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Revista de estudios filológicos
Nº32 Enero 2017 - ISSN 1577-6921
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teselas

La isla del padre, Fernando Marías

(Barcelona, Círculo de Lectores, 2015)

 

 

         Un impulso irracional pero sereno me hizo escribir la palabra Pagasarri en el cuaderno que siempre tengo junto al ordenador. La miré durante un rato, garabateada al pie de las rutinarias notas sobre una mesa redonda en la que pronto iba a participar, y a los dos o tres minutos, inmerso todavía en esa sensibilidad especial que me resistía a abandonar, pasé la hoja del cuaderno y en la siguiente, virgen e inmaculada, volví a escribir, esta vez con letra cuidadosa, la misma palabra única. El título de algo que aún no existía.

         Pagasarri.

         Mirar durante largos minutos un folio blanco con una sola palabra escrita en él es una epopeya íntima agotadora, aunque también puede deparar enigmática plenitud. Yo no sabía que entonces, justo entonces, estaba concibiéndose este libro, sin embargo sentí la necesidad de forzarme a evocar momentos importantes que recordase haber vivido junto a mi padre durante aquellas excursiones, los primeros que viniesen a mi mente de forma espontánea. Surgieron tres, que anoté representados por sendas palabas únicas. Árbol fue la primera. Luego surgió la segunda: Aurora. Y al poco la última: Temblores. Árbol era una escena de mi infancia, y Temblores, una de mi madurez, en la época dura y calamitosa: la última vez que subí al Pagasarri con mi padre, allá por diciembre de 1984. Y, en medio, correspondiente a la adolescencia, Aurora. Tras estos tres resueltos recuerdos, la memoria arrojó de forma nebulosa la idea de un cuarto, que elegí concretar con una sola letras.

         H.

         Representaba el indefinido nombre propio, o el apellido, de un amigo de mi padre algunos años mayor que él, también marino. Se llamaba Hansley, o Hartley, o Hantlerby… Encarnaba para mí todos los mitos posibles que mi padre, de carne y hueso, no podía materialmente ser. En mi etapa adolescente jamás pregunté por H, porque temía que mi padre pudiera sentir celos, pero cuanto él contaba alguna anécdota de su amigo yo escuchaba con toda la sed de mi imaginación desplegada. En nuestro idioma privado el nombre de H alcanzó rango de palabra con significado propio, acuñado en secreto para denominar todo lo ignoto y misterioso, todo lo excitante que podía acontecer en las inabarcables aventuras del mar atemporal.

 

         Pagasarri.

         Árbol.

         Aurora.

         Temblores.

         H.

 

         Supe que estas cinco palabras eran todas las que necesitaba cuando, al cabo de otro rato más de esforzado ensimismamiento, no acudió ninguna otra.

(pp. 14-15)

 

 

         Yo.

         Cuántas veces el pronombre yo en esta página, una más con esta. Pero así era: el pronombre personal yo, de mi exclusiva propiedad, parecía venir acuñado para mí por la gran lengua española, y un coro de ángeles armónicos e invisibles lo repetía sin descanso contra las paredes, bajo los techos y ante los espejos. La palabra lo decía: pronombre personal. Nada inventaba yo, me limitaba a interpretar con naturalidad lo evidente: yo, pronombre personal para definir al tierno e inofensivo Fernandito. Y, siendo así, ¿quién necesitaba galaxias y planetas, estrellas y distancias inabarcables, o riesgo de agujeros negros, cuando, por poner un ejemplo, mi abuela, ante la simple verbalización de mi deseo, dejaba lo que estaba haciendo y bajaba a la calle para traerme un bollo relleno de chocolate? El coro de ángeles a mi servicio arrullaba mis sueños, cantando o guardando silencio según mi capricho, y mi madre me contaba sin descanso relatos y aventuras que durante mucho tiempo hicieron innecesaria la existencia de la literatura.

(pp. 54-55)

 

         Cuando escribo en Bilbao lo hago sobre la vieja mesa abatible de la casa familiar, el lugar exacto donde preparaba los exámenes en mi adolescencia. Secreter, se llamaban este tipo de mesas, eso me parece recordar. La palabra ha acudido a mi mente aunque puede que haga cuarenta años que no la pronunciaba, incluso me atrevería a decir que nunca se la he oído pronunciar a nadie, aparte de mi madre y mis hermanos, aparte de los habitantes del pasado de esta casa.

(pág. 132)

 

 

         Busco en el diccionario de la RAE el término maleante:

         (Del ant. part. de malear.)

         1. adj. Que malea o daña.

         2. adj. Burlador, maligno.

         3. com. Persona que vive al margen de la ley, y que se dedica al robo, contrabando.

         Las tres definiciones me inquietan un poco, aunque si me viera obligado a elegir una para asociarla con mi padre eliminaría la 1 y la 2 sin dudarlo. Para mí, que no soy un experto filólogo y he basado mi relación con el lenguaje en la lectura de largos años, de la que he aprendido casi todos mis escuetos recursos de escritor, la palabra maleante evoca un significado menos agresivo que los aquí señalados. Siempre me ha sugerido la imagen de una persona que avanza en equilibrio sobre la línea finísima, apenas un soplo de aire, que separaría la legalidad de la ilegalidad, un caminante que demasiadas veces pisa el lado peligroso sin dejar de respetar con rigor ciertos códigos: nunca matar, nunca violar, nunca hacer daño irreversible a nadie; un pequeño delincuente, en suma. Un pillo atractivo o entrañable, o ambas cosas. Los personajes de Robert Redford y Paul Newman en Dos hombres y un destino o El golpe son para mí, reconozco que tal vez equivocadamente, maleantes.

(pág. 211)