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Revista de estudios filológicos
Nº31 Junio 2016 - ISSN 1577-6921
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teselas

 

¡Llegaron!, Fernando Vallejo

(Alfaguara, Barcelona, 2015)

 

Cosa segura, eso sí, es que el último de los hijos de mi abuela fue Ovidio, mi tío sabio, el que nos acompañó en la niñez a modo de tutor habida cuenta que mi papá andaba en la política (que es más adictiva que la plata, que el sexo y que el crack), y que mi mamá vivía en las nubes (pero no en la de Apple, ¿eh?, que es muy reciente), de las que bajaba con intermitencias para tener otro hijo o ponerse a tocar en el piano el “Carnaval de Venecia”, que nunca se aprendió. Dejémosla por lo pronto ahí, en el piano, que siga en su entrenamiento dándole y dándole, y volvamos a su hermano Ovidio, nuestro tutor.

Todo lo sabía Ovidio. Todo, todo, todo. Desde el gordo Capeto hasta el cantante Gardel. Más veinte lenguas, entre vivas y muertas, que hablaba o leía como si tal. Una enciclopedia viviente pues. Una Wikipedia para que me entiendan, ustedes que son de la era del Internet. También se les pasará su era, ¿eh?, no se sientan tan seguros. ¡O qué! ¿Llegaron para quedarse? Para morir llegaron e irse, pavesas, y para desaparecer sin dejar rastro. Si algo queda de ustedes, digamos el esqueleto fosilizado en unas rocas y lo encuentra un paleontólogo del futuro, dense por bien servidos. Bueno, ¿de qué estábamos hablando?

-De Ovidio.

-Ah, sí, de Ovidio. Hablaba en veinte lenguas, y cuando tomaba la palabra en español no la soltaba. Hablaba, hablaba, hablaba. Murió de un cáncer en las cuerdas vocales que lo sumió en la oscuridad del silencio. “Non loquor –le ordenó la Parca-. No hables”, y lo dejó políglotamente mudo. No pudo volver a articular palabra. Ni en la lengua de Cervantes, ni en la de Dante, ni en la de Shakespeare, ni en la de Harún al-Rashid.

- Su Ovidio sabía pues más lenguas que Borges.

-Amigo mío, Borges no era políglota: era ciego. No sabía latín, ni griego, ni árabe, ni hebrero, ni persa, ni sánscrito, pero en todo se metía, eso sí, ¡eh ave María!

(p. 11-2)

 

“Tené, comé, llenate”. “¿Qué le están dando, por Dios, niños, a Capitán?” “El bizcocho de novia que te trajeron, abuelita, él también tiene derecho a comer”. El así llamado era una torta negra de panela con pasas y fruta cristalizada, deliciosa. Solo se comía dos veces en la vida: el día de la primera comunión y el del matrimonio. Como yo no me casé (porque Dios me dio una cruz distinta, que algún día digo), sigo comulgando todos los días como si fuera la primera vez, a ver si me vuelven a dar bizcocho de novia. ¡Qué delicia! ¡Qué días felices, cuánto los añoro! Comíamos seis veces diarias, a saber: desayuno, mediamañana, almuerzo, algo, comida y merienda.

-¿Qué comían en el “algo”?

- Chocolate con pandeyuca, mojicones, tostadas, panes de dulce…

- Entonces no era un “algo”, era un “mucho”.

-Sí, era más bien bastantico.

Pues le diré que Lía lo fue suprimiendo todo a medida que le iban naciendo los hijos. Cuando iba por Carlos ya había suprimido la mediamañana. Cuando nació Manuel suprimió el algo. Y a partir de Manuel, con los sucesivos vástagos fue suprimiendo lo que quedaba, hasta reducirnos a un tentempié a mitad del día, que llamaba “almuerzo”. ¡Almuerzo el de antes, el de Jauja! Constaba de jugo de frutas, sopa, ensalada, arroz, patacones, frijoles, carne o chorizo o pollo, mazamorra y dulce de guayaba, de curuba o de lulo. Suprimió el dulce, suprimió el jugo, suprimió la ensalada, suprimió el arroz, suprimió los patacones, suprimió los frijoles, suprimió la carne, suprimió el chorizo, suprimió el pollo, suprimió la mazamorra y el almuerzo quedó reducido a una sopa aguada, que es lo que aquí he llamado tentempié.

“Mami, ¿no ves que tu marido parece un faquir? Dale de comer”. No veía, no oía, no le daba. Cuando el faquir regresaba a casa en la noche de los sábados achispado, para hacerse perdonar nos traía una caja grande de cartón con pescado frito y papas que compraba en el Manhatan, una heladería o café según él pero no: un bebedero de aguardiente. “Por Dios, papi, ¿una heladería o un café abierto a las doce de la noche?” Cantina sería. En fin, cantina o café, esa noche excepcional comíamos. Acabada la comilona el achispado se quitaba la pretina con que se amarraba el pantalón y repartía fuete. ¡Y después me vienen los irlandeses con sus novelas de infancias desgraciadas! Desgraciados nosotros.

(pp. 31-2)