REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Estilo del «Quijote»[1]

Martín de Riquer

 

Examinado desde el punto de vista más inmediato y marginal, el Quijote como tantas otras obras geniales de la literatura universal, ofrece una serie de defectos, fruto muchos de ellos de la precipitación y descuido con que parece estar redactado. Da la impresión de que Cervantes escribía sin releer su labor. Así se explica el hecho de que los epígrafes de algunos capítulos corten frases que deberían estar juntas, y que quedan con­fusas gramaticalmente (dañan la ilación, por ejemplo, los epígrafes de los capítulos 4 y 6 de la primera parte, el 73 de la segunda), y que en el transcurso de la novela la mujer de Sancho reciba los nombres de Teresa Panza, Teresa Cascajo, Juana Gu­tiérrez, Mari Gutiérrez y Juana Panza. El principal descuido de Cervantes es el relativo al robo del rucio de Sancho y su recuperación. En la primera edición de la primera parte no se menciona el robo, y Sancho unas veces aparece acompañado de su jumento y otras a pie lamentando su pérdida. El hallaz­go, que debe acaecer en el capítulo 30, tampoco se menciona en la primera edición. En la segunda edición, en cambio, se intercala el episodio del robo del rucio, efectuado por Ginés de Pasamonte, en un estilo inconfundiblemente cervantino, pero en el  capítulo 23, lo que no es una solución satisfactoria porque poco después, con gran sorpresa del lector, Sancho aparece montado en su asno. En esta segunda edición se intercala tam­bién, y esta vez acertadamente, el hallazgo en el capítulo 30. Es posible que ello se deba a que Cervantes primeramente hu­biese situado los episodios que llenan los capítulos 11 a 14 (his­toria de Grisóstomo y Marcela) donde está ahora el 25 (don Quijote en Sierra Morena), y que al trasladarlos al lugar que ocupan actualmente, se le hubiera traspapelado la narración del robo del rucio. Sea lo que fuere, no obstante, se trata de un auténtico error de la primera parte de la novela. Ahora bien, lo realmente curioso es que en el capítulo 3 de la segunda parte, comentando el propio Quijote, o sea el primer tomo de la obra, dice el bachiller Sansón Carrasco: «algunos han puesto falta y dolo en la memoria del autor, pues se le olvida de contar quién fue el ladrón que hurtó el rucio a Sancho, que allí no se declara y sólo se infiere de lo escrito que se le hurtaron, y de allí a poco le vemos a caballo sobre el mesmo jumento, sin ha­ber parecido». Téngase en cuenta que estas palabras se impri­mieron en 1615, cuando ya hacía diez años que se publicaban ediciones de la primera parte del Quijote con los episodios aña­didos del robo y del hallazgo. No interesa aquí el problema «crítico» o editorial de este aspecto, sino el hecho curioso de que un error del Quijote sea debatido en el Quijote mismo, hasta el punto que constituye una característica de la novela. Esto debería comentarse y criticarse, y Lope de Vega no perdió la ocasión de zaherir a Cervantes en su comedia Amar sin saber a quién, donde el personaje Inés dice:

 

Don Quijote de la Mancha

 (perdone Dios a Cervantes)

fue de los extravagantes

que la corónica ensancha;

 

y poco después el gracioso Limón pierde una mula, y comenta:

 

Decidnos della, que hay hombre

que hasta de una mula parda

saber el suceso aguarda,

la color, el talle y nombre.

O si no, dirán que fue

olvido del escritor...

 

La alusión al rucio de Sancho Panza no puede ser más evi­dente.

Hay en la trama del Quijote "un grueso error cronológico, ya que en el capítulo 36 de la segunda parte se inserta una carta de Sancho a su mujer que va fechada el 20 de julio de 1614 (sin duda el mismo día en que Cervantes la estaba escribiendo), siendo así que la acción de esta segunda parte se da como iniciada un mes después de acabada la de la primera, que se publicó en 1605.

Esta prisa y descuido de Cervantes al escribir se manifiesta en aquel rasgo tan suyo y tantas veces repetido que consiste en dar un dato a destiempo introduciéndolo con la expresión «Olvidábaseme de decir...», que aunque suele dar una nota afectiva al estilo, en el fondo revela cierta pereza del escritor, que prefiere recurrir a este subterfugio a volver atrás en sus cuartillas para consignar el dato que se dejó en el tintero.

Los defectos mismos del Quijote, pues, constituyen una ca­racterística de la obra y nos la hacen inmediata y próxima. Nos damos cuenta de que el escritor está constantemente a nuestro lado, y nos habla de su propio libro, de sus defectos, de su labor de novelista y de él mismo, cuando emerge en la acción presentándosenos en Toledo hallando el original de Cide Hame­te Benengeli.

La variedad de asuntos y personajes que se mezclan en la primera parte del Quijote hacen que el, estilo narrativo y dialo­gado de ésta no sea lo uniforme que es el de la segunda. Allí los matices son más acusados y los cambios de estilo harto frecuen­tes. Hay en el Quijote, en ambas partes, un estilo perfectamente acomodado a la trama principal de la novela. Pero en la prime­ra parte hay pasajes de estilo propio de la novela pastoril, como es el episodio de Marcela y Grisóstomo. Los sutiles parlamentos de Ambrosio y de Marcela, ambos pastores ilustrados, nos tras­ladan al arbitrario mundo literario de las Dianas y las Galateas, y no faltan los pastores-poetas, como el propio Grisóstomo y el citado Ambrosio, que escribe el epitafio de éste. Incluso Antonio, «zagal muy entendido y muy enamorado, y que, sobre todo, sabe leer y escribir y es músico de un rabel», regala los oídos de don Quijote con el romance «Yo sé, Olalla, que me adoras» (1, 11). Estos pastores cultos ofrecen cierto contraste con el cabrero Pedro, cuyo relato está salpicado de vulgarismos que crispan a don Quijote. Pero el contraste más destacado de este episodio pastoril lo hallamos en la segunda parte de la novela cuando don Quijote y Sancho ven «saliendo de entre unos árboles, dos hermosísimas pastoras; a lo menos, vestidas como pastoras, sino que los pellicos y sayas eran de fino broca­do, digo, que las sayas eran riquísimos faldellines de tabí de oro. Traían los cabellos sueltos por las espaldas, que en rubios podían competir con los rayos del mismo sol...» (II, 58). Pero no crea el lector, alarmado, que Cervantes va a incidir en un nuevo episodio pastoril, como el de Marcela y Grisóstomo. Han pasado diez años desde que escribió la primera parte, y ha com­prendido que el Quijote no debe contaminarse con otros géne­ros literarios que, como el pastoril, tanto distan de lo esencial de la gran novela. Tales doncellas no son más que hijas de «gen­te principal» de una aldea próxima, que se han disfrazado de pastoras y se proponen hacer una representación recitando «dos églogas, una del famoso poeta Garcilaso, y otra del excelentísi­mo Camoes en su misma lengua portuguesa». Se trata de una «fingida Arcadia» que, días después, en el triste regreso, sugerirá a don Quijote la idea de hacerse pastor y andar «por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, ende­chando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos, o de los caudalosos ríos...» (II, 67), y lo demás que sigue, donde Cervantes aplica a la novela pas­toril el mismo estilo de parodia que ha aplicado a los libros de caballerías.

En la primera parte del Quijote apunta varias veces el estilo de la novela picaresca, tan en boga en aquel tiempo y con el que Cervantes había coincidido con sus novelas Rinconete y Cortadillo y Coloquio de los perros. Ello aparece principalmen­te en el capítulo dedicado a la aventura de los galeotes (I, 22), sobre todo en la figura de Ginés de Pasamonte, delincuente que está escribiendo «por estos pulgares» su autobiografía, que, como es natural, se titula La vida de Ginés de Pasamonte, que es tan buena que «mal año para Lazarillo  de Tormes y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribieren». La jerga que emplean los personajes que aparecen en este capítu­lo -jerga que don Quijote se ve precisado a hacerse declarar- ­intensifica su parecido con la novela picaresca.

Ya vimos que la historia del Cautivo cae dentro del estilo de las novelas moriscas de la época. El estilo de este relato in­tercalado se destaca muy acusadamente del normal en el Quijo­te, gracias a su atmósfera argelina y al gran número de arabis­mos que aparecen en la narración, procedimiento de dar color local que sólo el español, entre las demás lenguas europeas, pue­de lograr. La novela de El curioso impertinente, con su ambien­te italiano, los nombres de sus personajes (Anselmo, Lotario, Camila, Leonela) y su conflicto psicológico, nos lleva a un tipo de relato muy diverso de aquel en el cual está intercalada, contraste que Cervantes hace patente y  decisivo cuando inte­rrumpe la lectura de El curioso impertinente para narrar la aventura de don Quijote con los cueros de vino (I, 35).

Los discursos que pronuncia don Quijote en varias ocasiones son excelentes muestras de estilo oratorio: recordemos el de la Edad de Oro (I, 11), ante los cabreros, «que, sin respondelle palabra, embobados y suspensos, le estuvieron escuchando»; y el de las Armas y las Letras (I, 37), ante los discretos concu­rrentes de la venta de Palomeque, «que obligó a que, por en­tonces, ninguno de los que escuchándole estaban le tuviese por loco»; y la "respuesta al eclesiástico que lo reprendió en la so­bremesa del palacio de los Duques (II, 52). Este último consti­tuye una magnífica defensa, a cuya eficacia contribuyen las más clásicas y típicas figuras retóricas del arte oratorio. El de las Armas y las letras, versión renacentista del medieval debate entre el clérigo y el caballero, es también una obra maestra de oratoria y viene a ser un adecuado preámbulo a la historia del Cautivo, que sigue inmediatamente y que, no lo olvidemos, tiene muchos elementos autobiográficos. Las cartas que se intercalan en el Quijote ofrecen multitud de aspectos variados e interesantes. Tenemos la auténtica misiva amorosa, grave y en trágico trance sentimental, como son la de Luscinda a Cardenio (I, 27) Y la de Camila a su esposo Anselmo (I, 34); pero también la amorosa paródica como­ de don Quijote a Dulcinea (I, 25), en la que se imita burlescamente el estilo de las misivas que aparecen en los libros de caballerías y que incluso parece remedar conceptos que figuran con toda seriedad y elegancia en una epístola poética del trovador Arnaut de Narauelh, que, desde luego, Cervantes, desconocía totalmente. Las cartas que se ve precisado dictar Sancho Panza son ejemplares por su naturalidad, su gracia y su estilo directo y familiar, pero las superan las de su mujer, Teresa Panza, a la duquesa y a su marido (II, 52). Teresa Panza queda perfectamente retratada en estas dos divertidas misivas, a la vez ingenuas y sensatas, agudas y rústicas. Por lo que se refiere a escritos intercalados en el Quijote, es notable la «libranza polli­nesca» (I, 25), graciosa parodia del estilo mercantil: «Mandará vuestra merced, por esta primera de pollinos, señora sobrina, dar a Sancho Panza, mi escudero, tres de los cinco que dejé en casa...», Las historietas y cuentecillos tradicionales, que tanto abundan el Quijote, muchas veces puestos en boca de Sancho, demuestran hasta que punto un escritor culto y elegante como Cervantes es capaz de reproducir y asimilar el estilo coloquial del pueblo.

La prosa del Quijote reviste multitud de modalidades estilísticas encaminadas a la eficacia y al arte, a base de la fórmula que el propio Cervantes da en el prólogo de la primera parte, donde el fingido amigo la aconseja que procure que «a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, sal­ga ,vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuera posible, vuestra intención; dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos ni oscurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se vuelva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla». Una serie de factores, que sería largo enumerar, contribuyen a realizar este ideal de precisión y belleza. La descripción de los pies de Dorotea (I, 28), por ejemplo, es una excelente muestra de estilo detallista, pormenorizado, lento, en el que las alusiones al arroyo, al cristal, a la blancura y al alabastro producen en el lector una imagen perfecta de la belleza ideal de lo descrito y hacen que quede desde este momento perfectamente individualizada la imagen física de Dorotea. Contrastan con este es­tilo los pasajes de descripciones de pendencias y riñas, de pali­zas y tumultos, en los que Cervantes logra transmitir la impresión de movimiento rápido, de desorden y de acumulación de diversas acciones y situaciones de personajes lanzados al desen­freno. El final del capítulo XVI de la primera parte, donde se narran los sucesos de la venta provocados por Maritornes, constituye un feliz ejemplo de dinamismo narrativo que pocos escritores han conseguido emular; y lo mismo puede decirse de las infinitas palizas que reciben don Quijote y Sancho, en las que se describen no tan sólo los golpes, sino también los movimien­to de los contendientes y sus posiciones de lucha.

El diálogo es en el Quijote uno de los mayores aciertos esti­lísticos. Cervantes hace hablar a sus personajes con tal verismo que ello constituye un tópico al tratar de la gran novela. La conversación pausada y corriente con que don Quijote y San­cho alivian la monotonía de su constante vagar, es algo esencial en la novela, que suple con decisiva ventaja cualquier otro procedimiento descriptivo. Don Quijote se ve obligado a le­vantar la prohibición de departir con él que había impuesto a Sancho (I, 21), porque ni el escudero puede resistir el «áspero mandamiento del silencio», ni don Quijote es capaz de seguir callado, ni la novela pudiera proseguir condenando a sus dos protagonistas al mutismo. Pero otras veces el diálogo adquiere una especie de técnica dramática y se hace rápido, vivaz, y se enlaza en preguntas y respuestas, al estilo de: «- Así es la verdad - dijo don Quijote - y proseguid adelante; que el cuento es muy bueno, y vos, buen Pedro, lo contáis con muy buena gracia. - La del Señor no me falte, que es la que hace el caso», contesta Pedro (I, 12); «- ¿Luego venta es ésta?- ­Replicó don Quijote. - Y muy honrada - respondió el ventero» (I, 17),  y otros infinitos ejemplos.

Los personajes principales que hablan en el Quijote quedan perfectamente individualizados por su modo de hablar: Ginés de Pasamonte, con su orgullo, acritud y jerga; doña Rodríguez, revelando a cada paso su inconmensurable tontería; el Primo que acompaña a don Quijote a la cueva de Montesinos, poniendo de manifiesto su chifladura erudita; los Duques, don dignidad, si bien ella revela en un momento determinado (II, 48) su belleza; el canónigo aparece como un discreto opinante en materias literarias. El vizcaíno queda perfectamente retratado con su simpatía intemperancia y con su divertida «mala lengua castellana y peor vizcaína» (I, 8) y el cabrero Pedro y Sancho Panza, con sus constantes prevaricaciones idiomáticas. Estos últimos casos - del vizcaíno, del cabrero y de San­cho - entran ya en una zona humorística, y Cervantes persigue con tales deformaciones idiomáticas suscitar la risa del lector, Pues no olvidemos que uno de los propósitos del novelista es lograr que «el melancólico se vuelva a risa, el risueño la acre­ciente». De ahí la infinidad de chistes y de juegos de palabras y expresiones irónicas que se acumulan para acrecentar la co­micidad de las situaciones, Cervantes, cuando narra las aven­turas de don Quijote, lo hace siempre en estilo irónico, lo que se advierte a cada paso en expresiones como «el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha» (I, 1), «una manada de puercos, que, sin perdón, así se llaman» (I, 2), «Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca» (I, 7), «con corteses y hambrientas razones» (II, 20), «echando a rodar la honestidad» (I, 16), «y al descalzarse...  se le soltaron no suspi­ros, ni otra cosa que desacreditase la limpieza de su policía, sino hasta dos docenas de puntos de una media» (II, 44), etcétera. Este estilo sería impropio de una obra de carácter grave, y bien se cuidó Cervantes de evitarlo en novelas como La Galatea o Los trabajos de Persiles y Sigismunda. En el Quijote, el novelista escribe cosas mucho más importantes, más serias y de más enjundia, con la sonrisa en los labios y el donaire siempre a flor de pluma. Hasta tal extremo llega esta actitud, que se ironiza incluso en los epígrafes de los capítulos; por ejemplo: «Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo» (1, 6); «La espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación» (I, 8); «Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don Quijote y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta que, por su mal, pensó que era castillo» (1, 17); «Alta aventura y rica ganancia del yelmo de Mambrino» (I, 21); «Los inauditos sucesos de la venta» (I, 44); «Donde se cuenta lo que en él se verá» (II, 9); «Donde se cuenta de la grande aventura de la cueva de Montesinos, que está en el corazón de la Mancha, a quien dio felice cima el valeroso don Quijote de la Mancha» (II, 22); «Que trata de muchas y grandes cosas» (II, 31); «Del temeroso espanto cencerril y gatuno...» (II, 46); «Que trata de lo que verá el que lo leyere, o lo oirá el que lo escuchare leer» (II, 66); «De la cerdosa aventura que le sucedió a don Quijote» (II, 68); «Capítulo setenta: Que sigue al de sesenta y nueve, y trata de cosas no escusadas para la claridad desta historia» (II, 70), etc. En la mayoría de estos epígrafes Cervantes parodia los altisonantes de los libros de caba­llerías, pero en general no puede permitir que falte la nota irónica en ningún encabezamiento, de tal suerte que en el Qui­jote hasta resulta divertida la mera lectura del índice.

Así, pues, el Quijote - descontando las novelas intercaladas de la primera parte- está estructurado y basado en un cons­tante humorismo del escritor, pues no en vano la obra, desde el punto de vista de su clasificación entre los géneros literarios, es una parodia. El modo de hablar de ciertos personajes contie­ne también eficaces elementos humorísticos, tanto por lo que afecta a los que de sí son graciosos (como Sancho) como aque­llos que sencillamente dicen tonterías (el ventero Palomeque, el Primo, doña Rodríguez, Pedro Recio, el labrador de Miguel Turra).

La ironía de Cervantes desborda en los momentos más insospechados y adquiere gran fuerza cuando es totalmente gratuita, como cuando el ama afirma: «gasté más de seiscientos huevos, como lo sabe Dios y todo el mundo, y mis gallinas, que no me dejaran mentir» (I, 7), donaire paralelo a aquel de Sancho: «y ahí está mi asno en el establo, que no me dejara mentir» (I, 44). Uno de los episodios más divertidos es el de la visita de doña Rodríguez al aposento de don Quijote; éste cree que es un fantasma y la conjura, y ella replica: «Señor don Quijote, si es que acaso vuestra merced es don Quijote, yo soy fantasma, ni visión, ni alma de purgatorio, como vuestra merced debe de haber pensado, sino doña Rodríguez» (I 48). Cuando uno de los criados de don Luis se admira y se indigna de que tanta gente principal siga la corriente a don Quijote y afirme que la bacía y la albarda son yelmo y rico jaez, exclama, tras un juramento: «que no me den a entender cuantos hoy viven en el mundo al revés, de que ésta no sea bacía de babero y ésta albarda de asno», el cura replica socarronamente: «Bien podría ser de borrica» (I, 45), Estas notas humorísticas, totalmente innecesarias, de que está lleno el Quijote, le dan un estilo cómico bien definido. Cervantes no se cansa de mantener­lo y logra que no decaiga jamás. Cuando el escritor acaba la segunda parte de la novela, tiene ya sesenta y ocho años, está en la miseria, ha padecido desdichas de toda suerte en la guerra, en el cautiverio, en su propio hogar, y ha recibido humillaciones y burlas en el cruel ambiente literario; a pesar de todo ello, y por encima de sus angustias, de su escasez y de sus penas, su buen humor y su agudo donaire inundan el Quijote, aunque sólo sea externamente y aunque tales bromas encubran amargas verdades y reales desengaños. Lo cierto es que la adversidad no ha agostado su buen humor ni ha amargado su espíritu.

Cervantes lleva al Quijote su interés por la literatura. En diversos pasajes de la novela se hace crítica literaria y se habla de libros: en los dos prólogos, en el escrutinio (I, 6), en el diálogo entre el cura y el canónigo (I, 48), en la conversación con el hijo del Caballero del Verde Gabán (II, 18), y en infini­dad de ocasiones marginales. Los problemas literarios de su tiempo, los autores y los libros más en boga son citados o alu­didos, a veces con malicia e intención satírica. Y es que Cervantes escribe para «discretos»», para personas que conocen los problemas literarios y principalmente para los intoxicados por la literatura caballeresca. Ello degeneraría en algo así como la deformación profesional o en un libro de actualidad – y, por lo tanto, pasajero -, si no hubiese conseguido sublimarlo todo a categorías más altas y permanentes, y si no hubiera logrado reflejar lo general y eterno en lo particular y transitorio.

 



[1] Aproximación al Quijote, de Martín de Riquer. Biblioteca Básica Salvat. Estella (Navarra), 1970. Páginas 157-167.