REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


Diario de un genio
Salvador Dalí

 

1952

SEPTIEMBRE

El 2

«El peor pintor del mundo, desde todos los puntos de vista,

sin la menor vacilación ni duda posible, se llama Turner.»

SALVADOR DALÍ

 

Esta mañana, mientras me encontraba en el retrete, me ha asaltado una intuición genial. Por otra parte, mi deposición era a primeras horas increíblemente fluida e inodora. Me preocupa el problema de la longevidad humana, gracias a un octogenario que se ocupa de esta cuestión y que acaba de tirarse en el Sena en un paracaídas de color rojo. Mi intuición me dice que, si se lograra dotar al excremento humano de la fluidez de la miel, la vida del hombre se prolongaría, dado que el excremento (a juicio de Paracelso) es el hilo de la vida, y cada interrupción, o pedo, no es otra cosa que un minuto de la vida que se desvanece. Es el equivalente, en el tiempo, del golpe de tijeras de las Parcas, quienes también cortan el hilo de la existencia, lo hacen pedazos y lo utilizan. La inmortalidad temporal debe buscarse entre los desperdicios, entre los excrementos, y en ninguna otra parte… Y, puesto que la mayor misión del hombre en la tierra es la de espiritualizarlo todo, es el excremento en particular el que está más falto de esta virtud. Por eso precisamente abomino siempre más de todas las chanzas escatológicas y de todas las formas de frivolidad en esta materia. Al contrario, estoy asombrado de la poca atención filosófica y metafísica de que el espíritu del hombre ha dado prueba con respecto al tema trascendental de los excrementos. Y cuán desalentador es comprobar que, entre tantos seres de espíritu sensible, hay muchos que efectúan sus necesidades como todo el mundo. El día en que escriba un tratado general sobre el tema, suscitaré con toda seguridad la estupefacción del mundo entero. Este tratado será, por otro lado, completamente distinto al de Swift sobre las letrinas.

 

 

 

 

 

 

 

1953

JUNIO

El 1

 

Descubrí, hará una semana, que en todo lo relacionado con mi existencia, comprendido el cine, llevaba un retraso de unos doce años. Hace, en efecto, once años que abrigo el deseo de hacer un film integralmente, totalitariamente, ciento por ciento hiperdaliniano. Según mis cálculos, es, pues, probable que este film se ruede el año próximo.

         Soy igual que el héroe de la fábula de La Fontaine «El pastor y el lobo». Así como en mi vida, y ya desde la adolescencia, he hecho tantas cosas excepcionales, ocurre ahora que cualquiera que sea el proyecto que yo anuncie –como, por ejemplo, mi corrida litúrgica, en la cual unos sacerdotes deberán bailar ante un toro que un autogiro se llevará al cielo una vez terminada la corrida- todo el mundo, excepto yo, cree en él, y –eso es lo más raro- el proyecto termina irremediablemente por ver la luz del día.

         A los veintisiete años, recién llegado a París, realicé, en colaboración con Buñuel, dos films que han pasado a la historia: El perro andaluz y La edad de oro. Después Buñuel trabajó solo y dirigió otros films, rindiéndome así el inestimable servicio de revelar al público a quién se debía el aspecto genial y a quien el aspecto primario de El perro andaluz y de La edad de oro.

         Si llego a realizar mi film, quiero asegurarme de que será de un extremo a otro sin interrupción un prodigio, pues no vale la pena molestarse para ir a ver espectáculos que no sean sensacionales. Cuanto más numeroso sea mi público, más dinero proporcionará el film a su autor con tanta justicia bautizado «Avida Dollars». Pero, para que un film parezca prodigioso a sus espectadores, el primer punto indispensable radica en que estos últimos puedan creer en los prodigios que se les descubren. La única manera es la acabar ante todo con el repugnante ritmo cinematográfico actual, con esa aburrida y convencional retórica del movimiento de la cámara. ¿Cómo se puede dar crédito un segundo al más trivial de los melodramas, cuando la cámara sigue en traveling al asesino por todas partes, incluso al retrete donde va a lavar la sangre que mancha sus manos? Por eso, Salvador Dalí, antes mismo de empezar a rodar su film, tomará la precaución de inmovilizar la cámara, clavándola en el suelo con clavos, como a Cristo en la cruz. ¿Qué importa si la acción se sale del campo visual? El público aguardará impaciente, exasperado, anhelante, pataleante, extasiado o, mejor aún, aburrido, que la acción vuelva a situarse dentro del campo visual de la cámara. A menos que imágenes muy hermosas y enteramente al margen de la acción aparezcan para distraerle desfilando bajo el ojo inmóvil, clavado, hiperestático de la cámara daliniana finalmente reintegrada a su verdadero objetivo, esclava de mi prodigiosa imaginación.

         Mi próximo film será todo lo contrario de un film experimental de vanguardia, y, sobre todo, de lo que hoy se califica de «creador», lo cual no significa más que una subordinación servil a todos los lugares comunes del triste arte moderno. Contaré la historia de una mujer paranoica, enamorada de una carretilla, a la que reviste de todos los atributos de la persona amada, cuyo cadáver habrá servido para transportar. Finalmente, la carretilla se reencarnará y será carne. Por eso mi film se titulará La carretilla  de carne. Refinados o mediocres, todos los espectadores se verán obligados a participar en mi delirio fetichista, puesto que se trata de un caso rigurosamente verídico que será contado como ningún documental sabría hacerlo. A pesar de su realismo categórico, mi obra encerrará escenas realmente prodigiosas, y no puedo evitar comunicar de antemano algunas de ellas a mis lectores con el solo objeto de que se haga la boca agua. Contemplarán cómo estallan cinco grandes cisnes uno después del otro en secuencias minuciosamente lentas y en un desarrollo según la más rigurosa euritmia arcangélica. Los cisnes estarán repletos de auténticas granadas previamente rellenas de explosivos para que puedan observarse, con toda la precisión deseable, la explosión de las entrañas de las aves y la proyección en abanico de la metralla. Esta chocará contra la nube de plumas, como podríamos imaginar –o mejor soñar que chocan entre sí los corpúsculos de luz, de tal forma que, según mi experiencia, la metralla asumirá el mismo realismo que el de los lienzos de Mantenga, y las plumas esa liviandad que ha hecho famoso al pintor Eugène Carrière.

         En mi film podrá igualmente verse una escena representando la fuente de Trevi en Roma. En algunos edificios de la plaza se abrirán las ventanas y, desde ellas, seis rinocerontes se lanzarán al agua uno tras otro. A cada inmersión de los rinocerontes se abrirá un paraguas negro que brotará del fondo de la fuente.

         En otro instante, podrá contemplarse la Plaza de la Concordia al amanecer, lentamente cruzada en todas direcciones por miles de curas en bicicleta llevando una pancarta con la efigie bastante difuminada, pero aun así reconocible, de Malenkov. Y, además, a su debido tiempo, mostraré a cien gitanos españoles matando y despedazando a un elefante en una calle de Madrid. No dejarán más que su esqueleto descarnado, y reproducirán así una escena africana que leí en un libro. En el instante en que se vean las costillas del paquidermo, dos de los gitanos, quienes, a pesar de su frenesí salvaje, no han dejado ni por un instante de cantar flamenco, penetrarán en el armazón para apropiarse de las mejores vísceras, el corazón, los riñones…, etcétera. Empezarán a disputárselas a navajazos, en tanto que aquellos que hubieran quedado en el exterior seguirán despedazando el elefante, hiriendo en varias ocasiones a los luchadores, que rellenan así de escalofriante y cortante alegría el interior del animal metamorfoseado en una gran jaula sanguinolenta.

         Tampoco debo olvidar incluir una escena de canto durante la cual Nietzsche, Freíd, Luis II de Baviera y Karl Marx cantarán con inigualable virtuosismo sus doctrinas, replicándose por turno, acompañados por música de Bizet. Esta escena se desarrollará al borde del lago de Vilabertrán, en cuyo centro, temblando de frío, por efecto del agua que le llegará a la cintura, una anciana, vestida de auténtico torero, llevará en equilibrio en la cabeza rapada una tortilla a la francesa. Cada vez que la tortilla resbale y caiga al agua, un portugués la sustituirá por otra nueva.

         Hacia el final del film, se verá el globo de un candelabro tan pronto desinflarse como hincharse, cubrirse de adornos, desvanecerse, reaparecer, hacerse delicuescente, endurecerse…, etcétera. Hace ya un año que pienso en esta síntesis de toda la historia política de la humanidad materialista, simbolizada por las transformaciones morfológicas de una calabaza, simple e identificable en la silueta del globo de un candelabro. Este estudio tan minucioso y tan largo, dura exactamente un minuto en mi film y corresponde a la visión de un hombre abrumado por el sol, que cierra los ojos y los comprime dolorosamente con la palma de la mano.

         Todo esto, que soy el único en poder llevarlo a cabo, es, por supuesto, inimitable, puesto que soy el único junto con Gala en poseer el secreto gracias al cual podré realizar mi film sin jamás tener que cortar o fundir las escenas. Este secreto por sí solo provocará colas interminables a la entrada de los cines donde se proyectará mi obra. Ya que, contrariamente a lo que podrían esperarse los necios, La carretilla de carne no será tan sólo genial, sino que también será el film más comercial de nuestra época, puesto que todo el mundo estará de acuerdo en dejarse deslumbrar por una sola cualidad: ¡lo prodigioso!

 

Diario de un genio, de Salvador Dalí, Círculo de Lectores, Barcelona, 1989, páginas 85 y 117-120 (Juornal d´un génie, Éditions de la Table Ronde, 1964. Traducción del francés de Paula Brines).