CUATRO CUENTOS
Pedro Bosch Giral

 

I

 

EL UROBOROS

 

          Se  ponía el sol detrás del minarete cuando se me acercó un viejo y aseguró:

-         Cuando vuelva, le gustará más.

Ante mi silencio, el hombre se quitó el turbante para volver a enredárselo, sus ojos grandes me interrogaban mientras decía:

- Hubo en esta  misma ciudad, cuando por el nombre de Alah rezaban Sevilla y Granada, Estambul o Delhi, un sultán en cuya fastuosa corte sobresalían dos visires.

El primero, Mehmet, de baja estatura, menudo, solía vestirse con las sedas de la China. Su andar era lento y seguro pues sabía que nada es tan contrario a la distinción como el ruido y la precipitación. El segundo visir se llamaba Yusuf y prefería los finos algodones egipcios para arropar su bien desarrollada corpulencia. Solía terminar su arreglo con un turbante naranja en el que encajaba un broche de diamantes y perlas que envidiaba el propio sultán.

Cuando los dos visires coincidían en las fiestas de la corte, la comparación era inevitable. Había quién prefería la rigurosa y pausada  elegancia del primero al brillo espiritual del segundo. Si uno era profundo, el otro era gracioso, si uno era barroco, el otro era sencillo y clásico, pero no cabía la menor duda de que ambos, tanto el uno como el otro, eran los más inteligentes, refinados y cultos, los más exquisitos, en suma los más elegantes de aquellos tiempos. Y me atrevería a afirmar que de todos los tiempos porque el arte, la música, la poesía y quizá hasta la misma inteligencia de tan remotas épocas no han vuelto, vea usted lo que somos, recuerde lo que éramos, sentenció el hombre que se calló un momento para cortar una rama de jazmín con gesto tan regio como el de sus más nobles antepasados; sus ademanes amplios movían los harapos que lo cubrían como si fuesen capas purpúreas. Olió la flor y prosiguió:

- No es fácil aceptar la igualdad de dos seres que, aunque diferentes, brillan del mismo modo. En ocasiones parecía que era el primer visir el más erudito y que sus respuestas eran las más agudas. Otros días la habilidad del segundo visir era la que resplandecía y por ello la corte y el pueblo entero, desconcertados, querían, necesitaban que se designara al que tenían que aplaudir más. Y como las aves que al atardecer se guarecen en el mismo árbol, los habitantes de Bagdad resolvieron, uno tras otro, dirigirse al palacio y remitirse al sultán que, acostumbrado a enjuiciar sabría distinguir, por su experiencia, cual era el visir más exquisito.

- ¡Qué difícil es juzgar a los semejantes!, reflexionó el hombre, pero el sultán, vanidoso al fin y al cabo, también deseaba brillar. Quería, y bien claro lo tenía, acordándose del juicio de Salomón, probar su sabiduría en tan espinoso problema. Al fondo, en un salón dorado en el que no había muebles, ni alfombras, ni colgaduras, sólo almohadones bordados con hilo de oro, en armonía con los estucos y con las maderas labradas, el sultán oía, paciente, a sus súbditos abogar por uno u otro de los visires. El poderoso soberano estaba recostado y sus ricas ropas de brocado rojo y negro resaltaban la desnudez de los esclavos que lo rodeaban, unos abanicándolo, otros trayendo dulces o sirviendo licores ambarinos tan encendidos como los mismos rubíes. Una música tenue acompañaba el deambular de tanta servidumbre que más parecía bailar placenteramente que cumplir con un oficio.

- En el mundo de Alah, la palmera crece más que la higuera y ésta más que el clavel, así, hay hombres más altos que otros. En vuestra corte, caid de los creyentes, el sultán es el más grande, el más alto, el único y los esclavos los más bajos. Sin embargo, aun entre los esclavos que son tantos, no hay dos iguales. El orden natural de las cosas debe respetarse y por ello hace falta distinguir entre Mehmet y Yusuf, aparentemente de igual preparación, inteligencia y exquisitez.

- Difícil tarea me imponéis, le repetía una y otra vez a sus súbditos el poderoso monarca, sólo Alah, el único, el más grande, es justo y espero que su nombre cien veces santo me inspire.

El narrador me guiñó un ojo como para señalar cuán hipócrita y calculadores deben ser los gobernantes y prosiguió:

El sultán entonces miró al techo un momento mientras el gentío repetía:

- Santo, santo es su nombre.

Y hablando bajo, muy bajo, como inspirado por alguna fuerza sobrenatural descubrió su plan:

- Son los dos visires iguales, es cierto, pero diferirán si cada uno de ellos nos convida. ¡Qué cada uno organice un banquete! Será éste un ejercicio impuesto con el que podremos compararlos y juzgarlos, uno tras otro. Los manjares que elijan, los palacios que usen, en suma el arte de recibir a sus semejantes será lo que demuestre su generosidad y su refinamiento. Y… ¿qué mejor prueba de inteligencia que el comportamiento hacia los huéspedes? ¿Qué puede revelar mejor la calidad intrínseca de una persona si no es el sentido de la hospitalidad? Y si hay una virtud musulmana es justamente la hospitalidad, la practicamos todos, la vida en el desierto nos lo ha enseñado… En la hospitalidad hay confianza que es el fundamento de la amistad verdadera, con la hospitalidad se corresponden favores. Finalmente, signo de inteligencia es compartir… Y después de las fiestas, juzgaréis vosotros mismos.

- Oh señor con cuánta sabiduría habláis y por lo mismo no creemos ser dignos de tan difícil tarea. Debéis ser vos, os lo rogamos, quien decida después de las pruebas cuál de los dos cortesanos es el más grande.

Sonrió el sultán, no pudo evitarlo, y con agrado aceptó la proposición, sería él el juez. Al instante salieron los heraldos anunciando el concurso. A los visires se les avisó simultáneamente y ambos acogieron la propuesta con satisfacción. Fue Mehmet, el primer visir, el que decidió poner manos a la obra de inmediato.

En el palacio de las ajaracas de Bagdad, el de las almenas rojas, el de los muros altos y rosados, en aquél que ocupó el insigne Ibn Al Rashid, empezaron los preparativos. Acudieron contramaestres, albañiles y yeseros. Las calles anchas de la ciudad se poblaron de mesas sobre las que los planos y los dibujos ondeaban al sol, mal sujetos por un par de piedras. Las carretillas, los martillos, las tenazas y las sierras invadían los terregales impulsados por vida propia arrastrando a los obreros en un alboroto infernal. Unos contaban, otros explicaban y algunos se quejaban en una algarabía incontenible. El visir, serio y decidido, ordenaba.

Los muros se cubrieron rápidamente de rebuscados azulejos turcos, de mosaicos dorados de Meneses y de lajas enteras de mármoles cuyos blandos colores realzaban las suaves caligrafías otomanas. Se pregonaba la grandeza de Alah en un friso que sirvió también para soportar siete artesonados que de tan calados, complicados y sutiles parecían transparentes, tal y como son los siete cielos que conoció el profeta.

Cuando, por fin, los suelos brillaron más que los espejos, cuando los patios quedaron rodeados por pequeñas columnas agrupadas de dos en dos, cuando los gráciles arcos de herradura se cerraron sobre el azul del cielo, volaron, sacudidas por las manos tersas de los esclavos, las alfombras de Persia, cayeron encima los cojines de seda bordada. Grandes jarrones, algunos provenientes de la China, cuya porcelana coloreaba los reflejos de las luces dispuestas en abundancia, decoraban las hornacinas. Era un juego de cascadas de luz que competía con las del agua de las fuentes cuyo canto prodigaba tanto reposo como frescura. El visir ordenó que, además, corriera un torrente inagotable por las acequias de los jardines, agua bruta que, como diamantes, se pulía en las pilas de granito de las fuentes. De allí, el líquido se derramaba sobre animales esculpidos en basalto, fantásticos como los que pueblan los sueños de los niños. Cuando la luz del sol moría y las estrellas se adueñaban del cielo, el agua fresca se plateaba pasando de los cálidos dorados del atardecer al azogue del espejo. Fue en una noche de luna llena cuando el palacio quedó dispuesto.

El pueblo que contemplaba el despliegue de riqueza habría podido intentar apoderarse del botín, se habría podido sentir sojuzgado y lo que es peor aún más desgraciado ante tal abundancia, pero en Bagdad no hubo más que admiración y asombro. Pudo más la curiosidad que la envidia o que la miseria.

¡La pobreza, esa pobreza de siempre y que tanto daño le hace al corazón del hombre!, exclamó el narrador que se quedó mirando un instante sus harapos y continuó:

Empezaron a hervir los jugos y las salsas más de una semana antes de que llegaran los convidados que eran sólo unos cuantos. Cada uno de ellos representaba las distintas artes y ciencias entonces conocidas. Presidían el banquete, por su rango, el sultán y el otro visir, el segundo. Mehmet ordenó que se distribuyeran con pausada ceremonia las golosinas y los platos preparados según lo dictan las más estrictas reglas de la cocina oriental. Sabores amargos como el de las naranjas que se cultivan en Sevilla se entrelazaban con el perfume de las especias. El azafrán coloreaba el arroz, y la canela y las pasas le daban sabor, para acompañar con gracia la carne de cordero cocinada entre verduras y frutas secas o sencillamente asada en un fuego de romero y de maderas olorosas.

Los comensales alargaban la mano derecha para apoderarse de los manjares que saboreaban y que apreciaban en su justo valor. Comprobaban satisfechos cómo el gusto sutil de la albahaca venía antes que el de los cominos o el de la menta. Al principio se analizaba y se discutía con sabios conceptos y comparaciones la exquisitez de lo que estaban compartiendo, pero rápidamente, los invitados se dejaron llevar tanto por los olores como por las sensaciones, la conversación y la agradable compañía, por la belleza de bailarinas y sirvientes y por la música insidiosa.

 El sol se asomaba al horizonte y ya el muecín llamaba a la oración cuando los amigos se despedían acompañados aún por los hermosos jóvenes. No había duda, la recepción había sido la mejor a la que habían asistido. Es más nunca en Bagdad se había dado una fiesta en la que la abundancia no fuese ofensiva, en la que el decorado, el servicio, las vituallas así como los invitados hubiesen conseguido tal equilibrio, tal armonía.

Naturalmente, antes de que terminara la prueba ya se propagaba el rumor de que el primer visir, Mehmet, el de los coloridos anillos, el que se vestía con sedas chinas, era el vencedor. ¡Tanta cortesía era insuperable!

Sin embargo el sultán no quiso terminar así el concurso. Aunque no fuese más que para respetar las formas el segundo visir, Yusuf, debía competir. Ordenó entonces el regreso al orden inicial. Se destruyeron las ollas que habían servido para preparar tanto manjar. No fue fácil arrancar los azulejos y borrar las inscripciones. Del mismo modo los artesonados del techo, los jardines y las fuentes cayeron bajo los golpes de las palas y de los picos. Triste fue que murieran una vez cumplido con su cometido los dieciséis hermosos sirvientes, ellos y ellas acabaron sus vidas bajo la cimitarra del verdugo. El palacio recobró lo que ahora pareció un esplendor superable y, como si nada hubiese ocurrido, como si se hubiera borrado el tiempo, se le dio la orden al segundo visir, el del broche de diamantes, de organizar su fiesta.

La primera decisión del contrincante de Mehmet, muy acertada según los chismosos de la corte, fue elegir el mismo palacio que su predecesor, el de las ajaracas. Nada de raro había en ello pues seguía siendo el mejor de Bagdad. Otra vez hubo que contratar calculistas, ingenieros, decoradores, artesanos y un batallón de albañiles. Eran interminables las discusiones para lograr que los artesonados que eran varios y transparentes, no se derrumbaran. El visir, mientras tanto, escogía azulejos de Turquía, jarrones de la China y alfombras de Persia. Otra vez, se arremolinaba el pueblo en las calles aledañas mezclándose caóticamente con los proveedores y con los que sacaban el material de desecho. El polvo, formando nubes de talco fino, se depositaba en la ciudad como recordatorio constante de que el concurso aún no había terminado. Tantos inconvenientes se acogieron con menos gusto que la primera vez. El pueblo de Bagdad ya había visto llegar gacelas al palacio y también habían traído gente hermosa. Tampoco era nueva la compra de especias e ingredientes, de vinos y de licores de todo el mundo. Que las fuentes cantaran con la misma agua prístina que en la primera ocasión sólo se vio como un buen hábito recobrado. Y por ello, los partidarios del segundo visir se quejaban de que las fiestas no hubiesen sido simultáneas ya que el visir Mehmet había tenido el privilegio de la iniciativa.

Aquí el mendigo que me contaba la historia suspiró y como para sí mismo murmuró: signo de inteligencia es hacer de la desventaja un triunfo y prosiguió.

Pasó el tiempo, y Yusuf estuvo en condiciones de recibir al sultán. Los  invitados eran los mismos que en la primera fiesta. Sin ponerse de acuerdo y para no favorecer a ninguno de los visires con una apariencia distinta vestían las ropas que habían estrenado para Mehmet. Las mujeres se habían envuelto en las mismas sedas y presumían las mismas joyas, igual lo hicieron ellos. Todos juntos entraron en el palacio con gran curiosidad. ¿Qué podría haber imaginado el segundo visir para pretender, como lo había dicho, igualar al primero?

Al principio, la decepción fue inevitable. Allí estaban los siete cielos, idénticos a los que había construido el primer visir. Los arcones y los cofres eran iguales a los que Mehmet había conseguido, músicos y bailarines repetían las actuaciones de entonces. Los criados eran dieciséis, como hermanos gemelos de los que habían servido la primera vez.

El sultán miró de lado y con suspicacia a Yusuf que, muy afable, recibía a los invitados. Superado el primer desconcierto, los huéspedes se acercaban con discreción a las paredes para examinar los azulejos y comprobar que ciertamente eran turcos e idénticos a los de la primera fiesta. Las mujeres rozaban con los dedos las finas telas de las cortinas y de los toldos. Al convencerse de que la reproducción era perfecta, vino la sospecha. ¿Se trataba de una broma? ¡Yusuf, sin duda, tenía sentido del humor! El primer visir intentó una frase exploratoria que su contrincante rebatió suavemente mientras los platos así como los sabores y los olores se sucedían en un orden ya conocido.

Inicialmente, el sabio análisis de sensaciones fue sustituido por una ola de decepción, pues ya se sabe, filosofó el mendigo, que una esperanza traicionada envenena la capacidad de disfrutar. El hombre que trituraba entre sus manos una flor ya sin olor prosiguió:

Como los manjares y el arreglo de la casa resultaron una reproducción tan fiel de la primera fiesta, los comensales olvidaron rápidamente sus expectativas. La algarabía del refinamiento compartido no sólo revivió el ambiente de cordialidad y de felicidad de aquel festejo sino que quizás lo superó porque el terreno era ya conocido. Los visires brillaban ambos en todo su esplendor pues hay en la vida, continuó mi interlocutor, gente que se especializa en querer, otros en hacerse querer, unos son buenos para leer y otros para ser leídos, unos destacan hablando y otros oyendo. Únicamente los dos visires reunían la doble condición de ser capaces de atender así como de dejarse consentir. Tanto disfrutaban el uno como el otro ofreciendo o saboreando manjares, preguntando y explicando como aprendiendo y oyendo. El primer visir fue un cortesano despierto. Ágil y divertido, tanto como lo había sido el segundo en su fiesta. Cuando el muecín llamaba a la oración los invitados salieron acompañados por los sirvientes.

Apenas terminada la fiesta, se destruyó nuevamente cuanto se había creado y el palacio de las ajaracas lució como en el pasado. Sólo entonces el sultán, a petición de los nobles cortesanos, se pronunció y decidió juzgar.

El pueblo entero supo entonces que el sultán, sin el menor atisbo de duda había dicho:

- Ha vencido Yusuf, el segundo visir. Es él sin discusión el más sutil, el más refinado, el más exquisito, el más inteligente de los dos.

En el silencio subsecuente a tal sentencia, un atrevido, escudándose en el anonimato de la multitud, gritó:

- ¿Y eso por qué?

El sultán, que estaba a punto de retirarse, se acordó una vez más de Salomón y tuvo a bien explicar su decisión. El mendigo movió la cabeza como si condenara el exceso de autoridad del gobernante o por lo menos eso me pareció.

- El primer visir, dijo el sultán, nos recibió como nunca se había hecho en Bagdad, no hay quién lo discuta. Fue inteligente, fue osado y generoso; brilló como lo esperábamos. Consiguió crear algo que no existía y que no había existido nunca y su originalidad e inventiva supieron asombrarnos, nos cautivaron en una red de sensaciones nuevas.

En cambio, el segundo visir no inventó, es cierto. Su creación, porque creación hubo, fue la de reproducir exactamente algo que ya había sido, lo que ya habíamos vivido. Tuvo que limitarse y ceñirse a un modelo, tuvo que tirar de las riendas de la imaginación para recrear. Y, porque en tal reproducción tuvo buen éxito, volvimos todos a vivir lo que hace tiempo nos encantó, lo que ya habíamos casi olvidado. Volvieron los sabores, los olores, la música, todas las sensaciones que tanto hemos alabado. Los meses parecieron no haber transcurrido y esta es justamente la hazaña del segundo visir. Supo doblegar al enemigo supremo, al tiempo que nubla nuestras vidas con un humo denso que poco a poco nos conduce a la muerte. En suma, logró que la serpiente se mordiera la cola y que volviésemos al día de la primera fiesta.

Terminada su narración, el mendigo se quedó callado, era ya de noche, y se despidió mirándome con sus melancólicos ojos color aceituna:

- Creo señor que si vuelve, le gustará más este horizonte, volverá a vivir lo que casi había olvidado…

No quise explicarle que era mi segunda visita en un intento por revivir recuerdos de juventud y que esta vez la serpiente no se había mordido la cola porque yo ya no era el mismo. El tiempo a veces es una vara tan rígida que por mucho que se intente doblegarla se quiebra llevándose la memoria.

 

 

II

 

SEMEJANZAS PELIGROSAS

 

 

          Volvió el esclavo con el encargo. Alargó el brazo y le entrego al sultán un sobre. Los damascos crujieron, tintinearon los oros. De la amplísima  manga que cubría el augusto brazo, emergieron tres  dedos cortos cargados de sortijas que se  adueñaron, decididos y ansiosos, de lo que les ofrecía la  mano fina  del negro.

          - Solo, dejadme solo -susurro el poderoso sultán.

          Las perezosas odaliscas se levantaron una tras otra, las siguieron los cortesanos con la mano puesta en el puñal, arrastrando las babuchas y secreteando. Por último los jenízaros se metieron los alfanjes en el cinto y se marcharon.

          El día era de mucho sol. El sultán se quedó mirando la filigrana de luces y de sombras que reproducía el dibujo de las celosías sobre el mármol blanco. Cuando los ruidos se habían alejado hasta perderse en  los  rumores   de las fuentes, solo cuando volvió a oírse el ríspido grito de los pavos reales, el sultán se coloco los lentes. Las patas del armazón metálico con dificultad conseguían abarcar una cara tan redonda y se hundían en las grasas sienes antes de perderse en el turbante que la coronaba: un laberinto de ricas telas adornadas con hilos de oro y joyas del oriente. Con la parsimonia propia de los de su rango, rompió el papel y desenvolvió un pequeño grabado. Lentamente se lo acercó a los ojos miopes.

 

          Alrededor del óvalo que limitaba el retrato, se podía leer: "Hernán Cortés, vencedor del imperio mejicano". Los ojos del conquistador eran grandes pero hundidos. Una barba espesa enmarcaba los rasgos duros.

          Tocó el sultán, malhumorado, la campanilla. Volvió el esclavo casi arrastrándose. El poderoso señor ni siquiera lo miró, sólo ordenó:

          - Un espejo.

          Por todo el palacio, como en un juego infinito de ecos se oyó:

          - Un espejo, un espejo, ha dicho un espejo; rápido, un espejo.

          La ola sonora fue y volvió. En el diván, el brazo negro, desnudo, adornado con un brazalete a la altura de la axila ofreció el espejo. Otra vez el sultán esperó pacientemente a que la presencia del esclavo se esfumara, a que el silencio y el vacío se apoderasen del palacio. Entonces y sólo entonces, levantó la superficie plateada rodeada de ángeles amorosos. Se miró.

          Se miró detenidamente. No contaba ni con uno solo de los rasgos del extremeño. Succionó para que se le afilara la cara y se le acentuaran los pómulos, frunció el ceño y  desorbitó grandes los ojos, retuvo la respiración para disminuir la papada, pero todos sus esfuerzos fueron vanos: no se parecía a Cortes, ni siquiera sacando la mandíbula.  El  espejo despiadado reflejaba una cara redonda que movía en desorden nariz, boca, cejas o barbilla. El turbante oscilaba de un lado para otro y las gafas subían y bajaban.

          Suspiró y trató de imaginarse el Nuevo Continente. Otra presencia en la geografía y seguramente otra potencia que, según se lo habían descrito, contaba con junglas como las del África. Las riquezas, según decían, eran inagotables: oro, cochinilla, plata  o chocolate. Y los indios!, casi desnudos,  adornados con descomunales penachos de plumas! Le habían explicado que se comían unos a otros y que idolatraban diosas de grandes colmillos con falda de serpientes. Era, sin lugar a dudas, una raza feroz y sanguinaria, un pueblo poderoso que un puñado de españoles había sometido gracias a la astucia del hombre representado en el grabado que sujetaban sus dedos.

- Bah! -exclamó y arrojó el espejo que se hizo añicos.

          El esclavo acudió de inmediato.

          - Fuera! -rugió.

          El negro huyó como un perro callejero al que se espanta  a pedradas. El sultán, otra vez solo, se arrellanó entre los almohadones y pensó en la vida del vasallo del emperador infiel. Nacido en un pueblo como hay tantos en el mundo, había logrado salir del anonimato que el destino le tenía asignado. Él, en cambio,  el  sultán, era  hijo y nieto de sultanes. Nunca tendría que luchar por esa fama que había conseguido Cortís; él de siempre la tenía. Reconfortado, alargó el brazo y tocó con fuerza la campanilla de plata labrada. El esclavo negro apareció al instante, recibió la orden y volvió con el encargo: un sobre igual al anterior. Los damascos crujieron, tintinearon los oros, y, de la amplísima manga que cubría el augusto brazo emergieron tres dedos cortos cargados de sortijas...

          - Solo, déjame solo  -murmuró el poderoso sultán.

          El esclavo salió a tropezones. Su amo abrió entonces el sobre y contempló el segundo grabado, que sí se le parecía. La cara era de luna llena y tenía la mirada mansa e indolente que el hastío le da a los que mandan. Alrededor del retrato, se podía leer: "Montezuma, emperador de los antiguos mejicanos".

          El sultán se llevó la mano derecha a la frente y suspiró:

          - Alah, entiendo tu mensaje. Hay que saber escarmentar en cabeza ajena.

          Con esa misma mano sacudió frenéticamente la campanilla y ordenó:

          - Qué vuelva la corte!

          Entraron primero los marciales jenízaros; el visir y los nobles después y por último las odaliscas.

          En vista de lo sucedido en los lejanos mundos descubiertos del otro lado del mar, he decidido que se le corte la cabeza a cuanto vasallo tenga los ojos hundidos, sea prognata y tenga los pómulos saltones.

          Desde entonces, en aquel reino, gustan más las caras redondas y los hombres rollizos.

          Y el esclavo? siguió llevándole al sultán grabados con los que él nunca pudo compararse y espejos en los que tampoco pudo mirarse.

 

 

III

 

BILIS

 

          La nana vio como "su niño" se dirigió hacia la ventana. La camisa blanca, abotonada hasta arriba y sin una arruga, se le salía un poco del pantalón. Se fijó en el cuello y sus ojos críticos no pudieron apartarse de las puntas que durante tanto tiempo había planchado sin resultados: pliegues diminutos, plieguecitos atropellándose unos a otros, apuntaban hacia abajo. En cambio las mechas del pelo, inmovilizadas por el limón, esas sí que le habían quedado bien. Se levantaban paralelas con la fuerza de una ola negra y coronaban la frente estrecha del muchacho. El copete era altísimo. Dignidad y respeto infundía ya ese hombrecito al que todavía no dejaban salir solo.

          La nana vio como el niño apartó los visillos y pegó la cara al vidrio. La mirada triste del pequeño, domada por los buenos modos, contemplaba la calle estrecha. Enfrente, una casa de balcones, como la suya, toda en una planta. Los troncos de los árboles, tiesos y regularmente plantados en el borde de la acera, semejaban barrotes como los de las rejas que protegían todos los balcones.

          La nana se enterneció al oírlo suspirar.

          - Niño, ¿se te ofrece algo?

          - Nada, nana, le replicó limpiándose las manos en el pantalón corto, ese que no se lavaba en casa y que siempre mandaban a la tintorería.

          - Quedó tantito dulce, te lo traigo para que se te espante la "muina".

          Él no contestó y ella se deslizó por los pasillos oscuros hasta la cocina. Sobre la bandeja de laca negra colocó un pequeño mantel y un plato rebosante de arroz con leche. También dispuso un vaso lleno de agua de limón y una servilleta deshilada en los bordes. La cucharita era de plata. Otra vez, bamboleándose al ritmo de la tarde provinciana y de sus murmullos, entró en la sala. La carita morena la miró. Ya se le había pasado el aburrimiento que a diario trae el sol de las cuatro y fijó los ojos en el cielo.

          - Nana, qué crees, ya me sé los siete pecados capitales.

          - Qué bueno niño, para que siempre estés en paz con Dios.

          - Ay nana, si no más son para pasar el catecismo y hacer la primera comunión.

          Y el niño pensó en el moño blanco de seda que le iban a amarrar en el brazo derecho, y en los pantalones crema cayendo rectos hasta los zapatos de charol. Se imaginó el peso de la vela que iba a tener que mantener derechita-derechita. Sería a él a quién le echarían los humos de incienso y a quién contemplaría toda la feligresía. Se tenía que acordar sobre todo de que de ningún modo debía morder la hostia porque es la carne de Cristo. Eso le dijeron que hizo una india embrujada por Satanás y sangre a borbotones le brotó por la boca. Entre ensoñaciones se le escapó en voz alta:

          - Me tengo que acordar de la soberbia. Es el pecado que siempre se me olvida.

          - ¿Cómo? Ay niño, no te preocupes. Te voy a enseñar cómo le hacía yo, en mi pueblo, cuando me tocó...

          - Tú a mí nana, no me enseñas nada. ¿Cuándo vas a entender?

          La mujer se movió en silencio, como el animal fiel que era hasta alcanzar la bandeja. Allí seguía el plato de arroz con leche rociado de canela y el vaso de agua de limón todo sudado de tan frío. Con la misma parsimonia con la que había traído el postre se lo llevó. El aire tibio y empalagoso hasta la voz sofocaba así que entre dientes y ya de espaldas pudo musitar sin que la oyera:

-         Igualito a su papa, así son de biliosos porque no comen.

 

 

IV

 

BODEGONES

                               

por  F. Bacon

                   En la primera foto del álbum, aparecía una cama deshecha. Los pliegues de las sábanas arrugadas habían cobijado a una sola persona. El despertador, único objeto que había en la mesilla, estaba puesto a la siete y delataba al trabajador rutinario y madrugador. Los grises de la fotografía eran casi blancos y la habitación estaba llena de sol. Podría haber sido un dibujo inglés.

 

                   La segunda foto era una taza de café en medio de migas de pan tostado. El camino de la gota seca que había chorreado por un lado del borde era como una herida en aquel conjunto de líneas nítidas. Triunfante, al lado, se erguía el bote de Nescafé. No había ni mantel, ni servilleta y el conjunto era de dudosa pulcritud. A lo lejos, se adivinaba una ventana por la que pasaban rayos de luz que, en la fotografía, matizaban los grises de la porcelana y los brillos de la mantequilla que había quedado en un cuchillo viejo.

 

                   Venían después, en otra foto, un portafolio, una gabardina vieja y un abono del metro, todo puesto en la silla del recibidor de lo que - ya se intuía - era un departamento pequeño y humilde. La violencia negra del portafolio se perdía junto al gris pardo de los demás objetos. La fotografía, toda, era bastante oscura.

 

                   Un escritorio metálico en el que había, dispuesto a la derecha, un cojincillo de tinta y muchos sellos, era la siguiente imagen. Al fondo, se adivinaban, desvaídas, deformadas por la larga exposición, siluetas de gente pasando, como los personajes de ciertas pinturas de Bacon.

 

                   Previsiblemente, la siguiente foto era un banco del parque en el que había quedado un sandwich mordisqueado y un periódico de deportes. El día era soleado aunque, seguramente, de invierno: los árboles no tenían hojas y el silencio estaba dado por la amplitud de los paisajes y la ausencia de seres vivos.

 

                   La penúltima foto era, otra vez, del departamento: una televisión encendida y unas pantuflas.

 

                   Esta secuencia de seis fotografías se repetía varias veces cambiando solamente la iluminación y la disposición de los objetos. La tristeza y la soledad de fotografías tan muertas me conmovieron. Levanté la vista con la intención de que quien me había dado el álbum me explicara de dónde procedían. Enigmáticamente me ofreció dos fotografías vueltas del revés y me dijo: “escoge, es la que pondré al final de la serie”. Sin dudarlo, destapé las dos. Eran en colores; una representaba un charco de sangre junto a un arma simbolizando quizás un suicidio; la otra, un semblante sonriente y feliz, embrutecido por la rutina. “Pon la cara”, le aconsejé.

 

                   Desde entonces, día tras día, al volver a casa, me veo en el espejo con la esperanza de que mis rasgos se hayan afinado, de que mi mirada sea menos roma mientras me lavo la tinta de los sellos que siempre me mancha las manos.