REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS



SALVADOR

Juan Antonio López Rivera


Del periódico El Regional. 10 de julio de 2002

 

Un vecino de Astrágalo salva a una niña de morir ahogada

Juan Sigüenza, vecino de la localidad de Astrágalo, salvó ayer a una niña de 8 años de morir ahogada en la llamadalaguna del Colibrí, situada en el bosque cercano a Astrágalo. Por su valientegesto, Sigüenza, de 44 años de edad, ha recibido el apodo de Salvador de parte de todos los vecinos de Astrágalo, que se muestran más que orgullosos de la hazaña…

 

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16 de julio de 2002

 

         Llevan ya tres días buscándome. No creo que me encuentren. Por lo menos vivo. Si me encuentran, será muerto. Porque no pienso salir de aquí. Si saliera, esa manada de hijoputas enloquecidos me descuartizaría en mil pedazos sin pensarlo una sola vez. Así que me quedaré aquí y con suerte, si no muero de hambre o me comen las ratas, contaré en estas páginas todo lo que quiero contar.

         Hace un rato, antes de comenzar a escribir, he pensado que podría abrir estas páginas diciendo que en ellas relataría todo lo que me ha llevado a la perdición como medio para obtener la salvación. Pero inmediatamente he pensado: “¿Qué salvación?” Tal y como se están desarrollando los acontecimientos, YO SOY UN HOMBRE MUERTO. Lo único que puedo salvar en estas páginas es el significado de la palabra “verdad”. Porque en estas páginas todo va a ser verdad. Cada uno es libre de creerme o no. En el fondo, escribir estas páginas es una estupidez, ya que toda esa jauría de malnacidos que me persigue sin tregua sólo quiere mi cabeza, y cuando la tengan no se van a detener a leer estas páginas, y en caso de que uno de esos ruines ignorantes las leyera, no creería ni una sola palabra. Están tan cegados por su espíritu mezquino e idólatra que lo único que quieren es la sangre de quien les ha arrebatado el único aliciente de sus insulsas vidas. Les importa una mierda si es justo o no. Sólo quieren venganza. Sangre. Y si es la sangre de Esteban San Agustín, mejor.

         Pero vamos al grano. Ya he dicho que soy hombre muerto. Pero, ¿por qué? Porque, visto lo visto, he matado a la mejor persona del mundo, a la persona más bondadosa, generosa y admirable del mundo. He matado a Salvador.

 

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         Del periódico El Regional. 12 de julio de 2002

 

Entrevista con Salvador, el héroe de Astrágalo

 

         Hace unos días, Juan Sigüenza, de 44 años de edad, salvó a una niña de 8 años de morir ahogada en la denominada laguna del Colibrí, situada en el bosque cercano a la localidad de Astrágalo. Todos sus convecinos le han bautizado como Salvador y aclaman a ese anónimo campesino que de la noche a la mañana se ha convertido en un auténtico héroe. No es para menos. Conozcamos al protagonista de esta admirable hazaña y sus impresiones mediante unas sencillas preguntas.

 

 

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         Y no me atemoriza decirlo. He matado a Salvador. He matado a Salvador. Y lo seguiría repitiendo todas las veces que hiciera falta, porque, ojo, dejemos esto claro, no estoy aquí medio muerto, escribiendo estas palabras, para pedir perdón, no voy a decir algo así como “Dios mío, no sabía lo que hacía, en qué estaba pensando, juro que estoy muy arrepentido, y si pudiera cambiar su vida por la mía lo haría”. Y una mierda. A estas alturas no me voy a andar con gilipolleces autocompasivas. Total, estoy muerto. Las súplicas para los vivos. Yo sé lo que hice, y lo hice porque me dio la gana, no tengo que rendir cuentas a nadie. Pensarán que estoy zumbado. Piensen lo que quieran. Condénenme si así lo desean. Y a mí qué.

         Así de repente, me viene a la cabeza aquella típica frase que dice que la venganza no alivia el dolor, que no es la solución. ¡Ja! Vaya si alivia. Cuando le di su merecido a ese farsante me sentí desbordado por la felicidad. A riesgo de parecer un monstruo (y qué, joder), podría decirse que fue uno de los momentos más felices de mi infeliz existencia.

         Antes decía que no sabía por qué escribía estas páginas. Quizá me mueva esa enorme felicidad. Una felicidad mezclada con un vestigio de rabia. Rabia de pensar en lo que estoy sufriendo, a pesar de que el culpable de mis tormentos ya está fuera de juego. Más que la felicidad es ese ápice de rabia el que me impulsa a contar todo esto. La rabia propicia más acciones que la felicidad; sencillamente porque en la felicidad uno se regocija y no necesita de nada ni de nadie más, mientras que la rabia nos obliga a hacer algo si no queremos que nos pudra por dentro. Es como un gusano en una manzana.

         Pero no caigamos en disertaciones. El tiempo es oro, y más en mi situación, así que voy a aprovecharlo. El que no conozca Astrágalo nunca comprenderá qué motivo tiene un pueblo entero para querer matar a uno de sus vecinos, previa busca y captura. No nos engañemos: Astrágalo no quiere mi cabeza sólo porque haya matado a su ídolo. El matar a Esteban San Agustín se lleva ya deseando muchísimo tiempo. La muerte de Salvador ha sido la chispa que ha provocado la explosión.

         Siempre me han odiado. ¿Por qué? Porque uno, gracias al esfuerzo y al trabajo duro, se forja una fortuna con la que llevar una vida mejor. Durante todos los años que he vivido en Astrágalo, siempre he tenido como objetivo el no acabar como un simple campesino. Y cuando uno lo consigue, comienzan las envidias. Daba igual que diera trabajo a medio pueblo en mis propiedades. Daba igual que con eso poco a poco el pueblo saliera de su inmundo letargo (Astrágalo sigue siendo una mierda, pero cuando yo llegué no merecía ni ese calificativo). Para todos, yo era el “hijoputa ricachón y esclavista”. Nunca he tratado a nadie como un esclavo. Nunca. Sí con firmeza y un poco de mano dura, pero nunca como un esclavo. Pero claro, en pueblos como Astrágalo todo se exagera. Ironías de la vida: a un farsante traidor lo llaman Salvador y a un honrado trabajador “hijoputa”, “negrero” y demás improperios que no merece la pena recoger aquí.

         Así actúa la envidia. Tanto ambicionaban mis bienes que hasta planearon matarme un par de veces. Nunca les salió bien. Pero ahora, con todo este asunto, por fin lo van a conseguir. Eso es lo que más me jode.

 

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         PREGUNTA: En primer lugar, ¿cómo se siente?

         SALVADOR: La verdad es que no sabría decirle nada concreto. Estos últimos días han revolucionado mi vida. No voy a negar que me gusta ser reconocido por lo que hice, pero a veces me siento… no sé, un poco abrumado, porque parece que se crea cierta expectación alrededor de ti. Pero en realidad me siento muy feliz. Me siento muy honrado por tanto agradecimiento, pero todo eso debe permanecer en un segundo plano. Lo importante es que una niña que estuvo a punto de morir ahora se encuentra en perfecto estado. Lo demás es secundario. No importa quién la salvara, sino que fue salvada.

         PREGUNTA: ¿La gente le trata ahora de forma diferente?

         SALVADOR: La gente de Astrágalo siempre me ha tratado muy bien. No creo que ahora hayan cambiado su trato personal conmigo. Aquí todos nos conocemos. A veces me paran en medio de la calle y comentamos todo lo que ha pasado y me muestran su admiración, pero no pasa de ahí. Tampoco creo que haya motivos para ir más allá. Yo hice algo que cualquier otra persona hubiera hecho. No soy especial, no soy más que cualquier otro astragaleño. En cierto modo, Astrágalo es el gran protagonista de toda esta historia, porque hemos demostrado que somos un pueblo que reacciona, que no permanece impasible ante cualquier acontecimiento, en contra de lo que piensan ciertas personas. Yo creo que ése es el motivo por el que Astrágalo se ha volcado tanto en este asunto. Necesitaba algo para despertar.

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         Basta ya de prolegómenos y vamos al núcleo de esta odiosa cuestión: por qué detrás del nombre de Salvador se esconde una rastrera y miserable traición. Por qué Juan Sigüenza no es un Salvador, ni mucho menos. Aquí comienza la verdad.

         Antes de toda esta sinrazón, yo solía levantarme temprano para dar un paseo. Todos los días iba desde mi hacienda hasta el bosque de Astrágalo y volvía, y así lo hice la mañana en que Sigüenza se convirtió en un héroe. Bueno, en realidad aquella mañana no volví a casa. Lo hice bien entrada la noche.            

         Pero no nos adelantemos a los acontecimientos, porque al final todo llegará. El caso es que ya estaba yo cerca del bosque cuando, apoyado a un árbol, me encuentro con Juan Sigüenza, que, por si no lo he dicho, era (y digo era porque ahora está muerto) el capataz de mi hacienda y buen amigo mío. Cuando me acercaba a él para saludarle y preguntarle qué hacía allí (lo normal era que estuviera en la hacienda), oí unos gritos. Unos gritos agudos procedentes del este. Sin cruzar palabra, tras una fugaz mirada, echamos a correr los dos en esa dirección.

         Un minuto después estábamos ante la laguna del Colibrí. Seguíamos oyendo los gritos, que parecían cada vez más cercanos. Miré en todas direcciones y, a lo lejos, vi algo que se movía. Le hice una señal a Sigüenza y volvimos a echar a correr. Yo iba delante y una de las veces que volví la cabeza lo perdí de vista. No me inquieté por eso y continué avanzando. A medida que me iba acercando a lo que se movía en el agua los intermitentes chillidos se hacían cada vez más estridentes.

         Cuando ya restaban pocos metros para llegar al agua distinguí unos brazos que emergían violentamente de ella. Sin pensarlo, sin detenerme, me lancé al agua. Nadé con todas mis fuerzas y conseguí llegar hasta lo que descubrí que era una niña. Chillaba y pataleaba con tanta intensidad que me era sumamente difícil poder agarrarla. Recibí varios codazos en la cara y un sinfín de patadas en el estómago. Intenté decirle que se tranquilizara, pero cada vez que abría la boca un torrente de agua la inundaba y me era imposible articular palabra. Además, ella estaba como enloquecida y no atendía a razones. Conseguí rodearla con un brazo y nadar con el otro. La niña, al notar que algo la asía, chilló y pataleó aún con más fuerza. Parecía que me estuvieran dando una paliza. Muy lentamente fui acercándome a la orilla. Los pocos minutos que tardé en llegar a ella con la niña a cuestas fueron interminables. Cada vez me sentía más débil. La enorme cantidad de golpes y la continua ingestión de agua estaban acabando conmigo. Cuando ya creía desfallecer, sentí que mis pies tocaban el lecho arenoso de la laguna. Levanté la vista. La orilla se encontraba a un par de metros. Casi cegado por el agua y los golpes, me impulsé con fuerza hasta que logré hundir mis pies en la arena. La niña dejó de patalear y chillar al notar que el agua ya no la rodeaba. La cargué a mis espaldas. No decía nada. La tendí en la orilla. Había perdido el conocimiento. Intenté reanimarla. Pero fue en vano. Mi cuerpo cayó pesadamente sobre la arena. Y todo se tornó negro.

 

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         PREGUNTA: ¿Se considera un héroe?

         SALVADOR: No, claro que no. Aunque suene típico, cualquiera podría haber hecho lo que yo hice. Todo fue cuestión de casualidad. Yo estaba allí justo en el momento en que esa niña se encontraba en dificultades y fui capaz de ayudarla. Si en vez de mí hubiera estado otro, seguro que hubiera hecho lo mismo. De eso no tengo duda.

 

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         Cuando volví a abrir los ojos, el sol ya se escondía tras las montañas. Un baño de sangre dominaba el cielo y una calenturienta brisa se me adhería al cuerpo como una baba.

         Yo me encontraba boca arriba en el suelo. Intenté incorporarme. Ningún músculo me respondía. Sentí una punzada en el costado. Luego otra. Y otra. Además, algo me estaba tirando de los brazos. Poco a poco, los árboles fueron ocultando el sol. Seguía sin poder moverme. Sin embargo, el paisaje avanzaba ante mis ojos. Lo que me tiraba de los brazos eran dos manos. Alguien me estaba arrastrando. Podía oír su constante resuello. Volví a intentar moverme. No pude. Intenté decir algo, preguntar qué estaba pasando, adónde me llevaban o quién era aquel tipo. Tampoco pude.

         Durante varios minutos seguí sufriendo los golpes que las rocas infligían a mi costado. Estaba a merced de aquel tipo. Los árboles ya cubrían todo el cielo. Aquel tipo me estaba arrastrando hacia el bosque. No entendía absolutamente nada.

         No recuerdo un par de minutos de mi viaje a rastras por el bosque. Justo los que utilizó aquel tipejo para atarme a un árbol con mi propia camisa. Sí, aquel cabronazo miserable hizo eso. Abrí los ojos cuando ya se marchaba corriendo. No pude distinguir quién era. Miré hacia abajo. Un pequeño charco de sangre besaba la punta de mis pies. Ya era de noche. Y allí estaba yo, atado a un árbol, sangrando y sin entender nada de nada.

         Seguramente a los pocos minutos de estar amarrado al árbol volví a perder el conocimiento. Porque no recuerdo nada. No recuerdo cómo me libré de mis ataduras ni recuerdo cómo pude volver a casa.

 

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         PREGUNTA: ¿Le gusta que le llamen Salvador?

         SALVADOR: Para mí es muy halagador ese sobrenombre, no lo negaré, pero no hay que exagerar. No creo que merezca tanto. Lo que hice lo hice sin pensar, no decidí si hacerlo o no, fue algo casi instintivo. Vi a esa chica y acto seguido me lancé al agua, todo fue rapidísimo. Tuve suerte, las fuerzas me acompañaron y todo salió bien, ya está. Lo de Salvador es una simple anécdota.

 

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         Me desperté al día siguiente en mi cama.

         Cuando quise incorporarme, un terrible dolor recorrió todo mi cuerpo. “No debería moverse, señor, no está en condiciones de hacerlo”. Mi criada Sandra estaba a mi lado. “¿Qué ha pasado, Sandra?” Estaba más que confundido. No lograba poner en orden mi mente. “Señor, anoche lo encontramos en la puerta de la hacienda, cubierto completamente de barro. Lo limpiamos y le curamos todas las heridas. Tenía todo el cuerpo lleno de heridas. Además, usted parecía estar en trance, no nos respondía ni nos decía nada. ¿Qué le ocurrió, señor?” Acerqué mi mano derecha a mi pecho. Una venda lo recorría. No era la única. Un buen montón de ellas estaban repartidas por todo mi cuerpo. “No lo sé, Sandra, no lo sé. Recuerdo muy poco. Gracias por curarme y cuidar de mí esta noche. Tómate el día libre, Sandra, y descansa”. Necesitaba estar solo. “Muchas gracias, señor, es usted muy amable. Aquí le dejo el desayuno y el periódico. ¿Estará usted bien, señor?” Le dije que sí, y enseguida se retiró.

         Permanecí un buen rato mirando al techo e intentando poner orden a lo poco que recordaba del día anterior. Recordaba cómo salvé a la niña. Me recordaba atado a un árbol. Pero seguía sin poder recordar cómo escapé y llegué hasta la hacienda. Y, a pesar de los muchos esfuerzos mentales que realicé a lo largo de toda la mañana, fui incapaz de recordarlo.

         Hasta que leí el periódico. En un primer momento, sonreí cuando leí:

 

Un vecino de Astrágalo salva a una niña de morir ahogada

 

         Pero cuando seguí leyendo y me di cuenta de que ese vecino era Sigüenza, lo comprendí todo. No me hizo falta recordar nada.

         Lancé el periódico contra la pared y grité, enfurecido, tan fuerte que la herida de mi costado se abrió y empapó la venda de oscura sangre. Grité hasta que, extenuado, me desvanecí.

         Estuve tres días en la cama, supuestamente en reposo. Nada de eso. Durante esos días, un sinfín de preguntas asaltó mi mente: ¿Qué buscaba ese traidor con todo esto? ¿Qué le movió a hacer lo que hizo? ¿Joderme? ¿Un pequeño momento de gloria? ¿Matarme? Y cuanto más pensaba, mi rabia, mi cólera aumentaba rápida y peligrosamente. No le encontraba sentido a todo aquello. ¿Juan Sigüenza, mi capataz durante más de diez años, un hombre en el que había depositado toda mi confianza, haciendo algo así? Era algo incomprensible. E inadmisible. La traición es la acción más vil que un ser humano puede llevar a cabo.

         Poco a poco las preguntas fueron desapareciendo de mi mente. Una sola y ponzoñosa palabra rondaba por mi corrompida mente: VENGANZA.

         Al cuarto día ya no pude aguantar en la cama. Una extraña fuerza me movía, como diciéndome que ya era hora de actuar. No me sentía dueño de mis movimientos, pero sí sabía que quería hacerlos.

         Me levanté muy temprano y salí de la hacienda sin que nadie me viera. Me monté en el coche y, sin prisa, me dirigí hacia la casa de Sigüenza. Aparqué en la acera de enfrente. Esperé, sin inquietarme, a que saliera. Lo hizo tras veinte minutos de espera. Arranqué el coche y fui siguiéndolo a distancia, lentamente, sin perderlo de vista. Sólo esperaba una cosa: el momento en que cruzara la calle.

         Sigüenza se detuvo un par de minutos para hablar con un vecino. Volví a aparcar y abrí las ventanillas del coche. Oí algo sobre una entrevista a Sigüenza en el periódico y poco más. Tampoco me interesaba mucho.

         Por fin llegó el momento deseado. Sigüenza se despidió del vecino con una sonrisa y dos palmaditas en el hombro y se dispuso a cruzar la calle. Miró a ambos lados. No se percató de mi presencia. Tranquilamente, comenzó a dar sus últimos pasos. Sin pensarlo, pisé a fondo el acelerador. El coche derrapó. Fui directo a él, sin dudarlo en ningún momento. Volvió la cabeza al oír el chillido de las ruedas y, al ver que su vida corría peligro, aligeró el paso. Pero ya era imposible escapar. Lo único que pudo hacer fue esbozar un gesto de auténtico terror que siempre recordaré con placer. Un instante después, su cabeza se partía en dos contra mi parabrisas y sus sesos daban color a mi vehículo.

         Así se consumó mi venganza. Todo el mundo lo vio.

 

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         PREGUNTA: Pero es un hecho que este acontecimiento ha tenido una gran repercusión en Astrágalo.

         SALVADOR: Bueno… Ya he dicho antes que Astrágalo se ha volcado totalmente en este asunto. Todo esto ha sido como una inyección de vida para el pueblo. Por eso digo que, aunque no soy especial, me hacen sentirlo. Me siento supervalorado y eso a veces me incomoda. Pero, por otra parte, me entusiasma ver a Astrágalo con tanta energía e ilusión. Fíjese que hasta el alcalde me llamó ayer para decirme que han decidido poner mi nombre a una calle y al nuevo polideportivo municipal. Cosas como éstas…

 

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         “¡¡Ahí tenéis a vuestro héroe, ignorantes de mierda!!”, gritaba mientras atravesaba a toda velocidad la calle. Me sentía pletórico de alegría. Por el retrovisor pude ver cómo la gente intentaba en vano socorrer a Sigüenza.

         Seguí conduciendo hasta que llegué a la salida del pueblo. Allí me detuve. Quería adecentar un poco el parabrisas, que estaba bañado en sangre.

         En el caótico maletero de mi coche encontré un trapo viejo. También encontré un viejo cuaderno y un bolígrafo. Los dejé en el asiento del acompañante. Podían servirme de algo.

         Poco pude limpiar, porque un minuto después se dejaron oír a lo lejos unas sirenas de policía. Arranqué y aceleré a toda prisa. En la recta que hay al salir del pueblo me di cuenta de hasta qué punto se había enamorado Astrágalo de su Salvador: no sólo me perseguía la policía, sino también medio pueblo.

         Qué ganas me tenían. Pero aquella procesión estaba muy lejos de alcanzarme.

         Los despisté cuando abandoné la carretera para internarme en el bosque. En pocos minutos, las sirenas dejaron de oírse. No me sentí contento por ello. Al contrario, en ese preciso instante supe que estaba muerto. ¿Qué iba a hacer con medio pueblo tras mis pies?

         Seguí adentrándome en el bosque hasta que me quedé sin gasolina. Aunque no serviría para cambiar mi destino, arrojé el coche a un barranco. Luego anduve durante un par de horas hasta que encontré esta cueva donde estoy desde hace tres días.

 

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         …me hacen sentir como en una nube. Y no es lo único: varias mujeres me han llamado y me han dicho que están embarazadas y que si sus hijos nacen varones, los llamarán Salvador. ¿Usted se imagina la cara que se me queda cuando oigo estas cosas? Pero nunca olvidaré cuando los padres de la niña a la que salvé vinieron a mi casa para darme las gracias personalmente. Fue una conversación muy entrañable, y no pude evitar emocionarme cuando me pidieron que asistiera dentro de dos semanas a la comunión de su hija. Si no pasa nada, iré con muchísimo gusto.

 

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         Y aquí termino. No tengo nada más que decir. Si alguien lee esto, que juzgue por sí mismo y decida si en esta historia hay héroes o no. Yo ya estaré muerto, ya sea por…

         Mierda, ¿qué es eso? Son pasos. Están aquí cerca. Se me acaba el tiempo. Oigo voces. Mi muerte está muy próxima. Pero no tengo miedo. Porque sé que he hecho lo correcto. Astrágalo se equivoca. Todo es una farsa. No me arrepiento de nada.

         Es lo mejor que he hecho en mi vida.

 

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         PREGUNTA: Y ya para acabar, díganos en pocas palabras lo que ha significado esta experiencia para usted.

         SALVADOR: Es lo mejor que he hecho en mi vida.