REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


A sangre fría, TRUMAN CAPOTE

(Anagrama, Barcelona, 1991, 1ª ed. 1965)

 

 

        - ¿Te pones esto? – preguntó Perry, refiriéndose a la chaqueta.

         Dick golpeó el parabrisas con los nudillos.

         - Pam, pam. Perdone, señor. Estábamos cazando por aquí y nos hemos perdido. Si nos permite telefonear…

         - Sí, señor. Yo comprendo.

         - Coser y cantar – dijo Dick -. Estate tranquilo, rico, que quedarán pegados contra las “parés”.

         - Paredes – corrigió Perry.

         Maniático del diccionario, amante de las palabras difíciles, venía dedicándose a mejorar la gramática y aumentar el léxico de su compañero desde que les hicieron compartir la misma celda de la Penitenciaría del Estado de Kansas. Lejos de tomar a mal las lecciones, el alumno, para complacer al maestro, había compuesto una serie de poesías y si bien los versos eran francamente obscenos, Perry, que los encontró graciosísimos, había hecho encuadernar el manuscrito en el taller de la prisión y rotularlo en oro Chistes verdes.

(pág. 28)

 

 

 

         Alfred Stoecklein, que solía ser poco conversador, tenía en esta ocasión mucho que decir mientras les alcanzaba agua caliente y les ayudaba en la limpieza.

         - Sólo quisiera yo que no anduviesen todos que si patatín que si patatam, y que me dijeran cómo pasó y qué fue.

         Porque él y su mujer, que vivían a menos de cien metros de la casa de los Clutter, no habían oído “nada”, ni el más mínimo eco de un disparo, de las violencias que se cometieron.

         - El sheriff y todos esos que han andado por ahí husmeando, digo, y con lo de las huellas, esos sí que saben lo que ha pasao. Esos, sí. Que sí entienden, digo, que no pudimos oír. Por una cosa, por el viento. El viento del oeste que sopla todo para el otro lao. Y endemás, que entre esa casa y la nuestra, está el granero grande. Y que él chupó el alboroto antes de que llegara a la casa nuestra. ¿Y sabe usté lo que le digo? ¿Se da cuenta? Ese que lo hizo, que se sabía mu bien que, haiga lo que haiga, no íbamos a oír nada. Si no que no se la juega…, pegar cuatro tiros a mitá la noche. Pues digo, que hubiera perdido la chaveta, digo. Que sí, que claro, que la chaveta la tiene perdía de todos modos. Digo, que pa hacé lo que hizo, digo. Porque a mí, saben, que a mí no, porque ése, el que lo hizo se las tenía todas pensadas, se lo sabía todo de pe a pa. ¡Que si se las sabía! Y hay algo ansina que yo me sé: que mi mujer y yo que va, que esta, digo, es la última noche que dormimos aquí. Que lo puedo jurar. Que nos vamos a la casa de la autovía, digo.

(pág. 78)

 

 

 

         Bajo el título de “Hay escasos indicios en el cuádruple asesinato”, el anterior, terminaba con un párrafo resumen:

 

         “Los investigadores se enfrentan con la búsqueda de un asesino o asesinos cuya astucia es evidente, si bien el o los motivos no lo son. Puesto que este asesino o asesinos cortaron cuidadosamente los cables de los dos teléfonos de la casa, ataron y amordazaron a sus víctimas con gran habilidad, sin huellas de lucha con ninguna de ellas, no dejaron nada olvidado en la casa, ni elemento alguno que indique que anduvieran buscando algo, excepto el detalle del billetero, asesinaron a cuatro personas disparando sobre ellas en distintas habitaciones y recuperaron tranquilamente los cartuchos usados, llegaron y se supone que abandonaron la casa con el arma criminal, sin ser vistos, actuaron sin motivo, a no ser que se considere como tal un fracasado intento de robo, como los investigadores se inclinan a pensar.”

 

         - “Puesto que este asesino o asesinos” – dijo Perry leyendo en voz alta -. No es correcto. Hay un error gramatical. Debería decir: “Puesto que este asesino o estos asesinos” – y sorbiendo su root beer con aroma de aspirina prosiguió -: Bueno, de todos modos, no me lo creo. Ni tú tampoco. Confiésalo, Dick, honestamente. Tú no te crees todo eso de “falta de indicios”, ¿verdad?

(pág. 88)

 

 

 

         Cuadrada, rechoncha, en sus cuarenta, una inglesa con una jerga tan de la alta sociedad que su inglés resultaba poco menos que incomprensible, la esposa de Archibald William Warren-Browne no se parecía en nada a los demás parroquianos del café, de modo que en aquel ambiente ella era como un pavo real en un corral de patos. En cierta ocasión, explicándole a un conocido por qué ella y su esposo habían abandonado “las posesiones de familia en el norte de Inglaterra”, cambiando su morada hereditaria (“el más encantadoor, el más remoníisimo de los prioratos de solera”) por una vieja granja que nada tenía de “remotísima”, allá por las llanuras de la Kansas occidental, la señora Warren-Browne dijo:

         - Por el fisco, amiga mía. Los impuestos de las herencias. Enoormes, criminaales. El fisco nos sacó de Inglaterra. Sí, hará un año que salimos de Inglaterra. Sin lamentaciones. Ni una. Nos encanta esto. Lo adoramos. Aunque, claaro, es muy diferente de nuestra otra vida de allá. La clase de vida que siempre conocimos. París y Roma. Monte. Londres. Ocasionalmente me acueerdo de Londres. ¡Oh, pero no es que lo eche de menos! Aquella prisa de siempre, sin un taaxi libre en toda la ciudad, pendiente a toda hora de cómo uno viste, de la elegancia. No, positivamente no. Nos encaanta esto. Supongo que ciertas personas, las que conocieron nuestro pasado y la clase de vida que fue la nuestra, lo que alternábamos, se preguntarán si no nos sentimos un poquitín solos, por aquí, rodeados de trigales. Era en el Oeste donde pensábamos instalarnos. En Wyoming o en Nevada: la vraie chose. Esperábamos que una vez allá, también a nosotros nos tocara un poco de petróleo.

         Pero cuando íbamos de viaje, nos detuvimos en Garden City a visitar a unos amigos, amigos de unos amigos. Y en realidad no pudieron ser más amables. Insistieeron en que nos quedáramos. Y nosotros pensamos. Bueno, ¿y por qué no? ¿Por qué no arrendar un pedacito de tierra y poner un rancho de caballos? ¿O una granja agrícola? Todavía no hemos decidido si nos dedicaremos a los animales o a la agricultura. El doctor Austin nos preguntó si el lugar no nos resultaba demasiaado tranquilo, quizá. De ninguuna maneera. A decir verdad, nunca me había visto en un bullicio por el estilo. Con más ruido que un bombardeo aéreo. Silbido de trenes. Coyootes. Monstruos que aúllan toda la santa noche. Un alboroto infernal. Y desde la historia de los asesinatos estoy que no vivo. Como tantas otras cosas que me tienen en vilo. Nuestra casa… es una vieja caja de ruidos.  Pero le aclaro, no es que me queje de nada. En realidad es una casa con toda clase de comodidades, toodo lo que se requiere en la vida moderna. Pero…, ¡Oh…, cómo toose y cómo gruuñe! Cuando oscurece, cuando comienza ese viento, ese odiooso viento de la pradera, se oyen los gemidos más aterradores, quiero decir, si una es poco impresionable, no puede menos que imaginar… bobadas. ¡Santo Dios! ¡Esa pobre familia! No, no habíamos sido presentados. Yo vi una vez al señor Clutter en el Edificio Federal.

(pp. 112 – 113)

 

 

 

         A medida que Perry continuaba sacando y escogiendo el montón de material que consideraba demasiado querido para separarse de él, éste se iba haciendo más alto y vacilante. Pero, ¿qué podía hacer? No podía arriesgarse a perder la medalla de bronce ganada en la guerra de Corea ni su título de bachiller (concedido por la Junta de Educación de Leavenworth County como resultado de haber terminado en prisión sus estudios, tanto tiempo abandonados). Tampoco quería correr el riesgo de perder un sobre amarillento hinchado de fotografías: principalmente de él mismo, que iban desde el retrato de un guapo muchachito de cuando estaba en la Marina Mercante (y en cuyo dorso había escrito “16 años. Joven, despreocupado, irresponsable e inocente”) hasta las recientes fotos de Acapulco. Y había, además, medio centenar de otras menudencias que tenía decidido llevarse consigo, entre ellas sus mapas de tesoros, el cuaderno de dibujo de Otto y dos cuadernos más, el más grueso de los cuales era su diccionario personal, una miscelánea de palabras sin orden alfabético que a él le parecían “bonitas” o “útiles” o por lo menos “dignas de recordar”. (Página de ejemplo: Tanotoico = parecido a la muerte. Eutanasia = muerte sin dolor. Políglota = que sabe muchos idiomas. Punición = castigo. Nesciencia = ignorancia. Facineroso = perverso. Hagiofobia =  temor morboso de las cosas y lugares santos. Lapidícolo = que vive debajo de las piedras, como ciertos insectos ciegos. Dispatía = carencia de simpatía, de calor humano. Pseudofilósofo = persona que quiere hacerse pasar por filósofo. Antropofagia = comer carne cruda, rito de ciertas tribus salvajes. Depredar = pillar, saquear, hacer presa de. Afrodisíaco = droga o similar que excita el deseo sexual. Megalodáctilo = que tiene dedos anormalmente grandes. Nictofobia = miedo de la noche y de la oscuridad.)

(pp. 140 – 141)