REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


LAS TRECE ROSAS DE LA GUERRA CIVIL

VISTAS POR EL NOVELISTA JESÚS FERRERO Y EL PERIODISTA CARLOS FONSECA

 

Jaime Céspedes Gallego

(Université Paris 10 – Nanterre, Centre d’Études Ibériques et Ibéro-Américaines)

 

 

Realizamos aquí un estudio comparativo entre la novela de Jesús Ferrero La Trece Rosas (publicada en abril de 2003)[1] y el libro del periodista Carlos Fonseca Trece Rosas Rojas (publicado en abril de 2004)[2], dos obras que han influido mucho en la recuperación de las conocidas como las Trece Rosas, trece mujeres de las que en el momento de su ejecución, el 5 de agosto de 1939, nueve tenían solamente entre 18 y 21 años de edad, teniendo las otras cuatro 23, 24, 27 y 29 años[3]. Nos proponemos explicar aquí por qué el libro de Ferrero, a pesar de ciertas diferencias importantes respecto del de Fonseca, recurre a ciertas licencias desde el punto de vista histórico, modificando lo realmente acaecido pero sin albergar una intención realmente deformadora de la significación de los hechos reales, sino intentando que la esencia de la historia sea percibida de manera más íntima y a la vez más sólida que a través de un relato más histórico lleno de información y detalles. A pesar de las diferencias entre ambos autores, Fonseca trata de alcanzar el mismo objetivo con un libro realmente verídico en cuanto a su contenido, a pesar de estar algo novelado en su forma.

 

Gracias a su calidad literaria, la obra del novelista Jesús Ferrero, nacido en Zamora en 1952, despertó, más de sesenta años después de los hechos, el interés general en España en torno al caso de las Trece Rosas, adelantándose algunos meses al también esperado libro de Fonseca, de factura más complicada, ya que es este un trabajo basado solamente en documentos reales. Como recuerdan hoy día muchos historiadores españoles, no hay que pensar que antes las Trece Rosas no fuesen conocidas en absoluto o que se evitase hablar de ellas, pero sí es cierto que su caso era fundamentalmente recordado, aparte de en las obras de algunos historiadores, solo en la memoria de exiliados políticos, para quienes las Trece siempre tuvieron un carácter mítico, sobre todo entre los antiguos oponentes clandestinos al régimen franquista, como recuerda Jorge Semprún en el prólogo a la edición en francés de la novela de Ferrero[4]. Esta novela, así como la investigación documentada de Carlos Fonseca (el tercer libro publicado por el periodista madrileño nacido en 1959), desencadenaron toda una serie de obras en otros ámbitos culturales (como el cine, el documental, el teatro y la danza contemporánea) que han hecho posible no solo la difusión general de este episodio especialmente execrable de la Guerra Civil, sino también una reflexión global sobre la relación entre Arte e Historia. Ello constituye un nuevo paso adelante en la superación del periodo de "olvido voluntario" a consecuencia del llamado "pacto de silencio" tácito que, si bien posibilitó la transición española hacia una democracia sostenible, obstaculiza todavía en ocasiones la rehabilitación de las víctimas de la guerra que se promueve en España y desde sus propios gobiernos con renovadas fuerzas desde principios del siglo XXI.

 

Antes de analizar según el propósito anunciado las obras en que nos centramos en este trabajo, recordemos rápidamente que el origen de la tragedia de las Trece Rosas se halla en la decisión tomada por el Buró Político del Partido Comunista de España (el principal órgano de dirección del PCE) en febrero de 1939 de hacer que sus principales dirigentes se exiliasen antes de que las fuerzas franquistas llegasen a Madrid. El PCE quiso en ese momento dejar en la capital de España una organización compuesta por jóvenes militantes poco conocidos. Tal decisión fue tomada a raíz del rechazo categórico de los franquistas a negociar la rendición de la capital, lo que había sido propuesto por el Consejo Nacional de Defensa el 8 de marzo de 1939. Fue así como el mando del partido en Madrid fue otorgado en un primer momento a Matilde Landa Vaz (conocida como Elvira, de 35 años y detenida tan solo algunos días después de su nombramiento, exactamente el 4 de abril de 1939 [5] ), y a Joaquín Rodríguez López (de 36 años, como secretario de organización del Comité Provincial de Madrid). Se cree que este último fue quien denunció a Elvira bajo tortura. Como estas dos personas fueron detenidas muy pronto, se decidió nombrar jefe del PCE en Madrid a Francisco Sotelo Luna (alias Cecilio, de 40 años), detenido también poco después de su llegada a la capital. Con Cecilio estaba Federico Bascuñana como enlace entre el PCE y las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU) y tres de las Trece Rosas: Carmen como "responsable femenina", Pilar como responsable de la creación de pequeños grupos, llamados "sectores", de las JSU en las diferentes zonas de la capital, y Dionisia como la persona que debía hacer de enlace entre todos ellos.

 

Por tanto, bajo la dirección del PCE se encontraban en las JSU antiguos militantes de la Unión de las Juventudes Comunistas y de la Federación de las Juventudes Socialistas que se juntaron en marzo de 1936 con el nombre único de Juventudes Socialistas Unificadas. Justo al finalizar la contienda, la misión general de las JSU era localizar a compañeros que corrían peligro, ayudar a sus familias y protegerlas, a la espera de conocer las medidas que los vencedores adoptarían, esperando también a que se reorganizase el PCE, que creía que el general Franco no permanecería mucho tiempo en el poder cuando la guerra estallase en Europa.

 

Cuando Severino Rodríguez, a la cabeza de las JSU como secretario general, fue detenido, denunció bajo tortura a compañeros que denunciaron a su vez a otros, poniéndose así en marcha la inevitable cadena de detenciones. Severino Rodríguez fue sustituido por José Pena Brea, quien, pese a su juventud (21 años), había adquirido una gran experiencia de la guerra en Brunete y en Guadalajara, habiendo conocido también la prisión en Alicante. Llegó a Madrid el 10 de abril de 1939 y fue detenido un mes más tarde, el 11 de mayo, víctima seguramente de otra delación. Su confesión igualmente bajo tortura fue la que permitió que se detuvieran casi inmediatamente a todos los demás dirigentes de las JSU que quedaban, quienes no tuvieron prácticamente tiempo de reaccionar. De esta manera, el 16 de mayo de 1939, empezaron las detenciones de las Trece Rosas con las de Pilar, Ana, Virtudes, Dionisia y Carmen; Cecilio, Severino Rodríguez, Pena Brea y Bascuñana serían también ejecutados el mismo día que las Trece.

 

Con excepción de Blanca (que no pertenecía en absoluto a las JSU), Adelina (que estuvo afiliada a la Unión de Muchachas durante la guerra pero no tuvo contacto con las JSU al término de la misma), Carmen (responsable femenina encargada de la redacción de un Plan de trabajo para la mujeres[6]) y Dionisia (que hacía de enlace entre los dirigentes en Madrid), se puede situar a las otras Rosas en uno de los sectores en que estaba operativo algún grupo de las JSU en abril de 1939[7]: en el Sector Norte, Pilar; en el Sector Oeste[8], Julia y Virtudes; en el Sector Este[9], Joaquina; en el Sector de Chamartín de la Rosa[10], Ana, Martina, Victoria, Elena y Luisa.

 

Con la ejecución de estas 13 mujeres y de 43 hombres el 5 de agosto de 1939 el franquismo quiso responder de manera desmesuradamente ejemplar al triple asesinato del comandante Isaac Gabaldón, su hija de 18 años y su chófer de 23 en una acción que había tenido lugar siete días antes (el 29 de julio de 1939). El régimen recién llegado al poder utilizó el triple asesinato como una excusa para organizar rápidamente un proceso (llevado a cabo el 3 de agosto) que permitió terminar con una organización a la que temía precisamente por estar compuesta por jóvenes capaces de plantear continuamente problemas durante mucho tiempo. Como era de suponer, la prensa franquista del día después de las ejecuciones presentó estas como una venganza justa contra el asesinato del comandante Gabaldón, pero sin precisar el alto número de ejecutados, dado que los franquistas aprovecharon la ocasión para matar también a gente de la que querían deshacerse por otros motivos. El régimen no dudó en condenar por primera vez a nueve mujeres menores de edad en aquel entonces, considerando que un detenido no era realmente responsable de su compromiso con la república (y que no merecía, por tanto, la pena de muerte) solo cuando era menor de 16 años (salvo si había matado a alguien). Por otro lado, resultaba que los verdaderos autores del asesinato de Gabaldón eran tres hombres que habían conseguido librarse de las detenciones que habían estado efectuándose a consecuencia de las torturas a dirigentes de las JSU a principios de mayo de 1939. Los tres[11], conocidos como "los Audaces", serían, de hecho, detenidos un poco más tarde, el 1 de julio, pero no serían identificados como los autores del triple crimen y no fueron ejecutados sino dos días después de las Trece Rosas, el 7 de agosto, con otros jóvenes dirigentes de las JSU[12].

 

Tras este rápido repaso del contexto histórico y del contexto particular en torno a la ejecución de las Trece Rosas, veamos las diferencias que existen entre las dos obras que nos ocupan e intentemos calcular hasta qué punto podemos considerarlas como complementarias. Antes de las obras de Ferrero y de Fonseca no había específicamente sobre el tema de las Trece Rosas sino un trabajo de Jacobo García Blanco-Cicerón titulado «Asesinato legal (5 de agosto de 1939). Las Trece Rosas»[13], publicado en febrero de 1985. Aunque daba cuenta de los hechos en general, contenía imprecisiones debido al hecho de que en el momento de su publicación todavía no se podía tener acceso a los documentos que Fonseca sí pudo consultar después, sobre todo, al sumario, clasificado con el número 30.426[14]. Algunos datos referidos a las Trece Rosas aparecían en el libro publicado por Tomasa Cuevas también en 1985 Cárcel de mujeres (1939-1945)[15], realizado con entrevistas a varias compañeras de las Trece Rosas que todavía estaban en vida. Aun así, ese primer intento de difusión debido a García Blanco-Cicerón no fue secundado posteriormente y no bastó para difundir de manera generalizada el caso de las Trece, ya que el pacto de silencio al que hemos hecho referencia estaba todavía plenamente en vigor.

 

A primera vista, parece que Jesús Ferrero no tiene en cuenta más documentación sobre el caso que la proporcionada por esas dos fuentes principales de los años 1980. En todo caso, no utiliza en su novela la información contenida en el sumario. Ello nos hace pensar que su intención fue escribir una historia verosímil de los últimos días de las Trece Rosas a partir de los elementos generales que conoce y sabiendo que tales elementos eran insuficientes para dar cuenta de la lógica completa de las causas y los efectos reales. Por ello encontramos en su novela varios elementos inventados cuya función es afianzar la verosimilitud del conjunto. El lector de la novela de Ferrero no es consciente de lo que este ha inventado o modificado si no ha leído previamente el libro de Fonseca (o si no ha consultado por sí mismo el sumario del caso u otro trabajo basado en este). Fonseca, por su parte, no menciona en absoluto la novela de Ferrero, aparecida un año antes de que terminase su libro, y da la impresión de querer desmentir los elementos inventados por Ferrero, demostrando implícitamente los "defectos" que, desde un punto de vista estrictamente histórico, contiene la novela.

 

De este modo, al contrario de Ferrero, Fonseca arranca su novela dedicando varias páginas a recordar el contexto político particular de los primeros meses de marzo de 1939 en Madrid, cuando los ciudadanos que habían apoyado la república vivían bajo la amenaza inminente de las represalias de las tropas franquistas. Ferrero, por su parte, prefiere comenzar directamente proponiendo una reconstrucción imaginaria de las detenciones de las Trece, sin entrar en las razones precisas de tales detenciones y sin lanzar hipótesis acerca de las personas que pudieron denunciarlas. Al no hacer referencia a causas concretas y casi ninguna al papel preciso que desempeñó cada una de las Trece durante la guerra, Ferrero parece pretender caracterizarlas implícitamente como heroínas que aceptaron morir para que otras no muriesen en su lugar, lo que, de hecho, concuerda con los mensajes esperanzadores que varias de ellas mandaron realmente por carta a sus familiares desde la cárcel. De esta manera, Ferrero da a su relato el tono de una tragedia cuyas protagonistas son conscientes de no poder vencer una invencible fatalidad escrita de antemano cuya manifestación precisa no sería sino una de las formas múltiples y azarosas que sabe adoptar la barbarie. Fonseca, por el contrario, lo que quiere es restablecer toda la verdad, como suelen desear mayoritariamente las familias de las víctimas. Fonseca nos da todos los detalles que posee acerca de las detenciones, insistiendo especialmente en la cadena precisa de delaciones que llevó de una a otra y señalando la ausencia de información fiable cuando es el caso. Incluso reproduce el acta de la sentencia del proceso con los nombres completos de los condenados y de los miembros del tribunal militar (en el anexo 4).

 

A diferencia de Fonseca, Ferrero nunca dice los apellidos de las trece mujeres, solo sus nombres, lo que subraya el valor simbólico que otorga a sus personajes, simbolismo ya propiciado por la propia caracterización de las mismas como rosas, apelación que les fuera dada por las reclusas de la cárcel de Ventas tras su ejecución, no habiendo sido todavía en esa época adoptada la rosa como símbolo del socialismo[16]. Esta preferencia se explica también, desde nuestro punto de vista, por el hecho de que de la lectura de la obra de Ferrero se desprende la impresión de que las Trece Rosas son verdaderas heroínas dignas de toda nuestra admiración y gratitud, mientras que la impresión que prevalecería de la obra de Fonseca es que las Trece son más bien solamente víctimas dignas de nuestra compasión y admiración, pero no tanto de "gratitud" (o al menos, no como la sentimos al leer a Ferrero). Mostrándose tan preocupado por el restablecimiento de la verdad (como los que le aportaron su testimonio), Fonseca rehabilita a las Trece Rosas como las víctimas que fueron, mientras que Ferrero se muestra especialmente interesado, por un lado, por conseguir con este material un alto grado de emoción estética, y, por otro lado, por reducir la complejidad real de esta historia a su esencia, y, en todo caso, a hacernos ver la utilidad de su muerte y la continuidad de su presencia entre nosotros, es decir, entre los herederos de los valores que las Trece encarnan. En nuestra opinión, ello explicaría suficientemente el éxito del libro de Ferrero a pesar de los "defectos" señalados, que creemos que es mejor no ver como tales[17]. Ferrero se esfuerza por sacar a las Trece Rosas de la supuesta categoría de simples víctimas para reinsertarlas en un estructura semántica que las configura como víctimas propiciatorias, evitando así caer en el patrón literario de la ironía trágica para crear más bien una tragedia romántica, más apta para hacer inteligible la significación de sus muertes que Ferrero quiere transmitir y para otorgarles toda la dignidad de que son merecedoras. Dicho esto, hay que precisar que esta visión dignificante no se aplica por igual a cada una de las Trece. Ferrero establece cierta gradación tomando en consideración que hubo algunas que, según su grado de compromiso real con el republicanismo, debieron considerar de diferentes maneras el valor de su propia muerte, como vemos en los pasajes de la tercera parte del libro en que las jóvenes mujeres discuten entre sí principalmente sobre el porqué de su muerte próxima. De hecho, se sabe que el deseo de continuar formando parte de las JSU no era el mismo en Pilar, Dionisia, Carmen, Virtudes o Joaquina que en Ana, Martina, Victoria y Elena, quienes simplemente no se opusieron a prestar pequeños servicios de contacto en los primeros días de la posguerra, sin olvidar que Blanca y Adelina no tenían ya verdaderamente ninguna intención de colaborar en las JSU en aquel momento. En general, a través del proceso de aceptación de la imposición de la muerte en la novela de Ferrero, las víctimas rituales se convierten en heroínas simbólicas al saber que contribuyen a calmar la ira del enemigo, a la espera de poder ser un día, simbólica pero públicamente, recuperadas para la Historia (y para la Literatura), como reflejan las palabras finales de la última carta que escribió Julia Conesa: “Que mi nombre no se borre de la Historia”, palabras que dieron título al documental que se realizó en 2005 sobre ellas y al que haremos referencia más abajo.

 

Para confeccionar ese patrón de tragedia romántica, la estructura semántica del relato de Ferrero se basa en algunos episodios en particular que presentan una fuerza dramática más intensa que otros y que muestran el signo del sacrificio altruista de las Trece Rosas. Tenemos como ejemplo el ya aludido de las discusiones entre las Trece en la cárcel, en claro contraste con la falta total de diálogos en el libro de Fonseca, donde se recurre a las citas pero donde no aparecen diálogos en estilo directo. Tenemos también la recreación de la propia ejecución, en la que Ferrero dispone que Blanca y Ana no sean alcanzadas por las balas en la primera descarga, lo que parece que no fue cierto sino en el caso de Ana, según Carmen Cuesta (la compañera de las Trece que se salvó por tener tan solo 15 años, habiendo ayudado a Virtudes en el Sector Oeste). Fonseca, en cambio, señala que “varios libros de memorias hablan de Blanca” a este respecto (p. 243). Ferrero refuerza el efecto dramático prolongando por algunos segundos la vida de las dos mientras reclaman su derecho a no ser ejecutadas en virtud del rumor que circulaba de que quien no muriese tras la primera descarga no sería ejecutado. Tenemos también el carácter dramático de los capítulos en torno a la confesión que el padre don Valeriano propone a las Trece y que estas rechazan (con excepción de Blanca, quien era realmente católica). La realidad, sin embargo, fue que las Trece debieron confesarse porque no había otro modo de tener derecho a escribir una última carta (Fonseca, p. 20). Empero, Ferrero aprovecha la ocasión para presentarnos una larga discusión ficticia entre las detenidas y don Valeriano en el transcurso de la cual estas hablan de manera bastante violenta contra la Iglesia y llegan incluso a insultar al cura. Hay que subrayar en esta versión de Ferrero la ausencia de sentimientos de odio por parte del cura, quien se muestra sinceramente compadecido por ellas e intenta incluso hacer llegar a Franco una petición de gracia que no será enviada por la directora de la cárcel, convencida de que esas ejecuciones eran necesarias como escarmiento. En el relato de Fonseca, en cambio, no notamos ninguna referencia hacia los sentimientos personales de los que están del lado de los franquistas. En la novela de Ferrero encontramos incluso un pequeño pasaje familiar impregnado de cierta ternura entre uno de los que interrogan a las Trece Rosas (el apodado “el Pálido”) y su madre cuando en una ocasión se disponen a cenar en casa (p. 182-183), algo que, sin duda, refuerza la impresión de realismo de esta ficción.

 

Con el mismo objetivo, podemos mencionar también la manera en que Ferrero trata en particular la historia de Blanca, la única de las Trece que nunca formó parte de las JSU, como ya hemos anunciado. Blanca, pianista en una sala de cine mudo antes de la guerra, fue ejecutada unos minutos después de su marido (afiliado a la UGT y músico también que aparentemente no hizo más que tocar para la banda del Regimiento de Ingenieros durante la guerra). Su único hijo, Enrique, lleva el nombre de Quique en la novela de Ferrero y es una de las personas que confió sus recuerdos a Fonseca. Ferrero lo utiliza a menudo en pasajes cortos situados al final de varios capítulos para hablarnos de las visitas que hacía a su madre en prisión y de los momentos en que se quedaba en un lateral de la cárcel para poder escuchar a su madre tocar el armonio de la capilla cuando acompañaba al coro de la cárcel. No sabemos si Ferrero conocía la verdadera razón de la detención de Blanca y su marido, pues al no referirse a ella "desperdicia" quizá una ocasión de añadir un elemento todavía más dramático a esta situación, ya que resultó ser la propia familia de Blanca la que denunció al marido de esta por ser un simple músico indigno para ellos de casarse con Blanca. Por ello, la cuñada de Blanca se inventó que el marido de Blanca preparaba un atentado contra Franco.

 

Finalmente, veamos el motivo que nos parece más elaborado en Ferrero: el caso de Adelina, de quien sabemos que solo estuvo afiliada a la Unión de Muchachas de las JSU y que repartió propaganda a veces durante la guerra. Adelina sigue el consejo de su padre de entregarse a los franquistas para evitar represalias más graves, cuando en realidad lo que pretende su padre es hacer méritos ante estos para evitar que lo inculpen a él mismo. Adelina sabe que su padre puede ser llamado a formar parte de los pelotones de fusilamiento de la posguerra para demostrar de esta manera su adhesión a los franquistas, y es la única que acepta su papel de víctima propiciatoria desde el principio al entregarse a la policía voluntariamente, consciente de que está ayudando a su padre, y pensando que así quizá pueda salvarse ella también. Su padre lamentará después en vano el haber sido tan cobarde. Ferrero utiliza el voluntarismo de Adelina para crear la capacidad de discurso necesaria al tono que imprime a su novela. Si una escena de amor entre Adelina y Benjamín sirve a Ferrero para empezar la primera parte del libro, para terminarlo de manera abierta Ferrero elige la focalización interna al personaje de Benjamín recordando a Adelina primero en 1945, después en 1949 y finalmente en 1975. Ferrero cierra el marco narrativo con los recuerdos del personaje de Benjamín el día siguiente a la muerte de Franco en la cama, recuerdos a través de los que Benjamín recrea la vuelta o la "reencarnación", por decirlo así, de las Trece Rosas, como vemos en este fragmento:

 

[Benjamín] entró en una taberna, pidió un café y, mientras lo bebía, se fijó en tres chicas que cruzaban la calle, destacándose de la multitud por su viveza y su sonrisa. Parecían Joaquina y sus hermanas el día en que las detuvieron.

Se dio la vuelta y descubrió a una mujer que le recordaba a Carmen y que acababa de salir de una farmacia. Le conmovió la suavidad de sus rasgos y su sosegada forma de mirar. […]

Entonces imaginó que todas aquellas chicas que lo rodeaban desaparecían como barridas por una radiación y se subió a un autobús que lo dejó en el barrio de Blanca y Julia, muy cerca de la calle San Andrés. Se hallaba frente al inmueble en el que había vivido Blanca cuando vio a una mujer de cara tan lunar como la de Julia que le sonreía antes de desaparecer entre la gente. Fue entonces cuando empezó a escuchar un piano y elevó la mirada.

[...] ya no lo costaba suspender el juicio y creer que Blanca seguía tocando el piano en la calle San Andrés. [...] era fácil volver atrás y pensar que estaba a punto de empezar el ayer (p. 230-231).

 

Seguidamente Ferrero pone fin a la novela con una imagen que se inspira, invirtiendo sus valores, en el poema de Ezra Pound «In a station of the metro»[18]. Lo vemos en el hecho de que Ferrero titula la sección final de su novela «A una estación de metro» y en que menciona en la sección de «Agradecimientos» al poeta de la Generación Perdida entre aquellos que más le han influido. “El tren tardaba en llegar y el andén empezó a llenarse de pasajeros. Fue entonces cuando creyó que dos de las trece volvían a pulular a su alrededor” (p. 274): en esta imagen vemos la intención subyacente de Ferrero de atribuir a las Trece Rosas el poder mitológico que posee la rama dorada, con el fin de reforzar su carácter de símbolos vivientes. Las Trece serían como trece ramas doradas, por utilizar la imaginería de una obra cuya gran influencia en la generación de Pound y latente en su poema es bien conocida[19]. En cuanto al propio Benjamín, sería el único capaz de distinguir a las Rosas entre el gentío, como sugiere también la dedicatoria del libro (“A tras caras surgidas de la multitud”), así como, en Virgilio, Eneas es capaz de reconocer intuitivamente en el bosque la rama dorada que le hará falta para que Caronte lo conduzca al Hades[20]. De este modo, las Trece Rosas no solamente serían para Benjamín “flores del mal” (como las llama en la página 226), sino, sobre todo, una especie de “rosas de oro”, dado su papel revelador en la obra de Ferrero no solo de una verdad histórica sino también de un mensaje humano y universal, el de la afirmación de la vida, del compromiso y de la lucha por unos ideales, guiando así nuestro trabajo creativo de aprendizaje de la Historia. Ferrero, consciente de que el caso de las Trece Rosas era susceptible de sobrepasar un marco de tipo político, ideológico o histórico, se preocupa por dar una dimensión existencial a su novela invitándonos a apreciar el valor de nuestras propias vidas como herederas de un mundo que ha sido posible gracias a que hubo personas que dieron su vida por que ese mundo existiera un día: “Virtudes se prometía aprovechar mucho más cada instante y se hacía el firme propósito de explorar con más ardor, y con los cinco sentidos, el misterio de la vida” (p. 110); “Si salgo viva de aquí seré otra muy distinta, se decía a sí misma [Ana]. Lo había jurado por su vida y no era una mujer a la que le gustase jurar en vano” (p. 123); “—Seguro que en este momento no existe nadie en el mundo que valore más que nosotras el hecho de estar vivas... —añadió Julia. —Nadie —dijo Carmen, con su voz suave—. Es lo único que estoy sacando en claro de esta pesadilla: el valor inmenso de la vida” (p. 164).

 

Habida cuenta de todas estas consideraciones, entendemos mejor que el libro de Ferrero, aunque sea una novela e introduzca varios elementos inventados en relación con la historia real, haya sido en gran parte responsable de la recuperación del caso de las Trece Rosas en nuestra reconstrucción mental de la Historia, que se sitúa en términos lacanianos en el dominio de lo simbólico. Quizá sea por ello por lo que la novela fue inmediatamente traducida al francés, a diferencia de la obra de Fonseca, en la que, aunque sea novelesca en menor grado, no se inventa nada. A este respecto, recordemos una de las reflexiones que atraviesan la obra del autor que firma el prólogo del libro de Ferrero, Jorge Semprún, antiguo militante comunista en la clandestinidad de 1953 a 1964. Semprún siempre se esforzó por defender, a través del pensamiento de muchos de los protagonistas de sus obras o de la voz autobiográfica que las narra, que la historia necesita cierta elaboración artística para ser correctamente transmitida, sobre todo cuando resulta ser casi increíble por su crueldad o por su violencia. Así, el relato de Ferrero reinserta con libertad narrativa en un contexto histórico normalizado (el de la Guerra Civil y la posguerra) el caso durante mucho tiempo silenciado de las Trece Rosas, con el fin de atribuirle un valor trascendental en los conflictos que ayudan a entender ese periodo histórico en cuestión.

 

Se podría pensar que obras como la de Ferrero o como la de Fonseca corren en un principio el riesgo de dejarse llevar por la tentación de un ajuste de cuentas que podría ser visto incluso como "justo" por una buena parte de los lectores a partir del hecho de que ambos autores dan la palabra a quienes no tuvieron derecho a ella antes. Y si bien ambos pretenden que se difunda de diferentes maneras una historia que, de todos modos, estaba llamada a ser generalmente difundida tarde o temprano, ninguno de los dos olvida introducir el punto de vista de los verdugos para "justificarlos" a ellos también en su papel histórico, no en el sentido jurídico del verbo, claro está, sino para demostrar que es necesario, para comprender verdaderamente esos crímenes, conocer la lógica de los vencedores y las razones para continuar la barbarie durante la posguerra. Como hemos dicho, los dos no proceden de la misma manera a este respecto: el narrador omnisciente de Ferrero se introduce a veces en los pensamientos, las intenciones y los problemas de los franquistas para que entendamos mejor una barbarie de carácter en el fondo muy humano; Fonseca prefiere permanecer en el nivel de una explicación general del contexto de los últimos meses de la guerra y de las motivaciones de los vencedores sin tratarlos de manera personalizada o "humana", reservando este acercamiento solo a los pasajes de su relato dedicados a las Trece Rosas de forma novelada. Ferrero ni siquiera menciona fechas concretas ni nombra a los personajes relacionados con la historia de las Trece Rosas del lado franquista por sus nombres reales (salvo cuando se trata de personalidades históricas conocidas de antemano por todos y necesarias para situar el contexto, como Franco). Prefiere utilizar nombres inventados, como Verónica Carranza por Carmen Castro (la directora de la cárcel femenina de Ventas); María Anselma por María Teresa Igual (la segunda responsable de la prisión); y el Pálido, Gilberto Cardinal y Adriano Roux por los nombres verdaderos de los que llevaron a cabo los interrogatorios y decidieron quiénes iban a ser las Trece ejecutadas (a este respecto, Carmen Cuesta hablaba de un tal Fontela como nombre de uno de los realmente encargados de interrogarlas)[21].

 

Podemos preguntarnos, en todo caso, por las razones por las que una novela inspirada en hechos reales y el libro de un periodista que utiliza parcialmente un estilo novelado en vez del rigor científico de un libro de historia alcanzaron tan bien el objetivo de divulgar el caso de las Trece Rosas, divulgación que impulsó incluso la creación de la Fundación Trece Rosas en 2004[22]. Este fenómeno parece confirmar la cuestión que se plateaba Paul Ricœur al reflexionar acerca de las ideas al respecto debidas a A. C. MacIntyre y L. O. Mink[23] y preguntarse:

 

[…] ¿no consideramos las vidas humanas como más comprensibles cuando son interpretadas en función de las historias que la gente cuenta sobre ellas? ¿Y no resultan tales historias de vida a su vez más inteligibles cuando les son aplicadas modelos narrativos –intrigas– tomados de la historia propiamente dicha o de la ficción (del drama o de la novela)?[24]

 

Tal sería claramente el mérito de la novela de Ferrero según Jorge Semprún: poner una historia histórica al alcance de todos gracias a que la reelabora, a que la reinventa:

 

La democracia española, ya consolidada, en pleno desarrollo, tiene fuerza suficiente para pagarse el lujo de una memoria verdadera, crítica, sin equívocos ni evasivas […]. Novelas, ensayos, trabajos documentados abordan desde ahora el terreno durante tanto tiempo abandonado de la memoria borrada, reprimida, censurada, pero que sigue viva, que es capaz de revivir, al menos. En este concierto, la voz de Jesús Ferrero se distingue por su pureza, su fuerza imaginativa –pues ese pasado no solamente hay que redescubrirlo: hay que reinventarlo– (p. 7-8, traducción nuestra).

 

Como hemos dicho al principio de este trabajo, el impulso dado a esta historia por los dos libros dio lugar en 2007 a una película que contribuyó aún más a la popularización de la historia de las Trece Rosas[25]. Como la novela de Ferrero, la película no tiene una pretensión rigurosamente histórica, aunque prefirió inspirarse en el libro de Fonseca para basarse más fielmente en los hechos reales. Por ello, el guión fue confiado a otro novelista, Ignacio Martínez de Pisón (el célebre autor en 2005 de Enterrar a los muertos[26]). Debido principalmente a las limitaciones típicas de un largometraje, la película solo se centra en cinco mujeres: cuatro de las Trece Rosas (Blanca, Adelina, Julia y Virtudes) y Carmen Cuesta, uno de los últimos testigos todavía vivos en el momento de realizarse la película. Entre las cuatro Rosas elegidas como protagonistas, vemos que se encuentran dos sobre las que Ferrero asienta las principales líneas de fuerza dramática de su relato (Blanca y Adelina). Aunque la película gire en torno a cinco personajes principales solamente, el objetivo es hacerlas representativas de lo que las Trece sufrieron, recurriendo también a elementos argumentales inventados para proteger la unidad de sentido de la película. La convicción tanto de Ferrero como del director de la película (E. Martínez Lázaro) es que, por medio de la reelaboración artística, el esfuerzo por crear un relato simplificado y verosímil (ya sea literario o cinematográfico) de la historia de las Trece Rosas permite una sólida transmisión de su verdadero espíritu sin faltar por ello a la voluntad de los que exigen también la restitución de la verdad, como Carmen Cuesta, quien afirmaba cuando se preparaba el rodaje de la película que “lo único que quiero es que cuenten la verdad”[27].

 

Esperamos haber mostrado que el sentido de las diferencias que existen entre los relatos que Jesús Ferrero y Carlos Fonseca dedicaron a las Trece Rosas está motivado por un punto de vista "ejemplarizante" de Ferrero y "literal" de Fonseca en lo que respecta a la ética del enfoque de un relato fundado en hechos históricos. Hemos insistido en explicar la finalidad subyacente tras la construcción ficcional y los elementos inventados en Ferrero, que van en el mismo sentido de la preferencia de Fonseca por la forma novelada aplicada a unos contenidos verídicos. Si, como dice Semprún, “un poco de artificio nos aproxima al arte, por consiguiente a la verdad; demasiado artificio nos aleja de esta”[28], al lector le toca juzgar también hasta qué punto la cantidad de elementos inventados en la novela de Ferrero perjudica o favorece la recuperación de esta historia. Lo que no parece ofrecer dudas es que, como en el célebre poema de Borges[29], las obras de Fonseca y de Ferrero logran el milagro secreto de prolongar la vida de las Trece Rosas en nuestro imaginario histórico.

 

 

 

 

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[1] Ferrero, Jesús (2003), Las Trece Rosas, Madrid, Siruela, 2003, 233 p.

[2] Fonseca, Carlos (2004), Trece Rosas Rojas, Madrid, Temas de Hoy, 2004, 321 p.

[3] Como el límite de la edad adulta en España en aquella época era 21 años, las Trece fueron llamadas “las Menores” en la cárcel de mujeres de Madrid (Ventas) donde pasaron sus últimas semanas de vida. Recordamos por orden alfabético los nombres y apellidos de las Trece Rosas y su edad (y las llamaremos en adelante por sus nombres solo, como hace siempre Ferrero y a veces Fonseca): Carmen Barrero Aguado, “Marina” (20), Martina Barroso García (24), Blanca Brisac Vázquez (29), Pilar Bueno Ibáñez (27), Julia Conesa Conesa (19), Adelina García Casillas, “la Mulata” (19), Elena Gil Olaya (20), Virtudes González García (18), Ana López Gallego (21), Joaquina López Lafitte (23), Dionisia Manzanero Sala (20), Victoria Muñoz García (18) y Luisa Rodríguez de la Fuente (18).

[4] Ferrero, Jesús (2003), Les Treize Roses, Castelnau-le-Lez, Climats, 2005, traducción francesa de Jean-Marie Saint-Lu, prólogo de Jorge Semprún.

[5] Condenada a muerte en diciembre de 1939, Matilde Landa obtuvo la revisión de su pena a treinta años de reclusión gracias a influencias familiares, pero terminó suicidándose el 26 de septiembre de 1942.

[6] He aquí el pasaje en el que Carmen explica la finalidad de su Plan de trabajo para las mujeres: “Estimo debemos organizar a las mujeres dentro de una especie de agrupación que podría titularse Unión de Mujeres contra la Guerra, por ejemplo, que agrupase a las de ideología de izquierdas e, incluso, casándola con el odio a la guerra, a mujeres católicas y aun de derechas, que pueden ayudarnos a hacer un movimiento femenino español y desarrollar la labor de solidaridad” (citado en el libro de Fonseca, p. 89-90).

[7] La intención del PCE en un principio era formar ocho sectores de las JSU en Madrid: Norte, Sur, Este, Oeste, Chamartín de la Rosa, Guindalera, Prosperidad y Vallecas (Fonseca, p. 82). Tras haber logrado crear el Sector Norte, Pilar fue elegida coordinadora de la creación de los demás sectores.

[8] En torno al actual distrito 9 de Madrid.

[9] Las JSU tenían otro sector más al Este de Madrid, el llamado Ventas (en aquella época en las afueras, hoy integrado en el distrito 15, conocido como Ciudad Lineal). Hubo también otro sector en el sur de Madrid que estuvo muy poco tiempo operativo.

[10] Este sector, “el mejor organizado y el que contaba con más militantes” (Fonseca, p. 113) se encontraba al norte del Sector Norte, en el actual distrito 5 de Madrid, llamado hoy Chamartín a secas.

[11] Damián García Mayoral, Sebastián Santamaría Linacero y Francisco Rivares Cosials.

[12] En su libro Madrid en la posguerra, 1939-1946. Los años de la represión (Madrid, Sílex, 2 vols., 2005), Pedro Montoliú Camps explica que las ejecuciones masivas comenzaron en junio de 1939 y se prolongaron durante cinco meses. En junio hubo 227 ejecutados, 193 en julio, 106 en septiembre, 123 en octubre y 201 en noviembre. El 5 de agosto fue uno de las días más sangrientos.

[13] García Blanco-Cicerón, Jacobo (1985), «Asesinato legal (5 de agosto de 1939). Las Trece Rosas», en Historia 16, n 106, febrero de 1985. Este artículo se basa en entrevistas a miembros de las familias de las Trece Rosas.

[14] Además de haber tenido acceso al sumario, Carlos Fonseca consiguió también los testimonios de Tomasa Cuevas y de algunas personas que conocieron a una o varias de las Trece Rosas, especialmente a Carmen Cuesta (quien ayudó a Virtudes en el Sector Oeste y se libró de la pena de muerte por tener solo 15 años en el momento del proceso), tres sobrinos de Dionisia, Enrique García Brisac (el hijo de Blanca), Nieves Torres (secretaria agraria de las JSU), José Luis López Gallego (uno de los tres hermanos de Ana), Antonio Paje Conesa (sobrino de Julia), Carmen Machado, Concha Carretero (ambas recluidas en la cárcel de Ventas) y Pilar Parra (quien fue ayudada por la directora de Ventas, Carmen Castro, gracias a su amistad con ella antes y durante la guerra; Pilar se casaría después con el hermano de Ana, a quien conoció en prisión).

[15] Cuevas, Tomasa (1985), Cárcel de mujeres (1939-1945), Barcelona, Sirocco Books, 2 vols., 1985.

[16] Como explica Julián Rodríguez Álvarez en Las estaciones de la imaginación. Antología de materiales para la enseñanza práctica de la lengua oral y escrita en la Educación Secundaria a través de la experiencia literaria, visual y musical compradas, Murcia, 1998 (1ª edición), toda la tradición literaria muestra el empleo de la rosa como una de las imágenes más utilizadas en el imaginario occidental como símbolo de belleza, de perfección y de verdad, desde el Canto XXX del Paraíso de Dante hasta El nombre de la rosa de Umberto Eco. En el capítulo III de The Mythic Image (Princeton, Princeton University Press, 1974), Joseph Campbell dedica más de sesenta páginas ilustradas a la imagen de la rosa en diferentes culturas.

[17] A veces Ferrero quizá hubiera podido aprovechar más hechos reales para reforzar el tono general de su novela. Pensamos en concreto en el caso de “los Audaces”, que no menciona. Ferrero solo señala al personaje apodado “el ruso” como responsable del asesinato del comandante Gabaldón, a quien mata con la ayuda de un compañero en plena carretera improvisada y espontáneamente. Fonseca, en cambio, explica no solo quiénes fueron los responsables de ese asesinato, sino también que se trató de un acto bien premeditado, aunque se desconozcan ciertos detalles.

[18] Solo dos versos componen este poema: “The apparition of these faces in the crowd / Petals on a wet, black bough”.

[19] Frazer, James G., La rama dorada. Magia y religión, Fondo de Cultura Económica, 1981, traducción de The Golden Bough. A study in Magic and Religion (1906-1915 para la primera edición en inglés en 12 volúmenes).

[20] Eneida, libro VI.

[21] Carlos Fonseca da los nombres de los cinco agentes que llevaron a cabo los interrogatorios de “la mayoría de los jóvenes de las JSU detenidos en la misma época” (p. 159), entre los que figura el de Emilio Gaspar Alou, quien para Carmen Cuesta sería el seudónimo del tristemente famoso Roberto Conesa. Jorge Semprún, en su Autobiografía de Federico Sánchez (1977), lo menciona como el comisario de policía más obstinado y obsesionado por detener a republicanos y militantes comunistas clandestinos, transformándolo en el personaje de Roberto Sabuesa en su novela Veinte años y un día, Barcelona, Tusquets, 2003.

[22] Esta Fundación española tiene por objetivo la creación de un archivo documental y actividades de difusión y de investigación, organizando también verdaderos programas de ayuda social a personas y colectivos desfavorecidos.

[23] MacIntyre, Alasdair C. (1981), After Virtue. A Study in Moral Theory, Notre Dame (Indiana), University of Notre Dame Press, 1984. Mink, L. O., «History and Fiction as Models of Comprehension», en New Literary History, I, 1979, p. 557.

[24] Ricœur, Paul (1990), «Le soi et l’identité narrative», en su libro Soi-même comme un autre, París, Seuil, 1990, pp. 167-198, p. 138, nota 1, traducción nuestra.

[25] Entre la publicación de los libros de Ferrero y Fonseca y la película de Martínez-Lázaro, como anunciamos al principio, se realizaron un documental, una obra de teatro y un espectáculo de flamenco en torno al tema de las Trece Rosas. El documental Que mi nombre no se borre de la historia (Delta Films, 2 partes, 120 min en total, 2004, guión y dirección de José María Almela y Verónica Vigil) tiene un carácter específicamente histórico. La finalidad de los realizadores era preservar la memoria de las víctimas, decir lo que realmente sucedió y contribuir a la "justicia política" para alcanzar un reconocimiento a nivel parlamentario. El documental ofrece en su primera parte el contexto político de la formación de las JSU y en su segunda parte el recorrido personal de las Trece Rosas. La participación del antiguo dirigente comunista Santiago Carrillo, que fue dirigente en un momento de las JSU, fue importante para el contenido de la primera parte. En cuanto a la segunda, se basó, además de en los documentos de que se dispone, en testimonios de personas que conocieron a las Trece Rosas en la prisión de Ventas, especialmente Maruja Borrell, Nuria Torrres, Carmen Cuesta, Concha Carretero y Ángeles García-Madrid. Todas ellas dan numerosos detalles de las torturas y del sufrimiento diario en esa cárcel de mujeres prevista inicialmente para alojar a 450 detenidas pero que contaba en la posguerra con más de 4.000.

Como la película dirigida por Martínez Lázaro, la obra de teatro Trece Rosas, montada por la compañía catalana Delirio y estrenada en el Teatro Tantarantana de Barcelona en octubre de 2006, solo se centra en cinco personajes, en este caso cuatro de las Trece (Dionisia, Julia, Blanca y Martina) y Julia Vellisca, que es el personaje que dirige en esta obra la mirada del espectador. (Llamada a ser la rosa número catorce, Julia Vellisca solo fue condenada a una pena de doce años de cárcel, de los que solo cumplió seis. Habiéndose considerado que no había formado parte de las JSU, sino que solo las había ayudado, ella fue la única joven que se salvó de la pena capital en el proceso del 3 de agosto de 1939.) Escrito por Julia Bel y codirigido con Eva Hibernia, este espectáculo en tres actos se centraba en el contraste entre el lirismo creado por la puesta en escena y episodios de violencia y de brutalidad, no siendo tampoco fundamentalmente histórica la intención de la obra, sino ética, según una ética basada en los valores humanos de compromiso y de solidaridad que las protagonistas encarnan en esta obra cuyo lirismo dependió en buena medida también de su partitura musical, de su coreografía y de las pinturas que hizo Rinat Etshak.

Por último, la compañía de baile Arrieritos realizó un espectáculo de flamenco contemporáneo titulado también Trece Rosas, creado por Héctor González y codirigido con Florencio Campo. Estrenado en el Teatro Fernando de Rojas de Madrid el 1 de noviembre de 2006, las Trece Rosas eran finalmente las protagonistas de manera colectiva.

[26] Martínez de Pisón, Ignacio (2005), Enterrar a los muertos, Barcelona, Seix Barral, 2005.

[27] Declaraciones al periódico La voz de Asturias, 7 de agosto de 2006.

[28] Semprún, Jorge (1993), Federico Sánchez se despide de ustedes, Barcelona, Tusquets, 1993, p. 202.

[29] «Una rosa y Milton», en El otro, el mismo (1964).