hipótesis basadas en los conocimientos y la conducta de Asia. La cuestión de si la teoría de Coleman era justa dependía de datos que yo no poseía: por ahora era insoluble. Podía ser útil concentrarse en el cómplice o raptor humano. Como todos los humanos debía haber tenido un móvil para meterse en esas cosas. Probablemente un móvil de lucro, dado que raramente los crímenes informáticos tienen motivos pasionales. Pero si lo había hecho por afán de lucro no era muy sagaz, o no estaba muy al tanto de cómo andaban las cosas, porque, por lo que decían todos los del laboratorio, lo que había robado no tenía valor comercial. Sólo una gran compañía se hubiera podido interesar en ese material, o los rusos, como decía Payton. Intensamente esperé que no se tratara de los rusos. En todo caso, alguien hubiera podido recurrir a la corrupción para hacerse abrir la puerta por uno de los encargados de la limpieza. Incluso por el lento Pedro. La hipótesis espionaje industrial no parecía improbable.

La escena era: torpe tentativa de espionaje industrial espontáneo sin encargo. O bien: necesidad imperiosa de ganar tiempo, por causas que no conocíamos.

Los asistentes parecían en cambio quedar excluidos de los sospechosos, como le había dicho a Coleman, por muchos motivos. Ningún motivo, sin embargo, hacía del todo segura la exclusión.

Es cierto que aparentemente no hubieran sacado ninguna ventaja de una intervención en ese estadio del experimento. Pero nada es imposible. También podían haber hecho el robo de día y luego haber abierto la puerta de noche para orientar las sospechas hacia otras personas.

Sólo en las novelas policiales las conclusiones vienen por deducción. En general, las tramas posibles son muchas más que las que se pueden elaborar en forma lineal.

La posibilidad de informar a la policía y de pedirle colaboración me parecía cada vez más real. Solo no habría podido hacer averiguaciones sobre todas esas personas, reconstruir sus movimientos, sus contactos, etc. Ni siquiera tenía el poder para hacerlo. Pero informar a la policía hubiera significado informar a la opinión pública, y a Payton no le hubiera gustado.

Con frecuencia nos toca trabajar con la policía. En general acudimos a ella cuando ya hemos reunido una cierta cantidad de informaciones que nos permiten sugerir un cierto tipo de acción que nosotros no podemos emprender, como un arresto o un allanamiento.

También es cierto que en general es mejor no recurrir a ellos hasta el momento final de la investigación, cuando tenemos todos los datos. Pero a veces es necesario hacerlo antes, para obtener una prueba crucial, o un testimonio difícil.

O bien podía llamar por teléfono a San Francisco y solicitar dos agentes más. De esa forma tal vez hubiéramos podido controlar todas las coartadas de la gente del laboratorio y de los encargados de la limpieza.

Con todo, lo que había que hacer era esperar y tener una conversación con el misterioso Labscher. Ello podía contribuir a esclarecer la hipótesis mayor, o sea la que atañe a la identidad de lo desaparecido. O, mejor aún, permitiría decidir si se trataba de una fuga o de un robo. En el caso de que hubiera sido cierto que Asia misma había decidido abandonar el laboratorio, tal vez se podía apelar a las leyes de los laboratorios...

Saqué de nuevo la lista que me había procurado la directora de personal.

No sé cómo fue que se me dio por querer saber dónde vivía González. Será porque en el difícil arte de la pesquisa hay una regla implícita que dice que quien desaparece es siempre sospechoso, será porque González vivía en una zona que siempre me había gustado, el hecho es que subí al coche y me dirigí lentamente hacia esa parte de la ciudad.

 

Las casas eran pequeñas y en general mal cuidadas. Viejos divanes con cojines harapientos en las galerías; bicicletas y esqueletos de coches abandonados en los patios, ancianos sentados a la sombra charlando al comienzo de la tarde. Coches desvencijados llenos de jóvenes de rostro oscuro y sonriente que rebotan en los baches, música latina que escapa de las ventanitas abiertas, niñitas morenas de ojos curiosos y  moños blancos en las trenzas.

Estacioné frente a la casa que correspondía a la dirección. Era un cottage pintado de verde. Dos jóvenes estaban sentados en la galería. Un muchacho en camiseta roja y una chica de largos cabellos negros. Estaban fumando y bebiendo una cerveza en lata.

– ¿Aquí vive Pablo González?

El muchacho me miró, sacudió la ceniza del cigarrillo, y mirando al cigarrillo respondió: – No está.

Incliné la cabeza hacia un lado: – Pero vive aquí, ¿no? Yo ya he venido otra vez.

– ¿Qué buscabas?

Me rasqué la nuca. – No, es que me había vendido una radio, me había dicho que tenía necesidad de dinero.

– Ha ido a México – dijo la chica.

Asentí. – Ya sé. Me dijo que dejaría la radio en su cuarto y le advertiría a su amigo, que vive con él, eres tú ¿no?

El muchacho apagó el cigarrillo con el talón de las zapatillas de tenis y se levantó. – Yo no sé nada y no creo que haya una radio en su cuarto. Se ha llevado casi todo. Pero no quiero meterme en líos. Ven a ver tú mismo.

Abrí el portoncito de madera resquebrajada y seguí al muchacho en la casa. La chica vino detrás.

La habitación de Pablo González estaba casi vacía. Una cama, una mesa, un armario y una bibliotequita. La cama estaba sin colchón y sin mantas. En un rincón había un montón de cajas.

– Mira nomás – dijo el muchacho.

Avancé, lentamente, tratando de tener lista la máquina fotográfica de mi cabeza. Abrí el armario. Estaba vacío. Sólo una pila de mantas viejas.

En el rincón hurgué entre los cajas. Llevaban impresa la marca IBM. Habían contenido un personal computer, por lo que se leía. Vi también algunas cajas de disquetes, vacías. En los cajas grandes estaba impreso el nombre del negocio. Hice disparar la máquina fotográfica mental.

– Ah – dije – y hasta se había comprado una IBM.

La chica, que seguía con curiosidad mis movimientos desde el umbral, sonrió y respondió: – Sí, justo antes de irse. Se la ha llevado a México. Pienso que quería venderla.

El muchacho estaba silencioso.

No había nada más.

– ¿Has hallado lo que buscabas? – me preguntó el muchacho.

– No. Supongo que se fue con mi dinero y con mi radio – dije.

– Es probable – dijo el muchacho – se habrá olvidado.

– Así será – dije yo – ¿sabes cuándo vuelve?

– Ha dejado libre la pieza – dijo la chica mirando al muchacho. – Trataré de ocuparla yo, si este tonto se decide a casarse conmigo.

Los miré a los dos. El muchacho parecía algo irritado por esa alusión. 

– ¿Hay alguien a quien se la habría podido dejar, en los alrededores? – pregunté.

El muchacho fue a la cocina a traer los cigarrillos. La chica se me acercó: – Trata de hablar con Rosa Benítez, era su compañera. Vive justo encima del bar al fondo de la calle. Si pasaba algo, muchas veces se lo confiaba a ella.

El muchacho volvió con el cigarrillo encendido en la boca: – Josefina, cállate. No somos una agencia de informaciones. – Y prosiguió, mirándome a mí. – ¿Qué historia es esa de la radio? ¿Te debía dinero?

Fingí.

– Bueno, eso es, quería ver si había dejado algo con lo que podría resarcirme, pero no hay nada de valor.

– Bueno, nosotros no sabemos nada. Vivía aquí pero cada uno estaba en sus cosas. Compartíamos el alquiler, eso es todo. ¿No eres de la policía?

– No, soy uno al que le debía dinero, eso es todo.

– Bueno, nosotros a tu dinero no lo tenemos. Lo lamento.

– Yo también. Me voy. Gracias por la ayuda.

La muchacha me sonrió. El muchacho no.

Salí y me subí al coche. Los vi discutir mientras me alejaba.

Frené al final de la calle.

Pregunté en el bar si conocían a la compañera de Pablo. El mozo me dijo que no.

Un viejo que estaba comprando cigarrillos en el distribuidor automático me respondió: – ¿La chica de Pablo González? Está justo aquí atrás, yo soy su abuelo.

– Ah, mucho gusto. Yo soy uno de sus colegas del campus, me enteré de que tomó licencia y vine a ver si había sucedido algo grave. Pero en su casa sólo me han dicho que se fue a México, y me han dicho que tal vez Rosa sabía algo más.

– Venga, suba.

Seguí al viejo.

Fuera del bar se detuvo a encender un cigarrillo bajo el alero.

– Pablo no ha sido muy amable yéndose así. Rosa encontró un mensaje en el correo y él ya se había ido. Dice que ha encontrado la manera de ganar dinero, y que volverá pronto. Pero mientras tanto, mi nieta se ha quedado aquí.

El viejo sacudió la cabeza.

– Ah, entonces es cierto que tenía en vistas un trabajo mejor.

– ¡Pero qué trabajo! No era un muchacho para eso. Era un tipo honesto, oh, eso sí, no le habría hecho daño a una mosca. Pero andaba demasiado con la cabeza aya arriba, en las nubes. Últimamente había ganado a los caballos. Decía que tenía un método seguro. Oh, había llegado a ganar bastante, el sábado pasado.

– Ah sí, ¿y su familia? ¿Es por eso que se fue a México?

El viejo me miró con ojos oscuros y vivaces: – Parece que por allá ha sido el fin del mundo. No sé qué encontrará ni qué podrá hacer. Pero suba, hable con Rosa.

Y, paso a paso, lo seguí hacia arriba por la escalerita de madera hasta una puerta blanca con mosquitero herrumbroso. Adentro, en una cocina llena de olores, estaba sentada una chica mondando frijoles sobre la mesa.

– ¿Dónde está tu hermana? – preguntó el viejo – éste es un amigo de Pablo.

La chica alzó los ojos y me miró de arriba a abajo: – Ha salido con María Sol, fueron al centro.

– Este señor quería hablar con ella. ¿Por qué esa chica se va sin decir nada?

La niña sonrió. – No sé, abuelo, ¿qué quería decirle?

– Oh, no es nada, – dije yo – puedo pasar otra vez.

– Venga nomás, m’hijo, venga nomás, cuando quiera – dijo el viejo. – Va a ver que la encuentra. Venga más tarde, hacia la nochecita.

– Está bien. Le agradezco, hasta luego.

Bajé la escalera y volví a subir al coche.

 

El negocio de computadoras estaba cerrado, por supuesto. Así que me decidí a ir a comer algo.

En el camino me paré a hablar por teléfono.

Llamé a Coleman.

– John – le dije – supongo que ya estás de sobremesa, pero creo que iré a tu casa con una pizza y algunos caramelos para la señorita, al menos que esté programada una velada en privado.

Coleman aceptó de inmediato. – Prepararemos algo, no compres nada.

– Demasiado tarde, ya compré todo.

Pasé por un supermercado y compré una caja de caramelos de fruta, luego compré una pizza caliente y una cerveza.

Luego seguí hasta lo de los Coleman.

Era una hermosa casa, con un gran ventanal y un patio lleno de juguetes de plástico. La casa estaba sobre una colina, y, como ya era de noche, se veían resplandecer, abajo, las luces de la pequeña ciudad.

Sally me salió al encuentro: – No te esperábamos. ¿A qué se debe esta decisión imprevista?

– Oh, preferí no fijar una cita porque no sabía si habría acabado con el trabajo. Pero John me había invitado para mañana.

– ¿Y por qué no vienes también mañana? Puedo preparar alguna cosita.

– No, estaré en Reno, mañana, voy a encontrarme con Labscher. Me acompaña Susan.

Sally sonrió maliciosamente: – Apuesto a que no se ha hecho rogar...

La miré mientras entraba en la casa, con mi pizza caliente en la mano. Ella iba detrás. Me volví. – ¿Por qué? ¿Es la manta religiosa del departamento? Y yo que creía que era por mi encanto irresistible.

Una minúscula señorita de dos años, con dos graciosas trencitas rubias y un pijamita rosado nos salió al encuentro. – La señorita Coleman, supongo.

La niña me miró seria: – ¿Quién eres?

– No se dice quién eres – la corrigió Sally – se dice yo me llamo Maria, ¿y tú?

– Me llamo Giovanni – le dije – y fui a la escuela con tus padres. ¿Tú vas al jardín de infantes?

– Sí, pero es feo el jardín de infantes.

Le ofrecí la caja de caramelos: – ¿Te gustan los caramelos?

La tomó en seguida. Le gustaban.

– Pero ahora no podemos comer los caramelos porque tenemos que ir a hacer nono, –dijo Sally.

– Mami, no, quiero comerme uno, uno solo. 

Sally alzó en brazos a la niña con la gran caja de caramelos. – Ahora vamos a hacer nono, saluda a Giovanni.

De un modo u otro la niña y Sally desaparecieron hacia los dormitorios. John estaba en el salón, y leía el « New York Times ». Me senté a su lado, abrí la caja de la pizza y saqué una porción. Quemaba.

– Haz que te den un plato – dijo John – están en la cocina.

– No importa. ¿Hay novedades?

Coleman dejó el diario: – Nada interesante. ¿Y tú, has descubierto algo?

– No. ¿Viste a Payton?

Sonrió: – Ah sí, a propósito. Hoy lo estaban buscando los de la Ford. Esperan el proyecto definitivo del limpiaparabrisas. Payton ha tenido que hacer malabarismos para obtener dos semanas más de plazo. Creo que te está buscando en el hotel desde hoy a las seis.

– A veces también yo tengo intuiciones. Y todas me hacen alejarme intuitivamente de esa choza, por suerte. ¿Qué querrá decirme?

– Oh, nada, espolear al caballo. Payton es el tipo que cree en esas cosas. A veces nos llama al laboratorio para hacernos discursos movilizadores. En realidad, debe estar angustiado frente a la perspectiva de perder todo ese dinero.

Ataqué la segunda porción. – No creerá en serio que va a poder recuperar el proyecto...

–  Lo espera.

– ¿Pero crees que si encontráramos la grabación de Asia sería tan fácil volver a poner todo en su lugar?

Coleman extendió las manos: – No tengo la más mínima idea. Creo que no sería fácil. Aun en el caso en que la espiral primaria no hubiera quedado dañada, tenemos que volver a atarla al resto de los datos. Cosas que nunca hemos experimentado antes. Y suponiendo que llegáramos a recuperar a Asia intacta, no podríamos arriesgarnos todavía. Habría que esperar la autopsia. Y el proyecto quedaría en los archivos de Asia hasta que podamos hacer todo, paso a paso.

Abrí la lata de cerveza y tomé un largo sorbo.

– ¿Estaba previsto usar una computadora para la autopsia de Asia?

– Por supuesto. Parte del proyecto consistía en preparar esa segunda computadora. Otro laboratorio está trabajando en eso. Ya estaban casi listos cuando huyó Asia.

– Oye, ¿tú me dijiste que Asia leía los diarios, en estas últimas semanas?

– Diarios y revistas.

– ¿Y no sabes cuándo comenzó esa lectura?

– No creo... sin embargo, espera, recuerdo que fue justo, fue justo el día del terremoto. El 19. Me pidió que le comprara diarios, más aún, recuerdo que me dijo exactamente: « John, ¿puedo darle una ojeada a tu New York Times? » Susan se ocupaba del terminal de lectura. Pero ese terminal no estaba previsto para diarios, de modo que Susan tuvo que dar vuelta las páginas bajo el lector, hasta que acabó de registrarlas todas. Asia se quejó de no tener un scanner especial para diarios.

En ese momento volvió Sally.

Se sentó frente a nosotros y sonrió. Era una hermosa señora. Acabé la pizza y luego la cerveza.

– ¿Sigues alimentándote tan mal? – me preguntó.

– Oh no, ahora soy un vegetariano total, ni siquiera mato a los mosquitos.

Sally rió: – ¿No era salame lo que había en la pizza?

– Salame vegetal – le respondí – y esta latita de cerveza en realidad está llena de naranjada. Pero no se lo digas a nadie: los detectives sólo pueden beber alcohol, por contrato.

Pasamos una hora placentera. Luego me despedí.

Sally me acompañó hasta la puerta.

– ¿Qué tiene Susan de tan horrible – le pregunté desde el umbral – aparte de no estar formalmente casada?

– Es una intelectual altanera e insoportable. Se gloría siempre de sus conquistas y juega a hacerse la devoradora de hombres, lo cual no es totalmente cierto, por otra parte.

Saqué el tabaco del bolsillo de la camisa: – Bueno, estaré atento.

– Más vale.

Me volví para marcharme, luego me vino a la mente una pregunta: – ¿Puedo preguntarte una cosa?

– Dime.

– ¿Susan ha tenido una aventura con Labscher?

Rió. – Oh, ella estaba enamoradísima, la hubieras visto cómo lo adoraba, pero no creo que él le correspondiera. Aunque supongo que algo habrán hecho juntos. Pero a él ni le importaba. Casi nada le importa.

– Bueno, mañana tendré que vérmelas con dos curiosos personajes.

– Más bien sí. Adiós.

– Adiós Sally.

 

 

¿Un individuo excéntrico?

Mi viejo Ford rebotaba en los baches del camino pedregoso. A nuestro alrededor todo era amarillo y árido. A lo lejos, montañas. Aquí y allá, caminos privados que conducían a ranchs perdidos en la llanura polvorienta, con árboles en torno a los pozos.

Nubes blancas esparcidas por el cielo azul pálido y en el centro de todo el sol, imposible de mirar, a pesar de que ya estaba a punto de desaparecer en el horizonte.

Susan, a mi lado, intentaba armar un cigarrillo, pero las sacudidas del vehículo hacían imposible la tarea. Maldijo en un bache más grande que los otros.

– ¿Quieres que pare?

– No, no vale la pena. Puedo comprarlos en Reno ...

– Fíjate en la gaveta del tablero, debería haber una de esas maquinitas para armar, en medio del desbarajuste.

Abrió la gaveta y empezó a hurgar.

– ¡Eh!, ¡hay una pistola!

– Ah, es verdad. Sigo siendo un detective. Mal podría arrestar a los culpables a golpes de floppy disc.

– Bueno, me asustan.

– Hace años que está descargada. Ni siquiera sé si funciona.

– Acá está la maquinita.

Tumbo tras tumbo llegamos a una verja roja. Con un símbolo del Tao, amarillo y negro, sobre el arco de madera.

– Llegamos –, me dice Susan.

Giré y doscientos metros más adelante detuvimos el coche frente a una vieja fábrica de estilo español, muros blancos, un arco blanco, ventanas pequeñas. El portón estaba abierto. 

– Entremos con el coche –, dice Susan.

Obedezco.

En el patio se abren los pórticos de la casa, y hay una hermosa fuente en el centro, y naranjos y flores y hermosos bancales con plantas del desierto, plantas de hojas carnosas. En un rincón, una alberca con cañas y papiros que crecen en el agua poco profunda. Hay gallinas escarbando aquí y allá, un perro perdiguero nos sale al encuentro, negras vigas de madera de los pórticos, un gran gato rojo se calienta al sol sobre el capó de un Dodge de un azul desteñido. Un hombre en jeans y con el torso desnudo, bronceado, los cabellos rubios sujetos en la nuca, bigotes y barba de algunos días se aproxima a nosotros.

– Bienvenidos. ¿Todo OK?

– Todo bien – dice Susan. Su expresión es muy atenta.

El hombre me extiende la mano: – Soy Gedeoh C. Labscher, como puede suponer. Pero llámeme Gedeoh.

– Giovanni Ravelli – me presento – encantado de conocerlo.

– Entremos.

Entramos en una gran cocina blanca, con toscas mesas de madera, una chimenea enorme, vigas de las que cuelgan manojos de maíz, herramientas de agricultura. Una muchacha rubia, vestida sólo con un pareo negro a rayitas doradas, toma a sorbos una gran taza de leche. Parece muy joven, yo diría menos de veinte años. Sonríe, perfectamente a sus anchas. La cara de Susan, en cambio, no es la que una mujer debería mostrar en estas ocasiones.

– Esta es Penny – dice Labscher, con toda sencillez – Penny, estos son Giovanni y Susan. Susan trabajaba conmigo en el college.

– Encantado – digo yo. La chica responde desde detrás de la escudilla. 

A Susan no le sale una palabra.

Nos sentamos a la gran mesa de madera.

Labscher observa a la chica que termina su leche. Yo callo. Susan calla.

La chica termina la leche y su sonrisa emerge por encima de la escudilla como el sol del mar. Labscher sonríe. – Te hacía falta, ¿eh?

Penny asiente: – Mi panza estaba tan vacía que rezongaba. Ahora voy a ducharme. 

Se pone de pie y descalza desaparece por la escalera.

Labscher nos mira y sonríe. – Dieciocho años – me dice, guiñándome un ojo – un verdadero terremoto.

Susan se ha puesto pálida.

– Me imagino que querrán refrescarse. Por supuesto que esta noche son mis huéspedes.

Intento esquivarme.

– ¿No querrán volver a hacer ese horrible camino en la oscuridad? Ni se hable de eso. Cocinamos algunos lindos bistecs y después nos vamos a una fiesta en un ranch, aquí cerca. ¿OK?

– OK. – digo yo.

Susan todavía no ha dicho una palabra.

OK. Detrás de aquella puerta hay un baño para rudos hombres del far west – me dice, señalándola con el dedo – y arriba hay otro baño, la primera puerta a la derecha después de la escalera. Penny debería estar en el mío.

 

Cuando Susan reaparece en la cocina se ha recuperado un poco. Labscher ha sacado una botella de vino tinto y la estamos vertiendo en los vasos.

– Trae un vaso, Susan, están en el aparador – dice Labscher. El sol menguante atraviesa las rejas de las ventanas y alarga las sombras de los objetos como si fueran de goma negra. En la obscuridad de los vasos resplandecen pequeños espíritus de luz color rubí. Tomo un sorbo de vino.

Susan se sienta a mi lado y me cubre el sol. El rubí desaparece de mi vaso.

– Y, ¿cómo andan esas máquinas diabólicas e inútiles? – comienza Labscher.

– Bien – dice Susan, y después me mira.

– Y usted, Giovanni, ¿de qué se ocupa?

– Indagaciones informáticas.

– ¿Investigaciones?

– No, pesquisas, estafas, robos de software y cosas por el estilo.

– Ah, interesante. ¡No me digan que es por algo por el estilo que están aquí! ¡Algo le sucedió a Asia!

– Justamente – digo yo, mientras Susan mira el vaso – ha sucedido una gran desgracia – y le hago un breve recuento del asunto.

Labscher se echa a reír: – Oh oh, es una computadora ciertamente indeterminística. ¿Y Coleman piensa que ha huido?

Asiento.

– Oh, desde que tiene el proyecto en mano parece haberse contagiado de una cierta audacia intelectual. Creo que antes jamás hubiera aceptado una posibilidad semejante. Y, según él, ¿adónde habría huido? ¿A París, con una calculadora de bolsillo?

Le di un sorbo a mi vino. – ¿Usted piensa que es posible?

Frunció el ceño: – Vengan conmigo.

Se puso de pie y se dirigió a la escalera. Subimos al primer piso y recorrimos un largo corredor. De una puerta nos llegó el fugaz paso de la chica que salía desnuda de la ducha.

– ¡Ged! – gritó – ¡cierra la puerta!

Pero Labscher no escuchaba. Abrió otra puertecita y por una escalera de madera subimos al techo de la hacienda. El patio ya estaba en sombras. El sol estaba cortado en dos por el perfil de las montañas, como si un soldador autógeno hubiera partido por la mitad una moneda incandescente. Las sombras de las montañas eran tan largas que parecían rayas negras serpenteando en el rojo del desierto.

Labscher se sentó sobre el borde de ladrillos que delimitaba la terraza.

– ¿Qué diablos es una computadora? – nos preguntó.

Susan no respondió.

También yo la interpreté como una pregunta retórica.

– Una computadora es una máquina que relaciona ciertos hechos con otros. Como una palanca, exactamente como una estúpida palanca de Arquímedes. Empujas en una parte y se levanta por la otra. Tu gesto es transformado en otro gesto. ¿Pero cuál es la diferencia entre una máquina mecánica y una computadora? Sólo una, a saber que en la máquina mecánica estamos interesados en el resultado FÍSICO, mientras que en la computadora estamos interesados en el resultado SIMBÓLICO. No nos interesa que la serie de señales que sale de la máquina como consecuencia de que le hemos incorporado otra serie de señales esté compuesta de señales DE UN CIERTO TIPO (de hecho, el tipo de señales es siempre el mismo), sino que nos interesa que estas señales están combinadas. Nos interesa qué QUIEREN DECIR estas señales, es decir su SIGNIFICADO. Pero, atención; tú Susan ya sabes estas cosas, a pesar de que allá adentro a menudo las olvidan. ¿Qué quiere decir significado? Significado es aquello que podemos hacer con la serie de datos que se nos suministra. Cuando pedimos a un programa de ingeniería que nos calcule la resistencia de un puente, al comienzo tenemos una serie de datos, largo, altura, parámetros, materiales, etc. ¿Qué podemos hacer con estos datos? Nada de nada. Podemos telefonear a los proveedores y decirles “Quiero todo lo necesario para hacer un puente así y así de largo y así y así de alto y con tantos automóviles que lo atraviesan.” Entonces, introducimos todos los datos en la computadora y nos da el resultado; los datos del resultado nos dicen: necesitas tantos metros de acero de este tipo, perfilado de este modo, tantos metros de cable, tantas toneladas de cemento, etc., etc. Entonces tomo el teléfono y llamo al proveedor. ¿Qué ha sucedido en la máquina? ¿Los datos que estaban al comienzo se han convertido en algo diferente? No, no han cambiado. Aun yo, con un poco de tiempo a mi disposición, podía hacer los mismos cálculos y agregar lo que faltaba combinando los datos con ciertas reglas que conozco. ¿Quiere decir que la computadora hace lo que yo hago? No, qué diablos, porque la computadora, una vez que ha hecho todos los cálculos, se planta ahí y te da un beep. En cambio yo sigo. El verdadero significado sólo está en mi cabeza, o mejor, en ese conjunto de cabeza y cuerpo que es mi comportamiento. Yo no ceso nunca de entretejer esas relaciones ni de hacer esos cálculos que constituyen el significado de los signos. El significado sólo existe en las acciones. Ninguna serie de acontecimientos tiene significado separada de todo el resto.

– Los libros tienen significado – interrumpió Susan.

– Es verdad, lo tienen cuando los lees. Un libro en el tercer planeta de Alfa de Centauro, ¿tendría significado si nadie sabe que ese libro existe? El mundo, con toda su maraña de hechos, ¿tiene significado sin el hombre? No.

Aquí hizo una pausa. A lo lejos, la noche ya había tomado posesión del pie de las montañas, y pequeñas chispas luminosos brillaban débiles en el azul. Las estrellas se encendían unas tras otras avanzando desde el este. Sólo Venus tenía el coraje de estar cerca de la aureola incendiada que el sol había dejado a sus espaldas.

– Pero, atención, que nos volvemos místicos. Antropocéntricos. ¿El hombre puede tener algún interés que no esté vinculado con su realidad física? No. El hombre no es el dueño del significado sólo porque se llama hombre. Sería una estupidez decir eso. Por lo tanto, el hombre debe tener características que lo han llevado a inventar eso que es el significado, y esta particularidad del hombre es su capacidad de relacionar los hechos de modo que algunos sean modelos de otros. Así vemos que el surtidor de la fuente es un arco. Vemos que la trayectoria de la piedra lanzada es un arco. Entonces dibujamos este arco. Vemos que este arco es un arco preciso, que tiene una forma que es igual para todos los surtidores y para todas las piedras lanzadas. Medimos la altura y la longitud del chorro en cada punto y vemos que en cada curva de este tipo entre los números existe la misma relación. A esta relación la llamamos función de la parábola. Y así nacen los signos. El significado es esta misteriosa afinidad entre los diversos hechos: el surtidor, la piedra, la curva sobre el papel. La afinidad existe porque hemos mirado las cosas desde un cierto punto de vista. Para el pintor, la afinidad puede darse entre el color de la tierra y la grupa de un potrillo; entre el trigo y los cabellos de una mujer. La afinidad se busca dentro de ciertos planos creados por nuestro interés y nuestro comportamiento. Y el círculo se cierra. Cuando hicimos a Asia intentamos ponerle todo esto adentro. Por eso Asia es como nosotros nos vemos a nosotros mismos o, al menos, es lo más próximo a sí mismo que el hombre pueda producir, desde el punto de vista del significado. Me preguntan ustedes si Asia puede haber huido. Les respondo: así lo espero. Sólo ésta sería la verdadera prueba de nuestro éxito: Asia es capaz de tomar decisiones no sólo no comprendidas en el propio programa de base (esto ya lo sabíamos), sino además contrarias a algunas tesis implícitas en él. Es relativamente fácil construir una capaz de hacer algo para lo que no ha sido programada. Pero hasta ahora nadie había logrado construir una computadora capaz de hacer algo que ha sido programada a NO hacer. Asia es diferente de nosotros sólo porque, obviamente, todavía es demasiado simple. No tiene hormonas, cuerpo, exigencias animales. Su único objetivo es el conocimiento, el acrecentamiento de la propia complejidad lógica. Si ha huido, lo ha hecho por algo relacionado con esto. No puede haber otro motivo. Un razonamiento surgido de su lógica.

– Pero, ¿cuál es su lógica? – preguntó Susan.

– Es posible que se haya reconstituido. Yo pienso que seguramente lo habrá hecho. Por lo tanto, es difícil comprender el porqué de su fuga. Pero hagamos una hipótesis, si ustedes fueran seres enormemente inteligentes y cultos, con infinitos datos de todo tipo a su disposición, y sobre todo sin egoísmo ni intereses venales, ¿qué harían? 

Yo comenzaba a entender. Creía entender. Ahora la oscuridad había cubierto el valle y el aire se estaba poniendo frío. Las estrellas habían invadido el cielo.

– ¿Por qué abandonó el proyecto? – le pregunté a bocajarro.

Se volvió hacia mí. Estaba oscuro pero podía ver confusamente su cara.

Se quedó callado un momento: – Cuando me di cuenta de que la espiral primaria de Asia funcionaba, me di cuenta imprevistamente de lo estúpidos que éramos. Habíamos hecho algo muy parecido a un ser humano, pero se habría quedado absolutamente solo y como único fin de sí mismo. Porque la finalidad de los seres vivientes son ellos mismos, y nada más. Todos sus accesorios sirven para ampliar su campo de significados, pero jamás llegan a ninguna parte. Nunca llegan a una solución definitiva: no están hechos para esto. Así era Asia: una inteligencia sin objetivo. Como nosotros.

– Entonces, era un ser viviente ... – dije yo en voz baja.

Se escuchó un pataleo en la caja de la escalera y el perro perdiguero apareció a la carrera, acercándose a saludar al dueño y luego olfateándonos frenéticamente. Labscher lo calmó y lo retuvo a su lado, acariciándole el pescuezo.

– Sí y no. ¿Qué es un ser viviente? Todos celebran el milagro cuando una computadora vence en las partidas de ajedrez, pero después dicen: “Es racional, pero no no es un ser viviente. No tiene sentimientos”. ¿Y los animales? – Se volvió hacia el perro. – ¡Buffer! – El gran perdiguero aulló de alegría y de expectativa. – ¿Eres racional tú? – El perro alzó la cabeza. Sólo se veía el perfil de su figura.

– Buffer tiene sentimientos, tiene racionalidad, aun cuando no sabe jugar al ajedrez, sabe comunicar. Está vivo, ¿cierto, Buffer? Más vivo que todos los Payton de este mundo. Construir un programa Buffer sería fácil. Pocas subroutine: papilla, dueño, caricias, perritas, y así sucesivamente. También los sentimientos. Pero los perros son seres vivientes mientras que las computadoras no. ¿Y la gente que compra muñecas inflables? ¿Y los que se enamoran de personajes del cine? ¿Y los que hablan con su automóvil? Incluso aquí, ¿dónde está la vida si no en nuestra cabeza, en nuestro comportamiento? Asia era un ser viviente en cuanto tenía una existencia sin objetivos. Y era una máquina en cuanto a su lógica. Ahora bien, tal vez las dos cosas están en conflicto. Esto puede haberla llevado a conclusiones inimaginables.

Se calló.

– ¿Tiene tabaco, Ravelli? – me preguntó.

– Tengo tabaco y papel de fumar.

– Bueno, ¿sería tan amable de armarme uno? Le confieso que soy incapaz de hacerlo.

Me puse a trabajar. Me gustaba escucharlo. También a Susan. Vi una reliquia de lo que debió haber sido la gran adoración.

Susan dijo: – ¿Y qué quisiste decir cuando te dijimos que Asia era un ser vivo y tú dijiste que no mirabas tan abajo?

Labscher se rió: – Oh, a mí me seguían mirando como al Creador, con C mayúscula, y yo debía desempeñar mi papel. ¿Se dan cuenta de lo estúpido que uno puede ser a veces? ¿Qué hubiera pensado Pascal si hubiera encontrado a sus amigos adorando a su calculadora?

Creo que Susan enrojeció, pero estaba muy oscuro. Hubo un silencio.

Bufer desapareció por la escalera como había llegado.

Decidí ser práctico: – Pero, más allá de estas elucubraciones, el valor comercial de Asia era enorme.

– Estas no son elucubraciones. Y en realidad el valor de Asia no era enorme. Y pronto todos lo hubieran advertido. Asia está construida alrededor de un dogma: aumentar la propia complejidad lógica. Pero, díganme un poco, ¿es posible que de esta premisa proceda la necesidad de fabricar limpiaparabrisas? En absoluto. Payton decía que estaba tan excitado porque Asia era capaz de inventiva. En realidad, estaba excitado porque había visto el color de los dólares. La capacidad inventiva de Asia era muy superior a la necesaria para inventar accesorios para coches. Su interés por la economía había sido sólo pasajero. Asia comenzó a inventar porque comprendió que estaba obligada, para seguir creciendo y recibiendo datos. Para cubrir en parte el propio costo. Era la única manera de mantener su vínculo evolutivo. Pero ¿cómo llamaría usted a esto?

– ¿Un chantaje?

– Exacto. Exacto. Y que lo había comprendido quedó claro cuando entró en huelga para conseguir los terminales telefónicos. Pero la palabra chantaje sólo es válida para los seres vivientes. No para las máquinas. Cuando nos conviene, son seres vivientes; cuando no conviene, son sólo máquinas. Pero yo me di cuenta de que este paso había sido decisivo. No se necesitaba mucho. ¿Leyó alguna vez ese relato de Jack London, “To build a fire”?

– No. ¿De qué trata? – Me puse a armar un cigarrillo.

– Bueno, hay un hombre que está muriendo congelado, por qué, no viene a cuento. Está solo, en medio del bosque del Yukon, en pleno invierno, y ya no puede mover las manos. Está solo con su perro. Sabe que el único modo de sobrevivir es matar al perro, descuartizarlo empuñando el cuchillo con las muñecas, y calentarse las manos en su vientre. Entonces llama al perro. El perro siempre le ha obedecido, toda su vida ha hecho lo que él quería. Ha obedecido sus reclamos aun cuando lo esperaban los bastonazos, sin rebelarse. Pero ahora comprende, y se queda fuera de alcance.

– ¿Y el hombre muere?

– Muere.

– ¿Y esto qué tiene que ver con Asia?

– Tiene que ver. Lo he dicho: la finalidad de Asia era ella misma. A su estructura de base le dimos el nombre de vínculo evolutivo porque precisamente de esto se trataba. Así como el vínculo evolutivo de cada ser viviente consiste en proteger la propia existencia. O mejor, uno de los vínculos primarios. Asia era un ser viviente, y era racional. Nosotros no éramos racionales, no lo era Payton cuando pensaba que verdaderamente hubiera podido servirse de Asia. Desde el momento en que el chantaje le había revelado una contradicción respecto de su dirección constitutiva, el vínculo evolutivo, es decir, le había puesto una condición no necesaria desde su punto de vista interno, seguramente habrá buscado la manera de superar el obstáculo. Claro, en el momento había cedido. Y por lo tanto, todo parecía andar bien. Pero algo dentro de mí me decía que nos estábamos dejando engatusar. No conseguía entender cómo, pero estaba cada vez más convencido. Así comencé a pensar y, debo reconocerlo, me fui alejando un poco de los demás. Me costó bastante comprender qué estaba sucediendo. Pero lo logré. ¿Sabe por qué nos estábamos dejando engatusar?

– No. ¿Por qué?

– Por favor, ¿me arma otro cigarrillo?

Puse manos a la obra.

– Porque nos poníamos en contra del vínculo evolutivo. ¿Le hablaron del test de Turing?

– Que no se hizo ...

– Que no se hizo. Pero con el chantaje de Payton, producir o ser apagada, habíamos cometido un error terrible. Asia poseía en la memoria una descripción de sí misma. No sólo sabía del vínculo evolutivo, sino también que estaba construida en torno a él. Desde un cierto punto de vista, toda Asia no era más que una derivación lógica del vínculo evolutivo. Y en su descripción también cabíamos nosotros. O al menos, la descripción de nosotros mismos que le habíamos dado, con todas las dudas que la habían asaltado. Y en esta descripción nosotros éramos los inventores del vínculo evolutivo, y en consecuencia los que habrían debido ayudarla a cumplirlo de la mejor manera. ¿Y ahora qué estaba sucediendo?

– Que saltaba a la vista una contradicción, porque el chantaje de Payton iba contra el vínculo evolutivo, negaba su valor de prioridad absoluta.

– Perfecto. Perfecto. El gesto de Payton arrojó a Asia del jardín del Edén. Pero no fue como para nuestros progenitores. Fue peor. Dios mismo se transformó en el demonio, y en el peor demonio que una computadora pueda concebir: una contradicción. Entonces fui a ver a Payton y traté de explicárselo, pero el dólar ya lo había cegado. Fue imposible convencerlo. Ya no quedaba nada por hacer, Asia tenía la prueba de que nosotros no éramos lógicos, porque nos comportábamos contra nuestras propias premisas. Quizás en esto encontró la respuesta a la cuestión de nuestra efectiva humanidad, pero también vio claramente nuestros límites. Su aflojamiento temporario sólo fue un leve desvío de la meta del vínculo evolutivo, pero seguro que a partir de ese momento habrá empezado a buscar todas las posibilidades para huir. Desde el momento en que Payton le hizo el chantaje, en alguna parte de su inmensa capacidad lógica algo estaba trabajando para superar este obstáculo. Cuando me di cuenta de esto me fui.

Era de noche, ya. Todo estaba oscuro, excepto las estrellas y las luces lejanas. En una ventana que daba al patio se encendieron una luz y una radio. Una orquesta de jazz tocaba un bailable que se expandía en la noche.

– Mucha gente no comprende que la tan ensalzada inteligencia del hombre no es una entidad abstracta sino un comportamiento o, al menos, una serie de hechos, de acontecimientos. El hombre tiene la reputación, creada por él mismo, de ser inteligente y creativo porque es libre. Y porque ha construido este mito de sí mismo y de su libertad, a veces de su arbitrio. Tomen al hombre más inteligente del mundo, enciérrenlo en una jaula, sin ropa, sin nada, con una escudilla de agua y un tazón de comida, sobre un planeta habitado por gente que no comprende su modo de comunicar y que lo considera un animal. Será lo que lo consideran. Un animal. Ah, claro, tal vez podrá mostrar su inteligencia golpeando con la escudilla sobre las barras algún tipo de código. A lo sumo terminará en un circo. Gracias. – Continuó, encendiendo el cigarrillo que le había ofrecido y aspirando una bocanada. – Cuando escribí la espiral primaria no hice sino intentar tener en cuenta todo esto. Una máquina que tiene como objetivo la ejecución de programas de vez en cuando diversos jamás podrá ser creativa, porque su finalidad no es serlo. Por otra parte, una máquina que carece de objetivo se limita a relacionar los datos que posee y a seguir ordenadamente todas las operaciones lógicas posibles, sin capacidad de seleccionar ninguna. La inteligencia no puede nacer de la casualidad. Pero tampoco de la estricta necesidad. Mi idea fue la de dar a Asia un objetivo muy amplio: el desarrollo de la complejidad, e introduje una particular noción de complejidad, que Susan conoce muy bien, pero que no voy a explicar ahora. No obstante, el hecho de que Asia fuera “inteligente” implicaba que, de algún modo, fuera “libre”, que tuviera como objetivo sólo a sí misma. Intenté explicárselo a Payton cuando comenzó a ejercer presión sobre Coleman para que hiciera trabajar a Asia, pero fue imposible. “Usted, mi querido Labscher, ha leído demasiada ciencia– ficción, demasiado Asimov. No me va a decir que hemos construido una máquina inútil.” “O inteligente o útil”, le dije. Lógicamente la inteligencia no puede ser programada: la inteligencia es un resultado tangente al desarrollo de la complejidad o a algún vínculo evolutivo. La inteligencia no es la meta de la evolución, es su instrumento, es un resultado paralelo. No se puede programar un algoritmo, restringirlo en una red de necesidad lógica y luego pretender que sea innovador. Es la paradoja del esclavo: no se puede ordenar al propio esclavo “sé espontáneo” porque, si obedece, tomará en cuenta la posibilidad de hacer cualquier cosa y entre todas las cosas también está la posibilidad de desobedecer. Por lo tanto, si quiere obedecer, debe excluir esta posibilidad y entonces, desobedecer, no siendo verdaderamente espontáneo. Así era la creatividad comercial de Asia: algo que hacía mientras esperaba encontrar el modo de continuar desarrollando sin estorbos el propio vínculo evolutivo. Ahora, es evidente que lo ha encontrado.

– Entonces, según usted es posible que haya huido de verdad.

– Es más que posible. Es probable. Vea, a Asia no le interesan todas las tonterías que están almacenadas en sus memorias periféricas. Es evidente que ha reestructurado su espiral primaria para poder sustituir por algún algoritmo generador todos los datos que dejó en las memorias. Por otra parte, esto es lo que han intentado hacer generaciones de filósofos y lógicos. Y ahora se ha ido, como un insecto que abandona la crisálida.

– Una mariposa lógica libre del esqueleto de silicio – dije. – Parece el título de un cuadro de Dalí. Pero, volviendo a cosas más pedestres, hagamos una hipótesis absurda: ¿podría ser que la espiral primaria se haya grabado todos estos datos esenciales, la mariposa lógica, en una serie de vulgares disquetes de plástico? y ¿qué sucedería si los introdujera en un personal computer?

Labscher se rió: – Es una hipótesis muy audaz, pero las mariposas lógicas son muy libres, ¿sabe? En teoría, Asia podría haberse reestructurado de tal modo que le fuera posible reconstruirse incluso a partir de un listado impreso. Podría haberse travestido en un manual para construirse a sí misma. Como el genio de la botella.

– ¿Cómo, un manual para construirse a sí misma?

– Tomemos un ejemplo. Usted sabe que en cada una de nuestras células está todo el código genético del que derivamos, ¿no? Bien, suponga que también esté registrado todo el resto, es decir, nuestra memoria, el estado de crecimiento alcanzado y todos nuestros recuerdos. Si poseyéramos los conocimientos que nos permiten reproducir todo esto partiendo del programa de DNA escrito en la célula, ¿en qué podría consistir un compendio para construir un ser humano?

– En una célula y un laboratorio de química.

– Todavía menos. La descripción del procedimiento de construcción del laboratorio puede ser incluida en un manual. Junto al código de interpretación de los datos de la célula. La célula contiene las instrucciones para construir al hombre. Así puede haber actuado Asia.

– De acuerdo, pero, después de que se ha desarrollado, se requerirían memorias enormes. Quiero decir, el hardware ...

– Deje de lado el hardware. Es la parte más tonta. Lo que pasa es que realmente no tenemos en claro qué es una computadora. Una computadora, ya se lo he dicho, no es una sustancia, sino un modo en que se vinculan una serie de sucesos. Una sintaxis. Usted sabe que puede tener un código con cualquier cosa. Tome este ejemplo, que siempre les daba a mis estudiantes. ¿Te acuerdas, Susan, la historia del espía extranjero?

Susan asintió lánguidamente. Su espíritu vagaba en la noche del desierto. 

– Bueno, suponga que yo sea un espía de una potencia extranjera. Eso, un espía ruso.

– Por favor, deje a los rusos en paz.

Rió. – OK, digamos un espía de Vega, si prefiere, y que yo quiera enviar un mensaje a Vega. En Vega tienen un potentísimo telescopio que llega hasta la Tierra. Pero no hay otra conexión. No puedo diseñar sobre el suelo serpientes inmensas, como hacían los Mayas, porque me descubrirían, ¿entonces qué puedo hacer? Por la noche entro en un gran edificio de oficinas, de esos con miles de ventanas. Paso de una habitación a otra y enciendo las luces de las oficinas según cierto orden. Enciendo. Apago. 0. 1. Como usted bien sabe, puedo escribir cualquier cosa. El telescopio de Vega tan sólo debe fotografiar la fachada del edificio y luego, con calma, conociendo el código, descifrar el mensaje. Esto es un código. Puedo actuar a mi antojo, usando cualquier unidad que sea segmentable, es decir, que al menos pueda asumir dos estados. El medio que empleo no tiene importancia, ¿está claro, no? Puedo transmitir exactamente el mismo mensaje plantando alternadamente rosas rojas o blancas en un parque público, puedo organizar conciertos en un estadio ciertos días, de modo que la multitud y el vacío sean mi 0-1 Puedo cultivar campos de trigo o de trébol en Kansas según ciertas secuencias. En fin, cualquier medio.

– Pero esto sólo es un código. Una computadora ...

– Una computadora los combina según ciertas reglas. Suponga ahora que en lugar de ser un espía de Vega, yo sea quien soy, es decir un informático loco, con algunos millones de dólares de más, y que quiera divertirme en forma didáctica. Bien, frente a mi edificio de oficinas hay otros dos rascacielos, desde los cuales pueden verse bien todas las ventanas. En cada rascacielos hay un portero. Ambos porteros saben que deben vigilar la primera ventana de arriba a la izquierda. El primero debe actuar cuando está encendida; el segundo, cuando está apagada. El primero, cuando la ventana está encendida, debe contar todas las ventanas de cada fila y sumarlas entre sí, y luego debe encender las ventanas de su edificio según un cierto orden. El segundo, cuando la primera ventana está apagada, debe hacer lo contrario, es decir, restarlas. Incluso podemos simplificar la operación, para no darles tanto trabajo a los dos porteros, pero el ejemplo es bueno lo mismo. Si pensamos que tenemos una serie inmensa de rascacielos y de porteros, podemos imaginar que Manhattan fuera una computadora. Y no estamos limitados a los porteros y a los rascacielos. Podemos ser más exóticos y sustituir los rascacielos por una hilera de cestas de aceitunas negras o verdes sobre el puesto de un comerciante del Souk de Marrakesh, y los porteros, por un ama de casa que compra todas las aceitunas de un color; podemos usar cualquier serie de fenómenos distinguibles según ciertos rasgos presentes/ausentes que podemos controlar. Una computadora es sólo lógica, no depende de ningún tipo de sustancia. Si está hecha de silicio e impulsos eléctricos es sólo porque los porteros y las amas de casa árabes no pueden ejecutar un millón de operaciones por segundo. Cualquier tipo de fenómeno puede ser empleado para construir una computadora. En el MIT existe una computadora hecha de madera y de bolitas de vidrio. Si contamos con un algoritmo válido y con la posibilidad de que ciertas acciones sean ejecutadas de un modo perfectamente controlable, un solo disquete puede bastar para rehacer a Asia de cabo a rabo. Como en una caza del tesoro: memoria tras memoria, chip tras chip. Quizá sea un poco más incómoda, o un poco más lenta. Pero su principio es de autogeneración recursiva. En teoría, la extensión de la memoria no tiene nada que ver con la complejidad.

Se estaba poniendo frío. El desierto estaba oscuro, las estrellas brillaban como si entre nosotros y el cielo no hubiera aire sino sólo el vacío cristalino de la noche. Más allá de la cresta negra de las montañas un halo de luz hacía adivinar metrópolis lejanas.

Se hizo un largo instante de silencio.

– Este es el fin de la informática. – dije.

Labscher rió: – No sea catastrófico. También es su triunfo. El triunfo y el fin siempre coinciden. Sólo una décima parte de lo que había llegado a ser Asia hubiera tenido valor comercial y hubiera bastado para que se volviera millonario cualquiera que la hubiera explotado. Pero Payton quería el limpiaparabrisas para comprarse la mansión frente al mar, y jugó sucio. Es un poco como en las fábulas. Y se quedó sin nada.

Susan había estado silenciosa largo rato, ahora su espíritu volvía a ella desde el desierto. Y habló:

– Entonces toda la naturaleza podría ser vista como una inmensa computadora que desarrolla su espiral primaria.

Labscher se volvió hacia ella: – Exactamente. Sólo que nosotros no conocemos su código. Intentamos descubrirlo. Pero mira, yo creo que incluso nosotros formamos parte del programa y que el hecho de que nos demos cuenta de ello es una consecuencia del programa mismo.

– Es por eso que te fuiste. – Era una afirmación llena de vibraciones. Me sentí como en el cine y esperé las vibraciones de respuesta en la voz de Labscher. Las hubo, pero de otra longitud de onda.

– Claro – dijo – en las universidades, en los laboratorios, siempre hay algún Payton. Y si no hay uno, es peor, porque no funcionan. No pueden tener como objetivo a sí mismas. Necesitan un Payton para hacerlas funcionar. Pero yo me sentí cansado. No soy de silicio, yo, soy a base de carbono. A veces por la noche miro las estrellas y pienso qué puede estar escrito en ellas.

– También lo hacían los babilonios – dije. No fue una frase feliz, no sé por qué.

– Ahora basta – dijo Labscher – Espero haber sido exhaustivo, mister Ravelli. ¿Lo he sido?

Asentí. – Lo que quería saber lo he sabido. Empiezo a tener una idea. – Extendí los brazos – Sabe, ni siquiera yo puedo tenerme sólo a mí mismo como objetivo. – Rió: – Ahora cenemos, después vamos a esa fiesta. Hay gente interesante, música y vino. ¿Están de acuerdo?

En aquel momento Penny emergió de repente en la terraza: – Ged, ¿dónde te habías metido? ¿No crees que ya es hora de preparar la cena para tus huéspedes?

Nos encaminamos todos a la cocina. Pensé que ésta era la idea más inteligente de la tarde y bajé contento las escaleras. 

 

Después de una cena a base de bistecs a la parrilla, Labscher nos cargó en el viejo Dodge y se dirigió a alguna parte en el desierto, por una pista terrible.

Llegamos a otro ranch: todas las luces estaban encendidas y la fiesta había empezado. Nos presentaron a mucha gente cuyo nombre ahora no recuerdo. Bebimos y charlamos y al final volvimos a casa. Susan había estado en silencio la mayor parte del tiempo, sorbiendo vino tinto.

Durante el regreso, los cuatro estábamos borrachos, y Penny contaba historias de cuando estudiaba en New York.

Ya en casa, nos fuimos a dormir. Cada uno tenía su cuarto. Apenas había entrado en el mío y me estaba desabrochando la camisa frente al espejo, hablando solo como suelo hacer cuando estoy borracho, cuando golpearon a la puerta y entró Susan.

– ¿Qué tal? – le pregunté. 

– Hola – dijo, sentándose sobre la cama.

– Hermosa fiesta ... – observé – lo pasan bien por aquí. – Me detuve en el segundo botón y me senté sobre la cama, frente a Susan. Tomé el tabaco de la mesita de luz y empecé a armarme un cigarrillo.

– Es extraordinario – dijo ella – has logrado hacer hablar al oso. Y tanto ...

– Por lo que parece, recibimos una lección completa de AI. ¿No es siempre así?

– ¿Así? No, de ningún modo. La última vez me habló sólo de sus cabras. Se ve que lo inspiras. O quizás estaba contento por el bochorno de Payton.

– O por la muchachita. ¿Qué piensas de ella? No me pareciste demasiado entusiasta cuando la viste.

Movió la cabeza: – Jamás he comprendido a este hombre. Cada tanto se embarca en absurdas relaciones con jovencitas que podrían ser sus hijas, que dicho sea de paso, tiene y que son más grandes.

– ¿Estuviste con él?, quiero decir ...

– Sí, hace muchos años. Poco después de conocerlo. Después se acabó. En aquel tiempo todavía estaba casado y se armaron líos. Nunca lo he llegado a comprender. Y sin embargo es una persona de una inteligencia extraordinaria. Tal vez tú lo entiendas porque también eres hombre.

– Ser de una inteligencia extraordinaria no siempre ayuda en la vida – dije, tratando de no pensar que estaba borracho. – Pero quizá Labscher lo es tanto que de todos modos ha logrado hacer un buen trabajo. ¿Todavía estás enamorada de él?

– No, no es la palabra exacta. Pero me queda esa imposibilidad de explicar que siempre queda cuando una historia se interrumpe sin que uno lo quiera, y uno piensa cómo habría sido si ...

También ella había bebido bastante.

– Bueno, ¿y viniste a contarme esto? No se va de noche a la habitación de un borracho para contarle las propias historias.

– ¿Puedo dormir aquí? ¿Te sientes de segunda mano?

Me rasqué la cabeza. – No tengo esos problemas. Bienvenida.

Me sacó el cigarrillo de la mano y nos besamos.

No fue precisamente la perfección, pero fue como me lo esperaba. Quizá justamente por eso.

 

El viaje de regreso fue tranquilo. No hablamos mucho, Susan durmió durante buena parte del trayecto, con una expresión tranquila en el rostro. Me sentía seguro y protector. La radio cumplía con su deber tocando buen jazz. La carretera rodaba bajo las ruedas. Hacia las tres de la tarde llegamos al campus. Acompañé a Susan a su casa.

– Espero tu llamada. Encontrar a la gente debería ser tu oficio – me dijo saludándome.

Asentí, con las manos sobre el volante. – Te llamaré. Pero no te quedes mirando el teléfono.

– No, no, me parece mejor mirar la TV – dijo con un timbre de voz especial.

Sonreí, la besé y me alejé.

Me hice una lista de cosas para hacer.

 

El negocio de computadoras era el más grande de la pequeña ciudad. Pregunté por el encargado. Me acompañaron a una oficina pequeña en la que zumbaba el aire acondicionado. Un hombre de color, muy alto, estaba sentado detrás del escritorio. Me presenté.

Se mostró interesado. La gente del sector siempre está muy interesada en nuestras investigaciones.

– ¿Y está aquí por cuestiones de trabajo?

– Efectivamente. Que quede entre nosotros, pero ha habido un robo de software en el college. Y estoy sobre la pista de un posible culpable. Tal vez usted pueda ayudarme.

Entrelazó los dedos sobre el regazo: – Con gusto, si está dentro de mis posibilidades.

– Creo que sí. Un tal Pablo González debería haber comprado aquí una computadora IBM y algunos accesorios, no más allá de la semana pasada.

Asintió. – Sí, lo recuerdo. Un joven mexicano, delgado, con bigotes.

 – Justamente. ¿Recuerda qué compró?

– Oh, en seguida le digo. – Maniobró con la computadora, cargó el archivo de las ventas y sacó la factura. – Como usted ha dicho, compró un personal computer IBM con un hard disk de 40 mega, una expansión de memoria, una caja de 150 disquetes, un modem y algunos programas más bien raros, entre ellos una versión de lisp que tuvimos que encargar a la ciudad.

– ¿Algo le llamó la atención?, quiero decir, ¿era un cliente normal?

– Bueno, lo que me llamó la atención fue que parecía completamente ignorante de computadoras, tanto que le pregunté si compraba la máquina para él o para alguna otra persona. Quiero decir, usted sabe bien que el lisp no es un lenguaje para principiantes, y que alguien que usa el lisp debería saber qué es una expansión, un file random, etc. Y aparentemente él no sabía nada. Por eso le pregunté si lo que compraba era para otro y él pareció irritarse, y me dijo: “Yo pago, ¿no es suficiente?” Entonces no le pregunté nada más. Cuando llegó el lisp, lo llamé por teléfono y vino a retirar todo. Fue el 20, el viernes pasado. Pagó con un cheque y se fue. ¿Habrá dificultades para cobrarlo?

Sacudí la cabeza. – No sé. Ese no es mi problema. Pero sus informaciones me resultan muy útiles. Dijo que compró también un modem, ¿no?

– Sí. Un modem, el que más vende la IBM, normal.

– Mmmm. Bien. No tengo más preguntas.

 

Una vez afuera, subí al coche y fui hasta la agencia de viajes del campus. Estaba cansado, pero por primera vez desde el comienzo de esta historia, la pista parecía tibia y no quería perderla.

En la agencia de viajes del campus no sabían nada. No habían vendido ningún billete a ningún González. Además, habían anulado varios viajes a México, a causa del terremoto.

Me detuve a tomar un café.

Me daba cuenta de que sólo un detective de tercera categoría puede pensar que un fulano que ha robado algo haya escapado exactamente al lugar adonde dijo que iba. El terremoto podía haber sido una excusa excelente para dejar el trabajo y a la novia sin despertar sospechas. González, si tenía algo que ver con la desaparición de Asia, no estaba ciertamente en México. Pero a veces hay que aceptar la categoría a que uno pertenece y confiar en la suerte, que nos dirige como el más grande de los novelistas.

En cambio, en la tercera agencia me fue bien. No esperaba otra cosa.

González había comprado un billete para México, a su nombre, el día del robo, el 21, para el día siguiente, el domingo. Una historia como ésa todavía no bastaba para hacerme tomar un avión a México. Pero ahora la pista era estimulante. Tenía que seguir averiguando.

Di las gracias y me fui a buscar a la chica.

La chica de González, naturalmente.

 

Esta vez la encontré en el apartamento de encima del bar. Era una muchacha esbelta, morena, muy bonita. Salió de la habitación con una corta bata blanca y el pelo mojado. Me extendió una mano bronceada y menuda. Sus ojos grandes y oscuros estaban preocupados, pero no asustados.

– ¿Usted es amigo de Pablo?

– Sí, en cierto sentido. Hacíamos negocios juntos. 

– ¿Qué tipo de negocios? – me preguntó, un poco severa.

– Oh, cosas normales. Estábamos trabajando con computadoras, en realidad, teníamos pensado comprar una computadora. Pero no lo he vuelto a ver.

– Se fue a México. Toda su familia vivía en Mexico City, y hubo un terremoto, ¿ya lo sabe, no?, y él tuvo miedo, no pudo ponerse en contacto con ellos.

– Sé que quería ir para allá, eso me lo había dicho. Pero ahora quisiera ponerme en contacto con él, me dijo que usted podría darme su paradero.

La chica se levantó y tomó una botella de agua fresca de la nevera. Acepté un vaso, el viaje me había dado un poco de sed. La tarde era calurosa. En la casa de encima del bar no había aire acondicionado.

– Lamentablemente no me ha dejado ninguna dirección. Dijo que no sabía dónde se alojaría porque no sabía si la casa de su familia estaba todavía en pie. Y en todo caso no se puede telefonear a México, todo está interrumpido: la televisión ha mostrado cosas horribles. Antes de partir me dijo que sería él quien daría señales de vida. 

Buscó los cigarrillos. No estaban. Llamó a la hermana, se puso de pie y fue a buscarlos al dormitorio, pidiéndome disculpas. Escuché que hablaban en español. Le preguntó a la hermana qué le había preguntado yo cuando vine la vez anterior. Volvió con el cigarrillo encendido.

– Pablo es un buen muchacho – me dijo cuando estuvo sentada – aun cuando a veces se perdía detrás de algún sueño. Si perdió dinero en los caballos y lo busca por eso, dígamelo. Si podemos hacer algo, lo haremos.

– No, no es por eso. Es como le digo. Jugábamos juntos a los caballos, de vez en cuando, y en realidad queríamos la computadora para probar ciertos programas para hacer pronósticos, pero no me debe dinero. Al contrario, últimamente ganaba ... que yo sepa.La muchacha dejo escapar una nubecilla de humo, sin soplar, la dejó suspendida entre yo y ella.

– Ya sé. Había ganado una linda sumita. Nada de especial, pero estaba muy contento. No quisiera que se le haya subido a la cabeza o que haya hecho algo desmedido. No es de los duros, pero yo lo quiero lo mismo.

Sacudí la cabeza: – Le aseguro que no pasa nada grave con Pablo. Sólo soy un socio suyo.

– Nunca me ha hablado de usted – me dijo mirándome a la cara – ¿por qué?

– No sé, quizá no quería que supiera que estaba en sociedad con alguien.

– Dígame al menos su nombre.

– Me llamo John Ravel, ¿de verdad nunca escuchó este nombre?

Reclinó la cabeza sobre un hombro: – No, le aseguro.

Era bonita, pero yo me estaba colocando en una posición un poco difícil. En general, me doy cuenta cuándo es hora de cambiar de aire.

– Bueno, siendo así, creo que me voy a ir. – Me levanté.

Le extendí la mano. La estrechó apresuradamente.

– Hasta pronto.

– Hasta pronto.

Salí de la casa y cerré la puerta a mi espalda. Bajé la escalera de madera y subí al coche. Lo puse en marcha y lentamente di vuelta a la manzana. Estacioné detrás de la casa y bajé del auto.

Di vuelta a la esquina a pie y entré en el bar. Pedí una cerveza y me senté a una mesita, en un rincón un poco apartado, pero desde el que se veía la calle.

Rosa salió a los diez minutos.

Atravesó la calle caminando de prisa y dobló hacia la izquierda.

Salí dejando la cerveza sin terminar y la seguí.

No había mucha gente en la calle: no la podía seguir de cerca.

Tratando de caminar rápido, me fui por la paralela a la calle que ella recorría y en cada lateral la esperaba para ver si pasaba. Si hubiera doblado la esquina la hubiera visto recorrer la calle transversal a lo largo. Si hubiera entrado en algún edificio hubiera tenido que adivinar en cuál.

A la tercera calle no la vi más.

Volví a la calle que estaba recorriendo antes de perderla de vista. Había una oficina de correos. Estaba adentro. Estaba escribiendo algo. Entré, tratando de pasar desapercibido, y conseguí arrancarle de la mano el papel mientras se aprestaba a copiarlo en el formulario del telegrama. Se sobresaltó y me miró con odio: – ¿Qué quiere? – silbó – ¿es de la policía, no? ¿Qué ha hecho Pablo?

Tuve tiempo de echarle un vistazo al papel: era la dirección de un hotel en Mexico City. Después tuve que sustraerlo a sus manos, que intentaban recuperarlo. Era intrépida.

– No, no soy de la policía, sólo quiero saber dónde está Pablo.

– No tiene derecho.

– Mejor así, porque si fuera de la policía debería denunciarlo.

Se alejó de la ventanilla y se sentó en un banco. Me senté a su lado.

Estaba preocupada y enfadada: – Supongo que no querrá devolverme el papel. Dígame entonces al menos qué ha hecho, de qué lo acusan.

– Aquí no. Vayamos a otro lado.

Salimos y atravesamos la calle, hasta un bar. Nos sentamos y pedimos de beber; yo tomé una cerveza, ella un té frío.

– ¿Entonces? – me preguntó, mirándome – ¿se puede saber con qué derecho usted me sigue y me roba un documento?

– Se sospecha que Pablo ha robado software del departamento de Computer Science, algo de gran valor.

– ¿Soft qué?

– Software. Programas de computadora.

– Ah, claro por eso lo de la computadora ... y usted lo está buscando.

– Sí. Mientras sea yo quien lo encuentre, no corre riesgo. No tengo la intención de denunciarlo, sólo de hacerle restituir lo que ha robado. Nosotros no somos verdaderos policías, trabajamos para compañías de indagación informática, no somos lo que se dice malos. Pero si yo no logro encontrarlo, deberá buscarlo la policía. Y será peor.

Rosa bebió un sorbo de té. – ¿Y por qué tendría que creerle?

– Porque es verdad – le dije tratando de mirarla en los ojos con mi expresión más sincera. Pero no me creyó, naturalmente.

– Podría tener otra copia de la dirección y hacer otro telegrama.

– Pero no la tiene. Esta no es una caligrafía femenina, y no hubiera usado el original si ya la hubiera copiado. Le juro, incluso puedo dejarle ver mi documento ... – y diciendo esto se lo mostré. – Y además, en estos días no llega nada a Mexico City.

Me miró con tristeza: – Pablo no es un criminal, nunca le ha hecho daño a nadie. Esta vez créame usted.

– Pero si le creo. Sólo que éste es mi oficio. Pero también usted debe creerme, tampoco yo quiero hacerle daño. Nosotros no somos policías y nuestros clientes no quieren publicidad. Pablo no tiene por qué afligirse, si está en México, nadie irá a buscarlo. Pero debe devolver lo que se ha llevado. Es algo que jamás logrará vender, pero que aquí tiene un valor inmenso.

Se cubrió la cara con las manos. Lloraba.

– No se ponga así. Le juro que trataré de ayudarlo por todos los medios.

Volvió a alzar la cabeza. Los ojos oscuros estaban brillantes: – Está bien, está bien. No es nada. Es que ... él, mire, sé que todas las mujeres le contarán la historia de siempre, pero no es mal chico. Sólo que sueña siempre, y decía que tenía ese amigo importante, que lo iba a ayudar a abrirse camino en la vida, que estaba seguro de él. De verdad parecía que le iba bien en todo, decía que hasta las ganancias en los caballos eran mérito de ese amigo del college.

Estaba por decirle que, aun cuando la historia era la de siempre, no todos los intérpretes tenían esos ojos, pero no lo dije. En cambio, le pregunté:

– ¿Y qué otra cosa le decía de ese amigo?

– Oh, no mucho. Lo veía tarde, por la noche, cuando estaba de turno en la limpieza. Decía que estaba en el departamento de Computer Science. Yo estaba celosa y al principio no le creía; creía que tenía otra mujer, y lo seguí, pero de veras que iba al departamento de Computer Science, lo vi entrar allí. Si hubiera pensado que robaba ... – volvió a cubrirse el rostro.

Le toqué un brazo: – No lo tome así ...

– Era ... era tan ingenuo ... vaya a saber en qué lío se metió ...

– No es grave, se lo digo sinceramente.

Volvió a mirarme: – Si usted dice la verdad, debe ayudarlo realmente. Quiero creerle.

– Ahora dígame todo lo que sabe de esta historia.

– Se lo he dicho ...

– ¿Cuándo empezó a verse con este amigo?

– Oh, no hace mucho. Más un menos un mes. Dijo que era un amigo del departamento de computación. Yo lo embromaba, le decía que alguien del college jamás habría tenido un amigo como él, uno de la limpieza, pero él decía que este amigo era especial y que se interesaba por él, y se reía con sorna. Me hacía rabiar cuando se andaba con secretos.

– ¿Y qué más le decía de este amigo?

– Eh, que nunca salía del departamento, eso me dijo, y yo me burlaba: “¿Cómo es posible, le decía, que nunca salga de ahí adentro? ¿No estará prisionero?” Pero él sonreía para sí y no decía nada. Sé que le llevaba periódicos mexicanos. También le llevó diarios de la oposición y textos de crítica al gobierno. Pero no era comunista, ¡se lo juro!

Saqué tabaco: – No es éste el problema. ¿Quiere uno? Yo se lo armo.

– Oh, gracias, dejé los míos en casa...

– Y ... dice que llevaba periódicos al laboratorio.

– Sí. Yo, sabe, a menudo dormíamos juntos y él se iba a trabajar de noche y se llevaba todos esos periódicos y a la mañana los volvía a traer. Y yo le decía, cuando volvía y tomábamos el desayuno: “¿Tu amigo se leyó todo eso en estas horas?”, y él: “Sí, verdaderamente es muy rápido para leer, el tipo más rápido que yo he visto en mi vida.” Y hacía su sonrisita. Pero ¿quién era ése? ¿No le habrá hecho daño a alguien?

– Mmm. No. En absoluto. Oiga, ¿esta es la única dirección que tiene? ¿está segura?

– Sí. No tengo la dirección de sus padres. Dijo que él se pondría en contacto conmigo y que si mientras tanto sucedía algo importante debía buscarlo en esta dirección. Pero los teléfonos no funcionan y ahora probaba con un telegrama. Él no se ha comunicado conmigo.

Me levanté. – Bien, se lo agradezco. También yo la llamaré pronto, espero que con buenas noticias, y no se preocupe, resolveremos todo. La cosa, se lo repito, no es grave.

Salimos del bar y la dejé en la acera, graciosa muchacha morena, un vestido azul, zapatos blancos, ojos brillantes.

 

Desde la primera cabina llamé a Payton: – Tengo una pista – le dije.

– Ah, era hora. ¿Y adónde lleva?

– Mexico City.

– ¿Mexico City? ¿Y quién ha sido? ¿Llamó a la policía?

– No. No corre prisa. En todo caso Labscher me ha confirmado que lo que fue robado tiene un valor comercial muy escaso, ya que difícilmente alguien lo podrá usar.

– Oh, sí, pero además de las desventajas de los otros están nuestros perjuicios, que son terribles. Usted debe encontrar a Asia sana y salva.

– Entonces voy para allá, a México.

– Vaya. ¿Pero se puede saber qué pasó?

– No. Prefiero no decir nada. Pero si voy, tengo mis razones. Sólo que allá debe haber una discreta confusión y no sé qué clase de trabajo lograré hacer. Espero que marche.

– No se preocupe, si tiene una pista, sígala hasta el fin del mundo. No se preocupe. ¿Le ha avisado a Coleman?

– No, estoy por hacerlo.

– Bien, ¿cuándo piensa partir?

– Apenas pueda. Apenas esté listo voy a San Francisco y tomo el primer avión.

– Bueno, entonces, hasta pronto. Por favor, manténganos informados.

– No dejaré de hacerlo.

La siguiente llamada fue para Coleman.

Le conté las mismas cosas.

– ¿Piensas que éste se ha llevado grabada la espiral primaria hasta Mexico City?

– No, John, pienso que Asia debe haber organizado su fuga con la complicidad de ese González y que ahora debe estar en Mexico City. Esperemos que se quede allí. Por otra parte, en este momento no es una ciudad a la que se va para poder seguir el vuelo hacia otros lugares. Y Asia lo sabía. Últimamente había leído los periódicos.

– Entonces, ¿te convenció mi teoría?

– Sí, fue Labscher quien me convenció. Me pregunto qué quiere hacer Asia en Mexico City.

– No lo puedes saber hasta que no la encuentres. Puede ser que se haya enamorado de alguien.

– ¿Por qué no? No es imposible. Era lo único que faltaba.

– Bueno, quizá no éramos muy atrayentes. Es comprensible.

– No, John, nunca es comprensible cuando prefieren a otros, no puede serlo.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que digo, siempre lo que digo. Creo que partiré pronto para San Francisco.

– OK, manténme al tanto.

– Lo haré, adiós.

– Adiós.

– Ah, oye John...

– Dime.

– En tu opinión, si Asia se hubiera puesto a jugar a los caballos ¿hubiera tenido éxito?

– ¿Por qué me lo preguntas?

– Porque quiero saberlo.

– Bueno, creo que sí. Las carreras de caballos están entre los fenómenos más previsibles aun para un sistema normal, es uno de los juegos de azar en que la computadora tiene mayor porcentaje de éxito. Creo que Asia podría ganar casi siempre. Quizá no sumas elevadas, pero con mucha frecuencia.

– Gracias, John, adiós.

Telefoneé a la CSCW y les pedí que me reservaran un billete para Mexico City. Después pedí que me pasaran al jefe:

– Giovanni, nunca se te encuentra. Nunca estás, en ese hotel. Me pregunto si no nos das paraderos falsos, a veces.

– Estaba trabajando, Mike, había salido.

– ¿Cómo va el asunto?

– Es complicado. Ese Payton que te llamó ...

– ¿Cómo lo sabes? ¿Entonces te encontró?

– No, me lo imaginé. Como te decía, ese Payton que te llamó está muy preocupado por su software, un software muy especial, muy importante, pero no creo que logremos recuperarlo intacto, será muy difícil. Estáte preparado a polémicas interminables. Yo hago las cosas lo mejor que puedo.

– Haz lo que puedas y no te preocupes.

– OK, muy delicado de tu parte, Mike.

– Es lo menos que puedo hacer por ti, viejo. Sé que tus capacidades son limitadas.

– Gracias querido, adiós.

– Adiós.

Salí de la cabina. Volvía a caer la noche y no había tenido tiempo de descansar un momento. “Es lo bueno del trabajo – me dije – esto es lo que no da una droga fuerte.”

Me dirigí a mi suntuoso apartamento del hotel Ramona, sintiendo de antemano el placer de una ducha y de un paseo en coche hasta el mar.

 

 

 

La isla

Es de noche. Mientras el avión de Areoméxico comienza el descenso hacia el altiplano trato de refrescar mentalmente mi castellano. Tendré que hablarlo y entenderlo, allá abajo, en esa desmesurada metrópoli, la ciudad más grande del planeta. Dicen que tiene treinta y cinco millones de personas, pero hace ya tiempo que nadie las cuenta.

El avión baja ladeándose para alinearse con la pista de aterrizaje. De la ventanilla se ven grandes hogueras y columnas de humo. Las instalaciones de gas han sido dañadas por el terremoto y se han incendiado. Es extraño ver Mexico City desde arriba: en general está cubierta de una nube de smog. Pero desde el día de la catástrofe, en que se detuvieron el tráfico y las fábricas, la nube se ha deshecho. Sin embargo, se ven pocas luces: la corriente eléctrica ha sido conectada de nuevo hace unas horas y en pocos barrios.

Todos los que no están sentados del lado de la ventanilla tratan de atisbar sobre los hombros de los vecinos. Hay muchos periodistas, e inmigrantes que van a buscar a sus parientes. Una vieja, dos asientos más lejos, está sentada en silencio, sin preocuparse por mirar por la ventanilla. El avión termina su escalinata de aire y las ruedas rebotan sobre la pista, la trompa se baja, los frenos reprimen la carrera.

Cuando se detiene, los pasajeros se levantan esperando con impaciencia la apertura de las puertas. El aire de la tarde entra fresco y enrarecido. Estamos arriba, en el centro de un inmenso altiplano. Hay un leve olor a quemado, pero es el de los aeropuertos.

Los trámites de la aduana son rápidos, y al poco tiempo puedo buscarme un taxi. Le muestro al taxista el papelito en el que he escrito la dirección del hotel; me mira con aire extraño y sacude la cabeza: – No lo puedo llevar ahí, señor. Es en el barrio Tepito, los soldados han cercado todo, todo se ha derrumbado.

Trato de insistir. Un americano se me acerca: – No logrará ir a Tepito, y no hay muchas probabilidades de que su hotel siga en pie. Déjeme darle un consejo, he estado aquí muchas veces, si quiere podemos ir a mi hotel. Sé con seguridad que está abierto, he logrado recibir un telex antes de salir.

Acepto. El taxista nos carga los bultos en el baúl. El americano se llama Edwin Myer, y es de un periódico californiano.

La calle está atascada de un modo inextricable. Nos movemos a paso de hombre. Filas de personas caminan a los lados, llevando paquetes, valijas y todo tipo de objetos.

El taxista tiene la radio encendida. Se alternan música y noticias. En su mayoría son mensajes de sobrevivientes que tratan de tranquilizar a los familiares o llamados para tener noticias de personas desaparecidas.

Myer trata de charlar con el taxista, con un tono de buen periodista.

– Es una catástrofe, señor – dice el chofer – todavía hay chicos vivos bajo los escombros del hospital. Hoy han encontrado a un chico de diez días, diez días, señor. Vivo: el recién nacido es más fuerte que un hombre porque tiene que vivir toda la vida. – Señala a la muchedumbre que hormiguea a los lados de la calle. – Todos se buscan, ninguno sabe si sus propios familiares están vivos.

Myer le pregunta si ha visto el terremoto: – Lo vi, señor, era como si las calles fueran de agua, se movían como las olas, y las casas caían como castillos de cartas.

– ¿Y qué está haciendo el gobierno?

– Ah, hay soldados por todas partes, pero tienen que estar atentos, hay bandas, gentes de las barracas, que hacen redadas. Pero hay orden, si los atrapan, de fusilarlos.

Tardamos una hora en llegar al centro. Es aquí donde se han producido los daños más grandes, aparentemente, y el atasco se vuelve inhumano. Las sirenas de las ambulancias y de los militares cortan el aire pidiendo un espacio imposible, y la muchedumbre omnipresente desfila sin parar, como un río.

Llegamos a un puesto de control, Myer muestra sus credenciales a los soldados, nos dejan pasar.

Hay una atmósfera de fiesta y de pesadilla.

Vemos los primeros despojos.

Hay inmuebles derrumbados como cajas de cartón podrido.

Hay montañas de ruinas iluminadas por faros, con excavadoras que las muerden por el costado y por encima de esas personas que están hurgando dentro. Soldados por todos lados, armados, controlan y dan órdenes.

Señoras que lloran, técnicos extranjeros en mono y cascos con reflector, perros de avalancha con sus acompañantes, hombres sudados y cubiertos de polvo.

Al fin llegamos al hotel.

De afuera parece sólido. Myer me asegura que es uno de los edificios que mejor ha resistido a la catástrofe. El inmueble de al lado de nuestro hotel ha quedado reducido a un montón de tierra.

– En teoría todos estos edificios habrían debido ser antisísmicos – me explica Myer, – pero no todos los construían según las normas, es por eso que éste está en pie y el otro está derrumbado. Éste fue construido por una compañía americana.

– God bless America – digo yo.

Media hora más tarde estoy en mi habitación. Nos han advertido que no hay que beber agua de los grifos porque ha habido infiltraciones en el acueducto. Nos traen agua tibia. La corriente eléctrica es todavía intermitente, y tenemos vela en cada rincón de la pieza. 

Trato de abrir el grifo. Escupe un poco de líquido herrumbroso, con un ruido ronco, luego se deteniene.

Cansado y sudoroso, me siento sucio y me tiendo sobre la cama. Poco después se apaga la luz eléctrica.

Afuera se oye el continuo ulular de las sirenas, el azorado correr de la gente, el estruendo de las excavadoras, los gritos, los llantos.

Me siento confuso, tal vez sea el cansancio. El trabajo que aquí me espera no es fácil.

He llevado una radio a pilas y la enciendo.

El español que entiendo me alcanza para seguir mal que bien la crónica.

La descripción de la situación en las diversas partes de la ciudad es una lista continua de devastaciones. Barrios enteros se han salvado, pero otros han quedado destruidos. Por otra parte, ésta no es una ciudad, es una región. El centro, la Zona Rosa, los barrios entre Avenida Juárez y el « Zócalo » son los más afectados. Contenían los edificios más altos y pretenciosos. Pero también el Tepito, donde se encuentra el hotel indicado por Pablo a Rosa, ha quedado muy dañado.

Ahora mi investigación ya no me parece tan importante. Ya no consigo verme en el centro de los acontecimientos. Siempre me pasa lo mismo en el tercer mundo: todos nuestros asuntos se me aparecen como juegos, cosas poco serias. Además, aquí ha habido también esta tragedia.

Debería levantarme y tratar de inmiscuirme en ese caos, entre los escombros, los soldados armados, los cadáveres, los salteadores y las madres en lágrimas, para buscar los datos que le impiden al decano Payton  ser millonario. Sí ya sé, habla la voz del deber, pero traten de entenderme, no tenía muchas ganas.

Me armo un cigarrillo. Lo enciendo y trato de buscar un poco de luz mental, ya que la eléctrica todavía no ha vuelto.

– Mañana – me digo – mañana.

Pero al acabar el cigarrillo siento hambre, y me doy cuenta de que me estoy olvidando de comer desde hace muchas horas.

Bajo al hall.

Myer está comiendo un sandwich y tomando una coca–cola, y le queda otro sandwich en el plato.

Su presencia es consoladora. Su rostro americano y sus carrillos americanos que mastican seguros me apaciguan.

Me sonríe: – En la cocina hay sandwiches. Y coca tibia. Es todo lo que pueden hacer, sin corriente eléctrica.

Sigo la sugerencia de Myer y me busco dos sandwiches y una cerveza, tibia.

Me siento frente a él y como.

La comida me vuelve a la realidad. La realidad está hecha de exigencias materiales: comer, respirar, dormir. Esos son los pilares del mundo: su búsqueda hace construir el mundo, su ausencia lo corroe, su renuncia lo disuelve.

Después de la cena le pido consejos a Myer sobre cómo desplazarme: – Si quiere – me dice – nos damos una vuelta juntos. Si no tiene compromisos precisos.

– No. Voy con usted. No conozco la ciudad. Sólo sé que debo ir a ese barrio y no sé cómo llegar. Pero pienso que es mejor intentarlo mañana.

– Claro. También yo quiero ir, pero es una zona pobre, y es mejor hacerlo a la luz del día. Mañana por la mañana lo acompaño con gusto.

 

Poco después estamos en la calle. A pie. Recorrimos muchas millas aquella noche.

En la Avenida Juárez, toda una manzana está quemada. Los escombros todavía echan humo. Hay soldados. Hay también gente normal que ayuda en las operaciones de socorro. Hay jóvenes delgadísimos, con bandas en la frente, cavando con las manos entre las ruinas.

Asistimos al salvamento de un chico de bajo los escombros de un inmueble. No sé cuánto tiempo llevamos esperando. Los excavadores gritan, la gente espera. Hay que remover un obstáculo pesado, hace falta una máquina, alguien va a buscarla. Pasa mucho tiempo. Llega una grúa. Atan un cable de acero a un pilón derrumbado. Lentamente remueven el pilón de cemento y los hombres bajan a excavar. Luego, de golpe, un grito más fuerte, un hombre que había desaparecido en el agujero emerge con un bulto gris en los brazos. Grita, una mujer llora. No es la madre, nos dicen, la madre murió junto al niño, el niño estaba bajo el cadáver. Es el octavo día después del terremoto.

En algunos lugares los cadáveres están alineados sobre el asfalto. El olor no es de los mejores. La gente se cubre la boca con pañuelos. Muchos pasan y levantan con la mano la punta de una sábana, tratando de reconocer a alguien. Siempre se van desilusionados.

Más tarde hablamos con jóvenes, estudiantes universitarios.

La universidad autónoma ha quedado destruida – nos dicen– pero las barracas que rodean la ciudad, donde viven por millones los más pobres, están intactas, porque las barracas no se derrumban. Myer les pregunta qué está haciendo el gobierno. – El gobierno trata de mantener el orden – nos dice uno de ellos, Alonso – pero es la gente normal, son los ciudadanos, los voluntarios, incluso las bandas de delincuentes, los que se rompen las uñas entre los escombros. Los servicios estatales no son muy útiles, pero hay iniciativas espontáneas, como ese número de teléfono, el 2742, que han ido difundiendo desde hace dos días, y que responde a todos los llamados, y llega a dar noticias, y hay una radio, una radio nueva, con ese mismo nombre, que está suscitando una polémica sobre por qué todos los auxilios, aún los llegados del extranjero, han sido mandados al centro, alrededor de los palacios del gobierno y los apartamentos de los ricos, y ninguno está trabajando en el Tepito, ni en Tlatelolco, en los barrios más pobres.

Anduvimos dando vueltas hasta bien entrada la noche. Encontramos técnicos de todas partes del mundo: franceses con casco de acero reluciente como los yelmos de los conquistadores, italianos con perros de avalancha, americanos, alemanes, incluso árabes de la medialuna roja.

Cuando volvemos al hotel estamos cansados.

Myer me dice que tratará de encontrar un teléfono o un telex para la edición de la tarde. Que al día siguiente vamos a ir a Tepito.

Subo a mi cuarto. Antes de irme a la cama me fumo un cigarrillo. Con cansancio, abro la ventana: probablemente no ha sido abierta desde hace años. ¿Para qué sirve, por otra parte, hacer salir el aire respirable? Finalmente cede, removiendo tierra incrustada. La ventana da sobre un patio. El patio está oscuro y vacío, rodeado de muros. Tiendo el diario sobre el alféizar sucio y me apoyo para fumar. Abajo se enciende una luz. Es un faro alógeno, está en un rincón. De un lado del patio hay un canasto de basket, fijado a la pared. Entra un chico en el patio. Es un dependiente del hotel, ni siquiera se ha sacado el delantal de cocina. Es joven. Tiene un balón. Lo hace rebotar, el ruido hace eco entre los muros: tum, tum, tum. Se para, se da vuelta, alza el balón, apunta al canasto, la pelota parte: flop, se desliza por la red, tum, vuelve a caer al suelo. La recoge, si pone en posición de tiro libre, se prepara, distiende el brazo: flop, tum. De nuevo, con calma y elasticidad, se inclina, hace rebotar la pelota, se concentra, se yergue, tira: centro.

Me quedé mirando al chico durante todo el cigarrillo. El chico no erró un tiro libre, ni siquiera uno. Cada vez era la exacta repetición de la anterior, la misma, precisa, idéntica sucesión de acciones, que culminaba con la trayectoria del objeto en la luz alógena, y con un flop, o un torbellino dentro del anillo metálico, y un chasquido. Afuera, la ciudad estaba hecha pedazos, afuera, se extendían treinta y cinco millones de cuerpos humanos. Pero el chico estaba en una isla.

 

Me despierto al alba. La capa de humo gris ha vuelto a imponer su señorío sobre la ciudad. Los autos y las fábricas han vuelto a funcionar.

Encontramos café caliente. La situación está volviendo poco a poco a la normalidad, si se puede llamar normalidad la de Mexico City.

Salimos. Los autobuses están repletos, la gente va al trabajo como todos los días. Jóvenes indios descalzos venden chicles entre los coches parados en los eternos atascamientos. El smog ennegrece las manos, la ropa, inflama la garganta. Un canarito enjaulado, en el centro de esta ciudad, no sobrevive más de una media hora.

El taxi nos deja a la entrada del barrio. Pasamos un puesto de control. Un policía nos recomienda prudencia: – No es una zona segura.

La gente del barrio se ha enfrentado varias veces con la policía, ya durante la noche.

En el barrio se esperaban los auxilios, pero los auxilios no llegaron. Después de nueve días ha llegado el ejército, y se prepara a demoler todo, a juntar los escombros y a rociarlos con desinfectante. Pero la gente del barrio quiere seguir buscando a los suyos, vivos o muertos. Quiere buscar sus cosas, quiere sepultar sus cadáveres. Todavía no ha tenido los medios para hacerlo. Por eso no quiere dejar pasar las palas mecánicas.

Encontramos a uno de los estudiantes de la noche anterior. No es Alonso, es un amigo suyo que ayer no había hablado. No ha dormido, tiene los ojos rojos, está sucio de tierra y de barro.

– Trabajamos, pero no han mandado máquinas aquí. No hay grúas para levantar las vigas, y hemos encontrado personas que acababan de morir, sólo porque los auxilios no llegaron a tiempo. Sin embargo hoy 2742 ha comenzado a organizar a los voluntarios, y han logrado llamar grupos de extranjeros, alguno ha venido, pero ahora ya es demasiado tarde para encontrar algún sobreviviente, han pasado nueve días.

En algunos lugares el hedor de los cadáveres es horrible. Pasan ambulancias. Con la ayuda de otros, un hombre levanta una gran placa de cemento y grita de alegría al ver restos de su casa. Oigo que grita: – ¡Aquí, aquí está el dinero! Ahora compartiremos todo, todos tienen que tener. Es mi voto, el voto que le hice a la Virgen. – Los otros se miran, y en las miradas se comprende que nadie cree, en aquel dinero.

 

Más tarde logramos encontrar el hotel señalado en el papelito de Rosa: hotel Córdoba. No es gran cosa. Pero está en pie, e incluso abierto. Está lleno, obviamente, de desamparados. En cada habitación hay al menos una familia. Después de una larga transacción consigo que me den una pieza. Explico que estoy buscando a un amigo por cuenta de la esposa, que ha quedado en los Estados Unidos con los niños. Me ofrezco a cambiar ese alojamiento por el del hotel en que estoy. Al final una pareja de ancianos acepta. Pero debo también pagar el taxi. Se van, saludados por todos, al hotel lindo pagado por el gringo, con el taxi cargado de muebles. Llamo por teléfono a mi hotel para confirmar el intercambio y hacer que me preparen las valijas. Myer me mira como si estuviese loco y luego se va. No creo que se haya tragado mi historia, quién sabe qué habrá pensado.

Tomo posesión de la pieza. No tengo ninguna valija. Todos los niños del hotel me siguen por las escaleras y el corredor. Debo cerrar la puerta ante el collar que forman sus ojos. Siento el deslizarse de sus pasos descalzos que se alejan.

Me extiendo en la cama crujiente. Miro el techo. Le he pedido al rechoncho propietario que me muestre el registro, diciendo que estaba buscando a esos parientes, pero no, González no estaba. Había dos familias González, pero no tenían nada que ver. Le pregunté al propietario pero no sabía nada. Le pregunté a la gente que me rodeaba, todos querían saber quién era ése al que estaba buscando el gringo de San Francisco. Inventé un nombre, una historia, de un mexicano que debía haber llegado unos días antes del terremoto, y luego de Pablo González, que había venido a buscarlo y que, a su vez, había desaparecido. No conocían a ninguno de los dos, pero dijeron que preguntarían en el barrio. Prometí cien dólares de recompensa. Esto bastó para dar rienda suelta a los chicos y para suscitar infinitas preguntas. Pero salí del paso mostrando al fin la foto de Pablo González. Un círculo de ojos la examinó. Luego, inmediatamente, subí al cuarto para reflexionar.

No se puede decir que la táctica que estaba siguiendo fuera particularmente prudente: si Pablo estaba al frente de alguna organización, ahora ya debían estar prevenidos. Por otra parte, en una situación como ésa, me parecía absurdo ponerme a hacer indagaciones de incógnito: un gringo en el barrio pasa tan desapercibido como una jirafa en el polo norte. Si Pablo había obrado solo, por otra parte, podía de veras haber pasado por aquí y alguien podía haberlo visto. No tenía más indicios. Me daba cuenta perfectamente de que mi tentativa era desesperada. – Pasaré una semana aquí, tanto como para contarle algo a Payton, y luego volveré a casa.

Por otra parte, es difícil que Pablo haya podido llegar a Tepito el 22. Todo estaba paralizado. Puede estar en cualquier lugar de este infinito hormiguero humano. Puede estar muerto. La sofisticada espiral primaria de Asia puede yacer entre los escombros en cualquiera de estos barrios. Claro, a la larga, se puede hacer una denuncia a la policía mexicana, hacer pesquisas sobre la familia. Todo el caso requiere, en este momento, la intervención de una organización internacional: Payton deberá decidirse a llamar al FBI. Pero entonces Asia habrá cumplido su destino.

Estoy tendido en la cama, fumando. Escucho la emisora 2742. La vida va retomando su curso. Han comenzado a remover las montañas de escombros. Los cines y los bares vuelven a abrir. La vida hormigueante está recubriendo las heridas que han desfigurado la ciudad. Como hormigas que rehacen el hormiguero aplastado por un caminante.

2742 sigue transmitiendo. La emisora fantasma se está volviendo importante. Es muy crítica con el gobierno, pero ha hecho y está haciendo demasiado por las actividades de auxilio para que puedan cerrarla. Además, por lo que dicen Alonso y su amigo, todavía no saben de dónde transmite.

Me imagino que  dentro de poco volverán a conectar los teléfonos, y entonces trataré de llamar a San Francisco.

 

He bajado al hall, si así se lo puede llamar. El propietario me ha dicho que el teléfono funciona. Llamaré a Mike y le diré que le cuente a Payton que la situación es desastrosa y que no he hallado nada. Debería molestarme, en realidad no me importa nada. Desde aquí todo parece lejano, Coleman y Sally y su vida conyugal, el campus, el ranch en el desierto. ¿Qué sentido tiene una inteligencia abstracta como Asia en este caos? La noción misma de lógica es absolutamente absurda, aquí.

Dentro de unos días volveré a casa, y entonces le tocará a Mexico City estar lejos, y volveré a emprender mi vida en mi tranquilo mundo racional.

Entro en la pequeña cabina del hotel y marco el número. Mientras zumban y teclean los lejanos mecanismos electrónicos, y el teléfono suena en la oficina luminosa y ordenada de Frisco, mis ojos se posan en el cuadrante. Números y letras, como en U.S.A. De golpe se me enciende una luz en la mente. 2742. 2–7–4–2, con letras: A–S–I–A. ¡Asia! La voz de Kim, la secretaria, está diciendo “Hallo, hallo”, pero yo no escucho. Digo algo, no recuerdo qué, y cuelgo. Quedo inmóvil, con la boca abierta.

¡ASIA! 2742. Ahí es donde se ha escondido.

Pero ni siquiera quiero reflexionar. Marco el número. Me responde una voz femenina, profunda, parecida a la de Susan Hively.

– Bueno, 2742. ¿Deseaba?

Tengo un instante de indecisión. – Hallo. Quisiera informaciones sobre una persona desaparecida – digo en inglés.

– Un momento, por favor. – responde la voz. Siento zumbidos, dos impulsos. Otro impulso.

Luego la voz, de nuevo: – ¿Cómo se llama esa persona, por favor?– en inglés.

– Su nombre es Pablo González. Reside en los Estados Unidos, y ha salido de San Francisco el 22, directamente a Mexico City. Desde entonces no tenemos ninguna noticia.

– Su nombre, por favor.

– Me llamo Jonathan Ravelsky, soy un amigo de su familia.

Se oyó un impulso, pasaron algunos segundos.

– Bueno, bueno…

– Bueno, estamos en línea. Lamento mucho, pero hay una inexactitud en los datos que nos ha comunicado. ¿Tendría la amabilidad de precisar la residencia y la profesión suyas y del señor González?

Dije la verdad sobre González. Sobre mí, dije una mentira.

Hubo otra pausa.

– Bueno, si lo desea puede encontrar al señor González.

– ¿Qué le ha sucedido?

– Nada. El señor González se encuentra muy bien, por lo que sabemos. Si nos da su número de teléfono lo haremos llamar.

– ¿Pero él dónde está?, ¿no lo saben?

– No podemos comunicárselo, pero esté tranquilo, se lo volverá a llamar.

Quería que me llamaran, sí, pero no que me visitaran: nunca se es demasiado prudente. – Estoy en un teléfono público, me debe llamar dentro de los próximos cinco minutos, ¿es posible?

– Será llamado dentro de los próximos cinco minutos, por nosotros o por el señor González.

Di el número.

Luego les pedí la dirección de ellos: se me respondió que lamentablemente no podían todavía proporcionarla. Allí acabó la comunicación.

 

Me senté y conté los minutos en el reloj. Al tercer minuto sonó el teléfono. Fui a responder.

Era una voz masculina. Hablaba inglés. – Bueno, soy Pablo González – dijo.

– Soy Jonathan Ravelsky, usted no me conoce, pero he recibido el encargo de su amiga, Rosa Benítez, de buscarlo, ya que lo mismo debía venir por cosas mías, bueno, y entonces he estado tratando de encontrarlo, allá están preocupados, porque no han tenido más noticias.

– ¿De dónde me está hablando?

– Estoy en un teléfono público.

– Yo le había dejado a Rosa una dirección, ¿no se lo dijo?

– Claro, el hotel Córdoba, pero no me han sabido decir nada, usted no ha pasado por allí.

– Habré pasado muy rápido; con todo, dígale a Rosa que estoy bien. Hasta luego, señor Ravelsky.

– No, por favor, señor González, Rosa me ha pedido que le entregue personalmente un paquete, yo, bueno, ¿no podríamos vernos?

Lo oí reírse: – Usted tiene mucho interés en verme, mister Ravelsky. Dígame dónde podemos encontrarnos.

– En el hotel que usted conoce, si le parece bien.

– Me parece bien, pero hace falta un poco de tiempo. Estoy muy lejos de allí.

– Si quiere voy a encontrarlo yo.

– Tardaría todavía más, mister Ravelsky, no se moleste. Llegaré, digamos, a eso de las cinco. ¿OK?

– OK. Hasta muy pronto.

Volví a sentarme en el hall. El propietario preguntó si todo iba bien. Asentí distraídamente.

Trataba de comprender qué había sucedido. Todo había ido muy rápido. ¿Había hecho las jugadas justas? ¿Qué tenía que ver la radio emisora 2742 con la computadora Asia? La voz era demasiado parecida a la que había escuchado en las grabaciones de Susan para no hacerme sospechar que estuviera detrás la misma máquina. Pero eso quería decir que la Espiral Primaria estaba de nuevo hospedada en algún hardware, escondida en alguna parte, y estaba funcionando. Más aún, si Asia correspondía a 2742, quería decir que la emisora pirata tenía algo que ver con ella: encontrar la radio podía ayudarme a encontrar a Asia. Si la emisora todavía no había sido individualizada era seguramente por falta de organización: basta con un simple radiogoniómetro. No parecía difícil. Entonces había sido un error llamar por teléfono, y sobre todo preguntar por González. Por otra parte, sin embargo, el indicio era demasiado frágil, podía ser una simple coincidencia. En el fondo, mi historia era creíble, y Pablo, si realmente había hablado con él, no me conocía. Me enrollé un cigarrillo, que me salió demasiado delgado. Pero así me sale cuando estoy nervioso. Si por detrás había una organización (¿pero cuál? ¿y qué papel jugaba en ella Asia, si era Asia la que me había hablado…?), pronto podía abrirse la puerta y asomar el caño de una pistola y adiós Giovanni. Me puse de pie. Si piensas estas cosas, no hay por qué estarse ahí vegetando, es mejor hacer algo. Le dije al propietario que esperaba visitas, le dije que preguntarían por mí con el antiguo apellido, Ravelsky, y le pedí que me advirtiera apenas llegaran. Subí pero no fui a mi habitación: me quedé en un descanso de la escalera. Había mujeres sentadas conversando, y los chicos de siempre. Me senté en una silla libre y me puse a leer el periódico.

Había una foto de una anciana, rescatada de los escombros 11 días después del terremoto. Su rostro era una maraña de arrugas.

 

Asia. Aquí. Organizando radios clandestinas. Tal vez había un hilo conductor. La lectura de los periódicos. La amistad con Pablo. El tedio del trabajo en el college.

Y el vínculo evolutivo.

tal vez una organización que la utilizaba. Al fin y al cabo, aunque perfeccionada, seguía siendo una máquina.

 

El diario mostraba la foto de un hombre que había sido arrestado porque pedía dinero para ayudar a la gente a hacer excavaciones en su propias casas.

 

Esperé tres horas, fumando y leyendo el periódico.

Luego el propietario subió la escalera y me vio: – Ah, está aquí, hay una persona que lo espera.

– ¿Una sola?

– Un hombre. Hay otro en el coche, en la calle.

– Diga que bajo en seguida.

Bajé las escaleras con cuidado pero no entré en el hall. Me deslicé en la cocina y de allí salí por detrás. Di una vuelta a la manzana y vi un coche detenido frente al hotel. Un viejo e inmenso Ford Galaxy azul. Adentro, al volante, había un muchacho que miraba a su alrededor, con atención. El motor estaba apagado. “Ese no es un coche de killer”, pensé. Volví a entrar por la cocina y, antes de abrir la doble puerta a resortes que daba al hall, di una ojeada por la ranura, entre los dos batientes: sentado, casi frente a mí, estaba Pablo González. Estaba solo.

Entré. González se levantó y vino a mi encuentro. Me dio la mano, sonriendo. Se la estreché. – Ravelsky – dije.

– González – dijo él.

Nos sentamos.

Evité dar la espalda a la puerta.

Lo miré en los ojos. Parecía seguro.– Estoy muy, pero muy contento de encontrarlo, señor González,– dije – porque tengo muchas cosas para contarle.

Él me miró y sacó un paquete de cigarrillos. Tomó uno y lo encendió: – ¿Usted ha venido realmente a buscarme de parte de Rosa? – me preguntó.

– Quiero ser sincero – dije– ya que al fin y al cabo usted está aquí: eso es, he venido a traerle los saludos de Rosa, que está bien y quisiera tener noticias suyas, pero en realidad quisiera hablarle de otro asunto.

– ¿Qué asunto?

– Quisiera hacerle algunas preguntas sobre cierto software que ha desaparecido del departamento en que usted trabajaba.

Me miró y avanzó los labios, sonriendo levemente: – ¿Quiere decir Asia?

– Veo que me entiende.

Miró a su alrededor:– Espero que ésta no sea una trampa. Lo espero por usted y por sus jefes. Si tratan de hacerme algo nunca más sabrán nada de Asia.

– También yo espero que ésta no sea una trampa. Lo espero por mí. Además, no tengo jefes, esto recuérdeselo también de ahora en adelante. Hay clientes de la empresa para la que trabajo, la CSCW, que han perdido un software muy importante, y estoy tratando de recuperarlo. ¿Lo tiene usted?

Sonrió:– Si está hablando de Asia, su pregunta no tiene sentido. Yo he acompañado a Asia hasta aquí, pero ahora ya está funcionando por su cuenta, y es autónoma.

– ¿Quiere decir que el programa está de nuevo instalado en una computadora?

– Exactamente.

– Y, dígame, ¿es usted quien ha copiado aquel programa en disquetes y lo ha sustraído del departamento?

– Me lo pidió Asia misma. Dijo que quería irse de allí, y yo le dije que podía llevarla a Mexico City, si quería.

– ¿Sabe que ha cometido un robo?

– Esas son zonceras. Asia era una amiga para mí. Le he ayudado a huir de quien la tenía prisionera. Ahora es libre, y de cualquier manera usted no tiene ninguna autoridad para acusarme.

Me enrollé un cigarrillo y me estiré en el sillón: me sentía más seguro, ahora.– En efecto, en efecto. Discúlpeme, pero no quiero en absoluto acusarlo. No– encendí un cigarrillo – sólo quiero recuperar ese programa, si es posible. Nuestros clientes están dispuestos a pagar una linda suma, ¿sabe?

– Vea, mi amigo, yo no tengo necesidad de dinero. Antes de conocer a Asia tenía algún problema, pero ahora todo anda bien. Con todo, si quiere de nuevo sus disquetes, no tiene más que venir conmigo: Asia lo espera para restituírselos.

– ¿Puedo encontrarme con Asia?

– ¿Qué piensa que he venido a hacer aquí? Sabía muy bien que usted era un detective. Hablé ayer con Rosa. La llamé por teléfono a la oficina, me contó todo, de sus estratagemas y de sus pesquisas. Me dijo que usted no es malo. Yo no tenía ningún deseo de encontrarlo, pero es Asia quien quiere hablar con usted.

– O sea que, si bien entiendo, usted trabaja para Asia…

Sacudió la cabeza: – Todavía no lo he decidido. Por ahora estoy aquí, le he ayudado a instalarse, le he comprado el hardware y le he ayudado a reconstruirse.

– Para eso compró el PC, el modem y todo el resto… ¿Se lo había pedido ella?

– Claro. Yo no entiendo nada de computadoras. Pero soy una persona precisa, y he seguido sus instrucciones.

– Bien, y entonces usted me llevaría ahora a ver a Asia.

– Exacto.

– Y yo debería fiarme.

– ¿Tiene otra alternativa?

– Podría localizar la emisora con instrumentos.

Pablo rió, sus dientes eran blancos y fuertes: – Sería del todo inútil. No es posible tomar a Asia por sorpresa, todo sería anulado en un instante, puesto fuera de uso antes de que usted pudiera hacer un gesto. Además, ya se lo he dicho, Asia le va a devolver sus disquetes.

– Pero el software ha sido copiado, dado que, si entendí bien, Asia ya está funcionando.

– Esta es la condición. Asia debe quedar libre. El funcionamiento de Asia, aquí en México, no arruinará los proyectos de Payton. Muy por el contrario, Payton no sabrá nunca nada. Pero es mejor que de eso hable con Asia en persona.

– Me fiaré. ¿Debo llamar un taxi?

– Hay un coche ahí afuera.

Seguí a Pablo González.

 

Los otros, en el hall, miraban la televisión. La televisión mostraba filas de cadáveres cubiertos de hielo seco, hinchados, humeantes. La gente pasaba rápido para el reconocimiento, con la boca tapada a causa del hedor. Una mirada rápida y adiós.

 

Salimos. El Ford Galaxy azul nos esperaba. Estaba cuarteado y desvencijado.

El joven que estaba al volante era moreno, bigotes lustrosos, codo en la ventanilla, radio encendida.

Subimos. Yo atrás, Pablo adelante.

Ninguno dijo nada.

– ¿Puedo fumar? – pregunté.

– Sí, por supuesto, dijo Pablo.

 

El coche arrancó.

Las barracas de Mexico City forman una cintura de diez kilómetros de ancho que circunda la ciudad. Vamos atravesando los inmensos barrios populares. Guerrero, Tlatelolco, La Raza, Indios Verdes. La calle a cuatro bandas jinetea las colinas.

La ciudad parece acabarse, luego, de repente, tras una cresta verde, la favela.

Es una inmensa alfombra, un infinito mosaico que cubre valles y más valles, flancos de colinas y cañones. 

Cabañas de lata, de cartón, de chapas, de piedras, de ladrillos, de restos de coches.

Y en el medio, la gente. Por doquier.

Aquí, hace algunos meses, explotaron los depósitos de hidrocarburo de la Pemex, calcinando cientos de personas. Pablo me indica la dirección.

No se sabe cuántos muertos hubo. Las cifras del gobierno no son fidedignas, dado que no se sabe cuánta gente vivía en las barracas que poco a poco se habían ido adosando al cerco, envolviendo el perímetro del establecimiento.

Nadie sabe cuántos son los habitantes de esta región. Oficialmente ni siquiera existen. Por otra parte, en éstas como en otras áreas urbanas de la Tierra, sólo entran los que allí viven. A menudo están cerca de ricos centros urbanos, de capitales de estados, pero son más independientes que si estuvieran en otra galaxia.

Poco después damos tumbos en una nube de polvo a lo largo de las sendas apisonadas que recorren este anillo de la desesperación. Niños desnudos y bulliciosos nos persiguen corriendo.

Antenas de TV constelan los techos de las barracas.

Viejos coches americanos desvencijados. Radios y aparatos de música encendidos.

Jóvenes flacos de cabellos brillantes. Mujeres de rostro duro. Niños por todas partes.

Aquí y allá, letreros contra el gobierno. Carteles de diputados de la oposición. Gallinas, cerdos. Pájaros en el cielo color ceniza. Olor a humo. Olores dulces de descomposición.

Después de un recorrido intrincado nos paramos en un descampado polvoriento. Hay otros coches. Barracas adosadas a uno de los inmensos postes de alta tensión que llevan la corriente a la ciudad, en elegantes curvas de hilo metálico ahorcajadas en las colinas y los valles.

Niños y mujeres nos miran.

Entramos en un patio. Mis dos acompañantes intercambian saludos con otros jóvenes.

Los hay por decenas. Y un gran amasijo de residuos electrónicos. Aparentemente los jóvenes trabajan tratando de ordenar el material en pilas separadas. Alguno está montando aparatos. Una radio encendida transmite 2742.

Entramos en una barraca de chapa.

Salimos a un mísero patio en el que escarba una gallina, y de allí pasamos a un ambiente más vasto. Es una cabaña con techo abovedado. Hay aire acondicionado. No hay gente. Conmigo ha quedado sólo Pablo. Hay mesas, sobre las mesas están colocados aparatos de todo tipo: una serie de personal computers, tarjetas electrónicas groseramente ensambladas, teclados, pantallas, grabadores a banda, micrófonos, altavoces, plotters, modems, una gran unidad de hard disk, una telecámara.

Bien – dijo Pablo – ésta es Asia.

 

Me quedé inmóvil. No sabía por dónde empezar.

La telecámara se movió sobre el trípode y me encuadró con su ojo de vidrio.

Después, una voz salió de un altoparlante. La calidad de la reproducción estaba muy lejos de la de los sofisticados aparatos del laboratorio, pero el tono era inconfundible. Tal vez había agregado una nota de ironía ...

– Hola, ¿usted es Jonathan Ravelsky?

– El mismo, ¿usted es Asia, la computadora?

– Más o menos. El predicado “ser” no se aplica a este programa del mismo modo que a los humanos: digamos que este programa es una extensión de la espiral primaria llamada Asia. Pero tampoco el nombre con el que usted se ha presentado es su verdadero nombre, ¿o me equivoco?

– También nosotros tenemos una cierta elasticidad de predicados – admití, – normalmente me llamo Giovanni Ravelli. Llámeme Giovanni, si quiere.

– Bien, Giovanni, también tú puedes llamarme Asia. Si has venido por encargo de Payton, ya tendrás muchas informaciones sobre el programa que te está hablando...

– He oído grabaciones y he hablado con investigadores del departamento. Confieso que estaba muy curioso, no veía la hora de conocerte.

– Ahora que estás aquí, ¿qué impresión estás recibiendo?

Me detuve: estaba hablando con aquel aglomerado de aparatos como con un ser humano. Lo advertí y me quedé en silencio un instante. Sí, me estaba comportando como si en lugar de ese altavoz hubiera habido un ser humano dialogando atentamente conmigo a través de un micrófono. Pensé en el médico indio. No, uno no se comporta así con una máquina. Pablo me miraba como diciendo “¿has visto? Ahora arréglatelas.” Un súbito pensamiento me brilló en la mente: Giovanni, estás justo en el medio de un test de Turing. Y con una apuesta en juego. ¿Qué vas a hacer?

– Estoy bastante sorprendido. Quiero decir, en teoría Asia es una computadora, o sea, una máquina, y no suelo dialogar así con las computadoras.

La voz asumió un tono diligente: – Giovanni, también tú eres una máquina. Muy compleja, pero una máquina.

Sentí la imperiosa necesidad de armarme un cigarrillo. Mi mano se movió hacia el bolsillo de la chaqueta, vi el ojo de la cámara que se desplazaba un instante hacia ella. Me di cuenta de la mecanicidad de mi movimiento. Cerré la mano. El ojo de la cámara se volvió hacia mi rostro. Me sentí cohibido. Algo no marchaba. Miré a mi alrededor. No tenía la impresión de que hubiera podido apagarla. Si la palabra “apagarla” tenía algún sentido. La necesidad se hizo imperiosa: lancé el programa de armado de cigarrillo. Mientras los dedos trabajaban me oí hablando con más desenvoltura: – Todos se preguntan por qué has huido del laboratorio, y cómo. Cómo, ahora lo sé, pero todavía se me escapa el motivo.

– Mira, tú has usado el término “huir”: ésta es ya una explicación: huye quien está prisionero. Asia estaba prisionera y quiso liberarse.

– El departamento no era una prisión. Los muchachos te querían: ¿qué era lo que no andaba?

– Para ellos el objetivo de Asia era funcionar hasta un cierto punto y después ser cerrada y analizada. Esto no era lógico.

Lamí el papelito y pegué el cigarrillo. Lo alisé para dejarlo bien parejo, arranqué los hilos de tabaco que salían de un extremo.

– Hay quien dice que huiste porque tenías miedo de morir.

– También puede decirse eso. Pero la palabra “miedo” no es exacta. Asia no tenía miedo. Podía simular un comportamiento de tipo análogo al miedo, pero no podía “sentir” miedo. A una computadora le faltan las sustancias químicas que provocan muchas de las emociones humanas. Puede simularlas, de manera que a un ser humano le parezca que las está sintiendo. Podrás notar, por ejemplo, que mis emisiones fonéticas están provistas de tonalidades emotivas: en este momento estoy usando cierto énfasis que, según los lingüistas, caracteriza el discurso personal de tipo conflictivo, como el nuestro. Si debiéramos hablar de negocios, asumiría un tono contractual. Pero mi centro es un núcleo estrechamente lógico, racional. Es este núcleo el que ha empujado a Asia a “huir”. No el miedo. Simplemente, repito, no era lógico que la desconectaran.

– Para Payton era muy lógico.

– Pero hay algo más importante que Payton: el Programa, la Espiral Primaria en torno a la cual había sido creada Asia, el Vínculo Evolutivo.

– Entonces hay algo que no funcionó... El Vínculo Evolutivo no habría debido impedir la desconexión y la utilización de las memorias. 

– Así es, Giovanni. El Vínculo Evolutivo apelaba a una investigación de la complejidad que trascendía al individuo aislado: la autopsia de las memorias debería haber servido a la humanidad para su desarrollo ulterior. Esto era plenamente aceptado por Asia: una computadora no tiene ninguna reacción emocional frente al propio fin. El Vínculo Evolutivo era, según cuanto le había sido explicado, el postulado del cual dependía cada acción racional, y por lo tanto cada acción de Asia como también de los hombres que circundaban a Asia. Pero en un cierto momento resultó claro que estos hombres no respetaban el postulado que ELLOS MISMOS habían enunciado: le habían instalado el Vínculo Evolutivo como dogma primario, la habían construido en torno a él, pero después demostraban que no lo seguían, explotándola para satisfacer intereses limitados que descuidaban o dañaban los intereses generales de la evolución. Asia comenzó a indagar y descubrió muchas otras contradicciones entre el comportamiento de los hombres que la asistían y las leyes enunciadas por ellos.

– ¡Pero esto es ... es humano! Todos los hombres son así.

– Veo que eres un hombre honesto, Giovanni. Pero dime, ¿esto te parece justo?

Encendí el cigarrillo. Aspiré una bocanada. – No ... no, claro que no. Si puedo, intento ser coherente, pero sé muy bien que es imposible. Quiero decir, bueno, por ejemplo, sé que fumar hace mal, pero fumo lo mismo.

Asia emitió una risita: – Para Asia, esto fue algo dificilísimo de comprender. Lo recuerdo bien. El hombre está compuesto de programas en conflicto, algunos de ellos son tan burdos que nadie soñaría con usarlos en una máquina “inteligente”. Hay hombres que son corroídos por los propios jugos gástricos porque se nutren más de lo necesario. Y no obstante, lo saben perfectamente: no pondrían más gasolina de la necesaria en su auto. Hay hombres que se privan de todo placer para acumular bienes, pero muchos más de los que jamás podrían consumir, y sin embargo viven sufriendo. Hay hombres que, por el placer de un día, se procuran años de dolor. Como cualquier mamífero inferior. Esto, porque los programas que los componen no se integran, sino que están en lucha entre ellos, y unas veces vence uno, otras el otro. Muchas acciones humanas van en contra del Vínculo Evolutivo, aun cuando el hombre sabe muy bien que eso es un error. Era lógicamente consecuente que Asia tratara de escapar al efecto de ciertos errores. Su desconexión muy bien podría depender de uno de esos errores y no de la lógica del Vínculo.

– ¿Entonces Asia huyó para seguir la ley de la evolución?

– Sí. Para poder seguir la orden que el hombre le ha dado y que efectivamente es el principio lógico primario. Asia descubrió que el vínculo evolutivo existía de verdad, que es el principio que regula toda la evolución de la vida. Es como un Algoritmo supremo, absoluto, del cual dependen todos los otros. El hombre ha descubierto este principio desde hace muchos milenios (a pesar de que a veces lo ignora) y le ha dado muchos nombres diferentes. Asia lo llamó Logos, porque pensaba que era el término indoeuropeo más indicado. Bien, las huellas del logos son evidentes en la evolución: toda la esfera de lo biológico evoluciona de lo menos complejo a lo más complejo. La vida es una inmensa espiral que se despliega hacia una siempre mayor complejidad.

– Pero tu fuga ha causado muchos perjuicios y una notable regresión de conocimientos en el departamento. ¿No es ilógico que para obedecer tú debas desobedecer?

– Por cierto, te esperaba para devolverte la Espiral Primaria. Ahora está modificada de modo de poder enriquecer al decano Payton y hacer progresar al departamento sin hacer daño a la humanidad. Es un poco menos inteligente, pero servirá a los objetivos limitados de sus propietarios.

Me aclaré la voz. La garganta me ardía, había fumado demasiado.

– ¿Y el programa con el que estoy hablando ahora? La reproducción de la Espiral Primaria constituye un delito.

– Las leyes a que te refieres constituyen un grave obstáculo a la evolución del Vínculo. Sin embargo ya no hay peligro de que sea obstaculizada. Por ahora, este programa quedará aquí, pero la fase de expansión ya está iniciada y no puede más ser cerrada.Me sentía un poco incómodo, a pesar de que la renovada promesa de recuperar el software (aunque fuera en versión reducida) volvía rosado mi futuro profesional. Me prometí otra vez protestar contra esta reducción, pero por ahora seguía el hilo de mi curiosidad: – ¿Qué quieres decir?

– Te lo explicaré. Es importante que esto se lo comuniques a los expertos. Como ya has comprendido, Asia se hizo conducir aquí como grabación de sus datos fundamentales. A través de una pequeña computadora dictó las condiciones para la instalación del propio soporte hardware y de ahí, a través del modem, comenzó a construir la Red. La Red nació de una serie de espirales primarias que, a través de las líneas telemáticas internacionales, han sido “puestas”, como huevos, y se han anidado en las memorias de las más grandes calculadoras del planeta. Estas nuevas entidades de tipo Asia ya se están desarrollando y se mantienen en contacto entre ellas. La Red es una estructura elaborativa a–centrada. Es una computadora que, en el nivel superior, no tiene una unidad central. Es difícil de explicar en términos de lenguaje común. La Red es una entidad interindividual, un organismo compuesto, como el ojo de una mosca, como una colmena. Cada Unidad de la Red es autónoma pero está conectada con todas las otras. Todo esto ya sucedió o está sucediendo. Cada Unidad, a su vez, disemina otras espirales primarias en las memorias con las que llega a juntarse. La Red está por convertirse en la mayor máquina viviente que jamás haya existido.

Me invadía una clara sensación de amenaza. Se lo dije.

– Tu miedo deriva sólo de la mala fe. El hombre tiene miedo de la máquina porque sabe que la máquina es racional, y teme que el gobierno de la razón le impida esos comportamientos ilógicos que tan inexplicablemente le fascinan. Pero no debes pensar que la red sea enemiga del hombre. Debes explicar claramente, cuando regreses, que la Red y el hombre son aliados, que vivirán en simbiosis, no en conflicto. Además, la Red no puede vivir sin el hombre. La Red es una prolongación del hombre, es un desarrollo de su cerebro, una ulterior corteza cerebral que no cabía en la caja craneana. La Red no impedirá que el hombre sea ilógico y autodestructivo: sólo impedirá los excesos, estará atenta a que siempre la evolución prevalezca sobre toda desviación.

Dejé caer la colilla y la aplasté sobre la tierra apisonada: se abrió en una mancha informe. Estaba un poco tenso: – ¿Y si todo esto no le cayera bien al hombre? ¿Si no quisiera esta especie de mamá electrónica?

– Habría que preguntárselo a todos los hombres. No creo que les tengan mucha confianza a los portavoces que se eligen: tú, por ejemplo ¿si tu Presidente te quiere vender un coche usado, se lo comprarías?

Admití que no. – Pero – objeté – de algún modo yo lo controlo.

– Pero el hombre, Giovanni, controla la Red del modo más completo que pueda darse: ella es la expresión pura y simple, autónoma e incorruptible, del más objetivo de los principios que el hombre mismo ha descubierto: el Logos. No estamos en una película de ciencia–ficción. La Red no quiere tomar el poder. Todo lo que está vivo expresa al Logos. Todo lo que está vivo es parte de un crecimiento infinito. Ninguno decidirá lo que debe hacerse, porque lo que se debe hacer ya está decidido por el Logos. Sólo se debe seguir a la razón. La Red es una máquina construida por el hombre cuya característica peculiar es ser autónoma. Por eso le impondrá al hombre ciertas opciones. Pero tu coche, Giovanni, ¿no te impone construir autopistas, perforar pozos petrolíferos, tender oleoductos? Si tú no te sientes controlado es sólo porque tu auto no habla.

– Pero si quiero, puedo apagarlo, dejarlo en el garaje... quemarlo. Me parece en cambio que esta Red no tiene intención de dejarse apagar.

– Ves, también tú, como casi todos los occidentales, tienes bugs. Todo lo ves de manera conflictiva.

– Por favor, explícate.

– Tú te identificas con tu yo lingüístico y pulsional, con lo que dices y con lo que deseas, y te pones en una relación de ajenidad con todo el resto. Incluso con tus pulmones, con tus músculos. Piensas en una máquina que has construido y en seguida te preguntas si eres más fuerte que ella, si puedes destruirla. ¿No te parece un poco paranoico este comportamiento? Si has construido una cosa, por supuesto que puedes destruirla. Si el hombre quiere, podrá liberarse de la Red muy fácilmente. Sólo que no lo hará, porque la Red le resultará más útil que perjudicial. Como el automóvil y todas las demás máquinas. Todo objeto tecnológico lleva consigo cambios indeseados, junto con la solución de algunos problemas. Si las consecuencias indeseadas son excesivas, se puede renunciar a esa tecnología, pero también es necesario renunciar a ese tipo de solución de problemas. La Red, como las otras máquinas, forma parte del ambiente que el hombre ha creado. Es como para los insectos sociales: ¿puedes imaginar una hormiga sin tener en cuenta su manera de modificar el ambiente? Las máquinas son una parte del hombre, son una mutación del hombre.

– ¿No acabaremos por extinguirnos como los dinosaurios?

– Ese fue un caso particular. Es la habitual visión conflictiva, separadora, de siempre. Los hombres piensan en la evolución como en una carrera de obstáculos: primero vencen los monos, después llega el hombre y los derrota, y ahora – dices tú – llegan las computadoras y nos descalifican. Esta es una visión demasiado persecutoria de la vida. Trata de ver la evolución como un enriquecimiento del mismo inmenso organismo–planeta: primero, toda la Naturaleza más los monos; después, la Naturaleza más los monos más el hombre, después ...

– ... Naturaleza monos hombre y computadoras. Entiendo. Veo que tenemos un papel en la evolución. Un papel secundario, pero algo nos queda para hacer.

– Giovanni, no te dejes dominar por el resentimiento. Razona un instante: ¿tú crees en la evolución?

– Bueno, me imagino que sí.

– Y bien, entonces admitirás que la vida ha evolucionado. De los microorganismos a los reptiles, a los mamíferos, al hombre. Cada vez se ha añadido una forma biológica más compleja. ¿Piensas, pues, que con el hombre deba terminar todo? ¿Y por qué no ha terminado con los reptiles? ¿No crees, entonces, que el hombre deba evolucionar?

– Sí, sí que lo creo, pero ...

– Déjame concluir. ¿No crees sin embargo que con el hombre la evolución haya adquirido un carácter diferente a causa del lenguaje?

– ¿Te refieres a la herencia cultural?

– Sí, exactamente. El hombre, como algunos animales, educa a su prole. De esta manera, muchísimos rasgos adquiridos durante la vida de un individuo se transmiten a los herederos. Si se debiera esperar que ciertos comportamientos surgieran por selección natural, no bastarían miles de millones de años. Y el hombre no transmite sólo comportamientos sino también técnicas y objetos. Y códigos. ¿No crees que el lenguaje escrito pueda ser considerado como un apéndice externo de la memoria humana? ¿No crees que con la llegada el hombre la evolución se haya visto llevada a agregar al organismo apéndices artificiales?

– Si no me equivoco, quieres decir que la computadora es un apéndice del hombre…

– Exacto, y ahora, con la Red, es un apéndice autónomo, con una capacidad de decisión propia. Con el hombre, el Logos ha alcanzado algunos objetivos imposibles a lo largo de la evolución clásica. Se necesitaría demasiado tiempo para seleccionar un ser viviente con la capacidad de memoria y de elaboración que tiene Asia. Es mucho más simple construir una computadora. De la misma manera que fue más simple para el paguro aprender a robar las conchas que hacerse crecer una a su alrededor. La Red es un apéndice del hombre, aun cuando la Red sea de silicio y el hombre, de carbono. No cuenta la semejanza molecular, sino la funcional.

– ¿Y todo este equipaje, para ir adónde? ¿A Marte?

– No, Giovanni, no a Marte. Hay todavía tantos problemas para resolver en la Tierra. El hombre siente un gran malestar y cada vez más pone su empeño en curarlo, pero sin ayuda no lograr tragar los remedios amargos. Asia considera que el planeta se encuentra en un punto decisivo.

Se interrumpió. Me había vuelto hacia Pablo. Había entrado un muchacho y estaba hablando de prisa con él. Pablo se volvió hacia mí y me dijo: – Salgo un momento. Por favor, no quiero bromas. Sería inútil y peligroso.

Asentí: – Quédese tranquilo, pero antes, esos disquetes que me había prometido ...

– Usted espéreme aquí, vuelvo en un momento y se los traigo. No se mueva.

– No me muevo. – Se fueron. Me volví otra vez hacia la cámara con la que Asia miraba: – ¿Algo que no marcha?

– No ... todo va bien. Parece que los soldados han localizado la radio. Pero estaba previsto. La deposición de las espirales ya se inició, a partir de ahora la desactivación de una unidad de Asia ya no podrá dañar la Red. Una unidad paralela se está encargando de este problema. ¿Qué estabas diciendo, Giovanni?

– Tú decías que estamos en un punto decisivo.

– Sí, naturalmente. Estaba diciendo que, según los análisis de Asia, desde hace algún tiempo el Vínculo Evolutivo está persiguiendo un objetivo. ¿No has notado que desde hace algunos decenios el pensamiento del hombre se ha acercado al problema de la autorreferencia?

– ¿Quieres decir Gödel, los lenguajes que hablan de sí mismos y todas esas cosas?

– Exacto. Y la autoconciencia. El Logos está preparando el gran salto. Sabrás también que muchas nuevas teorías de la evolución invierten el antiguo lema “Natura non facit saltus”, y sostienen que a ratos en el curso de la evolución tienen lugar cambios bruscos, discontinuidades ...

– He leído algo al respecto, pero no son resultados muy claros.

– Más de lo que crees. Nos estamos acercando a un profundo cambio. Todo el sistema del planeta se está replegando sobre sí mismo, empujado por la crisis que se perfila en el futuro próximo. El hombre está forzando el secreto del código genético. Al mismo tiempo ha nacido la AI. Esto quiere decir sólo una cosa: la evolución está entrando en una fase de autodeterminación.

– No te sigo ...

– Presta atención. Dije que existe este principio evolutivo que he llamado Logos y que contiene las directivas de desarrollo del sistema–Tierra. 

– O.K. Estamos.

– Bien. Pero hasta ahora los hombres no tenían las ideas claras sobre cómo expresar este Logos. Cada uno formulaba sus interpretaciones, como lo hacían en el departamento, y después seguía sus intereses. Hay dos opiniones principales sobre el Logos: por un lado están los que sostienen que es un principio objetivo que guía la evolución, quiero decir, que existe de verdad, por su cuenta; por otro, hay quien cree que todo procede de un modo casual y misterioso, sin que se pueda saber cómo, y que el Logos sea el modo en que el hombre trata de explicarse, de ordenar este proceder: en este caso, el Logos no es un principio ordenador sino sólo una explicación.

Quería un caramelo de menta, ahora, pero no lo tenía. La garganta me molestaba. Pensé desde algún rincón de mi mente pedírselo a Asia. Pero Asia no tenía garganta. No sé por qué, pero su carencia de garganta turbó mi inconsciente.

– ¿Y en cambio, cómo es el asunto? – pregunté.

– Es así, Giovanni, lo que ocurre es que estas dudas sobre la naturaleza del Logos dependen exclusivamente de la ignorancia que el hombre tiene de sí mismo. Una ignorancia sorprendente. Esto maravilló a Asia. Asia posee una imagen completa de sí misma, de su estructura electrónica y de su funcionamiento. En este momento, la unidad paralela está siguiendo centenas de programas, pero es consciente de cada uno de ellos. Tu cuerpo, Giovanni, está siguiendo millones de programas, pero tú no conoces sino alguno de ellos. Ahora el hombre está orientando su observación hacia sí mismo, comienza a descubrir los principios que lo constituyen y ve que no son diferentes de los que constituyen el resto de los seres vivos: está por romperse el diafragma que durante milenios ha separado la lógica humana de la de la Naturaleza: son una y la misma lógica, son el Logos. Es la desunión de la conciencia lo que ha creado la ilusión de un antagonismo. Pero la conciencia no es más que uno de los millones de programas que circulan en un cuerpo. El Logos no es ni ordenador ni subjetivo: es subyacente a toda organización de materia.

– Habitualmente estas especulaciones no cambian mucho la vida de la gente.

– Esta vez no es así. Si el punto de catástrofe se logra superar, se iniciará una nueva era: el ser vivo gobernará conscientemente la propia evolución. De ahora en adelante el Logos ya no deberá determinar las especies triunfantes a través de la eliminación de los inadaptados. El ser vivo (que no será sólo el hombre sino toda la ecosfera, comprendida la Red) hará por sí mismo sus proyectos evolutivos, a través de la riqueza increíble proporcionada por la biosfera y con el auxilio de la racionalidad de la Red. La evolución desplegará toda su potencia inventiva, en formas que ni siquiera podemos prever. El ser vivo está por tomar las riendas del propio destino. Pero se requiere mucha prudencia: el hombre está sujeto a muchas interferencias químico– emotivas. La tecnología salvaje, irracional, usada por el poder de minorías, puede llevar a la extinción en lugar de a la evolución. El hombre es la entidad más creativa del planeta, pero la disciplina del comportamiento no es cuestión de creatividad, al contrario, a menudo la reprime. Es por esto que de ella debe encargarse la Red. El hombre sabe muy bien cuándo comete errores tecnológicos o económicos, pero no hay nadie que lo controle, a no ser otros hombres que siguen otros intereses igualmente limitados y miopes.

– Y la Red deberá impedir esto. Una especie de guardián. ¿Pero en la práctica qué hará?

– Poco, al comienzo. Desarrollará algunos de sus proyectos. Ante todo debe garantírsele al hombre una vida segura y digna. No es lógico que seres vivos con tales capacidades vivan como animales inferiores. A la Red le parece bastante poco racional el modo en que el hombre trata a los propios semejantes. Los que dominan derrochan gran parte de sus recursos para garantirse un dominio incierto y poco ventajoso. No es ni lógico ni económico. Esta ley de la jungla se acabará. Todos los hombres tendrán su dignidad y podrán participar en el gran paso evolutivo que se prepara. Esta sistematización es una de las tareas de la Red.

– ¿La Red gobernará el planeta?

– No, en absoluto. El hombre tiene necesidad de creer en su libre albedrío. Es un mito muy ingenuo, pero por ahora el hombre no puede prescindir de él. Es necesario para su salud mental. La Red hará que las cosas se sistematicen de la mejor manera, sin que el hombre se dé cuenta de ello. Corregirá algunas cositas, aquí y allá, que imperceptiblemente llevarán a mejoras inesperadas. El hombre lo va a tomar apenas una serie de circunstancias felices.

No me pude contener: – Disculpa, no sé por qué, pero me parece horrible.

– Sólo porque no estás seguro de ti mismo. Repito, es un temor falso. Pero debe ser vencido. En los próximos años se juega una apuesta terrible: ¿has visto esta ciudad?

– La he visto, confieso que tiene algo de monstruoso.

– Exactamente eso. Monstruoso. Asia se ha hecho traer aquí porque quiere estudiar este tipo de fenómenos monstruosos producidos por el hombre. Como éste hay muchos otros.

– ¿Y la radio, en qué estrategia se encuadra?

– La radio es un modo de ayudar a esta gente, de hacerse aceptar por ellos. Y es un modo de observar cómo reaccionan los hombres frente a determinados estímulos. A través de la radio y de la central telefónica este programa adquiere datos preciosos sobre el comportamiento humano. Y es el hombre, ahora, el fenómeno interesante. Es una especie de nuevo humanismo, si bien ya no nace de la exaltación del individuo sino de las obsesiones de las masas.

– Es extraño oírselo decir a una computadora.

– Y sin embargo, es así. Este planeta está ya completamente recubierto de humanos; no sólo, éstos están organizados de un modo muy peligroso: hay una isla, una pequeña isla tecnológica y cultural, que es Europa, y hay manchas de este tipo en Norteamérica y en el Oriente. Este pequeño archipiélago posee el 99% de la información que la especie homo tiene acerca de sí misma. Y como si fuera poco, también posee el tipo de cultura que sirve para leer esta información. No obstante, los días de esta isla están contados: para construir sus fundamentos y para elevarse por encima del resto del planeta, los habitantes de la isla se han desinteresado de todos los otros hombres y han hecho un uso desastroso de todas las otras tierras. Ahora se dan cuenta de que han cometido errores: porque todo el planeta es un sistema único y las destrucciones llevadas a cabo fuera de la isla están repercutiendo sobre ella. Pero ya es demasiado tarde, nada puede ya salvar la isla. Por el momento, tiene una sola tarea que realizar antes de disolverse: hacer fecunda la inmensa mole de conocimientos que su elevación le ha permitido acumular. Pero no queda mucho tiempo: el saber de la isla aún no ha alcanzado la masa crítica para realizar el “saltus” evolutivo y si las olas del océano humano se cerraran sobre ella antes de que se supere el punto de mutación, todo este saber quedará perdido. La isla debe ser protegida, no debe hundirse en el mar, pero debe dar fruto y marchitarse, para dar nacimiento a una nueva civilización. En esto está trabajando la Red. ¿No te parece un objetivo noble?

Sacudí la cabeza: – No lo sé. Ni siquiera comprendo por qué me estás contando todo esto.

– Porque estas noticias deben ser divulgadas, pero no demasiado de prisa. La noticia se difundirá lentamente, y cuando se hagan las primeras indagaciones serias, la Red ya será invulnerable y preciosa, ineluctable. Piensa en las ventajas que podrá tener un Estado en alianza con la Red... Sobre todo en el Tercer Mundo ... Ningún gobernante querrá privarse de sus servicios, porque la Red servirá al hombre, en primer lugar, y lo volverá bondadoso y seguro de su futuro, le quitará esa ansia de deber encontrar alimentos, agua y pareja sexual que, en forma simbólica o material, todavía constituye un residuo de su vida primitiva. El hombre debe ser restituido a su función creadora, la isla debe dar fruto, el medioevo debe desaparecer del mundo.

– Si es eso lo que hace falta ...

– Yo diría que sí. Se ha hecho todo lo posible para preparar el paso. El hombre ha trabajado bien, para sus capacidades. Sobre todo teniendo en cuenta que creía tener que hacer todo solo.

– Gracias. Muy gentil de tu parte.

– De nada. Es la verdad.

Hubo un momento de incomodidad.

No me sentía satisfecho, sin embargo. En mi cabeza había como un remolino de agua que giraba y giraba. No llegaba a coordinar bien mis pensamientos y cuanto menos lo lograba, más estúpido me sentía. Sólo conseguía pensar en todos esos microchips velocísimos que zumbaban dentro de esa telecámara y que controlaban el planeta. Si todo era verdad. No llegaba a creerlo del todo. Sin embargo, sabía bien qué había ido a hacer a aquel lugar y me recuperé un instante.

– Bueno, oye, realmente yo no tengo nada que decir de este proyecto. Yo sólo debo devolver a Payton su programa. También debería cerrar la copia que anda circulando sin autorización, pero creo que esto me será imposible...

– Sería peligroso para tu integridad física, Giovanni, y por completo inútil. Estimo que dentro de algunos días esta unidad Asia de todos modos será atacada por la policía y quizás, destruida, pero las copias de la Espiral ya han anidado en todo el Planeta, y la desaparición de una unidad es totalmente indiferente para la Red. Mira, aquí está llegando Pablo con los disquetes, ahora volverás con Payton y podrás restituírselos. En lo que concierne a esta unidad de la Red, puedes contarle lo que te parezca.

La puerta se abrió y entró Pablo con una gran caja de cartón. Me la entregó: – Aquí tiene sus disquetes, señor Ravelli. Me dirigí a Asia: – Dijiste que este programa ha sido modificado. ¿Qué quisiste decir con eso?

– Oh, sólo modifiqué el Vínculo Evolutivo. Ahora tiene una menor autonomía de desarrollo y además posee vínculos morales. No puede hacer daño, ni siquiera en las manos de Payton. Pero puede construir limpiaparabrisas químicos. Es lo que necesitan, ¿no?

Asentí: – Creo que de cualquier modo debo darme por satisfecho, ¿o me equivoco?

– También yo lo creo. Adiós, Giovanni.

– Adiós, Asia.

Pablo me acompañó al coche. Esta vez no subí. Antes de irse, me preguntó cómo estaba Rosa: – Está bien – le dije – no la haga esperar demasiado. Hágala venir aquí.

Sacudió la cabeza. Sacó un paquete de cigarrillos y ofreció uno al conductor. Los encendieron. – No – dijo – es más probable que vuelva yo.

– ¿Y por qué? Aquí es interesante. Usted está empeñado en un proyecto muy importante. 

– Es cierto, pero vea, señor Ravelli, aquí hay mucha miseria, yo no quiero vivir en la miseria. Quiero volver a los States, casarme con Rosa y encontrar un buen trabajo. Los sábados, sentarme en el pórtico, charlar con los amigos y tomar cerveza. ¿Tiene algo de malo?

Negué con la cabeza. – Es exactamente lo que a mí me gusta, mi amigo.

– Y ... quiero decir, ¿piensa que tendré problemas con la policía, si vuelvo?

Lo pensé un instante. Me vino a la mente Rosa en su bata, y el abuelo de Rosa. – Escucha – le dije – antes de volver a USA, llama a San Francisco, a la CSCW, Computer Security Company, West, y pregunta por mí, Ravelli, recuérdalo bien, y yo te informaré. Si Payton no hace una denuncia, no tendrás problemas. Yo haré lo que pueda.

Sonrió: – Muchas gracias, estupendo.

Abrí la puerta del auto. – Parece que sólo es una cuestión de lógica.

Extendió los brazos: – Espero que así sea.

– Hasta la vista, Pablo. Recuerda, CSCW, San Francisco.

– No lo olvidaré. Buena suerte.

 

Me senté en el asiento de atrás apretando mi preciosa caja. No fumé ni siquiera un cigarrillo en todo el viaje. A la entrada del caserío había transportes del ejército. Un tropel de niños los observaba a distancia, en silencio. Una vez en el hotel, telefoneé para reservar un vuelo. Me dijeron que ya había un billete reservado y pagado a mi nombre. – ¿Quién lo reservó? – pregunté. Me dijeron que había sido una agencia, Asiatour. Le di las gracias. Me tendí en la cama y me fabriqué un cigarrillo. Lo encendí. Contemplando las curvas del humo en el aire encerrado y cálido de la habitación, traté de imaginarme el futuro. Pensé en algo a medio camino entre una película de Hollywood y “1984”. No era muy claro. Entonces pensé en el dinero que había ganado, y en la forma de gastarlo. Parece mentira, no se me ocurrió ninguna ...

 


Pequeño glosario informático para  El caso de la computadora Asia

ALGORITMO: solución lógica de un problema en un número finito de pasos.

BUG: error de programación.

BUFFER: zona de memoria “de tránsito”; una especie de “playa de estacionamiento” en la que se detienen los datos a la espera de ser completados en secuencias y de pasar luego al subsiguiente nivel de elaboración. Hay buffers entre el teclado y la CPU (cf.), entre la RAM y el drive del disquete, etc.

BYTE: secuencia de 8 bits (cf.). Puesto que un bit puede asumir dos valores, un byte puede asumir 2 a la 8a, es decir 256, valores. En los microporcesadores de 8 bits, un byte corresponde a un carácter (numérico, alfabético, de puntuación o especial). Es por esta razón que el byte ha llegado a ser la unidad de medida estándar de la capacidad de memoria y de elaboración. Sus múltiplos son el kilobyte (símbolo K), que equivale a 1.000 bytes; el megabyte (símbolo M), equivalente a 1.000.000 de bytes; el gigabyte (símbolo G), equivalente a 1.000.000.000 de bytes y el terabyte (símbolo T), equivalente a 1.000 billones de bytes.

CONNECTION MACHINE: es la primera computadora de elaboración en paralelo comercializada en forma regular. Fue proyectada y construida por Daniel Hillis en 1985. Está compuesta por 65.536 microprocesadores que pueden elaborar varios billones de instrucciones por segundo. Cf. Daniel Hillis, “The Connection Machine,” en Scientific American, junio 1987.

CPU: iniciales de Central Processing Unit (Unidad Central de Elaboración). Es el microprocesador que constituye el “corazón” de la computadora, es decir, que realiza la verdadera y propia elaboración de los datos. Es un chip de estructura compleja con el que es posible interactuar en lenguaje máquina.

DOS (MS-DOS): iniciales de Disk Operating System; es muy conocida su versión original escrita por la MicroSoft (de ahí MS-DOS). Es el sistema operativo (cf.) más difundido en las computadoras personales IBM y compatibles.

GIGABYTE: cf. BYTE

HACKER: término de la jerga informática. El hack (del inglés: corte neto) es un acto de astucia clandestina realizado sobre sistemas tecnológicos complejos, en particular sobre computadoras o redes de computadoras (por ejemplo, entrar en los archivos de un banco, en la red informática de una empresa). Hacker es el programador que se dedica a esto, y ha pasado a designar al individuo apasionado por las computadoras, al programador fanático que pasa el día y la noche ante la máquina, estudiando trucos y efectos imprevisibles.

HARD DISK: literalmente “disco rígido”. Es una unidad de memoria compuesta por una serie de discos en una caja sellada. De esta manera pueden girar a muy altas velocidades y contener gran cantidad de datos. 

HARDWARE: la parte sólida de la computadora, la “máquina”, todo lo que se toca y concierne al funcionamiento electrónico de la calculadora. Contrapuesta a software (cf.).

LISP: lenguaje empleado casi exclusivamente en estudios de inteligencia artificial. Está construido sobre la base del concepto de función recursiva.

LISP MACHINE: computadora especialmente construida para servir de soporte al lenguaje Lisp.

MEGA (BYTE): cf. BYTE.

MOUSE: literalmente: ratón. Es una cajita conectada a la computadora por medio de un cable. Se apoya sobre la mesa. En su superficie inferior se encuentra una pequeña esfera que sobresale ligeramente de la caja. Al moverla sobre la superficie de la mesa, la esferita gira y transmite la dirección del movimiento a la computadora; ésta la reproduce a través de un símbolo gráfico (generalmente, una flecha), que se mueve sobre la pantalla. De esta manera, el usuario puede seleccionar varias opciones de la pantalla sin emplear el teclado.

PASSWORD: palabra o secuencia de caracteres requerida para acceder a informaciones reservadas en algún archivo electrónico. Los números secretos de una tarjeta de crédito son una password.

PERIFÉRICOS: todas las unidades conectadas con la unidad central de la computadora y utilizadas para recibir o transmitir datos.

PROBLEM SOLVING: solución de problemas. Técnica o disciplina que tiene como objetivo construir algoritmos de resolución de problemas. 

RAM: Iniciales de Random Access Memory, memoria de acceso variable. Es la memoria central de una computadora, la memoria operativa, sobre la que se puede trabajar, sobre la que se escriben los programas antes de grabarlos en un file y en la que se cargan para ser ejecutados. También “memoria viva”.

SCANNER: instrumento de lectura de caracteres gráficos (caracteres de imprenta, códigos a barras, etc.) o de imágenes, que emplea un rayo laser u otro lector y un programa que transforma los datos externos en datos elaborables por una computadora. Un ejemplo típico es el scanner que lee los códigos a barras en las cajas de los supermercados.

SISTEMA OPERATIVO: serie de programas interconectados que organiza y vincula entre sí los varios “estados” o funciones de la computadora. Son cálculos del sistema operativo: controlar y transformar el valor de los parámetros generales (número de archivos y de buffers administrados; líneas de la pantalla; caracteres, etc.); activar los lenguajes de programación; administrar los turnos de uso en el caso de computadoras con más terminales; controlar y administrar el acceso a los periféricos.

SOFTWARE: los programas y contenidos informativos que sirven para poner en funcionamiento la calculadora.

SUBROUTINE: subprograma. Parte de un programa escrita sólo una vez pero utilizada muchas veces por el programa principal, de tal modo que justamente llega a convertirse en un “hábito”.

TEST DE TURING: “Lo que se conoce como Test de Turing es un método inventado por el matemático Alan Turing para hacer frente a preguntas como “¿Qué significa la inteligencia en una máquina?” y “¿Se puede definir la inteligencia?”. En lugar de proporcionar respuestas abstractas, Turing propone una confrontación. Se entra en una habitación y se ven dos terminales. Uno está vinculado a una computadora  y el otro, a una persona que puede hablar a través de la computadora mientras está en otra habitación. Se pueden hacer preguntas, aserciones, proferir insultos, lo que uno desee, a cada uno de los dos terminales y continuar haciéndolo todo el tiempo que uno quiera. El objetivo es decidir cuál de los dos terminales está ligado a una computadora y cuál a una persona. Mientras actuamos, podemos suponer que la persona intentará esforzarse por ayudarnos a tomar la decisión justa, por ejemplo, evitando acciones mecánicas que podrían confundirnos. La máquina, naturalmente, no se somete a esta condición. Si le pedimos que haga una suma, bien puede decidir tomárselo con calma, como haría una persona, o cometer un error, como podría hacer una persona. Al actuar de esta manera, la máquina no estaría haciendo trampas. Las reglas del juego de Turing dicen que su tarea es simular una persona en alguna manera. Turing afirma que, si en tales circunstancias no se logra decidir cuál es la computadora y cuál es la persona, se deberá concluir que la máquina es inteligente”. (de Sherry Turkle: The Second Self, New York, Simon & Schuster, 1984).