TINTERO DE TONOS


Burbujas de cuentos
Marcos Manuel Sánchez Sánchez

 

I

Asfalto sin fin

 

Mi jefe lo anunció dejando que sus palabras punzaran mis oídos:

–Es una misión hecha a tu medida.

Con dos ojos negros como carbones examinaba mi cara mientras sus palabras se agarraban al aire igual que sanguijuelas a la piel de un enfermo.

Animado por mi silencio, continuó desgranando lindezas:

–Esos dos camiones transportan mercancías muy distintas. El agente de la aduana de Irún confundió los papeles de modo que cada conductor lleva los documentos de carga del otro. Debes presentarte en Aranjuez cuanto antes. Allí te espera uno de ellos. Es de la Compañía Yamas.

–¿Y qué hace en Aranjuez?– conseguí decir con un temblor en la voz. El causante del mismo era un oscuro presagio.

–Cuando los de la aduana cayeron en la cuenta de su error, acordaron con los conductores que coincidiesen en la factoría de pegamento de Aranjuez, que es el punto de entrega de uno de los cargamentos. Entonces intercambiarán los albaranes.

–Así que debo acompañar al otro chofer hasta su destino– comenté con repentina clarividencia. Yo mismo me sorprendí del aplomo que empezaba a sentir a partir de ese momento. Entregado irremediablemente a mi mala suerte, entendí que sería mejor hacerlo desde un punto de vista analítico.

–Supongo que el conductor es extranjero y desconoce Madrid y sus alrededores –añadí con mi recién estrenada perspicacia.

–Lo que tengas que hacer a partir de ahora es cosa tuya. Ten, una copia de la hoja de ruta. Nos la han enviado por fax los de Irún.

Francamente, me traía al fresco el origen del terrible papel que mi jefe acababa de encasquetarme por el artículo trece. Mi desolación no iba a disminuir por ello.

“Piensa en el Aniversario, Tomás –decía para mis adentros–. Te olvidarás de toda esta bazofia”.

Y es que no podía haberme mirado un tuerto otro día más que el de mi Aniversario de boda. Diana y yo habíamos conseguido sobrevivir a cinco años de vida en común, superando nuestras múltiples diferencias. Éramos como un mosaico en el que sólo hubiese piezas de dos colores, enfrentadas y tan sólo unidas por finas hileras de otras tonalidades. Esos elementos comunes contribuían a hacer nuestra existencia más o menos agradable, sin grandes temblores de tierra.

Ante lo incierto de lo que iba a depararme ese día, yo no podía hacer menos que esperar un buen final imaginando cómo aprovecharíamos Diana y yo nuestro tiempo.

Una última frase de mi jefe echó tierra sobre mi esperanza:

–No sé a qué esperas. Yo ya estaría montado en el coche camino de Aranjuez.

–Claro, sólo me preguntaba si ya lo habíamos hablado todo.

–Hasta la vista, Tomás.

Salí del edificio con una sensación de náusea que no me abandonaría en las seis horas siguientes. Me encontraba encaramado a la noria del destino y ya no me podía bajar. Lo curioso es que yo no había elegido. Otros me habían colocado allí.

Procuré evadirme mientras conducía mi pequeño utilitario. El color verde jade de la tapicería contribuía a relajar un poco la tensión:

–Vaya trabajito –pensaba–. Si me descuido hasta me hacen conducir el camión. No había otro más memo que yo para pringarle en esto. Equivoqué la profesión. Debí haberme conformado con aquella plaza de profesor en el Ayuntamiento de mi pueblo.

Los carteles indicadores pasaban uno tras otro como anuncios mudos sin interés alguno para mí. Empecé a relajarme pues conozco bien la Nacional IV y sabía que tardaría un buen rato en alcanzar el desvío a Aranjuez. Aquello era simple rutina.

En mi despreocupación momentánea me puse a pensar en lo complicado que puede resultar todo por un error humano. En este caso, un simple cambio de papeles entre dos camiones podía arruinar el día de mi aniversario. Aunque, bien mirado, los dos cargamentos tenían como destino la provincia de Madrid. Claro que si cada uno hubiese ido a una punta del país yo no estaría metido en ese fregado:

–Le habría tocado a un infeliz de otra delegación –pensé–. Pero no, tenía que repartirse el marrón entre Aranjuez y Humanes. Bueno, mejor será que ponga la radio para ver cómo está el tráfico:

–<<... las retenciones en la nacional IV en sentido Madrid, llegan hasta el desvío a Aranjuez. Se recomienda el acceso a la capital por la nacional 401 entre... >>

–Esto me fastidiará a mi regreso. Que le den morcilla. Puede que para entonces ya no me afecte.

Es curioso, la de gente que nos podemos cruzar en una carretera. Todos parecemos tan... iguales. Nos encerramos en una caja sobre ruedas y salimos zumbando hacia algún lugar. Embarcamos hacia un objetivo pero cada cual persigue uno distinto. Nunca pienso en qué narices le preocupa al que va delante en ese momento de su vida o qué problemas están machacando al que viene de frente.

Llegué al desvío. Según el mapa debía coger la comarcal hasta la fábrica de pegamento. Estaba en el kilómetro trece. Buen augurio. Al cabo de media hora vi que no había pasado del kilómetro nueve y no me extrañó. La senda era una sucesión interminable de “eses” y baches. No sé cómo había podido pasar por allí un camión de cuarenta toneladas. Y mucho menos dos.

Cuando entré en la fábrica los encontré allí. No había ninguno más, como si esos dos fuesen los únicos dotados con la extraordinaria cualidad de circular sin contratiempos por la infernal carreterita.

Nada más abandonar mi coche observé a un tipo con gorra de visera larga que permanecía de pie apoyado en la cabina del trailer rotulado como “Yamas”. Sostenía una pajita de refresco entre los dientes y cuando pasé ante su campo visual esgrimió una sonrisa más bien burlona.

–Are you Sam Purvis? –le lancé a bocajarro.

–Sure, man. Who are you? –inquirió a su vez, aunque me daba la sensación de que lo sabía de sobra.

Después de las salutaciones de rigor confirmamos que el destino de la carga era Humanes de Madrid, aunque sin contar con un teléfono de contacto con el lugar de entrega no podíamos confirmar el modo de llegar.

–They’ll wait for us, I guess –dije sin confianza. Y le hice una señal para que me siguiera.

–Please follow the green rat –bromeé señalando a mi cochecito verde jade.

La odisea acababa de comenzar.

El traqueteo no cesó hasta que alcanzamos la nacional IV. Al lamentable estado del pavimento había que sumar la sensación de que en cualquier momento podías salir disparado por cualquiera de las curvas semiocultas a lo largo del trazado. La abundancia de vegetación a ambos lados de la carreterucha disminuía el campo visual, ya muy reducido por las hileras de árboles que jalonaban el camino. Tan prietas y espesas eran que, probablemente el aire tendría dificultad en traspasarlas.

Procuré circular a velocidad prudente, más que nada por la mole motorizada que llevaba detrás de mí.

Miraba frecuentemente por los retrovisores, como si el dejar de hacerlo fuese a traer como consecuencia la repentina desaparición del coloso. La estampa del gran camión articulado reflejada en los espejos del coche impresionaba. El morro alargado exhibía la parrilla niquelada del radiador como el yelmo de un gladiador presto al combate. Dobles hileras de neumáticos unidas por ocho ejes a lo largo del remolque, cuarenta toneladas y novecientos caballos de potencia  perseguían a mi cochecito amenazando con engullirlo de un momento a otro.

Abandonamos el camino de cabras y tomamos la autovía en dirección hacia Madrid. Un alivio. Parecía estar surcando un mar en calma. Respiré hondo y me coloqué en el carril derecho. Tráfico fluido, con tiempo de sobra y un sol radiante. La cosa estaba controlada. En la radio anunciaban la próxima visita del Papa con detalles sobre el programa.

–Vaya –pensaba–, espero que mi hermanito esté disponible para acercar a mamá a ver a Su Santidad. Detesto esos baños de multitudes.

Mi hermano sabe escurrir el bulto con una técnica depurada. Nadie mejor que él para encontrar la coartada perfecta y hacer lo que le place. Y eso que él es el católico practicante. Si practica con el ejemplo alguna vez no le hará daño. Claro que mi madre es culpable por disculparle.

Al que nace para martillo, del cielo le caen los clavos. Como esta misión que me ha tocado en el sorteo de marrones de hoy. Cuando acabe me perderé por ahí con Diana el fin de semana para rematar el Aniversario. Bien mirado, eso de perderme se me da de maravilla.

Estos pensamientos daban vueltas en mi cabeza cuando me di cuenta que acababa de saltarme el desvío a Fuenlabrada. La primera reacción fue de una mala leche cercana a la ofuscación. Lo que vino después obedeció a un sentido práctico de abandonar cuanto antes la ruta equivocada. Sin embargo, a medida que yo y mi compañero de convoy avanzábamos parecían disminuir las probabilidades de encontrar un escape.

Al cabo de un rato vi que lo más seguro era continuar por la M-30 hasta el estadio Vicente Calderón y tomar de nuevo el sentido Sur.

–Al menos el irlandés no me pierde de vista –decía para mis adentros–. No quiero imaginar el desastre de tener que buscarle en esta maraña de desvíos engañosos. Sería muy gracioso. A ver, veamos, ahora debemos atravesar el paso subterráneo hacia la cuesta de San Vicente y después ¡zas!, el cambio de sentido.

A continuación, algo paralizó de repente el magnífico plan que se debatía en mi cabeza.

–¡No! El paso elevado... la altura del camión ¿pasará con ese galibo? Tengo que hacerle parar.

Enseguida me di cuenta que no era posible echarse a un lado. Tres hileras de vehículos apretadísimos entre sí desfilaban sin dejar un resquicio para hacerme sitio. Y menos para el que venía detrás de mí.

El subterráneo quedaba ya a menos de cincuenta metros.

–Algo tengo que hacer, maldito tráfico...

La solución se presentó en forma de otro camión de dimensiones mastodónticas que iba a efectuar su entrada bajo el paso elevado. Parecía que se fuera a dejar la caja de un momento a otro saltando la parte superior en mil pedazos como una nube de astillas. Nada sucedió. Respiré por primera vez en los últimos sesenta segundos. Sin embargo, no quedé tranquilo hasta que no estuvimos al otro lado.

Me vi inmerso en el torrente de vehículos que subía en dirección a la plaza de España para darme cuenta del segundo error.

–Será posible... He dejado a un lado el cambio de sentido y ahora ¿a dónde llevo a este para dar la vuelta?

Quedaba muy poco para coronar la Cuesta de San Vicente. Había que improvisar un cambio de sentido cuanto antes y no había nada mejor que efectuarlo bajo el puente de la calle Bailén. Qué sorpresa comprobar que era imposible llevarlo a cabo. Era dirección obligatoria hacia el parque del Oeste. Precioso entorno atiborrado de verdes y flores; inmejorable paisaje al borde de la masa urbana y los ríos de asfalto. Un respiro de naturaleza sin duda muy útil para quien hubiera terminado una dura jornada. Para mí no había hecho más que empezar la... cornada. Un pitonazo sin orificio de salida, aún.

Descubrí que a todo lo largo que era el parque no había un solo palmo libre de vallas, de las más grandes que colocan las constructoras y que tienen la utilidad de desviar el tráfico por tortuosos caminos.

El follón que había en mi cabeza era monumental.

–Ahora tendré que guiar al monstruo hacia el casco urbano, pero... no puede ser, cada vez me voy alejando más del maldito objetivo. Hay que dar la vuelta ¡como sea!

Seguí avanzando por el tramo vallado con el gigante rodado siguiendo fielmente mi insegura estela. Repentinamente, una curva entre los improvisados muros que impedían la visibilidad me condujo a través de un pasillo de un solo carril. Me sentía totalmente incapaz de adivinar por donde iba. Miraba por los espejos retrovisores intentando observar la cara del pobre transportista irlandés para comprobar si la desesperación había empezado a hacer mella en él.

Un rostro de piedra parecía mirar sin ver a través del cristal que cerraba su habitáculo rodante, aquel al que se subió en el puerto inglés sin tener la menor idea de lo que le esperaba. Aunque no dejaba traslucir sus sentimientos, imagino que por dentro sentiría algo así como un hervor .

La pista seguía sin despejarse, lo cual provocaba en mí una angustia creciente. Era como si una mano diabólica hubiera cambiado los carteles indicadores, interponiendo pasos elevados de dudoso franqueo para el camión, colocando vallas para conducir a una celada sin final... ¿Por qué se ponía todo de punta? ¿Qué nueva maquinación me esperaría al terminar el pasillo de vallas? Aquello se había convertido en una inverosímil atracción de feria, un discurrir sin rumbo por un laberinto demencial.

Como una respuesta a mi zozobra, algo se despejó a mi alrededor segundos más tarde. La luz aumentó su intensidad al desaparecer las vallas de ambos lados. Habíamos regresado a los bajos del puente sobre la calle Bailén. Casi habíamos completado un cambio de sentido de forma inconsciente, circulando a ciegas por un pasillo absurdo aislados del mundo.

–Ahora hay que pasar bajo el puente –me decía a mí mismo consternado–. He de obligarle a parar.

Hice aspavientos con la mano a través de la ventanilla y observé que el irlandés accionó las luces dándose por enterado. Di gracias porque el arcén resultó útil para acoger al convoy sin que estorbara al tráfico. Este empezaba a espesarse por momentos.

–Is it enough for the size of the track? –dije señalando al puente.

–It is okay young man. Perfect.

–So, we will turn to the right and drive to the national four again. Do you copy?

Esto último de si me copiaba me sorprendió a mí mismo. Parece que las circunstancias me enseñaron enseguida a adoptar términos de los que suponía que usaban los camioneros. Lo había oído en alguna película.

Tomar dirección hacia la nacional IV resultó aceptablemente fácil, pero antes tuvimos que aguantar el denso torrente de vehículos que chorreaba lentamente en el mismo sentido. A estas alturas, el amigo conductor al que guiaba debía haber hecho acopio de tanta resignación como toneladas transportaba en su camión. Yo dudaba si aquel robusto irlandés respetaría mi integridad física una vez llegados a nuestro esquivo destino. Podía imaginarme el efecto de un golpe a puño cerrado o abierto propinado por una de sus manazas llenas de dedos como morcillas de Burgos y, la verdad, no me emocionaba.

–A lo mejor tengo suerte y decide pasar de mí –pensaba–. Estos sajones son muy distintos a nosotros los latinos. O al menos me conviene que lo sean.

Salimos del último semáforo de la Estación del Norte y volvimos a enfilar la M-30, seguro esta vez de que no iba a saltarme ninguna salida.

Siempre que me relajo al volante pongo la radio. Es un gesto automático, como si mi cabeza tuviera que estar continuamente llena de estímulos externos, absorbiendo información como una esponja insaciable. El horror protagonizaba las noticias:

–<<... un ataque de violencia repentino impulsó a su compañero de mesa a agredirle con una silla. Las lesiones producidas por los golpes son de pronóstico reservado>>.

Esto es lo que pasa por trabajar en exceso. Forzar tanto la máquina puede acabar en que nos devoremos los unos a los otros. Me refiero al hecho físico, pues verbalmente y con la actitud de algunos depredadores natos, ya lo estamos sufriendo todos los días.

–<<... en lo que va de mes han fallecido en soledad en sus domicilios un total de cuatro ancianos en nuestra ciudad, lo que eleva el número de casos a sesenta y dos en lo que va de año.>>

O sea, toda la vida sacrificado para que al final te abandonen sin piedad. Me dan ganas de retirarme a un monasterio. Allí te dan comida, cama, un ambiente tranquilo, un huerto que cultivar...

Bueno, no nos despistemos, por favor. A ver, M-40  Fuenlabrada ¡Al fin!

Me invadió algo así como un hormigueo por todo el cuerpo. No iba a permitir que el asunto se me escapara de nuevo de las manos. Sabía que antes de llegar a Fuenlabrada existía un desvío: Humanes-Moraleja de En medio. Estábamos cerca.

A cada minuto que pasaba crecían mis ganas de reunirme con Diana. Lo cierto es que ella pone el punto de equilibrio en la balanza de mi vida. A veces me pregunto qué sería de mí existencia sin su concepto realista de las cosas. Reconozco que muchas veces estoy en las nubes. Mi imaginación se desborda con facilidad y ella consigue que descienda a lo terrenal. Cierto que no le hace mucha gracia eso que digo de que es el contrapeso que necesito para estabilizarme. Debe sonarle algo burdo. Sé que es algo así como compararla con un bulto, pero no hay que sacar las cosas de contexto. Ella sabe que sólo hablo con mala intención cuando discutimos, cosa bastante frecuente por otra parte.

–Cuando acabe todo esto reservaré dos billetes de avión para Ginebra y me la llevo a esquiar al Mont-Blanc. Aunque nos quedemos sin un duro. Ya nos recuperaremos con mi paga de beneficios.

Pasaba el tiempo y el esperado desvío no llegaba. Caí en la cuenta de que lo que yo recordaba se refería a la carretera antigua pero no a la M-40.

–¿Y si han cambiado el nombre? Cualquiera sabe qué indicador han puesto ahora?

Con el alma encogida de nuevo, empecé a sospechar que aquello era lo sucedido.

Fijaba obsesivamente mi atención en el cetro de la calzada intentando atisbar la menor señal de un desvío.. El primer cartel anunciador lo encontré a los diez minutos de marcha: Móstoles-Alcorcón. Decidí que por ahí se complicaría aún más mi suerte así que continué sin más.. No sabía que la siguiente salida daba directamente a Fuenlabrada así que cuando divisé el indicador tomé esa dirección sin pensarlo mucho. Temía pasar de largo y regresar a la pesadilla del cambio de sentido.

Una vez dentro del pueblo pregunté a un ciudadano si sabía cómo llegar a Humanes de Madrid.

–¡Oh, sí! Pero tiene usted que coger la M-40 a la salida del pueblo y seguir hasta que encuentre la salida directa.

O sea que debía haber dejado a un lado Fuenlabrada y tener fe en mis recuerdos. Pero mi autoestima no se hallaba fortalecida precisamente por los últimos acontecimientos.

Así que me vi por segunda vez guiando al santo irlandés con sus cuarenta toneladas rodantes a través de un núcleo urbano. Volví a sentirme totalmente vendido a mi incierto destino.

–Al final –me consolaba– uno empieza a acostumbrarse a esto de ir a ciegas en manos del azar. Veamos cuántos semáforos nos separan de la M-40...

Entonces comprobé con cierto alivio la cantidad de glorietas que habían construido por allí al cabo de los años. Fue una alegría efímera. Aprendí, ya tarde, que allí se entra por un sitio y que para regresar a la carretera hay que atravesar buena parte de la geografía urbana.

Estaba hasta las cejas de aquel turismo forzado. Los temores sobre el agotamiento de la paciencia del camionero volvieron a mí de modo que cuando paraba ante un semáforo en rojo llegaba a estremecerme solo de mirar por el retrovisor pensando que en cualquier momento le vería descender del camión decidido a vengarse de su desdicha apaleándome.

Mi abuela solía decir: “Quien algo teme, algo debe”, pero quisiera que alguien me explicara por qué yo debía responder como un guía profesional por el hecho de que mi jefe me hubiera cargado con ese muerto.

Últimos cien metros de avenida hasta la M-40. Nos hallábamos otra vez en ruta. Mi voluntad de llevar a término ese viaje gafado era tanto mayor cuanto más difícil se ponía aquello.

–¿Y ahora qué? –decía para mí–. Igual resulta que las indicaciones del buen ciudadano son pura basura. Mira que no disponer de teléfono de contacto con el almacén de destino...

Me pareció divisar a lo lejos un cartel indicador. Cuando pude leerlo me colmé de gozo:

<<Humanes-Moraleja de En medio>>

–¡Bravo! Esta es la definitiva– me animé.

Nada más abandonar el desvío encontramos una carretera secundaria y un restaurante repleto de vehículos pesados. Hice señas al irlandés levantando el dedo pulgar para que entendiera que estábamos en el camino correcto y que quería parar allí. Llevábamos una eternidad dando vueltas y el calor de aquellas fechas me había recalentado hasta el cerebro. Había conseguido aguantar la sed porque tenía concentrada toda mi atención en encontrar de una vez para siempre la salida del atolladero. En ese momento había recuperado algo de la autoconfianza perdida y mi organismo demandaba una hidratación rápida.

Cuando Sam Purvis, transportista, natural de Cork, Irlanda y sufrido compañero de infortunio descendió del camión, mi ánimo se dividió en dos estados: uno de alerta, pendiente de cualquier gesto que tuviera la intención de aplastarme la cara; el otro respondía a un sentimiento de fraternidad o solidaridad en la desdicha de haber recorrido cien kilómetros juntos dando tumbos, perdidos en un mapa hostil que se negaba a mostrar el final de la etapa.

Al mirarnos el uno al otro se reveló enseguida la naturaleza bonachona de aquel individuo. Una sonrisa franca cruzaba su rostro colorado cuando puso un brazo sobre mis hombros y me llevó consigo a la entrada del bar.

Una vez dentro y ante dos jarras de litro llenas de cerveza helada me confesó que en su toda vida había sufrido una experiencia semejante. Sus ojos chispeaban de pura sinceridad, doy fe de ello..

Trasegamos más de una jarra cada uno, lo confieso, pero es que el espumoso brebaje entraba por sí solo, sembrando refrescantes sensaciones a su paso. Después de las penalidades vividas, aquello suponía un premio que había que paladear poquito a poco, recreándose uno en cada segundo de placer.

El buen talante de Sam quedó patente no sólo por lo grato de su compañía y el par de chistes jocosillos con que se desmarcó sino porque incluso pagó las copas.

Todo un fenómeno, ese hombre.

Cuando salimos del santuario cervecero el día parecía tener otro color. Cada uno subió a su vehículo con inmejorable disposición de ánimo.

Empecé a acomodarme en el asiento, me coloqué las gafas de sol... y al instante sentí un aguijonazo en mi interior. Acababa de recordar el detalle de la dirección de entrega:

<<Carretera de Humanes a Moraleja de En medio, Km 4,4>>.

El lugar donde nos encontrábamos se hallaba en esa misma carretera, sí, pero ¿hacia donde debíamos dirigirnos? ¿a la izquierda o a la derecha? Tendría que adelantarme con el coche yo sólo para localizar el punto kilométrico y después guiar a Sam.

–¿Y si pregunto en el bar? Ellos sabrán en qué dirección se encuentra ese sitio.

Mientras pensaba en ello salí del coche y me dirigí al borde de la carretera. En su estrechez se asemejaba a una cinta gris que serpenteaba en medio de un paraje llano y pelado. No había vestigios de vegetación.

Resultaba curioso. Hasta ese momento no había tomado conciencia del lugar adonde habíamos ido a parar. Quizá por el efecto de la cerveza o del fogonazo interior que sentí al apreciar que la incertidumbre seguía siendo compañera de viaje., el espacio que me rodeaba se reveló ante mis ojos como una estampa desértica en la que el restaurante era la única construcción en medio de la desolación. Incluso los demás camiones aparcados parecían abandonados, sin rastro de vida humana bajo un sol de justicia.

A medida que me acercaba a la entrada del bar, percibía un olor característico a goma de neumático, gasóleo y fritanga, elementos que consiguieron devolverme a la realidad de mi misión.

Hice un gesto a Sam, quien me observaba con gesto neutro a través de su ventanilla.

–I need some information. Wait a minute– aclaré.

Nada más entrar en el garito elegí a la persona que me debería orientar: un tipo enjuto, con gafas oscuras que absorbía una gran bocanada de humo de su purito de hoja tostada. Cuando llegué a su altura había empezado a sorber una taza de café.

–Disculpe, ¿me podría decir hacia dónde queda el kilómetro cuatro?

Me miró tras el humeante recipiente como si el resultado del examen de mi rostro fuese decisivo para que elaborara su respuesta. Un ligero carraspeo y las palabras salieron de su boca casi susurrando:

–Tendrás que comprobarlo, amigo. No sé en qué kilómetro estamos. ¿Adónde vas?

–A un almacén de fibras. Es de la empresa Yamas..

–No me suena –repuso el hombre delgado. A continuación se dirigió al camarero, que parecía clavado tras la barra.

–Paco, ¿sabes algo de Yamas?

El aludido respondió arrugando la frente:

–Ni idea. Por aquí no hay nada con ese nombre. ¿En qué dirección?

–Eso quisiera saber –respondí–. Está en el kilómetro 4,4 de esta carretera.

–Umm, el polígono más cercano está hacia Humanes, a unos tres kilómetros de aquí.

–Y eso es...

–Saliendo a mano izquierda –remató el que habitaba tras la barra.

Desdoblé la arrugada copia del albarán de entrega y la escudriñé centímetro a centímetro. En letra casi ilegible por lo desvaído de la tinta pude descifrar algo que hasta entonces me había pasado desapercibido:

–Polígono Industrial El Lomo –vocalicé lentamente.

–El Lomo... Es la primera vez que lo oigo –indicó el barman–. Prueba en el polígono que te digo –añadió–. No hay otro hasta el mismo Humanes.

Di media vuelta, consciente del todo de que andaba de nuevo por la cuerda floja. Salí lo más rápido que pude de aquel antro y pasé ante el camión de Sam sin mirarle, indicando con el brazo que me siguiera.

El efecto del aire recalentado por el sofocante sol sobre la superficie del pavimento llenaba el horizonte con una reverberación plateada. No me llevó mucho tiempo pasar el velocímetro de cero a cien, ofuscado por el cariz de la situación. Quería vislumbrar cuanto antes cualquier rastro de nave industrial. No me importaba si Sam quedaba a la zaga o si era engullido por el asfalto derretido. Necesitaba ver de una maldita vez el lugar del infierno adonde tenía que llegar. Nada interrumpía el despoblado paisaje más que unos cuantos pedruscos y una ligera elevación del terreno, responsable del único cambio de rasante de toda la carretera. Al coronarlo, descubrí una pequeña gasolinera en la margen izquierda y ni la menor señal de un polígono. Esperé a Sam, que aproximó el camión en medio de un chirrido de de compresor de frenos y de motor roncando ruidosamente por la reducción de velocidad.

Pregunté al empleado de la estación de servicio sin bajar si quiera del coche y acodado en el borde de la ventanilla. Supongo que estaba ofreciendo una imagen chulesca pero me daba lo mismo.

–Polígono... ¿qué? –inquirió un hombre de edad indefinida, con un bigote desvaído, facciones difusas y aspecto indefinible en general ante mi mala leche desbocada.

–¡El Lomo! –grité una sola vez. Debió de ser suficiente, porque el individuo asintió y quitándose su gorrito blanco sin visera añadió:

–Si, de la vuelta y por detrás del cambio de rasante a pocos metros se desvía a la derecha. Es la entrada al polígono.

–Gracias –me limité a decir secamente y aceleré poseído aún por un anhelo desmedido de acabar con todo.

Volvimos sobre nuestros pasos y fijándome muy bien recorrí el carril derecho a menos de veinte kilómetros por hora.

No había ningún desvío.

Ninguna entrada.

Ni un cartel indicador.

Decidido a no dejarme derrotar esa vez por mi diabólica mala suerte, di un volantazo a mi derecha y entré de lleno en una explanada vacía. Seguí adelante al tiempo que observaba las cuarenta toneladas del camión de Sam paradas sobre el arcén.

–Mejor así. Ahora sí que no me la das, destino de mierda.

Grité la frase casi como una consigna de guerra. Pisé el acelerador consciente de la enorme columna de polvo que iba arrancando de aquel terreno estéril. A menos de veinte metros vislumbré un bulto que cuando empezó a cobrar forma se reveló como un cartel  anunciador de tipo publicitario. Estaba orientado oblicuamente, se ve que pensando en los viajeros que iban en la dirección: gasolinera-restaurante.

Al alcanzarlo pude comprobar sus proporciones: un gigantesco cartelón que mostraba una leyenda en letras desvaídas por el sol:

<<Polígono Industrial El Lomo. Venta de Naves. Razón, nave A.

Animado por un presentimiento me metí en el coche y continué mi marcha por el inexistente camino. Una pequeña cuesta me esperaba a menos de cincuenta metros de allí. La coroné despacio hasta que apareció ante mí la imagen que estaba esperando: un par de hileras de naves nuevecitas parecían esperar un visitante, inmutables en medio de la nada. Me había bajado del coche para contemplar el espectáculo. Me apoyé en el techo del vehículo y esbocé una sonrisa. Una carcajada empezó a abrirse paso hasta convertirse en algo parecido a un ataque de risa. Permanecí un buen rato doblado por la cintura hasta que mi respiración se normalizó lo suficiente como para introducirme en el coche y regresar a por Sam.

Este esperaba fumando un cigarrillo sin bajarse del camión, con la música de Bruce Springsteen atronando desde la cabina. Un buen modo de evadirse de nuestro común despropósito.

Buscamos la nave B1 y esta vez la encontramos a la primera. Me pareció una extraña recompensa, como un guiño burlesco del destino.

Parecía como si los operarios del interior de la nave no nos hubieran echado de menos ni un minuto. Debía ser que nadie se había enterado de nuestra odisea. Vamos, como si fuera una simpleza encontrar al primer intento aquella frontera con el fin del mundo.

Sam descendió del camión con gesto concentrado. Se hallaba en terreno seguro. Ya podía descargar la mercancía. Daba la impresión de que no le hubiera importado en absoluto lo accidentado del recorrido. Lo que contaba era estar allí, con la carga a buen recaudo.

Me ofrecí a esperarle para acompañarle en su regreso pero se ocupó rápidamente de denegar mi sugerencia.

–No, young man. I’m quite sure about the right way. Don’t you worry.

No insistí pues no había nada más lejos de mi intención que tentar a mi suerte. Además, era casi seguro que el Irlandés tampoco estaría por la labor.

–Okay, Sam, good luck.

Me alejé de allí a grandes pasos, indicio de las ganas que tenía de volver a casa, ver a Diana, besarla y fundirme con ella en un mar de abrazos y jadeos, sin un resquicio para el recuerdo de ese infausto día.

Al subir a mi coche pude ver la mole del gran camión reposando tranquila, como si recuperara fuerzas preparándose para otra contienda.

Pasé de nuevo ante el cartelón anunciador. Por más vueltas que le daba no conseguía adivinar la razón por la que un ser humano puede colocar un indicador por grande que sea, a casi un kilómetro de la carretera más cercana. ¿Proyección de futuro? Quizá al cabo del tiempo aquello se transformaba en un doble trébol de autopistas y el del Lomo en el más célebre de los polígonos.

Desde luego, en aquel momento no pasaba de la clasificación de oscuro y clandestino.

Respiré hondo y continué mi marcha hacia la luz.

Puse tierra de por medio. Mucha tierra. Era lo único que abundaba por aquel páramo.

 

 

II

Carlo y la Muerte

 

A las cinco en punto de la tarde, Carlo subía al asiento de conductor de "la máquina".  Un intenso aroma a tapicería de cuero le envolvió de inmediato.

Fue como  si se sumergiera en otra dimensión. Todavía resonaban en su mente las palabras de Sara:

–Ve con prudencia, Carlo. Esa máquina es como un cohete con ruedas...

–No exageres. Lo probaré por la carretera secundaria. A estas horas no hay trafico.

–No dediques mucho tiempo a esto, Carlo.

–¿Y por qué no vienes? El coche admite dos plazas...

–No me apetece, de veras.

–Vale. No le des más vueltas, cariño. Estaré de regreso antes de las seis.

Él la besó en los labios, un gesto que martillearía la memoria de ella durante mucho tiempo.

El último beso. Durante años, Sara se repetiría multitud de veces las mismas preguntas ¿Por qué no le retuvo más tiempo? Habrían podido hacer el amor durante horas, en la intimidad del dormitorio que desde ese día ya no volverían a compartir. Si ella hubiese insistido un poco más. Lo suficiente para que él abandonara la idea de subirse a esa máquina.

–Dios, ¿por qué no le quitaste de la cabeza esa locura? –se torturaba interiormente.

–“Ve con prudencia, cariño..."–. Las palabras se desvanecieron en sus pensamientos cuando Carlo giró la llave de contacto.

El bólido rugió anunciando su afán de conquista del asfalto. Quinientos cincuenta caballos de potencia ofrecen bastantes posibilidades al afortunado conductor que quiera experimentar nuevas sensaciones.

Con tacto muy suave, Carlo introdujo la primera marcha y posó el pie sobre el acelerador. El Ferrari F60 se revolucionó hasta 6500 vueltas y salió disparado hacia la Avenida de América. Al principio le costó trabajo dominar los envites de la "macchina" a cada presión sobre el pedal. Después comenzó a sacarle sustancia a la experiencia. Aprendió que debía soltar enseguida el embrague y solo dejar caer el peso del pie. Así consiguió una respuesta dócil del vehículo.

Únicamente cada vez que había de parar ante un semáforo y aminoraba la marcha, le parecía que al accionar el freno debía apretar el pedal más de la cuenta. Le sorprendió un poco que la frenada no fuera tan precisa como el resto de los controles.

Tomó el desvío hacia la Nacional Uno, dirección Burgos. Sensaciones nunca antes vividas pasaban por su mente. La excitación de la velocidad. La brutal aceleración al cambiar de marcha.

Un gozo indefinible le mantenía eufórico.

A su cabeza acudían fugaces recuerdos de su infancia, cuando se escapaba con la moto de su padre para recorrer la adoquinada Vía San Giovanni, de su querido San Gimignano. A pesar del traqueteo producido al rodar por la irregular superficie, aquel niño disfrutaba como nadie de la experiencia. El cosquilleo que le subía por los brazos a sus doce años, con la Benelli a sesenta kilómetros por hora, llegaba a erizarle el cabello.

Una excitación similar embargaba sus sentidos al volante de la máquina. Pero esta vez se desplazaba por una autovía recién asfaltada a ciento noventa kilómetros por hora, con visos claros de alcanzar mucho más merced a la formidable aceleración brindada por el propulsor de inyección multipunto.

Carlo dejó pasar el desvío hacia la carretera de Colmenar, donde pensaba visitar las obras del Polideportivo que dos meses antes comenzó a construir Fakirsa.

Le pareció mejor idea continuar unos pocos kilómetros más.

El color rojo fuego de la carrocería relucía bajo el sol de la tarde como un diamante. Carlo deseaba sacarle jugo a aquel proyectil con ruedas. En su muñeca, las manecillas del reloj Swiss Army marcaban las cinco y veinticinco. Necesitaba más tiempo para hacerse con el control de la máquina. Habituado al sencillo manejo de su viejo Alfa Romeo 95, le llevaría un buen rato domar a este pura sangre.

Carlo no tuvo que hacer uso del freno desde que dejó atrás el casco urbano. La retención del motor al levantar el pie del acelerador resultaba más que suficiente para adaptar la velocidad al fluido ritmo con que discurría el tráfico a esas horas.

La ruta le llevaba hacia la zona de la Sierra. Aunque sus picos más altos no se elevaban mucho más allá de los dos mil metros, los barrancos y despeñaderos que jalonaban la carretera imponían respeto a cualquier viajero.

A la altura de la cuesta de El Molar, Carlo empezó a comprobar, maravillado, la fuerza con la que el propulsor del Ferrari F 60 era capaz de impulsar aquel ingenio mecánico, fruto de la más avanzada tecnología.

 

El velocímetro marcaba doscientos diez kilómetros por hora.

¿Qué pudo inducir a aquel hombre tranquilo, equilibrado y poco amigo de asumir riesgos inútiles, a correr disparado a los mandos de un bólido?

Sensaciones, quizá. Sensaciones de una intensidad que nunca antes (si acaso en la niñez conduciendo la Benelli verde y plata) había llegado a experimentar.

 –Es Inevitable sucumbir, ¿eh Carlo? –preguntaba su conciencia. Total, por una vez que juegues a ser chico malo no has de sentirte culpable–. ¿Quien no ha sido atraído por lo prohibido, por traspasar la línea de lo correcto? ¿Incumplir una norma de tráfico? ¡Bah! Su buen amigo el concejal le resolvería la papeleta. Cuantos favores intercambiados. Una sólida amistad. Buen elemento ese Pablo.

Las curvas iban haciéndose más cerradas a medida que Carlo avanzaba por la pista hacia la cadena montañosa.

Pisó el freno varias veces. Al igual que cuando circulaba  por Madrid, notó que debía apretar a fondo el pedal. Pero ahora apenas podía percibirse el efecto de la frenada. Cambió a una marcha más corta. No fue suficiente. El vehículo escapaba por momentos a su control. Un sudor frío humedeció su frente y sus manos. Los nervios empezaron a dominarle y dieron paso a una rigidez que le atenazaba los brazos y las piernas. Un letrero indicaba en negro sobre blanco la leyenda " Robregordo, 10 Km". La siguiente curva hizo que el Ferrari sobregirara de la parte trasera. Casi fuera del arcén, el conductor consiguió enderezar la trayectoria. El rugido del motor fue una clara protesta ante la subida de revoluciones provocada por la reducción de marcha. Dominado por la desesperación del momento, a Carlo le importaba poco forzar el motor, pasarlo de vueltas o que saliera ardiendo. Pugnaba por salvar la vida y para ello había de frenar. Frenar como fuera. Durante un instante que le pareció una eternidad, Carlo decidió arrimarse a la pared rocosa de la montaña, cortada por la carretera en varias zonas.

Se hallaba en las estribaciones de la Sierra madrileña, hendida por la Nacional–I como si un hacha descomunal hubiera asestado un tajo formidable.

–¡Dios, ayúdame! ¡ Dios, ayúdame! –repetía para sí.

Pretendía rozar el lateral rocoso en un loco intento de reducir la velocidad. Entró en una curva pronunciada, en forma de horquilla. Salir de ella a ciento ochenta kilómetros por hora, resultó ser una empresa imposible. La angustia de Carlo le llevó a la memoria la imagen de Sara.

– “Cariño, estoy perdido. Recuérdame siempre”.

Esas palabras cruzaron su mente tres segundos antes de romper el pretil. El coche rebotó contra la roca y salió despedido hacia el lado opuesto de la calzada girando sobre sí mismo. Rebasó el borde del precipicio llamado Barranca del Toro, a trescientos metros sobre el suelo. Seguía girando mientras surcaba el aire en un recorrido mortal que terminó aplastándolo contra las grandes rocas del fondo.

 

III

EL AULA

 

En la noche de aquel Viernes, Ion Zeta estaba muy alterado.

Había experimentado una vivencia curiosa. En el interior de algo similar a un aula, junto a otras personas sentadas disciplinadamente a su alrededor, escuchaba el discurso que con voz docta pronunciaba alguien desde un estrado; aunque la sala se asemejaba más a una estancia de un palacio fantástico que a un lugar apropiado para impartir clases. Un anciano de barba larguísima con aspecto de sabio de otro tiempo, impartía conocimientos básicos sobre el funcionamiento de La Corporación. Ion Zeta, sentado en la primera de las innumerables filas de la gigantesca sala, escuchaba su solemne charla, en la que le oía decir con una voz marcada por incontables años de experiencia:

–El engranaje victorioso, aparte de las artes características que le deben facultar para librarse de sus oponentes, sabrá manifestar ante sus superiores una actitud que éstos valoren positivamente. Para ello cuentan con los Indicadores de Comportamiento.

Los asistentes a la conferencia, separados entre sí por largos pupitres de límpido mármol blanco observaban expectantes al anciano, sin mover un músculo. A Ion Zeta le daba la sensación de encontrarse completamente aislado en aquella sala inmensa cuyo techo abovedado era sostenido por columnas que le recordaban el estilo gótico de algunas catedrales. Sentía frío.

El anciano continuaba.

–Se incluyen en el concepto de Indicadores de Comportamiento, cualquier manifestación verbal o escrita, actitud, disposición de ánimo o cualesquiera gesto, guiño o similar, que el Superior entienda revelador de potencialidades a favor o en contra del interesado. Hay que procurar que las primeras sean inferiores en número a las segundas. Esto no supondrá dificultad alguna, ya que el criterio a seguir es totalmente aleatorio.

Tras evaluar los Indicadores, los individuos–engranaje juzgados, se clasifican en la Tabla de Méritos por orden de puntuación.

 

Ion Zeta comprobó que algunos de los compañeros tomaban apuntes nerviosamente de todos aquellos detalles. Parecía que obraran impulsados por un miedo cerval enraizado en lo más hondo de sus almas. Ion Zeta también lo sentía. Sin embargo se encontraba paralizado. Se veía incapaz de escribir nada ni de articular palabra alguna. En un momento dado contempló con espanto cómo uno de los asistentes se levantaba de su asiento de impoluto mármol blanco con intención de preguntar al anciano.

Este irguió un dedo ganchudo y apuntando al interfecto le espetó: –¿Sí, señor Rómulo?

–Señoría, me atrevo a sugerir que hay que ser más exigentes con los subordinados. Esto no ha de ser un camino fácil, sino inundado por aguas pantanosas infestadas de alimañas... –el orador dejó que transcurrieran unos segundos, de modo que sólo se escuchaba elsilencio húmedo que flotaba sobre el inmenso recinto. El eco de sus últimas palabras rebotaba aún en el interior de las girolas y bóvedas: “… de alimañas… añas” y continuó:

–Si, alimañas… ¡Como esas! –gritó señalando a un lateral donde Ion Zeta pudo ver repentinamente abominables seres que rebullían en una masa amorfa de cuerpos repulsivos.

–Bien, bien, estimado amigo –comentó el anciano–. Sabemos que tú eres fiel seguidor de Los Principios. Pero no hay que alterarse. La Gran Nave es guiada con maestría hacia el objetivo final –con un gesto de la nudosa mano, invitó a Rómulo a sentarse.

–Continuemos.

Llegado a este punto, Ion Zeta miró hacia lo alto de la bóveda del techo y contempló con horror cómo una siniestra bandada de negras aves de rostro semihumano se abalanzaba hacia los presentes con las curvadas uñas de sus garras afiladas como cuchillas, en una inconfundible actitud hostil que nada bueno presagiaba.

Las quimeras comenzaron a sobrevolar la majestuosa aula recorriendo uno a uno todos los pupitres. Con sus ojos amarillos escrutaban a los presentes que hacían ademán de protegerse la cara con los brazos. Otros mostraban intención de huir, pero pronto se dieron cuenta de que una extraña fuerza les obligaba a permanecer sentados, atendiendo impasibles el discurso del sabio.

La voz de este arrancaba ecos más siniestros que los de cualquier otro participante en aquel cuasi-monólogo, llenando la inmensidad de la estancia con un fragor inquietante, como si todo el edificio retemblara y fuera a desmoronarse de un momento a otro. Aquellas furias aladas se acercaron al estrado donde convergieron en una columna como si constituyesen un todo y emprendieron una súbita ascensión hacia la gran girola central por la que acabaron desapareciendo como por ensalmo.

En la demencial atmósfera que le atenazaba, Ion Zeta vio que una imagen tridimensional cobraba forma a media altura, situándose entre los asistentes y el podio desde donde el viejo lanzaba su plática.

Dos pirámides unidas por la base giraban mostrando un sin fin de engranajes en movimiento circular unidos por miles de ejes. Dentro del cuerpo de cada uno de ellos pululaban muchísimas figuras humanas en miniatura y en movimiento constante. Realizaban movimientos apresurados, iban y venían, algunas imágenes de aquellos puntos eran ampliadas para ver en detalle la incesante actividad: esas piezas elementales en el gigantesco puzzle reflejaban en sus rostros una expresión de fuerte determinación, como animados de una energía que les atiborrara las venas de apetencia por el trabajo duro, imparable hasta la extenuación. El gesto que exhibían se remataba con una casi imperceptible sonrisa, queriendo dar a entender que se aquellos elementos rotacionales e irracionales lo tenían todo dominado, perfectas réplicas del ideal de empleado que la Corporación se desvivía por imbuir en las mentes de esos mismos engranajes. Escenas de estrechar de manos por misiones bien cumplidas, palmadas en la espalda de un superior a un subordinado… Estos últimos parecían de un tamaño inferior al del jefe inmediato. El zoom de imagen que impresionaba las retinas de los asistentes a aquella conferencia dirigida a autómatas, mostraba con definición perfecta el volumen que ocupaban los más de 300.000 folios que contenían los Principios de la Corporación. De forma inesperada, decenas de visores transparentes se desplazaron hasta colocarse a pocos centímetros de las caras de los asistentes para que visualizaran párrafo a párrafo alguno de los 1500 tomos del Corán de la filosofía de empresa, del Libro de los Libros, cuyo conocimiento todos los superiores exigían y ninguno de ellos cumplía. Pero había que mantener la facha, la imagen limpia, no otorgar concesión a debilidades tales como el compañerismo, el trabajo en equipo y la sinceridad. El hombre de amplia barba albina volvió a hablar desde el alto podio:

–Es así como todos iremos navegando en pos de la consecución de objetivos, del logro y de la rentabilidad. Hete ahí el núcleo y la razón de las exigencias moldeadas por nosotros, y aquí no les incluyo a ustedes sino al Nos mayestático, el que designa a los fundadores del magnífico entramado construido por esta Cúpula, la Cúpula de sabios negociantes que les llevará a ustedes  los supervisores, hacia la calidad de vida que tanto añoran.

En ese instante, en la cúspide de la pirámide superior se emitían pulsantes destellos de luz plateada. En la pirámide inferior reinaba la oscuridad.

El anciano daba explicaciones.

–Los más poblados son los ejes–nivel intermedios. La Corporación tiene una estructura en forma de dos pirámides unidas por la base, lo podéis ver. En la pirámide superior coexisten los engranajes que conservan alguna posibilidad de proyección en la organización, mientras que en la pirámide inferior habitan los desheredados, restos corporativos que decidieron no abandonar la nave a pesar de la inexistencia de futuro para ellos, meros elementos rodantes de rutina, cuya labor carece de reconocimiento por parte de nadie y que, abandonados a su suerte contemplan cómo paulatinamente se desvanece la energía que otrora les impulsaba a girar con esperanza, en sus inicios como engranajes elementales.

El viejo describió un amplio círculo con los brazos extendidos y en un instante desapareció la imagen.

El entorno se alteró súbitamente.

Las Furias volvieron a planear sobre los oyentes, lanzando graznidos desgarradores al tiempo que las paredes que sostenían las altísimas bóvedas parecían crujir con un inquietante espectro de sonidos. Estos, unidos al retumbar de la poderosa voz del maestro acrecentaban aún más la sensación de inminente derrumbamiento de los muros. Esta vez, nadie se movió ni emitió un gemido.

–En fin apreciados jefes y futuros altos cargos corporativos –continuó el gran dirigente–, habéis de saber que la pirámide inferior es el colector de residuos, el intestino grueso del gigante multinacional cuyo metabolismo quema las energías individuales de los elementos–rueda para generar un movimiento perpetuo, una frenética actividad de carga de combustible–combustión, de la que se alimenta la nave para no desviarse del Rumbo Perfecto.

 

Justo entonces Ion Zeta comprendió. Él estaba allí como excepción, encajado en una reunión de formación restringida a jefes corporativos. Él, un simple empleado, estaba enterándose de las directrices que les impartían a los mandos. Un auténtico advenedizo. Un furtivo.

Un segundo más tarde se hizo el silencio. La reverberación de las palabras del sabio en la cúpula abovedada se extinguió. Todos miraban a Ion Zeta con ojos enrojecidos, fiscalizándole:

– ¡Ese... mirad a ese! ¡Es un impostor!

De repente todo se desvaneció.

Ion Zeta se incorporó en su cama oyendo las palabras de su amada:

–Cariño despierta ya. No te alteres. No fue más que un sueño...

 

IV

EL GUERRERO

 

Calixto Duncan había participado en cien batallas. Duras acometidas contra un enemigo voraz que avanzaba asolando el espacio que pisaba y lanzaba a los vientos el aliento de una muerte cierta. Emprendía atrevidas incursiones hollando parajes escarpados por donde transitaba a ciegas, sin noción alguna sobre cuál sería el curso de los acontecimientos.

Le habían dicho:

–Calixto, defiende tu posición ¡y no retrocedas!

Por lo tanto, él arremetía contra la marea humana, humanos que aullaban como si no lo fueran, y se enfrentaba a ellos cada amanecer con las venas rebosantes de fluido vital y ese fluido ardía y le proporcionaba una energía bien conocida, desatada, brutal, que le permitía emprender las misiones más arrojadas.

Calixto debía su bravura a su padre, nacido bajo el signo de Leo, quien se había esforzado en transmitirle las estrategias y la instrucción necesarias para superar las contiendas que le esperarían, en valles oscuros, en esquivos recodos de caminos, en pasos intrincados entre altísimas montañas que cerraban el acceso a cualquier rayo de sol. El Astro Rey, fiel compañero en sus andanzas. Lo había ayudado en multitud de ocasiones, sí, no sólo porque Calixto se beneficiara por dentro con su energía vivificante sino porque se convertía en valioso aliado cuando cegaba al enemigo. Había que atacar siempre con la esfera incandescente a la espalda. Debía aprovechar el crepúsculo matutino para abordar el territorio hostil justo en el instante en que la esfera de fuego deslumbrara los rostros desencajados de quienes, ávidos de sangre tibia, alzaban con fiereza sus temibles armas en el bando opuesto.

Calixto había combatido en todo tipo de situaciones. Desde aquellas escaramuzas que ocasionalmente tenían lugar en algún punto clave de la ruta y que no pasaban de ser torpes maniobras de salteadores de caminos que habían desertado de otros ejércitos hasta verdaderas batallas donde se desplegaban máquinas aterradoras que sembraban la muerte a cada paso.

Calixto había encontrado la enseñanza de que la sangre vertida no contribuía jamás al progreso. El avance en tierra puede prosperar y la vastedad del territorio puede agrandarse, no así la grandeza de las almas de quienes sobreviven.

–¿La conquista enaltece tanto a los hombres, sabio amigo? –preguntó Calixto a su augur, filósofo y tutor desde que era un niño.

–Ah, la conquista, dulce sensación en el paladar del asesino –dejó manar de su boca el sabio. Las palabras se desprendían encadenadas en perfecto orden, guardando una concordia perpetua con el mundo y sus fluidos vitales; aquel profeta parecía capaz de detener el tiempo cuando hablaba.

–Nunca el hombre ha mostrado auténtico interés por preservar la paz –añadió el anciano–. La paz es una quimera en sí misma. No nos conformamos con extender nuestra semilla en un trozo de tierra y cultivar y criar ganado allí, para hacer de nuestra parcela un pequeño universo. Antes al contrario: perseguimos a los otros hasta acorralarlos, los aniquilamos y coronamos el nuevo territorio poniendo un pie sobre una montaña de cadáveres.

–Pero hay temporadas de paz. Tú y yo las hemos vivido –apuntó Calixto.

–Sólo sirven para dedicarse a potenciar la defensa. Siempre hay que estar en guardia ¿no es cierto?

Solían hablar de tácticas de combate, de aguerridas columnas humanas pertrechadas con las armas más dañinas, de cómo incrementar el poder de exterminio y de qué forma rechazar una emboscada, contrarrestar amenazas, levantar barricadas, intoxicar la información que se deja pasar al contrario, extender entre sus filas la inseguridad y el miedo…

Calixto había aprendido que tras interminables jornadas de luchar a quemarropa, de esquivar golpes atroces, de contemplar el sufrimiento en carne viva, uno acababa temblando; temblando de agotamiento, destemplado y desolado, con la bruma de la violencia velando tus ojos. Por fin, la guerra termina, pero los tiempos de paz son muy sensibles a las maquinaciones humanas y acaban en cuanto alguna potencia del nuevo orden ha sido encontrada en connivencia con otros para aliarse. ¿Qué se hace, pues? Emponzoñar a un tercero para que arremeta, y si esa táctica no ayuda a mejorar lo propio no queda más remedio que tomar parte activa. Y otra vez la guerra, las incursiones en territorio hostil, más vidas derramadas y vuelta a empezar.

El sabio tutor le aconsejaba con voz queda:

–Has de conocer todas las posibilidades, batallar en muchos frentes y recoger la esencia que te servirá para enfrentar adversidades futuras.

Calixto era, ante todo, un guerrero, en el sentido más próximo al estereotipo. No le importaba acatar las órdenes, aunque no siempre encajaran en la lógica. Se dejaba llevar por las corrientes más fuertes, más sin dejarse atrapar por torbellinos. En ocasiones recordaba con cierta gracia cómo sus superiores habían incurrido en tales contradicciones que, si hubiera seguido fielmente todas sus órdenes habria tenido que permanecer en el mismo sitio sin avanzar un centímetro.

–Esas mentes preclaras… –decía para sí– Parecen ver y entender más allá de lo que tú alcanzas y al final resulta que su heroico plan no pasa de la burda artimaña.

Calixto suspiraba cada vez que, entregado a ese orden de pensamientos intentaba sacar alguna conclusión útil. Pero no encontraba el sentido. Seguía a la masa de guerreros que como víctimas propiciatorias ponían sus vidas al servicio de los generales; formaban ejércitos afanados en llegar hasta donde los dirigentes les decían que debían llegar. Si tomaban una colina, la victoria era cantada para glorificar a los mandos, los que observaban en la distancia a los luchadores de a pie entregarse al degüello. Para colmo, en más de una ocasión se había visto privado del reconocimiento de sus propios conciudadanos: bien fuera en alguna taberna refrescando su garganta áspera por el polvo del combate o bien conversando afablemente con un conocido, Calixto había referido episodios triunfales en los que había participado como el que más y había creído con ello suscitar el respeto o la admiración de sus iguales (qué menos tratándose de aquellos que, como él, pertenecían a la tropa) pero una y otra vez topaba contra un muro de indiferencia o de envidia velada, cuando Calixto no pretendía más que compartir su gozo con los demás. Y es que la batalla no terminaba en los campos de sangre. Se extendía a su propia cotidianeidad, a su entorno más entrañable y querido. Fue entonces cuando Calixto Duncan se hizo la gran pregunta:

–¿No será que mi imaginación me está hablando de la paz?

Fue así como nuestro guerrero se descubrió a sí mismo reflexionando desde la silla giratoria de la oficina, inmerso en un mar de papeles, rodeado de teléfonos tronando por doquier y del ajetreo de sus compañeros de trabajo, algunos de los cuales descargaban contra él severos mandobles: “Esto no está terminado y necesito los datos para la reunión de las doce”, “Has encontrado la información sobre el cliente que nos pidió el director? ¿No? Pues entonces ¡qué leches haces!

Compañeros de armas que te reprenden porque no acarreas con su fardo o no ejecutas órdenes que han sido dirigidas a ellos. Reuniones en las que impera ante todo desarmar al contrario. Como las emboscadas en las que Calixto había estado pensando, absorto, ante su escritorio. Director o general, quien daba las órdenes imponía su ley. Y el camino que marcaba no era nítido sino que discurría entre brumas que jalonaban de peligros su misión, su esfuerzo por conseguir el objetivo. Derramaba calidad de vida como derramada era la sangre en la batalla librada por el guerrero imaginario cuya figura quedaba ahora desdibujada en algún rincón de su mente. Calixto, en fin, se enfrentaba a la vida en la paz, al trabajo y a la contienda con el prójimo en el devenir diario. Cada vez que se ponía a la cola en el supermercado soportaba el ímpetu belicoso del que un puesto por detrás de él pretendía colocar sus trastos compulsivamente, casi mezclándolos sin respetar frontera con los suyos; la cajera dirigía una mirada furibunda a Calixto si este confesaba haber olvidado la tarjeta de cargo del centro comercial, lo cual obligaría a la empleada a cobrar en metálico retrasando en unas décimas de segundo su carrera por despachar la interminable fila de consumidores. Estos, como sucedía al soldado imaginario cuando hacía guardias para vigilar una posición recién tomada, permanecían apostados unos detrás de los otros asomando la cabeza por un lateral a fin de comprobar qué sucedía para motivar tanto retraso.

En las historias bélicas de su imaginación, Calixto Duncan veía cómo un compañero de armas del guerrero se recreaba disparando muerte sobre enemigos heridos, abatiendo de igual modo a los que humanamente intentaban retirarlos del campo de batalla. Para Calixto, ese comportamiento se asemejaba a otras actitudes: el dueño de un imponente can que lo lleva siempre suelto, aun en el caso de que muy cerca hubiese niños; la agresividad en el conductor que intenta a toda costa adelantar a los demás arriesgando su vida y la de los otros, el médico desalmado que interviene a un paciente a toda costa para experimentar nuevas técnicas, los maltratadores de niños, los que los explotan en condiciones infrahumanas, la falta de solidaridad de los que miran un accidente de tráfico y pasan de largo, de quienes ven cómo los muchachos y los que no lo son tanto garabatean con graffitis los muros…

La voz del sabio de sus sueños resonaba en su interior:

–No seas ingenuo, amigo. La vida en paz es igual de traicionera y esta llena de sombras entre las cuales puede abrirse paso una bala o dejarse ver la hoja de un cuchillo y si no andas con los sentidos aguzados no es probable que lo puedas contar. Fíjate siempre en actuar bajo el gran sol que vence a la penumbra y deslumbra al enemigo.

Y Calixto abrió los ojos y comprendió. La luz del sol era la fuerza de la razón y como siempre que reflexionaba con detenimiento se dedicó a analizar con atención lo que decía el anciano, aquel conjunto de susurros que se deslizaba en su interior; una voz de ayuda que alentaba y empujaba  al soldado a tomar sus propias decisiones.

La voz de su conciencia.

 

V

VIDAS AJENAS

 

Algo sucedió en la travesía que emprendieron juntos Tania y Orlando. Un cambio pugnaba por producirse para perturbar su cómoda existencia anclada en el barrio alto de la ciudad, un lugar para ricos donde sus almas aspiraban a conquistar el paraíso.

Tuve ocasión de ser testigo de muchos episodios de su convivencia, lo que me convirtió, supongo, en algo así como una cámara que contempla imágenes e imprime en su memoria los trazos de un dibujo, un rompecabezas que al final de la historia se completa con una pieza que siempre te pareció que no encajaba y la dejabas apartada en un rincón. Antes de que mi enfermedad me postrase en el hospital, mi relación con aquella pareja me había dejado un poso en la memoria. Una inquietud empezó a crecer en mí y me ha animado a contarles aquello de lo que fueron capaces esos dos supervivientes de la modernidad.

El cambio de rumbo en su viaje compartido pudo haber empezado en una estancia cualquiera del chalet de tres plantas, agarrado cada uno a una copa de bourbon:

–Orlando y Tania, Tania y Orlando. Es gracioso que estos cinco años de convivencia me parezcan tan… prescindibles.

–¿Prescindibles? ¿Cómo puedes tú decir eso? En todo este tiempo no me has dedicado un momento de amor. Más allá de lo carnal no represento para ti más valor que un libro desacreditado.

–Eres injusta, Tania. Me esfuerzo por equilibrar nuestra vida y tú te sales por la tangente. No me incrimines, porque he hecho mucho por ti. ¿O has olvidado de dónde ha venido todo el dinero que ha estado entrando en la casa?

–Eso es lo que llamas entrega. Mover el talonario de un lado a otro haciéndote el gallito y luego llevarme a la cama para terminar de llenar el pozo sin fondo de tu narcisismo. Pero ahora es distinto. Hace dos años que me gano muy bien la vida. Si crees que te necesito es que estás más ciego de lo que suponía.

–Claro, desde que te convertiste en la superejecutiva del banco me miras desde otra altura ¿no es cierto?

–Di mejor que he aprendido a conocerte. Cuando era una simple empleada carecía de experiencia tratando a los machitos como tu; hasta me subyugaban con sus contoneos y presunciones, tan acicalados y perfumados. Por eso me engatusaste. Supiste utilizar tus armas.

–Algo más habría detrás de la fachada ¿no? O a lo mejor quieres dar a  entender que yo estaba a la altura de una cabecita vacía.

–Mira, Orlando, creo que lo nuestro no está funcionando porque he madurado, mientras que tú sigues ahí mirándote el ombligo. Por cierto, que has engordado sobremanera últimamente.

–Vaya, yo no puedo decir lo mismo de ti porque siempre te he visto más inflada que una rueda de camión.

–¿Y qué? Soy feliz con este cuerpo y no me vencen los complejos. Deberías tomar ejemplo.

–No creo. No resistes una mirada al espejo, cariño. Me he fijado en eso. Siempre vas con esa ropa tan holgada… parece un sayón de fraile.

–Uff, y tú luces la papada de un…

 

No sé cuánto tiempo permanecí escuchando aquel intercambio de veneno, probablemente más del que hubiese deseado. Cuando decidí intervenir, encontré a Orlando sólo en la sala, apurando la copa.

–No he podido evitar oír…

–No te preocupes –atajó–. Es una muestra más de que lo nuestro se deshace. Si es que alguna vez hubo algo que mereciera la pena.

Mientras observaba a Orlando, plantado a un metro de mí, con su abdomen prominente y su mano carnosa rodeando el vaso como una prolongación de sí mismo, tuve la  revelación de algo que hasta ese momento no había apreciado, al menos de manera consciente: a Orlando le sobraban muchos kilos y por su papada poblada de pliegues y su escaso pelo que caía sudoroso sobre la frente aparentaba rebasar la barrera de los cincuenta, cuando su edad rozaba los treinta y cinco.

–¿Qué hay en Tania que no te guste, aparte del físico? –espeté a bocajarro.

–¿Te refieres a si descuida su higiene personal o algo así?

–No seas cínico, hombre. Te conozco y sé que ves más allá de lo simplemente material. Eres tozudo pero no un borrico. Y ahora dime, ¿qué os está pasando?

Me miró de soslayo mientras se servía más bourbon. Carraspeó antes de hablar:

–Que te lo diga ella. Desconozco lo que pasa por su privilegiada cabecita.

Dio un trago largo que pareció rasparle la garganta como una lija y señaló hacia las escaleras que unían el enorme salón con las plantas superiores de la casona.

–La encontrarás llorando en su habitación.

Dudé entre subir o terminar de una manera más eficaz el diálogo. Intenté lo segundo:

–Orlando, quisiera que de una vez reflexionaras sobre esto sin salidas de tono ni sarcasmos ¿podrá ser?

Se encogió de hombros sin abandonar el contacto entre sus labios y el borde del vaso. En ese instante predije que volvería a llenarlo en cuestión de segundos.

–No puedo reflexionar sobre algo que no entiendo –murmuró–.Lo más que cabe pensar de su actitud es que ha encontrado a otro.

Las bolsas amoratadas de piel que colgaban bajo sus ojos reflejaban que Orlando llevaba bastante tiempo durmiendo mal, probablemente dándole vueltas a aquello que pensaba en realidad.

–Orlando, ¿podrías decirme por una vez qué es lo que de verdad te preocupa? Déjate de fingir que no ves más allá de tus narices…

Aparté la mirada de su figura voluminosa y la dejé vagar por la estancia. Trofeos de caza por las paredes, diez o doce ciervos, uno de ellos de catorce puntas; unos quince jabalíes con colmillos más retorcidos que los pensamientos de Orlando…

En contraste con el tono roble de la puerta de entrada, un marco de ébano rodeaba el retrato de Tania como un muro protector y ensombrecía innecesariamente el semblante marfileño de la mujer. En ocasiones he pensado que si consiguiera estar más delgada parecería otra persona. Los ojos en el óleo reflejaban con el mismo fulgor el tono aguamarina de los auténticos. Su mirada se había adueñado de mi voluntad hacía mucho. Esa permanente chispa… transmitía sensaciones contradictorias; una pura lucha de opuestos. Esos ojos parecían entregar sus pensamientos a los que la rodeaban con la misma facilidad con que dibujaban el enigma permanente de un secreto, como si aquella luz la produjera una piedra oscura como la noche. Podía imaginarla sollozando en su cuarto del piso superior, sentada sobre la bicicleta estática que nunca había llegado a utilizar. Estaría debatiéndose en un mar de dudas; si yo fuera ella, me marcharía de aquella casa de la discordia buscando aires más frescos, un espacio por donde dejaría discurrir mi vida sin permitir que nadie la perturbara.

Para Tania  y Orlando había llegado el momento de la despedida, el adiós a cinco años en los que la ilusión había empezado a ceder terreno al abandono y al olvido.

La voz entrecortada de Orlando parecía provenir de muy lejos:

–Querías saber qué es lo que me preocupa… pues bien, se trata de una sola cosa: la rutina. Nos vamos aburguesando y cada vez pasamos más desapercibidos el uno para el otro. Créeme, eso de formar parte del decorado no va conmigo. Ya no recuerdo cuándo nos dijimos por última vez algo cariñoso, con sinceridad, que no sonase a convencional…

–Supongo que el trabajo os agobia a los dos, es algo inevitable. Nos roba la mayor parte del tiempo y minimiza la calidad de vida. Si me lo permites te diré que os ha faltado comunicación; el diálogo es una sana actividad ¿sabes?

–Sí, sí. Hay que dar cera al matrimonio y todo eso. Algo así como lubricar la maquinaria para que se siga moviendo. Maquinaria pesada… ja, ja, ya sabes, el exceso de peso y tal.

–Oye Orlando, no sé el por qué de esa obsesión vuestra con la obesidad; siempre os estáis echando en cara que os sobran carnes y lo usáis como arma arrojadiza. ¿Por qué no empezáis por poneros en forma? Igual es el comienzo del fin de vuestra desdicha.

–Lo nuestro requiere una cirugía agresiva y por separado, así que no será ese el camino.

Orlando se tumbó sobre la rinconera aterciopelada de espaldas a mí. Con un suspiro profundo se acurrucó e hizo un gesto con una de sus manos gordezuelas a modo de despedida. Entendí zanjada la cuestión. Ya no volvería a intentarlo con él. Era como rebotar contra un muro de piedra.

Subí el primer tramo de escalera con intención de decir adiós a Tania, pero detuve mi paso al escucharla hablar por teléfono. Sí, se trataría de su amiga Irene, sobre quien solía verter el mar de sus insatisfacciones.

–…pasado mañana cogeré ese avión. Nos veremos en Palma a las cinco. ¿Qué? ¿Él? Él no hace nada por remediarlo. Lo nuestro pasó a la historia hace tiempo.

 

Decidí que debía dar media vuelta y alejarme de allí. Mientras descendía por la amplia escalera en forma de espiral escuchaba la voz de Tania, susurrando entre los rincones, rebotando en el mármol rosáceo de las paredes. Estas resultaban frías como el cristal de los ventanales que me separaban de los jardines sin flor, agrisados por el rigor del invierno.

La parte alta de la ciudad proyectaba su majestuosidad desde una colina de dientes de sierra que abrazaba como una media luna el contorno de los suburbios. En ellos, los parroquianos deambulaban de un lado a otro hasta bien entrada la noche, sumergidos en un bullicio de trastos a motor transportando cachivaches, motos pestilentes o gritos desaforados por cualquier motivo peregrino. Tania y Orlando, como otros de su misma extracción, descendían a esos infiernos cuando requerían algún mueble antiguo para decorar la casa, frutas y hortalizas frescas de mercadillo o un baño de humanidad al igual que cuando recurrían al gimnasio o a la talasoterapia para recibir su dosis de engrosamiento del bienestar.

Mi entrañable Volkswagen del ochenta y dos puso distancia entre la colina de la opulencia y yo, transportándome hasta el casco antiguo donde disponía de un ático frente a la iglesia.

Sería la última vez que pisaría la mansión de mi hermano Orlando en mucho tiempo. Sí, esa noche empecé a notar un dolor casi insoportable en el pecho, agudo como mil agujas que punzaran mis entrañas extendiéndose como una brasa por mi brazo izquierdo. El lateral renacentista de la iglesia recientemente restaurado asaltó mi mente al mirar por la ventana, quizá con el mensaje de que aquel monumento había sufrido la enfermedad del tiempo y ahora lucía agradecido un cuerpo nuevo. También yo necesitaba una reparación, y de forma urgente.

La ambulancia me dejó en el modernísimo hospital provincial pasadas las dos de la madrugada. Eso constaba en la ficha de admisión de la UCI. No había transcurrido más de media hora desde el ataque, pero me encontraba perdido en el tiempo, como si mis sentidos se desprendieran de mi cuerpo para flotar en una dimensión distinta. Me administraron una pastilla de cafeinitrina que me colocaron bajo la lengua y practicaron algunos otros manejos en mí de los que solo recuerdo la presión de una goma elástica y algún pinchazo.

Al día siguiente el cardiólogo del turno de noche me confirmó que había sufrido una angina de pecho y que estaría en observación hasta que mis constantes fuesen perfectas. No sabía el buen hombre que eso era poco menos que imposible pues habitualmente mi tensión subía y bajaba como los Picos de Europa o como los vaivenes de la relación entre Tania y mi hermano. Yo estaba acostumbrado tanto a lo uno como a lo otro, aunque acababa de recibir en mis carnes una advertencia de que por ahí no iba bien encaminado. Mis hábitos de dormir muy poco, comer como un colibrí y trabajar a destajo con el estrés presidiendo mi vida podrían estar siendo la causa de un lento suicidio.

El matrimonio de mi hermano se había hundido definitivamente y sólo yo sabía la causa. Los vecinos o amigos abrirían desmesuradamente los ojos cuando recibieran la noticia de su separación pues la imagen pública la cuidaban con mimo y jamás habían dado motivos de sospecha. Lo mismo que mi recién manifestado mal: nadie lo habría predicho por mi apariencia física. Y es que en esta sociedad que vigila tanto la fachada sólo son susceptibles de tener infartos los fofos, obesos o feos. Puedo oír a mis amigos:

–¿Cómo? ¿Francisco ha sufrido un infarto? Pero si jugaba al squash conmigo y le encantaban las ensaladas…

Una vez devuelto al calor de las paredes de mi casa, solía recibir la visita de mi hermano. De vez en cuando me traía un libro o el periódico y hablábamos del nuevo rumbo que estaba dando a su vida. Casi no podía creer el aspecto tan distinto que había adquirido tras innumerables sesiones de gimnasio, terapias hídricas y clases de jiu-jitsu. ¡El blando de Orlando practicando artes marciales! Lo nunca visto. Yo me había restablecido casi por completo y procuraba pasear a diario por la Dehesa, como indicó el doctor. Reconozco que me animaba bastante eso de tener repentinamente un hermano convertido en atleta, así que me aplicaba a ello con ahínco.

Durante una buena temporada dejamos de vernos y hablábamos por teléfono de cuando en cuando. Al cabo de un año o así vino a verme a casa. El susto cardíaco había quedado atrás aunque debía observar unos hábitos de vida más serenos y reducir tensiones, cosa que se me hacía bastante cuesta arriba. Para un tipo como yo no es fácil acostumbrarse a vivir sin una buena dosis de adrenalina.

Orlando me trajo un recuerdo de familia.

–Es el álbum de nuestra Primera Comunión… –le miré con sorpresa–. Éramos unos enanos.

–Hay un poco de todo. Fíjate en esos dos soldaditos con cara de pánfilo.

–Vaya, tú y yo durante el servicio militar.

Le observé por encima del cuaderno de las fotos. No pude evitar fijarme en su cara exenta de papada y carnes temblorosas. Se mostraba tersa y del color adquirido por los que disfrutan de la vida al aire libre, con ese tostado común entre los que practican a menudo el esquí.

Volví a la colección de fotos. Allí estaban los rostros y cuerpos con treinta años menos de familiares más o menos directos. El reportaje terminaba con una imagen reciente de mi único hermano en el balcón principal de su casa del barrio alto. Alterné la mirada entre el álbum y la figura de Orlando.

–Pareces más joven ahora –afirmé con un tono de incredulidad.

–Será porque me he operado la nariz. La foto es de hace unos cinco años. Tenía más pelo en la coronilla.

–No se trata del pelo o la nariz, es… todo. ¿Cuánto has adelgazado, treinta kilos?

–Más o menos. Esto de hacer vida sana y cambiar de aires me ha ido bien. Desde  que vivo solo aprovecho mucho mejor el tiempo.

Ahí estaba él, con su recién estrenada cinturita torera y algo que me sorprendió: a través de su ropa se adivinaban unas formas musculosas igualmente desconocidas. Casi me da un acceso de risa.

–Caramba, Orlando, estás... irreconocible. Si hubiera dejado de verte más tiempo, no te identificaría ni con mis mejores gafas de aumento.

Le devolví la colección de fotos y me dirigí al mueble-bar. Cuando abrí la portezuela de las bebidas me hizo un gesto con la mano:

–Lo he dejado, de veras, tomaré un zumo de pomelo.

Alcé las cejas y sonreí:

–Te acompañaré. Precisamente es algo que me ha recomendado el cardiólogo: los jugos de fruta desatascan las arterias.

Me dirigí a la cocina y por el camino le pregunté qué sabía de Tania.

–Absolutamente nada, Francisco. Se puede decir que desapareció sin dejar rastro.

Orlando fijó la mirada a través del ventanal. La tarde ofrecía un juego de luminosos ocres que daban sensación de calidez a pesar de aquel desapacible mes de Febrero. Él parecía buscar en un punto del horizonte, desconozco si lo hacía pensando en ella, pero no volvió a mencionarla en el resto de la conversación.

–Y dime, hermano, ¿haces mucha vida social en Suiza? –. Le observé por encima de mis lentes con cierta sorna.

–Nada nuevo –se interrumpió un momento para beber un sorbo del cítrico–. Bueno, la verdad es que eso fue hasta hace un par de días. He conocido a una chica en la estación de esquí. Una monada.

–Ah, y la cosa promete…

–La conocí en la discoteca, al pie del monte Cervino. De lo más romántico. Lástima que no pudiera acompañarla a su hotel –apuró el contenido del vaso sin respirar–. En fin, pero hemos quedado para el próximo sábado. Ella también regresaba a España esta semana.

–Ajá… pues creo que te vendrá bien eso de volver a disfrutar de una relación…

– ¿Disfrutar? –me interrumpió con expresión escéptica– Desde luego que pienso disfrutar. Y esta vez será muy distinto. Lo sé. He aprendido y no cometeré los mismos errores. Bueno Francisco, he de irme. La empresa me va a pagar un máster en el extranjero y estaré fuera una buena temporada así que, no nos veremos hasta el verano. Espero que sabrás cuidarte tu solito. Has tenido un buen arrechucho…

Permanecí callado unos instantes. Resultaba chocante que mi hermano no sacara a relucir a Tania en ninguna ocasión. En toda mi convalecencia había evitado hablar sobre ella. No sé si eso obedecía a querer desterrarla de su memoria o a la sombra de un arrepentimiento. Orlando es demasiado sentimental como para haberla apartado de su vida sin más. Y me parece que a Tania tampoco le ha resultado fácil. Nuestra común amiga Irene me habla de ella de vez en cuando. Me dice que ha cambiado, pero que en el fondo se siente sola. La voz de mi hermano me sacó de estos pensamientos:

–Oye, te noto como ausente ¿en qué piensas?

–¿Eh?, no, en nada en particular. Le daba vueltas a algo.

–¿Alguno de tus clientes del alma que olvidaste llamar hace cinco minutos? –exhibió una franca sonrisa– Deberías arrinconar ese stress,  ya conoces la opinión del cardiólogo.

–Si, sí, ya lo sé –contesté un poco aturdido–. Reflexionaba sobre lo falsas que son las apariencias. Mira, tú mismo has ofrecido siempre un aspecto que, digamos, no guardaba armonía con…

–… con ningún canon de belleza.

–Gracias por completar la frase. Quiero decir que, yo he sido siempre un delgaducho y prefiero la comida ligera. Sin embargo, mi corazón me ha pasado factura y tú…

–Tienes razón, yo he atesorado todos los factores de riesgo: obesidad, copas, tabaco, stress y a ti el que te ha vencido ha sido este último. He sido más afortunado, sí.

Orlando cogió su abrigo de lana gris y se colocó esa especie de boina bohemia…el toque que le faltaba para pasar desapercibido como Orlando y convertirse en una persona totalmente distinta al original. Hasta la voz se había transformado llenándose de matices que la hacían más profunda, puede que por efecto de haber dejado el tabaco.

–Te veré en tu chalet de Sitges para primeros de Julio –dijo como si entonara un canto–¿O vas a cambiar tu rutina de soltero empedernido?

–No preveo cambios. Ya te avisaré.

–Hasta la vista Francisco.

–Hasta el verano, Orlando.

 

Poco más tarde recibí la llamada de Irene. Estaba seguro que me traería noticias sobre Tania. Y así fue. Me indicó que había conocido a un chico y que habían conectado enseguida.

–Ha sido cosa de pocos días pero dice Tania que es un gusto de hombre. A ver si la vida me sonríe a mí también, que me estoy convirtiendo en una solterona…

–Pues tu y yo nos arrejuntamos y escribimos una nueva historia ¿qué te parece? –pregunté a bocajarro. Irene se carcajeó con la ocurrencia–. Por cierto, ¿tienes algo importante entre manos esta noche?

–Si, la aspiradora. La casa está que da pena. Hay que repasarla.

–Bueno, puedo echarte un cable si quieres. Te ayudaré a hacer cena para dos ¿de acuerdo?

Ella esperó un momento antes de contestar.

–Umm, vale, pero tú traes el vino.

Así, mientras mi vida había ido rebotando entre contactos ocasionales con conocidas de diversa índole, mi relación con Irene iba afianzándose poco a poco, conduciéndome hacia un lugar todavía indeterminado, pero que permitía vislumbrar alguna esperanza en el horizonte. No podía continuar engañándome a mí mismo con la cantinela que solía soltar a los amigos:

–¡Bah! Seguré soltero mientras vosotros os emparejáis, casáis, separáis, os peleáis por los hijos o les hacéis unos desgraciados. Yo es que ni me lo planteo.

Ellos solían decirme que si de mí dependiera, la humanidad se extinguiría sin descendencia alguna en unos pocos años.

El caso es que las cosas parecían enderezarse para mi hermano y para mí. A los pocos días de nuestro último encuentro, Orlando había concertado una cita con su nueva amiga, Esmeralda, según me dijo. Habían quedado en un bar de esos que sirven una docena de tipos diferentes  de café con un aroma exquisito. Separados por una mesita de madera, hablaron de todo aquello que les pasaba por la cabeza. Intercambiaron impresiones sobre su reciente experiencia en la estación de esquí, destacando el buen ambiente de la sala de fiestas donde habían coincidido, con los Alpes al fondo. Orlando pensaba que nunca había conocido a una chica tan encantadora. Me confesó que no le había revelado su nombre verdadero, que era como empezar desde cero en todos los aspectos y para eso quiso rebautizarse como Pablo. Una estupidez como muchas otras típicas de mi hermano.

El ambiente olía a café de Colombia con una intensidad embriagadora. Era curioso que fuese la tercera vez que salían y sin embargo se trataran con una familiaridad poco corriente. A Esmeralda le dio la misma impresión. “Estoy hablando con un tipo que es casi una incógnita y me parece que fuésemos amigos de toda la vida”. Si, francamente se trataba de una sensación que a veces uno tiene cuando está con alguien que abre una conexión dentro de ti de forma que hasta sobran las palabras. Esmeralda observaba los rasgos de Orlando: “Esa barbilla marcada, qué fuerza transmite su rostro”.

Qué distinto resultaba Pablo de la persona con la que había estado durante los últimos años. La voz del hombre que tenía enfrente transmitía seguridad, afecto y confianza, no como el otro. Estaba harta de todos aquellos gritos, de los desplantes, los malentendidos. Había decidido que ese hombre que tenía ante sí sería capaz de hacerla feliz. Sí, lo intuía. Ella siempre se jactaba de tener un fino olfato para esas cosas. Eso sí, le pediría que le dedicase tiempo, que la atendiera como se merecía, que la hiciera sentirse importante para él.

Mi hermano observó el bello rostro que tenía ante sí. Las manos cuidadas, el óvalo de porcelana de la cara, la silueta cincelada por lo que a buen seguro serían muchas sesiones de gimnasio... Siempre había rechazado la dejadez de Tania por su aspecto, la manera deliberada de maquillarse con todo ese colorete para fastidiarle, la falta de interés por agradarle a él, que tanto necesitaba de mimos.

Cuando Esmeralda tomó las manos de él entre las suyas fue para hacerle una revelación:

–He de confesarte algo, Pablo –dijo sin levantar la mirada más allá de los labios de Orlando. El tacto de su piel tuvo la virtud de reconfortar a Esmeralda.

–Es que… te he mentido respecto a mi… nombre.

–Ah, vaya… –Orlando se sentía confundido. Él pensaba haberle dicho exactamente lo mismo.

–Es gracioso. Yo también iba a… no me llamo Pablo.

Ella sonrió enseñando una blanca fila de dientes. Nada más conocerse allá en los Alpes, celosos de una independencia recién recuperada, habían ocultado sus verdaderos nombres.

–Esto sí que es coincidencia ¿y cómo te llamas?

–Orlando.

La mujer quedó inmóvil en su asiento y miró a  mi hermano fijamente a los ojos.

–No… no puede ser.

–¿Cómo que no puede ser? No creo que sea un nombre tan feo. ¿Cuál es el tuyo?

–Tania. Me llamo Tania.

Los dos quedaron perplejos observándose el uno al otro sin separar sus manos entrelazadas en lo que pareció a ambos un lapso indefinible de tiempo. Sus ojos se recorrían mutuamente, ávidos de identificar algún rastro, una señal de aquellas personas de las que habían decidido huir y que ahora parecían volver transformadas en arquetipos quizá soñados, quizá idealizados por una ceguera que les había impedido verse a ellos mismos. Y esa realidad que acababan de descubrir les ponía ante sí un reto, una oportunidad. Se cuestionaban si ese había sido siempre su destino, permanecer, entregarse el uno al otro, sin velos ni disfraces, amarse sin más.

Quién sabe si Tania y Orlando recuperarían lo perdido. Quién sabe si algún día Irene y yo viviríamos juntos para siempre. Para mí, lo mejor de esta vida cambiante y traicionera es la libertad de elegir. Qué bonito es equivocarse y tomar otro camino… mientras del error hayas aprendido.

 

 

 

VI

VORAGO

 

Esa mañana todo parecía normal. La misma sensación de sueño atrasado que me invade de Lunes a Viernes a esas horas: las siete. Consigo sacar de mí la energía necesaria para asearme y termino mirándome al espejo del baño con expresión bovina. Malditas ojeras… ¿Qué quieren anunciar? ¿Una señal de alarma? Luz roja pulsante para avisar al propietario de ese rostro demacrado que ha de cambiar sus hábitos, que su loca trayectoria como trabajador durante doce horas al día es desaconsejable para la imagen. No quiero pensar cómo me veré al cabo de diez años, cuando mi edad ronde esa franja donde descubres con estupor que ya no eres el mismo, que una transformación se ha operado en todo tu ser y te impide ser un optimista a ultranza. Eso es lo que caracteriza a uno en la década del comienzo, de los proyectos ilusionados, de las esperanzas en el futuro cuando aún el presente no ha hecho mella en tu entusiasmo.

En fin, que salí del cuarto de baño con la única convicción de que debía tomar café, un gran tazón de café humeante y dejarme llenar por ese fluido que tonifica la sangre para que se activen los músculos y empiece a tomar conciencia de los claroscuros de la realidad. El pasillo me parece más largo que nunca y hago acopio de fuerzas para atravesarlo ¡Qué fastidio! Los cojines del sofá están esparcidos por el suelo. Curioso, porque no creía haberlos dejado así la noche anterior. Si hay algo que me molesta en esta vida de soltero empedernido es lo poco que cunde cuando recoges la casa. Ya me gustaría poder contratar una sirvienta pero los cuatro ochavos que gano no dan para más.

Llegué al vestíbulo y vi que la luz se había quedado encendida, algo inusual pues siempre reviso las luces antes de derrumbarme en el tálamo de mis sueños. Bah, un pequeño dispendio. Apagué justo en el momento en que mis ojos habían captado el pequeño montón de cartas que yacían sobre el mueble de la entrada. Como no me fío de mi memoria suelo dejar allí encima aquello que debo llevarme sin falta al trabajo al día siguiente. Las misivas guardaban un contenido de lo más dispar, empezando por el impreso de suscripción al gimnasio del barrio y la domiciliación bancaria; sesenta euros serían arrancados de mi cuenta cada mes por someterme a la tiranía de máquinas y mancuernas. Tal era el complejo que me atenazaba debido a mis excesos calóricos. Y es que no seré un manitas en la cocina precisamente pero como gourmet debo hallarme entre los más difícilmente saciables. Qué placer remojar el pan en la salsa de arándanos, en la mostaza de Dijón o en el caldito del pato a la naranja. Y como no hay una mujer que aguante a mi lado el tiempo suficiente para controlar mi ansiedad gastronómica aprovecho cada ocasión para reconfortar mi atribulado espíritu aposentándome ante una buena mesa.

Veo un sobre de color amarillo que no me agrada en absoluto. Mis asuntos con el fisco me llevan por la calle de la amargura. El sobre azul celeste que esta al lado me motiva mucho más. Al fin he reunido los ochenta mil puntos del club de viajes para pasar un fin de semana gratis en Ibiza. Quizá en esta época del año esté mejor Tenerife. La playa del inglés me tiene hipnotizado, aunque he de tener más cuidado la próxima vez que se me arrime una elementa como la Fani. Pues no quería la arpía que me la trajera aquí, ¡a mi casita! para no sé qué monserga de cuidarme y todo ese lío que se hacen las de mediana edad cuando ven que les va quedando cada vez más lejos eso de ser madres.

Por otro lado, yo jamás habría sospechado que ninguna mujer sensata fuera a interesarse por mí. Y la verdad es que Fani no pisaba con los pies en el suelo. Volaba y volaba entre los mundos rotantes de su imaginación y no distinguía frontera entre su universo y la realidad. A mí me conviene que me controlen un poco y mi vida con Fani habría terminado por convertirse en un desatino.

Bien, sobre el mueble del hall había más papeles, pero juraría que tanto estos como las cartas los había dejado en orden el día antes. Le quité importancia pues aún sentía la cabeza como si hubiese estado sirviendo de yunque a un herrero demente. “Procuraré restringir mis salidas nocturnas”, me prometía sin mucha fe en mí mismo, en el momento en que abrí la puerta de la cocina. Una vez más, el desorden se había hecho el amo de aquella fortaleza donde me encerraba para diseñar mis especialidades culinarias favoritas. La noche anterior degusté unos lomos de rape con grelos que quitaban el hipo, según reza el dicho, aunque en honor a la verdad a mi el hipo me vino después por comer demasiado aprisa, que he de reconocer que a veces me afano tanto con el condumio que degluto como si empeñara mi vida en ello.

Pues nada, como no consigo corregirme y dejo para el día siguiente eso de acondicionar la cocina, cada mañana me enfrento al desolador panorama. Sin embargo, en aquella ocasión detecté algo inusual. Se trataba de una sensación que flotaba en el ambiente, como un rumor sordo que casi no se deja oír o una ráfaga de aire gélido que encerrase multitud de cristales microscópicos que se frotaran entre sí rechinando, una extraña carraca que estuvo muy cerca de ponerme el vello de punta. Miré en el interior del recipiente donde echo la ropa sucia y cerré casi instintivamente. El montón rebasaba el borde. Algún día licenciaré la lavadora y meteré el aluvión de trapos en la lavandería, una autentica comodidad. Al lado del artefacto lavador estaba el cubo de la basura, con la tapa caída, algo que me revienta porque tantas veces como intento ponerlo derecho y la muy ladina se empeña en precipitarse al suelo. “Es igual –pensé–, son muchos intentos frustrados de hacerle restablecer el equilibrio y no voy a pretender ahora cambiar el sentido de giro de su universo”. He de destacar que, si bien lo dejé pasar, un rescoldo quedó adherido a mi memoria.

Más allá estaba la cafetera, con su gastado recipiente de cristal a la espera de ser cargado con la estimulante droga. Anhelaba paladear el caliente bebedizo y dejarme invadir por el océano de sensaciones que provoca siempre en mi interior. Lo necesitaba; aquel brebaje revitalizaría mi capacidad de percepción, tan apagada a aquellas horas tempranas. Sujeto el asa del cacharro con gesto mecánico heredado del ritual matutino pero qué sorpresa la mía cuando de forma ajena a mi voluntad aquello se tuerce y acaba vertiéndose parte del contenido, un residuo caldoso del día anterior.

–“Juraría que no he hecho nada para provocar esto”– me decía a mí mismo, pillado por sorpresa. Mira que hay veces en que eres consciente de tu torpeza, pero no era el caso. Tras discurrir unos segundos sobre ello pensé que podía haberse debido al velo que aún cubría parte de mis sentidos, por lo que decidí mantenerme alerta para evitar más incidentes. De camino al fregadero con el jarro en la mano mis ojos captan el cubo de la basura con su tapa torcida, la cual parecía tan contenta en aquella postura. Me dio la sensación de que sonreía complacida por haber conseguido la hegemonía sobre mí y haber vencido mi empeño de colocarla en su sitio como Dios manda. Consigo eliminar los restos de café añejo vertidos que parecían impregnarlo todo y me dispuse a preparar una nueva ración. Mi cabeza necesitaba despejar las brumas. Si Fani hubiese estado a mi lado me habría echado una mano, estoy seguro. Su desprendimiento de la vida terrena no llega a tanto como para no auxiliar a un ser querido en apuros. Se me ocurrió que no sería mala idea llamarla más tarde. Igual la invitaba a tomar algo y después la llevaría al Auditorio. La Filarmónica de Londres daba una serie de conciertos esa semana. Al menos manteníamos en común nuestro gusto por la música sin estridencias, que para ajetreos ya tenemos bastante con la vorágine de la vida.

Miré un momento por la ventana y vi que el vecino se preparaba para algo similar a lo que yo hacía y corrí la cortina. Cómo me complacería que emigrara a otra latitud y que dejara la casa vacía. Ciertamente no me entusiasma contemplar las intimidades de otros ni que ellos puedan contemplar las mías. – ¡Vaya con la cortina! ¿Dónde se habrá enredado?– me pregunté al notar que no corría. Debí dar un tirón con un ímpetu poco conveniente pues con la brusquedad del gesto arremetí contra el jarrón con flores que hasta un segundo antes había permanecido erguido sobre la mesa en confiada pose. Mis reflejos respondieron con acierto y mediante una finta que llevé a cabo con insospechada agilidad conseguí evitar que la vasija se hiciese añicos. Lo que más me hubiera disgustado hubiese sido contemplar el destrozo de ese objeto de cristal de Bohemia, que encontré en una tienda escondida en las callejas de Praga. Bien es verdad que lo había adquirido a menor precio por contener algún defecto (una burbuja de aire alojada en la parte alta del cuello según me dijo la dueña del local, una matrona oronda que olía un poco a repostería y chocolate caliente). Por eso no lo tenía expuesto en un lugar de la casa que fuese más visible. Coloqué el jarrón en su sitio y volví hacia la cortina, para desatascarla de una vez. El tirón no obtuvo otro resultado que el de rasgar la tela, esa maldita tela que nunca me había gustado pero que había conseguido a tan buen precio en el mercadillo del barrio. La barra no se contentó con mantenerse en posición de equilibrio, sino que se salió de sus anclajes y se inclinó peligrosamente sobre mí de modo que las argollas se fueron desprendiendo una detrás de la otra para terminar esparciéndose por el grisáceo suelo de la cocina.

Para completar mi estupor comprobé que las baldosas estaban untadas por una pátina resbaladiza de no sé qué vertidos recientes y eso me hizo resbalar cayendo hacia atrás. Mi mano intervino pronta para sujetarme al mueble del fregadero pero sólo evité a medias el testarazo, rozando el borde de la mesa mi sien izquierda, lo cual produjo en ella una brecha que comenzó a sangrar sobre la ceja. Noté el espesor de la sangre bajando hacia el ojo y la primera gota mojó la mesa. Rojo oscuro sobre blanco nítido. Me apoyé con las dos manos sobre el tablero y así pude contemplar al causante del pringue que había sobre las baldosas: la aceitera perdía su contenido a través de algún perverso orificio. Deduzco que algo del extracto oliváceo tuvo que llegar al suelo, permaneciendo apostado a la espera de que yo apareciera por allí.

Una especie de eco rebotaba en el interior de mi cabeza. Una voz que era más bien un siseo, me llenaba de vocablos apenas inteligibles. Palabras sueltas que recorrían mi mente sembrando sombras de sospecha y oprimían mi ánimo para vaciarlo de esperanza.

 Me aproximé a la alacena donde guardo algunas compresas y apósitos y me dispuse a aplicar una cura a la herida. Vi el cubo de la basura con su tapa tumbada, descaradamente fuera de su lugar. Daba la impresión de mofarse con aquel circo que estaba contemplando desde que mi presencia en la cocina desencadenara toda aquella sucesión de infortunios. Miré con fijeza aquella tapa verdosa ¿o era gris? e hice el propósito de contenerme pero con poca convicción, de modo que propiné una patada al cachivache que más odiaba de todos los que poblaban la estancia. Además, había algo indefinible que me hacía sospechar que esos objetos, inanimados y pasivos por tradición, estaban experimentando algo similar a una rebelión silente, un tácito acuerdo para ir todos a una en pos de una disparatada conquista.

Suspiré profundamente. Decidí ignorar lo que pasaba por mi imaginación y me acerqué a la cafetera para servirme un poco del negro elemento, justo en el momento en que un sonido procedente del interior de un armario llamó mi atención con un estruendo ahogado. Abrí la portezuela y me encontré con una pila de platos que acababan de caer abandonando como por arte de magia su anterior situación de equilibrio. Tuve que arrimar precipitadamente el antebrazo al borde de la alacena para que la pequeña avalancha no se desbordase y acabara con la vajilla echa añicos por el suelo. Sin haber podido aún recomponer el estropicio, escuché el rumor de otro derrumbe. Las sartenes se agolpaban contra el armario bajero que las guardaba. No lo podía creer. ¿Estaba en medio de un asedio? Me agaché y traté de recolocar esos cacharros, pero el que estaba encima de todos, una parrilla, se deslizó sobre el informe montón y terminó dando vueltas alocadamente sobre el gris de las baldosas. Intenté darle caza pero me incliné demasiado desde mi posición de cuclillas y perdí el equilibrio.

Recuerdo que quedé medio tumbado mirando perplejo hacia el lugar de donde había salido la pequeña parrilla rebelde. Poseído por una rabia que había empezado a crecer en mí desde que me herí en la sien, agarré el cacharro y lo lancé sobre el resto de sus compinches de metal con tal ímpetu que dos sartenes más salieron despedidas de su cubículo y fueron a embestir contra mi rodilla derecha. La punzada de dolor fue instantánea, como si un millar de agujas se hubiesen entretenido en hurgar frenéticamente en esa zona de mi cuerpo. El estallido de furia que me invadió en aquel momento igualaba al sentimiento de impotencia que se había adueñado de mí definitivamente. Lejos de tirar la toalla, empero, me afané en dar alcance a la cafetera para tratar de recomponer mi estado de ánimo tan maltratado por… Ya no me cabía duda acerca de que esa especie de confabulación de materia inerte se debía a la conjugación de fuerzas extrañas antes que a la incapacidad de mi cerebro para enviar órdenes más precisas al resto de mi organismo. Llené una taza con el café pero con tan mala fortuna que me atraganté con aquel líquido negruzco como la noche que embargaba mi mente. La tos me produjo espasmos y la incapacidad para respirar se hizo patente cuando, por más que luchaba por sacar de mi garganta al causante de mi asfixia, solo conseguía aumentar la congestión de mi rostro, el cual parecía hallarse a un paso de reventar a fin de posibilitar una salida al maligno estimulante evacuándolo por todos los poros. En un último espasmo y cuando ya empezaba a nublárseme la vista, un estertor arrancó de mí el diabólico atasco, resonando como un alarido desgarrado entre las cuatro paredes de la cocina. Empecé a respirar con dificultad, apoyado con las dos manos sobre la mesa blanca, donde se había esparcido mi baba negruzca dejando sembrada la superficie con un rastro de fluido formado por cúmulos viscosos que parecían estar animados de vida propia, exhibiendo sus seudópodos temblorosos.

No puedo decir cuánto tiempo permanecí en esa postura, inmovilizado y embotado. Recuerdo haber oído los susurros que serpenteaban en mi interior; voces que parecían provenir de los cacharros que me rodeaban:

–Te lo mereces por no limpiarme cada vez que me usas, hablaba la cafetera.

–A mí me has relegado a la cocina, donde nadie puede admirarme –se quejaba el jarrón.

–He intentado llamar siempre tu atención echándome al suelo, pero te empeñabas en arrinconarme contra la pared en lugar de ponerme sobre el cubo –censuraba la tapa de la basura.

–No pones cuidado cuando fríes sobre nosotras tus porquerías grasientas y estamos llenas de carbonilla– protestaban las sartenes.

Así, una machacona retahíla reverberaba en mi mente, comenzando a invadirme una desazón mayúscula, de una intensidad imposible de determinar, como si un cáncer recorriese velozmente mis entrañas alcanzándome el cerebro para roerlo y apartarme cada vez más de la cordura. Recuerdo que di varios pasos tambaleantes por la cocina, ahogándome en un torbellino de hostilidad y rabia desatada que me empujó a propinar todas suerte de golpes a mi alrededor. Arremetí contra todo objeto que osara mantenerse en pie. La vajilla, el microondas, cacerolas, parrillas, la cafetera, el frutero de cerámica… y a continuación vinieron los armarios y sus tesoros: productos para la limpieza y desinfección, abrillantadores, detergentes, desengrasantes... Desparramé su contenido por todas partes al tiempo que comencé a gritar desgarradoramente. Al final, mi garganta palpitaba en una emisión áfona e ininteligible que acompañaba al estruendo de mis golpes.

Del resto ya no recuerdo sino vagas imágenes de personas uniformadas que entraban en mi casa y me llevaban con ellos entre convulsiones de mi cuerpo que se retorcía y agitaba al igual que mi mente desbocada, incapaz de emitir un mensaje coherente.

Estoy sorprendido, ahora que les escribo esto desde mi habitación de… aislamiento, creo que la llaman; sorprendido porque, sin desfallecer en la ciénaga de mi locura he podido contarles todo lo que me sucedió aquel día infausto, el día en que una fuerza desconocida me empujó a los abismos de la oscuridad.