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Revista de estudios filológicos
Nº32 Enero 2017 - ISSN 1577-6921
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teselas

El Reino, Emmanuel Carrère

(Círculo de Lectores, Barcelona, 2015)

 

 

         De Lucas sabemos mucho menos. Casi nada, de hecho. Aunque una leyenda tardía, de la que volveré a hablar, le erige en el patrono de los pintores, no hay en su caso una tradición pictórica consolidada. En sus cartas, Pablo menciona su nombre en tres ocasiones. Le llama «Lucas, nuestro querido médico». No decía Lucas, por supuesto, sino Lukás en griego y Lucanus en latín. De igual manera, Pablo, cuyo nombre judío era Shaul, como ciudadano romano se llamaba Paulus, que quiere decir «el pequeño». Una tradición afirma que Lucas era sirio, nacido en Antioquía, pero el lugar de su encuentro con Pablo, entre Europa y Asia, el hecho de que le sirviera, como pronto veremos, de guía en Macedonia, en las ciudades que le eran familiares, permiten pensar que era macedonio. Último indicio: el griego en que están escritos sus dos libros es, según los helenistas –no estoy en condiciones de comprobarlo– el más elegante del Nuevo Testamento.

         Resumiendo: nuestro personaje es un médico culto, de lengua y cultura griegas, no es un pescador judío. A este griego, sin embargo, debió de atraerle la religión de los judíos. De no ser así no habría contactado con Pablo. No habría comprendido nada de lo que Pablo decía.

(pp. 122-123)

 

 

         Este libro [la Torá] estaba en hebreo, que es la antigua lengua de los judíos, la lengua en la que su dios les habló, pero muchos no la comprendían, ni siquiera en Jerusalén: había que traducírsela a su idioma moderno, el arameo. En todos los demás lugares los judíos hablaban griego, como todo el mundo. Incluso lo hablaban los romanos, que habían conquistado a los griegos, lo cual es, pensándolo bien, tan extraño como si los ingleses, tras conquistar la India, hubiesen adoptado el sánscrito y que esta lengua hubiera sido la dominante en todo el mundo. En todo el imperio, desde Escocia al Cáucaso, las personas cultivadas hablaban bien el griego, y la gente de la calle lo hablaba mal. Hablaban lo que se llamaba koiné, que en griego significa común en el doble sentido de compartido y vulgar, y que era el equivalente exacto de nuestro broken English. Desde el siglo III antes de nuestra era los judíos de Alejandría empezaron a traducir sus escrituras sagradas en esta lengua que pasó a ser universal, y según la tradición al rey griego de Egipto Ptolomeo Filadelfo le sedujeron tanto estos primeros ensayos que ordenó una traducción completa para su biblioteca. A petición suya, el sumo sacerdote del Templo de Jerusalén habría enviado a Faros, una isla cercana a la costa egipcia, a seis representantes de cada una de las doce tribus, setenta y dos eruditos en total que, aunque se pusieron a trabajar por separado, habrían hecho traducciones absolutamente idénticas. En ello se vio la prueba de que estaban inspirados por Dios y por eso la Biblia griega recibe el nombre de Biblia de los Setenta.

(pp. 125-126)

 

         Agapē, de donde Pablo sacó la palabra «ágape», es la pesadilla de los traductores del Nuevo Testamento. El latín lo vertió como caritas y el francés como «caridad», pero es bien evidente que esta palabra, después de siglos de buenos y leales servicios, ya no sirve hoy. ¿Entonces «amor», sencillamente? Pero agapē no es ni el amor carnal ni el pasional, que los griegos denominaban eros, ni el amor tierno, apacible, y que ellos llamaban filia, de las parejas unidas o de los padres por sus hijos pequeños. Agapē va más allá. Es el amor que da en lugar de recibir, el amor que se empequeñece en vez de ocupar todo el espacio, el amor que desea el bien del otro antes que el suyo propio, el amor liberado del ego.

(pág. 169)

 

         Dos grandes ideas presidían el grupo animado por Frédéric. La primera es que los libros bíblicos constituían un conjunto heteróclito, extendido a lo largo de mil años, y que abarcaban géneros literarios tan diversos como la profecía, la crónica histórica, la poesía, la jurisprudencia, el aforismo filosófico, y que eran obra de centenares de redactores diferentes. Las grandes traducciones, ya sean como antaño el trabajo de un solo hombre, Martín Lutero o Lemaître de Sacy, o como hoy día de un colectivo de eruditos, la TEB o la BJ, tienen tendencia a insertar en este concierto de voces discordantes una armonía artificial: todo se asemeja un poco, los Salmos están escritos como las Crónicas, éstas como los Proverbios y éstos como el Levítico. La ventaja de encargar las traducciones a escritores distintos, cada uno poseyendo o creyendo poseer una lengua propia, es que no se parecerán. De hecho, no se tiene la impresión de leer el mismo libro cuando pasas de los Salmos traducidos por Olivier Cadiot al Qohelet traducido por Jacques Roubaud, lo cual es refrescante. Los inconvenientes son, en primer lugar, que de un libro a otro las mismas palabras griegas o hebreas no se traducen igual, de modo que es un pequeño desbarajuste, un feudo del capricho individual, y, en segundo lugar, que los escritores no son tan diferentes, todos pertenecen no sólo a la misma época y al mismo país sino incluso a la misma capilla literaria, el pequeño mundillo de las POL-Éditions de Minuit. Me habría gustado que hubiesen recurrido, no sé, a Michel Houellebecq o a Amélie Nothomb, pero, bueno, la perfección no es de este mundo, valía la pena intentarlo, y este trabajo nos embelleció a todos la vida durante algunos años.

         Detrás de la segunda gran idea está la quimera del retorno al origen, al tiempo en que las palabras no estaban todavía gastadas por dos milenios de uso piadoso. Estas palabras que tan estrepitosamente resonaban, evangelio, apóstol, bautismo, conversión, eucaristía, se vaciaron de su sentido y adquirieron otro, rutinario y benigno. «La sal es buena», dice Jesús, «pero si se vuelve insípida, ¿con qué la salaremos?» Pasamos decenas de horas reunidos en cónclave, buscando cómo verter al lenguaje de hoy la palabra «evangelio». Para empezar, «evangelio» no es ni siquiera una traducción: es sólo la transcripción de la palabra griega evangelion. De igual manera, «apóstol» no es más que la transcripción, a la vez perezosa y pedante, del griego apóstolos, que quiere decir «emisario»; «iglesia», la del griego ekklesía, que quiere decir «asamblea»; «discípulo», la del latín discipulus, que quiere decir «alumno», y «mesías», la del hebreo maschiah, que quiere decir «ungido». Sí, ungido: friccionado con aceite. El hecho es que ni la palabra ni la cosa son muy apetitosas, y me acuerdo de que un gracioso entre nosotros había propuesto que tradujéramos «el Mesías» por «el Pringoso».

 

         La mayoría de la gente hoy cree que «evangelio» designa un género literario, el relato de la vida de Jesús, y que Marcos, Mateo, Lucas y Juan escribieron los Evangelios como Racine tragedias o Ronsard sonetos. Pero ese sentido sólo se impuso hacia la mitad del siglo II. La palabra que Marcos colocaba al principio de su escrito era un vocablo común que significaba «buena nueva». Cuando Pablo, treinta años antes, habla a los gálatas o a los corintios de «mi evangelio», quiere decir: lo que yo os he predicado, mi versión personal de esta buena nueva. El problema, lo que reprochamos con razón a «evangelio», es que haya perdido su sentido original y que, de hecho, ya no posea ninguno, pero escribir «buena nueva» en su lugar es un remedio peor que malo: le da un simpático tono catolicón, de capellán, imaginamos al instante la sonrisa y la voz del cura. Por mi parte, yo me retracté, y después de no sé cuántas pruebas tan desalentadoras como «el feliz mensaje» o «el anuncio de alegría», acabé conservando «evangelio».

         Es la primera palabra de Marcos, y aún no hemos tenido tiempo de recuperarnos cuando, unas líneas más adelante, topamos con un campo minado: «Juan apareció en el desierto, proclamando.» ¿Proclamando qué? Lo que la TEB llama «un bautismo de conversión con miras al perdón de los pecados», la BJ «un bautismo de arrepentimiento para la remisión de los pecados», y el viejo Lemaître de Sacy «un bautismo de penitencia para la remisión de los pecados». Bautismo, conversión, arrepentimiento, penitencia, remisión y, lo peor de todo, pecado: a nosotros, que pretendíamos dar un sentido más puro a las palabras de la tribu, cada uno de estos vocablos, con su carga de unción eclesiástica y terrorismo culpabilizante, nos inspiraba un horror sagrado. Había que salir de esta sacristía, encontrar otra cosa, pero ¿qué? Acabé escribiendo: «Juan apareció en el desierto, bautizando. Proclamaba que mediante esta inmersión quedabas rehecho, liberado de culpas.» Lo único que puedo decir en mi descargo es que obtener este resultado me costó Dios y ayuda. Pero veo claramente que no es bueno. Que este modernismo, quince años más tarde, está ya obsoleto. Me temo que el pecado y el arrepentimiento nos enterrarán a todos.

(pp. 449-451)