María José Carrasco Tébar: Tres cuentos desde Armenia



Para todos los públicos

 

Sentada a tu lado, te mira y te habla contándote algo que tú no escuchas. Los niños que no tenéis y su colegio, la asistenta, quizá el florero chino roto en mitad del pasillo. Tú asientes con la cabeza mientras bebes de la copa de vino o le indicas al camarero que traiga los postres. Y ella sigue hablando. Dibujas algo en el mantel con el tenedor. Pienso que es mi nombre entre migas de pan, porque después me buscas entre toda la gente y las manos de tu mujer que se mueven entre tu servilleta y la suya diseñando alguna estrategia para pagar la hipoteca, instalar a tu suegra en casa y cambiar al mismo tiempo los manises del cuarto de baño. Bebes de nuevo, estás cansado y adivinas que sonrío detrás del hielo del whisky porque apartas nervioso ahora tus ojos y vuelves a sentarte en la silla. Prestas excesiva atención a las copas de helado que el camarero deja cuidadosamente interrumpiendo la conversación y murmuras gracias entre los codos que apoyas sobre la mesa y las manos juntas buscando el mentón y la boca, cerrándose para toser ligeramente y sonreír sin saber por qué, mientras tu mujer se inclina y te cuenta algo que ha recordado de pronto y que nadie puede oír. Tampoco tú, pero finges que sí probando el sorbete de vainilla y vuelves a buscarme de reojo entre la gente del bar sólo un segundo antes de arrugar la frente y mirarla de nuevo. En la mesa vecina hay un niño pelirrojo que enarbola la servilleta como una bandera, la mujer sentada a su lado consulta el menú y alguien que ha entrado en el restaurante se sacude el agua del pelo y la gabardina y maldice rabioso porque allá fuera en la calle ha empezado otra vez a llover. También llueve en el fondo de una copa helada, pero él no lo sabe y tú tampoco. Por eso entre la vainilla y las palabras que se caen de la boca, tu mujer aburrida acaba levantándose para ir al cuarto de baño y tú, observándola entre los camareros que se mueven diligentes por el salón, olvidas en tu mano la cucharita llena de helado mientras el niño a tu lado arroja la servilleta al suelo con aspecto retador. Cae entre tus pies y las patas de la mesa, la vainilla sobre el mantel y un relámpago ilumina la calle. Muchos se giran para echar un vistazo por la ventana. Tú no y me miras de frente. Esta vez como en la pieza oscura. Me pides en silencio que no me vaya, quizá para que no desaparezca la pieza, tú, mis dedos nombrándote tras la puerta cerrada, y por eso dejas nervioso la cucharita en el plato y te agachas para coger la servilleta, para que no te vea ruborizado. Alguien al mismo tiempo con voz muy queda dice gracias cerca de ti.

 Cuando ella vuelve del cuarto de baño aún no es tarde pero yo ya he empezado a bajar la cremallera de tus pantalones muy despacio. Miras excitado el reloj porque sabes con seguridad lo que voy a hacer a continuación; murmuras algo, te acercas más, yo respiro al mismo tiempo que tú, deprisa. Adivino en la oscuridad que estás asustado mientras los botones van cediendo entre los dedos y los dientes y la lengua que te busca dentro. Hay el comienzo de un sollozo y una queja detrás del espejo que tu mujer saca del bolso para pintarse los labios y tan cerca de la boca y la camisa por fuera de los pantalones para que yo pueda acariciarte. Alguien se ríe muy alto y tú haces una señal al camarero escribiendo en el aire para que traiga la cuenta. Ella guarda la barra de labios en el bolso, te mira apoyando el mentón sobre sus manos. Cierras entonces los ojos un segundo y el murmullo continuo del restaurante que llena con su voz las mesas y las bandejas mueve ahora también tus dedos temblorosos que me acarician el pelo mientras te beso el pecho y el vientre y me detengo en la línea del pantalón abierto y escurridizo bajo mis manos. La miras porque ella dice algo mientras aparta el barquillo que no prueba en el plato y en las sábanas limpias del dormitorio. Piensas seguramente en ellas, siempre planchadas y sin saliva, ni pelos, ni lunas, por eso gimes y no sé si lloras cuando cae el cinturón al suelo y no ves entonces la cuenta que acercas a los ojos hasta que ya sin remedio y refunfuñando buscas las gafas en el bolsillo de la chaqueta y mueves ligeramente los labios como protesta. Pero no me detienes, empujas mi cabeza entre tus muslos suavemente hacia abajo y un conocido se acerca a vuestra mesa. Se inclina para saludar a tu mujer y tú te levantas. Le estrechas afectuosamente la mano mientras con la otra aún sostienes mis dedos que ya empiezan a sudar. Ella saca el abanico. Hace demasiado calor y apenas queda aire en mi boca oscura que es la pieza. Te mueves dentro cada vez más rápido y dices algo que no puedo entender. Lo repites esta vez acercándote más y él te ofrece un cigarro que tú rechazas ahora pero tu mujer no. Lo enciende y me obligas a levantarme entre el humo que sale por su boca para besar la tuya. Te pones triste o parece que te pones triste y yo chupo las lágrimas saladas y después tu mejilla mientras sonríes y él te da unas palmadas en la espalda y te recuerda que le llames. Se va y tu mujer te observa detenidamente, como si algo le extrañara. Te das cuenta, por eso te peinas con la mano y carraspeas antes de volver a sentarte y mirar de nuevo la cuenta sobre la bandejita pequeña y plateada. Dice algo y tú asientes despacio, ves los ojos de ella que no te encuentran entre los míos y la propina y ahora sí enciendes un cigarro. Te muerdes los labios y echas el humo obligando a que me dé la vuelta y me apoye contra la pared. Tu boca entonces me sujeta por el cuello como hacen los gatos y el camarero retira la bandejita al tiempo que deja sobre la mesa y el silencio dos copitas de licor, obsequio de la casa. Miras la que está frente a ti, como si a través del cristal y del color blanco pudieras verme aún de lado y con los ojos cerrados, por primera vez moviéndote deprisa, cada vez más deprisa mientras alrededor todo se detiene de repente con la boca abierta, a punto de tocar con los labios la cuchara humeante, de quejarse al camarero porque el vaso está sucio, porque hay un pelo en la sopa, en el mantel, en mi lengua que noto mientras tú sigues moviéndote y yo busco el aire y donde agarrarme en la pared pero no lo encuentro. El humo del tabaco también se ha parado y los dedos de tu mujer sobre el cenicero mientras apaga el cigarrillo. Hasta que muerdes con más fuerza mi cuello y la copa de licor se vuelca sobre el mantel, entonces ella te mira contrariada, el camarero servicial, tú dices que no y te levantas de pronto de la silla. Es hora de marcharse, murmuras.

Mientras ella guarda el abanico en el bolso, aún sostienes el cigarrillo entre tus dedos consumiéndose, el cigarrillo, tus dedos. Respiras fuerte y miras una vez más buscándome entre las manos del tipo que se apoyan en las rodillas de su amigo sentado en el taburete, junto a la barra; y el barman sirve dos copas más y alguien se ríe, el tipo también. Los trozos de hielo tintinean en mi vaso y vuelves a ponerte nervioso porque sigue lloviendo y no lleváis paraguas. Sacas un teléfono móvil del bolsillo de tu chaqueta y marcas un número. Imagino que el de radio taxi porque hablas mientras tu mujer gesticula y te pide que te sientes de nuevo porque no quiere esperar fuera, bajo los toldos del restaurante. Pero tú sí. Hace calor. Le recuerdas que no olvide el bolso y entonces me muerdes la oreja despacio, buscando el ritmo normal de tu respiración ahora entre mi pelo, el sudor de tus manos y el vaso de whisky que dejo sobre la barra y que tú miras por última vez antes de decirle gracias al camarero y darte media vuelta. Empujas la puerta sosteniéndola mientras ella sale y mira enfadada primero los charcos en la vereda y después a ti que finges no haber visto sus sandalias color crema. Un tipo con pelo blanco y papada pasa junto a vosotros. Ni siquiera os mira discutir. Entonces me levanto y, apartando el taburete, pago al camarero sin esperar las vueltas, me dirijo a la mesa junto a la que el niño mira enfadado a su madre porque no le deja ponerse de pie en la silla, y el camarero retira de ella las copas de helado. Hay vainilla y licor derramados sobre el mantel. Sé que esperas fuera, tras el cristal, a que vea mi nombre rayado en la tela roja y manchada y a que el taxi se detenga salpicándole a ella las medias y a ti los zapatos que se empeñó en comprar porque estaban de oferta y que te aprietan justo ahí. Entonces murmuras algo en mi oído que no puedo escuchar de nuevo porque la pieza se llena de caricias y de voces y te giras mientras ella, cansada y de mal humor, sube con dificultad al taxi. No puedes verme, el cristal del restaurante sólo te refleja a ti, asustado y jadeando, doliéndote la boca al preguntar otra vez cómo me llamo y al oír mi voz de lejos escribiéndose en el mantel. Repaso con mis dedos las letras apenas visibles y que adivino entre las migas de pan que el camarero ya ha limpiado, después las dibujo con mi voz, también alguien que me reconoce y me llama entre un grupo de jóvenes que acaban de entrar al restaurante con risa y lluvia en sus caras. Una de las chicas me sonríe con coquetería y guiña un ojo. Buenas noches, dice arrastrando las sílabas. Buenas noches, respondo carraspeando y poniendo bien mi corbata antes de que tú mires en vano a través del cristal como si también pudieras oírme. Subes al taxi detrás de tu mujer, de sus medias llenas de agua y de barro y de las sábanas limpias y planchadas dentro de su bolso también color crema, a juego con las sandalias. Te digo mi nombre entre las voces negras que jadean en el cuarto oscuro junto a nosotros. Tú lo repites en voz baja y frotas el vaho de la ventanilla con la mano. El coche arranca. Sigues sin ver nada a través del cristal, me acerco a la puerta, la empujo y salgo. No veo tu cara y la hebilla de mi cinturón está ahora fría. Desapareces. Sigue lloviendo y las gotas de lluvia me mojan la cara. El coche se aleja, se detiene en la esquina, pone el intermitente. Desaparece.