REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


 

 

Ética de la Ciencia

(Fragmentos del discurso de investidura como ‘doctor honoris causa’ por la Universidad de Granada)[1]

Eugenio Coseriu

 

 

 

         En cuanto a la labor que habéis querido premiar, pienso que lo más importante de ella, lo que asegura su unidad ideal por encima de su variedad, son los principios que siempre me han guiado en mi actividad, principios episte­mológicos, metodológicos y, al mismo tiempo, éticos: de ética de la ciencia. Estos principios son cinco: 1) princi­pio del realismo o de la objetividad científica; 2) princi­pio del humanismo o del «saber originario»; 3) principio de la tradición; 4) principio del antidogmatismo; 5) prin­cipio del bien público o de la responsabilidad social.

                           

         Conviene aclararlos y justificarlos uno por uno, para que se advierta que se trata de principios interdependientes y que constituyen un todo único: para mí, el «deber ser» esencial de la ciencia del lenguaje como ciencia de la cultura.

 

         1. El principio de la absoluta objetividad representa la norma intrínseca de toda ciencia. La ciencia es ciencia de lo real y es investigatio veri; por ello, de acuerdo con la fórmula empleada por Platón (en el Sofista) para el «logos verdadero», se propone (y debe) «decir las cosas como son» (τά όντα ώς έδτιν λέγειν), o sea, revelar el ser de las cosas como tal; de aquí su virtual validez uni­versal. Se trata, claro está, de una norma ideal: de un «deber ser» que se tiene por meta, no de una norma constantemen­te cumplida. En efecto, a primera vista, «decir las cosas como son» parece ser muy fácil: bastaría con los «hechos» y consignarlos como tales. Pero en realidad es sumamente difícil, ya que los «hechos» (los observables y los no observables) sólo adquieren su pleno sentido en el conjunto de sus conexiones. Y con frecuen­cia no se logra; o sólo se logra con mucho esfuerzo y sólo para dominios bien limitados y dando por conocidas (o haciendo abstracción de) las conexiones de estos domi­nios con otros conjuntos de «hechos». De aquí, por otra parte la «vida» de la ciencia; su desarrollo y su constante renovación (que no es sólo cambio histórico de «paradigmas». In­finitamente más fácil es, por supuesto, construir modelos arbitrarios y decir las cosas como no son, o como son sólo parcialmente, ocasionalmente, en una perspectiva determinada o desde algún punto de vista particular. Ello, además, suele ser garantía de éxito inme­diato, ya que, entre los legos y los ingenuos, los plantea­mientos antojadizos y las interpretaciones torcidas se toman a menudo por «originalidad», mientras que quien trata de decir las cosas como son corre el riesgo de resul­tar poco original, pues da la impresión de que dice sólo lo que todos saben (lo cual, en cierto sentido, es incluso Ver­dad, aunque no se trata del mismo tipo de saber). Pero la exigencia de decir las cosas como son implica, en su dimensión ética, también este sacrificio: la renuncia a todo necio afán de originalidad. La ciencia auténtica no se propone deslumbrar a los legos.

 

         2. Con esto, hemos pasado ya al segundo principio, el principio del humanismo o del «saber originario», que es la norma esencial propia de las ciencias de la cultura o del hombre y, por ende, también de la lingüística en cuanto ciencia cultura. Objeto de tales ciencias son las activida­des libres y creadoras del hombre y las formas duraderas en que la creatividad humana se objetiva en la historia y que, en su conjunto, se llaman, precisamente, «cultura» (en el caso del lenguaje, esas formas históricas son las lenguas). Por ello, «decir las cosas como son» es aquí, ante todo, advertir con plena conciencia lo específico de estas ciencias y de sus objetos: advertir que aquí no se trata del mundo de la naturaleza, o «mundo de la necesidad», que se interpreta esencialmente por medio de rela­ciones de causas y efectos, sino del «mundo de la libertad», mundo creado libremente - intencionalmente- por el hombre y en el que los «objetos» no sur­gen (y no se justifican) por alguna causa exterior (su «causa eficiente» es siempre la libertad: el hombre en cuanto sujeto creador) sino que están determinados por su finalidad y realizan, en cada caso, su «causa final»; la finalidad de la Ilíada como obra de arte es la Ilíada misma; y la finalidad de un hecho lingüístico cualquiera es este hecho lingüístico, con su función en la lengua con­siderada. Es ésta la llamada «circularidad» de las cien­cias de la cultura; circularidad que hay que aceptar, porque corresponde a la realidad de las cosas. Por las mismas razones, el «decir las cosas como son», la estricta objetividad, exige que se advierta que el fundamento de una ciencia de la cultura no es nunca un sistema de hipó­tesis, sino que sólo puede ser (y, en rigor, es en cada caso) el «saber originario» (en el sentido de Husserl), es decir, el saber que el hombre tiene acerca de sí mismo y de sus propias actividades libres. En el caso del lenguaje, el saber originario es el saber intuitivo de los hablantes (y del propio lingüista en cuanto hablante); por consi­guiente, el principio del humanismo es en la lingüística principio del saber del hablante, o simplemente del hablante.

 

         El corolario inmediato de ello es el de la unidad de teoría y estudio empírico, en la lingüística como en las demás ciencias del hombre. Es cierto que, en general, y contra­riamente a lo que a veces se dice, entre teoría e investiga­ción empírica no hay distancia ni conflicto: se trata de dos formas complementarias e interdependientes de la misma actividad. En efecto, la teoría legítima no es construcción de modelos arbitrarios, independientes de los «hechos», sino que, en su sentido primario y genuino, es aprehen­sión de lo universal en lo concreto, en los «hechos» mis­mos; y toda investigación empírica implica tácitamente alguna teoría, aunque no formulada como tal. Pero tam­bién es cierto que en las ciencias de la naturaleza la teoría es necesariamente modelo hipotético, aunque justificado por la observación, la experiencia y el mismo estudio de los «hechos»; modelo que constituye fundamento y marco del estudio empírico y que puede ser modificado o reemplazado por otro modelo a consecuencia de tal estu­dio. En cambio, con respecto al mundo de la libertad, donde el verum y el certum (en el sentido de G. B. Vico) coinciden, no cabe - y sería absurdo- formular hipótesis acerca de lo universal, ya que lo universal se conoce intuitivamente, por una experiencia interior; su conoci­miento integra el saber originario y la teoría sólo tiene que explicitar, trasladar al plano de la reflexividad, lo intuiti­vamente sabido. Por ello, en las ciencias del hombre, más que simple complementariedad e interdependencia, hay efectiva unidad de teoría y estudio empírico. Una presen­tación e interpretación racional de un «hecho» es aquí, al mismo tiempo, una contribución a la teoría; y una teoría auténtica es al mismo tiempo interpretación racional de «hechos». Es esto lo que he tratado de hacer patente en todos mis estudios teóricos, descriptivos e históricos.

 

         Por otra parte, el saber intuitivo de los hablantes no es sólo saber acerca de lo universal (objeto de la teoría): es todo el saber técnico («saber hacer») que los hablantes ponen en obra al hablar (y al modificar las lenguas hablándolas). Y el cometido de la lingüística es, precisa­mente, el de revelar, explicitar y fundar este saber. Por ello, entre lo que sabe el lingüista como lingüista y lo que sabe el hablante como hablante, salvo en lo cuantitativo, no hay diferencia esencial (en cuanto al contenido obje­tivo del saber). La diferencia es de nivel cognoscitivo. En la lingüística, como en las ciencias del hombre en general, se trata de trasladar al plano de la reflexividad - es decir, del saber justificado y fundamentado- aquello que los sujetos humanos saben intuitivamente como agentes de sus propias actividades libres: de transformar lo intuitiva­mente «sabido» en algo racionalmente «conocido» (el bekannt en el erkannt de Hegel), o sea, para decirlo con palabras de Leibniz, la cognitio clara confusa en cogni­tio clara distincta y, en lo posible, adaequata. Y ésta ha sido la norma que he tratado de seguir en mis interpreta­ciones de hechos y categorías de varias lenguas.

        

         3. El principio del saber del hablante justifica también el principio de la tradición (que, si se quiere, puede redu­cirse a la fórmula: tradición y novedad). En efecto, si, para la lingüística, el hablante es «la medida de todas las cosas», si la lingüística se propone explicitar el saber de los hablantes, si el fundamento de las ciencias de la cul­tura es el saber originario, y admitiendo - como hay que admitir- que los hombres han sido siempre seres pen­santes, es lícito suponer que en la tradición de la disci­plina se encontrarán con frecuencia los mismos problemas que hoy se plantean, planteamientos y enfo­ques análogos a los actuales y también soluciones análo­gas. «La cultura» -observó cierta vez Menéndez Pidal- «es tradición y dentro de la tradición lo espontá­neo, lo inventivo». Y esto se aplica también a la lingüís­tica y a todas las ciencias culturales. Más aún: quien, en el ámbito de una ciencia cultural, ignora o rechaza delibe­radamente toda la tradición y dice (o pretende decir) sólo cosas nuevas, no dice nada culturalmente válido, ya que no responde a una exigencia de la comunidad correspon­diente y no se inserta en la cultura a la que pretende contribuir.

 

         El principio de la tradición ha sido el que ha motivado mis estudios de historia de la lingüística; y a este mismo principio quería aludir el título que he dado a una serie de tales estudios: Tradición y novedad en la ciencia del len­guaje. No se trataba, por mi parte, de «andar a caza de precursores» ni de negar lo novedoso de la lingüística moderna, y aún menos de rechazar la lingüística actual y aconsejar la vuelta a una indefinida lingüística «tradicio­nal», sino todo lo contrario: lo que me proponía era desta­car la perennidad de los problemas y de ciertas soluciones y, con ello, su legitimidad y, al mismo tiempo, la continui­dad internamente motivada de la disciplina. Por la misma razón, no separo en mis estudios la lingüística «cientí­fica» de la llamada «precientífica»: la diferencia entre ambas se refiere a lo metodológico, no a los problemas planteados, que son lo propiamente constitutivo de una ciencia.

 

         4. El principio de antidogmatismo concierne a la plurali­dad y variedad de las concepciones y orientaciones que se dan en lingüística (y en otras ciencias de la cultura) y recomienda que cada una de ellas se juzgue desde el punto de vista de su coherencia interna y que en todas, también en las que en su conjunto se rechazan, se busque y se destaque lo positivo, el núcleo de verdad que han de contener y las intuiciones certeras en que probablemente se basan. El principio se funda en el supuesto de que, en la ciencia seria, nadie dice intencionalmente lo falso, de que todas las teorías se proponen decir las cosas como son pero que sólo logran decirlas como se presentan en una u otra perspectiva, por lo cual, lo que se destaca en una concepción se ignora en otra, y al revés, de suerte que - para parafrasear de nuevo a Leibniz- «todas las teo­rías son justas en lo que afirman y todas son falsas en lo que (aún implícitamente) niegan (o ignoran)». Éste es el principio que me ha guiado en mis estudios hermenéuti­cos y críticos sobre varios lingüistas y sobre varias orien­taciones de la lingüística actual. No se trata, por supuesto, de eclecticismo: de querer construir una con­cepción con fragmentos de otras concepciones, sino todo lo contrario. Se trata de considerar desde una concepción unitaria y fundada, y, sobre todo, desde la compleja reali­dad del lenguaje, todas las teorías y concepciones y esta­blecer los alcances y límites de cada una de ellas: lo que cada una puede y lo que no puede dar. Por ello cabe hablar de «antidogmatismo»: porque el atribuir a una u otra visión parcial y parcializadora valor absoluto y exclusivo constituye, precisamente, dogmatismo.

 

         5. Cada uno de los principios que he venido enunciando tiene también su dimensión ética: concerniente a la con­ducta del estudioso con respecto a la ciencia que cultiva y en la comunidad de los científicos. El quinto principio, el del bien público y de la responsabilidad social, es el prin­cipio ético por excelencia: concierne a la conducta del lingüista­ (como lingüista) en la comunidad hablante (y en la comunidad humana en general). A este respecto es importante tener siempre presente que el lenguaje perte­nece a todos los seres humanos y las lenguas a comunida­des históricas a veces muy numerosas; y no hay que olvidar que el lenguaje existe y funciona por y para los hablantes, no por y para los lingüistas. Por y para los hablantes. La lingüística científica y teórica suele con­centrarse en el por y descuidar, o considerar sólo margi­nalmente, el para, que se atribuye a lo sumo a la lingüística aplicada. En cambio, al hablante, para quien el cómo del por es lo natural e inmediato, le interesa más el cómo del para, o sea, el modo como el lenguaje fun­ciona en las comunidades lingüísticas, con todos los pro­blemas que este funcionar implica: problemas de política idiomática y de planificación lingüística, de educación lingüística y de corrección idiomática, problemas concer­nientes a la traducción y al aprendizaje de las lenguas, etc. Y todo lo que interesa al hablante debería interesar también al lingüista, también (y muy en particular) al lin­güista teórico. Esto no significa que haya que dedicarse a la aplicación y a la «vulgarización» en detrimento de la teoría. Se puede hacer teoría muy seria y, al mismo tiempo, aplicable: scientia, quo magis theorica, magis practica, advertía Leibniz. Y, sobre todo, se puede hacer teoría muy sólida con respecto a la aplicación misma. Y el lingüista teórico tiene el deber de hacerla: el lingüista consciente de su responsabilidad social no puede dejar en manos de legos y aficionados los muy serios problemas teóricos que los varios tipos de lingüística aplicada implican. Esto, independientemente del éxito que tenga con su asesoramiento y con sus intervenciones teóricas.        

 

         Ha sido este principio de la responsabilidad social el que ha determinado mis contribuciones a la (teoría de la) lingüística aplicada: sobre política lingüística, sobre educación lingüística y enseñanza de la lengua nacional, sobre la problemática de la corrección idiomática, sobre la traducción, etc. Y a este mismo principio se debe el que en mis escritos no utilice formulaciones excesivas ni una terminología esotérica: la lingüística seria se puede hacer también en forma no incomprensible para los no iniciados.

 

         Me halaga pensar que, más que los resultados logrados por mis investigaciones, han sido estos principios los que, en el ánimo de los promotores, han motivado la altísima distinción que se me ha otorgado. Y es para mí motivo de particular satisfacción el advertir que, evidentemente, al otorgárseme esta distinción, se han tenido en cuenta muchos más los alcances que los límites de mi labor científica.


 



[1] “Discursos pronunciados en el acto de Investidura como Doctor “Honoris Causa” del Excelentísimo Sr. D. EUGENIO COSERIU”. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Granada. MCMXCIII. 35 páginas.