REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


 

APROXIMACIÓN A LA OBRA DE KARMELO C. IRIBARREN  
Juan Miguel López Merino
(Universidad de Piatigorsk)

 

 

 

Prolegómenos

 

Karmelo C. Iribarren nace en San Sebastián el 19 de septiembre de 1959. «Tuve una infancia de lo más normal», confiesa el propio autor, «en aquel ambiente gris, bastante triste —entonces lo notaba menos, ahora sé que era en efecto triste— de las postrimerías del franquismo»[1]. En 1967 muere su padre, «y ahí cambiaron las cosas para siempre»[2]. En el poema titulado «Tu padre se ha ido de viaje» dice: «Mi padre fue un buen / tipo, / un buen tipo / sin suerte. / Y ni siquiera / tuve tiempo / de quererle»[3].

Los años posteriores no debieron de ser fáciles[4]. Iribarren no va a la universidad, y éste es un hecho importante. Como en el caso de cualquier otro escritor, su trabajo (camarero) y su formación (autodidacta) marcan profundamente su obra. En palabras de Jordi Gracia, «detrás de un poema, [...] hay una idea de la poesía, pero hay también algo que nutre esa misma idea, nociones generales y particulares sobre el mundo en el que el poeta vive y el papel que la poesía pueda desempeñar en él»[5].En este sentido, el caso de Iribarren tal vez sea ejemplar por lo precoz y extremo[6]. «Eso sí, me he leído la Biblia en verso. Miles de libros. Mi afición a la lectura se remonta a los ocho o diez años. Leía sobre todo novelitas de aventuras»[7]. Pasada la infancia lee mucha novela negra, sobre todo anglosajona. Las novelas de Raymond Chandler son para Iribarren algo más que importantes. Esta pasión por el género negro (novela y cine) es un hecho a tener en cuenta por el poso estilístico que supone en su obra. Como también lo es su afición al alcohol, que empezó casi a la par que su vida profesional. Otros autores en prosa con los que se siente en deuda son Baroja, Bukowski, Carver, Fante y Shepard. Los poetas en los que se forma y de los que bebe vienen a ser los siguientes: «Espronceda, Rubén Darío, los Machado (más Manuel, creo), el Dámaso Alonso de Poemillas de la ciudad, Ángel González, Jaime Gil de Biedma, Félix Grande, Antonio Martínez Sarrión, Luis Alberto de Cuenca, Abelardo Linares, Javier Salvago y Roger Wolfe»[8].

A finales de los ochenta se casa y tiene una hija[9]. Sus primeros poemas fueron publicados a finales de los setenta en fanzines y en los ochenta siguió publicando con cierta regularidad en este tipo de publicaciones. Iribarren es lo que la crítica suele llamar un poeta tardío, ya que no vio publicado su primer libro de poemas, La condición urbana, hasta 1995, cumplidos ya los treinta y cinco años. Lo que el pie de imprenta no revela es que parte de ese primer libro llevaba escrita una década, ni tampoco que su autor llevaba tres lustros empeñado en dar con su voz. Visto así, no estamos ante un poeta que empiece tarde a escribir, sino ante uno que empieza a publicar con retraso, teniendo en cuenta que la mayoría de los poetas dan a la imprenta sus primeras obras durante la veintena. El que Iribarren se decidiera a publicar con cierta demora se debe principalmente a dos motivos. El primero es su aislamiento respecto a todo circuito literario, su total carencia de «vida literaria», de contacto con otros escritores. El segundo motivo es su falta de ambición —y sobre esto volveremos a hablar más adelante— y el creer que la poesía que él estaba haciendo a finales de los ochenta no encajaba en el panorama literario; en otras palabras: que sus poemas eran inaceptables. Esta creencia es discutible, pero lo cierto es que a su autor lo mantuvo inédito durante muchos años[10]. No será hasta 1992, año de publicación de Días perdidos en los transportes públicos, segundo poemario de Roger Wolfe, cuando Iribarren descubra que no está solo, que hay alguien más en el panorama literario español empeñado en escribir el tipo de poesía que él quiere escribir y que ya está escribiendo. Un año más tarde Iribarren se pone en contacto con Wolfe y por fin publica en 1993 la plaquette Noches y bares. Es entonces cuando Iribarren deja atrás todos sus complejos y se dirige a la editorial Renacimiento, que en 1995 da a la luz La condición urbana, su primer libro. Después llegan Serie B, Desde el fondo de la barra y, finalmente, La ciudad (Antología 1985-2001), que recoge una amplia selección de los libros anteriores junto con dieciséis inéditos[11].

 

 

Fondo o contenido

 

El tema central de la poesía de Iribarren —entendiendo por tal el eje básico en torno al cual gira todo el contenido— es el amor; el amor en todos sus momentos y facetas: locura, tranquilidad, odio, sexo, etc. Sea directa o indirectamente, tres cuartos de sus poemas parten de o van a parar a la temática amorosa. De ahí no es difícil derivar el papel importantísimo de la mujer en su obra (el final del poema titulado precisamente «Las mujeres» – p. 42 – termina diciendo que son «lo máximo»), aunque casi siempre vista desde el otro lado. Más de la mitad de los poemas hablan de mujeres; otros hablan a una mujer a la que tienen como «tú», interlocutor o receptor directo. Ocurre así hasta en aquellos poemas más alejados de la temática amorosa. Sirva como ejemplo «La fecha», poema en el que, aunque no llega a explicitarse, es la presencia femenina la que hace que —con los últimos versos— el poema cobre vigor y se traspase de emoción:

 

Primero miramos

la foto,

y no pasó nada.

Pero después

vimos la fecha

al dorso,

y el momento

adquirió

otros matices.

 

Y no tuve

más remedio

que acariciarte

un poco

la nostalgia. (p.83)

 

De entre todas las facetas amorosas de esta poesía destaca, por lo inusual, la del amor tranquilo y doméstico, el amor matrimonial o de pareja consolidada. El amor en Iribarren no es por lo general volcánico ni desenfrenadamente pasional; tiene intensidad, pero no es explosivo: es un amor lento, silencioso, duradero. Valga el poema «Raro amor» como ejemplo:

 

Suena el teléfono de pronto

y tú desapareces. Más tarde,

mientras fumo un cigarro

o leo una novela, vuelves.

Y te vas otra vez porque

ha llegado alguien. Así vivimos

estos últimos meses. Así

sufrimos. Siempre conmigo

tú, contigo yo, siempre

escondidos. Unidos sólo

por este raro amor impronunciable. (p.68)

 

Otra característica de estos poemas amorosos es su extremada ternura, colindante a veces con lo cursi. En este caso, los elementos de que Iribarren se vale para evitar que el poema no deje de funcionar son el humor o el anticlímax —si no ambos—, que suelen aparecen en los últimos versos, a modo de cierre. «Con la guardia baja» es un buen ejemplo:

 

Al otro lado del cristal

una lluvia fina, persistente,

de marzo, acuchillaba

la oxidada luz de la tarde.

Salvo un viejo medio dormitando

en un rincón, no quedaba nadie

en el bar. Entonces, en un momento

—no sé por qué, ni creo que importe

demasiado, el caso es que sucedió—,

puse mi mano sobre la tuya

y te dije que te quería.

Luego pasó todo muy rápido:

a ti se te llenaron los ojos de lágrimas,

el camarero se me quedó mirando,

tuvimos que largarnos de allí. (p.129)

 

Otros poemas hablan de amores pasados y de las pocas huellas que de ellos quedaron[12], de posibles amores ni siquiera iniciados[13], del final del amor[14] o directamente del sexo[15]. Sea desde la perspectiva que sea, lo cierto es que más de dos tercios de los poemas tocan directamente la temática amorosa[16], y del tercio restante la gran mayoría lo roza.

Temas secundarios hay varios, entendiendo por tales aquellos menos desarrollados que sirven de complemento, contraste o incluso descanso del central. Es importante repetir que en muchos casos estos otros temas aluden también al amoroso, como ya hemos visto en «La fecha». De estos otros temas el más frecuente tal vez sea el de «la madurez», entendida la mayoría de las veces como pérdida de la posibilidad de nuevas experiencias amorosas[17]. Estos poemas hablan siempre, parten o vienen a parar al amor o a su ausencia. Sirva como ejemplo «Señor»:

 

No es que moleste

en sí, pero

cuesta acostumbrarse.

 

Eso de que vayas

por ahí

tranquilamente

y se te acerque

una chavala

y te diga:

«¿tiene hora, señor?»,

 

eso de que te saquen

de la pista

con tanta educación,

no es fácil de asumir,

qué duda cabe. (p.126)

 

Temas próximos al anterior son «las viejas amistades»[18], «la vejez»[19] y «la fugacidad de la vida»[20]. De entre estos poemas llama la atención por varios motivos «Me enternecen sobremanera» (p. 127); además de tener lugar en un bar —que como más adelante veremos es el marco espacial más habitual en la obra de Iribarren— y de ser de algún modo una etopeya indirecta del propio autor, comprobamos que en él la vejez es en pareja, volviendo una vez más a la temática principal:

 

Me enternecen sobremanera

esas parejas

de viejecitos renqueantes

que se sostienen en pie difícilmente

y sin embargo llegan cada día

puntuales a la cita

con el café con leche

y el periódico.

Miran como si en realidad

lo que suceda

nada les importase, como si todo

lo habido y por haber

se la trajese floja

a esas alturas.

Y lo único que quieren

es que mañana el bar

esté en su sitio.

Y que ellos lo vean.

 

Otra temática importante es la autobiográfica[21], y dentro de ella destaca la recurrencia al tema del «alcohol»[22]. Entre estos últimos, «La noche» es un ejemplo más de que todos los temas van a parar al amor, en este caso concreto a la desesperada búsqueda de él:

 

Te la jugabas a cara o cruz.

Decías cruz, salía cara. Bueno,

sólo era un juego. Y pedías

otra y otra y otra.... Y así hasta

aquel último bar, hasta aquel

último reducto de esperanza.

Entrabas y, como siempre, nadie,

nada: un camarero con ganas

de cerrar, y algún pobre diablo

como tú. Pero al día siguiente

la seducción seguía ahí, intacta. (p. 128)

 

Dentro también de la temática autobiográfica están los poemas cercanos a la etopeya[23]. Sirva como ejemplo «Lo peor, lo más triste». Fijémonos que en el último verso se pasa del «yo» al «nosotros», lo cual lo acerca una vez más a la temática principal.

 

No sé si soy

feliz,

si verdaderamente

lo he sido

alguna vez;

aunque creo que no.

Y a ti te ocurre

otro tanto,

me consta.

Pero no es esto

lo peor.

Lo peor del caso,

lo más triste,

es que ya

ni siquiera

nos importa. (p. 101)

 

Otra temática podría llamarse «épica cotidiana»[24]. En estos casos —pero esta tendencia es localizable en casi toda la obra— son las pequeñas cosas de la vida, esos pequeños sucesos cotidianos, los desencadenantes del poema. Como dice Luis Antonio de Villena[25], Iribarren hace una poesía minimalista. Sirva como ejemplo «La condición urbana»:

 

Detesto el autobús. La buena

educación que nos obliga

a ceder el asiento

a esas señoras

que hasta que no se sientan

puede darles

cualquier cosa fatal.

Los empujones. El olor. Que nadie

fume y tenga que aguantar

todos los pormenores

del infarto

que le dio a no sé quién.

Las leyendas que llevan

en los flancos.

Los frenazos. Y muchas

cosas más que ahora me callo

porque me bajo aquí. (p.112)

 

Por último hay que mencionar la temática estética o autopoética[26], tratada siempre con ironía y sin solemnidad, como el resto de los temas. «Poeta» ejemplifica bien esta actitud:

 

Me lo dijo

un colega

la otra tarde:

 

«Mira, tío,

como sigas así,

escribiendo

en servilletas de papel

por los bares,

acabarán cargándote

el sambenito

de poeta,

ya verás.

 

Y luego,

a ver qué hostias

haces». (p. 50)

 

Forma o expresión

 

En lo que al estilo se refiere es patente la sobriedad antirretórica de este tipo de poesía, característica que por sí sola dice bien poco, ya que toda la poesía de corte realista —y esa es la tradición a la que Iribarren se adscribe, ampliándola y continuándola— comparte en mayor o menor medida ese rasgo. La diferencia, lo que hace que Iribarren no sea un mero continuador de ella, es el haberla llevado al extremo o un poco más allá. Las repetidas palabras de Antonio Machado «Pensaba yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino un honda palpitación de espíritu» parecen llevadas hasta sus últimas consecuencias en los poemas más intensos de Iribarren, que renuncia por completo al «lenguaje poético», a todo aquello que lo caracteriza (métrica, rima, imágenes, metáforas, etc.). Tal y como quiso Wordworth, Iribarren parece empeñado en «pensar por nuestra cuenta en nuestro propio lenguaje». Y lo importante en esta cita es «nuestro propio lenguaje», puesto que al desechar el lenguaje poético tradicional, a algún otro lenguaje hay que recurrir si se quiere seguir escribiendo. La obra de Iribarren, vista así, no es exactamente antirretórica; más bien cabría decir que tiene la suya propia. Esto, por supuesto, no tiene nada de nuevo. Todos los grandes poetas tienen su propia retórica. Lo que hace único el caso de Iribarren (y de otros poetas actuales a los que confiesa sentirse próximo, como el ya citado Roger Wolfe) es la suma de elementos «antirretóricos», la suma de —digámoslo así— renuncias a elementos estilísticos al uso. Si el último Antonio Machado, tal y como veíamos más arriba, creía estar lejos —y de hecho lo estaba— de la  retórica tradicional de su tiempo, todavía siguió escribiendo haciendo uso de la métrica, de la rima, del símbolo; si el Dámaso Alonso de Hijos de la ira se daba al versolibrismo e introducía en sus poemas elementos «antipoéticos», todavía conservaba el tono declamatorio y solemne; si los poetas del 50 creían escribir en la lengua viva, todavía estaban muy lejos de conseguir que sus poemas sonaran como posibles discursos reales; si los poetas de la experiencia —entre los cuales la crítica cuenta al propio Iribarren— cultivan una poesía«escrita con cierto sentido común, sin excesivas extravagancias en el lenguaje»[27], todavía conservan algunas extravagancias y consideran un rasgo esencial en su obra la métrica tradicional. Lo que hace única la obra de Iribarren es su radicalidad en el despojamiento, su falta de concesiones y su valentía para enfrentarse al poema sin ninguna de las viejas herramientas, teniendo que forjarse nuevas.

Es lógico, pues, que de esta actitud suya se desprenda que su obra no suene a poesía. Y eso es precisamente lo que Iribarren busca, que sus poemas no suenen a poesía, pero que lo sean. Hay un poema del escritor mejicano José Emilio Pacheco titulado «Disertación sobre la consonancia» que resulta bastante aclaratorio a este respecto:

 

Aunque a veces parezca por la sonoridad del castellano

que todavía los versos andan de acuerdo con la métrica,

aunque parta de ella y la atesore y la saquee,

lo mejor que se ha escrito en el medio siglo último

poco tiene en común con «La Poesía», llamada así

por académicos y preceptistas de otro tiempo.

Entonces debe plantearse a la asamblea una redefinición

que amplíe los límites (si aún existen límites);

algún vocablo menos frecuentado por el invencible desafío de los clásicos.

Un nombre, cualquier término (se aceptan sugerencias)

que evite las sorpresas y cóleras de quienes

—tan razonablemente— leen un poema y dicen:

«Esto ya no es poesía»[28].

 

Antes de pasar al análisis propiamente dicho, valgan las siguientes palabras de Jordi Gracia —escritas pensando no en un autor, sino en el conjunto de los actuales poetas realistas— para arrojar luz sobre la posible pregunta «¿y a qué se debe esta actitud?»:

 

La poética de la poesía realista rechaza la altisonancia de las palabras y merodea en lo cotidiano porque ha rebajado ex profeso las medidas de su horizonte de ambición, porque se siente demasiado cansada quizá de las quimeras que iluminaron itinerarios muy costosos, ilusos. Y rechaza toda posible complicidad con su lenguaje y con sus temas. La democracia y la libertad han sido, también en la poesía, formas de disolver la ambición visionaria del escritor o la fantasía de un absoluto material en tierra, a pie de obra. Los planos que levanta esta poesía quizá carecen de la fascinación del enigma y de la magia, o de la entrega plena al ideal, pero recorren emociones y experiencias que identifican los resortes secretos y las emociones de los lectores[29].

 

Pasemos, pues, a revisar los distintos niveles de expresión con el fin de intentar descubrir esa otra retórica.

Debido a la antedicha sobriedad antirretórica, es lógico que no destaquen los recursos formales de tipo gráfico o fónico con valor expresivo, salvo, claro está, los componentes métricos, los cuales —como veremos más adelante— existen, a pesar de lo que pueda parecer tras una primera lectura.

Con todo, la disposición del espacio resulta expresiva —es decir, cumple una función— cuando Iribarren sangra los versos, recurso frecuente en él. Puede ocurrir al comienzo de estrofa —y por tanto también de oración— o en cualquier otro verso. Veamos algún ejemplo de cada tipo y también sus diferentes valores expresivos. En «Seguro que esta historia te suena» encontramos un buen ejemplo del primer tipo.

 

Al fondo de la barra

una mujer; una

mujer en principio

como tantas: que fuma,

bebe, ríe, charla, y se echa

la melena para atrás;

ya digo, como tantas.

 

                                      Hasta que su

mirada se cruza acaso

con la tuya

—o a ti te lo parece—,

y por un breve

instante

el tiempo se detiene [...] (pp. 44-45)

 

Este enorme sangrado divide en dos diferentes estrofas un mismo verso, de lo que surge un claro efecto rítmico, y da fluidez, resta aspereza, suaviza la pausa estrófica.

Por otra parte, se consigue que el encabalgamiento violentísimo «Hasta que su / mirada [...]» cobre una expresividad que no tendría en caso de estar dispuesto sin el sangrado. La lectura se hace como si la primera parte fuese simplemente el final de un renglón en prosa, ganando con ello fluidez, pero conservando la pausa (es cierto que muy breve) que proporciona la disposición visual. Este recurso gráfico, pues, conserva los cortes a la vez que aporta agilidad, movimiento, ya que nos obliga a acelerar la lectura justo en el momento en que nos topamos con el punto y aparte, el cambio de estrofa.

Un buen ejemplo del segundo tipo de sangrado, el que se da en versos que no son el primero de estrofa es «Acaso hace falta algo más»:

 

La oigo subir por la escalera,

es ella, pienso,

estoy seguro,

sólo ella es capaz

de sacarle música

al cemento,

ya está aquí,

abro la puerta, la ayudo

con las bolsas:

pan, jamón,

cerveza, café, queso...,

comemos

y nos reímos un rato

del mundo [...] (p. 97)

 

Aquí los sangrados agrupan visualmente —sin los cortes de nuevas estrofas— elementos, confiriéndoles con ello cierta condición de conjuntos diferenciados entre sí. En primer lugar hay una serie de acciones rápidas en primera o tercera persona del singular: «ya está aquí, / abro la puerta, la ayudo / con las bolsas»; en segundo lugar una serie de sustantivos: «pan, jamón, / cerveza, café, queso...»; y por fin dos nuevos verbos, esta vez en primera persona del plural: «comemos / y nos reímos un rato / del mundo.»

Todos y cada uno de los recursos métricos de este tipo de poesía —en la medida en que puedan seguir llamándose así: «métricos»— tienen como fin plasmar «la música de la conversación», como dijo Eliot; de hecho, muchos de estos poemas parecen fragmentos (escogidos) de conversación. Lo que nos interesa de estos fenómenos desde una perspectiva literaria no son sus valores meramente acústicos o lingüísticos, sino su expresividad y rendimiento estéticos. Vamos a intentar mostrar que este tipo de versificación, en contra de lo que pueda parecer, no es ni descuidada ni arbitraria.

Lo primero que hay que decir es que —como ya ha ocurrido cada vez que un autor o grupo de autores crean nuevas formas o rompen las que ya había— no hay cuadros previos de una preceptiva con los que coincida este tipo de poema. Francisco López Estrada se topa con este problema en Métrica española del siglo XX al enfrentarse a los nuevos ritmos surgidos durante las vanguardias y la posguerra. Allí afirma que «el poema no cuenta como una sucesión de versos perfectos, de rimas logradas, de estrofas pulidas, sino que extrae de sí mismo, de la fuerza interior, desarrollada por los elementos que integran el conjunto, la ley de cohesión rítmica como manifestación creadora[30]»; lo cual puede suscribirse al hablar de la poesía de Iribarren. O también: «El poeta se tapa con cera los oídos para no caer en el engaño de las sirenas del ritmo antiguo, y en donde estima que éstas no se oyen, establece el que cree ritmo nuevo sobre la línea inevitable del habla»[31].

En cuanto al desajuste entre el tipo de poesía que se estudia y la preceptiva disponible, López Estrada intenta subsanar el problema creando nuevos términos para los nuevos fenómenos. El más importante de ellos es la «línea poética»: «La base de esta nueva métrica, por tanto, es un sintagma de índole poética, cortado en unidades que adoptan una disposición de líneas desde el punto de vista tipográfico. La línea impresa es así lo que el verso en la métrica anterior, y propongo el nombre de línea poética para este uso si se quiere dejar el de verso para las modalidades precedentes»[32]. Miguel García-Posada[33] ya ha hecho uso de este término refiriéndose a la obra de Iribarren, y nosotros también lo vamos a hacer aquí.

Amado Alonso plantea, en su estudio sobre Neruda, la especial entidad de estas unidades: «lo que aquí nos atrae es la constitución rítmica de sus versos libres, pues, aunque libres, no son, por lo general, prosa dividida caprichosamente en líneas cortas y largas. Los poetas mismos los llaman versículos, señalando con eso que, si bien no tienen estructura de verso, valen como sendas unidades rítmicas»[34]. Al igual que en el caso de cualquier otro poeta que haya logrado escapar de la mecánica del verso tradicional, la versificación de Iribarren tiene su propia lógica; en ella no todo es libertad, al igual que en el verso clásico no todo es ley. Por eso —al ocuparnos de ella— podemos señalar tendencias, pero no reglas. La versificación de Iribarren se despoja de casi todos los apoyos rítmicos tradicionales, pero algo queda en ella que hace de cada poema una unidad rítmica. La línea poética por sí sola no es la unidad rítmica aislada que pretende ser el verso clásico, sino que forma parte de la unidad mayor que es el poema. Cada línea suena antes y después de otras líneas con las que conforma su cadencia y ritmo. En este sentido se puede comparar con la prosa, que tiene un ritmo condicionado por la sintaxis: el párrafo entero es una unidad rítmica, dividida en varios movimientos rítmicos correspondientes cada uno con una unidad sintáctica. Cabe decir, pues, que para analizar el ritmo en la poesía de Iribarren hay que atender al poema en su conjunto, al servicio del cual están todos los elementos que lo componen. Es difícil encontrar un verso (una línea) en la obra de Iribarren que tenga valor en sí, que se pueda citar. En el caso de Iribarren, la cita tendría que ser todo el poema.

Iribarren, como cualquier versolibrista, devuelve el ritmo a sujeciones prosísticas (es decir, basadas en la sintaxis), intentando escapar de la mecanización del ritmo métrico. Pero el ritmo poético libre no es sin más el de la prosa, aunque parta de él. Se persigue así acercar el discurso al habla, aproximar el hallazgo poético al lenguaje conversacional. No se trata de echar mano de ciertos recursos coloquiales —como han hecho otros poetas— sino de escribir poemas que parezcan extractos de conversaciones reales, fragmentos verosímiles de habla.

Volvamos, pues, a la idea de línea poética de López Estrada con el fin de intentar penetrar en el meollo de la versificación de Iribarren. «La línea no es ni la medida limitada del verso, que así se señala en la impresión tipográfica, ni tampoco la continuidad del renglón de la página en prosa»[35]. Dispongamos aquí un poema en forma de prosa y a continuación tal y como fue escrito. «Cuando es tarde o demasiado pronto y además para qué»:

 

Lleva un rato despierto, tirado entre las mantas, con la tele sin voz. Al fin, como quien da a la llave de contacto, enciende un cigarrillo. Se levanta. Mira por el cristal: una pareja acelerando el paso ante lo que parece un inminente chaparrón. Aquí y allá van encendiéndose las luces. En el reloj de su muñeca son las seis. Vuelve a tumbarse. Fuma. Enreda en el dial.

 

Lleva un rato

despierto,

tirado

entre las mantas,

con la tele

sin voz.

Al fin,

como quien da

a la llave

de contacto,

enciende

un cigarrillo.

Se levanta. Mira

por el cristal:

una pareja

acelerando el paso

ante lo que parece

un inminente

chaparrón.

Aquí y allá

van encendiéndose

las luces.

En el reloj

de su muñeca

son las seis.

Vuelve a tumbarse.

Fuma. Enreda

en el dial. (pp. 95-96)

 

No hacen falta muchas explicaciones: es indudable que, dispuestas en líneas poéticas, estas palabras cobran un misterioso temple que en prosa no tienen; de algún modo se amansan, se espacian —pero sin dejar de fluir—, haciéndose por ello más intensas, más presentes; se llenan de un misterioso ritmo y de una serie de sonoridades suaves y lejanas. Algo hay que confiere la categoría de poético a aquello que a simple vista parece simple prosa en columna.

Lo primero que salta a la vista son las numerosas líneas oxítonas. Nueve de veintiocho. Casi un tercio. Además, cuatro de ellas coinciden con finales de oración y una con el final del poema. Esta tendencia hacia el final en aguda se da en numerosos poemas de Iribarren; con ello se produce —además de alejar el ritmo de las sonoridades declaradamente poéticas— una sensación de aumento temporal y el ritmo se vuelve más incisivo y también cíclico, como el de una respiración honda (pero a la vez ágil y regular). Se acostumbra el oído del lector a este «sistema» con los dos primeros finales en aguda («voz», «fin») y a partir de entonces espera, prevé los siguientes, adecuando a ellos el ir y venir de los vaivenes rítmicos. En el caso de la línea final, cabe decir que el poeta (aquí y en todos los demás poemas en que se da) pretende no dejar ningún cabo suelto, como si no hubiera nada más que lo que las palabras dicen, ningún suspense o prolongación tras el punto y final.

Dispongamos el poema ahora de esta otra manera con el fin de intentar desentrañar mejor qué es eso que dota a unas palabras tan parcas y desnudas de una tenue gracia lírica:

 

Lleva un rato / despierto, /                (7)

tirado / entre las mantas, /                (7)

con la tele / sin voz. /                       (7)

 

Al fin, / como quien da /                   (7)

a la llave / de contacto,  /                 (8)

enciende / un cigarrillo.   /                 (7)

 

Se levanta. Mira /                              (6)

por el cristal: /                                  (5)

 

una pareja / acelerando el paso /       (11)

ante lo que parece /                          (7)

un inminente / chaparrón./                (9)

 

Aquí y allá /                                      (5)

van encendiéndose /                         (5)

las luces. /                                        (3)

En el reloj /                                      (5)

de su muñeca /                                 (5)

son las seis. /                                   (4)

 

Vuelve a tumbarse. /                         (5)

Fuma. Enreda /                                 (5)

en el dial. /                                       (5)

 

Las negritas señalan los finales de verso en aguda. Las divisiones estróficas no están marcadas en el poema, pero creo que es claro que los versos (líneas) oxítonos al final de oración hacen las veces de pausa estrófica. Los números entre paréntesis señalan la longitud de verso y las barras el lugar en que están partidos en la versión real. Vemos que en la primera mitad del poema casi todos los versos son heptasílabos partidos; que hacia la mitad tienden a alargase, encontrándonos con un eneasílabo y un endecasílabo, partidos igualmente; y que en la segunda mitad abundan los pentasílabos. Se cortan los versos con el fin de que causen un efecto rítmico y visual más acorde con la intención del autor. En tres ocasiones el especial efecto rítmico que transmiten se debe a que el verso es escindido exactamente allí donde se da sinalefa («tirado / entre las mantas», «enciende / un cigarrillo», «una pareja / acelerando el paso»); de manera que, al pasar a formar parte de distintos versos los componentes de las sinalefas, lo que aparece es una sinafía que hace que las pausas versales pierdan fuerza. La lectura se convierte en un juego de constantes tensiones y distensiones, en un ágil vaivén de aceleraciones y ralentíes, en una suerte de elástico jadeo que no llega nunca a perder del todo el aliento. La ralentización de la cadencia conseguida mediante la sucesión de versos muy cortos que se leen sin llegar a hacer las pausas versales propiamente dichas, pero al mismo tiempo sin perder su autonomía, les da a las estrofas un tempo pausado y a la vez fluido, entrecortado pero regular, como si se tratase de la inhalación y exhalación de la respiración del hombre que protagoniza el poema.

Comprobamos que en el caso de estas líneas tan breves (y es esta la línea dominante en toda la obra de Iribarren), la disposición obedece a una presentación visual, y que la unidad rítmica es un cúmulo de varias de ellas. Esta poesía no puede medirse con las cifras del verso, porque su ritmo es elástico y visual.

La unidad rítmica definitoria de esta poesía se halla en la frase, el grupo fónico, como ya señalara López Estrada hablando de otros poetas.

 

El grupo fónico reúne, en efecto, un número de sílabas, una distribución de acentos, y de su alineación resultan los pies métricos, pero también es fundamental considerar otra condición inherente al mismo: la armónica, de carácter melódico, que se establece por medio de la entonación en el curso de una intención expresiva; el juego de los grupos rítmico-semánticos en la constitución de las unidades melódicas de la lengua, que existe en cualquier manifestación del habla, se convierte en este caso en el elemento básico para determinar el ritmo poético de la poesía nueva[36].

 

Ya hemos dicho que todos los elementos «métricos» en la versificación de Iribarren están al servicio de un ritmo propio del lenguaje vivo; no sorprende, por tanto, que esa versificación se cimiente en el control de los elementos clave de todo acto de habla, y no en los utensilios de la métrica clásica. Iribarren, como hemos dicho, pretende que sus poemas no suenen a tales, y por tanto los compone basándose fundamentalmente en la línea de apoyos psicológico-semánticos, que toma entidad rítmica en los grupos fónicos que se suceden; los cuales poseen ya de por sí un sentido rítmico, de carácter melódico por la entonación.

Iribarren saca un enorme partido rítmico de la escisión de sirremas. Conocedor del distinto grado de cohesión gramatical y entonativa de los diversos elementos —y en contra de lo que la preceptiva aconseja—, parte conscientemente el verso en los lugares de mayor violencia con la intención de desajustar la cadencia, pero a la vez proporcionando otra. Veamos un ejemplo, «París»:

 

Acababan de darnos el palo                                 

en la estación. Tu cara era                                   

un poema. Tenía que levantarte                           

el ánimo como fuera. Tenía                                 

que arriesgarme, y me arriesgué.                          5

«Bueno, corazón —te dije,                                  

mirándote a los ojos—, aquí                                

estamos, entre la torre Eiffel                                

y el metro, con lo puesto y un                             

paquete de Camel; pero eso sí:                                     10

siempre nos quedará París».                                

Y, contra todo pronóstico,                                            

funcionó. No sé cómo, empezaste                       

a reírte. Y yo me reí también.                              

Y así, tontos perdidos —y nunca                           15

mejor dicho—, nos lanzamos                              

a la caza de un gendarme. (p. 104)                              

 

El poema parece estar construido con una sarta de cortes de verso indiscriminados, una retahíla de encabalgamientos en columna, cuando en realidad sólo dos lo son (versos 3-4 y 8-9): el resto son sinafías que hacen que el ritmo fluya y zigzaguee a un mismo tiempo, como ocurría en «Cuando es tarde o demasiado pronto y además para qué». Cuando la pausa sintáctica coincide con la pausa final de cada verso, se refuerzan recíprocamente y cada sintagma se aísla y forma como una pequeña parcela con su breve cerco de silencio. En cambio aquí el corte de sintagmas es salvaje: se separan determinantes de sus sustantivos («un / paquete de Camel»), atributos de sus cópulas («tu cara era / un poema»), componentes de frases hechas («y nunca / mejor dicho») o preposiciones de los verbos que las rigen («empezaste / a reírte»). En este poema el encabalgamiento sintáctico y la sinafía suponen rítmicamente un paso apresurado y entrecortado de sintagma a sintagma, por lo que la pausa sintáctica no queda reforzada por la pausa métrica, y a la vez requiere una elocución más urgida de la parte anticipada; mientras que, por su parte, la pausa rítmica final de verso, al carecer en absoluto de valor sintáctico, no es ya tanto una pausa cuanto una suspensión.

Iribarren abusa tanto de la sinafía como del encabalgamiento, sabedor de que eso acerca el ritmo a la prosa —y lo aleja por tanto de la sonoridad poética acostumbrada— pero, a la vez, consiguiendo que las líneas, que los poemas enteros, suenen a otra cosa; o, mejor dicho, que suenen a lo que rara vez suenan: a verdadero lenguaje coloquial. Por supuesto esto no es un rasgo único en él; son muchos los poetas que han utilizado coloquialismos en su obra (aunque quizá no en tanta cantidad); lo que sí diferencia a Iribarren de esos otros poetas es que, mientras aquellos por lo general se aferran en sus composiciones a la métrica clásica, tal vez para compensarlas por el uso del lenguaje coloquial (y evitar así que la desvinculación respecto a la idea oficial de poema no sea total), él hace un uso casi exclusivo del lenguaje coloquial y a la vez desecha el uso sistemático de cualquier tipo de métrica conocida. El riesgo de afrontar la escritura del poema desde una postura así es, por supuesto, arriesgadísima, y más renunciando también a todo irracionalismo (el irracionalismo poético, en cambio, casi siempre va de la mano del versolibrismo); por lo que no es de extrañar que los poemas menos logrados de Iribarren sean diana fácil para los dardos reprobatorios.

Otro aspecto que hay que señalar respecto al uso del encabalgamiento es el hecho de que las más de las veces aparezca en los poemas o partes de poemas de carácter más descriptivo, dotándolos así de la ya mencionada agilidad y también restándoles adustez y aplomo.

Un tipo de encabalgamiento frecuente es el que corta expresiones hechas (ya hemos dado un ejemplo antes: «y nunca / mejor dicho»). Según Ángel L. Luzán «constituye una técnica poderosa para “deslexicalizar” una imagen tópica, gastada»[37]. Además Iribarren casi siempre aplica este recurso con incisos acotados entre barras largas. Algunos ejemplos son: «como sucede / casi siempre» (p. 45), «dígase / lo que se diga» (p. 30), «por mucho que digamos / lo contrario» (p. 57) y «y sin venir / a cuento» (p. 65). ¿Y por qué Iribarren hace un uso sistemático de este tipo de giros del idioma que no suelen tener cabida en la poesía? Porque los giros idiomáticos son prosísticos y por tanto entibian, restan solemnidad y altisonancia; porque denotan una actitud íntima de diálogo llano con el lector, gestos propios del trato social, que es lo más opuesto a la soledad radical de la creación lírica. Y aquí llegamos a otro rasgo característico de la poesía de Iribarren: a pesar del tono suavemente elegíaco de sus poemas, la voz que los pronuncia nunca parece sola; se trata de una voz que nunca habla para sí, siempre con la mirada puesta en «el lugar del otro», que no se da al ensimismamiento, pero que tampoco habla para muchos a la vez; es más bien una comunicación de tú a tú. De ahí la falta de elocuencia o altisonancia. Otro elemento que ejemplifica esto es la carencia de interrogaciones o exclamaciones en la obra, que es lo característico en poemas de tono bajo en los que se busca dar la impresión de monotonía e intimidad, de susurro, de voz baja.

Veamos ahora el poema «Vidas» con el fin de descubrir más elementos importantes:

 

Esta tarde, en el bar,                                  (7)

me has preguntado                                    (5)

que en qué estaba pensando;                     (7)

yo te he dicho que en nada,                        (7)

pero no era verdad.                                    (7)

                                                       

Pensaba                                                     (3)

en alguien que acababa de salir,                  (11)

un tipo solitario, triste, gris,                         (11)

como hay cientos en cualquier ciudad;        (11)

lo veía cenando unas horas después           (14)

en el típico bar desangelado de barrio,        (11 + 3)

bajo una luz enfermiza, hojeando               (11)

quién sabe qué periódicos de ayer.              (11)

 

,                                                              (2)

estaba pensando en su vida,                       (9)

porque podía haber sido la mía.                   (11)

 

Y estaba pensando en ti.                             (8) (p.114)

 

Comprobamos que este poema está más cerca de la métrica tradicional que los ejemplos anteriores. Abundan los heptasílabos al principio y los endecasílabos en la segunda parte; también hay algún alejandrino, un eneasílabo y un pentasílabo. Sólo el verso final (si no contamos los versos sangrados) no se ajusta al esquema. Sólo hay un encabalgamiento, entre los versos seis y siete, que también podría considerarse una sinafía, lo cual convertiría esos dos versos en un alejandrino partido. Apenas hay pausas internas, y eso ocurre rara vez en esta poesía cuando los versos no son muy breves. El poema está plagado de rimas asonantes y de rimas en aguda (éstas, como ya se comentó antes, dominan los finales de estrofa y de poema no sólo de este ejemplo sino de la obra) dispuestas sin ninguna estructura fija. Todos estos elementos, combinados, hacen que el tono sea reflexivo (pero se captura el pensar mismo, y no los pensamientos), claro, lento, y que a diferencia de los ejemplos anteriores el poema se lea con cierta pesadez, pausadamente y sin vaivenes bruscos.

Hablemos ahora del léxico, elemento importantísimo a la hora de configurar el tono. El léxico de una obra «expresa su universo, la visión del mundo que despliega, y por tanto tiene una dimensión ideológica[38]». Es clara la pertinencia estilística de la selección léxica efectuada por Iribarren, que pretende a toda costa construir su obra con el lenguaje coloquial. Por lo tanto, diacrónicamente poco hay que decir, puesto que tanto arcaísmos como neologismos no entran dentro de lo conversacional. Diatópicamente tampoco encontramos ejemplos, ya que se persigue el lenguaje común, y no lo particular; de ahí la ausencia de barbarismos o dialectalismos. Y diastráticamente otro tanto de lo mismo, ya que tanto cultismos como vulgarismos nos hablan de la procedencia social del hablante, y los poemas de Iribarren están escritos en el lenguaje de todos, en el castellano estándar social, y no en el de una clase. Se trata de un castellano correcto, sencillo, medio, conversacional y algo neutro; comparable tal vez con el castellano de la novela negra traducida, de la que Iribarren ha leído grandes cantidades. Es cierto que en algunos poemas nos encontramos con vocablos pertenecientes al argot, pero son pocos y además están justificados por el marco espacial o por la presencia de algún personaje que los requiere para resultar verosímil.

Por otra parte, si la obra de Iribarren se apoya en el lenguaje coloquial y nunca olvida la economía verbal, es lógico que en ella dominen los verbos y sustantivos frente a los adjetivos (de hecho no es difícil encontrar poemas sin uno solo[39]). Iribarren parece estar de acuerdo con Ángel González en que «todo lo que no sea llamar a las cosas por su nombre es, en cierta medida, falsearlas»[40], y adjetivar es siempre un añadido que no se ajusta a esta opinión. Además está la fortísima tendencia a la brevedad, la tajante economía verbal: Iribarren nunca dice las cosas con dos palabras si puede decirlas con una. De ahí su adjetivación escasa y de ahí también los pocos adverbios y en cambio los muchos verbos en gerundio, ya que estos tienen parte de adverbio pero no pierden del todo su condición verbal. Cuando nos encontramos con adjetivos se trata poco menos que de adjetivos imprescindibles, obligados (y con los adverbios ocurre otro tanto de lo mismo) y saltan a la vista, están cargados de significado, se expanden, cumplen una función de peso. Veamos el caso de «Raro amor», en el que sólo aparecen tres adjetivos: uno es irrelevante («últimos meses»), en cambio sin los otros dos —que están precisamente en el último verso— el poema se quedaría sin clímax.

 

Suena el teléfono de pronto

y tú desapareces. Más tarde,

mientras fumo un cigarro

o leo una novela, vuelves.

Y te vas otra vez porque

ha llegado alguien. Así vivimos

estos últimos meses. Así

sufrimos. Siempre conmigo

tú, contigo yo, siempre

escondidos. Unidos sólo

por este raro amor impronunciable. (p. 68)

 

Encontramos en la obra de Iribarren varias asociaciones semánticas que permiten agrupar gran número de palabras en determinados campos. Los dos campos de mayor importancia vienen ya anunciados en los títulos de sus poemarios: uno es el campo semántico «lo urbano»; y el otro podríamos llamarlo «hostelería». Al primero pertenecen palabras clave y repetidas tales como ‘ciudad’, ‘semáforo’, ‘taxi’, ‘autobús’, ‘portal’, ‘semáforo’, ‘autopista’, ‘hotel’, ‘tren’, ‘moto’, ‘papelera’, ‘túnel’ o ‘coche’; el segundo campo es más amplio: ‘bar’, ‘cigarrillo’, ‘fumar’, ‘cliente’, ‘borracho’, ‘camarero’, ‘servir’, ‘cobrar’, ‘carajillo’, ‘cerveza’, ‘barra’, ‘resaca’, ‘botellero’, ‘coñac’, ‘café’, ‘chapa’, ‘vino’, ‘té’, ‘leche’, ‘vaso’, etc. De estos dos campos semánticos podemos señalar dos palabras-tema o palabras-clave, repetidas hasta la extenuación, títulos de poemas y de poemarios, y casi únicos marcos espaciales de toda la obra de Iribarren: ‘bar’ y ‘ciudad’.

La sobriedad en el uso de tropos o figuras de tipo léxico-semántico llega al extremo de prescindir prácticamente por completo de la figuración metafórica, piedra angular de la lírica. Esta poesía pretende ser puramente enunciativa, denotativa; su contenido aparece expresado de la forma más antirretóricamente directa y referencial, quedando en ella poco lugar para los equívocos. En consecuencia, la figuración léxico-semántica del poema se caracteriza por su fácil decodificación, siempre fundamentada en criterios de relación lógica y racional. En estos poemas se nos cuentan pequeñas historias cotidianas, se esbozan «paisajes con figura», se describen irrelevantes escenas urbanas o domésticas, y todo ello «tal cual», «sin más», sin ambigüedades, sin pretensiones de expresar lo inefable (ya hemos dicho que Iribarren dice exactamente lo que quiere decir, y en eso ni más ni menos consiste el equilibrio, el ensamblaje perfecto entre una forma y un contenido determinados), pero con todo conservando, introduciendo siempre sabia y misteriosamente, un toque de magia. Se trata de un tipo de poesía dosificada, frugal, honestamente menor, humilde, precisa y en la que la llamada inspiración es siempre concreta, como un golpe seco: una gota, y no un chorro. Y de esa gota, en torno a ella, se construye el poema[41].

La gran mayoría de estos poemas están escritos en primera persona del singular, como corresponde a un tono confesional. Pero a diferencia de lo que suele ocurrir en tales casos (donde la primera persona tiende a ensimismarse), y siendo como es ésta una poesía esencialmente amorosa, el ‘yo’, el emisor, casi siempre le habla a un ‘tú’ femenino y presente, ya sea explícita («Vida», «Raro amor») ya implícitamente («Me enternecen sobre manera», «La condición urbana»). Cuando el receptor es implícito sólo sabemos que se trata de alguien cómplice, de alguien cercano; y quizá sea esa cercanía uno de los rasgos más marcados de la voz de Iribarren, ese «dejar entrar al lector»[42], como dice Roger Wolfe. En ocasiones ese ‘yo’ pasa a hablar directamente en plural, asimilando el ‘tú’ o uniéndose a él mediante el ‘nosotros’ («Lo peor, lo más triste»); en otras ocasiones el receptor explícito empieza siendo ‘ella’ y luego se transforma en ‘nosotros’ («Acaso hace falta algo más»); a veces el ‘nosotros’ reina de principio a fin («París»); y a veces el poema parte del ‘nosotros’ y termina escindiéndose en el ‘yo’ y el ‘tú’ («La fecha»).

También hay poemas escritos en segunda persona del singular. Puede tratarse de un falso ‘tú’, es decir, un ‘tú’ que en realidad es ‘yo’, y que por una parte posibilita la conversación con uno mismo («La noche») y por otra universaliza lo que el poema cuenta, consiguiendo así que el lector lo lea como algo propio («Señor», «Seguro que esta historia te suena»). También puede tratarse de un ‘tú’ real y casi siempre concreto, que por lo general es increpado por el autor. Todavía no hemos trascrito aquí ningún poema que se adscriba a este modelo, así que valga como ejemplo «Aquí huele a sangre» (nótese que al final del poema se asoma la primera persona con un «me»):

 

Lo peor de todo

es lo gracioso que te crees

y lo baboso que te pones.

Tus chistes rancios

y tus bravuconadas

de billar

hace lustros que dejaron

de interesarle a nadie

lo más mínimo,

pero tú vuelves a la carga.

 

En fin, como dice

el refrán: mientras

hay vida hay esperanza.

 

Pero, qué quieres

que te diga, chaval:

lo tuyo me huele fatal. (p. 111)

 

Los poemas en tercera persona son menos numerosos, más narrativos y por lo general están escritos en versos muy cortos, a modo de relatos en columna («El protocolo del cinismo», «Cuando es tarde o demasiado pronto y además para qué»).

Veamos ahora cuáles son los marcos pragmáticos contextuales. Primeramente destacar el paisaje y la imaginería urbanos: esta poesía está llena de coches, taxis, autobuses, semáforos. Pero destaca sobremanera la importancia del bar como lugar en que se desarrolla la acción: esté señalado en el texto o no, el espacio habitual del poema es casi siempre un bar. De hecho, el tono confesional —pero que no llega al intimismo solitario— es el de dos personas, una que cuenta y otra que escucha (una pareja o dos amigos o conocidos), que comparten la barra de un bar. Pero hay otros espacios, además del casi omnipresente bar, como pueden ser un automóvil, un piso, una cama o las propias calles de la ciudad. Y en lo que a los marcos temporales se refiere, los datos explícitos son más escasos, pero cuando los hay nos remiten siempre a la noche. El título de la primera entrega de Iribarren, Bares y noches, auguraba ya el espacio y el tiempo dominantes de toda su obra posterior.

El sujeto poético es un trasunto muy cercano al autor, un hombre de edad indefinida, ni joven ya ni todavía mayor, casado y con una hija, escéptico, tal vez un poco pesimista, con sentido del humor, observador, a veces tierno y a veces duro, y que se tiene a sí mismo por un perdedor. Para García-Posada se trata de alguien «desgarrado, doliente o, mejor, cabreado, que está un poco o un bastante de vuelta de todo»[43]. Ese sujeto poético cumple con frecuencia funciones de camarero (recordemos que un poemario suyo se titula precisamente Desde el fondo de la barra) que observa a la clientela o habla con ella (y entonces aparecen otros personajes: borrachos, mujeres jóvenes); o a veces se sitúa al otro lado, cliente él mismo, e igualmente observa a los demás (ancianos, niños, camareros, ejecutivos); y en ocasiones simplemente deambula por la ciudad y se topa con los protagonistas de esas escenas que hemos llamado más arriba de «épica cotidiana» (mujeres mayores, mendigos, jóvenes airados).

 

Final

 

Los poemarios de Iribarren carecen de estructura propiamente dicha o son meras yuxtaposiciones de poemas en un orden más o menos aleatorio. Pero si la disposición de los poemas no responde a ningún esquema premeditado u organizado, la relación entre ellos es estrecha, ya que tienen en común numerosas semejanzas de todo tipo, desde los escasos marcos espacio-temporales, los temas y los personajes, hasta los puntos de vista, el tono y el protagonista. Estos elementos hacen que todos los poemas sean equidistantes entre sí y que sus libros ofrezcan una estructura sin bordado o detalle alguno, una estructura «de red» en la que los nudos e hilos repiten un solo dibujo desde principio a fin. Como ya ha sido señalado por Roger Wolfe y por J. M. Barrena, son libros escritos como «un diario a la intemperie»[44], como un «cuaderno de bitácora»[45], en los que sencillamente se va anotando cada cierto tiempo lo que ocurre, y en los que la cohesión viene fundamentalmente dada por el sujeto que anota.

En cuanto a la estructura de los propios poemas cabe destacar varias características genéricas. La estructura de los poemas es marcadamente narrativa, de ahí su rigidez, propia de todo esquema ilativo.

La importancia de los títulos: pueden ser versos «generadores», ya estén al principio del poema o no, o puede que se liguen más con él y se conviertan en parte del todo (en muchos casos el título es el comienzo del poema). En general más que el contenido del título importa la intención con que el autor titula; es decir, en lugar de la función referencial o informativa del título, que serviría como índice identificador del poema, Iribarren prefiere su uso paródico e irónico. No hay mejor tarjeta de presentación para este autor que tirar por la borda cualquier posible lastre de altisonancia o inefabilidad al comienzo de cada poema.

Y otra característica son los cierres, en ocasiones anticlimáticos. García-Posada ha señalado ya su importancia:

 

Al renunciar a la brillantez de las imágenes y a la musicalidad del ritmo, esta poesía depende de los cierres, que por ruptura del sistema, generalmente, encierran el mensaje, o la chispa, o el asunto, como quiera decirse, que el poeta quiere transmitir[46].

 

Para terminar, señalar tan sólo la pertinencia y la razón de ser que ha tenido siempre y tiene todo tipo de poesía menor. Como tal, la obra de Iribarren representa una nueva poesía popular y urbana a la altura de los tiempos, más cerca del spot publicitario que de la canción, más cerca del cuento que del canto, un «realismo limpio»[47], un minimalismo amoroso, «una elegía seca —sin una lágrima— al modesto acordeón»[48].

Sirva como cierre un fragmento de Octavio Paz, escrito pensando en otros poetas, pero perfectamente aplicable a Iribarren:

 

Los poemas ya no son cantos a las cosmópolis pasadas o presentes, sino descripciones más bien amargas y reticentes de barrios de clase media [...]. Ironía y prosaísmo: la conquista de lo cotidiano maravilloso. [...] Estética de lo mínimo, lo cercano, lo familiar. El gran descubrimiento: los poderes secretos del lenguaje coloquial. [...] Hacer del poema una «ecuación psicológica», un monólogo sinuoso en el que la reflexión y el lirismo, el canto y la ironía, la prosa y el verso, se funden y separan, se contemplan y vuelven a fundirse. Ruptura de la canción: el poema como una confesión entrecortada, el canto interrumpido por silencios y lagunas. López Velarde lo dijo con lucidez: «el sistema poético se ha convertido en un sistema crítico». Habría que agregar: crítica e incandescencia, el lugar común transformado en imagen insólita[49].

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Obra de Karmelo C. Iribarren

 

Bares y noches, [plaquette], Ateneo Obrero de Gijón, 1993. 

La condición urbana, Sevilla, Renacimiento, 1995.

Serie B, Sevilla, Renacimiento, 1998.

Desde el fondo de la barra, Ribadesella, Línea de Fuego, 1999.

La ciudad (Antología 1985-2001), selección y nota previa de Vicente Tortajada, epílogo de Michel Gaztambide, Sevilla, Renacimiento, 2002.

 

Traducciones de la obra de Karmelo C. Iribarren

 

Euskera:

Gainontzekoa, kontuakdira, trad. Xavier Etxart, Donosti, Erein, 2000. [Prol. Harkaitz Cano. Antología de los tres libros primeros más 9 inéditos. El título del libro es la traducción del título del poema «Lo demás son historias», (La ciudad, p. 117).

 

Portugués:

Trad. José Colaco Barreiros, Canal, 4 (octubre 1998), pp. 30-31. [Poemas traducidos: «Más», que luego apareció en Desde el fondo de la barra con el título «Al límite», «El verano a los 40» y «Lo peor, lo más triste».]

 

Ruso:

Sovremennaya uspanskaya poèzia, San Petersburgo, Fundación Cervantes, 1997, pp. 152-174. [Veintiún poemas traducidos, todos ellos de La condición urbana: «Tocando fondo», «Esto no hay quien lo arregle», «Poetas», «Cuando es tarde o demasiado pronto y además para qué», «Lágrimas de mujer», «También puedes leerlo», «Poesía española años 80», «La condición urbana», «¡Claro!», «Entre dos coches», «Algo, lo que sea, pero ya», «El tricornio», «Pero no se puede», «Conviene no olvidarlo», «Vencido», «Breve variación sobre un tema de Miguel D´Ors», «No siempre llueve a nuestro gusto», «Algunas noches, el miedo», «Tarde, como siempre», «Y piensa» y «Ya pasará».

 

Reseñas y artículos sobre la obra de Karmelo C. Iribarren

 

Arozena, Idoia, «Karmelo C. Iribarrenen poesia urbanoa, euskaraz», Gara, suplemento Kultura (17 de junio de 2000), p. 72.

Benito, Jon, «Karmelo C. Iribarren, soberako hitzik es», Gara, suplemento Mugalari, (22 de julio de 2000), p. 6.

Berasaluze, Gari, «Barraren amaieratik», Gari, suplemento Mugalari (18 de septiembre de 1999), p. 6.

Berrio, Iñaki, «Versos de un camarero», El Diario Vasco, suplemento Devórame (23 de mayo de 1997), p. 12.

Castellano, Jesús R., «En el autobús fusilando a Karmelo C. Iribarren», Lunula, 10 (1995), p. 97.

Comendador, Luis Felipe, «La poesía necesaria», Ajoblanco, 94 (marzo de 1997), p. 70.

Eskisabel, Jon, «Iribarrenen poema antologia euskarutu du Ereinek», Egunkaria, suplemento Kultura (17 de junio de 2000), p. 47.

García-Posada, Miguel, «Voces de la ciudad», http://www.abc.es/cultural/semanal/fijas/libros/escaparate_010.asp.

Ibargutxi, Félix, «Karmelo C. Iribarrenen poesia “urbano eta dibertigarriaren” antologia plazaratu du», El Diario Vasco (17 de junio de 2000), p. 24.

Juaristi, Felipe, «Filosofía moderna», El Diario Vasco, suplemento Focus (2 de octubre de 1999), p. 20.

Karym, Darío, «La condición urbana», Ficciones, 6 (octubre de 1995), p. 7.

Otxoa, Julia, «Autores de nuestra época», Leer, 69 (diciembre-enero 1993-1994), pp. 60-61.

—, «Literaturas insumisas», Leer, 71 (primavera 1994), p. 78.

Urdanibia, Iñaki, «Yo haré el trabajo sucio», Egin, suplemento Igandegin (21 de junio de 1998), p. 31.

Urrutia, Karmele, «Los epigramas siguen vigentes», Egin, suplemento Igandegin (9 de julio de 1995), p. 14.

Villena, Luis Antonio de, «Realismo limpio», Teorías y poetas, panorama de una generación completa en la última poesía española, Valencia, Pre-Textos, 2000, pp. 185-186.

Wolfe, Roger, «Desesperante tragicomedia», El Mundo, suplemento La Esfera (22 de julio de 1995), p. 9.

 

 



[1] Karmelo C. Iribarren, Carta inédita, 20-IX-2002.

[2] Ibíd.

[3] Karmelo C. Iribarren, La ciudad, Sevilla, Renacimiento, 2002, pp. 89-90. A partir de ahora todas las citas de los poemas del autor  procederán de esta edición.

[4] «Me internaron en una especie de orfelinato, una cárcel para niños, un lugar infernal infestado de curas y monjas, y me hice hombre a base de golpes» (Karmelo C. Iribarren, Carta inédita, 20-IX-2002). El poema «Sobre el paraíso de la infancia» dice así: «Dicen que es el único / que existe, / y que una vez / que te expulsan, / se acabó. // No lo sé; pero / a mí me da lo mismo, / en cualquier caso: // en aquél no había más que cruces / y sotanas, / y nunca hacía sol» (La ciudad, p. 39).

[5]Jordi Gracia, Hijos de la razón. Contraluces de la libertad en las letras españolas de la democracia, Barcelona, Edhasa, 2001, p. 56.

[6]«He trabajado de vendedor, de albañil, de encuestador, en fin, de todo. Ahora llevo la friolera de 18 años detrás de un mostrador. Pero recuerdo que la primera vez que me puse detrás de una barra fue allá por el año 73, con trece años. Estuve cosa de un año sacándoles copas a los viejos en una especie de residencia de ancianos» (Karmelo C. Iribarren, Carta inédita, 20-IX-2002).

[7] Ibíd.

[8] Ibíd.

[9] En 1991 uno de sus hermanos muere de cáncer a los 33 años. «Lo tuve conmigo sus últimos meses de vida, y fue terrible, no creo que haya nada más terrible» (Karmelo C. Iribarren, Carta inédita, 20-IX-2002.). Posteriormente le dedicará  Serie B, su segundo libro.

[10] Esta falta de confianza le llevó en 1989 a la quema de toda la obra hasta entonces escrita. De aquella noche se salvaron un puñado de poemas de entre 1985 y 1986, incluidos después en sus publicaciones, que muestran que en aquel entonces la voz de Iribarren ya estaba formada, aunque puede que no del todo perfilada. Esos poemas son «Poeta» (p. 31), «Cumpleaños de amor» (p. 59), «La leve sombra» (p. 113), «La noche» (p. 128) y «Pueblo en la distancia» (p. 130).

[11] Para ver una relación exacta de su obra consúltese la bibliografía del final.

[12] «Ya ves, nada», p. 41.

[13] «Seguro que esta historia te suena», p. 44.

[14] «El protocolo del cinismo», p. 22 o «El principio del fin», p. 35.

[15] «Así, sí», p. 99.

[16]Otros poemas de amor son «Mejor así», p. 21, «Tú misma», p. 29 , «Compañeros de viaje», p. 37, «Gordas, tiernas» p. 46, «Una mujer», p. 54, «Eso era amor», p. 55, «Un poco justo», p. 56, «Ana», p. 57, «Jugando», p. 58, «Cumpleaños de amor», p. 59, «Vagón de fumadores», p. 64, «Lisboa», p. 65, «Es inútil buscarlo», p. 66, «Y así vamos tirando», p. 67, «Sinceridad», p 69, «Dos extraños», p. 71, «Entre dos coches», p. 75, «El amigo», p. 78, «La conciencia», p. 85, «La chica del té del Akerbeltz», p. 94, «Acaso hace falta más», p. 97, «Lo difícil», p. 110, «La leve sombra», p. 113, «Estas cosas siempre suceden de repente», p. 115, «Algunas noches, el miedo», p. 120, «Lágrimas de mujer...», p. 125.

[17] «Trágame tierra», p. 76, «La fecha»,  p. 83, «En vía muerta», p. 84, «¡Mientras dure el buen humor!», p. 106, «El verano  los 40», p. 121, «Exterior noche», p. 122, o «Piscina de verano», p. 123.

[18] «Los viejos camaradas», p. 79 o «Pobres diablos», p. 80.

[19] «Interpretación no exenta de optimismo», p. 61 o «Un simpático viejete», p. 72.

[20] «Ya pasará», p. 132.

[21] «Camarero», p. 30, «También esto es real», p. 34, «Sobre el paraíso de la infancia», p. 39, «Una mañana de invierno», p. 81, «Ya entonces», p. 86, «Tu padre se ha ido de viaje», p. 87 o «La edad de la inocencia», p 91.

[22] «Así es la vida, chico», p. 27, «La lista», p. 36, «Veneno», p. 47, «Las resacas», p. 62, «Los últimos vinosaurios», p 134.

[23] «Vencido», p. 28, «Supervivencia», p. 48, «La fórmula», p. 53, «A verlas pasar», p. 116, «Lo demás son historias», p 117.

[24] «La ciudad», p. 33, «Si no fuese por estos momentos, ¿eh?», p. 51, «La ciudad», p. 52, «Momentos que no tienen precio», p. 100, «Nada, un espejismo», p. 102, «París» p. 104 o «Vieja bajo la tormenta», p 119.

[25] Luis Antonio de Villena, «Realismo limpio», Teorías y poetas, panorama de una generación completa en la última poesía española, Valencia, Pre-Textos, 2000, pp. 185-186.

[26] «La función de la poesía», p.19, «También puedes leerlo», p. 20, «Poeta», p. 31 y «Para esto sirve la gloria», p. 135.

[27]Luis García Montero, Ínsula, 565 (enero de 1994), p. 24.

[28] José Emilio Pacheco, Gijón, Júcar, 1986, pp. 38-40.

[29]Jordi Gracia, Hijos de la razón. Contraluces de la libertad en las letras españolas de la democracia, Barcelona, Edhasa, 2001, p. 57.

[30]Francisco López Estrada, Métrica española del siglo XX, Madrid, Gredos, 1987, p. 18.

[31]Ibíd., p. 110.

[32]Ibíd., pp.119-120.

[33]Miguel, García-Posada, «Voces de la ciudad»,

 http://www.abc.es/cultural/semanal/fijas/libros/escaparate_010.asp.

[34]Amado Alonso, Poesía y estilo de Pablo Neruda, Madrid, Gredos, 1997, pp. 85-86.

[35] Francisco López Estrada, Métrica española del siglo XX, Madrid, Gredos, 1987, p. 120.

[36] Francisco López Estrada, Métrica española del siglo XX, Madrid, Gredos, 1987, p. 133.

[37] Ángel L. Luzán Atienza, Cómo se comenta un poema, Madrid, Síntesis, 1999, p. 25.

[38]Ángel L. Luján Atienza, Cómo se comenta un poema, Madrid, Síntesis, 1999, p. 102.

[39] He aquí algunos: «Sobre el paraíso de la infancia», p. 39, «La ciudad», p. 52, «Un poco justo», p. 56, «Sangre», p. 105, «Vieja bajo la tormenta», p. 119, «Exterior noche», p. 122, «Desde que tú te fuiste», p 133 o «Para esto sirve la gloria», p. 135.

[40]Ángel González, Antonio Machado, Alfaguara, Madrid 1999, p. 144.

[41] Michel Gaztambide describe bien en el epílogo a La ciudad el método habitual de composición mental y posterior redacción.

[42]Roger Wolfe, «Desesperante tragicomedia», El Mundo, suplemento La Esfera (22 de julio de 1995), p. 9.

[43]Miguel, García-Posada, «Voces de la ciudad»,

 http://www.abc.es/cultural/semanal/fijas/libros/escaparate_010.asp.

[44] J. M. Barrera, «Un diario a la intemperie», ABC, suplemento Cultural, (1998).

[45]Roger Wolfe, «Desesperante tragicomedia», El Mundo, suplemento La Esfera (22 de julio de 1995), p. 9.

[46]Miguel, García-Posada, «Voces de la ciudad»; referencia citada.

[47]Luis Antonio de Villena, «Realismo limpio», Teorías y poetas, panorama de una generación completa en la última poesía española, Valencia, Pre-Textos, 2000, p. 185.

[48] Vicente Tortajada, en el pról. a La ciudad, ed. citada, p. 15.

[49] Octavio Paz, Los hijos del limo, Barcelona, Seix Barral, 1990, p. 139.