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El triunfo, Francisco Casavella
(DeBolsillo, Barcelona, 2006)
Visto ahora, me doy cuenta de que,
fijándome, y de ser yo, la verdad, alguien que está al tanto y en el mundo, me
hubiera dado cuenta mucho antes de que se iban a
matar. Pero es que nunca quise ni supe hacer mucho caso a esas historias que
caminan por el Barrio, despacio, como un perro sin amo o un colonquito
sin norte, pero que te las encuentras en todos los sitios antes de tú decir
hola. Además no debía.
Eran los años guapos. Cuando el Tostao, el Topo y yo nos escapábamos del Barrio y nos
íbamos hasta muy lejos y éramos allí los reyes, saludando a todo el mundo y
quedándonos con la gente.
Éramos más delgados y más guapos y yo
le diría a usted que hasta más listos, cuando, al llegar a las calles grandes,
les sacábamos el dinero a los marinos americanos y a los marinos italianos y el
bolso a las extranjeras de piel colorada que se creían caminando por el cuarto
de baño de su queo, oliendo las flores y tocándole el
pico a los pájaros y haciéndoles chu-chu-chu a los loritos reales.
Por la tarde nos íbamos muy lejos y
cuando llegaba la noche, juntábamos, el Tostao, el
Topo y yo, el dinero que nos quedaba, sentados en el suelo, contra una parada
cerrada del mercado, entre los trozos de lechuga tirados y pisoteados en los
callejones y el olor a pescado y a naranjas y a lejía. Allí mismo, perdidos
entre las sombras y los gritos que venían, a veces del Barrio y a veces de las
calles grandes, nos reíamos y creíamos poder llegar a montar un imperio, ser
como el Gandhi, porque no teníamos otra cosa que
nuestro pobre coco para pensar y nuestras piernas para correr. Y es que, la
verdad, no teníamos otra cosa.
A veces, buscábamos por las esquinas
del mercado latas grandes de anchoas y sardinas y con papel vegetal del duro y
un poco de cinta aislante por aquí y por allá, nos hacíamos un timbal guapo y
enseguida adivinábamos a quién se lo íbamos a regalar. Cantando y dando palmas
y dándole también al timbal nos íbamos al bar de
Así, por la costumbre, por lo chulo que
era y por la pinta de señorito, ya tan chinorris, seguimos llamándole el Nen
toda la vida.
(pp. 15-16)
Con los días, a uno le iban llegando
voces como a mí me tenía contado mi padre que caían las manzanas de los
árboles, allá en su pueblo, según iba llegando el otoño: despacio, como si
quisieran que nadie se diera cuenta, pero retumbando. Caminaba yo un día por Robadors de buscar unas herramientas que Andrade me había
mandado recoger en el barrio de al lado, cuando de la puerta del Go-go me sale
- Eran como las nueve y el Portugués nos dijo a
(pp. 27-29)
El Tostao me
tiene contado que cuando se levantó, se podían oír los bugas
de noventa calles más arriba, porque allí donde estaba él no se oía un silbido
y me ha contado que la sangre era brillante y salía de las notas que estaban
esparramados por el suelo y corría entre los adoquines y hacía charcos como
cuando llueve. Y me ha contado que vio hilos de sangre bordear una barra de
cuarto y que enseguida hubo tanta sangre alrededor de la barra de cuarto que la
barra se movía. Y me ha contado que se oyó el ruido de una bolsa de la compra
al caer que no fue más que el aviso del vidrio de un escaparate al estallar. Y
me ha contado que entonces se oyó el ¡ay!, de alguien, me tiene dicho el Tostao, que siendo un hombre quisiera convertirse en niño.
Y un perro se puso a ladrar. Y me ha contado también que no sabe por qué se
puso a llorar allí mismo y luego a gritar y que primero sólo se le oía a él,
pero que enseguida todo fue gente llorando y gritando y girando y que ya no se
volvió a oír nada otra vez hasta que empezaron a sonar los ñiguñigus
de la plas y el Tostao,
llorando como un condenado, también salió de naja.
(pp.44-45)
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