REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


IDEA DE UN PRÍNCIPE POLÍTICO CRISTIANO REPRESENTADO EN CIEN EMPRESAS  
Diego de  Saavedra Fajardo

 

 

Empresa 5

 

Introducidas en él con industria suave. Deleitando enseñan


Las letras tienen amargas las raíces, si bien son dulces sus frutos. Nuestra naturaleza las aborrece, y ningún trabajo siente más que el de sus primeros rudimentos. ¡Qué congojas, qué sudores cuestan a la juventud! Y así por esto, como porque ha menester el estudio una continua asistencia, que ofende a la salud, y no se puede hallar en las ocupaciones, ceremonias y divertimientos del palacio, es menester la industria y arte del maestro, procurando que en ellos y en los juegos pueriles vaya tan disfrazada la enseñanza, que la beba el príncipe sin sentir, como se podría hacer para que aprendiese a leer, formándole un juego de veinticuatro dados en que estuviesen esculpidas las letras, y ganase el que arrojados pintase una o muchas sílabas o formase entero el vocablo; cuyo cebo de la ganancia y cuyo entretenimiento le daría fácilmente el conocimiento de las letras, pues más hay que aprender en los naipes, y los juegan luego los niños. Aprenda a escribir teniendo grabadas en una lámina sutil las letras. La cual, puesta sobre el papel, lleve la mano y la pluma, ejercitándose mucho en habituarse en aquellas letras de quien se forman las demás. Con que se enamorará del trabajo, atribuyendo a su ingenio la industria de la lámina.

§ El conocimiento de diversas lenguas es muy necesario en el príncipe, porque el oír por intérprete o leer traducciones está sujeto a engaños o a que la verdad pierda su fuerza y energía, y es gran desconsuelo del vasallo que no le entienda quien ha de consolar su necesidad, deshacer sus agravios y premiar sus servicios. Por esto Josef, habiendo de gobernar a Egipto, donde había gran diversidad de lenguas, que no entendía, hizo estudio para aprenderlas todas. Al presente emperador don Fernando acredita y hace amable la perfección con que habla muchas, respondiendo en la suya a cada uno de los negociantes. Éstas no se le han de ensenar con preceptos que confundan la memoria, sino teniendo a su lado meninos de diversas naciones, que cada uno le hable en su lengua, con que naturalmente sin cuidado ni trabajo las sabrá en pocos meses.

§ Para que entienda lo práctico de la geografía y cosmografía (ciencias tan importantes, que sin ellas es ciega la razón de Estado), estén en los tapices de sus cámaras labrados los mapas generales de las cuatro partes de la tierra y las provincias principales, no con la confusión de todos los lugares, sino con los ríos y montes y con algunas ciudades y puestos notables. Disponiendo también de tal suerte los estanques, que en ellos, como en una carta de marear, reconozca (cuando entrare a pasearse) la situación del mar, imitados en sus costas los puertos, y dentro las islas. En los globos y esferas vea la colocación del uno y otro hemisferio, los movimientos del cielo, los caminos del sol, y las diferencias de los días y de las noches, no con demostraciones científicas, sino por vía de narración y entretenimiento. Ejercítese en los usos de la geometría, midiendo con instrumentos las distancias, las alturas y las profundidades. Aprenda la fortificación, fabricando con alguna masa fortalezas y plazas con todas sus entradas encubiertas, fosos, baluartes, medias lunas y tijeras, que después bata con pecezuelas de artillería. Y para que más se le fijen en la memoria aquellas figuras, se formarán de mirtos y otras yerbas en los jardines, como se ven en la presente empresa.

Ensáyese en la sargentería, teniendo vaciadas de metal todas las diferencias de soldados, así de caballería como de infantería que hay en un ejército, con los cuales sobre una mesa forme diversos escuadrones, a imitación de alguna estampa donde estén dibujados; porque no ha de tener el príncipe en la juventud entretenimiento ni juego que no sea una imitación de lo que después ha de obrar de veras. Así suavemente cobrará amor a estas artes, y después, ya bien amanecida la luz de la razón, podrá entenderlas mejor con la conversación de hombres doctos, que le descubran las causas y efectos de ellas, y con ministros ejercitados en la paz y en la guerra; porque sus noticias son más del tiempo presente, satisfacen a las dudas, se aprenden más y cansan menos.

§ No parezcan a algunos vanos estos ensayos para la buena crianza de los hijos de los reyes, pues muestra la experiencia cuántas cosas aprenden por sí mismos fácilmente los niños, que no pudieran con el cuidado de sus maestros. Ni se juzguen por embarazosos estos medios, pues, si para domar y corregir un caballo se han inventado tantas diferencias de bocados, frenos, cabezones y muserolas, y se ha escrito tanto sobre ello, ¿cuánto mayor debe ser la atención en formar un príncipe perfecto, que ha de gobernar, no solamente a la plebe ignorante, sino también a los mismos maestros de las ciencias? El arte de reinar no es don de la naturaleza, sino de la especulación y de la experiencia. Ciencia es de las ciencias. Con el hombre nació la razón de Estado, y morirá con él sin haberse entendido perfectamente.

§ No ignoro, serenísimo Señor, que tiene V. A. al lado tan docto y sabio maestro, y tan entendido en todo (felicidad de la monarquía), que llevará a V. A. con mayor primor por estos atajos de las ciencias y de las artes; pero no he podido excusar estos advertimientos, porque, si bien habla con V. A. este libro, también habla con los demás príncipes que son y serán.

 

 

Empresa 6

 

Y adornadas de erudición. Politioribus ornatur litterae. [Hor il scetro, hor il pletro]


Del cuerpo de esta empresa se valió el Esposo en los Cantares para significar el adorno de las virtudes de su esposa, a que parece aluden los follajes de azucenas que coronaban las columnas del templo de Salomón para perfeccionarlas, y el candelabro del tabernáculo cercado con ellas. Lo cual me dio ocasión de valerme del mismo cuerpo para significar por el trigo las ciencias, y por las azucenas las buenas letras y artes liberales con que se deben adornar. Y no es ajena la comparación, pues por las espigas entendió Procopio los discípulos, y por las azucenas la elocuencia el mismo Esposo. ¿Qué son las buenas letras sino una corona de las ciencias? Diadema de los príncipes las llamó Casiodoro. Algunas letras coronaban los hebreos con una guirnalda. Eso parece que significan los lauros de los poetas, las roscas de las becas y las borlas de varios colores de los doctores. Ocupen las ciencias el centro del ánimo; pero su circunferencia sea una corona de letras pulidas. Una profesión sin noticia ni adorno de otras es una especie de ignorancia, porque las ciencias se dan las manos y hacen un círculo, como se ve en el coro de las nueve musas. ¿A quién no cansa la mayor sabiduría, si es severa y no sabe hacerse amar y estimar con las artes liberales y con las buenas letras? Éstas son más necesarias en el príncipe para templar con ellas la severidad del reinar, pues por su agrado las llaman humanas. Algo común a los demás se ha de ver en él, discurriendo de varios estudios con afabilidad y buena gracia, porque no es la grandeza real quien confunde, sino la indiscreta mesura, como no es la luz del sol quien ofende a los ojos, sino su sequedad. Y así, conviene que con las artes liberales se domestique y adorne la ciencia política. No resplandecen más que ellas los rubíes en la corona y los diamantes en los anillos. Y así, no desdicen de la majestad aquellas artes en que obra el ingenio y obedece la mano, sin que pueda ofenderse la gravedad del príncipe ni el cuidado del gobierno porque se entregue a ellas. El emperador Marco Antonio se divertía con la pintura. Maximiliano Segundo, con cincelar. Teobaldo, rey de Navarra, con la poesía y con la música, a que también se aplica la majestad de Felipe Cuarto, padre de V. A., cuando depone los cuidados de ambos mundos. En ella criaban los espartanos su juventud. Platón y Aristóteles encomiendan por útiles a las repúblicas estos ejercicios. Y cuando en ellos no reposara el ánimo, se pueden afectar por razón de Estado, porque al pueblo agrada ver entretenidos los pensamientos del príncipe, y que no estén siempre fijos en agravar su servidumbre. Por esto eran gratas al pueblo romano las delicias de Druso.

§ Dos cosas se han de advertir en el uso de tales artes. Que se obren a solas entre los muy domésticos, como hacía el emperador Alejandro Severo, aunque era muy primo en sonar y cantar. Porque en los demás causa desprecio el ver ocupada con el plectro o con el pincel la mano que empuña el cetro y gobierna un reino. Esto se nota más cuando ha entrado la edad en que han de tener más parte los cuidados públicos que los divertimientos particulares; siendo tal nuestra naturaleza, que no acusamos a un príncipe ni nos parece que pierde tiempo cuando está ocioso, sino cuando se divierte en estas artes. La segunda, que no se emplee mucho tiempo, ni ponga el príncipe todo su estudio en ser excelente en ellas, porque después fundará su gloria más en aquel vano primor que en los del gobierno, como la fundaba Nerón, soltando las riendas de un imperio por gobernar las de un carro, y preciándose más de representar bien en el teatro la persona de comediante, que en el mundo la de emperador. Bien previno este inconveniente el rey don Alonso en sus Partidas, cuando, tratando de la moderación de estos divertimientos, dijo: «E por ende el Rey que no sopiese destas cosas bien usar, según desuso diximos, sin el pecado, e la mal estanza que le ende vernía, seguirle ía aun de ello gran daño, que envilescería su fecho, dexando las cosas mayores y buenas por las viles». Este abuso de hacer el príncipe más aprecio de las artes que de la ciencia de reinar acusó elegantemente el poeta en estos versos:

 

Excudent alii spirantia molius aera,

Credo equide, vivos ducent de marmore vultus,

Orabunt causas melius, coelique meatus

Describent radio, et surgentia sidera dicent.

Tu regere imperio populos, romane, memento:

Hae tibi erunt artes, pacique imponere morem,

Parcere subjectis, el debellare superbos.

 

§ La poesía, si bien es parte de la música, porque lo que en ella obra el grave y el agudo, obran en la poesía los acentos y consonantes, y es más noble ocupación, siendo aquélla de la mano, y ésta de solo el entendimiento; aquélla para deleitar, y ésta para enseñar deleitando; con todo eso, no parece que conviene al príncipe, porque su dulzura suspende mucho las acciones del ánimo, y, enamorado de sus conceptos el entendimiento, como de su canto el ruiseñor, no sabe dejar de pensar en ellos, y se afila tanto con la sutileza de la poesía, que después se embota y tuerce en lo duro y áspero del gobierno. Y, no hallando en él aquella delectación que en los versos, le desprecia y aborrece, y le deja en manos de otro, como lo hizo el rey de Aragón don Juan el Primero, que ociosamente consumía el tiempo en la poesía, trayendo de provincias remotas los más excelentes en ella, hasta que impacientes sus vasallos se levantaron contra él, y dieron leyes a su ocioso divertimiento. Pero como es la poesía tan familiar en las cortes y palacios, y hace cortesanos y apacibles los ánimos, parecería el príncipe muy ignorante, si no tuviese algún conocimiento de ella y la supiese tal vez usar. Y así, se le puede conceder alguna aplicación que le despierte y haga entendido. Muy graves poesías vemos de los que gobernaron el mundo y tuvieron el timón de la nave de la Iglesia, con aplauso universal de las naciones.

§ Suelen los príncipes entregarse a las artes de la destilación, y, si bien es noble divertimiento, en que se descubren notables efectos y secretos de la naturaleza, conviene tenerlos muy lejos de ellas, porque fácilmente la curiosidad pasa a la alquimia, y se tizna en ella la codicia, procurando fijar el azogue y hacer plata y oro, en que se consume el tiempo vanamente, con desprecio de todos, y se gastan las riquezas presentes por las futuras, dudosas e inciertas. Locura es que solamente se cura con la muerte, empeñadas unas experiencias con otras, sin advertir que no hay piedra filosofal más rica que la buena economía. Por ella y por la negociación, y no por la ciencia química, se ha de entender lo que dijo Salomón, que ninguna cosa había más rica que la sabiduría, como se experimentó en él mismo, habiendo sabido juntar con el comercio en Tarsis y Ofir grandes tesoros, para los cuales no se valdría de flotas, expuestas a los peligros del mar, si los pudiera multiplicar con los crisoles. Y quien todo lo disputó, y tuvo ciencia infusa, hubiera (si fuera posible) alcanzado y obrado este secreto. Ni es de creer que lo permitirá Dios, porque se confundiría el comercio de las gentes que consiste en las monedas labradas de metal precioso y raro.

 

Idea de un príncipe político cristiano representado en cien empresas, de Diego Saavedra Fajardo. Edición digital a partir de Empresas políticas, tomos I - II, Madrid, Editora Nacional, 1976

http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/01927185328925940765546/index.htm

 













Las ilustraciones proceden de la edición facsimilar publicada con motivo del cuarto centenario de Saavedra Fajardo (1584-1648) por la Real Academia Alfonso X el Sabio de Murcia. ISBN 84-00-05901-8. Madrid. 1985. Patrocinaban la edición extraordinaria la Comunidad Autónoma de Murcia, la Consejería de Presidencia, la Consejería de Cultura y Educación, el excelentísimo Ayuntamiento de Murcia y la Universidad de Murcia.

 

 

DIEGO DE SAAVEDRA FAJARDO: UN MOMENTO DE LA CONCIENCIA DE EUROPA[1]

Mariano Hurtado Bautista

(Universidad de Murcia)

 

 

Uno de los posibles modos de aproximación al pensamiento y a la empresa de Saavedra podría consistir en el intento de recoger y confrontar, entre ellos, rasgos significativos de lo que, quizás, constituye la clave de su obra, y, desde luego, de su legado para nosotros, hoy: ‘un momento de la conciencia de Europa’. Necesidad de tomar conciencia de Europa, desde la posición privilegiada del diplomático –para quien el resultado de sus desvelos confinan siempre con la responsabilidad de conjurar guerras y daños para su patria, como para el crítico orden europeo. Testimonio de una conciencia espiritual y de cultura, que no parece, ni entonces, ni hoy, que sea capaz de arrojar un balance que quisiéramos más alentador y más sosegado.

         Don Diego de Saavedra Fajardo nació en la finca familiar de «El Raiguero», y fue bautizado el 6 de mayo de 1584, en la Parroquia de Santa María de Loreto de Algezares. El hecho de ser «segundón», condiciona su dedicación a los estudios de letras. El 1600, debió de iniciar estudios de jurisprudencia y cánones en la Universidad de Salamanca. Seis años más tarde, parece concluída su etapa universitaria, pero no consta que recibiera los grados de Licenciado ni Doctor. Cháscales, sin embargo, repite este título. Ni tampoco ha podido comprobarse su ordenación sacerdotal, si bien no parece coherente siquiera que fuese simple clérigo de menores, dado el carácter de cargos y funciones que pronto asume. Canónigo de Santiago, ostenta el cargo in absentia, mientras inicia su dedicación a la diplomacia en Roma y en Nápoles.

         Ejerce misiones en Viena, en Bruselas, en la corte de Baviera, en la de Mantua, en la Dieta de Ratisbona, y en el Congreso de Münster. Escritor viajero, la gestación de sus obras significa un paréntesis entre las negociaciones: de ahí un típico carácter fragmentario, y, a la vez, la tensión con que reacciona ante la experiencia inmediata, confiando en el influjo real de lo escrito, y que, de ese modo, marcan un peculiar ritmo en la sucesión de las obras, y aún dentro de cada una. En ocasiones, como las largas pausas de Münster, se van disponiendo las razones de la Corona Gótica. Saavedra había de ser ejemplo de la conciencia del escritor barroco para quien el sentido pragmático de la historiografía comienza a sugerir, en virtud de una reveladora dialéctica interna, la dimensión pragmática constitutiva del lenguaje.

         Antes, Caballero de Santiago; luego, a su regreso a Madrid, en 1647, es nombrado Consejero de Indias. Tras la vuelta a España, es el retiro a la soledad lo que puede dar aún sentido a su vida. Un codicilio, de 23 de agosto de 1648, termina de poner orden en sus asuntos, y fallece al día siguiente, en el Hospital de los Portugueses, y fue enterrado en el Convento de los Recoletos Agustinos. Con reiteración había dispuesto que sus restos los trajeran al enterramiento familiar en la Iglesia de San Pedro de Murcia.

         Respecto de las ocasiones en que contamos con testimonios de preocupaciones murcianas de Saavedra, he aquí –como lo quería Stendhal- los detalles exactos: ante todo, los vínculos de administración y afecto con Francisco Cáscales. Desde Italia, en 1614, Don Diego, interviene recomendando la publicación de las «Tablas Poéticas». Los trabajos de Cáscales pudieron ayudar a la preocupación de Saavedra por su propio estilo literario.

         En agosto de 1627, Saavedra obtiene la Chantría de Murcia, pero su ausencia le obliga a renunciar un año más tarde. Todavía al morir, conservaba dos beneficios: en Chinchilla y en Molina. Con su ausencia permanente, debía de haber olvidado la personalidad y el talante del río Segura. En 21 de marzo de 1631, dirige Don Diego al Ayuntamiento carta en que expone la idea de hacer navegable el río hasta Guardamar, como se había conseguido en los mansos ríos lombardos, con un sistema de esclusas, que aprovecharía azarbes y acequias adyacentes. Es verdad que los proyectos de canalizaciones y de navegabilidad representan un rasgo de arbitristas y semiutopistas como el francés Crucé, al adelantar por las fechas de Saavedra ideas pacifistas y benéficas, que madurarían con los fisiócratas; pero Murcia no había sido Mileto, y, aun cuando verá nacer, luego, inventos viables, se inhibe, -hay que creer agradecida- ante lucubraciones y arbitrios.

         Finalmente, en carta de 24 de mayo de 1643, Saavedra agradece al Ayuntamiento de Murcia su felicitación por el nombramiento de Consejero de Indias, y le anuncia su designación como plenipotenciario para el Congreso de la Paz Universal, en Münster. El 6 de mayo de 1884, tras ludibria mortis, en los que había de ensañarse el largo plazo transcurrido, los restos de Saavedra son depositados en la catedral de Murcia.

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         Ante todo, es el de Saavedra un acostumbrado gesto distante, en actitudes que van de la mesura a la frialdad, y que parece haber hecho del escepticismo un método para la contemplación personal. En todo caso, una parte de ese distanciamiento debía de resultar, también, del cuidado por el estilo literario, con un rictus aprendido en las preceptivas más significativas de la retórica humanista.

         Por otro lado, pudiera hallarse una raíz existencial, más profunda, en la conciencia histórica de Saavedra frente a un mundo «cadente», que desaprovecha a hombres como él mismo. Es la posición del Embajador en su papel de «interceder», de «negociar», la que sitúa su perspectiva, más alejada del pathos vivaz y comprometido del sujeto de decisión política: «si algún cargo se puede sustentar mucho tiempo, es el de las embajadas, porque en ellas se intercede, no se manda; se negocia, no se ordena».

         Hay que anotar, en el fondo de la visión asentada en el alejamiento geográfico, acaso un lejano sentimiento de hombre periférico, cuando el murciano observa que «a falta de la presencia del Príncipe, lo más apartado del Estado goce de sus favores».

         La vida en el extranjero, entre gentes de diferentes naturales, ayuda a vencer la «rudeza», el «encogimiento natural». Pero –un genuino rasgo de la biografía que se asienta en la dignitas- se hace más difuso el contorno del honor, que es centrípeto, que exige a priori y de modo formal, mientras debe recubrirlo la fama, ganada en la empresa personal vivida, efectiva, y que es consecuencia, al fin, de una educación más amplia y abierta.

         Desde este punto de vista, resulta curioso comparar emblema y empresa. La tensión interna entre ambas ideas podría significar, ahora, una crisis en el tratamiento retórico del antiguo género de «espejos de Príncipes». Francisco Alemán denunciaba el origen lírico de la empresa, que tiene para un hombre del secano «un origen marinero. Sobre el oleaje de la prosa aparece alguna vez la afilada proa del navío que un poeta echó al mar de las metáforas: la nave del Estado». Tanto Emblema como Empresa son expresión de principios aplicados o máximas de prudencia: la norma prudencial que se ofrece como ejemplo, «causa ejemplar» para otras actitudes y acciones. Mientras el Emblema anuncia la divisa, el motto, como cifra abstracta, «jeroglífica», a priori, del estilo personal, y, así, aparece emparentada con el término de «figura», tan activo en el siglo XVII, la empresa es modelo que traducir en la acción biográfica concreta, generadora de fama, fundada en el aplauso colectivo o general. Fama que inviste desde fuera al sujeto; desde su localización histórica y política, empíricas, reales. En tanto que el honor, incorporado al emblema y a su «divisa», se supone como patrón de medida, desde la presencia originaria del sujeto.

         Ahora bien, los anteriores rasgos de la personalidad de Saavedra han de integrarse en la categoría más profunda de su pesimismo antropológico. Pesimismo que se nutre de la conciencia de declive de un mundo histórico. No obstante, y en especial para el español del Barroco, en el seno de tal pesimismo, informador de su entera situación cultural y espiritual, hay que advertir una «variable independiente»: el sentido providencialista de la cultura y la historia. Es este supuesto el que, en cierto sentido, neutraliza la expresión pesimista u optimista de la condición humana y de su destino. En efecto, la capacidad de la educación y el ejercicio de la prudencia encuentran en los resultados de la acción humana disposiciones superiores, a menudo de signo opuesto, que la providencia permite.

         Quedará por señalar, en todo caso, un momento que, también en el hombre español del siglo XVII, cobra peculiar acento: la educación humanista, en la primera Contrarreforma, mostraba una orientación interiorizante, de cultivo interior e integral del hombre y de su experiencia. Paulatinamente, la educación barroca define sus metas en una dimensión más exterior del obrar humano. Y política, al paso que cree ganar autonomía en el campo de los fines éticos. El dinamismo de la educación, así aplicada, mitiga y, a la vez, anima, inerva, a la conciencia pesimista colocada ante la acción inmediata posible. Saavedra parece encarnar la íntima tensión entre tales fuerzas dispares, esto es, la que informa típicamente la estructura compleja de la situación existencial del hombre de su tiempo.

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         El pensamiento político de Saavedra se funda en los principios que habían constituido el núcleo de la doctrina tradicional humanista, los precedentes de la filosofía política antigua, platónica y aristotélica, y, en particular, estoica y senequista, las enseñanzas de los historiadores romanos; así como la concepción ética y teológica de las formas políticas desarrolladas por la escolática medieval.

         De forma paralela, un trazo, menos acusado en todo caso, consiste en el intento de imitación de la Naturaleza, el cual, con sentido neoplatónico, puede advertirse, como en filigrana, en la línea de desarrollo que comenzaba a inducir un significado complementario, mediato, expletivo, con la fundamentación de una saber científico-naturalista. Explicación científica, siquiera menos vigirosa que la que ofrecerán las ciencias formales y experimentales, incluso para el objeto de la política.

         Ahora bien, profesar los principios del saber tradicional vigentes aún, en sus dimensiones más trascendentes, no podían significar ya una comprensión de los procesos políticos desde el punto de vista universal de tales principios: es decir, sin poner el acento en la resistencia que ofrece la materia de la acción política contingente; como si la experiencia histórica, no exigiera ya el análisis de una legalidad inmanente a los hechos como tales. Gian Battista Vico afirmará, en un estadio más maduro del proceso: «los antiguos juristas, a diferencia de los de hoy, no acomodaban las leyes a los hechos, sino los hechos a las leyes». Por el otro extremo, la tópica, como forma del conocimiento retórico, tenderá a convertirse en cuasi-sistema, según las leyes matemáticas de un ars combinatoria. Es ésta, precisamente, la orientación del pensamiento que moviliza como órgano más fecundo a la reflexión histórica. Cierto que, al final del proceso, la eficacia de los principios se resolverá en las leyes inherentes a la propia experiencia. Una ciencia política será reinstaurada, «enmendada», como «conocimiento sistemático» de tales leyes, venciendo el escrúpulo de la necesidad de la ley, primero, en el momento del arte política; luego, en las leyes más abstractas y generales de un órgano científico al servicio del quehacer político real y concreto, tal como expresamente lo razona el tacitista Don Gaspar Alamos Barrientos. De este modo, se cerraba el amplio ciclo abierto para la teoría política desde el antiguo prensamiento greco-latino.

         Así, para Saavedra, si perviven los principios tradicionales, la legalidad vigente en los hechos no es fundamento decisivo para construir una ciencia de la política. Pero la reflexión se desplaza, inevitablemente, hacia la legalidad de la experiencia, por más que algún tiempo permanece inerte: campo de aplicación de los principios éticos y antropológicos, los cuales, al fin, se insinúan como condiciones para la eficacia de su aplicación; condiciones que acabarán replanteando la naturaleza y la identidad formal de la expresión de aquellos mismos principios, como máximas racionales limitadas, con alcance ocasional. «Toda la obra está compuesta de sentencias y máximas de Estado, porque éstas son las piedras con las que se levantan los edificios políticos. No van sueltas, sino atadas al discurso, y aplicadas al caso, por huir del peligro de los preceptos universales».

         Desde tal punto de vista, no parece que la categoría genérica, la fórmula de síntesis, constituida por la «razón de Estado», pueda caracterizarse, en los días de Saavedra, como una simple posición intermedia entre los principios de la tradición doctrinal y las nuevas doctrinas: «No ha de ser el gobierno como debiera, sino como puede     ser... ». Quizás sea más exacto conducir el análisis observando que, en esa fase transitoria, la preocupación metódica se funda aún en la validez de los principios que aplicar. De este modo, se plantean paralelismos con un maquiavelismo apresurado y empobrecido en la interpretación, mediante una suerte de estilización constante, pero, rígido, terminante en sus conclusiones, -una estilización divulgadora, con sentido homólogo al que lleva a cabo en pintura el Caravaggio-, y, sin duda, en mayor medida, un tacitismo, más bien difuso, aunque más flexible y dinámico en sus aplicaciones concretas. «Con particular estudio y desvelo he procurado tejer esta tela con los estambres políticos de Cornelio Tácito, por ser maestro de príncipes... ». La formación humanista de Saavedra, verdadero rasgo tópico, introducirá, por otra parte, valores distintos, más superficiales y retóricos, que apelan a la mera recepción reiterada de las enseñanzas de un Séneca.

         La propia fórmula de la «razón de estado» sugiere ya, en el fondo de la perplejidad, de los escrúpulos metódicos, el trazo de un vector decisivo: el desplazamiento del sujeto último de la acción política. Si el sujeto humano había sido el sujeto irreductible de la virtud de la prudencia; sujeto de la conducta y del obrar prudentes, y, como tal, origen y centro de lso principios y normas de la política, las leyes científicas por descubrir se imputarán a un sujeto impersonal, o cuasi-personal, resuelto ya en la legalidad empírica, experimentable y, sobre todo, realista y eficaz, que se revela en las acciones y en las reacciones entre los hechos. Así, la enseñanza pragmática de la historia, el ejemplo de la empresa personal, pierde significado operativo, a medida que el saber científico acerca de los hechos desplacen la reflexión histórica y política hacia un sistema de leyes, que rigen, depuradas de idealismos, las formas del obrar humano, cada vez más autónomas respecto a los principios ontológico-teleológicos articulados en el cuadro orgánico de las éticas especiales. Sujeto de la acción política, como expresión de las nuevas coordenadas de realismo, de eficacia, de inmanente racionalidad, sólo puede serlo el Estado, incluído el tipo límite del Leviathan. Saavedra llega a aconsejar: «Que las cosas han llegado a tal extremo que no las puede remediar la fuerza, sino el ingenio; y conviene obrar con la una y con el otro».

         Todas las consideraciones estratégicas para el desempeño de un servicio leal a la Monarquía y al Monarca; las tácticas del diplomático que evoca las nuevas máximas, conserva, aún, un profundo sentido limitado por la prudencia. La «verdadera razón de Estado» vacila sobre las propias bases de perplejidad. Perplejidad que se acentúa con el afán de síntesis que inspira a Saavedra, y da a su pensamiento una tonalidad de contenido dramatismo. Mientras en Baltasar Gracián los mismos supuestos se entrechocan en contradicciones, en inconsecuencias literales: tal vez un paso hacia la confianza en la expresión plenamente autónoma de la razón en el individuo.

         Pero los límites de la razón, que no resultan del arte ni de la ciencia van perdiendo la interna tensión del juicio prudencial. Por otra parte, ni las condiciones económicas, ni las que responderían al sentido de una sociología política, podrán en lo sucesivo integrarse en la dinámica del juicio de prudencia. Por ahí, habrán de encontrarse, en efecto, limitaciones reales. Las dificultades de una síntesis práctica y política, presentes en la conciencia de Saavedra, como en la de los autores españoles del siglo, apenas contradicen la confianza en seguir aplicando principios de razón, que se alcanzan al hombre prudente, al que los extrae de una razón íntegra, penetrada de la fe: una vez más, la prudencia es el solo órgano capaz de mediar los principios con los datos concretos de la experiencia, realizando en éstos el orden histórico objetivo de la ley ética natural... Sólo que esta razón prudente implica un modelo antropológico y ético del sujeto cuya configuración se hacía cada vez más difícil ante la conciencia histórica de la que puede definirse como «segunda contrarreforma». Y Saavedra encarna, tras la tensión de los contrastes, también ecos inevitables de la crisis de su tiempo.

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«Guerra y paz», y «amigo y enemigo», pudieran representar las coordenadas para la reflexión ante el horizonte de Europa, en los días de Saavedra. Quizás, en él, no es ésta, solamente, la visión profesional del diplomático. Guerras, tensiones, deslealtades, conjuras, traiciones –todo un campo semántico reiterado-, son polos de tensión que cabe entender conforme a las ideas y la conciencia de los tiempos. Las guerras mismas, a la vez religiosas y políticas, expresan Las locuras de Europa. Esta expresión de una diversidad constitutiva del mundo europeo, que no encuentra las razones de un sistema, consistente en la orgánica diferenciación y articulación de los Estados. «Con la desigualdad de los miembros se conserva el cuerpo humano; así, el de las Repúblicas y Estados y la mediocridad de los otros». Guerras de invasión, de conquista aconsejadas por el nuevo pathos político y doctrinal, incluso venciendo la repugnancia de su justificación ética y jurídica... Guerras que trazan líneas divisorias sin ajustarse a supuestos políticos, ni siquiera religiosos. Se trata de la guerra como mero «polemos»; no la manifestación de un noble «agón», como proceso diversificador, como dinámica inherente a una unidad superior a las naciones. Las fórmulas en uso en el Congreso de Westfalia: «sistema de Estados europeos», «sistema político  de Europa», asientan su sentido mecanicista, condición de equilibrio, sobre la conciencia de que la unidad hegemónica europea no logra integrar las condiciones históricas, lo contingente de los factores que se desvían de su función unificadora efectiva.

La amenaza externa, la invasión, es algo constitutivo en la condición existencial de las repúblicas. «Para los males internos suele ser remedio el tener bajo al pueblo, sin honor ni reputación política, de que usan los chinos, que solamente peligran en sí mismos; pero en los demás reinos, expuestos a la invasión, es necesaria la reputación y gloria de los vasallos, para que puedan repeler a los enemigos; porque donde no hay honra no ha valor».

La educación política del súbdito en la reputación y en la gloria es origen del valor del guerrero. Pero no se aduce un criterio de sola necesidad; hay un componente de etopeya: un rasgo de perfeccionamiento humanista en el hombre de guerra. Puede tratarse de la disposición para una empresa bélica como momento abstracto, destinado a subsumirse, a elevarse hasta la posición concreta de la empresa política. La empresa, meta ética del hombre político, no puede comprenderse sino como momento, estadio esencialmente partícipe de la dinámica humanista integral, que incluye la guerra. Una suerte de prefeccionamiento en la educación resulta del viajar, del trato con otras gentes –ya lo vimos-, y ello procura «noticias (que) forman grandes varones para las artes de la paz y de la guerra». (Saavedra, incluso, intuyendo el alcance de una incipiente tecnología, se plantea el significado que para la valoración de la guerra implica el confrontar las virtudes del guerrero con los medios técnicos y el armamento de que dispone en sus días). Ahora bien, la paz es exigencia de la fe como de la razón, no un simple logro de la diplomacia, de la política, de la victoria mediante los hechos.

En cualquier caso, referida a la experiencia histórica, la paz no representa sino un momento de equilibrio, un estadio más o menos prolongado en un proceso dinámico que conduce el devenir histórico. La paz, así, no podría caracterizarse como dimensión hipostasiada, absoluta, en los términos de un abstracto «pacifismo». «No...quiero al príncipe tan benigno, que nunca use de la fuerza».

Para Saavedra, una filosofía de la historia penetrada de providencialismo, nos mostrará la tendencia constitutiva de Europa hacia su unidad en paz: una paz ideal, en tensión con los procesos reales, con las circunstancias empíricas, desde las cuales la paz reclama en ocasiones fundamentos de carácter utilitario. Más allá, sin embargo, el papel de la razón es perseguir esa clave interna de unidad y de paz, asumiendo los hechos en una suerte de superación resolutoria, mediadora, al modo de la «Aufhebung» hegeliana; esto es, como capacidad de la razón para descubrir la dimensión particular y relativa de tensiones y guerras, resolviéndolas en un orden europeo, ya encaminado a su disolución tras la paz de Westfalia. La lucha por la paz, su conquista, será la empresa de empresas; pero, sobre todo, empresa ardua y tenaz de la razón íntegra del humanismo, incluso de la «perfecta razón de Estado».

Todavía, la conciencia europea ha de radicar en un plano más profundo: el común patrimonio trasmitido de la filosofía, la literatura, las artes, las creencias religiosas y éticas... A condición de que no se lo invoque como un fondo inerte: sino que se haga de él, mediante el quehacer común de los hombres europeos, el vehículo de procesos regeneradores, y aun, de forma más inmediata, el centro de análisis críticos que revelen verdaderas raíces de la presente decadencia de Europa.

En el trasfondo del género utópico, se prolonga la función del discurso que los antiguos llamaron epidíctico: el que, mostrando a través de la construcción retórica un catálogo de valores, constituye en el auditorio la conciencia de que tales valores son elementos esenciales del ethos actual, de su conciencia histórica, portadora de aquel sistema definido de valoración y de cultura; actuando como una suerte de revulsivo...

En Saavedra, sin duda, la clave «epidíctica» se inspira en el sentido –por lo demás, tópico- de una filosofía de la historia subyacente. La visión melancólica, dirigida al pasado, a épocas ejemplares, ocultaba a menudo el ritmo cíclico, -que funda una lectura utópica de La República Literaria, aprendiendo del estoicismo-, ritmo, corsi e ricorsi, a quienes confiar una función positiva de los mismos supuestos para salvación relativa del presente. Se trataba, sobre todo, de las raíces de un ciclo que informa, a través de las crisis, el sinuoso proceso pedagógico del hombre europeo. La visión emocional, dramática, de ese proceso se superpone a la orientación preterizante de la historiografía pragmática, que Saavedra profesa. Donde es el propio valor pragmático el que debe ser trascendido en toda ejemplaridad histórica por la crítica que fe y razón, sobre la raíz del «testimonio de las Sagradas Letras», exige la verdad frente al horizonte de cada situación definida por su conformidad a los tiempos: se trata de que «sin ofensas del pie coja sus flores (del testimonio histórico), trasplantadas aquí, y preservadas del veneno y espinas que tienen algunas en su terreno nativo y les añadió la malicia destos tiempos». Ahora bien, a la nostalgia de etapas pasadas subyace la idea de identidad de las Repúblicas, no sólo descrita según los límites de accidentes naturales, como «diversidad de climas, de naturales, de lenguas y de estilos», sino en función, sobre todo, de su orden institucional y «constitucional», al que deben sujetarse las empresas histórico-políticas... La tradición no es inerte, pero en ella también se fundan límites trascendentales al dinamismo de la acción política y guerrera: «Nuestro instituto es de conservar con asistencias a los Príncipes en sus mismos estados, no de asistirlos para que ocupen los ajenos... Todas las repúblicas que se perdieron fue por haberse apartado de sus institutos antiguos... ».

Desde un punto de vista más próximo, es el proceso que da sentido a la teoría de las «formas de gobierno», en cuanto articulación de fases radicadas en una respectiva virtud y un «ethos» cualificador. Una especie de yuxtaposición de evolución especulativa de los principios, con su aplicación empírica, en función de circunstancias económicas y sociológicas, entre las cuales comenzaría a deslinearse, con un nuevo original valor sociológico, lo que constituiría la categoría de la «opinión pública», tal como Maravall lo señala...

En fin, aquella lectura, metautópica, con valor retórico, que permite acceder a la República Literaria, constituye un nuevo marco de referencia donde se insinúa, con especial acento, la tensión hacia la conciencia de Europa.

Es, en efecto, la clave que se pone de manifiesto al considerar la ambigüedad patente del discurso histórico: «Otro peligro no menos grave corren los historiadores; porque con el interés, lisonjean, y sin él satirizan». Si, todavía, se trataba de un sueño, «el menos pesado que he podido; duérmele, que por ventura despertarás de muchas cosas, y si la fantasía te representare confuso el orden de los tiempos, advierte que aun velando ofrece despropósitos al más cuerdo sosiego».



[1] Abrimos este Peri Biblión con el texto del discurso leído en el solemne acto académico con motivo de la fiesta de Santo Tomás de Aquino el año 1984, cuarto centenario del nacimiento de Diego de Saavedra Fajardo. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Murcia. 1984.