La fuerza secreta del idioma español

DANIEL LARRIQUETA

 

12 de octubre 2004

El Nuevo Herald

 

 

En la primavera boreal de 1498, el inmortal navegante portugués Vasco de Gama llegó con sus naves a la rada de Calicut, emporio comercial del sur de la India, meta triunfal del viaje hacia Oriente. Portugal le había ganado a España la conquista de la verdadera India y de las especias, dejando al desalentado Cristóbal Colón en lo que sólo parecían unas dispersas islas occidentales. Pero el primer navegante portugués que desembarcó en Calicut se topó con unos comerciantes tunecinos que le preguntaron: ''¿Qué diablo os trae por aquí?''. Sí, se lo preguntaron en castellano, la lengua de imperio de Isabel de Castilla que había llegado más rápido que los barcos lusitanos y no se había equivocado de dirección.

 

''Lengua de imperio'' la llamó la Reina, con la mano posada sobre la Gramática de Antonio de Nebrija, que es el acta de nacimiento del español moderno. Acaso es premonitorio que ese alumbramiento se haga en la cúspide del poder de la época y con forma de un cuerpo de reglas ordenadas y claras. Tan premonitorio como la perplejidad de aquel marino portugués que, ensayando ser el primer europeo que pisaba la India, debió comunicarse en nuestra lengua. Por mandato de la gran reina, la lengua fue obligatoria en todo el mundo que se construía. Aquella España era la superpotencia de la época y lo sería todavía por doscientos años. Así, hasta entrado el siglo XIX, el idioma español pudo ser considerado una lengua principal de Occidente, pero sostenida por un gran poder político. Era el idioma de un país vastísimo que se extendía desde Barcelona hasta las Filipinas.

 

El país, ''las Españas'', se partió en la gigantesca guerra civil entre absolutistas y liberales que terminó provocando la independencia de los españoles americanos y la consecuente disgregación del reino. Cada nuevo estado formó sus instituciones, su economía, eligió su bandera, se dio su nombre y moneda, ensayó nuevas formas sociales y políticas. Pero todos conservaron la lengua. Es en este preciso momento cuando la lengua de imperio se transforma en lengua internacional. Ya no era el idioma de un gran reino, sino el de muchos estados independientes que se esmerarían, con incomparable aplicación, en preservar su vigencia.

 

Todos los idiomas indígenas americanos han dado palabras al español de nuestros días que han sido incorporadas por ese mecanismo de subida y hoy las usamos en el habla cotidiana.

 

Ese idioma español fecundado día tras día por las palabras viajeras de la geografía y de las especialidades es hoy una de las grandes lenguas universales, la segunda de Occidente según el número de los hispanohablantes y, al parecer, la de más rápido crecimiento. ¿Quién la impulsa? ¿Qué gran potencia o qué estructura de poder político nutre esa fuerza y esa dinámica? Aparentemente, nadie. Y se llega así a una paradoja que probablemente no tenga antecedente en la historia de la civilización: un idioma universal y en crecimiento que no tiene tras de sí ninguna potencia hegemónica. La paradoja es una fuerza, la fuerza de presentarse como la lengua de muchos pueblos eminentes, que no procuran imponerla, sino que la ofrecen a todos los que quieran estudiar en Madrid, leer en México, dialogar en Buenos Aires o escribir en La Habana.

 

La lengua que poseemos no es un tesoro: es un río. Se ha formado con muchos aportes y continúa recibiendo afluentes y mojando territorios hasta ahora desconocidos. Porque los contactos de las nuevas especialidades y las nuevas geografías serán cada vez más conmovedores. Ya sabemos que en cada cambio de las técnicas y de las artes aparecen términos nuevos que definen el hallazgo y debemos tomar decisiones compartidas.

 

La diversidad geográfica también toma ritmo de carrera. Nos alegramos de ver crecer el español en el espacio geográfico de los Estados Unidos. Pero va a ser inevitable que en esa frontera nueva aparezcan palabras o expresiones mestizas que deberán recorrer el camino de ida y vuelta hacia el centro de la Academia.

 

Si mantenemos estas costumbres, que implican un espíritu muy abierto, una buena dosis de disciplina y una clara conciencia de que poseer una lengua universal en permanente mudanza es un patrimonio excepcional y que no se puede construir, sino en muchos siglos y por la concurrencia de factores muy originales, seguiremos haciendo correr el río de nuestro idioma y beneficiándonos con su frescura.

 

Economista y escritor.

 

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