REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


ELIZABETH MEDINA, Sampaguitas en la cordillera. Reencuentros con Filipinas en Chile, Santiago de Chile, Ril editores, 2006, págs 200.

Andrea Gallo

(Università “Ca’ Foscari” Venezia)

 

        

         La sampaguita es una flor blanca, fragante y olorosa como el jazmín, y es la flor nacional de Filipinas. La cordillera no es, contrariamente a lo que se podría suponer, la Gran Cordillera Central en Luzón (Filipinas), donde están las famosas y gigantescas terrazas de los Igorrotes, sino la Cordillera de los Andes, que plasma el paisaje del continente suramericano, especialmente de Chile “el confín del mundo”.

Estos dos símbolos esbozan los extremos confines de ese nuevo mare nostrum que, bajo el dominio de España, ha constituido la vía de comunicación entre provincias de ese inmenso imperio donde nunca se ponía el sol, originando una común civilización, con fuertes rasgos de unidad, tanto en religión, lengua, economía como en el sentido de la vida.   

Curioso y singular es el recorrido existencial de esta autora que, nativa de Filipinas, tras una larga estancia en California, se ha trasladado a Chile, recuperando a la vez, con orgullo y asombro, su propia identidad filipina y la herencia hispánica que ésta supone, pero que queda latente en la consciencia colectiva del país malayo: en Chile, afirma ella, “descubrí el verdadero sentido de ser filipina, gracias a una serie de encuentros decisivos” (p. 8).

Elizabeth Medina nació en Filipinas en 1954 y allí, viviendo en Metro Manila (Quezon City y Makati) creció y se crió hasta que, en 1973, emigró con su familia a los Estados Unidos; aquí en Los Ángeles, residió durante casi diez años. Por el hecho de casarse con un chileno se estableció en Santiago de Chile (1983), ciudad en la cual sigue viviendo y donde trabaja como intérprete y traductora. Desde 1991 se dedica al estudio de la historia e identidad de Filipinas, intentando ponerlas en relación con la cultura latinoamericana. En 1998 ha publicado su traducción al inglés de la biografía de José Rizal, escrita por el insigne filipinista español Wenceslao E. Retana y Gamboa en 1907, obra maestra de las letras filipinas y que increíblemente la mayoría de los nativos desconoce por estar escrita en español. Esta publicación se presentó en la Embajada de Filipinas en Santiago de Chile y al año siguiente en el Instituto Cervantes de Manila con el patrocinio de las embajadas española y chilena. Medina ha publicado artículos y ensayos incluso en varias páginas web, de entre las que mencionamos “Revista filipina”, y la web-site de la Universidad de Viena.

Sampaguitas en la cordillera es un texto interesante y original, sobre todo en el panorama de las letras hispanofilipinas contemporáneas. Hoy en día, aún hay filipinos que siguen utilizando el español como lengua de expresión artística, pero la mayoría de ellos se dedica a la poesía, por lo que escasea la prosa, sobre todo una prosa que se haga cargo de reflexionar sobre la traumática historia de un país invadido y colonizado tres veces y que ahora sufre el dominio cultural de un grupo sobre otros.

Este libro, escrito completamente en primera persona roza casi un tono de monólogo-confesión, participa de varios géneros y se puede clasificar al mismo tiempo de diario, colección de memorias familiares, relato de viaje, reportaje, ensayo histórico-sociológico. De esta forma, página tras página, Elizabeth mezcla técnicas narrativas y estilos diferentes: relata con fechas y lugares exactos, junto a reflexiones personales, las varias etapas de su viaje y los eventos importantes que lo han precedido y motivado; recoge recuerdos personales de su infancia y los pone en relación con las memorias que las tías transmitieron en la familia; describe detalladamente su viaje a Ilocos, el paisaje, la gente, los encuentros; proporciona noticias al lector no filipino sobre la realidad cultural de las tierras visitadas; utiliza datos históricos y científicos de todo tipo, apoyándose en estos para comprender mejor e interpretar su experiencia personal, familiar y civil. Sampaguitas resulta escrito en un buen español que de vez en cuando deja entrever su influencia araucana. Es una narración sencilla, sin “barroquismos” ni énfasis retórica, donde prevalece un tono de espontaneidad y sinceridad en todo lo contado, y en algún momento la prosa alcanza efectos líricos. No faltan influencias lingüísticas filipinas ni inglesas, palabras indígenas y hasta un apartado en tagalo (p. 22-23). El libro es una tentativa inédita de contar la historia nacional filipina a través de la historia personal sin alterar la realidad ni novelizarla, y lo más original es que esto se haga en la lengua de Cervantes, o más correctamente deberíamos decir en la lengua de Rizal, el héroe nacional y polígrafo del siglo XIX.

Elizabeth pertenece a los Medina, una acomodada familia que desarrolló un papel importante en la historia de Ilocos (región norteña de la isla de Luzón). Su abuelo “mítico”, como lo define ella, Emilio Medina Lazo, fue gobernador de la provincia de Ilocos Norte durante la invasión japonesa (1941-1945) y, acusado de ser colaboracionista, fue ejecutado por una unidad guerrillera de USAFFE (Fuerzas Armadas de Estados Unidos en el Lejano Oriente) en 1945, al salir los japoneses de la región. Fue rival político de Mariano Marcos, padre del presidente-dictador Ferdinand. Extraña que, a pesar de venir de una familia tan distinguida y de tratarse de hechos recientes, Elizabeth, bien por la diáspora familiar, bien por cierta reticencia a transmitir las vicisitudes dolorosas de su casa, no haya guardado memoria clara de los hechos acontecidos.

Este libro es por lo tanto la crónica de un viaje a través del tiempo en búsqueda de una posible “verdad” sobre los desconocidos hechos que afectaron a la familia Medina durante la guerra, sin embargo se convierte en una ocasión para reflejar los antecedentes de la nación filipina y  la relación que este pueblo lleva con su pasado.

El reencuentro con el abuelo “mítico” se verificó en Santiago de Chile en 1990. Durante un buffet en la embajada filipina, Elizabeth, por azar, entró en contacto con un “hispanofilipino” que había conocido a su progenitor, el cual: “entregó, sin proponérselo, un mensaje de mi abuelo”. Fue este encuentro no buscado lo que provocó en la autora “un secreto anhelo de volver y recuperar el punto de origen” e hizo crecer en ella el sentido de “la necesidad interna de completar las cosas” (p. 85). Por ello advirtió necesario viajar, o más bien, peregrinar a esas remotas regiones de la memoria, en el norte de Luzón, conociendo “hermosos” lugares “en el medio de la nada” (p. 110), hablando con testigos que pudieran proporcionarle trozos de verdad sobre sí misma, sobre su historia familiar y personal. A su regreso nació este libro, “testimonio” de esta operación de redescubrimiento de la memoria: “la importancia psicológica de tal acto trasciende el mero desvelar «hechos verídicos» o la realidad anecdótica. Tiene que ver con fundar el mundo, y ubicar nuestro centro; es un acto religioso en el sentido del reencuentro dentro de uno mismo con lo sagrado de la vida y de la existencia humana” (p. 86). Una vez encontrada su posible verdad, brotó en ella la obligación de la escritura, la voluntad de que todo no se volviese a perder de nuevo, ya que: “de niña sentí la necesidad de leer un escrito como éste y tal vez haya jóvenes hoy a quienes les sirva” (p. 8). Se comprende como el esfuerzo de Elizabeth Medina sea el de tejer y reanudar todos los hilos perdidos a lo largo de la historia, para salvar añicos de un mundo que va desapareciendo: “sólo quedaban leves huellas y pocos testigos... ya es un milagro haber podido escucharlos y recoger los escasos testimonios que presento. Hoy, después de quince años, mucho ya no existe” (p. 14).  

El libro se compone de tres partes: Reflexiones, Descubrimientos y un apartado ilustrado La historia en fotografías, que, junto con la apéndice bibliográfica Fuentes, se propone dar testimonio fidedigno de todo lo referido. El recorrido que nos brinda Medina puede parecer al principio una confusa yuxtaposición de cosas dispares, donde chocan entre ellas sus experiencias de adolescente en Manila, sus primeras clases de historia en el colegio, sus sensaciones de inmigrante, el triste final del abuelo, pero en realidad Sampaguitas es un texto coherente y atrevido.

En estas doscientas páginas la autora nos explica, a través de una historia particular y personal, la relación tormentosa de una nación con su pasado y con sus colonizadores. Vuelve a leer las etapas de esa historia nacional (que en los libros del colegio empezaba por el Tratado de Tordesillas) y relaciona todo lo que pasó entre Europa y América en la Edad Moderna y por fin, sólo ahora que es adulta, comprende y supera esa “imagen que [los educadores] me transmitieron de Filipinas: desconcierto y no-identificación” (p. 42). Al conocer la realidad de los indígenas, la tribu Toraya de la cercana Indonesia, vuelve a leer de otra forma, la relación que ese mosaico de tribus malayas del archipiélago tuvo con los europeos: “Éramos del mundo de los Toraya. Llegaron los españoles y nuestra acompasada vida... se vio abruptamente desestructurada” (p. 53); así se entera de forma consciente de las razones de la aptitud de los nativos: “Algunos se resistieron... pero muchos más adoptaron las máscaras del servilismo y la inferioridad. Y llegamos a fusionarnos con esas máscaras hasta que el sufrimiento devino una parte intrínseca de nuestro ser” (p. 59). Vuelve a leer la relación de humillante sumisión con el civilizador yanqui a la luz de eventos chocantes y borrados de la memoria, tanto personal como colectiva y oficial: la “guerra olvidada”, es decir, la guerra filipino-norteamericana (1898-1901) y sus consecuentes genocidios que aparecen ahora como “el primer Vietnam, donde salió ganador Estados Unidos” (p. 62). Vuelve a leer las atrocidades japonesas “escasamente transmitidas por las generaciones que sobrevivieron”. Y, tras haber recorrido tantas épocas, la conclusión es la toma de consciencia de que no puede ser casual si: “no existe ningún monumento nacional, ni recordatorio a los caídos de la revolución filipina contra España, de los de la guerra filipino-norteamericana, o los de la Segunda Guerra Mundial” (p. 71).

Una falta de memoria de los eventos pasados y de autoconsciencia civil, que nuestra escritora ha podido finalmente sanar gracias a un desarraigamiento e inmersión en la realidad chilena: “En Chile recuperé mi paraíso perdido, Filipinas, con reflexión, madurez y aceptación de la realidad en que vivimos” (p. 7); y sin duda sorprende enormemente al lector que no hayan sido los diez años en USA la causa de este proceso de reflexión, sino el vivir en un país más parecido al suyo: “en Chile me vi obligada a asumir mi identidad étnica... Al radicarme en Chile me di cuenta de que no era norteamericana” (p. 76).

Los filipinos de hoy realmente parecen ser “hijos del trauma”, es decir, inconscientes de su pasado,  ajenos a una perspectiva histórica de los eventos que han condicionado su realidad, tanto material como psicológica y espiritual. Sampaguitas ofrece una clave de lectura de todo esto, una puerta de acceso para comprender la Filipinas de hoy, y consigue explicar al lector interesado las razones del desplazamiento que vive el filipino moderno, y sobre todo el intelectual, más aún el de habla hispana.

Parece que haya existido en Filipinas una especie de choque cultural y olvido colectivo de todos aquellos que han sido los grandes eventos de la historia filipina. Cada gran choque ha sido olvidado de manera pública y colectiva, y la voluntad política, en algún caso exterior al país, ha reinterpretado y vuelto a escribir la historia según su oportunidad. Esta operación de limpieza y reconstrucción del pasado ha detenido el recorrido de la historia y ha intentado borrar todo por la absurda pretensión de construir el porvenir, inventando nuevos orígenes a partir de un nefasto y falso mito de pureza original corrompida por los accidentes de la historia.

Sampaguitas en la cordillera es una pequeña pero preciosa contribución a que no se siga haciendo tabula rasa de lo que fue, y entonces puede ser mañana, Filipinas; y si la autora se despide afirmando que: “finalmente, he quedado tranquila. Se ha resuelto una laguna importante en mi conciencia, a causa del silencio de mi padre, y hoy lo comprendo a él y me siento acompañada por el espíritu de mi abuelo” (p. 174), se puede esperar que ésta y otras obras participen de la construcción de una nueva, consciente visión crítica del pueblo filipino.