I
Asfalto sin fin
Mi jefe lo anunció dejando que
sus palabras punzaran mis oídos:
–Es una
misión hecha a tu medida.
Con dos
ojos negros como carbones examinaba mi cara mientras sus palabras se agarraban
al aire igual que sanguijuelas a la piel de un enfermo.
Animado
por mi silencio, continuó desgranando lindezas:
–Esos
dos camiones transportan mercancías muy distintas. El agente de la aduana de
Irún confundió los papeles de modo que cada conductor lleva los documentos de
carga del otro. Debes presentarte en Aranjuez cuanto antes. Allí te espera uno
de ellos. Es de la Compañía Yamas.
–¿Y qué
hace en Aranjuez?– conseguí decir con un temblor en la voz. El causante del
mismo era un oscuro presagio.
–Cuando
los de la aduana cayeron en la cuenta de su error, acordaron con los
conductores que coincidiesen en la factoría de pegamento de Aranjuez, que es el
punto de entrega de uno de los cargamentos. Entonces intercambiarán los
albaranes.
–Así que
debo acompañar al otro chofer hasta su destino– comenté con repentina
clarividencia. Yo mismo me sorprendí del aplomo que empezaba a sentir a partir
de ese momento. Entregado irremediablemente a mi mala suerte, entendí que sería
mejor hacerlo desde un punto de vista analítico.
–Supongo
que el conductor es extranjero y desconoce Madrid y sus alrededores –añadí con
mi recién estrenada perspicacia.
–Lo que
tengas que hacer a partir de ahora es cosa tuya. Ten, una copia de la hoja de
ruta. Nos la han enviado por fax los de Irún.
Francamente, me traía al fresco
el origen del terrible papel que mi jefe acababa de encasquetarme por el
artículo trece. Mi desolación no iba a disminuir por ello.
“Piensa
en el Aniversario, Tomás –decía para mis adentros–. Te olvidarás de toda esta
bazofia”.
Y es que
no podía haberme mirado un tuerto otro día más que el de mi Aniversario de
boda. Diana y yo habíamos conseguido sobrevivir a cinco años de vida en común,
superando nuestras múltiples diferencias. Éramos como un mosaico en el que sólo
hubiese piezas de dos colores, enfrentadas y tan sólo unidas por finas hileras
de otras tonalidades. Esos elementos comunes contribuían a hacer nuestra
existencia más o menos agradable, sin grandes temblores de tierra.
Ante lo
incierto de lo que iba a depararme ese día, yo no podía hacer menos que esperar
un buen final imaginando cómo aprovecharíamos Diana y yo nuestro tiempo.
Una
última frase de mi jefe echó tierra sobre mi esperanza:
–No sé a
qué esperas. Yo ya estaría montado en el coche camino de Aranjuez.
–Claro,
sólo me preguntaba si ya lo habíamos hablado todo.
–Hasta
la vista, Tomás.
Salí del
edificio con una sensación de náusea que no me abandonaría en las seis horas
siguientes. Me encontraba encaramado a la noria del destino y ya no me podía
bajar. Lo curioso es que yo no había elegido. Otros me habían colocado allí.
Procuré
evadirme mientras conducía mi pequeño utilitario. El color verde jade de la
tapicería contribuía a relajar un poco la tensión:
–Vaya
trabajito –pensaba–. Si me descuido hasta me hacen conducir el camión. No había
otro más memo que yo para pringarle en esto. Equivoqué la profesión. Debí
haberme conformado con aquella plaza de profesor en el Ayuntamiento de mi
pueblo.
Los
carteles indicadores pasaban uno tras otro como anuncios mudos sin interés
alguno para mí. Empecé a relajarme pues conozco bien la Nacional IV y sabía que
tardaría un buen rato en alcanzar el desvío a Aranjuez. Aquello era simple
rutina.
En mi
despreocupación momentánea me puse a pensar en lo complicado que puede resultar
todo por un error humano. En este caso, un simple cambio de papeles entre dos
camiones podía arruinar el día de mi aniversario. Aunque, bien mirado, los dos
cargamentos tenían como destino la provincia de Madrid. Claro que si cada uno
hubiese ido a una punta del país yo no estaría metido en ese fregado:
–Le
habría tocado a un infeliz de otra delegación –pensé–. Pero no, tenía que
repartirse el marrón entre Aranjuez y Humanes. Bueno, mejor será que ponga la
radio para ver cómo está el tráfico:
–<<...
las retenciones en la nacional IV en sentido Madrid, llegan hasta el desvío a
Aranjuez. Se recomienda el acceso a la capital por la nacional 401 entre...
>>
–Esto me
fastidiará a mi regreso. Que le den morcilla. Puede que para entonces ya no me
afecte.
Es
curioso, la de gente que nos podemos cruzar en una carretera. Todos parecemos
tan... iguales. Nos encerramos en una caja sobre ruedas y salimos zumbando
hacia algún lugar. Embarcamos hacia un objetivo pero cada cual persigue uno
distinto. Nunca pienso en qué narices le preocupa al que va delante en ese
momento de su vida o qué problemas están machacando al que viene de frente.
Llegué
al desvío. Según el mapa debía coger la comarcal hasta la fábrica de pegamento.
Estaba en el kilómetro trece. Buen augurio. Al cabo de media hora vi que no
había pasado del kilómetro nueve y no me extrañó. La senda era una sucesión
interminable de “eses” y baches. No sé cómo había podido pasar por allí un
camión de cuarenta toneladas. Y mucho menos dos.
Cuando
entré en la fábrica los encontré allí. No había ninguno más, como si esos dos
fuesen los únicos dotados con la extraordinaria cualidad de circular sin
contratiempos por la infernal carreterita.
Nada más
abandonar mi coche observé a un tipo con gorra de visera larga que permanecía de
pie apoyado en la cabina del trailer
rotulado como “Yamas”. Sostenía una pajita de refresco entre los dientes y
cuando pasé ante su campo visual esgrimió una sonrisa más bien burlona.
–Are you Sam Purvis? –le lancé a bocajarro.
–Sure, man. Who are you? –inquirió a su vez,
aunque me daba la sensación de que lo sabía de sobra.
Después
de las salutaciones de rigor confirmamos que el destino de la carga era Humanes
de Madrid, aunque sin contar con un teléfono de contacto con el lugar de
entrega no podíamos confirmar el modo de llegar.
–They’ll wait for us, I guess –dije sin confianza. Y le
hice una señal para que me siguiera.
–Please
follow the green rat –bromeé
señalando a mi cochecito verde jade.
La
odisea acababa de comenzar.
El
traqueteo no cesó hasta que alcanzamos la nacional IV. Al lamentable estado del
pavimento había que sumar la sensación de que en cualquier momento podías salir
disparado por cualquiera de las curvas semiocultas a lo largo del trazado. La
abundancia de vegetación a ambos lados de la carreterucha disminuía el campo
visual, ya muy reducido por las hileras de árboles que jalonaban el camino. Tan
prietas y espesas eran que, probablemente el aire tendría dificultad en
traspasarlas.
Procuré
circular a velocidad prudente, más que nada por la mole motorizada que llevaba
detrás de mí.
Miraba
frecuentemente por los retrovisores, como si el dejar de hacerlo fuese a traer
como consecuencia la repentina desaparición del coloso. La estampa del gran
camión articulado reflejada en los espejos del coche impresionaba. El morro
alargado exhibía la parrilla niquelada del radiador como el yelmo de un
gladiador presto al combate. Dobles hileras de neumáticos unidas por ocho ejes
a lo largo del remolque, cuarenta toneladas y novecientos caballos de potencia perseguían a mi cochecito amenazando con
engullirlo de un momento a otro.
Abandonamos
el camino de cabras y tomamos la autovía en dirección hacia Madrid. Un alivio.
Parecía estar surcando un mar en calma. Respiré hondo y me coloqué en el carril
derecho. Tráfico fluido, con tiempo de sobra y un sol radiante. La cosa estaba
controlada. En la radio anunciaban la próxima visita del Papa con detalles
sobre el programa.
–Vaya
–pensaba–, espero que mi hermanito esté disponible para acercar a mamá a ver a
Su Santidad. Detesto esos baños de multitudes.
Mi
hermano sabe escurrir el bulto con una técnica depurada. Nadie mejor que él
para encontrar la coartada perfecta y hacer lo que le place. Y eso que él es el
católico practicante. Si practica con el ejemplo alguna vez no le hará daño.
Claro que mi madre es culpable por disculparle.
Al que
nace para martillo, del cielo le caen los clavos. Como esta misión que me ha
tocado en el sorteo de marrones de
hoy. Cuando acabe me perderé por ahí con Diana el fin de semana para rematar el
Aniversario. Bien mirado, eso de perderme se me da de maravilla.
Estos
pensamientos daban vueltas en mi cabeza cuando me di cuenta que acababa de
saltarme el desvío a Fuenlabrada. La primera reacción fue de una mala leche
cercana a la ofuscación. Lo que vino después obedeció a un sentido práctico de
abandonar cuanto antes la ruta equivocada. Sin embargo, a medida que yo y mi
compañero de convoy avanzábamos parecían disminuir las probabilidades de
encontrar un escape.
Al cabo
de un rato vi que lo más seguro era continuar por la M-30 hasta el estadio
Vicente Calderón y tomar de nuevo el sentido Sur.
–Al
menos el irlandés no me pierde de vista –decía para mis adentros–. No quiero
imaginar el desastre de tener que buscarle en esta maraña de desvíos engañosos.
Sería muy gracioso. A ver, veamos, ahora debemos atravesar el paso subterráneo
hacia la cuesta de San Vicente y después ¡zas!, el cambio de sentido.
A
continuación, algo paralizó de repente el magnífico plan que se debatía en mi
cabeza.
–¡No! El
paso elevado... la altura del camión ¿pasará con ese galibo? Tengo que hacerle
parar.
Enseguida
me di cuenta que no era posible echarse a un lado. Tres hileras de vehículos
apretadísimos entre sí desfilaban sin dejar un resquicio para hacerme sitio. Y
menos para el que venía detrás de mí.
El
subterráneo quedaba ya a menos de cincuenta metros.
–Algo
tengo que hacer, maldito tráfico...
La
solución se presentó en forma de otro camión de dimensiones mastodónticas que
iba a efectuar su entrada bajo el paso elevado. Parecía que se fuera a dejar la
caja de un momento a otro saltando la parte superior en mil pedazos como una
nube de astillas. Nada sucedió. Respiré por primera vez en los últimos sesenta
segundos. Sin embargo, no quedé tranquilo hasta que no estuvimos al otro lado.
Me vi
inmerso en el torrente de vehículos que subía en dirección a la plaza de España
para darme cuenta del segundo error.
–Será
posible... He dejado a un lado el cambio de sentido y ahora ¿a dónde llevo a
este para dar la vuelta?
Quedaba
muy poco para coronar la Cuesta de San Vicente. Había que improvisar un cambio
de sentido cuanto antes y no había nada mejor que efectuarlo bajo el puente de
la calle Bailén. Qué sorpresa comprobar que era imposible llevarlo a cabo. Era
dirección obligatoria hacia el parque del Oeste. Precioso entorno atiborrado de
verdes y flores; inmejorable paisaje al borde de la masa urbana y los ríos de
asfalto. Un respiro de naturaleza sin duda muy útil para quien hubiera
terminado una dura jornada. Para mí no había hecho más que empezar la...
cornada. Un pitonazo sin orificio de salida, aún.
Descubrí
que a todo lo largo que era el parque no había un solo palmo libre de vallas,
de las más grandes que colocan las constructoras y que tienen la utilidad de
desviar el tráfico por tortuosos caminos.
El
follón que había en mi cabeza era monumental.
–Ahora tendré que guiar al
monstruo hacia el casco urbano, pero... no puede ser, cada vez me voy alejando
más del maldito objetivo. Hay que dar la vuelta ¡como sea!
Seguí
avanzando por el tramo vallado con el gigante rodado siguiendo fielmente mi
insegura estela. Repentinamente, una curva entre los improvisados muros que
impedían la visibilidad me condujo a través de un pasillo de un solo carril. Me
sentía totalmente incapaz de adivinar por donde iba. Miraba por los espejos
retrovisores intentando observar la cara del pobre transportista irlandés para
comprobar si la desesperación había empezado a hacer mella en él.
Un
rostro de piedra parecía mirar sin ver a través del cristal que cerraba su
habitáculo rodante, aquel al que se subió en el puerto inglés sin tener la
menor idea de lo que le esperaba. Aunque no dejaba traslucir sus sentimientos,
imagino que por dentro sentiría algo así como un hervor .
La pista
seguía sin despejarse, lo cual provocaba en mí una angustia creciente. Era como
si una mano diabólica hubiera cambiado los carteles indicadores, interponiendo
pasos elevados de dudoso franqueo para el camión, colocando vallas para
conducir a una celada sin final... ¿Por qué se ponía todo de punta? ¿Qué nueva
maquinación me esperaría al terminar el pasillo de vallas? Aquello se había
convertido en una inverosímil atracción de feria, un discurrir sin rumbo por un
laberinto demencial.
Como una
respuesta a mi zozobra, algo se despejó a mi alrededor segundos más tarde. La
luz aumentó su intensidad al desaparecer las vallas de ambos lados. Habíamos
regresado a los bajos del puente sobre la calle Bailén. Casi habíamos
completado un cambio de sentido de forma inconsciente, circulando a ciegas por
un pasillo absurdo aislados del mundo.
–Ahora
hay que pasar bajo el puente –me decía a mí mismo consternado–. He de obligarle
a parar.
Hice
aspavientos con la mano a través de la ventanilla y observé que el irlandés
accionó las luces dándose por enterado. Di gracias porque el arcén resultó útil
para acoger al convoy sin que estorbara al tráfico. Este empezaba a espesarse por momentos.
–Is it enough for the size of the track? –dije
señalando al puente.
–It is okay young man. Perfect.
–So, we will turn to the right and drive to the
national four again. Do you copy?
Esto
último de si me copiaba me sorprendió a mí mismo. Parece que las circunstancias
me enseñaron enseguida a adoptar términos de los que suponía que usaban los
camioneros. Lo había oído en alguna película.
Tomar
dirección hacia la nacional IV resultó aceptablemente fácil, pero antes tuvimos
que aguantar el denso torrente de vehículos que chorreaba lentamente en el
mismo sentido. A estas alturas, el amigo conductor al que guiaba debía haber
hecho acopio de tanta resignación como toneladas transportaba en su camión. Yo
dudaba si aquel robusto irlandés respetaría mi integridad física una vez
llegados a nuestro esquivo destino. Podía imaginarme el efecto de un golpe a
puño cerrado o abierto propinado por una de sus manazas llenas de dedos como
morcillas de Burgos y, la verdad, no me emocionaba.
–A lo
mejor tengo suerte y decide pasar de mí –pensaba–. Estos sajones son muy
distintos a nosotros los latinos. O al menos me conviene que lo sean.
Salimos
del último semáforo de la Estación del Norte y volvimos a enfilar la M-30,
seguro esta vez de que no iba a saltarme ninguna salida.
Siempre
que me relajo al volante pongo la radio. Es un gesto automático, como si mi
cabeza tuviera que estar continuamente llena de estímulos externos, absorbiendo
información como una esponja insaciable. El horror protagonizaba las noticias:
–<<...
un ataque de violencia repentino impulsó a su compañero de mesa a agredirle con
una silla. Las lesiones producidas por los golpes son de pronóstico
reservado>>.
Esto es
lo que pasa por trabajar en exceso. Forzar tanto la máquina puede acabar en que
nos devoremos los unos a los otros. Me refiero al hecho físico, pues
verbalmente y con la actitud de algunos depredadores natos, ya lo estamos
sufriendo todos los días.
–<<...
en lo que va de mes han fallecido en soledad en sus domicilios un total de
cuatro ancianos en nuestra ciudad, lo que eleva el número de casos a sesenta y
dos en lo que va de año.>>
O sea,
toda la vida sacrificado para que al final te abandonen sin piedad. Me dan
ganas de retirarme a un monasterio. Allí te dan comida, cama, un ambiente
tranquilo, un huerto que cultivar...
Bueno,
no nos despistemos, por favor. A ver, M-40
Fuenlabrada ¡Al fin!
Me
invadió algo así como un hormigueo por todo el cuerpo. No iba a permitir que el
asunto se me escapara de nuevo de las manos. Sabía que antes de llegar a
Fuenlabrada existía un desvío: Humanes-Moraleja de En medio. Estábamos cerca.
A cada
minuto que pasaba crecían mis ganas de reunirme con Diana. Lo cierto es que
ella pone el punto de equilibrio en la balanza de mi vida. A veces me pregunto
qué sería de mí existencia sin su concepto realista de las cosas. Reconozco que
muchas veces estoy en las nubes. Mi imaginación se desborda con facilidad y
ella consigue que descienda a lo terrenal. Cierto que no le hace mucha gracia
eso que digo de que es el contrapeso que necesito para estabilizarme. Debe
sonarle algo burdo. Sé que es algo así como compararla con un bulto, pero no
hay que sacar las cosas de contexto. Ella sabe que sólo hablo con mala
intención cuando discutimos, cosa bastante frecuente por otra parte.
–Cuando
acabe todo esto reservaré dos billetes de avión para Ginebra y me la llevo a
esquiar al Mont-Blanc. Aunque nos quedemos sin un duro. Ya nos recuperaremos
con mi paga de beneficios.
Pasaba
el tiempo y el esperado desvío no llegaba. Caí en la cuenta de que lo que yo
recordaba se refería a la carretera antigua pero no a la M-40.
–¿Y si
han cambiado el nombre? Cualquiera sabe qué indicador han puesto ahora?
Con el
alma encogida de nuevo, empecé a sospechar que aquello era lo sucedido.
Fijaba
obsesivamente mi atención en el cetro de la calzada intentando atisbar la menor
señal de un desvío.. El primer cartel anunciador lo encontré a los diez minutos
de marcha: Móstoles-Alcorcón. Decidí que por ahí se complicaría aún más mi
suerte así que continué sin más.. No sabía que la siguiente salida daba
directamente a Fuenlabrada así que cuando divisé el indicador tomé esa
dirección sin pensarlo mucho. Temía pasar de largo y regresar a la pesadilla
del cambio de sentido.
Una vez
dentro del pueblo pregunté a un ciudadano si sabía cómo llegar a Humanes de
Madrid.
–¡Oh,
sí! Pero tiene usted que coger la M-40 a la salida del pueblo y seguir hasta que
encuentre la salida directa.
O sea
que debía haber dejado a un lado Fuenlabrada y tener fe en mis recuerdos. Pero
mi autoestima no se hallaba fortalecida precisamente por los últimos
acontecimientos.
Así que
me vi por segunda vez guiando al santo irlandés con sus cuarenta toneladas
rodantes a través de un núcleo urbano. Volví a sentirme totalmente vendido a mi
incierto destino.
–Al
final –me consolaba– uno empieza a acostumbrarse a esto de ir a ciegas en manos
del azar. Veamos cuántos semáforos nos separan de la M-40...
Entonces
comprobé con cierto alivio la cantidad de glorietas que habían construido por
allí al cabo de los años. Fue una alegría efímera. Aprendí, ya tarde, que allí
se entra por un sitio y que para regresar a la carretera hay que atravesar
buena parte de la geografía urbana.
Estaba
hasta las cejas de aquel turismo forzado. Los temores sobre el agotamiento de
la paciencia del camionero volvieron a mí de modo que cuando paraba ante un
semáforo en rojo llegaba a estremecerme solo de mirar por el retrovisor
pensando que en cualquier momento le vería descender del camión decidido a
vengarse de su desdicha apaleándome.
Mi
abuela solía decir: “Quien algo teme, algo debe”, pero quisiera que alguien me
explicara por qué yo debía responder como un guía profesional por el hecho de
que mi jefe me hubiera cargado con ese muerto.
Últimos
cien metros de avenida hasta la M-40. Nos hallábamos otra vez en ruta. Mi
voluntad de llevar a término ese viaje gafado era tanto mayor cuanto más
difícil se ponía aquello.
–¿Y
ahora qué? –decía para mí–. Igual resulta que las indicaciones del buen
ciudadano son pura basura. Mira que no disponer de teléfono de contacto con el
almacén de destino...
Me
pareció divisar a lo lejos un cartel indicador. Cuando pude leerlo me colmé de
gozo:
<<Humanes-Moraleja
de En medio>>
–¡Bravo!
Esta es la definitiva– me animé.
Nada más
abandonar el desvío encontramos una carretera secundaria y un restaurante
repleto de vehículos pesados. Hice señas al irlandés levantando el dedo pulgar
para que entendiera que estábamos en el camino correcto y que quería parar
allí. Llevábamos una eternidad dando vueltas y el calor de aquellas fechas me
había recalentado hasta el cerebro. Había conseguido aguantar la sed porque
tenía concentrada toda mi atención en encontrar de una vez para siempre la
salida del atolladero. En ese momento había recuperado algo de la autoconfianza
perdida y mi organismo demandaba una hidratación rápida.
Cuando
Sam Purvis, transportista, natural de Cork, Irlanda y sufrido compañero de
infortunio descendió del camión, mi ánimo se dividió en dos estados: uno de
alerta, pendiente de cualquier gesto que tuviera la intención de aplastarme la
cara; el otro respondía a un sentimiento de fraternidad o solidaridad en la
desdicha de haber recorrido cien kilómetros juntos dando tumbos, perdidos en un
mapa hostil que se negaba a mostrar el final de la etapa.
Al
mirarnos el uno al otro se reveló enseguida la naturaleza bonachona de aquel
individuo. Una sonrisa franca cruzaba su rostro colorado cuando puso un brazo
sobre mis hombros y me llevó consigo a la entrada del bar.
Una vez
dentro y ante dos jarras de litro llenas de cerveza helada me confesó que en su
toda vida había sufrido una experiencia semejante. Sus ojos chispeaban de pura
sinceridad, doy fe de ello..
Trasegamos
más de una jarra cada uno, lo confieso, pero es que el espumoso brebaje entraba
por sí solo, sembrando refrescantes sensaciones a su paso. Después de las
penalidades vividas, aquello suponía un premio que había que paladear poquito a
poco, recreándose uno en cada segundo de placer.
El buen
talante de Sam quedó patente no sólo por lo grato de su compañía y el par de
chistes jocosillos con que se desmarcó sino porque incluso pagó las copas.
Todo un
fenómeno, ese hombre.
Cuando
salimos del santuario cervecero el día parecía tener otro color. Cada uno subió
a su vehículo con inmejorable disposición de ánimo.
Empecé a
acomodarme en el asiento, me coloqué las gafas de sol... y al instante sentí un
aguijonazo en mi interior. Acababa de recordar el detalle de la dirección de
entrega:
<<Carretera
de Humanes a Moraleja de En medio, Km 4,4>>.
El lugar
donde nos encontrábamos se hallaba en esa misma carretera, sí, pero ¿hacia
donde debíamos dirigirnos? ¿a la izquierda o a la derecha? Tendría que
adelantarme con el coche yo sólo para localizar el punto kilométrico y después
guiar a Sam.
–¿Y si
pregunto en el bar? Ellos sabrán en qué dirección se encuentra ese sitio.
Mientras
pensaba en ello salí del coche y me dirigí al borde de la carretera. En su
estrechez se asemejaba a una cinta gris que serpenteaba en medio de un paraje
llano y pelado. No había vestigios de vegetación.
Resultaba
curioso. Hasta ese momento no había tomado conciencia del lugar adonde habíamos
ido a parar. Quizá por el efecto de la cerveza o del fogonazo interior que
sentí al apreciar que la incertidumbre seguía siendo compañera de viaje., el
espacio que me rodeaba se reveló ante mis ojos como una estampa desértica en la
que el restaurante era la única construcción en medio de la desolación. Incluso
los demás camiones aparcados parecían abandonados, sin rastro de vida humana
bajo un sol de justicia.
A medida
que me acercaba a la entrada del bar, percibía un olor característico a goma de
neumático, gasóleo y fritanga, elementos que consiguieron devolverme a la
realidad de mi misión.
Hice un
gesto a Sam, quien me observaba con gesto neutro a través de su ventanilla.
–I need some information. Wait a minute– aclaré.
Nada más
entrar en el garito elegí a la persona que me debería orientar: un tipo enjuto,
con gafas oscuras que absorbía una gran bocanada de humo de su purito de hoja
tostada. Cuando llegué a su altura había empezado a sorber una taza de café.
–Disculpe,
¿me podría decir hacia dónde queda el kilómetro cuatro?
Me miró
tras el humeante recipiente como si el resultado del examen de mi rostro fuese
decisivo para que elaborara su respuesta. Un ligero carraspeo y las palabras
salieron de su boca casi susurrando:
–Tendrás
que comprobarlo, amigo. No sé en qué kilómetro estamos. ¿Adónde vas?
–A un
almacén de fibras. Es de la empresa Yamas..
–No me
suena –repuso el hombre delgado. A continuación se dirigió al camarero, que
parecía clavado tras la barra.
–Paco,
¿sabes algo de Yamas?
El
aludido respondió arrugando la frente:
–Ni
idea. Por aquí no hay nada con ese nombre. ¿En qué dirección?
–Eso
quisiera saber –respondí–. Está en el kilómetro 4,4 de esta carretera.
–Umm, el
polígono más cercano está hacia Humanes, a unos tres kilómetros de aquí.
–Y eso
es...
–Saliendo
a mano izquierda –remató el que habitaba tras la barra.
Desdoblé
la arrugada copia del albarán de entrega y la escudriñé centímetro a
centímetro. En letra casi ilegible por lo desvaído de la tinta pude descifrar
algo que hasta entonces me había pasado desapercibido:
–Polígono
Industrial El Lomo –vocalicé lentamente.
–El
Lomo... Es la primera vez que lo oigo –indicó el barman–. Prueba en el polígono
que te digo –añadió–. No hay otro hasta el mismo Humanes.
Di media
vuelta, consciente del todo de que andaba de nuevo por la cuerda floja. Salí lo
más rápido que pude de aquel antro y pasé ante el camión de Sam sin mirarle,
indicando con el brazo que me siguiera.
El
efecto del aire recalentado por el sofocante sol sobre la superficie del
pavimento llenaba el horizonte con una reverberación plateada. No me llevó
mucho tiempo pasar el velocímetro de cero a cien, ofuscado por el cariz de la
situación. Quería vislumbrar cuanto antes cualquier rastro de nave industrial.
No me importaba si Sam quedaba a la zaga o si era engullido por el asfalto
derretido. Necesitaba ver de una maldita vez el lugar del infierno adonde tenía
que llegar. Nada interrumpía el despoblado paisaje más que unos cuantos
pedruscos y una ligera elevación del terreno, responsable del único cambio de
rasante de toda la carretera. Al coronarlo, descubrí una pequeña gasolinera en
la margen izquierda y ni la menor señal de un polígono. Esperé a Sam, que
aproximó el camión en medio de un chirrido de de compresor de frenos y de motor
roncando ruidosamente por la reducción de velocidad.
Pregunté
al empleado de la estación de servicio sin bajar si quiera del coche y acodado
en el borde de la ventanilla. Supongo que estaba ofreciendo una imagen chulesca
pero me daba lo mismo.
–Polígono...
¿qué? –inquirió un hombre de edad indefinida, con un bigote desvaído, facciones
difusas y aspecto indefinible en general ante mi mala leche desbocada.
–¡El
Lomo! –grité una sola vez. Debió de ser suficiente, porque el individuo asintió
y quitándose su gorrito blanco sin visera añadió:
–Si, de
la vuelta y por detrás del cambio de rasante a pocos metros se desvía a la
derecha. Es la entrada al polígono.
–Gracias
–me limité a decir secamente y aceleré poseído aún por un anhelo desmedido de
acabar con todo.
Volvimos
sobre nuestros pasos y fijándome muy bien recorrí el carril derecho a menos de
veinte kilómetros por hora.
No había
ningún desvío.
Ninguna
entrada.
Ni un
cartel indicador.
Decidido
a no dejarme derrotar esa vez por mi diabólica mala suerte, di un volantazo a
mi derecha y entré de lleno en una explanada vacía. Seguí adelante al tiempo
que observaba las cuarenta toneladas del camión de Sam paradas sobre el arcén.
–Mejor
así. Ahora sí que no me la das, destino de mierda.
Grité la
frase casi como una consigna de guerra. Pisé el acelerador consciente de la
enorme columna de polvo que iba arrancando de aquel terreno estéril. A menos de
veinte metros vislumbré un bulto que cuando empezó a cobrar forma se reveló
como un cartel anunciador de tipo
publicitario. Estaba orientado oblicuamente, se ve que pensando en los viajeros
que iban en la dirección: gasolinera-restaurante.
Al
alcanzarlo pude comprobar sus proporciones: un gigantesco cartelón que mostraba
una leyenda en letras desvaídas por el sol:
<<Polígono
Industrial El Lomo. Venta de Naves. Razón, nave A.
Animado
por un presentimiento me metí en el coche y continué mi marcha por el
inexistente camino. Una pequeña cuesta me esperaba a menos de cincuenta metros
de allí. La coroné despacio hasta que apareció ante mí la imagen que estaba
esperando: un par de hileras de naves nuevecitas parecían esperar un visitante,
inmutables en medio de la nada. Me había bajado del coche para contemplar el
espectáculo. Me apoyé en el techo del vehículo y esbocé una sonrisa. Una
carcajada empezó a abrirse paso hasta convertirse en algo parecido a un ataque
de risa. Permanecí un buen rato doblado por la cintura hasta que mi respiración
se normalizó lo suficiente como para introducirme en el coche y regresar a por
Sam.
Este
esperaba fumando un cigarrillo sin bajarse del camión, con la música de Bruce
Springsteen atronando desde la cabina. Un buen modo de evadirse de nuestro
común despropósito.
Buscamos
la nave B1 y esta vez la encontramos a la primera. Me pareció una extraña
recompensa, como un guiño burlesco del destino.
Parecía
como si los operarios del interior de la nave no nos hubieran echado de menos
ni un minuto. Debía ser que nadie se había enterado de nuestra odisea. Vamos,
como si fuera una simpleza encontrar al primer intento aquella frontera con el
fin del mundo.
Sam
descendió del camión con gesto concentrado. Se hallaba en terreno seguro. Ya
podía descargar la mercancía. Daba la impresión de que no le hubiera importado
en absoluto lo accidentado del recorrido. Lo que contaba era estar allí, con la
carga a buen recaudo.
Me
ofrecí a esperarle para acompañarle en su regreso pero se ocupó rápidamente de
denegar mi sugerencia.
–No, young man. I’m quite sure about the right way. Don’t
you worry.
No
insistí pues no había nada más lejos de mi intención que tentar a mi suerte.
Además, era casi seguro que el Irlandés tampoco estaría por la labor.
–Okay,
Sam, good luck.
Me alejé
de allí a grandes pasos, indicio de las ganas que tenía de volver a casa, ver a
Diana, besarla y fundirme con ella en un mar de abrazos y jadeos, sin un
resquicio para el recuerdo de ese infausto día.
Al subir
a mi coche pude ver la mole del gran camión reposando tranquila, como si
recuperara fuerzas preparándose para otra contienda.
Pasé de
nuevo ante el cartelón anunciador. Por más vueltas que le daba no conseguía
adivinar la razón por la que un ser humano puede colocar un indicador por
grande que sea, a casi un kilómetro de la carretera más cercana. ¿Proyección de
futuro? Quizá al cabo del tiempo aquello se transformaba en un doble trébol de
autopistas y el del Lomo en el más célebre de los polígonos.
Desde
luego, en aquel momento no pasaba de la clasificación de oscuro y clandestino.
Respiré
hondo y continué mi marcha hacia la luz.
Puse
tierra de por medio. Mucha tierra. Era lo único que abundaba por aquel páramo.
II
Carlo y la Muerte
A las cinco en punto de la tarde, Carlo subía al
asiento de conductor de "la máquina". Un intenso aroma a tapicería de cuero le envolvió de inmediato.
Fue
como si se sumergiera en otra
dimensión. Todavía resonaban en su mente las palabras de Sara:
–Ve con
prudencia, Carlo. Esa máquina es como un cohete con ruedas...
–No exageres. Lo probaré por la
carretera secundaria. A estas horas no hay trafico.
–No dediques mucho tiempo a
esto, Carlo.
–¿Y por
qué no vienes? El coche admite dos plazas...
–No me
apetece, de veras.
–Vale. No le des más vueltas, cariño. Estaré de
regreso antes de las seis.
Él la besó en los labios, un gesto que martillearía
la memoria de ella durante mucho tiempo.
El último beso. Durante años, Sara se repetiría
multitud de veces las mismas preguntas ¿Por qué no le retuvo más tiempo?
Habrían podido hacer el amor durante horas, en la intimidad del dormitorio que
desde ese día ya no volverían a compartir. Si ella hubiese insistido un poco
más. Lo suficiente para que él abandonara la idea de subirse a esa máquina.
–Dios, ¿por qué no le quitaste de la cabeza esa
locura? –se torturaba interiormente.
–“Ve con
prudencia, cariño..."–. Las palabras se desvanecieron en sus pensamientos
cuando Carlo giró la llave de contacto.
El bólido rugió anunciando su afán de conquista del
asfalto. Quinientos cincuenta caballos de potencia ofrecen bastantes
posibilidades al afortunado conductor que quiera experimentar nuevas
sensaciones.
Con tacto muy suave, Carlo introdujo la primera
marcha y posó el pie sobre el acelerador. El Ferrari F60 se revolucionó hasta
6500 vueltas y salió disparado hacia la Avenida de América. Al principio le
costó trabajo dominar los envites de la "macchina" a cada presión sobre el pedal. Después comenzó a
sacarle sustancia a la experiencia. Aprendió que debía soltar enseguida el
embrague y solo dejar caer el peso del pie. Así consiguió una respuesta dócil
del vehículo.
Únicamente cada vez que había de parar ante un
semáforo y aminoraba la marcha, le parecía que al accionar el freno debía
apretar el pedal más de la cuenta. Le sorprendió un poco que la frenada no
fuera tan precisa como el resto de los controles.
Tomó el desvío hacia la Nacional Uno, dirección
Burgos. Sensaciones nunca antes vividas pasaban por su mente. La excitación de
la velocidad. La brutal aceleración al cambiar de marcha.
Un gozo indefinible le mantenía eufórico.
A su cabeza acudían fugaces recuerdos de su
infancia, cuando se escapaba con la moto de su padre para recorrer la adoquinada
Vía San Giovanni, de su querido San Gimignano. A pesar del traqueteo producido
al rodar por la irregular superficie, aquel niño disfrutaba como nadie de la
experiencia. El cosquilleo que le subía por los brazos a sus doce años, con la Benelli a sesenta kilómetros por hora,
llegaba a erizarle el cabello.
Una excitación similar embargaba sus sentidos al
volante de la máquina. Pero esta vez se desplazaba por una autovía recién
asfaltada a ciento noventa kilómetros por hora, con visos claros de alcanzar
mucho más merced a la formidable aceleración brindada por el propulsor de
inyección multipunto.
Carlo dejó pasar el desvío hacia la carretera de
Colmenar, donde pensaba visitar las obras del Polideportivo que dos meses antes
comenzó a construir Fakirsa.
Le pareció mejor idea continuar unos pocos
kilómetros más.
El color rojo fuego de la carrocería relucía bajo
el sol de la tarde como un diamante. Carlo deseaba sacarle jugo a aquel
proyectil con ruedas. En su muñeca, las manecillas del reloj Swiss Army marcaban las cinco y
veinticinco. Necesitaba más tiempo para hacerse con el control de la máquina.
Habituado al sencillo manejo de su viejo Alfa Romeo 95, le llevaría un buen
rato domar a este pura sangre.
Carlo no tuvo que hacer uso del freno desde que
dejó atrás el casco urbano. La retención del motor al levantar el pie del
acelerador resultaba más que suficiente para adaptar la velocidad al fluido
ritmo con que discurría el tráfico a esas horas.
La ruta le llevaba hacia la zona de la Sierra.
Aunque sus picos más altos no se elevaban mucho más allá de los dos mil metros,
los barrancos y despeñaderos que jalonaban la carretera imponían respeto a
cualquier viajero.
A la altura de la cuesta de El Molar, Carlo empezó
a comprobar, maravillado, la fuerza con la que el propulsor del Ferrari F 60
era capaz de impulsar aquel ingenio mecánico, fruto de la más avanzada
tecnología.
El velocímetro marcaba doscientos diez kilómetros
por hora.
¿Qué pudo inducir a aquel hombre tranquilo,
equilibrado y poco amigo de asumir riesgos inútiles, a correr disparado a los
mandos de un bólido?
Sensaciones, quizá. Sensaciones de una intensidad
que nunca antes (si acaso en la niñez conduciendo la Benelli verde y plata)
había llegado a experimentar.
–Es Inevitable sucumbir, ¿eh Carlo? –preguntaba
su conciencia. Total, por una vez que juegues a ser chico malo no has de
sentirte culpable–. ¿Quien no ha sido atraído por lo prohibido, por traspasar
la línea de lo correcto? ¿Incumplir una norma de tráfico? ¡Bah! Su buen amigo
el concejal le resolvería la papeleta. Cuantos favores intercambiados. Una
sólida amistad. Buen elemento ese Pablo.
Las
curvas iban haciéndose más cerradas a medida que Carlo avanzaba por la pista
hacia la cadena montañosa.
Pisó el
freno varias veces. Al igual que cuando circulaba por Madrid, notó que debía apretar a fondo el pedal. Pero ahora
apenas podía percibirse el efecto de la frenada. Cambió a una marcha más corta.
No fue suficiente. El vehículo escapaba por momentos a su control. Un sudor
frío humedeció su frente y sus manos. Los nervios empezaron a dominarle y
dieron paso a una rigidez que le atenazaba los brazos y las piernas. Un letrero
indicaba en negro sobre blanco la leyenda " Robregordo, 10 Km". La
siguiente curva hizo que el Ferrari sobregirara de la parte trasera. Casi fuera
del arcén, el conductor consiguió enderezar la trayectoria. El rugido del motor
fue una clara protesta ante la subida de revoluciones provocada por la
reducción de marcha. Dominado por la desesperación del momento, a Carlo le
importaba poco forzar el motor, pasarlo de vueltas o que saliera ardiendo.
Pugnaba por salvar la vida y para ello había de frenar. Frenar como fuera.
Durante un instante que le pareció una eternidad, Carlo decidió arrimarse a la
pared rocosa de la montaña, cortada por la carretera en varias zonas.
Se
hallaba en las estribaciones de la Sierra madrileña, hendida por la Nacional–I
como si un hacha descomunal hubiera asestado un tajo formidable.
–¡Dios, ayúdame! ¡ Dios, ayúdame! –repetía para sí.
Pretendía rozar el lateral rocoso en un loco
intento de reducir la velocidad. Entró en una curva pronunciada, en forma de
horquilla. Salir de ella a ciento ochenta kilómetros por hora, resultó ser una
empresa imposible. La angustia de Carlo le llevó a la memoria la imagen de Sara.
– “Cariño, estoy perdido. Recuérdame siempre”.
Esas
palabras cruzaron su mente tres segundos antes de romper el pretil. El coche
rebotó contra la roca y salió despedido hacia el lado opuesto de la calzada
girando sobre sí mismo. Rebasó el borde del precipicio llamado Barranca del
Toro, a trescientos metros sobre el suelo. Seguía girando mientras surcaba el
aire en un recorrido mortal que terminó aplastándolo contra las grandes rocas
del fondo.
III
En la
noche de aquel Viernes, Ion Zeta estaba muy alterado.
Había
experimentado una vivencia curiosa. En el interior de algo similar a un aula,
junto a otras personas sentadas disciplinadamente a su alrededor, escuchaba el
discurso que con voz docta pronunciaba alguien desde un estrado; aunque la sala
se asemejaba más a una estancia de un palacio fantástico que a un lugar
apropiado para impartir clases. Un anciano de barba larguísima con aspecto de
sabio de otro tiempo, impartía conocimientos básicos sobre el funcionamiento de
La Corporación. Ion Zeta, sentado en
la primera de las innumerables filas de la gigantesca sala, escuchaba su
solemne charla, en la que le oía decir con una voz marcada por incontables años
de experiencia:
–El
engranaje victorioso, aparte de las artes características que le deben facultar
para librarse de sus oponentes, sabrá manifestar ante sus superiores una
actitud que éstos valoren positivamente. Para ello cuentan con los Indicadores
de Comportamiento.
Los
asistentes a la conferencia, separados entre sí por largos pupitres de límpido
mármol blanco observaban expectantes al anciano, sin mover un músculo. A Ion
Zeta le daba la sensación de encontrarse completamente aislado en aquella sala
inmensa cuyo techo abovedado era sostenido por columnas que le recordaban el
estilo gótico de algunas catedrales. Sentía frío.
El
anciano continuaba.
–Se
incluyen en el concepto de Indicadores de Comportamiento, cualquier
manifestación verbal o escrita, actitud, disposición de ánimo o cualesquiera
gesto, guiño o similar, que el Superior entienda revelador de potencialidades a
favor o en contra del interesado. Hay que procurar que las primeras sean
inferiores en número a las segundas. Esto no supondrá dificultad alguna, ya que
el criterio a seguir es totalmente aleatorio.
Tras
evaluar los Indicadores, los individuos–engranaje juzgados, se clasifican en la
Tabla de Méritos por orden de puntuación.
Ion Zeta
comprobó que algunos de los compañeros tomaban apuntes nerviosamente de todos
aquellos detalles. Parecía que obraran impulsados por un miedo cerval enraizado
en lo más hondo de sus almas. Ion Zeta también lo sentía. Sin embargo se
encontraba paralizado. Se veía incapaz de escribir nada ni de articular palabra
alguna. En un momento dado contempló con espanto cómo uno de los asistentes se
levantaba de su asiento de impoluto mármol blanco con intención de preguntar al
anciano.
Este
irguió un dedo ganchudo y apuntando al interfecto le espetó: –¿Sí, señor
Rómulo?
–Señoría,
me atrevo a sugerir que hay que ser más exigentes con los subordinados. Esto no
ha de ser un camino fácil, sino inundado por aguas pantanosas infestadas de
alimañas... –el orador dejó que transcurrieran unos segundos, de modo que sólo
se escuchaba elsilencio húmedo que flotaba sobre el inmenso recinto. El eco de
sus últimas palabras rebotaba aún en el interior de las girolas y bóvedas: “…
de alimañas… añas” y continuó:
–Si,
alimañas… ¡Como esas! –gritó señalando a un lateral donde Ion Zeta pudo ver
repentinamente abominables seres que rebullían en una masa amorfa de cuerpos
repulsivos.
–Bien,
bien, estimado amigo –comentó el anciano–. Sabemos que tú eres fiel seguidor de
Los Principios. Pero no hay que alterarse. La Gran Nave es guiada con maestría
hacia el objetivo final –con un gesto de la nudosa mano, invitó a Rómulo a
sentarse.
–Continuemos.
Llegado
a este punto, Ion Zeta miró hacia lo alto de la bóveda del techo y contempló
con horror cómo una siniestra bandada de negras aves de rostro semihumano se
abalanzaba hacia los presentes con las curvadas uñas de sus garras afiladas
como cuchillas, en una inconfundible actitud hostil que nada bueno presagiaba.
Las
quimeras comenzaron a sobrevolar la majestuosa aula recorriendo uno a uno todos
los pupitres. Con sus ojos amarillos escrutaban a los presentes que hacían
ademán de protegerse la cara con los brazos. Otros mostraban intención de huir,
pero pronto se dieron cuenta de que una extraña fuerza les obligaba a
permanecer sentados, atendiendo impasibles el discurso del sabio.
La voz
de este arrancaba ecos más siniestros que los de cualquier otro participante en
aquel cuasi-monólogo, llenando la inmensidad de la estancia con un fragor
inquietante, como si todo el edificio retemblara y fuera a desmoronarse de un
momento a otro. Aquellas furias aladas se acercaron al estrado donde
convergieron en una columna como si constituyesen un todo y emprendieron una
súbita ascensión hacia la gran girola central por la que acabaron
desapareciendo como por ensalmo.
En la
demencial atmósfera que le atenazaba, Ion Zeta vio que una imagen
tridimensional cobraba forma a media altura, situándose entre los asistentes y
el podio desde donde el viejo lanzaba su plática.
Dos
pirámides unidas por la base giraban mostrando un sin fin de engranajes en
movimiento circular unidos por miles de ejes. Dentro del cuerpo de cada uno de
ellos pululaban muchísimas figuras humanas en miniatura y en movimiento
constante. Realizaban movimientos apresurados, iban y venían, algunas imágenes
de aquellos puntos eran ampliadas para ver en detalle la incesante actividad:
esas piezas elementales en el gigantesco puzzle reflejaban en sus rostros una
expresión de fuerte determinación, como animados de una energía que les
atiborrara las venas de apetencia por el trabajo duro, imparable hasta la
extenuación. El gesto que exhibían se remataba con una casi imperceptible
sonrisa, queriendo dar a entender que se aquellos elementos rotacionales e
irracionales lo tenían todo dominado, perfectas réplicas del ideal de empleado
que la Corporación se desvivía por imbuir en las mentes de esos mismos
engranajes. Escenas de estrechar de manos por misiones bien cumplidas, palmadas
en la espalda de un superior a un subordinado… Estos últimos parecían de un
tamaño inferior al del jefe inmediato. El zoom de imagen que impresionaba las
retinas de los asistentes a aquella conferencia dirigida a autómatas, mostraba
con definición perfecta el volumen que ocupaban los más de 300.000 folios que
contenían los Principios de la Corporación. De forma inesperada, decenas de
visores transparentes se desplazaron hasta colocarse a pocos centímetros de las
caras de los asistentes para que visualizaran párrafo a párrafo alguno de los
1500 tomos del Corán de la filosofía de empresa, del Libro de los Libros, cuyo
conocimiento todos los superiores exigían y ninguno de ellos cumplía. Pero había
que mantener la facha, la imagen limpia, no otorgar concesión a debilidades
tales como el compañerismo, el trabajo en equipo y la sinceridad. El hombre de
amplia barba albina volvió a hablar desde el alto podio:
–Es así
como todos iremos navegando en pos de la consecución de objetivos, del logro y
de la rentabilidad. Hete ahí el núcleo y la razón de las exigencias moldeadas
por nosotros, y aquí no les incluyo a ustedes sino al Nos mayestático, el que
designa a los fundadores del magnífico entramado construido por esta Cúpula, la
Cúpula de sabios negociantes que les llevará a ustedes los supervisores, hacia la calidad de vida
que tanto añoran.
En ese
instante, en la cúspide de la pirámide superior se emitían pulsantes destellos
de luz plateada. En la pirámide inferior reinaba la oscuridad.
El
anciano daba explicaciones.
–Los más
poblados son los ejes–nivel intermedios. La Corporación tiene una estructura en
forma de dos pirámides unidas por la base, lo podéis ver. En la pirámide
superior coexisten los engranajes que conservan alguna posibilidad de
proyección en la organización, mientras que en la pirámide inferior habitan los
desheredados, restos corporativos que decidieron no abandonar la nave a pesar
de la inexistencia de futuro para ellos, meros elementos rodantes de rutina,
cuya labor carece de reconocimiento por parte de nadie y que, abandonados a su
suerte contemplan cómo paulatinamente se desvanece la energía que otrora les
impulsaba a girar con esperanza, en sus inicios como engranajes elementales.
El viejo
describió un amplio círculo con los brazos extendidos y en un instante
desapareció la imagen.
El
entorno se alteró súbitamente.
Las
Furias volvieron a planear sobre los oyentes, lanzando graznidos desgarradores
al tiempo que las paredes que sostenían las altísimas bóvedas parecían crujir
con un inquietante espectro de sonidos. Estos, unidos al retumbar de la
poderosa voz del maestro acrecentaban aún más la sensación de inminente
derrumbamiento de los muros. Esta vez, nadie se movió ni emitió un gemido.
–En fin
apreciados jefes y futuros altos cargos corporativos –continuó el gran
dirigente–, habéis de saber que la pirámide inferior es el colector de
residuos, el intestino grueso del gigante multinacional cuyo metabolismo quema
las energías individuales de los elementos–rueda
para generar un movimiento perpetuo, una frenética actividad de carga de combustible–combustión, de la
que se alimenta la nave para no desviarse del Rumbo Perfecto.
Justo
entonces Ion Zeta comprendió. Él estaba allí como excepción, encajado en una
reunión de formación restringida a jefes corporativos. Él, un simple empleado,
estaba enterándose de las directrices que les impartían a los mandos. Un
auténtico advenedizo. Un furtivo.
Un
segundo más tarde se hizo el silencio. La reverberación de las palabras del
sabio en la cúpula abovedada se extinguió. Todos miraban a Ion Zeta con ojos
enrojecidos, fiscalizándole:
–
¡Ese... mirad a ese! ¡Es un impostor!
De
repente todo se desvaneció.
Ion Zeta
se incorporó en su cama oyendo las palabras de su amada:
–Cariño
despierta ya. No te alteres. No fue más que un sueño...
IV
EL GUERRERO
Calixto Duncan había participado
en cien batallas. Duras acometidas contra un enemigo voraz que avanzaba
asolando el espacio que pisaba y lanzaba a los vientos el aliento de una muerte
cierta. Emprendía atrevidas incursiones hollando parajes escarpados por donde
transitaba a ciegas, sin noción alguna sobre cuál sería el curso de los
acontecimientos.
Le
habían dicho:
–Calixto,
defiende tu posición ¡y no retrocedas!
Por lo
tanto, él arremetía contra la marea humana, humanos que aullaban como si no lo
fueran, y se enfrentaba a ellos cada amanecer con las venas rebosantes de
fluido vital y ese fluido ardía y le proporcionaba una energía bien conocida,
desatada, brutal, que le permitía emprender las misiones más arrojadas.
Calixto
debía su bravura a su padre, nacido bajo el signo de Leo, quien se había
esforzado en transmitirle las estrategias y la instrucción necesarias para
superar las contiendas que le esperarían, en valles oscuros, en esquivos
recodos de caminos, en pasos intrincados entre altísimas montañas que cerraban
el acceso a cualquier rayo de sol. El Astro Rey, fiel compañero en sus
andanzas. Lo había ayudado en multitud de ocasiones, sí, no sólo porque Calixto
se beneficiara por dentro con su energía vivificante sino porque se convertía
en valioso aliado cuando cegaba al enemigo. Había que atacar siempre con la
esfera incandescente a la espalda. Debía aprovechar el crepúsculo matutino para
abordar el territorio hostil justo en el instante en que la esfera de fuego
deslumbrara los rostros desencajados de quienes, ávidos de sangre tibia,
alzaban con fiereza sus temibles armas en el bando opuesto.
Calixto
había combatido en todo tipo de situaciones. Desde aquellas escaramuzas que
ocasionalmente tenían lugar en algún punto clave de la ruta y que no pasaban de
ser torpes maniobras de salteadores de caminos que habían desertado de otros
ejércitos hasta verdaderas batallas donde se desplegaban máquinas aterradoras
que sembraban la muerte a cada paso.
Calixto
había encontrado la enseñanza de que la sangre vertida no contribuía jamás al
progreso. El avance en tierra puede prosperar y la vastedad del territorio
puede agrandarse, no así la grandeza de las almas de quienes sobreviven.
–¿La
conquista enaltece tanto a los hombres, sabio amigo? –preguntó Calixto a su
augur, filósofo y tutor desde que era un niño.
–Ah, la
conquista, dulce sensación en el paladar del asesino –dejó manar de su boca el
sabio. Las palabras se desprendían encadenadas en perfecto orden, guardando una
concordia perpetua con el mundo y sus fluidos vitales; aquel profeta parecía
capaz de detener el tiempo cuando hablaba.
–Nunca
el hombre ha mostrado auténtico interés por preservar la paz –añadió el anciano–.
La paz es una quimera en sí misma. No nos conformamos con extender nuestra
semilla en un trozo de tierra y cultivar y criar ganado allí, para hacer de
nuestra parcela un pequeño universo. Antes al contrario: perseguimos a los
otros hasta acorralarlos, los aniquilamos y coronamos el nuevo territorio
poniendo un pie sobre una montaña de cadáveres.
–Pero
hay temporadas de paz. Tú y yo las hemos vivido –apuntó Calixto.
–Sólo
sirven para dedicarse a potenciar la defensa. Siempre hay que estar en guardia
¿no es cierto?
Solían
hablar de tácticas de combate, de aguerridas columnas humanas pertrechadas con
las armas más dañinas, de cómo incrementar el poder de exterminio y de qué
forma rechazar una emboscada, contrarrestar amenazas, levantar barricadas, intoxicar
la información que se deja pasar al contrario, extender entre sus filas la
inseguridad y el miedo…
Calixto
había aprendido que tras interminables jornadas de luchar a quemarropa, de
esquivar golpes atroces, de contemplar el sufrimiento en carne viva, uno
acababa temblando; temblando de agotamiento, destemplado y desolado, con la
bruma de la violencia velando tus ojos. Por fin, la guerra termina, pero los
tiempos de paz son muy sensibles a las maquinaciones humanas y acaban en cuanto
alguna potencia del nuevo orden ha sido encontrada en connivencia con otros
para aliarse. ¿Qué se hace, pues? Emponzoñar a un tercero para que arremeta, y
si esa táctica no ayuda a mejorar lo propio no queda más remedio que tomar
parte activa. Y otra vez la guerra, las incursiones en territorio hostil, más
vidas derramadas y vuelta a empezar.
El sabio
tutor le aconsejaba con voz queda:
–Has de
conocer todas las posibilidades, batallar en muchos frentes y recoger la
esencia que te servirá para enfrentar adversidades futuras.
Calixto
era, ante todo, un guerrero, en el sentido más próximo al estereotipo. No le
importaba acatar las órdenes, aunque no siempre encajaran en la lógica. Se
dejaba llevar por las corrientes más fuertes, más sin dejarse atrapar por
torbellinos. En ocasiones recordaba con cierta gracia cómo sus superiores
habían incurrido en tales contradicciones que, si hubiera seguido fielmente
todas sus órdenes habria tenido que permanecer en el mismo sitio sin avanzar un
centímetro.
–Esas
mentes preclaras… –decía para sí– Parecen ver y entender más allá de lo que tú
alcanzas y al final resulta que su heroico plan no pasa de la burda artimaña.
Calixto
suspiraba cada vez que, entregado a ese orden de pensamientos intentaba sacar
alguna conclusión útil. Pero no encontraba el sentido. Seguía a la masa de
guerreros que como víctimas propiciatorias ponían sus vidas al servicio de los
generales; formaban ejércitos afanados en llegar hasta donde los dirigentes les
decían que debían llegar. Si tomaban una colina, la victoria era cantada para
glorificar a los mandos, los que observaban en la distancia a los luchadores de
a pie entregarse al degüello. Para colmo, en más de una ocasión se había visto
privado del reconocimiento de sus propios conciudadanos: bien fuera en alguna
taberna refrescando su garganta áspera por el polvo del combate o bien
conversando afablemente con un conocido, Calixto había referido episodios
triunfales en los que había participado como el que más y había creído con ello
suscitar el respeto o la admiración de sus iguales (qué menos tratándose de
aquellos que, como él, pertenecían a la tropa) pero una y otra vez topaba
contra un muro de indiferencia o de envidia velada, cuando Calixto no pretendía
más que compartir su gozo con los demás. Y es que la batalla no terminaba en
los campos de sangre. Se extendía a su propia cotidianeidad, a su entorno más
entrañable y querido. Fue entonces cuando Calixto Duncan se hizo la gran
pregunta:
–¿No
será que mi imaginación me está hablando de la paz?
Fue así
como nuestro guerrero se descubrió a sí mismo reflexionando desde la silla
giratoria de la oficina, inmerso en un mar de papeles, rodeado de teléfonos
tronando por doquier y del ajetreo de sus compañeros de trabajo, algunos de los
cuales descargaban contra él severos mandobles: “Esto no está terminado y
necesito los datos para la reunión de las doce”, “Has encontrado la información
sobre el cliente que nos pidió el director? ¿No? Pues entonces ¡qué leches
haces!
Compañeros
de armas que te reprenden porque no acarreas con su fardo o no ejecutas órdenes
que han sido dirigidas a ellos. Reuniones en las que impera ante todo desarmar
al contrario. Como las emboscadas en las que Calixto había estado pensando,
absorto, ante su escritorio. Director o general, quien daba las órdenes imponía
su ley. Y el camino que marcaba no era nítido sino que discurría entre brumas
que jalonaban de peligros su misión, su esfuerzo por conseguir el objetivo.
Derramaba calidad de vida como derramada era la sangre en la batalla librada
por el guerrero imaginario cuya figura quedaba ahora desdibujada en algún
rincón de su mente. Calixto, en fin, se enfrentaba a la vida en la paz, al
trabajo y a la contienda con el prójimo en el devenir diario. Cada vez que se
ponía a la cola en el supermercado soportaba el ímpetu belicoso del que un
puesto por detrás de él pretendía colocar sus trastos compulsivamente, casi
mezclándolos sin respetar frontera con los suyos; la cajera dirigía una mirada
furibunda a Calixto si este confesaba haber olvidado la tarjeta de cargo del
centro comercial, lo cual obligaría a la empleada a cobrar en metálico
retrasando en unas décimas de segundo su carrera por despachar la interminable
fila de consumidores. Estos, como sucedía al soldado imaginario cuando hacía
guardias para vigilar una posición recién tomada, permanecían apostados unos
detrás de los otros asomando la cabeza por un lateral a fin de comprobar qué
sucedía para motivar tanto retraso.
En las
historias bélicas de su imaginación, Calixto Duncan veía cómo un compañero de
armas del guerrero se recreaba disparando muerte sobre enemigos heridos,
abatiendo de igual modo a los que humanamente intentaban retirarlos del campo
de batalla. Para Calixto, ese comportamiento se asemejaba a otras actitudes: el
dueño de un imponente can que lo lleva siempre suelto, aun en el caso de que
muy cerca hubiese niños; la agresividad en el conductor que intenta a toda
costa adelantar a los demás arriesgando su vida y la de los otros, el médico
desalmado que interviene a un paciente a toda costa para experimentar nuevas
técnicas, los maltratadores de niños, los que los explotan en condiciones
infrahumanas, la falta de solidaridad de los que miran un accidente de tráfico
y pasan de largo, de quienes ven cómo los muchachos y los que no lo son tanto garabatean
con graffitis los muros…
La voz
del sabio de sus sueños resonaba en su interior:
–No seas
ingenuo, amigo. La vida en paz es igual de traicionera y esta llena de sombras
entre las cuales puede abrirse paso una bala o dejarse ver la hoja de un cuchillo
y si no andas con los sentidos aguzados no es probable que lo puedas contar.
Fíjate siempre en actuar bajo el gran sol que vence a la penumbra y deslumbra
al enemigo.
Y
Calixto abrió los ojos y comprendió. La luz del sol era la fuerza de la razón y
como siempre que reflexionaba con detenimiento se dedicó a analizar con
atención lo que decía el anciano, aquel conjunto de susurros que se deslizaba
en su interior; una voz de ayuda que alentaba y empujaba al soldado a tomar sus propias decisiones.
La voz
de su conciencia.
V
VIDAS AJENAS
Algo
sucedió en la travesía que emprendieron juntos Tania y Orlando. Un cambio
pugnaba por producirse para perturbar su cómoda existencia anclada en el barrio
alto de la ciudad, un lugar para ricos donde sus almas aspiraban a conquistar
el paraíso.
Tuve
ocasión de ser testigo de muchos episodios de su convivencia, lo que me
convirtió, supongo, en algo así como una cámara que contempla imágenes e
imprime en su memoria los trazos de un dibujo, un rompecabezas que al final de la
historia se completa con una pieza que siempre te pareció que no encajaba y la
dejabas apartada en un rincón. Antes de que mi enfermedad me postrase en el
hospital, mi relación con aquella pareja me había dejado un poso en la memoria.
Una inquietud empezó a crecer en mí y me ha animado a contarles aquello de lo
que fueron capaces esos dos supervivientes de la modernidad.
El
cambio de rumbo en su viaje compartido pudo haber empezado en una estancia
cualquiera del chalet de tres plantas, agarrado cada uno a una copa de bourbon:
–Orlando
y Tania, Tania y Orlando. Es gracioso que estos cinco años de convivencia me
parezcan tan… prescindibles.
–¿Prescindibles?
¿Cómo puedes tú decir eso? En todo este tiempo no me has dedicado un momento de
amor. Más allá de lo carnal no represento para ti más valor que un libro
desacreditado.
–Eres
injusta, Tania. Me esfuerzo por equilibrar nuestra vida y tú te sales por la
tangente. No me incrimines, porque he hecho mucho por ti. ¿O has olvidado de
dónde ha venido todo el dinero que ha estado entrando en la casa?
–Eso es
lo que llamas entrega. Mover el talonario de un lado a otro haciéndote el
gallito y luego llevarme a la cama para terminar de llenar el pozo sin fondo de
tu narcisismo. Pero ahora es distinto. Hace dos años que me gano muy bien la
vida. Si crees que te necesito es que estás más ciego de lo que suponía.
–Claro,
desde que te convertiste en la superejecutiva del banco me miras desde otra
altura ¿no es cierto?
–Di
mejor que he aprendido a conocerte. Cuando era una simple empleada carecía de
experiencia tratando a los machitos como tu; hasta me subyugaban con sus
contoneos y presunciones, tan acicalados y perfumados. Por eso me engatusaste.
Supiste utilizar tus armas.
–Algo
más habría detrás de la fachada ¿no? O a lo mejor quieres dar a entender que yo estaba a la altura de una
cabecita vacía.
–Mira,
Orlando, creo que lo nuestro no está funcionando porque he madurado, mientras
que tú sigues ahí mirándote el ombligo. Por cierto, que has engordado
sobremanera últimamente.
–Vaya,
yo no puedo decir lo mismo de ti porque siempre te he visto más inflada que una
rueda de camión.
–¿Y qué?
Soy feliz con este cuerpo y no me vencen los complejos. Deberías tomar ejemplo.
–No
creo. No resistes una mirada al espejo, cariño. Me he fijado en eso. Siempre
vas con esa ropa tan holgada… parece un sayón de fraile.
–Uff, y
tú luces la papada de un…
No sé
cuánto tiempo permanecí escuchando aquel intercambio de veneno, probablemente
más del que hubiese deseado. Cuando decidí intervenir, encontré a Orlando sólo
en la sala, apurando la copa.
–No he
podido evitar oír…
–No te
preocupes –atajó–. Es una muestra más de que lo nuestro se deshace. Si es que
alguna vez hubo algo que mereciera la pena.
Mientras
observaba a Orlando, plantado a un metro de mí, con su abdomen prominente y su
mano carnosa rodeando el vaso como una prolongación de sí mismo, tuve la revelación de algo que hasta ese momento no
había apreciado, al menos de manera consciente: a Orlando le sobraban muchos kilos y por su papada poblada de
pliegues y su escaso pelo que caía sudoroso sobre la frente aparentaba rebasar
la barrera de los cincuenta, cuando su edad rozaba los treinta y cinco.
–¿Qué
hay en Tania que no te guste, aparte del físico? –espeté a bocajarro.
–¿Te
refieres a si descuida su higiene personal o algo así?
–No seas
cínico, hombre. Te conozco y sé que ves más allá de lo simplemente material.
Eres tozudo pero no un borrico. Y ahora dime, ¿qué os está pasando?
Me miró
de soslayo mientras se servía más bourbon. Carraspeó antes de hablar:
–Que te
lo diga ella. Desconozco lo que pasa por su privilegiada cabecita.
Dio un
trago largo que pareció rasparle la garganta como una lija y señaló hacia las
escaleras que unían el enorme salón con las plantas superiores de la casona.
–La encontrarás
llorando en su habitación.
Dudé
entre subir o terminar de una manera más eficaz el diálogo. Intenté lo segundo:
–Orlando,
quisiera que de una vez reflexionaras sobre esto sin salidas de tono ni
sarcasmos ¿podrá ser?
Se
encogió de hombros sin abandonar el contacto entre sus labios y el borde del
vaso. En ese instante predije que volvería a llenarlo en cuestión de segundos.
–No
puedo reflexionar sobre algo que no entiendo –murmuró–.Lo más que cabe pensar
de su actitud es que ha encontrado a otro.
Las
bolsas amoratadas de piel que colgaban bajo sus ojos reflejaban que Orlando
llevaba bastante tiempo durmiendo mal, probablemente dándole vueltas a aquello
que pensaba en realidad.
–Orlando,
¿podrías decirme por una vez qué es lo que de verdad te preocupa? Déjate de
fingir que no ves más allá de tus narices…
Aparté
la mirada de su figura voluminosa y la dejé vagar por la estancia. Trofeos de
caza por las paredes, diez o doce ciervos, uno de ellos de catorce puntas; unos
quince jabalíes con colmillos más retorcidos que los pensamientos de Orlando…
En
contraste con el tono roble de la puerta de entrada, un marco de ébano rodeaba
el retrato de Tania como un muro protector y ensombrecía innecesariamente el
semblante marfileño de la mujer. En ocasiones he pensado que si consiguiera
estar más delgada parecería otra persona. Los ojos en el óleo reflejaban con el
mismo fulgor el tono aguamarina de los auténticos. Su mirada se había adueñado
de mi voluntad hacía mucho. Esa permanente chispa… transmitía sensaciones
contradictorias; una pura lucha de opuestos. Esos ojos parecían entregar sus
pensamientos a los que la rodeaban con la misma facilidad con que dibujaban el
enigma permanente de un secreto, como si aquella luz la produjera una piedra
oscura como la noche. Podía imaginarla sollozando en su cuarto del piso
superior, sentada sobre la bicicleta estática que nunca había llegado a
utilizar. Estaría debatiéndose en un mar de dudas; si yo fuera ella, me
marcharía de aquella casa de la discordia buscando aires más frescos, un
espacio por donde dejaría discurrir mi vida sin permitir que nadie la
perturbara.
Para
Tania y Orlando había llegado el
momento de la despedida, el adiós a cinco años en los que la ilusión había
empezado a ceder terreno al abandono y al olvido.
La voz
entrecortada de Orlando parecía provenir de muy lejos:
–Querías
saber qué es lo que me preocupa… pues bien, se trata de una sola cosa: la rutina. Nos vamos aburguesando y cada
vez pasamos más desapercibidos el uno para el otro. Créeme, eso de formar parte
del decorado no va conmigo. Ya no recuerdo cuándo nos dijimos por última vez
algo cariñoso, con sinceridad, que no sonase a convencional…
–Supongo
que el trabajo os agobia a los dos, es algo inevitable. Nos roba la mayor parte
del tiempo y minimiza la calidad de vida. Si me lo permites te diré que os ha
faltado comunicación; el diálogo es una sana actividad ¿sabes?
–Sí, sí.
Hay que dar cera al matrimonio y todo eso. Algo así como lubricar la maquinaria
para que se siga moviendo. Maquinaria pesada… ja, ja, ya sabes, el exceso de
peso y tal.
–Oye
Orlando, no sé el por qué de esa obsesión vuestra con la obesidad; siempre os
estáis echando en cara que os sobran carnes y lo usáis como arma arrojadiza.
¿Por qué no empezáis por poneros en forma? Igual es el comienzo del fin de
vuestra desdicha.
–Lo
nuestro requiere una cirugía agresiva y por separado, así que no será ese el
camino.
Orlando
se tumbó sobre la rinconera aterciopelada de espaldas a mí. Con un suspiro
profundo se acurrucó e hizo un gesto con una de sus manos gordezuelas a modo de
despedida. Entendí zanjada la cuestión. Ya no volvería a intentarlo con él. Era
como rebotar contra un muro de piedra.
Subí el
primer tramo de escalera con intención de decir adiós a Tania, pero detuve mi
paso al escucharla hablar por teléfono. Sí, se trataría de su amiga Irene,
sobre quien solía verter el mar de sus insatisfacciones.
–…pasado
mañana cogeré ese avión. Nos veremos en Palma a las cinco. ¿Qué? ¿Él? Él no
hace nada por remediarlo. Lo nuestro pasó a la historia hace tiempo.
Decidí
que debía dar media vuelta y alejarme de allí. Mientras descendía por la amplia
escalera en forma de espiral escuchaba la voz de Tania, susurrando entre los
rincones, rebotando en el mármol rosáceo de las paredes. Estas resultaban frías
como el cristal de los ventanales que me separaban de los jardines sin flor,
agrisados por el rigor del invierno.
La parte
alta de la ciudad proyectaba su majestuosidad desde una colina de dientes de
sierra que abrazaba como una media luna el contorno de los suburbios. En ellos,
los parroquianos deambulaban de un lado a otro hasta bien entrada la noche,
sumergidos en un bullicio de trastos a motor transportando cachivaches, motos
pestilentes o gritos desaforados por cualquier motivo peregrino. Tania y Orlando,
como otros de su misma extracción, descendían a esos infiernos cuando requerían
algún mueble antiguo para decorar la casa, frutas y hortalizas frescas de
mercadillo o un baño de humanidad al igual que cuando recurrían al gimnasio o a
la talasoterapia para recibir su dosis de engrosamiento del bienestar.
Mi
entrañable Volkswagen del ochenta y dos puso distancia entre la colina de la
opulencia y yo, transportándome hasta el casco antiguo donde disponía de un
ático frente a la iglesia.
Sería la
última vez que pisaría la mansión de mi hermano Orlando en mucho tiempo. Sí,
esa noche empecé a notar un dolor casi insoportable en el pecho, agudo como mil
agujas que punzaran mis entrañas extendiéndose como una brasa por mi brazo
izquierdo. El lateral renacentista de la iglesia recientemente restaurado
asaltó mi mente al mirar por la ventana, quizá con el mensaje de que aquel
monumento había sufrido la enfermedad del tiempo y ahora lucía agradecido un
cuerpo nuevo. También yo necesitaba una reparación, y de forma urgente.
La
ambulancia me dejó en el modernísimo hospital provincial pasadas las dos de la
madrugada. Eso constaba en la ficha de admisión de la UCI. No había
transcurrido más de media hora desde el ataque, pero me encontraba perdido en
el tiempo, como si mis sentidos se desprendieran de mi cuerpo para flotar en
una dimensión distinta. Me administraron una pastilla de cafeinitrina que me
colocaron bajo la lengua y practicaron algunos otros manejos en mí de los que
solo recuerdo la presión de una goma elástica y algún pinchazo.
Al día
siguiente el cardiólogo del turno de noche me confirmó que había sufrido una
angina de pecho y que estaría en observación hasta que mis constantes fuesen
perfectas. No sabía el buen hombre que eso era poco menos que imposible pues
habitualmente mi tensión subía y bajaba como los Picos de Europa o como los
vaivenes de la relación entre Tania y mi hermano. Yo estaba acostumbrado tanto
a lo uno como a lo otro, aunque acababa de recibir en mis carnes una
advertencia de que por ahí no iba bien encaminado. Mis hábitos de dormir muy
poco, comer como un colibrí y trabajar a destajo con el estrés presidiendo mi
vida podrían estar siendo la causa de un lento suicidio.
El
matrimonio de mi hermano se había hundido definitivamente y sólo yo sabía la
causa. Los vecinos o amigos abrirían desmesuradamente los ojos cuando
recibieran la noticia de su separación pues la imagen pública la cuidaban con
mimo y jamás habían dado motivos de sospecha. Lo mismo que mi recién
manifestado mal: nadie lo habría predicho por mi apariencia física. Y es que en
esta sociedad que vigila tanto la fachada sólo son susceptibles de tener
infartos los fofos, obesos o feos. Puedo oír a mis amigos:
–¿Cómo?
¿Francisco ha sufrido un infarto? Pero si jugaba al squash conmigo y le
encantaban las ensaladas…
Una vez
devuelto al calor de las paredes de mi casa, solía recibir la visita de mi
hermano. De vez en cuando me traía un libro o el periódico y hablábamos del
nuevo rumbo que estaba dando a su vida. Casi no podía creer el aspecto tan
distinto que había adquirido tras innumerables sesiones de gimnasio, terapias
hídricas y clases de jiu-jitsu. ¡El blando de Orlando practicando artes
marciales! Lo nunca visto. Yo me había restablecido casi por completo y
procuraba pasear a diario por la Dehesa, como indicó el doctor. Reconozco que
me animaba bastante eso de tener repentinamente un hermano convertido en
atleta, así que me aplicaba a ello con ahínco.
Durante
una buena temporada dejamos de vernos y hablábamos por teléfono de cuando en
cuando. Al cabo de un año o así vino a verme a casa. El susto cardíaco había
quedado atrás aunque debía observar unos hábitos de vida más serenos y reducir
tensiones, cosa que se me hacía bastante cuesta arriba. Para un tipo como yo no
es fácil acostumbrarse a vivir sin una buena dosis de adrenalina.
Orlando
me trajo un recuerdo de familia.
–Es el
álbum de nuestra Primera Comunión… –le miré con sorpresa–. Éramos unos enanos.
–Hay un
poco de todo. Fíjate en esos dos soldaditos con cara de pánfilo.
–Vaya,
tú y yo durante el servicio militar.
Le
observé por encima del cuaderno de las fotos. No pude evitar fijarme en su cara
exenta de papada y carnes temblorosas. Se mostraba tersa y del color adquirido
por los que disfrutan de la vida al aire libre, con ese tostado común entre los
que practican a menudo el esquí.
Volví a
la colección de fotos. Allí estaban los rostros y cuerpos con treinta años
menos de familiares más o menos directos. El reportaje terminaba con una imagen
reciente de mi único hermano en el balcón principal de su casa del barrio alto.
Alterné la mirada entre el álbum y la figura de Orlando.
–Pareces
más joven ahora –afirmé con un tono de incredulidad.
–Será
porque me he operado la nariz. La foto es de hace unos cinco años. Tenía más
pelo en la coronilla.
–No se
trata del pelo o la nariz, es… todo. ¿Cuánto has adelgazado, treinta kilos?
–Más o
menos. Esto de hacer vida sana y cambiar de aires me ha ido bien. Desde que vivo solo aprovecho mucho mejor el
tiempo.
Ahí
estaba él, con su recién estrenada cinturita torera y algo que me sorprendió: a
través de su ropa se adivinaban unas formas musculosas igualmente desconocidas.
Casi me da un acceso de risa.
–Caramba,
Orlando, estás... irreconocible. Si hubiera dejado de verte más tiempo, no te
identificaría ni con mis mejores gafas de aumento.
Le
devolví la colección de fotos y me dirigí al mueble-bar. Cuando abrí la
portezuela de las bebidas me hizo un gesto con la mano:
–Lo he
dejado, de veras, tomaré un zumo de pomelo.
Alcé las
cejas y sonreí:
–Te acompañaré.
Precisamente es algo que me ha recomendado el cardiólogo: los jugos de fruta
desatascan las arterias.
Me
dirigí a la cocina y por el camino le pregunté qué sabía de Tania.
–Absolutamente
nada, Francisco. Se puede decir que desapareció sin dejar rastro.
Orlando
fijó la mirada a través del ventanal. La tarde ofrecía un juego de luminosos
ocres que daban sensación de calidez a pesar de aquel desapacible mes de
Febrero. Él parecía buscar en un punto del horizonte, desconozco si lo hacía
pensando en ella, pero no volvió a mencionarla en el resto de la conversación.
–Y dime,
hermano, ¿haces mucha vida social en Suiza? –. Le observé por encima de mis
lentes con cierta sorna.
–Nada
nuevo –se interrumpió un momento para beber un sorbo del cítrico–. Bueno, la
verdad es que eso fue hasta hace un par de días. He conocido a una chica en la
estación de esquí. Una monada.
–Ah, y
la cosa promete…
–La
conocí en la discoteca, al pie del monte Cervino. De lo más romántico. Lástima
que no pudiera acompañarla a su hotel –apuró el contenido del vaso sin
respirar–. En fin, pero hemos quedado para el próximo sábado. Ella también
regresaba a España esta semana.
–Ajá…
pues creo que te vendrá bien eso de volver a disfrutar de una relación…
–
¿Disfrutar? –me interrumpió con expresión escéptica– Desde luego que pienso
disfrutar. Y esta vez será muy distinto. Lo sé. He aprendido y no cometeré los
mismos errores. Bueno Francisco, he de irme. La empresa me va a pagar un máster
en el extranjero y estaré fuera una buena temporada así que, no nos veremos
hasta el verano. Espero que sabrás cuidarte tu solito. Has tenido un buen
arrechucho…
Permanecí
callado unos instantes. Resultaba chocante que mi hermano no sacara a relucir a
Tania en ninguna ocasión. En toda mi convalecencia había evitado hablar sobre
ella. No sé si eso obedecía a querer desterrarla de su memoria o a la sombra de
un arrepentimiento. Orlando es demasiado sentimental como para haberla apartado
de su vida sin más. Y me parece que a Tania tampoco le ha resultado fácil. Nuestra
común amiga Irene me habla de ella de vez en cuando. Me dice que ha cambiado,
pero que en el fondo se siente sola. La voz de mi hermano me sacó de estos
pensamientos:
–Oye, te
noto como ausente ¿en qué piensas?
–¿Eh?,
no, en nada en particular. Le daba vueltas a algo.
–¿Alguno
de tus clientes del alma que olvidaste llamar hace cinco minutos? –exhibió una
franca sonrisa– Deberías arrinconar ese stress, ya conoces la opinión del cardiólogo.
–Si, sí,
ya lo sé –contesté un poco aturdido–. Reflexionaba sobre lo falsas que son las
apariencias. Mira, tú mismo has ofrecido siempre un aspecto que, digamos, no
guardaba armonía con…
–… con
ningún canon de belleza.
–Gracias
por completar la frase. Quiero decir que, yo he sido siempre un delgaducho y
prefiero la comida ligera. Sin embargo, mi corazón me ha pasado factura y tú…
–Tienes
razón, yo he atesorado todos los factores de riesgo: obesidad, copas, tabaco,
stress y a ti el que te ha vencido ha sido este último. He sido más afortunado,
sí.
Orlando
cogió su abrigo de lana gris y se colocó esa especie de boina bohemia…el toque
que le faltaba para pasar desapercibido como Orlando y convertirse en una
persona totalmente distinta al original. Hasta la voz se había transformado
llenándose de matices que la hacían más profunda, puede que por efecto de haber
dejado el tabaco.
–Te veré
en tu chalet de Sitges para primeros de Julio –dijo como si entonara un
canto–¿O vas a cambiar tu rutina de soltero empedernido?
–No
preveo cambios. Ya te avisaré.
–Hasta
la vista Francisco.
–Hasta
el verano, Orlando.
Poco más
tarde recibí la llamada de Irene. Estaba seguro que me traería noticias sobre
Tania. Y así fue. Me indicó que había conocido a un chico y que habían
conectado enseguida.
–Ha sido
cosa de pocos días pero dice Tania que es un gusto de hombre. A ver si la vida
me sonríe a mí también, que me estoy convirtiendo en una solterona…
–Pues tu
y yo nos arrejuntamos y escribimos una nueva historia ¿qué te parece? –pregunté
a bocajarro. Irene se carcajeó con la ocurrencia–. Por cierto, ¿tienes algo
importante entre manos esta noche?
–Si, la
aspiradora. La casa está que da pena. Hay que repasarla.
–Bueno,
puedo echarte un cable si quieres. Te ayudaré a hacer cena para dos ¿de
acuerdo?
Ella
esperó un momento antes de contestar.
–Umm,
vale, pero tú traes el vino.
Así,
mientras mi vida había ido rebotando entre contactos ocasionales con conocidas
de diversa índole, mi relación con Irene iba afianzándose poco a poco,
conduciéndome hacia un lugar todavía indeterminado, pero que permitía vislumbrar
alguna esperanza en el horizonte. No podía continuar engañándome a mí mismo con
la cantinela que solía soltar a los amigos:
–¡Bah!
Seguré soltero mientras vosotros os emparejáis, casáis, separáis, os peleáis
por los hijos o les hacéis unos desgraciados. Yo es que ni me lo planteo.
Ellos
solían decirme que si de mí dependiera, la humanidad se extinguiría sin
descendencia alguna en unos pocos años.
El caso
es que las cosas parecían enderezarse para mi hermano y para mí. A los pocos
días de nuestro último encuentro, Orlando había concertado una cita con su
nueva amiga, Esmeralda, según me dijo. Habían quedado en un bar de esos que
sirven una docena de tipos diferentes
de café con un aroma exquisito. Separados por una mesita de madera,
hablaron de todo aquello que les pasaba por la cabeza. Intercambiaron
impresiones sobre su reciente experiencia en la estación de esquí, destacando
el buen ambiente de la sala de fiestas donde habían coincidido, con los Alpes
al fondo. Orlando pensaba que nunca había conocido a una chica tan encantadora.
Me confesó que no le había revelado su nombre verdadero, que era como empezar
desde cero en todos los aspectos y para eso quiso rebautizarse como Pablo. Una
estupidez como muchas otras típicas de mi hermano.
El
ambiente olía a café de Colombia con una intensidad embriagadora. Era curioso
que fuese la tercera vez que salían y sin embargo se trataran con una
familiaridad poco corriente. A Esmeralda le dio la misma impresión. “Estoy
hablando con un tipo que es casi una incógnita y me parece que fuésemos amigos
de toda la vida”. Si, francamente se trataba de una sensación que a veces uno
tiene cuando está con alguien que abre una conexión dentro de ti de forma que
hasta sobran las palabras. Esmeralda observaba los rasgos de Orlando: “Esa
barbilla marcada, qué fuerza transmite su rostro”.
Qué
distinto resultaba Pablo de la persona con la que había estado durante los
últimos años. La voz del hombre que tenía enfrente transmitía seguridad, afecto
y confianza, no como el otro. Estaba harta de todos aquellos gritos, de los
desplantes, los malentendidos. Había decidido que ese hombre que tenía ante sí
sería capaz de hacerla feliz. Sí, lo intuía. Ella siempre se jactaba de tener
un fino olfato para esas cosas. Eso sí, le pediría que le dedicase tiempo, que
la atendiera como se merecía, que la hiciera sentirse importante para él.
Mi
hermano observó el bello rostro que tenía ante sí. Las manos cuidadas, el óvalo
de porcelana de la cara, la silueta cincelada por lo que a buen seguro serían
muchas sesiones de gimnasio... Siempre había rechazado la dejadez de Tania por
su aspecto, la manera deliberada de maquillarse con todo ese colorete para
fastidiarle, la falta de interés por agradarle a él, que tanto necesitaba de
mimos.
Cuando
Esmeralda tomó las manos de él entre las suyas fue para hacerle una revelación:
–He de
confesarte algo, Pablo –dijo sin levantar la mirada más allá de los labios de
Orlando. El tacto de su piel tuvo la virtud de reconfortar a Esmeralda.
–Es que…
te he mentido respecto a mi… nombre.
–Ah,
vaya… –Orlando se sentía confundido. Él pensaba haberle dicho exactamente lo
mismo.
–Es
gracioso. Yo también iba a… no me llamo Pablo.
Ella
sonrió enseñando una blanca fila de dientes. Nada más conocerse allá en los
Alpes, celosos de una independencia recién recuperada, habían ocultado sus
verdaderos nombres.
–Esto sí
que es coincidencia ¿y cómo te llamas?
–Orlando.
La mujer
quedó inmóvil en su asiento y miró a mi
hermano fijamente a los ojos.
–No… no
puede ser.
–¿Cómo
que no puede ser? No creo que sea un nombre tan feo. ¿Cuál es el tuyo?
–Tania.
Me llamo Tania.
Los dos
quedaron perplejos observándose el uno al otro sin separar sus manos
entrelazadas en lo que pareció a ambos un lapso indefinible de tiempo. Sus ojos
se recorrían mutuamente, ávidos de identificar algún rastro, una señal de
aquellas personas de las que habían decidido huir y que ahora parecían volver
transformadas en arquetipos quizá soñados, quizá idealizados por una ceguera
que les había impedido verse a ellos mismos. Y esa realidad que acababan de
descubrir les ponía ante sí un reto, una oportunidad. Se cuestionaban si ese
había sido siempre su destino, permanecer, entregarse el uno al otro, sin velos
ni disfraces, amarse sin más.
Quién
sabe si Tania y Orlando recuperarían lo perdido. Quién sabe si algún día Irene
y yo viviríamos juntos para siempre. Para mí, lo mejor de esta vida cambiante y
traicionera es la libertad de elegir. Qué bonito es equivocarse y tomar otro
camino… mientras del error hayas aprendido.
Esa
mañana todo parecía normal. La misma sensación de sueño atrasado que me invade
de Lunes a Viernes a esas horas: las siete. Consigo sacar de mí la energía
necesaria para asearme y termino mirándome al espejo del baño con expresión
bovina. Malditas ojeras… ¿Qué quieren anunciar? ¿Una señal de alarma? Luz roja
pulsante para avisar al propietario de ese rostro demacrado que ha de cambiar
sus hábitos, que su loca trayectoria como trabajador durante doce horas al día
es desaconsejable para la imagen. No quiero pensar cómo me veré al cabo de diez
años, cuando mi edad ronde esa franja donde descubres con estupor que ya no
eres el mismo, que una transformación se ha operado en todo tu ser y te impide
ser un optimista a ultranza. Eso es lo que caracteriza a uno en la década del
comienzo, de los proyectos ilusionados, de las esperanzas en el futuro cuando
aún el presente no ha hecho mella en tu entusiasmo.
En fin,
que salí del cuarto de baño con la única convicción de que debía tomar café, un
gran tazón de café humeante y dejarme llenar por ese fluido que tonifica la
sangre para que se activen los músculos y empiece a tomar conciencia de los
claroscuros de la realidad. El pasillo me parece más largo que nunca y hago
acopio de fuerzas para atravesarlo ¡Qué fastidio! Los cojines del sofá están
esparcidos por el suelo. Curioso, porque no creía haberlos dejado así la noche
anterior. Si hay algo que me molesta en esta vida de soltero empedernido es lo
poco que cunde cuando recoges la casa. Ya me gustaría poder contratar una
sirvienta pero los cuatro ochavos que gano no dan para más.
Llegué
al vestíbulo y vi que la luz se había quedado encendida, algo inusual pues
siempre reviso las luces antes de derrumbarme en el tálamo de mis sueños. Bah,
un pequeño dispendio. Apagué justo en el momento en que mis ojos habían captado
el pequeño montón de cartas que yacían sobre el mueble de la entrada. Como no
me fío de mi memoria suelo dejar allí encima aquello que debo llevarme sin
falta al trabajo al día siguiente. Las misivas guardaban un contenido de lo más
dispar, empezando por el impreso de suscripción al gimnasio del barrio y la
domiciliación bancaria; sesenta euros serían arrancados de mi cuenta cada mes
por someterme a la tiranía de máquinas y mancuernas. Tal era el complejo que me
atenazaba debido a mis excesos calóricos. Y es que no seré un manitas en la
cocina precisamente pero como gourmet debo hallarme entre los más difícilmente
saciables. Qué placer remojar el pan en la salsa de arándanos, en la mostaza de
Dijón o en el caldito del pato a la naranja. Y como no hay una mujer que
aguante a mi lado el tiempo suficiente para controlar mi ansiedad gastronómica
aprovecho cada ocasión para reconfortar mi atribulado espíritu aposentándome
ante una buena mesa.
Veo un
sobre de color amarillo que no me agrada en absoluto. Mis asuntos con el fisco
me llevan por la calle de la amargura. El sobre azul celeste que esta al lado
me motiva mucho más. Al fin he reunido los ochenta mil puntos del club de
viajes para pasar un fin de semana gratis en Ibiza. Quizá en esta época del año
esté mejor Tenerife. La playa del inglés me tiene hipnotizado, aunque he de
tener más cuidado la próxima vez que se me arrime una elementa como la Fani.
Pues no quería la arpía que me la trajera aquí, ¡a mi casita! para no sé qué
monserga de cuidarme y todo ese lío que se hacen las de mediana edad cuando ven
que les va quedando cada vez más lejos eso de ser madres.
Por otro
lado, yo jamás habría sospechado que ninguna mujer sensata fuera a interesarse
por mí. Y la verdad es que Fani no pisaba con los pies en el suelo. Volaba y
volaba entre los mundos rotantes de su imaginación y no distinguía frontera
entre su universo y la realidad. A mí me conviene que me controlen un poco y mi
vida con Fani habría terminado por convertirse en un desatino.
Bien,
sobre el mueble del hall había más papeles, pero juraría que tanto estos como
las cartas los había dejado en orden el día antes. Le quité importancia pues
aún sentía la cabeza como si hubiese estado sirviendo de yunque a un herrero
demente. “Procuraré restringir mis salidas nocturnas”, me prometía sin mucha fe
en mí mismo, en el momento en que abrí la puerta de la cocina. Una vez más, el
desorden se había hecho el amo de aquella fortaleza donde me encerraba para
diseñar mis especialidades culinarias favoritas. La noche anterior degusté unos
lomos de rape con grelos que quitaban el hipo, según reza el dicho, aunque en
honor a la verdad a mi el hipo me vino después por comer demasiado aprisa, que
he de reconocer que a veces me afano tanto con el condumio que degluto como si
empeñara mi vida en ello.
Pues
nada, como no consigo corregirme y dejo para el día siguiente eso de
acondicionar la cocina, cada mañana me enfrento al desolador panorama. Sin
embargo, en aquella ocasión detecté algo inusual. Se trataba de una sensación
que flotaba en el ambiente, como un rumor sordo que casi no se deja oír o una
ráfaga de aire gélido que encerrase multitud de cristales microscópicos que se
frotaran entre sí rechinando, una extraña carraca que estuvo muy cerca de
ponerme el vello de punta. Miré en el interior del recipiente donde echo la
ropa sucia y cerré casi instintivamente. El montón rebasaba el borde. Algún día
licenciaré la lavadora y meteré el aluvión de trapos en la lavandería, una autentica
comodidad. Al lado del artefacto lavador estaba el cubo de la basura, con la
tapa caída, algo que me revienta porque tantas veces como intento ponerlo
derecho y la muy ladina se empeña en precipitarse al suelo. “Es igual –pensé–,
son muchos intentos frustrados de hacerle restablecer el equilibrio y no voy a
pretender ahora cambiar el sentido de giro de su universo”. He de destacar que,
si bien lo dejé pasar, un rescoldo quedó adherido a mi memoria.
Más allá
estaba la cafetera, con su gastado recipiente de cristal a la espera de ser
cargado con la estimulante droga. Anhelaba paladear el caliente bebedizo y
dejarme invadir por el océano de sensaciones que provoca siempre en mi
interior. Lo necesitaba; aquel brebaje revitalizaría mi capacidad de percepción,
tan apagada a aquellas horas tempranas. Sujeto el asa del cacharro con gesto
mecánico heredado del ritual matutino pero qué sorpresa la mía cuando de forma
ajena a mi voluntad aquello se tuerce y acaba vertiéndose parte del contenido,
un residuo caldoso del día anterior.
–“Juraría
que no he hecho nada para provocar esto”– me decía a mí mismo, pillado por
sorpresa. Mira que hay veces en que eres consciente de tu torpeza, pero no era
el caso. Tras discurrir unos segundos sobre ello pensé que podía haberse debido
al velo que aún cubría parte de mis sentidos, por lo que decidí mantenerme
alerta para evitar más incidentes. De camino al fregadero con el jarro en la
mano mis ojos captan el cubo de la basura con su tapa torcida, la cual parecía
tan contenta en aquella postura. Me dio la sensación de que sonreía complacida
por haber conseguido la hegemonía sobre mí y haber vencido mi empeño de
colocarla en su sitio como Dios manda. Consigo eliminar los restos de café
añejo vertidos que parecían impregnarlo todo y me dispuse a preparar una nueva
ración. Mi cabeza necesitaba despejar las brumas. Si Fani hubiese estado a mi
lado me habría echado una mano, estoy seguro. Su desprendimiento de la vida
terrena no llega a tanto como para no auxiliar a un ser querido en apuros. Se
me ocurrió que no sería mala idea llamarla más tarde. Igual la invitaba a tomar
algo y después la llevaría al Auditorio. La Filarmónica de Londres daba una
serie de conciertos esa semana. Al menos manteníamos en común nuestro gusto por
la música sin estridencias, que para ajetreos ya tenemos bastante con la
vorágine de la vida.
Miré un
momento por la ventana y vi que el vecino se preparaba para algo similar a lo
que yo hacía y corrí la cortina. Cómo me complacería que emigrara a otra
latitud y que dejara la casa vacía. Ciertamente no me entusiasma contemplar las
intimidades de otros ni que ellos puedan contemplar las mías. – ¡Vaya con la
cortina! ¿Dónde se habrá enredado?– me pregunté al notar que no corría. Debí
dar un tirón con un ímpetu poco conveniente pues con la brusquedad del gesto
arremetí contra el jarrón con flores que hasta un segundo antes había
permanecido erguido sobre la mesa en confiada pose. Mis reflejos respondieron
con acierto y mediante una finta que llevé a cabo con insospechada agilidad
conseguí evitar que la vasija se hiciese añicos. Lo que más me hubiera
disgustado hubiese sido contemplar el destrozo de ese objeto de cristal de
Bohemia, que encontré en una tienda escondida en las callejas de Praga. Bien es
verdad que lo había adquirido a menor precio por contener algún defecto (una
burbuja de aire alojada en la parte alta del cuello según me dijo la dueña del
local, una matrona oronda que olía un poco a repostería y chocolate caliente).
Por eso no lo tenía expuesto en un lugar de la casa que fuese más visible.
Coloqué el jarrón en su sitio y volví hacia la cortina, para desatascarla de
una vez. El tirón no obtuvo otro resultado que el de rasgar la tela, esa
maldita tela que nunca me había gustado pero que había conseguido a tan buen
precio en el mercadillo del barrio. La barra no se contentó con mantenerse en
posición de equilibrio, sino que se salió de sus anclajes y se inclinó
peligrosamente sobre mí de modo que las argollas se fueron desprendiendo una
detrás de la otra para terminar esparciéndose por el grisáceo suelo de la
cocina.
Para
completar mi estupor comprobé que las baldosas estaban untadas por una pátina
resbaladiza de no sé qué vertidos recientes y eso me hizo resbalar cayendo
hacia atrás. Mi mano intervino pronta para sujetarme al mueble del fregadero
pero sólo evité a medias el testarazo, rozando el borde de la mesa mi sien
izquierda, lo cual produjo en ella una brecha que comenzó a sangrar sobre la
ceja. Noté el espesor de la sangre bajando hacia el ojo y la primera gota mojó
la mesa. Rojo oscuro sobre blanco nítido. Me apoyé con las dos manos sobre el
tablero y así pude contemplar al causante del pringue que había sobre las
baldosas: la aceitera perdía su contenido a través de algún perverso orificio.
Deduzco que algo del extracto oliváceo tuvo que llegar al suelo, permaneciendo
apostado a la espera de que yo apareciera por allí.
Una
especie de eco rebotaba en el interior de mi cabeza. Una voz que era más bien
un siseo, me llenaba de vocablos apenas inteligibles. Palabras sueltas que
recorrían mi mente sembrando sombras de sospecha y oprimían mi ánimo para
vaciarlo de esperanza.
Me aproximé a la alacena donde guardo algunas
compresas y apósitos y me dispuse a aplicar una cura a la herida. Vi el cubo de
la basura con su tapa tumbada, descaradamente fuera de su lugar. Daba la
impresión de mofarse con aquel circo que estaba contemplando desde que mi
presencia en la cocina desencadenara toda aquella sucesión de infortunios. Miré
con fijeza aquella tapa verdosa ¿o era gris? e hice el propósito de contenerme
pero con poca convicción, de modo que propiné una patada al cachivache que más
odiaba de todos los que poblaban la estancia. Además, había algo indefinible
que me hacía sospechar que esos objetos, inanimados y pasivos por tradición,
estaban experimentando algo similar a una rebelión silente, un tácito acuerdo
para ir todos a una en pos de una disparatada conquista.
Suspiré
profundamente. Decidí ignorar lo que pasaba por mi imaginación y me acerqué a
la cafetera para servirme un poco del negro elemento, justo en el momento en
que un sonido procedente del interior de un armario llamó mi atención con un
estruendo ahogado. Abrí la portezuela y me encontré con una pila de platos que
acababan de caer abandonando como por arte de magia su anterior situación de
equilibrio. Tuve que arrimar precipitadamente el antebrazo al borde de la
alacena para que la pequeña avalancha no se desbordase y acabara con la vajilla
echa añicos por el suelo. Sin haber podido aún recomponer el estropicio, escuché
el rumor de otro derrumbe. Las sartenes se agolpaban contra el armario bajero
que las guardaba. No lo podía creer. ¿Estaba en medio de un asedio? Me agaché y
traté de recolocar esos cacharros, pero el que estaba encima de todos, una
parrilla, se deslizó sobre el informe montón y terminó dando vueltas
alocadamente sobre el gris de las baldosas. Intenté darle caza pero me incliné
demasiado desde mi posición de cuclillas y perdí el equilibrio.
Recuerdo
que quedé medio tumbado mirando perplejo hacia el lugar de donde había salido
la pequeña parrilla rebelde. Poseído por una rabia que había empezado a crecer
en mí desde que me herí en la sien, agarré el cacharro y lo lancé sobre el
resto de sus compinches de metal con tal ímpetu que dos sartenes más salieron
despedidas de su cubículo y fueron a embestir contra mi rodilla derecha. La
punzada de dolor fue instantánea, como si un millar de agujas se hubiesen
entretenido en hurgar frenéticamente en esa zona de mi cuerpo. El estallido de
furia que me invadió en aquel momento igualaba al sentimiento de impotencia que
se había adueñado de mí definitivamente. Lejos de tirar la toalla, empero, me
afané en dar alcance a la cafetera para tratar de recomponer mi estado de ánimo
tan maltratado por… Ya no me cabía duda acerca de que esa especie de
confabulación de materia inerte se debía a la conjugación de fuerzas extrañas
antes que a la incapacidad de mi cerebro para enviar órdenes más precisas al
resto de mi organismo. Llené una taza con el café pero con tan mala fortuna que
me atraganté con aquel líquido negruzco como la noche que embargaba mi mente.
La tos me produjo espasmos y la incapacidad para respirar se hizo patente
cuando, por más que luchaba por sacar de mi garganta al causante de mi asfixia,
solo conseguía aumentar la congestión de mi rostro, el cual parecía hallarse a
un paso de reventar a fin de posibilitar una salida al maligno estimulante
evacuándolo por todos los poros. En un último espasmo y cuando ya empezaba a
nublárseme la vista, un estertor arrancó de mí el diabólico atasco, resonando
como un alarido desgarrado entre las cuatro paredes de la cocina. Empecé a
respirar con dificultad, apoyado con las dos manos sobre la mesa blanca, donde
se había esparcido mi baba negruzca dejando sembrada la superficie con un
rastro de fluido formado por cúmulos viscosos que parecían estar animados de
vida propia, exhibiendo sus seudópodos temblorosos.
No puedo
decir cuánto tiempo permanecí en esa postura, inmovilizado y embotado. Recuerdo
haber oído los susurros que serpenteaban en mi interior; voces que parecían
provenir de los cacharros que me rodeaban:
–Te lo
mereces por no limpiarme cada vez que me usas, hablaba la cafetera.
–A mí me
has relegado a la cocina, donde nadie puede admirarme –se quejaba el jarrón.
–He intentado
llamar siempre tu atención echándome al suelo, pero te empeñabas en
arrinconarme contra la pared en lugar de ponerme sobre el cubo –censuraba la
tapa de la basura.
–No
pones cuidado cuando fríes sobre nosotras tus porquerías grasientas y estamos
llenas de carbonilla– protestaban las sartenes.
Así, una
machacona retahíla reverberaba en mi mente, comenzando a invadirme una desazón
mayúscula, de una intensidad imposible de determinar, como si un cáncer
recorriese velozmente mis entrañas alcanzándome el cerebro para roerlo y
apartarme cada vez más de la cordura. Recuerdo que di varios pasos tambaleantes
por la cocina, ahogándome en un torbellino de hostilidad y rabia desatada que
me empujó a propinar todas suerte de golpes a mi alrededor. Arremetí contra
todo objeto que osara mantenerse en pie. La vajilla, el microondas, cacerolas,
parrillas, la cafetera, el frutero de cerámica… y a continuación vinieron los
armarios y sus tesoros: productos para la limpieza y desinfección,
abrillantadores, detergentes, desengrasantes... Desparramé su contenido por
todas partes al tiempo que comencé a gritar desgarradoramente. Al final, mi
garganta palpitaba en una emisión áfona e ininteligible que acompañaba al
estruendo de mis golpes.
Del
resto ya no recuerdo sino vagas imágenes de personas uniformadas que entraban
en mi casa y me llevaban con ellos entre convulsiones de mi cuerpo que se
retorcía y agitaba al igual que mi mente desbocada, incapaz de emitir un
mensaje coherente.
Estoy
sorprendido, ahora que les escribo esto desde mi habitación de… aislamiento,
creo que la llaman; sorprendido porque, sin desfallecer en la ciénaga de mi
locura he podido contarles todo lo que me sucedió aquel día infausto, el día en
que una fuerza desconocida me empujó a los abismos de la oscuridad.
|