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LOS DIVERSOS VALORES
DE
por Juan Antonio López Ribera
(I.E.S. “Villa de Abarán”, Abarán)
(RBA, Barcelona, 2010) |
Bajo el título de La ciudad de las palabras y el subtítulo de Mentiras políticas, verdades literarias, Alberto Manguel reúne los
cinco textos que escribió para las prestigiosas conferencias Massey en Canadá, que cada año se le encomiendan a un autor
de renombre internacional. Manguel fue el elegido para dictar esas conferencias
en 2007.
El autor de Historia de la lectura (1996) y Leyendo
imágenes (2002) se plantea en estos cinco ensayos, principalmente, las
relaciones entre literatura y sociedad. Varias son las preguntas que, como
explica el propio Manguel en el prólogo, «al final (…) deberán seguir siendo
preguntas» (pág. 15), pues no es intención del autor bonaerense sentar cátedra,
sino estimular el debate: «¿Por qué buscamos
definiciones de identidad en las palabras, y cuál es, en esa búsqueda, el papel
del narrador? ¿Cómo determina, limita y amplía el lenguaje la forma en que
imaginamos el mundo? ¿Cómo nos ayudan los relatos a percibirnos a nosotros
mismos y a los otros? ¿Pueden estos relatos proporcionar a toda una sociedad
una identidad, sea verdadera o falsa? Y para terminar, ¿es posible que los
relatos nos cambien y cambien el mundo en que vivimos?» (pág. 15).
El primer ensayo, titulado “La voz de
Casandra”, comienza con una lúcida reflexión sobre la importancia de las
palabras: «Las palabras confirman nuestra existencia y nuestra relación con el
mundo y con los otros. En este sentido, somos creaciones de nuestra lengua:
existimos porque nos nombramos y somos nombrados, y porque damos testimonio de
nuestra experiencia en palabras compartidas» (pág. 17). Las palabras son
nuestro patrimonio común, son el legado de las generaciones anteriores y el
futuro de las generaciones venideras. A lo largo de todo este tiempo, el
lenguaje ha sido el principal instrumento que ha permitido dar forma a la
realidad.
Todo ello nos conduce,
irremediablemente, al ancho campo de la ficción. La ficción como memoria, como
manera de descubrir qué somos a través de las experiencias ajenas. Manguel toma
como hilo conductor la trayectoria literaria y vital de Alfred Döblin, autor de
Berlin Alexanderplatz (1929), para
profundizar en esta idea. Si examinamos la obra del autor alemán, podemos
constatar que las palabras no sólo sirven para dotar de identidad a la
realidad, sino que también pueden defenderla y pueden ayudar a sobrevivir a los
hacedores, término con el que Borges
señalaba al creador de ficciones.
El hacedor sufre la maldición de
Casandra. Casandra, hija de Hécuba y Príamo, sacerdotisa de Apolo, tenía el don
de la profecía; sin embargo, cuando rechazó el amor del dios, éste la maldijo:
a partir de entonces, nadie creería en sus predicciones. Lo mismo les ocurre a
los hacedores: muchas veces no se les quiere oír, porque dicen cosas que nadie
quiere oír y porque pueden suponer un peligro para los gobiernos (todos sabemos
lo que los estados dictatoriales hacen con ellos). ¿Cuál es, entonces, la
última esperanza del hacedor? Pues no es otra que superar la maldición de
Casandra, conseguir que los lectores crean sus palabras y compartan la
condición beligerante de la ficción.
“Las tablillas de Gilgamesh”, segundo
ensayo del libro, es una reflexión sobre la otredad, sobre el papel del otro en
nuestra propia existencia. Como bien escribe Manguel, «una infinidad de
personajes se oponen, se complementan, aprenden de su contrario y pelean en las
páginas de nuestros libros» (pág. 48). Ello viene a decirnos, en pocas
palabras, que no existimos sin el otro.
En los siglos XVIII y XIX, las
ficciones europeas comienzan a variar de perspectiva respecto al otro. La
literatura, siempre sensible a las circunstancias del momento en que es creada
(en este caso, la creciente preocupación por la maquinización de las
actividades industriales, que amenaza con convertir al ser humano en un mero simulacro),
comienza a plantear un tema inédito hasta el momento: la figura del doble,
«nuestro interior secreto (…) el lado oscuro del corazón» (pág. 48). Hablamos
de autores como E.T.A. Hoffman, Edgar Allan Poe o Heinrich Heine.
En las ficciones más antiguas, el
doble solía describirse como un ser monstruoso (Manguel lo ilustra con la
historia del hombre-perro, cuya primera versión conocemos por Plinio el Viejo).
Con el paso del tiempo, el tema del otro se ha ido vinculando a la cuestión de
la identidad de los pueblos, sobre todo en el siglo XIX, época de incipientes
nacionalismos. La pregunta es: ¿debemos excluir o incluir al otro, al
extranjero? Quienes son partidarios de la exclusión alegan que un
multiculturalismo basado en la integración volvería irreconocible a la nación,
y con ello parecen retrotraerse a la antigua concepción del doble como sinónimo
de muerte, es decir, un otro que nos aterra, un otro con el que nunca debemos
identificarnos y que por lo tanto debe ser expulsado. Dos de las grandes
ficciones del siglo XIX, El extraño caso
del Dr. Jekyll y Mr. Hyde y El retrato
de Dorian Gray, parecen
actualizar esta cuestión.
Sin embargo, la antiquísima Epopeya de Gilgamesh propone justo lo
contrario: buscar en el otro lo que pueda enriquecernos, unir fuerzas con él.
En definitiva, compartir la idea con la que comenzaba el ensayo: nuestra
existencia no es tal sin el otro. Nuestra identidad, escribe Manguel, «exige el
reverso: un esfuerzo constante de inclusión, una historia que recuerda a
Gilgamesh que, para saber quién es uno, son necesarios dos» (pág. 66).
Si el primer ensayo del libro trataba
sobre el lenguaje como denominador común del ser humano, como punto de unión,
en el tercer ensayo, titulado “Los ladrillos de Babel”, Manguel centra su
atención en el fenómeno contrario: el lenguaje como fuente de división y
diferencia. Cuando las sociedades no comprenden la importancia del lenguaje
como medio principal de comunicación, surgen las modernas torres de Babel
(sobre todo en situaciones de colonización, en las que se quiere imponer una
lengua sobre otra).
En tales tesituras, cabe preguntarse:
¿qué función cumple el hacedor de ficciones? Nuestro autor nos recuerda
acertadamente que la lengua escrita nació para registrar hechos de la vida
cotidiana, hechos económicos; la lengua como vehículo de la ficción llegó mucho
después, cuando el pensamiento ya había sido moldeado por esa concepción del
lenguaje. Por lo tanto, no hay que olvidar nunca que la ficción, como ya se
apuntó en el primer ensayo del libro, siempre es una respuesta a la realidad
social del momento histórico en que ha sido urdida. Puede ser una respuesta
pronta (la literatura sobre
Manguel examina ampliamente otras dos
funciones del hacedor de ficciones. La primera tiene que ver con su papel a la
hora de configurar la identidad de una sociedad; el autor argentino dedica
varias páginas a este asunto, tomando como ejemplo la mitología inuit (esquimales).
La otra función del hacedor es la de ser una fuente de transmisión permanente
de sabiduría; el poder catártico de la ficción se remonta a las primeras
historias, como
Para comenzar el cuarto ensayo, bajo
el título de “Los libros de Don Quijote”, Manguel retoma la idea con que había
acabado el tercero: «En lugar de reunir nuestras diferentes características y
nuestras diferentes hablas bajo el dominio de una lengua común pero
restringida, quizá sea posible entretejer todas ellas y transformar la
maldición de Babel en un don de muchas lenguas» (pág. 110). Nadie puede ser
dueño exclusivo del conocimiento, y quienes lo pretenden son los que suelen
utilizar la lengua como instrumento de división u odio entre los pueblos. Es la
eterna lucha entre la fuerza y la razón, entre las armas y las letras. La
historia, desgraciadamente, está plagada de este tipo de conflictos, en los que
el poder político aplasta la cultura. Las primeras páginas del cuarto ensayo
del libro constituyen un breve recorrido por algunos de estos convulsos
episodios.
En el ámbito de la literatura, quien
mejor simboliza esta ancestral batalla entre la espada y la letra es nuestro
inmortal hidalgo Don Quijote de
El quinto y último ensayo, “La
pantalla de Hal”, es una reflexión sobre las
estructuras sociales modernas. Muchas veces recurrimos a ese «otro hostil» para
explicar muchos de los males de nuestra sociedad, cuando en realidad el
problema es intrínseco, es la propia máquina social quien actúa de manera
perversa bajo el pretexto de la búsqueda de la perfección: «el sueño de una
máquina social perfecta que seleccionará infaliblemente lo bueno frente a lo
malo, eliminando lo nocivo y preservando sólo lo sano» (pág. 146).
Jack
London dejó incompleta una novela, titulada Asesinatos
S.L., en la que trataba este tema: una sociedad
dirigida por un inquietante personaje llamado Dragomiloff que mata por encargo
a personajes indeseables a cambio de un pago en efectivo. Sin llegar al extremo
que plantea Jack London, nuestra maquinaria social no queda tan lejos de lo que
planteaba el autor estadounidense: «Nosotros, en nuestras sociedades, hemos
permitido la puesta en marcha de maquinarias económicas destinadas a ganar
cantidades ilimitadas de dinero, sea cual fuere el coste de vidas humanas pero
sin creer que entre esas vidas puede estar la nuestra» (pág. 152). La
perversión de la sociedad en la que vivimos consiste en que unos pocos se
enriquecen a costa de la ruina y la muerte de muchos, que siempre son otros, nunca nosotros.
Nunca nosotros porque somos eslabones
de la cadena, somos consumidores destinados a caer en sus redes, y caemos de
una manera pragmática y dogmática, sin el propósito indagador que caracteriza a
la literatura. La maquinaria no puede permitir que se le cuestione, no puede
permitir que el consumidor ponga en tela de juicio su existencia, porque eso
podría significar su fin. Es entonces, cuando alguien osa rebelarse contra ese
engranaje perverso, cuando entran en juego los mecanismos de censura. Puede
darse una censura más radical, como la prohibición del uso de lenguas no
oficiales, o más sutil, como la que se está produciendo en el actual mercado de
la venta de libros. Consiste esto último en empobrecer el lenguaje literario
(abierto, infinito) hasta convertirlo en un lenguaje publicitario (monosémico,
incuestionable), para así aumentar las ventas con una literatura facilona que
guste a la gran masa de consumidores (no lectores). Se trata de privar
–disimuladamente– a la gente de la «buena literatura», haciéndoles creer que no
serán capaces de disfrutarla o valorarla: «la industria debe inculcarnos la
estupidez porque nosotros no nos convertimos en estúpidos de forma natural. Por
el contrario, venimos al mundo como criaturas inteligentes, curiosas y deseosas
de aprender. Requiere un tiempo y un esfuerzo inmenso, individual y colectivo,
reprimir y finalmente anular nuestra capacidad intelectual y estética, nuestra
percepción creadora y nuestra utilización del lenguaje» (pág. 158).
La literatura, como tantas otras cosas
en el mundo, es víctima de una creciente «cosificación» (término de Lukács), es
decir, su valor reside en el coste monetario o en lo que el consumidor está
dispuesto a pagar por ella. Su valor artístico ya no cuenta, el libro se ha convertido
en un simple producto que pugna por encontrar un buen sitio en la estantería de
la librería, porque eso significará que vende mucho y que, por lo tanto, es
bueno.
Esta
progresiva tecnificación de la literatura no sólo afecta al libro como producto
acabado, sino que influye en todo el proceso de gestación de la obra literaria.
La creación de una obra ya no es sólo cosa del autor, como era hasta que el
libro se convirtió en un artículo exclusivamente comercial. Ahora el autor es
quien inicia el proceso, que deberá ser completado por un editor y aprobado por
un departamento de marketing. Tal proceso ha sido diseñado para favorecer al
mercado, pero, en cambio, actúa claramente en detrimento de la lengua
literaria, pues limita –por así decirlo– su radio de acción. La literatura se
convierte en un mero pasatiempo, una vez anulada su capacidad para remover
conciencias y fomentar el pensamiento crítico. Pero, a pesar de los esfuerzos,
conscientes o inconscientes, por desterrar la lengua literaria, no hay que
perder la esperanza en el poder de la ficción: «Los relatos no pueden
protegernos del sufrimiento o del error, de las catástrofes naturales o
artificiales o de nuestra propia codicia suicida. Lo único que pueden hacer a
veces, por razones imposibles de prever, es hablarnos de esa locura y esa
codicia y recordarnos que debemos mantenernos alerta frente a las tecnologías
cada vez más perfeccionadas. Los relatos pueden ofrecer consuelo frente al
sufrimiento y palabras para dar nombre a nuestras experiencias. La ficción
puede decirnos quiénes somos y qué son esos relojes de arena a través de los
cuales nos deslizamos, y puede también sugerirnos formas de imaginar un futuro
que, sin exigir un final feliz, pueden ofrecernos alguna manera de permanecer
vivos, juntos, en esta tierra maltratada» (pág. 181).
Con La ciudad de las palabras, Alberto
Manguel nos ofrece una nueva muestra de su inmensa sabiduría y personalidad a
la hora de escribir. Como ya hiciera en algunas de sus obras anteriores, el
autor argentino reivindica, ante todo, el poder de la literatura para combatir
la ignorancia. Nuestra realidad cotidiana avala esas mentiras políticas del subtítulo del libro, esa manipulación global
que todos hemos aceptado pasivamente y mediante la cual se nos quiere convencer
día a día de que el pensamiento crítico es algo obsoleto, innecesario, incluso
elitista. En resumen, al sistema no le conviene que pensemos, porque podría ser
el principio de su fin.
La literatura ayuda a combatir esa
apatía mental que se nos quiere inculcar a diario. La ficción es esencial para
construir la identidad de nuestro tiempo, refleja la vida con todos sus
matices, verbaliza una y otra vez la complejidad de la existencia humana. En
las páginas de Manguel se plantean los más diversos temas, pero en todas ellas
nunca deja de palparse la insobornable fe de su autor en el poder de la
ficción. Es un verdadero placer pasear por esta ciudad de las palabras, repleta de lúcidas y penetrantes
reflexiones sobre el papel social de la literatura: combatir las mentiras políticas que nos quieren
convencer de que la realidad que vivimos es la mejor que podamos imaginar jamás.
Contra esas mentiras, tenemos las diversas verdades
literarias que desgrana Alberto Manguel en este libro.
Sirvan como conclusión unas palabras
de Mario Vargas Llosa, nuestro último premio Nobel de Literatura: “El efecto
político más visible de la literatura es el de despertar en nosotros una
conciencia respecto de las deficiencias del mundo que nos rodea para satisfacer
nuestras expectativas, nuestras ambiciones, nuestros deseos (…) esa es una
manera de formar ciudadanos alertas y críticos sobre lo que ocurre en
derredor". Hoy más que nunca, la buena literatura debe tener como buque
insignia esta idea, y si hacedores y lectores siguen comprometidos con ella, la
ciudad de las palabras permanecerá
viva como símbolo del innegable poder de la ficción.
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