REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


 

El vocativo amoroso en el lenguaje juvenil almeriense  
Raquel Enajas
(Universidad de Almería)

 

 

Es sabido que la disponibilidad léxica de una comunidad lingüística depende, entre otros factores, de sus núcleos de interés social, político, económico, personal, etc. Se suele mencionar con frecuencia el caso de los hanoo de Filipinas, que dan hasta noventa y dos nombres al arroz, o de los esquimales, quienes tienen asimilada una compleja nomenclatura sobre los distintos tipos de nieve.

Si trasladamos esto al ámbito de los sistemas de tratamiento, podremos observar cómo las relaciones interpersonales dan lugar, según el grado de confianza, a nuevas denominaciones de los seres queridos basadas en el nombre propio o inspiradas por otro tipo de asociación. Según Medina López (1993: 191), “quizá el ‘ámbito familiar’ es el contexto en el que, por lo general, se ofrecen más alternativas expresivas y en el que los hablantes se sienten con mayor disposición de hacer uso de múltiples recursos y estrategias lingüísticas para dirigirse al interlocutor (como ocurre, por ejemplo, con los términos hipocorísticos entre marido y mujer, novios, los vocativos empleados entre hermanos, etc.)”. Especialmente interesante resulta el caso de las relaciones amorosas de pareja entre jóvenes, que se analizarán seguidamente.

Las fórmulas de tratamiento, al igual que el resto de la lengua, constituyen una herencia cultural recibida a través de generaciones que ha sido renovada y adaptada a las nuevas necesidades expresivas de los hablantes. La evolución se hace tangible cuando recurrimos a publicaciones como Usos amorosos del dieciocho en España o Usos amorosos de la postguerra española, ambos de Carmen Martín Gaite, y los comparamos con El español coloquial en ‘El Jarama’ de Hernando Cuadrado o «Fórmulas de tratamiento en la obra de Miguel Delibes» de Ávila Alonso. Mediante la lectura de estas obras podemos comprobar una evolución en el tratamiento entre parejas, dictada por la creciente libertad de expresión y confianza de las que se van impregnando las relaciones. Para trazar esta evolución, confiamos en la capacidad de mímesis de la realidad que poseen nuestros novelistas para crear sus entes de ficción y en el buen uso que hacen de ella, puesto que sus novelas son los únicos testimonios que conservamos en este plano. Estos testimonios escritos nos van a servir de referencia a lo largo de este trabajo para justificar algunos de los vocativos heredados que se siguen usando en el lenguaje juvenil.

Debemos precisar que el material de análisis se ha recopilado en la ciudad de Almería y en diversos ambientes: la universidad, autoescuelas y en la calle. Para la obtención de los datos se elaboró una encuesta breve, a fin de conseguir más colaboraciones –es sabida la poca estimación de que gozan entre el público las encuestas estadísticas-. Dicha encuesta constaba de nueve preguntas:

1.- ¿Cómo llamas habitualmente a tu pareja?

2.- ¿Cómo llamas a tu pareja para captar su atención delante de tus amigos?

3.- ¿Cómo llamas a tu pareja para captar su atención delante de sus amigos?

4.- ¿Cómo llamas a tu pareja delante de tus padres?

5.- ¿Cómo llamas a tu pareja delante de sus padres?

6.- ¿Cómo llamas a tu pareja delante de desconocidos?

7.- En la intimidad, prefieres decirle...

8.- Estás furioso/a con tu pareja y le dices...

9.- ¿Te has dirigido a tu pareja alguna vez diciéndole su nombre y apellidos? Si es así, ¿en qué circunstancias?

 

 

 

Se pidió a los encuestados que explicaran el porqué de los vocativos empleados siempre y cuando entrañaran alguna dificultad de comprensión para alguien ajeno a la pareja. Asimismo, se rogó que no se limitaran a dar una respuesta sino varias a cada pregunta. En el cuadro anexo reproducimos la totalidad de respuestas. Las mujeres han sido más participativas, con 3’16 apelativos cariñosos a sus parejas, que los hombres, con sólo 1’74. Sin embargo, esta diferencia debe achacarse a la poca disposición de los entrevistados masculinos para contestar las preguntas y a sus evasivas y timidez a la hora de abordar un tema que les resulta comprometedor. Las mujeres, salvo excepciones, se han mostrado más receptivas a rellenar la encuesta. No obstante, debemos ser conscientes de que la veracidad de los datos ha pasado la importante criba de la conciencia de los informantes, que por vergüenza o timidez no nos han dejado ver toda la realidad lingüística que se esconde tras sus relaciones de pareja.

La edad de los informantes oscila entre los diecisiete y los treinta y tres años, abarcando de este modo las actuales tendencias que consideran joven a la población hasta los treinta y cinco o cuarenta años. Ser joven empieza a ser una moda a la que no escapa nadie y la puerilización de la sociedad se está convirtiendo en un fenómeno alarmante por los desajustes que está causando. Todas las etapas se retrasan: la vejez empieza a los sesenta y cinco, pero no la llamaremos vejez, sino ‘tercera edad’; la madurez se inicia a los cuarenta años de edad; pero quizás los límites más confusos se hallen entre la niñez, la adolescencia y la juventud. ¿Cuándo se deja de ser niño y se empieza a ser joven? Parece que en la calle tampoco están muy claros los límites, por lo que nos encontramos con el llamativo caso de un informante que afirma ser “niño” de “19 años” frente a otros que se denominan “hombre” de “18 años”. Ante esta disyuntiva, el 52% de los informantes prefirió autodenominarse “varón”, el 32% eligió el término “hombre”, un 14% se decantó por “masculino” y un minoritario 2% por “niño”.

En el caso de las informantes, casi el 79% se identificaba como “mujer”, el 19% mediante el término “femenino” y sólo un 1’89% como “hembra”.

Comencemos a analizar cómo llama la juventud almeriense a sus parejas. El nombre propio compuesto masculino tiende a desaparecer, salvo destacadas excepciones que luego comentaremos, sustituyéndose por el primer componente del nombre u otros hipocorísticos. A veces se apocopa. Por ejemplo: Si el chico se llama Juan Francisco, su pareja le dice habitualmente Juan, Juani, Juanfran, etc. La sufijación es una tendencia a tener en cuenta. En este caso se muestra muy variada. Ejemplos: Sergete, Raulillo, Antoñito, Jesusico... Además de los tradicionales Paco, Francis, Juanma, etc. se observan hipocorísticos acabados en –i como Juli, Juani, Ricky o Javi.

En cuanto a los nombres femeninos, sucede algo similar. Los compuestos se apocopan (Mariajo) o se elide el segundo nombre. La sufijación es igual de frecuente que en el caso de los hombres e igual de variada: Laurilla, Patricica, Carmencita, Mariquilla, etc. Sin embargo, la tendencia a la terminación en –i aumenta notablemente. Ejemplos: Pepi, Nati, Patri, Lauri, Cristi, Mari, Di, Ali, etc.

Los apelativos cariñosos constituyen un elemento importante en todas las relaciones amorosas. Son el “polo positivo” de las formas de tratamiento. Según Hernando Cuadrado (1988: 35), “el sentimiento de afecto en su vertiente positiva se encuentra implícito en el semantismo de ciertas palabras que hacen mención a alguna cualidad del oyente o a referentes considerados como la excelencia suprema en su campo y que ponen de manifiesto la estima, atracción y cariño que se les profesa.” En el caso de la juventud almeriense, hay varios apelativos dominantes. Cari y cariño alcanzan el mayor índice de aparición con un uso del 19% y es utilizado indistintamente por hombres y mujeres. Este apelativo tan extendido hoy, en los años 50 era más propio de las clases burguesas o adineradas, que, en general, se solían permitir ciertas licencias de tratamiento en la relación con sus cónyuges. Con la evolución política de la sociedad española, los apelativos cariñosos se fueron extendiendo y popularizando hasta convertirse en el eje central del lenguaje amoroso juvenil.

El siguiente apelativo más utilizado es el de nene y nena, con un 12% de frecuencia de aparición. En el caso de nena también se documentan el derivado nenica y el diminutivo neni. Aunque en un principio su tono protector justificara su uso en el lenguaje masculino, actualmente se trata de una forma bidireccional, es decir, la pareja llega a un acuerdo implícito para referirse el uno al otro con este apelativo que clasificaremos como “bipolar simétrico” siguiendo a A. Bañón (1993: 111). La popularización de nene se produce en Almería por el influjo de la zona de levante, donde este tratamiento es un talante.

En el caso de chiqui se desequilibra el tratamiento convirtiéndose en un apelativo “bipolar asimétrico”. Mientras que los hombres lo emplean junto con las formas chiquitilla y chiquitica en un 14%, las mujeres sólo lo usan para referirse a su pareja en un escaso 3%. Además, no emplean derivados. Parece que en este caso sigue vigente el tono protector masculino originario, que tiende a puerilizar a su pareja para mantenerla en la situación de “debilidad” propia de las relaciones de dependencia, a imitación del modelo paterno-filial. Esta tendencia, bastante común, se refleja en otro apelativo: niño y niña. Los hombres lo utilizan en un 8% frente a las mujeres, que lo emplean en un escaso 4%.

Los apelativos se estereotipan en un 30% en los hombres, que llaman a sus novias princesa, vida, amor, cielo, reina, preciosa, churri, chica, pitufa, peque, etc. Las mujeres sólo utilizan en un 13’7% fórmulas consagradas como vida, amor, cielo, corazón, churri o pequeño. Ellas prefieren utilizar vocativos personalizados en un 49% de los casos, como morenazo, pokemon, pechu, pichu, peteñico, pumi, caqui, cosilla, chu, osito, macizote, buenorro, baby, fiera, escáner, coco, etc. Ellos sólo lo hacen en un 16’4% con apelativos como cuerpo, tía buena, guapi, amore, crispy, txurri, tori, chilindrina, pikachu, loba, chocho, guriguri, tamborcito, mi amolcito, guapetona, etc. Como se puede apreciar, los programas infantiles de televisión ejercen su pequeña influencia en la pareja. Los apelativos coco, referido a un personaje de ‘Barrio Sésamo’, pumuki, del programa infantil del mismo nombre, chilindrina, personaje de ‘El chavo del ocho’, pikachu y pokemon, de la serie ‘Pokemon’, o los consagrados pitufo y pitufa, de ‘Los pitufos’, son una muestra de ello.

Antonio Bañón (1993: 109) comenta que es improductivo el uso de un único sistema de tratamiento en todo tipo de situaciones. Por esto, cada interlocutor aplica un sistema diferente según el lugar de interacción. Veamos en qué situaciones comunicativas utilizan los jóvenes estos apelativos cariñosos y cuándo prefieren sustituirlos por otro tipo de tratamiento.

Como norma general, las mujeres prefieren llamar a sus parejas mediante el apelativo cariñoso. Los hombres, por su parte, alternan el apelativo cariñoso con el nombre propio indistintamente. Pero estos datos cambian cuando la apelación se produce delante de los amigos. Aproximadamente un 10% de los jóvenes varones poseen un apodo que procede, en la mayor parte de los casos, de su grupo de amigos. En un índice menor lo arrastran desde la infancia. Algunos ejemplos: Derty (la novia no sabe la procedencia del apodo, se lo presentaron con este nombre); Meyan (al muchacho le decían ‘mejicano’ y de ahí pasó a ‘meyan’), Búho, Noel (como el cantante de Oasis por su parecido), Tete (apodo heredado de la infancia), etc. Estos apodos, considerados el lado más ingenioso de los tratamientos, son rápidamente asimilados por las novias, que desean integrarse en el ambiente de su pareja en las mismas condiciones de camaradería. Para ello restringen el uso de los apelativos cariñosos y se decantan por el nombre propio y el apodo.

Delante del grupo de amigos propios, las mujeres utilizan el nombre de su pareja y los apelativos cariñosos preferentemente. Los hipocorísticos en ambos casos tienen un uso similar del 18%.

Aunque el hombre suele llamar a su pareja mediante el nombre propio, se siente más cómodo entre sus propios amigos y lo manifiesta con un aumento del empleo de los apelativos cariñosos, uso que disminuye considerablemente cuando se encuentra en el entorno de ella.

A menudo las parejas utilizan otras expresiones que, aunque externamente presentan las características de un insulto, encierran una actitud afectuosa. El efecto se consigue a través de la ironía y la intencionalidad del hablante, quien adapta su tono de voz a la circunstancia para que el término no resulte malsonante. Este fenómeno en ocasiones supone la contradicción del trato apelativo mediante una inversión antitética del sentido del vocativo utilizado. Se halla en el lenguaje juvenil almeriense en dos términos muy populares: gordo/a y feo/a.  Mientras que gordo/a y la variante gordi aparecen el 37% de las ocasiones que se emite un ‘insulto’ de estas características y es recíproco, feo/a lo usan más los hombres (18%) que las mujeres (12%). La creatividad en este campo que se caracteriza por la figura retórica denominada parresia también es abundante. Esta parresia, según Baldomero Rivodó (1890: 133) “consiste en usar, por antítesis, expresiones al parecer ofensivas o despectivas en señal de afecto y cariño.”  La invectiva de ellas nos da apelativos como: narizote, subnor, enano de mierda, ladi (de ladilla), etc. Por su parte, ellos desarrollan ‘insultos’ menos agresivos como: peíllo, jaquilla, loba, pava, etc. El uso de estos apelativos ya aparece en las relaciones con los amigos de él por parte exclusiva de las mujeres, pero será mucho más significativa su aparición en los momentos íntimos de la pareja. Llama la atención cómo las mujeres sólo se privan de llamar a sus parejas mediante estos particulares apelativos en dos ocasiones: delante de sus propios amigos (entendemos que para no desvirtuar al joven) y en presencia de los padres de él (por motivos obvios de tensión comunicativa). Ellos, sin embargo, son más correctos políticamente y restringen este uso a la intimidad.

Pero detengámonos en el análisis de la comunicación de la pareja en presencia de los padres. A través de la encuesta se aprecia el estado de los noviazgos en esta cuestión, y es el siguiente: el 14% de los hombres afirma no conocer a los padres de su novia, pero sólo un 6% no le ha presentado a los suyos. Esta situación, impensable en la sociedad española de hace sólo un par de décadas, es el reflejo de un cambio en la mentalidad de los jóvenes que se acomoda a ciertas exigencias tradicionales. El hombre siempre ha sido más libre en el terreno amoroso que la mujer, quien debía instruirse en las labores del hogar para esperar la proposición formal de matrimonio de un joven. Ahora las mujeres reniegan de esa formalidad comprometedora retrasando el momento del primer contacto entre su familia y su pareja. Sin embargo, el sentimiento amoroso no es proclive a mantenerse clandestino, por lo que la pareja busca el apoyo que necesita en los padres del muchacho, que bajo la apariencia de haber desarrollado una mentalidad abierta, siguen el rol que tradicionalmente vienen jugando de dar a su hijo la libertad que precisa siendo varón.

En cualquier caso, cuando la comunicación entre la pareja se produce con los suegros presentes, el empleo del nombre propio aumenta hasta el 70% en el caso de las mujeres y el 80% en el de los hombres, quienes, además, ni siquiera se permiten el uso de hipocorísticos o, si lo hacen, es en muy contadas ocasiones. En este punto se produce la excepción de la que hablábamos más arriba, cuando comentábamos el uso de los nombres propios. La pareja se llama mediante el nombre completo (sin hipocorísticos ni abreviaciones) y afirma que lo hace por educación y respeto.

Ante desconocidos, los hombres mantienen el tratamiento que le asignaban a sus parejas delante de los padres de ella en los mismos porcentajes. Las mujeres, en cambio, aproximan el tratamiento de sus novios delante de desconocidos al que les asignaban en presencia de sus propios padres. Así, vemos cómo para ellas la máxima tensión o incomodidad se produce ante los padres de él, mientras que ellos equiparan la presencia de sus suegros a la de cualquier otro extraño.

En la intimidad desciende el uso del nombre propio e hipocorísticos a un 18% aproximadamente y la pareja se decanta por el empleo de apelativos cariñosos en un 69%. Los hombres emplean los “insultos” en un 14%, mientras que las mujeres lo hacen sólo en un 6%.

En situaciones de enfado desaparecen los hipocorísticos y el nombre propio acapara un uso del 50%. Las mujeres utilizan los insultos y las voces un poco más que los hombres (hay una diferencia de dos puntos), quienes prefieren ignorar a su pareja en un elevado 15% mediante la ausencia del trato apelativo y emplean la ironía el doble que ellas, llamándolas “cariño”, “hija mía” y “churri”. Los insultos que emplean las mujeres, por orden de frecuencia de aparición, son: tonto, idiota, gilipollas, cabrón, imbécil y otros. Los hombres utilizan: tonta, idiota, niñata, gilipollas y otros. Los apelativos más empleados por ellos son: niña, nena y tía, y por ellas: tío, nene y niño. Así pues, observamos cómo la pareja trata de desacreditarse entre sí marcando la puerilidad del interlocutor, recurso que resulta harto molesto para ambos.

Finalmente, preguntamos a los encuestados si habían llamado alguna vez a su pareja por su nombre y apellidos. El 65% de las mujeres contestó que no, mientras que en los hombres se limitaba al 56% la negativa. Las mujeres que sí han utilizado esta fórmula lo han hecho en un 47% de los casos estando enfadadas, en un 35% para gastarles una broma y el 18% restante en otras circunstancias. Como hemos visto, los hombres emplean más esta fórmula: enfadados en un 37%, de broma en un 45% y en otras circunstancias (su pareja ha recibido un cheque, una factura, etc.) en un 18%. Así pues, deducimos que ellos tienen más sentido del humor y menos malicia en este aspecto. Cuando se utiliza este recurso estando enfadado, se hace para remontarse a los antecesores del alocutario en cuestión con el propósito de insultar no sólo a éste, sino también a su familia subconscientemente.

Llama la atención en especial el caso de un joven que no nombraba a su novia por su nombre y apellidos porque no conocía estos últimos. Aunque se trata de un caso aislado, no deja de ser un dato significativo para el estudio sociológico de las relaciones amorosas entre jóvenes. Un estudio pormenorizado del lenguaje que se usa en este contexto arrojaría mucha luz sobre nuestra realidad social y personal.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

ÁVILA ALONSO, Teresita de Jesús: Fórmulas de tratamiento en la obra de Miguel Delibes, Valladolid, Universidad de Valladolid, 1996.

BAÑÓN, Antonio Miguel: El vocativo en español. Propuestas para su análisis lingüístico, Barcelona, Octaedro, 1993.

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HERNANDO CUADRADO, Luis Alberto: El español coloquial en ‘El Jarama’, Madrid, Playor, colección Nova-Scholar, 1988.

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MARTÍN GAITE, Carmen: Usos amorosos del dieciocho en España, Barcelona, Anagrama, 1972.

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RIVODÓ, Baldomero: Entretenimientos gramaticales, París, Librería Española de Garnier Hermanos, 1890.