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Revista de estudios filológicos
Nº30 Enero 2016 - ISSN 1577-6921
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relecturas

GABRIEL MIRÓ (1879-1930). UN PASEO POR LA NOVELÍSTICA MIRONIANA

 

Liuyi Zheng

(China Communication University)

Antonio Arroyo Almaraz

(Universidad Complutense de Madrid)

aarroyoa@ccinf.ucm.es

 

 

Resumen

El presente trabajo plantea un recorrido por las principales novelas de Gabriel Miró, principalmente aquellas que se circunscriben al espacio de Oleza (Orihuela- Alicante): El hijo santo (1909), Las cerezas del cementerio (1910), Nuestro Padre San Daniel (1921) y El Obispo Leproso (1926).

Palabras clave: Novela, modernismo, Oleza

 

Abstract

The present work raises a tour for Gabriel Miro’s principal novels, principally those that limit themselves to Oleza (Orihuela - Alicante): El hijo santo (1909), Las cerezas del cementerio (1910), Nuestro Padre San Daniel (1921) and El Obispo Leproso (1926).

Key words: Novel, modernism, Oleza

 

 

 

In memoriam de Anastasio Machuca Díez

 

 

I

Qué mejor lugar para pensar y escribir sobre la narrativa de Gabriel Miró que hacerlo desde la ciudad alicantina de Orihuela, la topografía literaria de dos de sus más conocidas novelas: Nuestro Padre San Daniel (1921) y El Obispo Leproso[1] (1926); una sola obra escrita en dos partes. La Oleza mironiana, ya que renombró la ciudad imitando ejemplos cercanos como la Vetusta de Clarín o la Marineda de Pardo Bazán, entre otros.

Bajo un sol plomizo y un intenso calor húmedo, propios del mes de julio, recorremos las calles; visitamos el Colegio de Santo Domingo[2], cuyos suelos y columnas de los patios horadadas trasladan la imaginación a aquellos colegiales[3] de levitas azules con fajín celeste y pantalón negro educados bajo la disciplina de los jesuitas, que asistían a misa diaria en la iglesia barroca cuyo retablo está rematado por una alegoría de la Sabiduría. O el que en otro tiempo fuera feroz río Segura -Segral-, que provocaba conocidas inundaciones, como testimonia la primera de las novelas citadas: «El misionero que predicaba la cuaresma gritó, mirando al río y tendiendo una mano hacia la ciudad: ‘¡Este lobo devorará a esta oveja!’ Para que no se cumpla el presagio se acogen los olecenses al patrocinio de San Daniel» (NPSD, p. 96). También la catedral renacentista con sus tres puertas: de las Cadenas, de Loreto y de la Anunciación; acompañada del Palacio Episcopal. En torno a ella un conjunto de conventos e iglesias, como la de Santiago Apostol, la de las Santas Justa y Rufina[4], el Santuario de Ntra. Sra. de Monserrate[5], presidido geográficamente por el Seminario, un balcón en el monte de San Miguel que respalda y protege una ciudad cuya calle principal comunica dos espacios significativos en la narrativa de referencia: el Arrabal de Roig, lugar de penuria, y la zona que culmina en el Arco de Santo Domingo, espacio de la sociedad acomodada que acoge algunos palacios como el del Marqués de Arneva, el de Rubalcava o el de La Granja, siendo la Esquina del Pavo un centro de referencia necesario; en la novela esas dos zonas reciben los nombres de San Ginés y San Daniel:

 

«La ciudad se entregaba a los dos bandos: el de San Ginés, que vive siempre en una corralada de humanidad primitiva; en un vertedero de hijos, de bestias, de inmundicias, de faenas, de disputas, de tánganos y coplas; y el de San Daniel, que vive dándose codazos en el corazón, espulgándose la conciencia, sintiéndose entonces con sangre y resabios de casta harapienta, como si brotase a empujones de otras guaridas de peñascal». (NPSD, pp. 326-327)

 

Orihuela, de la mano del escritor, entró en la literatura como lo habían hecho otras geografías y ciudades convertidas en territorios de sentido literario: desde La Mancha cervantina al Madrid galdosiano, pasando por multitud de ejemplos. Y la ciudad agradecida le devuelve el gesto dedicándole una de sus mejores y más refrescantes plazas, la Glorieta Gabriel Miró. Esta ciudad alicantina llama nuestra atención y la de muchos visitantes; al pasear por sus viejas calles de historia, da la impresión, como señaló Vicente Ramos[6], de que el tiempo se hubiese detenido: «Orihuela es ciudad fría, museo y archivo de pasadas grandezas, inventario de empolvadas solemnidades, amarillo recuerdo de un alto y acabado predicamento político». Seguramente, como apuntó Manuel Ruiz-Funes[7], el ambiente oriolano es contradictorio: «Por un lado, la luz, los olores y el paisaje tienden a un sensualismo vital; por otro, para contrarrestar esa sensualidad ambiental, surge un espíritu férreo de observancia y disciplina, de religiosidad eminentemente ascética, rigurosa». Este ambiente está recogido en el decurso de las obras mironianas y los sacerdotes recorren ese mundo narrativo tejiendo parte de la cotidianeidad de la ciudad, en ocasiones ambivalente. El mundo religioso está omnipresente en casi toda la obra del novelista; para analizarlo nos vamos a centrar en cuatro narraciones[8], dos novelas de la segunda etapa: El hijo santo (1909), novela corta, y Las cerezas del cementerio (1910), historia con referencias autobiográficas que caracteriza el preciosismo modernista, junto a un cierto decadentismo en el que prima lo subjetivo. Y las dos que hemos mencionando al principio, el mundo olezano, novelas de la tercera etapa y sus obras maestras.

En el marco de una tradición realista, ya asumida, de nuestra literatura, el sacerdote –así como otros miembros eclesiásticos- es un personaje literario singularizado con distintos perfiles, sólo hay que recordar nombres como el Pero Pérez, el cura en Don Quijote; el satirizado clérigo de Maqueda, el fraile de la Merced, el capellán de la Iglesia Mayor o el arcipreste de San Salvador de Toledo, en el Lazarillo; el clérigo cerbatana, dómine Cabra, de Quevedo; fray Gerundio de Campazas, del Padre Isla; Nicolás Rubín y tantos otros del mundo galdosiano[9]... Dentro de este elenco amplio de tipos[10], nos centraremos inicialmente en dos: el cura enamorado en El hijo santo[11], y el cura bobo, o sacerdote caricaturizado, en Las cerezas del cementerio; dos obras que giran en torno a personajes protagonistas, opuestas a las novelas de Oleza que son narraciones corales, que distribuyen la tensión narrativa entre un conjunto de personajes, aunque sobresalgan algunos de ellos, y que trataremos posteriormente.

Con El hijo santo, Miró entra de lleno en la tradición del cura enamorado: el joven de 32 años, don Ignacio Bandeño, vive en los inicios del novecientos en una ciudad costera y provinciana llamada Castroviejo. Ordenado sacerdote sin apenas vocación; lo hace por agradar y complacer los deseos de su viuda madre, más que los propios. Ese carácter dócil, acomplejado, en muchas ocasiones apocado, de espíritu indulgente y afectuoso del protagonista está poco llamado a lo religioso: es cantor en la Colegiata, da clases y confiesa a los párvulos del colegio de Nuestra Señora, ejerce de patrón en su finca heredada dedicándose de vez en cuando a la caza. Tanto don Ignacio como el resto de los presbíteros de la obra viven una vida ociosa y descansada, en el marco de un espíritu conservador. Por otro lado, respecto a la expresión religiosa de don Ignacio, éste ejerce la caridad con las gentes humildes, en ese sentido coincide con el padre Magín de las novelas de Oleza; sin excesos ejerce el perdón caritativo; los ideales de justicia y solidaridad son un reflejo de la postura encíclica en la que toma clara postura a favor de los asalariados, obreros, y los más desfavorecidos:

 

«D. Ignacio sale de su casa a las ocho y cuarto. Pronto se le acerca un pobre, lo socorre. Y halla otro y también le alivia; y la Divina Providencia le envía otro; y después dos. Pero a D. Ignacio se le agotan las monedas (…) Si por acaso halló después en su faltriquera alguna ignorada piecezuela de cobre, se vuelve y desanda y llama al que murmura (…) –oh tío Agustín. –dice en su corazón el sacerdote- ¡Qué no haría yo con tus caudales!». (EHS, p.246)

 

Se enamora de la bella doña María, viuda con dos hijos de los que es su preceptor; sin embargo, es un amor no correspondido ya que ella se volverá a casar pero no con él. Enterado de ello se siente fracasado, frustrado, hasta el punto de que le provoca una enfermedad, junto a un estado de abulia constante. Siguiendo los pasos del psicologismo de Valera, Miró trazó un personaje que no manifiesta, no exterioriza su amor, sino que se desarrolla en su interior, donde se desata esa pasión amorosa -sus estados de ánimo, sus pensamientos, la intensidad de sus sentimientos-, además de crear toda una atmósfera llena de señales amorosas -sonrojo, timidez, nerviosismo, miradas, roces...-. En ocasiones se acompaña de citas bíblicas del Cantar de los cantares o de San Juan de la Cruz, Noche oscura del alma:

 

«¿Y era su alma, la que buscando la no gastada quietud y ansiando la áspera subida al Monte Carmelo `en una noche obscura, estando ya la casa sosegada´, se hería el corazón con los martillazos de aquellos opresores y durísimos avisos del místico: ‘Para gustarlo todo no quieras tener gusto en nada’ (…) ¡Si ahora la lumbre de los cielos y el aire campesino y la alegría de las criaturas, le dejan en los ojos y en la boca encantos de Paraíso y gusto de mieles, y lejos de negarse y de negarlo todo, todo es para él jugosa afirmación de bienaventuranza!». (EHS, p. 268)

 

Centrándonos en el perfil de la figura caricaturesca, destacamos al párroco de Posuna, don Leonardo o Leonardote en la novela Las cerezas del cementerio. El clima de la novela alcanza en ciertos momentos una gran religiosidad, lo que se ve reflejado en personajes como don Eduardo, hombre de gran espiritualidad, benévolo, así como el piadoso don Pedro o la tía Lutgarda:

 

«Tía Lutgarda, antes gentilísima, fina y cándida como las azucenas, lloró mucho y enfermó, y su primorosa belleza fue consumiéndose en la brasa del padecimiento. Amaba y veneraba a su esposo don Pedro como a un severo padre espiritual, como a un iluminado cuya alma era morada de Dios y que le hacía meditar en la eterna vida (…) Llegó el fin del esposo, y, presintiéndolo el piadoso varón, hízose llevar al monasterio de Benferro, protegido siempre cuantiosamente por ‘La Olmeda’, y allí, rodeado de toda la Comunidad, asperjado de agua bendita, muy ungido, besando santas reliquias y oyendo salmos y deprecaciones, rindió su espíritu al Señor. Bajaron el cuerpo a la iglesia, y sólo entonces pudo verlo la esposa y besó los pies del muerto como una penitente». (LCDC, pp. 101-102)

 

El contraste con ese trazo espiritualista está en el humor que utiliza Miró con mosén Leonardo, el cual sufre el mal de risa, un mal que no podía remediar. La risa se le disparaba estrepitosamente cuando menos se lo esperaba y sin saber por qué. Este motivo puebla la novela de anécdotas vinculadas al sacerdote. Recojamos algunas, como en el encuentro de don Leonardo con dos capellanes forasteros, del camarín de la Virgen de Valencia, que estaban de veraneo en la comarca, los cuales organizan una burla del sacerdote:

 

«El más joven se inclinaba y cogía gálbulos secos caídos de los cipreses, cuyas raíces se trenzaban casi encima de la tierra, y luego iba dejando esas nueces en los senos del gorro de mosén Leonardo, diciéndole:

-Sueñecico hay; despabila, Leonardote.

Habláronle también de las últimas encíclicas. El señor cura de Posuna acaso no las conocía; pero ellos insistían en preguntarle su parecer. […]

-¡Mire -a don Félix-: lo que quiero es que no entre cuando yo predique, y si fuera posible que retuviese por aquí a esos dos sacerdotes, para que tampoco me oigan! Son hombres de mucho saber y burla; y el sermón es uno que ellos conocen, el de un sueño por comparanza: ‘el hombre pecador está dormido; pues bien: va Jesús y lo despierta, y queda salvo´. Y esta tarde ya me dijeron: ‘¿Tendremos sueño? ¡Despabila, Leonardote!´. Imagine el sofoco que padecería, siendo el mismo sermoncico de siempre: el del hombre dormido. ¡Si no es posible otro! […].

El cuitado clérigo, retorciéndose de angustia y risa, mirando suplicante a Jesucristo, balbució gracias y bendiciones a los señores de Valdivia, y cayéndose, derrumbándose, bajó las escalerillas de tablas, que recrujieron siniestramente. Cuando Félix pasó a la sacristía, mosén Leonardo se abrazó a sus hombros, gimiendo:

¡¡Ha visto!! ¡Lo ha visto! ¡Fueron ellos! Entraron al empezar del sueño: ‘el hombre pecador está dormido: Jesús lo despierta’. Y tosen los del camarín de Valencia; los miro, y ellos inclinan las cabezas, queriendo decir que dormitaban; luego se estregan los ojos, y tosen otra vez... Me dio tanta vergüenza, que... me reí... ¡Oh Señor, lo mismo que delante de su ilustrísima!... ¡Risum reputavi errorem! ¡Señor! ¡Risum, risum reputavi errorem! […].

Llegaron los clérigos. El párroco quitóse el solideo, y delante de la señora se humilló. El más joven de los eclesiásticos de Valencia dábale en las espaldas palmaditas protectoras; el otro también..., y entrambos dijeron alborozadamente:

-¡Este Leonardote, este Leonardote, necesitará un exorcista que le arranque el demonio de la risa!

-¿Demonio, debe de ser demonio lo que me tiene poseído!». (LCDC, pp. 170-177)

 

Un último ejemplo del mal de risa de don Leonardo es el siguiente:

 

«Y el médico deslizó en el oído del clérigo:

-¡Oh, si mis hijos pudiesen marcharse con doncellas y hasta con viudas placenteras!

Horrorizóse mosén Leonardo. Y de súbito trazó su vientre un oleaje de grasa; onduló su tórax hasta la garganta; apretóse las ijadas; se inflamaron sus carrillos, salió huyendo y disparó su risa en el amplio vestíbulo.

Se produjo una inmensa alarida de júbilo.

-¡Perdón, perdón! -balbució el párroco, volviendo a la sala-». (LCDC, p. 230)

 

 

II

 

Miró vuelve al tópico cervantino del manuscrito encontrado en las novelas de Oleza, a través del cronista de la ciudad Espuch y Loriga y de sus inéditos Apuntes de la Fundación de los estudios de Jesús. Son abundantes los clérigos olecenses en una ciudad que quiere también representar o simbolizar a otras muchas ciudades provincianas de la España de finales del siglo XIX. En ella, además de un gran mundo de sensualidades –uno de los grandes protagonistas en la obra mironiana es el lenguaje- a través de una naturaleza fértil y rica, como contraste, aparece una ciudad envuelta en misticismos y devociones de la vida clerical y religiosa: «no había en Oleza enemigos de la Fe» (EOL, p. 170).

El nombre que Miró da a la ciudad procede de los abundantes olivares de la zona: «de la abundancia de sus árboles y de sus generosas oleadas procede el nombre de Oleza, que desde 1565, en el Pontificado de Pío IV, ilustra nuestro episcopologio» (NPSD, p. 94). Es una ciudad clerical; recordemos el subtítulo de Nuestro Padre San Daniel dado el relieve que tiene la vida religiosa: Novela de capellanes y devotos; pero este aspecto se contrapone con un cierto cedazo anticlerical o, más bien, antijesuítico. Los sacerdotes no son los protagonistas visibles de las dos obras, aunque sí aparecen como los dirigentes de la vida de Oleza; pululan por la ciudad episcopal, son centrales para comprender muchos de los dramas narrativos.

Como decíamos al principio, El obispo leproso es la continuación de la primera obra, así lo indica el subtítulo de la novela: Segunda parte de Nuestro Padre San Daniel; desarrollada en un tiempo más lento pero con muchos de los personajes de la primera novela –el homeópata Monera; Paulina; los clérigos Bellod, Magín y don Cruz; don Álvaro; Pablo… El conjunto de las dos novelas presenta una estructura circular: la acción se desarrolla entre la llegada y la muerte del obispo, o más precisamente, la primera obra se inicia con la muerte del prelado cordobés don Ipandro de Oleza, al que le sucedió el arcipreste de Tarazona, don Francisco de Paula Céspedes y Beneyto, el obispo leproso, que ocupa la mayor parte de la narración. Y con él aparece el orbe sacerdotal de la levítica ciudad, que como dice el narrador: «Oleza criaba capellanes, como Altea marinos, y Jijona turrones» (NPSD, p. 119). Son multitud de eclesiásticos que prácticamente desempeñan todas las funciones propias de su ministerio; además de los jesuitas, que ejercen de educadores, preceptores y maestros, y del obispo que gobierna la diócesis. No obstante, prácticamente desde el comienzo de la narración, capítulos II y IV de la segunda parte de NPSD, Gabriel Miró presenta en muchos momentos, de forma sutil e irónica, dos mundos sacerdotales diferentes, en ocasiones rivales y enfrentados. El contraste es una técnica utilizada por Miró: su visión de los acontecimientos, los personajes y la obra engloba, muestra, múltiples facetas, diferencias, oposiciones y disconformidades. Refuerza esta idea de contraposición la visión de Rodolfo Cardona[12] quien distingue dos bandos olecenses: estoicos y epicúreos y ve a don Magín como el máximo representante del epicureismo. Retomamos la idea anterior y tenemos, por un lado, un eje de la novela que gira en torno al padre Magín, la gran figura clerical de Oleza; a cuyo círculo pertenecen don Jeromillo, capellán de las Salesas; un sacerdote viejo al que llaman el Abuelo, y don Pío, el poeta, vicario de Nuestro Padre, que ingresó en la parroquial del P. Bellod casi recién salido del seminario y fue rescatado de sus garras posteriormente por don Magín.

Como podremos ver en la cita siguiente, Miró heredó y desarrolló la técnica de la descripción sobre tres ejes en muchos casos irreemplazables: la ironía, la creación de imágenes a través de un lenguaje modernista y el humor. Don Jeromillo tenía:

 

«alma todavía de nido[13], de tan simples pensamientos que los más comineros escrúpulos de las Madres le hacían trasudar y confundirse. Decíanle todos don Jeromillo, y nadie creía adelgazarle temerariamente el nombre (…) Llamarle Jeromillo a don Jeromillo significaba una exactitud de sustantividad y de adjetivación. Menudo, rollizo, moreno y pecoso; el cabello amaizado, las cejas anchas y huidas, la piel de la frente en un renovado oleaje de perplejidad; los ojos, de un vidrio claro y húmedo; de todo se pasmaba y sus manos se cogían la nuca como temiendo que se le derrumbase la Creación encima de su atlas. Solía equivocarse en los rezos, y por enmendarlos, se pasaba el día devorando el Breviario. Andaba siempre corriendo, tropezando, trabándose en sus haldas. Leía las Sagradas Escrituras con ánimo de no comprenderlas, porque ¿quién era él para tanto? (…) Pero don Jeromillo se obcecaba en sus cavilaciones exegéticas, apuñalándose la cerviz, mordiéndose los artejos». (NPSD, pp.136-137)

 

Don Magín es un sacerdote querido y respetado, especialmente por las gentes más humildes del barrio de San Ginés, así como por los obreros y los técnicos del ferrocarril, debido a la cercanía que deja su amistad, que nace de su amor y caridad hacia el prójimo. Hombre de diálogo y perdón, cercano a socorrer a los necesitados; de espíritu abierto, curioso y culto, amante de los libros, goza especialmente de la naturaleza… Dos particularidades le caracterizan: su afición a los paseos y el disfrute de los olores, especialmente de las flores. Su magisterio se inició como vicario en la iglesia de Nuestro Padre San Daniel desde donde pasó a párroco de la iglesia de San Bartolomé, cercana a la barriada de San Ginés. También es profesor de Teología Moral en el Seminario; renunció a una propuesta de canonjía que le hizo su querido obispo. Se preocupa de su parroquia, socorriendo a los más necesitados, lo que le implica mayores desvelos. Respecto a su expresión religiosa[14], como ha señalado Manuel Ruiz-Funes[15], concibe la religión, la vida sacerdotal y espiritual, no desde la pasividad sino desde la acción del alma, es actuación y esfuerzo; sobre la naturaleza actúa la gracia, pero esta no destruye aquella:

 

«Aunque tampoco piense usted que la gracia se suelta del Señor lo mismo que cae el grano del pico de un pájaro, y después sale un manojo de espigas en la tierra que lo ha recibido buenamente. Solemos decir que un alma goza de un estado de gracia cuando vive de beneficios del cielo, en una dulce quietud. Eso no es un estado de gracia, es vivir gratis, vivir a costa de Dios; y se ha de vivir a costa de sí mismo; claro que algunos viven de su trabajo y otros de sus rentas». (NPSD, p. 276)

 

La oposición entre conservadores y liberales creó una gran tensión en la España del ochocientos; no tenemos nada más que entrar en el mundo galdosiano para ilustrar ese hecho. De la misma oposición se nutren las novelas de Miró, aunque no de forma directa: la sugerencia y la sutileza nos llevan a ella en muchos momentos; y podemos plantear una cierta oposición entre dos posibles bandos o visión dual de una realidad. Hasta cierto punto don Magín encarna, grosso modo, el pensamiento liberal, entendido el adjetivo con las restricciones que tiene desde el ámbito religioso. Como señaló Anastasio Machuca[16], haciendo referencia al Concilio Vaticano I: «El [Concilio] Vaticano [1869-1870] tenía que luchar, no con una herejía y un heresiarca determinados, sino con las herejías de todos los siglos, con los errores de todas las épocas, hacinados en una sola, el Liberalismo». Desde esa limitación hay que comprender también que el padre Magín viera con buenos ojos y apoyara, en la medida de sus posibilidades, los avances sociales y técnicos de la ciudad. Le interesaba la cultura, la ciencia y la naturaleza, y era respetuoso con los planteamientos morales de otros personajes, no aceptando en ningún momento la resignación como respuesta. Podríamos resumir que es un hombre de espíritu libre; muestra esa libertad a través de sus conversaciones con otros personajes: el obispo, las mujeres, Pablo, Paulina…; la otra cara de la moneda estaría representada por el rigorismo del pensamiento más conservador que tienen como personaje central a don Cruz, vicario capitular en el interregno de sede vacante, y junto a él el padre Bellod, al que le dedica Miró prácticamente casi todo el capítulo segundo de la segunda parte de NPSD: «El padre Bellod y don Amancio». Don Cruz tiene un papel importante como preceptor de María Fulgencia y un compromiso claro con los Valcárcel, porque esta familia le ayudó económicamente durante su formación sacerdotal. El narrador lo presenta como un sacerdote vanidoso, con un claro deseo de que lo elijan obispo, aunque no lo manifiesta públicamente. Posee dotes para la caligrafía en la que trabaja. Ejerce como penitenciario al principio llegando a tener gobierno como vicario capitular, como hemos mencionado anteriormente, acabando al final como deán catedralicio. Respecto al P. Bellod, las características psicológicas que lo definen, según Carlos Ruiz[17], haciendo referencia a la segunda novela, son: «barbarie, crueldad, sadismo, -no hipocresía- y obsesión por el pecado sexual. Pues bien, en la segunda mitad del capítulo ‘Estampas y graja’, Miró (…) nos da, con una escalofriante imaginación gráfica, la repulsiva imagen del sacerdote obsesionado por los martirios y la virginidad, la tortura y el sexo». Descrito de la siguiente manera:

 

«Ordenado de Epístola, tuvo viruelas el P. Bellod, y un grano de mal le llagó un ojo, precisamente el del canon de la misa (…) De carne áspera y espíritu rígido y vigilante, mereció pronto el gobierno de una parroquia, y le encomendaron la de San Bartolomé, iglesia románica, tenebrosa como una catacumba, con suelo de costras de lápidas de enterramientos. Entre la clerecía de la diócesis era este párroco cumbre y cátedra de religiosos austeros». (NPSD, p. 117)

 

Hombre integrista, riguroso, severo, defensor del carlismo[18] junto a don Cruz, su amigo y penitenciario. Sumamente austero; temido por los fieles. Un aspecto muy importante del personaje es la crueldad con los animales; algunas escenas de su persecución nos traen a la mente algún pasaje del Lazarillo:

 

«Toda la vetusta iglesia le parecía roída por las ratas (…) El P. Bellod puso ratoneras (…) Y todas las mañanas el sacristán, los vicarios, los monacillos, las viejecitas madrugadoras le sorprendían mordiendo los alambres de sus cepos (…) El P. Bellod concedía a las presas un breve reposo; entonces se oía el fatigado resuello del párroco (…) y con las tenazas de los incensarios aplastaba las cabezas de sus enemigos, y, si se rebullían y le cansaban mucho, tenía que reventarlos por el vientre. Se horrorizaba de pensar que tan ruines animales, verdaderas representaciones del pecado, pudiesen alimentarse de las reliquias de las aras, de ornamentos, de recortes del pan eucarístico». (NPSD, pp. 120-121)

 

Cercana al que podemos considerar grupo más tradicionalista se encuentra la Compañía de Jesús[19], a quien Miró dedicó el capítulo III de la primera parte de El obispo leproso: «Jesús», además de estar presente en buena parte de la narración. Sobre la importancia e influencia que tenía en Oleza basta con las siguientes palabras del narrador de EOL: «El colegio se infundía en toda la ciudad. La ciudad equivalía a un patio de ‘Jesús’, un patio sin clausura, y los Padres y Hermanos lo cruzaban como si no saliesen de casa» (EOL, p. 106). Sus preceptores educan desde el rigor ante los ideales liberales de la época y el despertar sensual de la juventud,  de la ciudad y de otras provincias como por ejemplo Madrid –«hay familias madrileñas que traen sus hijos a ‘Jesús´ de Oleza»- (EOL, p. 146). Destacan dos jóvenes: Pablo, hijo de Paulina y Álvaro, y uno de los personajes más destacados de EOL que sufre el calvario de la agobiante mirada del padre Bellod, entre otros, y Máximo, hijo de los condes de Lóriz:

 

«Pablo sentía encima de su vida la mirada de célibe y de anteojos de don Amancio; la mirada tabicada, unilateral, de tuerto, del P. Bellod; la mirada enjuta y parpadeante de don Cruz; la mirada huera del homeópata; la mirada de filo ardiente de tía Elvira; la mirada de recelo y pesadumbre de su padre. Ninguno le acusó de sus escapadas a Palacio y al huerto rectoral de don Magín, el capellán más relajado y poderoso de la diócesis». (EOL, p. 95)

 

Respecto a la expresión religiosa de estos sacerdotes, se caracteriza por el rigorismo y el puritanismo moral, en muchos momentos intransigente, que tiene un particular enfoque de su ministerio ya que antepone a la vida sacerdotal otro conjunto de elementos, ideológicos en muchos casos, y se muestra, en muchas ocasiones, más cercano a las intrigas y chismorreos, sobre todo de los personajes sociales más elevados e influyentes de la ciudad:

 

«Vanagloriábase el P. Bellod de establecer un paralelismo entre la disciplina de sus vicarios y la crianza guerrera de Roma. El oficio de las legiones era el de luchar y triunfar. Para cumplirlo, Roma impone a sus soldados una vida esforzada (…) El P. Bellod, arregazándose el hábito con una soga, y antecogiendo un destral o un legón, partía leña del yermo o mondaba las acequias. Sus vicarios tenían que imitarle (…) y si se mostraban quejosos, resolvíase el P. Bellod con textos patrísticos (…) El oficio de las legiones de Cristo no era otro que el de triunfar sobre la tentación. Y los coadjutores de San Bartolomé llegaban a desear la muerte que les redimiase de la disciplina de su párroco». (NPSD, p. 122)

 

 Los personajes centrales son, como ya hemos mencionado, don Cruz y el P. Bellod –«Entre la clerecía de la diócesis era este párroco cumbre y cátedra de religiosos austeros (…) Su confesonario hacía estremecer los más limpios corazones femeninos» (NPSD, p. 117), y «El P. Bellod, el mástín del rebaño blanco de las vírgenes de Oleza, redobló la furia de su castidad» (EOL, p. 156)- que representan un determinismo ideológico más conservador e integrista, defensores del carlismo y de la tradición católica más rancia. Don Cruz muestra en ciertas ocasiones desavenencias con el obispo, hace comentarios desfavorables hacia el prelado con quien manifiesta una diferencia ideológica; con él se considera la diócesis huérfana, consideración que también tiene la Compañía de Jesús:

 

«Pero, en otros tiempos, no contaba Oleza con partidos como el que representaba su hermano don Álvaro [integristas], y más atrás, ni siquiera hubo obispo en Oleza. Ahora, en cambio, parecía no haberlo. Porque con un obispo enfermo, y un enfermo como ése, iba pudriéndose la diócesis». (EOL; p. 169)

 

Otro de los ejes significativos, desde esta lectura dicotómica que planteamos, es la llegada del ferrocarril a la ciudad, llegada que fue promovida por el obispo, más cercano si se permite a la tendencia algo más liberal protagonizada, como ya hemos dicho, por el padre Magín, y que cuenta con la oposición del círculo carlista:

 

«En su casa, casa-rectoral, se regodean los ingenieros. No se santigüen, porque, después de todo, Palacio fue quien nos trajo esas cuadrillas de trueno, pidiendo, con las prisas de la salvación, que se hiciese el ramalito del ferrocarril. ¡Para qué querrá Su Ilustrísima el tren teniendo que pasar los años escondido arrancándose postemas! Palacio, sí, señoras; es decir, los dos palacios: ese y el de Lóriz, porque no hay quien me niegue que Lóriz puso dinero de la condesa en las obras, el poco que les va quedando». (EOL, p. 171)

 

A Don Francisco de Paula, obispo de Oleza, le dedica Miró el capítulo VI de la segunda parte de Nuestro Padre San Daniel: «Su Ilustrísima», que como con el resto de los personajes comentados pulula por las páginas de las novelas; adquiere mayor protagonismo en El obispo leproso. Su entrada en Oleza a lomos de una mula recoge una costumbre de Orihuela[20], y de otras zonas, en la que el nuevo obispo hacía su entrada en la ciudad montado en una mula a semejanza de la entrada de Jesús en Jerusalén el Domingo de Ramos. Como vemos en esta escena, así como en otras de las novelas, hay rasgos costumbristas que plantean la presencia de una tradición cercana a la novelística de Gabriel Miró. El nuevo obispo, hombre inteligente, afable en la conversación y el trato, se presenta por primera vez ante Oleza:

 

«con sotana del todo negra, sin faja ni solideo, sin más atributos que el anillo y el pectoral. Sus manos se entretenían en un volumen traspasado por una hoja de marfil (…) Los ojos del señor obispo, unos ojos lentos, que de cerca parecían de un esmalte antiguo, un poco desgastado, pasaban concretamente de mirada en mirada, invitando a que le hablasen». (NPSD, pp. 161-162)

 

Le preocupa el progreso de la ciudad y el desarrollo de su diócesis: «En esta época hizo su última visita pastoral; restauró algunos conventos; mejoró las casas parroquiales más pobres, y en una de un pueblo fragoso pasó el verano» (EOL, p. 161).  Él, junto al padre Magín, son los portadores de valores de progreso y desarrollo para la sociedad olecense. Su pensamiento religioso se muestra a través de sus acciones y diálogos: se preocupa, como buen pastor, por quienes sufren, como en el caso de las consecuencias por las inundaciones del río. Hombre de amistad, abierto a los nuevos tiempos, encarna a la jerarquía eclesiástica. Le rodea un cierto misterio que se va comprendiendo al final de la segunda novela, en el encuentro con Pablo:

 

«Subió el obispo sus manos para perfumárselas en las hojas tiernas del limón; y las vio llagadas y no quiso tocar la hermosura del árbol; y después, sin acercarlas, puso su bendición sobre la frente del hijo de la mujer en quien pensaba, tantos años, sin sonrojarse de ninguno de sus pensamientos». (EOL, pp. 353-354)

 

Nos muestra el narrador a un prelado enamorado que entronca con la tradición que hemos planteado al principio del artículo. Juan Alcaide[21] en su «Romance del obispo leproso» interpreta este pasaje final del obispo de la siguiente manera:

 

«Su existencia era aquel hijo

de la mujer que amó tanto,

del hijo aquel que pudiera

llevar su luz y su barro.

¡Ser padre- Y sus pensamientos

no se manchaban, pensando».

 

El escepticismo corona este final del personaje ya que parece representar el abandono de su auténtica inspiración religiosa. La visión y expresión de la Iglesia es distinta según los diferentes personajes, lo que refuerza la idea de contraste que ya hemos comentado. En torno al padre Magín, aparece una Iglesia más cercana, más humana, preocupada por los pobres y necesitados que responde posiblemente desde la caridad, el perdón y el evangelio; también la vinculación entre don Magín y el prelado se abre a cuestiones sociales que representan una mejor adaptación a una realidad que en ocasiones es cuestionada desde una actitud más retrógrada. Por otro lado, personajes como el padre Bellod y don Cruz muestran un interés quizá más personal, interesados en ocasiones en el control de los demás. Como ya hemos explicado anteriormente, Miró muestra en muchos momentos a la Cía de Jesús pendiente en distintas circunstancias de sus propios beneficios, es decir, les atribuye una sutil arte de captación de voluntades que les permite arramblar con todo. Hay, por tanto, un combate antijesuítico desplegado como también lo hubo en escritores anteriores como Galdós o Blasco Ibáñez, por ejemplo. Aparecen referencias al poder de la orden ignaciana, que se caracterizó entre otras cosas, como ha señalado Soledad Miranda[22]: «por su maestría en recomponer las redes de su incontestable influencia tras los diversos golpes producidos por las medidas tomadas frente a ella por los gobiernos de las etapas más radicales del XIX». Son numerosas y variadas las referencias, igualmente es cierto que destaca, de los de «Jesús», su labor como educadores y transmisores de unos valores también culturales. La defensa del carlismo a través de ciertos personajes refleja, como también ha referido Soledad  Miranda[23], un descenso al terreno de la lucha política de sectores eclesiásticos adversos a la continuidad del sistema inaugurado en septiembre de 1868.

Finalmente, en El obispo leproso se hace mención al período papal en el que se desarrollan los hechos narrativos, es durante el papado de León XIII (1878-1903): «En aquellos días, León XIII dijo a los hombres: ‘Cumplid vuestros deberes de ciudadanos’. Ahora la santa causa no peleaba con estrépito humeante de armas, sino con el fuego de la doctrina, con la espada de las intenciones, con el ejemplo de las virtudes» (EOL, p. 256). Tanto desde esta cita como desde otras referencias, podemos encontrar el trasfondo de algunas de sus encíclicas: en primer lugar, Inmortale Dei (1885), sobre el papel de los católicos en el estado moderno, es decir, su papel como ciudadanos cristianos; en segundo lugar, Cum multa sint (1882), sobre la situación de la Iglesia Católica en España; en tercer lugar, Libertas (1888) sobre la libertad y el liberalismo y, por último, Rerum Novarum (1891), sobre la situación de los obreros centrada principalmente en la actitud del obispo y el padre Magín hacia los obreros del ferrocarril. Sintetizan de alguna manera las relaciones entre el poder civil y el eclesiástico.

Acabamos, y para ello salimos de Oleza-Orihuela, dejando atrás nuestros recorridos urbano y narrativo que nos han proporcionado las obras de Gabriel Miró. Nos dirigimos hacia Bigastro, lugar de retiro de monseñor Salom, al que acudieron los Padres de «Jesús» para llevarle a Oleza, y al que pensaron también asistir don Álvaro y el P. Bellod con la misma intención. Según nos empezamos a alejar de la ciudad se nos viene a la cabeza la visión que de la misma aprecia Purita en la novela cuando se aleja en el tren: «Silvó la máquina, retumbó todo y comenzó a salir el correo de Oleza (…) Más pequeña Oleza, recortándose toda en las ascuas de poniente. Racimos de campanarios, de cúpulas, de espadañas -ruecas y husos de piedra- en medio de lienzos verdes, de barbechos tostados, de hazas encarnadas, de cuadros de sembradura. Palmeras. Olivar. Todo giraba y retrocedía bajo la comba del azul descolorido. Cipreses y cruces entre paredones. El Segral solitario. Lo último de Oleza: la torre de Nuestro Padre; el cerro de San Ginés... Se adelantó un monte con las faldas ensangrentadas de pimentón. Nieblas y cañares. Y se quedó sola en el campo una colina húmeda con una ermita infantil. Encima temblaba la gota de un lucero...» (EOL, p. 384)



[1]A partir de aquí citamos las novelas con las siguientes siglas: El Hijo Santo (EHS), Las cerezas del cementerio (LCDC), Nuestro Padre San Daniel (NPSD) y El obispo leproso (EOL), conforme a las siguientes ediciones: El Hijo Santo, Alicante, Instituto Juan Gil Albert, Diputación Provincial de Alicante, 1986; Las cerezas del cementerio, en Obras completas, vol. III, Madrid, Biblioteca Nueva, 1985; Nuestro Padre San Daniel, Madrid, Cátedra, col. Letras Hispánicas, edición de Manuel Ruiz-Funes, 1988; El obispo leproso, Madrid, Ediciones La Torre, edición de Carlos Ruiz Silva, 1984.

[2] Los años en los que Gabriel Miró vivió en Orihuela y estudió interno en el Colegio de Santo Domingo fueron desde 1886 hasta 1891.

[3] En El obispo leproso, p. 209, los describe Miró: «la primera brigada de colegiales de ‘Jesús’ con sus levitas ceñidas por el fajín de torzal azul, guante blanco, insignias y franjas de oro». En la nota 63, página 140, de la edición de Carlos Ruiz, completa: «Según reza el artículo 17 del Reglamento del Colegio de Santo Domingo: ‘El equipo de los alumnos consiste en una levita de paño azul turquí, con cuello derecho y al borde galón estrecho de oro fino, abrochada con botones dorados, pantalón negro de paño fino, sombrero negro de castor con galón estrecho de oro fino, y faja de punto de seda azul celeste’.

[4] Iglesia en la que se encuentra la imagen del patrono de la ciudad, Nuestro Padre Jesús; representado en la novela como el patrono San Daniel, situado en la iglesia homónima.

[5] La Virgen de Monserrate es la patrona de la ciudad, reemplazada por la Virgen de la Visitación en el mundo mironiano.

[6] Vicente Ramos, El mundo de Gabriel Miró, Madrid, Gredos, 1970, p. 10.

[7] Manuel Ruiz-Funes, Introducción y edición de Nuestro Padre San Daniel de Gabriel Miró, Madrid, Cátedra, 1988, pp. 57-58.

[8] Para la clasificación de la obra de Miró, seguimos la planteada en la Introducción de Manuel Ruiz-Funes a la novela Nuestro Padre San Daniel, pp. 12-17.

[9] Sobre Galdós, venimos manteniendo un trabajo de investigación en títulos como: Cfr. Antonio Arroyo Almaraz: «Benito Pérez Galdós y Narcís Oller: Formulación y percepción narrativas de la ciudad», Rev. de Lenguas y Literaturas Catalana, Gallega y Vasca, vol. 6, Madrid, UNED, 1998, pp. 17-28. Ídem: «La casa como núcleo estructurador del espacio urbano en la novela del siglo XIX: Fortunata y Jacinta de B. Pérez Galdós y La febre d’or de N. Oller», Rev. de Lenguas y Literaturas Catalana, Gallega y Vasca, Vol. VII, Madrid, UNED, 2000/2001, pp. 17-28. Ídem et al.: «La relación norte-sur como eje estructurador de la poética urbana en la narrativa del siglo XIX: Fortunata y Jacinta y La febre d’or»,  Estudios de Literatura Comparada, Actas del XIII Simposio de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, León, Universidad de León, 2002, pp. 123-131. Ídem: Poética de lo urbano en la novela: dos calas en la narrativa del ochocientos, B. P. Galdós y N. Oller, Madrid, edt. Complutense, 2003. Ídem: Edición crítica de Misericordia, de Benito Pérez Galdós, Madrid, Laberinto, Colección Clásicos Laberinto (director de la colección), 2003. Ídem et al.: «Perfiles quijotescos en la novela castellana y catalana de finales del ochocientos: Benito Pérez Galdós y Narcís Oller», La Literatura en la Literatura, Actas del XIV Simposio de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, Madrid, Centro de Estudios Cervantinos, 2004, pp. 139-146. Ídem: «Orientalismo-occidentalismo: visión comparativa de la Guerra de África de 1859/1860 a partir de los relatos de En-Nasiri, Anónimo, Alarcón y Galdós», Comunicación en el XVI Simposio de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, Lucena-Córdoba, 2006. Ídem: «Contextos narrativos del Episodio Nacional Aita Tettauen», Isidora, Revista de estudios galdosianos, n.º 6, Madrid, 2007, pp. 119-135.

[10] Trazamos unos perfiles a falta de un estudio más pormenorizado de la tipología del sacerdote en la literatura española, aunque hay aproximaciones como, entre otros, el trabajo de Soledad Miranda, Religión y clero en la gran novela española del siglo XIX, ediciones Pegaso, Madrid, 1982; el de Luis de Lera (coord.): Religión y literatura en el modernismo español, editorial Actas, Madrid, 1994; o el de José Sastre Ferrer, «El sacerdote, personaje de novela», publicaciones del Seminario Metropolitano, Valencia, 1954.

[11] Centrándonos en esta novela, consideramos la tradición de ese motivo literario cuyos antecedentes, como señaló Marta E. Altisent en su artículo «‘El cura enamorado’: persistencia de un motivo en la ficción sentimental española» [en Martín y Díez ed., Venus enamorada II, Edt. Complutense, Madrid, 2007], parten de una genealogía clásica que perdura en la modernidad literaria (p.93, n.1): «El motivo del ‘cura enamorado’ (…) lo reencontramos desde los fabliaux y cuentos de la Edad Media y aterriza en los cuentos románticos, y en la novela realista y naturalista, para continuar en nuestro fin de siglo actual». Precisamente Gabriel Miró, como otros escritores contemporáneos -Blasco Ibáñez, Ramón Pérez de Ayala, entre otros-, tuvieron unos antecedentes significativos de los cuales citaremos algunos ejemplos, procedentes de la ficción realista-naturalista que muestran la multifacética complejidad de esa figura: en La Regenta (1884-1885), el enamoramiento del lascivo presbítero Fermín de Pas por Ana Ozores marca un eje fundamental de la novela. Anteriormente, Benito Pérez Galdós personificó en don Pedro Polo, de Tormento (1884), al cura egoísta, sin vocación, sin prejuicios, temperamental y acomodado a su doble vida de conquistador del alma y el cuerpo de la huérfana Amparo, tras serle entregada a su protección. Otro ejemplo es la novela Los Pazos de Ulloa (1886) de Emilia Pardo Bazán, donde Don Julián, capellán y preceptor de la familia Ulloa siente un amor platónico hacia Nucha, la joven esposa de don Pedro Moscoso; o en Pepita Jiménez (1873) de Juan Valera, donde el joven Luis de Vargas se enamora de Pepita, pretendida por su padre igualmente, y tras los consejos de su mentor religioso éste allana los escrúpulos de su sobrino desviando su camino de perfección hacia el matrimonio; también en otra novela de Valera, Doña Luz (1879), aparece el mismo tema encarnado en la figura del misionero padre Enrique, enamorado sin recato de una viuda. El triunfo del matrimonio sobre una vida célibe no elegida fue el tema también de la novela La hermana San Sulpicio (1889), de Armando Palacio Valdés.

[12] Cito a través de Manuel Ruiz-Funes, NPSD, p. 275, n. 260.

[13] En otras ediciones aparece «niño».

[14] Señala Carlos Ruiz, en Introducción y edición de El obispo leproso de Gabriel Miró, Ediciones de La Torre, Madrid, 1984, p. 25: “Otro aspecto interesante en relación con las fuentes es la gran cantidad de citas y alusiones literarias y de historia sagrada que aparecen en la novela (…) autores tan diversos como Séneca, Flavio Josefo, Santa Teresa, Píndaro, Prudencio, Dante, Ovidio, San Francisco de Sales, Manrique, Cirilo de Scitópolis o el monje Naucracio, además, naturalmente, de la Biblia, libro el más utilizado por Miró en el conjunto de su literatura.

[15] Ruiz-Funes, Introducción, p. 277, n.262.

[16] Anastasio Machuca Díez (Valladolid, 1846 - Aranjuez, Madrid, 1920; bisabuelo de Arroyo Almaraz), estudió Humanidades (Latinidad, Lengua Griega, Retórica y Poética), Filosofía y Lengua Francesa. Alcanzó el grado de Bachiller en Artes en el Instituto Provincial de Valladolid. Estudió Griego en la Universidad Literaria de Salamanca y se licenció en Derecho Civil y Canónigo en la Universidad Literaria de Valladolid. Profesor de Gramática latina y castellana de segunda enseñanza en el Colegio de la Providencia de Valladolid, nombrado en 1883 catedrático de Lengua Griega en el Seminario Metropolitano de Valladolid; en el mismo seminario fue también catedrático de Aritmética y Álgebra (1888-1889), y desde 1894 fue catedrático de tercero y cuarto año de “Latinidad, con el Griego, la Retórica y Poética e Historias universal y de España”. Ordenado sacerdote a los cuarenta y nueve años, fue presbítero en la Real Casa de Campo –Palacio de Oriente-, y en el Real Sitio de Aranjuez. Autor de numerosos libros de los que señalamos algunos títulos como homenaje a su memoria: Tratado de Oraciones Gramaticales Latino-Castellanas, Colegio de la Providencia, Valladolid, 1885; 2.ª edición con el título: Tratado de oraciones gramaticales castellanas con sus correspondencias latinas, Imp. Lib. y taller de Grabados de Luis. N. Gaviria, Valladolid, 1891. Catecismo para párrocos según el decreto del Concilio de Trento [trad. y anotado en parte], mandado publicar por San Pío V y después por Clemente XIII; traducido a la lengua española de la edición hecha en Roma por la Sagrada Congregación de Propa, L. Aguado, Gregorio del Amo, Magisterio Español, Madrid, 1886, 1901, 1902, 1971, 1972. Doctrina cristiana explicada é Historia Sagrada: Contestación á los programas para los ejercicios de oposiciones á Escuelas públicas, según el Reglamento de 11 de Diciembre de 1896, Imprenta de Hernando y C.ª, Madrid, 1889. La monja santa, de Alfonso María de Ligorio. Nueva edc. corr. y anot. por Anastasio Machuca Díez. Saturnino Calleja, 1898. El interior de Jesús y María, por el P. Juan Grau; traducida al español de la quinta edición francesa. Nueva edición corr. y anotada por D. Anastasio Machuca y Díez, Saturnino Calleja, Madrid, 1900. Los Sacrosantos Ecuménicos Concilios de Trento y Vaticano, Librería Católica de D. Gregorio del Amo, Madrid, 1908, p. 429. Otros títulos del autor, a través de los cuales pretendemos homenajear su memoria; Los Sacrosantos Ecuménicos Concilios de Trento y Vaticano, en latín y castellano, con las notas latinas de la edición romana de 1893, otras en castellano aclaratorias, la Historia intercalada de ambos Concilios, y un apéndice con documentos y datos, interesantes,  Librería Católica de D. Gregorio del Amo, Madrid, 1908. La revelación ante la razón, por F. Verdier; (trad. de la quinta edición francesa por el presbítero Anastasio Machuca Díez), Centro de Publicaciones Católicas, colección Religión y Ciencia, Madrid, 1909. Concepto católico del infierno por Louis Bremond, (trad. Anastasio Machuca Díez), Centro de Publicaciones Católicas, 1909. Decreto y cánones dogmáticos del Sacrosanto ecuménico Concilio de Trento, (versión castellana de D. Anastasio Machuca Díez), La Homilía de Oro, Barcelona, 1915. Calendario religioso para el año 1921, Librería Religiosa Hernández, Madrid, 1921 (calendario que venía publicando durante quince años). Colaboró en revistas y periódicos como Propaganda Católica (Palencia); redactor del diario La Bandera Española (Valladolid) y posteriormente director del mismo; La Constancia; La Semana Católica (Madrid)… En Arganda del Rey (Madrid), director y profesor del Colegio de Santo Tomás incorporado al Instituto de San Isidro, y conferenciante.

Citado, entre otros trabajos, en “El texto del Quijote y el catecismo de Trento” de M. A. Garrido Gallardo, en Cervantes y las religiones, Ruth Fine y Santiago López (ed.). También en M. M. Marcos et al., “De la acrimonia oratoria: Fray Luis de Granada y la prosa espiritual del s. XVI”, en J. A. Bartol et al. (ed.), Estudios filológicos en homenaje a Eugenio de Bustos Tovar. Enrique Fernández de Córdoba lo recoge, ya que fue un estrecho colaborador de la editorial, en su libro Saturnino Calleja y su editorial, 2006.

[17] Carlos Ruiz, El obispo leproso, p. 26.

[18] El carlismo ocupa un lugar significativo en la narración. El grupo conservador se declara defensor del mismo, junto a la Compañía de Jesús y el Círculo de Labradores, sociedad católica y carlista, cuyo secretario es Carolus Alba-Longa, seudónimo de don Amancio, director y propietario de El Clamor de la Verdad, periódico olecense que se publicaba casi todos los domingos (NPSD, 125). Las novelas coinciden con la tercera guerra carlista (1872-1876), narrada principalmente por Cararrajada y don Álvaro, pero hay que tener presente, como ha recordado Sansano –cito a través de Manuel Ruiz-Funes, p. 212, n. 181-, tras la muerte de Fernando VII, Orihuela sufrió las consecuencias de haber apoyado a los carlistas: la ciudad proclamó en 1833 a Carlos V como monarca. Al vencer a los carlistas, la ciudad que los había apoyado, sufrió las consecuencias: horror, cárcel… Al año siguiente, 1834, las tropas carlistas ocuparon la ciudad. Orihuela manifestó su simpatía por el carlismo aportando un buen número de soldados a la causa.

[19]Carlos Ruiz, en la nota 47, p. 104, de su edición del EOL nos aclara que los jesuitas fueron expulsados de la provincia de Alicante el 30 de septiembre de 1868, según decisión de su Junta, la cual les dejó veinticuatro horas para abandonar la provincia; poco después, en el mes de octubre, fue expulsada del país. No obstante, los jesuitas fueron volviendo poco a poco a Orihuela como sacerdotes al servicio del obispo, y continuaron con el colegio. Una segunda expulsión, basada en la ideología carlista de la Compañía, se produjo en 1873, con la llegada de la I República.

[20] Ver la nota 113, de la edición de Manuel Ruiz-Funes, op. cit., p. 155.

[21] Cito a través de Carlos Ruiz, op. cit., n.7, p. 354.

[22] Op. cit., p. 265.

[23] Op. cit., pp. 237-281.