REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


LEER EL TIEMPO EN EL ESPACIO: LA NARRATIVA DE MIGUEL DELIBES Y FRANCISCO UMBRAL[1]

 

Javier Rodríguez Pequeño

(Universidad Autónoma de Madrid)

 

Mercedes Rodríguez Pequeño

(Universidad de Valladolid)

 

Resumen
En este trabajo se analiza la importancia que tiene el espacio como  representación de una época en la obra narrativa de Miguel Delibes y de Francisco Umbral. Queremos analizar de qué manera y con qué  finalidad, el espacio, punto de apoyo para el personaje y el  conflicto, se convierte en un instrumento válido para la construcción de la trama y de los motivos temáticos en las novelas urbanas  vallisoletanas de Delibes y de Umbral de la segunda mitad del siglo XX.

 

Abstract
In this work we analyze the importance that takes the space as a  representation of a time in the narrative work of Miguel Delibes and  of Francisco Umbral. We want to analyze of what way and with what  purpose, the space, point of support for the personage and the  conflict, turns into a valid instrument for the construction of the plot and of the thematic motives into the urban novels in Valladolid  of Delibes and of Umbral of the second half of the 20th century.

 

Palabras clave:

Narrativa, Delibes, Umbral, Tiempo, Espacio.

         


 

La relación profesional y personal entre Miguel Delibes y Francisco Umbral fue temprana y constante, desde su encuentro en El Norte de Castilla, periódico vallisoletano, donde el maestro dio al alumno las primeras lecciones de periodismo. Esa relación se mantuvo a través de las  permanentes sugerencias literarias de uno a otro, vertidas en un extenso intercambio epistolar, fiel testimonio, además, de una perdurable amistad que alcanzó un alto grado de familiaridad y, a pesar de algunos desencuentros, conservó el respeto y la admiración mutua.

 Desde el primer momento, Francisco Umbral vio a Miguel Delibes como su “hermano mayor”, y con él se ha sentido identificado siempre. Por esta razón escribió en 1969 uno de los primeros libros dedicados a su obra, Miguel Delibes, publicado en 1970, porque, como confiesa en el prólogo, le consideraba “una de las claves culturales de la vida española contemporánea y una de las claves íntimas de mi vida”. Un libro en el que hay biografía, crítica y evocación, y que ha sido punto de partida para los estudios posteriores, y en particular para este artículo.

          Existen, pues, un vínculo profesional periodístico y literario, y una íntima amistad. Por otros motivos aparecen emparejados en esta pequeña reflexión, pues aun siendo escritores con procedimientos y técnicas narrativas sustancialmente distintas, algunas de sus obras proporcionan rasgos para un oportuno panorama comparativo, puesto que en ellas se da una coincidencia espacial y temporal. Ambos vivieron en Valladolid en los años anteriores a la guerra, los de la guerra y primera posguerra, incluso en los años cincuenta y sesenta, y precisamente esta ciudad y esta época aparecen como referente en algunas de las novelas de ambos escritores. Entre las numerosas claves temáticas que la narrativa de cada uno de estos escritores puede ofrecernos, nuestra propuesta está limitada a analizar de qué manera y con qué finalidad, el espacio, punto de apoyo para el personaje y el conflicto, se convierte en un instrumento válido para la construcción de la trama y de los motivos temáticos en las novelas urbanas vallisoletanas de Delibes y de Umbral. Ya apuntaba Asunción Castro, refiriéndose a la narrativa de José Mª Merino que “el espacio contribuye, pues, a fijar la personalidad, e identifica a los individuos que lo habitan” (2000: 228).

           Es reiterativo, y tal vez innecesario, recordar que la narrativa de Delibes está dedicada al pueblo, al campo y a la ciudad, siendo Castilla, en gran parte de su obra, el escenario y preocupación constante. Ya en el primer acercamiento a la obra delibiana, la agudeza de Francisco Umbral acierta al señalar la ciudad de Valladolid como la síntesis de Castilla y divide la obra hasta entonces escrita por Delibes en dos grandes familias: la urbana provinciana y la rural (1970: 79). Y en esta primera crítica, muy sagaz, aunque Umbral la defina como no académica, considera a Delibes “el máximo cronista de la provincia española después de Clarín y Valera” (1970: 62).

          Son varias las novelas de Delibes cuya acción transcurre en una ciudad de provincias. Con la particularidad, como constata Nicolás Miñambres  de que  “si Miguel Delibes tiene a Castilla como espacio real, Valladolid se transforma a veces en escenario subjetivo. Si exceptuamos El hereje (1998), con el Valladolid del siglo XVII como localización, casi nunca la ciudad aflora en las páginas del novelista como marco objetivo, pero sus límites urbanos son claros” (2003:93). Efectivamente, en las novelas que tienen a Valladolid como punto de referencia, la ciudad no está evocada de forma expresa, (el autor era reacio a que el nombre de Valladolid apareciera en sus novelas, hasta que en El hereje la nombra casi cien veces) y sólo en alguna se ve más claramente, frente a la explícita denominación geográfica de la ciudad en la obra de Umbral. Valladolid se esconde, principalmente, en las siguientes novelas de Delibes[2]:

 

Mi idolatrado hijo Sisí (1953)

La hoja roja (1959)

Aún es de día (1959)

Cinco horas con Mario (1966)

Madera de héroe (1987)

Diario de un jubilado (1995)

          Delibes confiesa la complejidad de sus preocupaciones: “Yo he lastrado mi obra con una preocupación moral, esto es que, a mi inquietud estética, he unido una inquietud ética, que si literalmente es irrelevante, busca de alguna manera un perfeccionamiento social” (El autor y su obra: Miguel Delibes, p. 17  El subrayado es nuestro). Cabe pensar, pues, que ante la creación de estas novelas urbanas, Delibes, convertido en el cronista de su sociedad, con una constante crítica a la burguesía de aquellos años, se preguntase qué personajes debía elegir, porque sabemos muy bien que él ha manifestado que su novela es ante todo novela de personaje. Pero no nos cabe ninguna duda de que tenía también muy claro en qué lugar situar la trama, qué tipo de ciudad debía tener como referente; su ciudad, de la que nunca quiso salir y de la que tenía un conocimiento profundo. Hemos de reconocer que la trama de estas novelas está situada en el único espacio posible y con los personajes idóneos.

          La crítica semiológica aplica la denominación de socio-semiótica cuando se interesa por la atención al entorno urbano que la narrativa presenta como símbolo social  compartido (Gottdiener, 1994). Siguiendo este criterio, Agustín Cuadrado[3] hace una lectura del entorno urbano en las novelas de Delibes con el fin de presentar cómo funciona este proceso de comunicación y, al mismo tiempo, escuchar el diálogo que establecen dichos espacios y sus habitantes. Es el método más adecuado, y del que ya nos hicimos eco en nuestro análisis de El tesoro (Rodríguez Pequeño, 2010), para comprender el significado del espacio y su relación con los personajes y la trama en su alcance social. En esta obra se distingue claramente que estamos ante un espacio entendido como lugar practicado y no como un lugar antropológico, siguiendo la terminología de Augé (2004).

Veamos, pues, la interrelación del espacio urbano con la dimensión social, puesto que uno de los principales significados de la geografía urbana de Miguel Delibes es que habla de justicia social. El estudio de los personajes urbanos nos permite ponerlos en relación con el espacio, y descubrir cómo emerge la ciudad definida por una sociedad clasista y con una doble moral  (Vázquez Fernández, 2007).

En Madera de héroe los personajes constituyen el símbolo de una época (años veinte y treinta del siglo XX) y Gervasio, el protagonista, “apenas tendría interés sin el fondo familiar y social que contribuye a caracterizarlo”, como el propio autor reconoce en Los niños, pues “la crispación y dureza de estos años están reflejados con objetividad y sin paliativos en este libro” –Madera de héroe-, que él considera la novela más ambiciosa que ha escrito.

Y en este sentido, el “naturalismo machacón” de Aún es de día muestra el ambiente de Valladolid en la inmediata posguerra. A diferencia de su opinión sobre la novela citada anteriormente, Delibes no estaba muy satisfecho de esta novela y, sin embargo, entre otros rasgos, de ella consigue salvar, y alcanza gran mérito, su particular recreación de la vida social del barrio de San Andrés. En esta obra se establece una relación directa entre el espacio físico y los hombres que lo habitan, en mutua correspondencia de miseria física y miseria moral, porque la guerra aparece como telón de fondo, entendida como desolación, hambre y ruina[4]. Sebastián lleva una triste y monótona vida “regular y gris” (p. 9). El frío de las casas –casas desamparadas y sucias parecían “una pocilga; periódicos rotos, cucarachas muertas, mondas de naranja y de cacahuetes se amontonaban en la cocina, entremezclados con las bolas de porquería de ratón” (p. 12). El jolgorio, la alegría del barrio le parecía puro artificio para envolver las penas y miserias, y ambas descripciones, de las casas y del barrio, no responden  más que a una crónica social de carácter simbólico, porque lo que predomina en las calles es el “viento helado” de la posguerra.  

En esta dimensión socio-espacial incide asimismo el motivo temático de la burguesía provinciana de los años sesenta, de ideología conservadora, que  aparece en Mi idolatrado hijo Sisí, La hoja roja y Cinco horas con Mario, presentados como una crónica de la evolución política, social y religiosa de la ciudad. Con una burguesía cargada de un sólido egoísmo y carente de valores políticos, morales o religiosos (Cuadrado, 2010), la ciudad se convierte en el elemento transmisor de sus problemas, delineando su evolución. Encontramos en La hoja roja: “Perdido en la noche urbana, pensó de nuevo en Lucita y en sus paseos vespertinos, cuando él analizaba las bocas de riego y las papeleras públicas y los rincones con inmundicia y ella le regañaba: ‘No estás trabajando ahora, Eloy” (p. 13). Efectivamente, el espacio urbano está irremediablemente unido a su trabajo y está presentado en función de mostrar la situación laboral.

Mi idolatrado hijo Sisí es la intensa crónica social de una ciudad en plena guerra civil, de la misma manera que en La hoja roja, también de forma implícita, muy discreta y agazapada, la ciudad –que es Valladolid, aunque podría ser cualquier otra ciudad de provincias- es el mero soporte donde presentar una situación política y social de la posguerra. En La hoja roja, los dos personajes, el viejo y la criada, actúan en un ámbito real, un espacio vivido, y la escasa descripción de la realidad geográfica de la ciudad está contrarrestada con la potenciación de los interiores, fríos y desangelados. El ambiente gris de la ciudad vallisoletana se reafirma porque “fuera, se descolgaba la nieve fúnebremente. En las ramas entumecidas de los plátanos se formaba una leve cenefa”, descripción con la que el narrador da el tinte sombrío de la España Negra. Asimismo, en Cinco horas con Mario, la ciudad aunque no aparece descrita, está presente, y es el marco para el análisis de la sociedad, “de la intransigencia del intelectual puro ante el oportunismo”, escribe el propio autor en Un año de mi vida. Y en la revista Reseña, en 1970, añade cuáles son esas preocupaciones intelectuales: los arribismos políticos y sociales, la insolidaridad, e incluso la discriminación de la mujer. El autor no considera Cinco horas con Mario una novela política, pero está dentro del contexto político español, por eso es más acertada la consideración de Álvarez-Blanco cuando habla de “narración dialéctica de modos distintos de pensar” y añade que Delibes elige “el espacio del duelo, especialmente, cuando se localiza su práctica en el seno de una España en la que, desde el final de la guerra civil, el duelo público por los “perdedores” y por los contrarios al régimen estuvo censurado” (2010:96, 98). Tal como indica Ramón Buckley en “Ideología en la obra de Miguel Delibes” “la ideología de un autor no suele aparecer en la superficie de un texto literario –especialmente si se trata de una novela- y sin embargo la ideología está en el origen mismo del texto, está en su principio y en cierto sentido en su final” (2010:13)

          Apuntaba Umbral ya en sus primeros juicios críticos de 1970, y posteriormente en su artículo “Drama rural, crónica urbana” (1994), que en las novelas de Delibes, Valladolid aparece como la ciudad imperial, la romántica, la liberal, la falangista, y finalmente, la consumista (en Diario de un jubilado). Esta acumulación de factores conlleva al autor a la intensa crónica histórico-social que le posibilita El hereje, novela que el autor dedica a “Valladolid, mi ciudad”, y en la que describe la situación, la actividad, los movimientos, incluso las calles y el espíritu de la ciudad, testigo del paso del tiempo. En esta novela la representación geográfica en donde se concentra la acción está en función de la reconstrucción de la historia de Valladolid y de la creación de una atmósfera asfixiante, tormentosa, y con decidida insistencia en la intolerancia, pero está excluida de nuestro corpus porque el tiempo en el que transcurre la acción es otro.

Aunque en la obra delibiana no faltan rasgos autobiográficos (García Domínguez, 2010)  –como la apoyatura en la figura de su padre en La hoja roja, y en su propia vida en Madera de héroe- es evidente que el recurso de la localización en una ciudad provinciana tiene un objetivo documental-social de significativo alcance. Esta soterrada intención crítica del autor, no siempre burlada a la censura, nos permite acercar estas novelas, encuadradas en la parcela urbana, al género de crónica.

Podríamos pensar que al tratarse de una crónica social, predominarían los espacios públicos, pero no es así. La particularidad de esta localización es que concentra la acción en espacios interiores habitables de la ciudad, en espacios privados de un íntimo mundo  burgués, en fuerte contraste con el  paisaje exterior urbano de las novelas de Francisco Umbral. En estas novelas de Delibes los elementos de localización, cuando aparecen, son ámbitos de actuación de los personajes, y estos y  el singular cronotopo le imprimen una dimensión social. En Cinco horas con Mario, Menchu asocia -en las escasas ocasiones en las que aparecen- espacios públicos y clase social: “Créeme, Mario, todavía me duelen las plantas de los pies de patear las calles, y si llovía, a los soportales, y si helaba, al calorcillo de los respiraderos de los cafés. Sinceramente, ¿tú crees que ése era plan para una chica de clase media más bien alta? (p. 48).

Los espacios interiores son recintos ideológicos, sociales y económicos. En Mi idolatrado hijo Sisí el despacho es un  recinto sagrado (también en Cinco horas con Mario); el comercio, un ámbito económico, un negocio de objetos que pertenecen al confortable ámbito burgués; el dormitorio es lugar de discusión, o de reproches, en Mi idolatrado hijo Sisí y en Cinco horas con Mario, y la casa, el ámbito de la mujer. Construye ámbitos de actuación asfixiantes, lugares de desencuentros y  discusiones. La cocina es el espacio del servicio, de la clase baja, aunque a veces sea lugar de cálido encuentro, el de don Eloy y la Desi, en La hoja roja: “En vista del fracaso, el viejo Eloy decidió celebrar la nochebuena en la cocina” (p.12).

          El espacio familiar, que acoge un amplio material ideológico social, está en función de la caracterización del personaje, como pilar básico de la crónica social, política y moral. Es decir, que a pesar de ser un espacio familiar, se convierte en el recurso constructivo elemental para la creación de un ámbito social, colectivo y no individual.

          Desde 1960 Umbral se interesó y publicó varias reseñas sobre la obra de Delibes (Aparicio Nevado, 2009) y es el que mejor ha entendido el carácter de las novelas urbanas de Delibes: “El narrador casi nunca describe la ciudad, sólo lo imprescindible, no se detiene en el gran lienzo urbano, lo que para Delibes cuenta y le interesa es el paisaje interior, porque es la suya una novela burguesa de interiores, no de calles y plazas” (Umbral, 1994::67). Con esto queda todo dicho, porque poco añade el hecho de que Delibes nos confiese que “las primeras vivencias que guardo de Valladolid son las relativas al Campo Grande… Yo veía y sentía el Campo Grande desde que tenía unos meses y me sacaban al balcón. Después, a la hora del paseo, no había más que cruzar la calzada y ya estabas en el parque” (García Domínguez, 2010:52), pues en pocas ocasiones aparecen los parques: de soslayo en La hoja roja, y a través de los paseos de Lorenzo cuando acompaña a Tadeo el poeta, en Diario de un jubilado, paseo convertido en un suplicio, muy alejado del plácido deambular y vivir, sentir y emocionarse por plazas y calles, que, sin embargo, vivimos en la narrativa umbraliana.

Nos parece muy acertado el criterio de García Posadas cuando define Cinco horas con Mario como “crónica de un desastre cotidiano” -definición a la que nos sumamos y hacemos extensible a las aquí reseñadas-. Miguel Delibes es un cronista de las características negativas de la sociedad en la que vive, precisamente por su desintegración ética e ideológica.

         

          De forma instintiva, con una evidencia que se antepone como un resorte insistente, se nos impuso la comparación del tratamiento del espacio vallisoletano de Delibes con el que aparece en muchas de las obras de Umbral, en las que, como ya hemos dicho, se da una coincidencia espacio-temporal.  Si en el caso de Delibes podemos hablar de “espacio” como lugar practicado (Certeau, 1984: 117), ante la narrativa de Umbral sería más apropiado hablar de “lugar” como símbolo del espacio antropológico, así definido por Marc Augé y considerado “al mismo tiempo principio de sentido para aquellos que lo habitan y principio de inteligibilidad para aquel que lo observa” (2004:58).

Los libros -novelas o memorias- de Francisco Umbral en los que la geografía urbana de Valladolid es fundamental  son todos los que acogen como núcleo temático la infancia, adolescencia y primera juventud del protagonista, que son de marcado carácter autobiográfico, porque se corresponden con los años en los que el autor vivió en esta ciudad. Lugares identificatorios, constitutivos de identidad individual, relaciones e históricos (Augé, 2004:58). Así pues, tenemos idéntico cronotopo en:

 

Balada de gamberros (1965)

Memorias de un niño de derechas (1972)

Los males sagrados (1973)

Las ninfas (1976)

Los helechos arborescentes (1980)

Las ánimas del purgatorio. (1982)

Giganteas (1982)  

El hijo de Greta Garbo (1982)

Capital del dolor (1996)

Los cuadernos de Luis Vives  (1996)

La forja de un ladrón  (1997)

 

 

En estas novelas de Francisco Umbral hay una concepción vital y lírica de la ciudad que potencia la relación mundo-yo, mediante una geografía real que alcanza un nivel general y universalizador. Además, ofrece un sutil tratamiento del territorio que sirve para garantizar la verosimilitud testimonial y humana del texto, al tiempo que permite una interpretación del espacio, que remite a cuatro aspectos: al político-social y moral, como en las novelas de Delibes, pero también al cultural, y al laboral, aunque ahora nos limitemos, al entrar en el marco comparativo con las novelas de Delibes, al territorio social de la marginación, la humillación, y la constatación de las clases sociales (Rodríguez Pequeño, 2010), pues el lugar se mira como un “pedazo de la propia historia”.

Umbral viaja hacia el pasado atravesando diversas fases del desarrollo social, y los enclaves urbanos de Valladolid son los pilares que generan una trama espacial de carácter autobiográfico, y que además intervienen en la construcción de su identidad. ¿De qué sutiles recursos, vitales y literarios se sirve nuestro autor? El conjunto de elementos culturales, comportamientos y símbolos que el escritor describe en la geografía urbana funcionan como sustrato que fundamenta su sentimiento de identificación. Como apunta la corriente constructivista, la identidad no se hereda, sino que se construye; es algo dinámico, adaptable, y de esta manera el conflicto de identidad al que se enfrenta Francisco Umbral, su deseo de definirse a sí mismo, viene dado por el afán de pertenencia a un grupo cultural determinado y cuya formación requiere, además, de un proceso de carácter social.

          Si de forma general, la identidad se afirma en la relación interpersonal, en el caso de Francisco Umbral la narración de historias se explica como un proceso social y existencial, que actúa sobre el sujeto y su entorno, según explica Ana Arendt en The Human Condition (1958). Potenciada en sus obras, en la dimensión geográfica encuentra el alcance cultural, político, social, moral, sexual y laboral para la creación de su propia identidad, su propia manera de ser, pensar y hacer. Son muchos los antropólogos –Michel Jackson en The Politics of Store telling (2202) o John D. Niles en Homo Narrans (1999)- que inciden en la “interpretación del impulso narrativo del narrador protagonista y su construcción de una identidad narrativa[5]. El tema de la propia identidad, con múltiples variaciones en su invención narrativa, es reiterado en la obra umbraliana, aunque ahora nos limitemos a su búsqueda en el espacio geográfico, urbano y vallisoletano.

El estudio sobre el espacio y el tiempo de Ernst Cassirer, en Antropología filosófica (1945), nos recuerda que el espacio perceptivo es el habitable por el hombre pensante y contiene elementos de la experiencia óptica, acústica, táctil y kinestésica. Teniendo en cuenta esta reflexión definitoria, podemos afirmar que el espacio perceptivo de Delibes pertenece a la experiencia acústica. Escucha lo que los demás dicen para captar el habla coloquial y hacer hablar a sus personajes. A ello suma sus excelentes virtudes de narrador (González, 2010), pues basa su narración en la experiencia viva y directa para captar las múltiples voces, la polifonía desbordante de sus personajes (Umbral, 1970) en el marco socio-espacial preciso, urbano o rural. 

Umbral funde en la poderosa palabra, -junto a la singular memoria, la vivencia y la asombrosa erudición- la inquisitiva mirada. El espacio perceptivo de Umbral contiene, predominantemente, elementos de la experiencia óptica, sin olvidar que ofrece un material lingüístico obsesiva y deliberadamente personal, una palabra intensamente trabajada de la que emerge su peculiar estilo. Si decimos que Delibes escucha y basa sus excelentes dotes de narrador en la experiencia viva y directa, Umbral aquilata su mirada a la actualidad más vibrante, siempre con la misma instancia enunciativa, y con la particularidad de que interpone interesadas mediaciones artísticas. Los miopes, como Zola, incluso los ciegos como Milton o Borges, saben sublimar su limitación. A las múltiples voces empleadas por Delibes, que responden a un amplio abanico social, se corresponde la intensa mirada de Umbral, el talento visual que va más allá de una realidad aparente (Rodríguez Pequeño, 2010).

Francisco Umbral nos recuerda que Balada de gamberros, Las ninfas y Memorias de un niño de derechas son “tres colores del arco iris para un mismo paisaje”: la infancia, a la que se acerca con “infinitas miradas y luces” que le aclaran las cosas y enriquecen su personalidad. Efectivamente, la geografía vallisoletana le proyecta muchos colores, muchas luces y él ejerce sobre ella múltiples miradas. He aquí la radical diferencia con la fabulosa capacidad de “poner voces” de Delibes, y que el propio Umbral denominó, con su terminología ajena a la crítica académica,  “ventriloquismo literario” (1970:63).

En la narrativa de Umbral aparece una sola voz, en singular o en plural, pero muchas miradas. El niño-adolescente no muestra una visión única de la ciudad, porque reconoce que todo tiende a reproducir esa estructura dual –“que en los libros chinos de mi primo se llamaba el ying y el yang”. (Los Cuadernos de Luis Vives, p.17), y que él considerará sublimidad o necesidad, grandeza y miseria, amor y rencor, sueños y odios, paraíso e infierno. Todo, lo deseado y lo prohibido, lo bueno y lo malo, sucede en el mismo espacio acotado de la ciudad, aunque no al mismo tiempo.

          El autor rememora cómo en la corta infancia republicana, Francesillo participa del primer ceremonial de la grandeza en el espacio geográfico que se inicia en el camino de su casa, en la calle de San Blas, hasta el Ayuntamiento,  edificio en el que había una biblioteca municipal, acogedora, surtida, libre y concurrida, en la que se siente importante (El hijo de Greta Garbo). Aquella fue la geografía de lo sublime. Pero poco tiempo después, aquellos espacios de libertad y grandeza se convierten para el protagonista en el escenario de la incomprensión de la guerra (Capital del dolor).

          En contraste con el protector espacio infantil de la biblioteca, la calle es el lugar irascible, por el que camina, inquieto, el Francesillo adolescente. Enseguida, tras disfrutar de la grandeza, sobrevino la inquietud, llegó el desahucio de la vida, el desalojo de las seguridades primeras, y se da cuenta de que el mundo no le pertenece, porque en la calle, parece que hay un dueño absoluto de todo, un hombre solo y sombrío (El hijo de Greta Garbo, p. 62).

La visión geográfica, en su vida adolescente, que coincide con la posguerra, adquiere otros matices, porque comprueba que la geografía de la ciudad espeja la división social. La diferencia social del niño que procede de una burguesía modesta venida a menos, evidentemente, está explicitada, de forma plástica y tremendamente sugerente, en acontecimientos, juegos, objetos, como cuando en Memorias de un niño de derechas constata, ante la bicicleta, como signo de riqueza, que “ellos eran los de las bicicletas y nosotros los de las chapas de gaseosa” (112), y lo mismo con el balón -de reglamento o de trapo-, o con la ropa, blanca, de unos, o del Auxilio social, la de otros. Y tiene una percepción precoz de la diferencia social en su propia casa, ante la discriminación que observa entre su primo y él, al único que envían a hacer recados. De la misma manera, comprueba que la visión geográfica muestra la división social.

Insiste en el infierno que para él suponía atravesar las calles con el cesto de la compra, que escondía entre sus ropas, frente al momento de sublimidad que representaba, para el aspirante a poeta, pasear por la calle Santiago. Por unas calles se siente artista, por otras, humillado, pues la ciudad está configurando el interior del personaje. De ahí el valor simbólico de los espacios urbanos, porque no sólo los transita, sino que los habita y los produce, creando la ciudad con sus propias emociones.

El paseo hacia la catedral herreriana, para la misa dominical, entraba dentro de su itinerario social. El adolescente snob no pierde la oportunidad de mezclarse con la gente bien de la ciudad, por eso va a la Catedral de escaleras de piedra y escalinatas irregulares, aun reconociendo que pertenece a una familia venida a menos. Proceso de desclasamiento a la inversa del que Umbral ensalza en Delibes (1970).  A diferencia de Miguel Delibes, quien a lo largo de su proceso creativo experimenta un desclasamiento respecto a su origen burgués, borrando distancias hasta llegar a un enraizamiento en otra clase más baja, en un proceso de desclasamiento hacia el pueblo, Umbral busca la incorporación a una casta de intelectuales. Y lo significativo es que es precisamente Umbral quien descubre en Delibes ese proceso, y con premeditada intención y recursos manifiestamente más explícitos, literaria y personalmente, él realiza el proceso contrario.

 Asimismo, el camino hacia el barrio de las prostitutas, además de la trasgresión que representa el descubrimiento del sexo en su adolescencia, incide en la construcción de un yo consciente de la diferencia entre estas mujeres y las que asisten a misa de una en la Catedral.

En la obra de Umbral la geografía muestra su dimensión social que deja traslucir las propias vivencias del personaje, por tanto, con mayor carga existencial, y permite encuadrarlas dentro del género de ficción autobiográfica, lejano del género de crónica urbana de las novelas de Delibes. La narrativa de Umbral alcanza los tres conceptos necesarios para analizar la narrativa espacial: la práctica espacial (lo percibido), las representaciones de espacio (lo concebido) y los espacios representacionales (lo vivido), y es un discurso de construcción identitaria.

          Como señalaba Víctor Frankl (1977) “hoy no nos enfrentamos ya, como en los tiempos de Freud, con una frustración sexual, si no con una frustración existencial”. Umbral busca una solución a la concepción de su mundo, y sobre todo, de si mismo, busca una identidad bien integrada para evitar caer en un vacío existencial. En la configuración de esa identidad, de ese ser uno mismo, entra la construcción socio-cultural, y de manera relevante en Umbral, a través de su obra, la dimensión geográfica, pues el interés del autor responde a la consideración de Laing (1961) de que “la identidad es el sentido que un individuo da a sus actos, percepciones, motivos e intenciones (…). Es aquello por lo que uno siente que es ‘el mismo’, en este lugar y en este tiempo”.

          La identidad geográfica de Umbral con la ciudad de Valladolid le proporciona una fortaleza ideológica, un modelo de mundo convincente. La búsqueda de una identidad es el motor propulsor de muchas de sus novelas, que le sirve, en primer lugar, para autodefinirse, y no menos deliberado, para construir una imagen ante los demás.

         

Así pues, resumidas algunas de las múltiples interpretaciones de muchas obras en muy pocas páginas, podemos concluir que es evidente que el localismo de la acción en una ciudad provinciana –Valladolid, tanto en Delibes como en Umbral- interesa porque la dimensión local y/o personal tienen validez universal. “Una ojeada a la literatura universal nos permite apreciar en seguida que los grandes escritores han sido localistas e incluso autobiográficos” (Umbral, 1970:91). Y en los textos aparecen materiales ideológicos -“ideologemas”- que permiten incorporar la singularidad de la obra al proceso vital de la interacción, tal como se da en la concreción de la vida histórico-social (Medvedev, 1977).

          Ya sea a través de la presentación de la vida de una ciudad de forma “estática”, parada “azorinianamente en el tiempo”, en las novelas de Delibes, (Umbral, 1970),  o de una ciudad en la que el movimiento es constante, con el fin de presentar rápidamente el cambio social o moral, en la obra de Umbral, en ambos casos, el lugar repercute en los personajes, y sirve para interpretar el mundo, la ideología, la sociedad y la propia identidad.

En ambos narradores hay un contagio de la sustancia espacial en el personaje literario, en uno, mediante un atento escuchar, y en otro, mediante la memoria visual. En el mundo urbano de Delibes surgen muchas voces, en el de Umbral, muchas miradas. La crónica social presente en la obra de Delibes ha dado lugar a la denominación de  novela burguesa, y otra modalidad genérica surge cuando Umbral utiliza el recurso de la ficción autobiográfica, elaborando una novela intimista. “Cada género posee su espacio específico… Y a la inversa: cada espacio posee “su” género, que puede ser identificado por una trama espacial –por su geografía: por un mapa- que le es propia” (Moretti, 2001: 34).

          Ante el particular aspecto destacado en esta selección de novelas de Miguel Delibes y de Francisco Umbral, reconocemos la autoridad de Bajtin cuando refiriéndose a Walter Scott, sentenció que hemos de saber “leer el tiempo en el espacio” (Bajtin, 1998:247), y que el fundamento espacial que teorizó en el cronotopo confirma que “lo que ocurre depende estrechamente del dónde ocurre” (Moretti, 2001: 70).


 

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[1] Este artículo se ha realizado en el marco del  Proyecto de Investigación “Ampliación del estudio de los espacios reales y espacios imaginarios en la narrativa castellano y leonesa reciente (1980-2009) (código VA009A10-1) financiado por la Junta de Castilla y León.

[2] Lamentablemente queda fuera de este corpus urbano La sombra del ciprés es alargada (1948) en la que la construcción literaria de la ciudad de Ávila conlleva sugestivas connotaciones simbólicas. También hemos relegado Diario de un cazador (1955), aunque aúna lo rural y lo urbano, y Las guerras de nuestros antepasados (1975), de escasa ambientación urbana. Y por esta razón, de excesiva reducción espacial,  consideramos también en esta nota a pie de página y no en el corpus central, El príncipe destronado (1973). Evidentemente, puesto que pretendemos acotar la localización temporal en ambos autores, tenemos que dejar fuera de nuestro análisis El hereje. Aunque se ajusta perfectamente a la definición de crónica en tanto que relato de acontecimientos históricos, no lo hace en cuanto a nuestra consideración de retrato social urbano contemporáneo del autor.

[3] Agustín Cuadrado, primero en su tesis doctoral Las prácticas cotidianas castellanas: hacia el imaginario cartográfico de Miguel Delibes, (en prensa), y posteriormente en su artículo centrado en la novela Mi idolatrado hijo Sisí (2010).

[4] La sombra de la guerra se vislumbra también en  Mi idolatrado hijo Sisí, El príncipe destronado y Madera de héroe.

[5] Cfr. “Tradición e identidad: una invención narrativa en El heredero” de Cheng Chan Lee, en Confluencia, Spring, 2010, volume 25, number 2, pp. 70-80, y Cheng Chan Lee, “El lugar identificatorio: un espacio liminal en El heredero de José Mª Merino”, en Mª Pilar Celma Calero y Carmen Morán Rodríguez (eds.). Geografías fabuladas. Trece miradas al espacio en la última narrativa de Castilla y León, Madrid, Iberoamericana, 2010, pp. 57-69. Y José Ramón González. “La nostalgia del lugar en Volver al mundo de J.Á. González  Sainz” en Mª Pilar Celma Valero y Carmen Morán Rodríguez (eds.). Geografías fabuladas. Trece miradas al espacio en la última narrativa de Castilla y León, Madrid, Iberoamericana, 2010, pp. 211-226.