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REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS
 I S S N     1577 - 6921

N Ú M E R O    I I I

NÚMERO 3 - MARZO 2002

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La nominación publicitaria. Procesos semionomasiológicos para la creación estratégica de nombres de marcas
César San Nicolás Romera
(Universidad Católica San Antonio)


 

"La publicidad, ante todo, es un gran baptisterio donde las producciones más dispares salidas de progenitores innumerables esperan el sello de una identidad”.

 

George Péninou

 

 

1.- Publicidad, comunicación y cultura.

 

Que la publicidad ostente el rango de fenómeno comunicativo parece ser un axioma que todo el mundo acepta. Sin embargo, en lo que no todo el mundo parece estar de acuerdo es en la dimensión semántica y epistemológica de la publicidad como sistema de comunicación y, sobre todo, en la delimitación conceptual entre el plano eminentemente técnico -comercial o mercadotécnico- y el ámbito fractal, múltiple y ramificado de lo publicitario como fenómeno cultural.

Para J. A. González Martín, la publicidad influye cualitativa y decididamente en toda nuestra cultura, ya que el conjunto de manifestaciones comunicativas y culturales adoptan el estilo publicitario; precisan, pues, de la eficacia comunicativa que la publicidad les brinda: “la solicitud constante hacia el receptor que muestran los mensajes publicitarios a través de implicaciones y primeros planos, las posibilidades comunicativas que da su naturaleza sincrética, la concentración argumental sobre unas cuantas ideas muy básicas, el carácter narrativamente cerrado de cada anuncio y el uso de contenidos superaceptados por la audiencia, que remiten a los estereotipos realmente dominantes, hacen de la publicidad un sistema de comunicación inmediato, que trata de decir lo máximo en el mínimo tiempo y en el mínimo espacio”. En ese sentido –añade-, “nunca el hombre tuvo un ámbito cultural tan amplio, pero jamás estuvo tan perdido entre tantos conocimientos. Dentro de este general desconcierto, la publicidad y el consumo funcionan con unos objetivos comunicativos precisos, que les permiten sacar beneficios de una sociedad cuya identidad cultural está en crisis”[1].

Si entendemos la «cultura» “como un conjunto de normas, símbolos, mitos e imágenes que son asumidos por el individuo y determinan sus sentimientos e instintos”[2], la publicidad formaría parte de una “cultura” de masas, en tanto práctica “industrial” que estandariza la creación de sentidos culturales a través de la prolongación de las técnicas de producción, circulación y consumo de marcas y mensajes, en un camino hacia la mercantilización de las experiencias expresivas de unos colectivos sociales. Desde ese punto de vista, la publicidad puede considerarse como una forma de “producción industrializada de la realidad, un espacio de socialización de las pautas culturales dominantes (...). La publicidad busca, en última instancia, influir, determinar y dirigir la conducta y representaciones sociales de los públicos, convertidos en consumidores, a través de la referencia artificial que integra en los productos valores, atributos y caracteres simbólicos, planificados por los técnicos y especialistas en virtud de los objetivos predeterminados por los anunciantes”.[3]

Que la publicidad sea una práctica profesional tampoco es una noción que admita vuelta de hoja. No obstante, lo que sí crea cierta controversia es admitir que la publicidad –pese a que aún no haya adquirido rango de ciencia-, en tanto disciplina académica, sea susceptible de analizarse, abordarse y estudiarse desde el punto de vista de sus propios contextos de actuación y desde su capacidad de producción cultural y no como mero artefacto técnico al servicio de propósitos mercantiles; en cierto modo, teniendo más en cuenta su dimensión cosmogónica y gnoseológica, lo cual determinaría y consolidaría su talante de disciplina sistémica en detrimento de su carácter de acontecimiento opinable. Juan Benavides, de alguna manera, viene a expresarlo en los siguientes términos:

 

"Detrás de cualquier actividad humana existe todo un gran sistema de opciones –de conceptos, que no siempre se manifiestan, pero que constituyen y tienen que ver con la organización del conocimiento. En definitiva, la comunicación produce y es expresión de conocimiento, y su investigación debe desvelar las nuevas formas de cultura donde, en la actualidad, se expresa la publicidad. Esta distinción tan sencilla entre lo que se sabe y lo que se hace, encierra, a mi juicio, uno de los grandes problemas de los docentes y profesionales de la comunicación. El “saber” se traslada a la práctica y aquellos olvidan, -incluso ignoran-, con descaro las consecuencias teóricas de su propio quehacer  (...). Desde el contexto de estas reflexiones, resulta evidente la necesidad de formular, en la medida de lo posible, aquellos problemas que vienen emergiendo en el seno de una sociedad de la comunicación, que se está quedando, progresivamente, sin campos de expresión, donde poder articular y hacer comprensible la experiencia de los individuos y los grupos"[4].

 

Considerando dicho carácter disciplinar, la publicidad se nos muestra como un “campo de expresión”, como un universo significante, que es regido por sus propias normas de uso y por sus propios estatutos comunicativos. Establece su propio marco teórico y cuasicientífico, sus genuinas diferencias específicas, al modo y manera como un dialecto, con respecto a una lengua general, dispone de su propio subsistema de códigos de expresión de naturaleza fónica y léxica, aunque no llegue a consolidarse como proyecto lingüístico superior, al carecer de un paradigma exclusivo y diferenciador. De igual forma, la publicidad, sin ser ciencia, sí que estructura sus propios cometidos epistemológicos, buscando la anuencia de otras ciencias y disciplinas aplicadas al ámbito de lo social y lo cultural, tales como la Lingüística, la Psicología, la Sociología o la Antropología.

Además, la publicidad puede considerarse como una disciplina ejecutiva –de acción, de guerrilla- dominada por dos grandes frentes: el lado estratégico y el lado expresivo.

Desde ambos puntos de vista, la publicidad resume a la perfección determinados modos de comunicar que corren, quizás, con una mayor relación de paralelismo al mundo de lo social, funcionando en la mayoría de las ocasiones como un elemento “atractor” –en clave caológica- que actúa desde fuera del sistema de la realidad –y por lo tanto desde el lado de la simulación y lo imaginario- incidiendo contundentemente en el plano de la conducta y los comportamientos, e incluso en el plano de la ideología. De igual manera que ejerce sus influencias en el ámbito social, desde el punto de vista mediático, la publicidad es responsable de haber extendido sus modos y procedimientos –sus estrategias y expresiones- al ámbito cultural. “La dicha actividad publicitaria se ha convertido –quizá por su efectividad y economía de medios- en una forma de utilizar el lenguaje, que no sólo sirve para comunicar informaciones, sino que, también, es utilizada por los receptores-consumidores como un soporte para la expresión y legitimación de su conducta diaria. Estas palabras quieren decir (...) que la publicidad no sólo vende productos o desarrolla la imagen de una marca, sino que contribuye a organizar de manera coherente (comprensible) para los individuos y los grupos, los fenómenos (hechos, circunstancias) que aparecen en los espacios de su vida cotidiana”[5]. Podemos afirmar, por tanto, que esos espacios de la vida cotidiana constituyen “lugares” de cultura publicitaria, en tanto éstos se encuentran diluidos en la mentalidad colectiva de la sociedad; esto es, de alguna forma implícitos y explícitos, de naturaleza endógena y exógena, porque -como hemos expresado en alguna ocasión- parece pertinente hablar de un doble movimiento de ida y vuelta, en la interacción y creación de discursos publicitarios, reflejo éstos de la realidad social donde se enmarcan y, a su vez, relatos culturales entresacados de dichos colectivos sociales de referencia y destino comunicativo. La publicidad, en tanto entramado creador de “una cultura de naturaleza audiovisual”, es responsable, en parte, de la materialización de las nuevas formas de relaciones entre el conocimiento de la realidad a través de “imágenes” y la puesta en común de este tipo de experiencias desde el punto de vista social. Y en la construcción de esa cultura de naturaleza audiovisual, cabe matizar que, no sólo se vería involucrada la comunicación publicitaria, sino también la comunicación informativo-periodística en su sentido más amplio, ya que puede hablarse de que ésta última ha experimentado un salto desde el punto de vista objetual hacia el lado persuasivo y lúdico, prescindiendo en parte de sus vínculos fiduciarios con el receptor, embebiéndose de lleno, por tanto, de los modos retóricos de representación –estratégicos y expresivos- de los “imaginarios” propuestos por la mecánica publicitaria, en tanto éstos les son propios y en modo alguno ajenos.

 Por lo tanto, asistimos a una ruptura de una lógica de lo real, de la referencialidad, “triunfa la ambigüedad y el individuo no es capaz de valorar el entorno que le rodea, sino de forma abstracta y general, y siempre a partir de la construcción ficticia (simulacro), que deriva de los propios medios. En definitiva, la publicidad contribuye a construir una forma de cultura donde conviven lógicas contrapuestas y, a través de ellas, los grupos sociales legitiman la homogeneidad del espectáculo audiovisual que rodea a todos los sujetos en la sociedad contemporánea”[6].

Las condiciones de este paradigma nos hacen ver, por lo tanto, cómo la vida del ciudadano de a pie se ve alterada e invadida por procesos eminentemente lúdicos y persuasivos, territorios éstos propios de la comunicación publicitaria, como ya afirmamos anteriormente. De alguna manera, “cada vez que éste se comunica parece que habla menos de lo que hay, en la medida en que se expresa a través (o desde) anuncios, imágenes y ficciones que intercambia sin cesar (quizá, el problema radica en que el sujeto describe la imagen y no se limita a contemplar). Este conjunto de “ficciones” son, en parte, producto de la colonización que ha sufrido la esfera privada (y pública) por parte del lenguaje mediático y de la racionalidad publicitaria”[7].

El fenómeno publicitario se nos muestra, pues, como un objeto de estudio plurifacético. De alguna forma, la multiplicidad de enfoques (lingüístico, psicológico, semiótico, retórico, fenomenológico, sociológico...) desde los que ha venido abordándose ha puesto de manifiesto –como hemos visto- su carácter de acontecimiento expresivo vinculado al ámbito de lo cultural, lo comunicativo y lo social, en tanto manifestación configuradora de espacios comunes de sentido[8].

Por lo tanto -y en un sentido estricto- hablar de publicidad es hacerlo de “un producto cultural doblemente determinado. Cabe reconocer en ella, por un lado, una lógica social de orientación marcadamente económica. Y, por otra parte, en cuanto experiencia de mediación comunicativa, la publicidad debe ser considerada como un importante factor de socialización y representación cultural”[9].

La comunicación, considerada en sentido general, implicaría “un intercambio de mensajes entre dos o más sistemas en interacción que, partiendo de algo en común, al menos un repertorio de señales y un contexto, afectan directamente a sus respectivos estados. Comunicación, por tanto, es cualquier intercambio informativo que se establezca entre sistemas relacionados; este intercambio, en sentido laxo, no puede ser más que energético”[10].

La publicidad, en tanto manifestación que implica un trasvase comunicativo, ha de presuponer un proceso de significación subyacente donde no basta constatar la existencia de un transporte, sino que es preciso que dicho tránsito se vea mediado y modulado para que pueda erigirse en sistema de comunicación[11].

Si hemos afirmado anteriormente que a la publicidad hay que atribuirle la capacidad de conformar una cultura cotidiana de naturaleza audiovisual, también es cierto que, como actividad comunicativa, sus facultades generadoras de sentido encuentran su raíz dentro del ámbito funcional de un sistema semiótico global que alberga un marco de mediación de naturaleza sociocultural. Veamos, a continuación, el funcionamiento de esa dinámica semiosociocultural a partir del siguiente esquema: (fuente: González Martín, 1982, p: 18 y elaboración propia)

 

Como indicábamos, la comunicación publicitaria aparecería presidida por un sistema semiótico (un universo significante) y enmarcada en un sistema sociocultural. A su vez, existiría un intercambio entre emisor y receptor fundamentado en: el flujo de información (i), la transmisión de carga persuasiva (p) y el trasvase de elementos lúdicos, de entretenimiento (e).

El esquema viene a evidenciar cómo ha de suponerse la existencia de un espacio semiótico circundante que alberga las condiciones necesarias para el establecimiento de toda suerte de relaciones de naturaleza simbólica, al modo y manera como estipuló Lotman la noción de “semiosfera”: “La semiosfera es el espacio semiótico fuera del cual es imposible la existencia misma de la semiosis”[12]; o expresado en otros términos: “imaginemos una sala de museo en la que están expuestos objetos pertenecientes a siglos diversos, inscripciones en lenguas notas e ignotas, instrucciones para descifrarlas, un texto explicativo redactado por los organizadores, los esquemas de itinerarios para la visita de la exposición, las reglas de comportamiento para los visitantes. Si colocamos también a los visitantes con sus mundos semióticos, tendremos algo que recordará el cuadro de la semiosfera”.[13]

El planteamiento de esta dimensión significante abre además toda una lógica del análisis y la interpretación de los fenómenos comunicativos en ella insertos. De alguna manera es lo que ha sido puesto en evidencia desde la semiótica al postular la investigación del sistema de relaciones que forman las variables e invariables (los signos sistémicos y extrasistémicos) a la hora de producir sentidos asimilables socialmente; esto es, al plantear la evidencia de que los signos no toman su valor más que en y por sus contextos, y que es “bajo ellos” donde hemos de situar los escenarios donde se manifiestan las estrategias comunicativas de la dinámica interactuante entre la emisión, la recepción y su mediación sociocultural. [14]

Por lo tanto, desde el prisma de la comunicación publicitaria como sistema de relaciones semióticas, concretadas en la intervención directa de la esfera sociocultural sobre el tránsito energético entre emisor y receptor, podemos estipular que las manifestaciones cotidianas de esa cultura productora de sentido alcanzan su punto culminante en aquellos procesos persuasivos que tienen como misión mover a la acción al destinatario; “hacerle ver/notar”, “hacerle creer/sentir” y finalmente “hacerle hacer”. Desde esa óptica tripartita, el discurso publicitario es un relato de carácter cotidiano y, como tal, asimila de una manera ágil y sincrética (a través de los vínculos texto+imagen) todas las formas de “visibilización” de la cultura (las reglas, el saber común, los hábitos...). La “opinión publicitada” se convierte así en materia de “opinión pública” y, paralelamente a ella, adquieren carácter “opinable” todas aquellas cuestiones relacionadas con la elaboración de imágenes, símbolos e iconos cuya finalidad no es otra que servir de soporte de una cultura corporativa que, ahora, excede el propio frente de las empresas e instituciones y sus públicos. “El carácter cotidiano que adquiere la publicidad en nuestro tiempo ha transformado así la cultura corporativa en una manifestación obvia y natural de nuestro entorno, resultando que, pese al crecimiento de la hiperinflación de los mensajes publicitarios, menos somos conscientes de su poder y de los efectos que condicionan nuestro comportamiento”.[15]

Desde su siempre visión crítica y apocalíptica, Jean Baudrillard afirmaba en su ensayo “Lo otro por sí mismo”(1988) que: "la publicidad, en su nueva versión, ya no es el escenario barroco, utópico y estático de los objetos y del consumo, sino el efecto de una visibilidad omnipresente de las empresas, las marcas, los interlocutores sociales, las virtudes sociales de la comunicación”.

Aún cuando la propuesta de Baudrillard no ha de ser considerada como una demostración, sino más bien como una metáfora crítica del desmoronamiento de la civilización occidental, esto es, como la escenificación narrada del advenimiento de un nuevo orden significante basado en la pérdida de la referencialidad simbólica tradicional por parte de la cultura para dar paso a una “semiurgia” o contexto de manipulación generalizada de los signos[16], su opinión sigue siendo oportuna para validar las condiciones de los mecanismos comunicativos como consecuencias –lógicas e ilógicas- de las nuevas relaciones entre la cultura cotidiano-mediática, la publicidad como versión sublimada e hipervisible del espectáculo cultural –la mostración de hábitos, pautas y normas de consenso- y el cuestionamiento del ser social de la masa, para dar paso a un espacio dominado por la aparente conexión informativa –la Sociedad de la Información, del Conocimiento- y por los flujos transculturales. No obstante, esa aparente interconexión daría paso a una lógica sociocomunicativa cuyo correlato real se parece más a la visión mutante y matricial de un “desierto”, de una “era del vacío”, donde lo social es ahora –en sentido literal- la suma descontextualizada de numerosas individualidades residuales, simuladamente conectadas en red pero efectivamente desvinculadas y ancladas en el plano de la representación mediada a través de “pantallas” reales o metafóricas, en una concepción del mundo como gran sala de los espejos: “grandes almacenes/grandes pantallas en donde se refractan los átomos, las partículas, las moléculas en movimiento. No una escena pública, un espacio público, sino gigantescos espacios de circulación, de ventilación, de conexión efímera", tal y como estipulara Baudrillard.

Conectemos esta última cuestión de la “espectacularidad/especularidad” (casa de espejos) con el fenómeno publicitario de la transmisión de la esencia corporativa de las empresas y sus productos hacia la sociedad a través de las manifestaciones conocidas como marcas. Las marcas son signos portadores de valores y atribuciones, de carga conceptual y cultural; signos que, creados –en origen– para identificar y actuar de guía visible en un mundo presidido por los objetos, se convierten en sí mismos en los “nuevos objetos” virtuales de consumo, pasando a evidenciarse como pequeños relatos semióticos insertos de lleno en los contextos socioculturales de emisores y destinatarios. En dichos signos continuará presente el componente primitivo de la identificación y la deíxis efectivas (“marcar”, “señalar”, “ubicar”), pero sometida a los rigores de los procedimientos persuasivos que los erigen en auténticos mensajes sintéticos y sincréticos de la sociedad en su nueva versión de escenario –de gran Teatro- de producción, circulación y consumo corporativo y cultural.

 

2.- El universo publicitario de la marca.

 

Afirmábamos con anterioridad que una de las manifestaciones detectables desde el punto de vista social es aquella que considera todo lo referido a la cultura corporativa como algo cotidiano. La personalidad de las empresas –su identidad-, su cultura organizacional –su filosofía, su misión, su visión- y la difusión del universo estimativo de los atributos o valores adheridos a una determinada corporación dentro del escenario virtual del mercado han venido considerándose, de un tiempo a esta parte, como las tres variables (identidad, cultura y comunicación) que conforman la noción de Imagen Corporativa: un principio de gestión de las empresas e instituciones que les permite representar unitariamente –de manera integrada- todos sus atributos o facultades competitivas en la mente de los públicos con los que se relacionan.[17]

Este principio, a pesar de que suele vincularse con la gestión estratégica de la imagen como activo empresarial (productos, servicios, mercado, estructura organizativa, sistemas de decisión, planificación, control, saber hacer tecnológico y comercial), no obstante participa de la carga polisémica que la palabra “imagen” comporta. Por lo tanto, no es de extrañar que la imagen corporativa suela asociarse, desde un punto de vista conceptual y sígnico, con los mecanismos de identificación, “señalación” y transmisión de los valores inherentes de la empresa, todo ello concretado en la simbolización de dichos atributos en una solución bidimensional (lingüística e icónica) como es la “marca”.

Según la descripción contemplada en el marco jurídico del Registro de Patentes y Marcas, una marca es un signo que sirve como rasgo distintivo de un producto o servicio en el mercado. La marca provee la capacidad de identificar o asociar un producto o un servicio a una forma o medio diferente a otras. Algunos ejemplos de signos que pueden ser utilizados como marcas son: dibujos, emblemas, palabras, nombres, letras, números, frases, sonidos, colores y formas, entre otros. Estos pueden utilizarse individualmente o combinarse para constituir una marca.

La principal función de las marcas no ha variado mucho a través del tiempo. Esta, como es bien sabido, era fundamentalmente "el marcaje" de aquellos productos naturales o manufacturados por la artesanía o la industria que interviene en la actividad comercial. El empleo de las marcas proviene del siglo V antes de Cristo. Según nos refiere Joan Costa[18], los artesanos y los mercaderes imprimían sus marcas sobre los artículos para controlar la mercancía y evitar su robo. Los descubrimientos arqueológicos romanos han sacado a la luz más de seis mil marcas de alfareros -"sigilla"- y asimismo las marcas de las ánforas -envase para transportar y conservar aceite, vino, ungüentos, salsas y otros productos- descubiertas en Irlanda, España o Suecia son pruebas palpables de la importancia de la marca como “señal” mercantil de las relaciones comerciales en la época del Imperio Romano. No obstante, su función era como adelantábamos la de impedir robos y controlar los envases. Su menester no era la atracción o aproximación de una clientela, tal como ejerce la moderna marca en nuestra sociedad de consumo. Pero ambas han tenido y tienen la misión de informar acerca de su origen. Contrariamente, ello ha sido el motivo por el cual excepcionalmente la marca ha ejercido en los primeros tiempos de su aparición una cierta fuerza de atracción. Lo demuestra la falsificación de ciertos sellos de ánforas de vino para hacer pasar un producto por otro. Para Costa, el origen de la marca comercial con un significado similar al actual parte de la Edad Media, debido principalmente al surgimiento del sistema corporativo que genera la creación de los gremios artesanales. Era una exigencia reglamentaria de la organización la marca corporativa o marca colectiva que identificara a todos los productos de una misma asociación gremial. El reconocimiento del producto evitaba que los artesanos de un gremio invadieran las competencias de otros grupos profesionales –por ejemplo los artesanos de la corporación de sastres frente a los de pasamanería. Actuaba como firma del fabricante; informaba de su origen, lo que permitía tomar medidas contra el artesano, si su producto estaba defectuoso o si aquel había quebrantado alguna cláusula de su reglamento. Lo normal es que el producto llevara varios sellos de todos los artesanos que habían participado en el resultado físico final: por ejemplo, un ánfora de vino llevaba el sello del alfarero, del bodeguero y del mercader que lo comercializaba. De esta manera, la marca también servía para garantizar al consumidor la calidad, tanto del material como de la fabricación de los productos.

Durante el siglo XVI desaparecen los gremios y se implanta un sistema de libre comercio y libre competencia. La marca no es protegida y se cometen continuamente abusos con la falsificación de ellas. Existen dos concepciones de la marca: una corporativa que pretende cubrir los derechos del estado y de los consumidores a partir de un control de la producción y su calidad; y una concepción liberal que defendería más los intereses del comerciante o fabricante titular de la marca.

El desarrollo decisivo de la marca propiamente dicha como signo básico de identidad corporativa llegaría de la mano de los procesos de industrialización occidentales, en concreto de la segunda revolución industrial, con la producción seriada y la producción masiva. Con el desarrollo de la imprenta se inaugura de hecho la difusión masiva de los mensajes corporativos que ahora acompañarían simultáneamente al producto, constituyendo su entorno gráfico. En la misma medida que la difusión por imágenes se masifica, se crea un nuevo universo de la marca, que ya no es algo material como antaño, sino todo un sistema que gira entorno al hecho primario del marcaje impregnándolo y trascendiéndolo. El marcaje sobrepasa al producto que le diera origen y ahora se marca la fábrica, los vehículos de reparto, los impresos administrativos, etcétera.[19] Hemos pasado, pues, a una situación donde la marca constituye el sistema primario de comunicación de las empresas, un sistema sígnico encargado de transmitir a los universos paralelos y circundantes todos los rasgos de la personalidad de la corporación; la marca se ha convertido en una auténtica “seña de identidad” al servicio de la imagen -corporativa- de la empresa.

Hemos visto cómo, en origen, la marca no tenía las implicaciones de carácter comunicativo que posteriormente ha conseguido. La identificación de determinados objetos con determinados signos (marcaje) ha dejado paso a una nueva realidad semiótica: ahora, la marca “se integra en la propia personalidad del consumidor, llegando a ser una seña de identidad en sus actuaciones”[20]. González Martín se refiere a esta manifestación, fruto de la postmodernidad, con la palabra marquismo, frente a la noción física del marcaje. Considera, por tanto, que el “marquismo” es una forma de señalación del consumidor más que del producto, en clara consonancia con los planteamientos estratégicos y mercadotécnicos que consideran al consumidor como el principal objetivo, tanto desde el punto de vista mercantil como estrictamente comunicacional.

Marcaje y marquismo, traducen –además de dos momentos evolutivos en la historia de los signos de identidad- la evidencia de dos niveles coetáneos; dos planos simultáneos dentro de la mecánica semiocultural donde dichos signos de identidad aparecen como algo más que meros códigos aislados, es decir, como ejes vertebradores de toda la relación dialógica entre productores e interpretantes de sentido en el marco corporativo cotidiano (consumo de marcas). Si con el marcaje evidenciamos lo primigenio, el acto de sellar, señalar y apelar al origen, a la fabricación del objeto, a su nominación, el marquismo viene a corroborar cómo esos mismos signos logran insertarse dentro del contexto comunicativo, embebiéndose de él y convirtiéndose -más allá de elementos de señalización y reclamo, aunque siempre teniendo en cuenta que lo son- en auténticos discursos semióticos, sociales y culturales. Por lo tanto, nosotros preferimos englobar la noción de marcaje y marquismo bajo el paragüas de la “corporatividad” –que no corporativismo- como fenómeno actual, esto es, evidenciando la existencia de un sistema de normas, reglas y hábitos que rige la cotidianeidad basado en la nominación y la identificación, el tránsito de valores y atributos, y todo ello pivotando en torno a las marcas como “productos” de consumo cultural. La dicha “corporatividad” aparece en nuestra sociedad como un elemento de cohesión grupal y, por ende, como un elemento de comunicación axial. Un aporte de carga invisible que incorporan todas las marcas existentes en el mercado en su proceso de “calado” social (a través de variables sígnicas latentes, salientes y pregnantes[21]) y en su interacción con otras marcas dentro de ese campo virtual de operaciones que se ha dado en llamar “mercado”.

La evolución de la marca por la senda de la corporatividad –esto es, por la senda de la cohesión y la pregnancia sociocultural, de la adhesión de públicos partidarios- es la misma evolución de la publicidad que, basándose primero en el producto –en sus características, en su beneficio básico (físico o emocional), en sus ventajas diferenciales– experimentó el salto desde la referencialidad hacia la estructuralidad, cuyo fin último es la imagen de la marca y no su referente. Esta concepción, puesta de manifiesto entre otros autores por A. Caro -ya apuntada e iniciada varias décadas antes por el célebre publicitario norteamericano David Ogilvy de una manera activa en el terreno profesional[22]-, implica, por tanto, que “el objetivo de la vigente publicidad no consiste en anunciar productos sino en significar marcas, ello se produce al precio de una progresiva separación entre marca y producto, desde el momento que la creciente competencia entre marcas impide en casi todos los casos exclusivizar una ventaja del producto y en la medida también que, en esta sociedad de simulacros en que vivimos, la entidad meramente sígnica de la marca necesita cada vez menos la realidad antecedente del producto”.[23]

Como síntesis podemos concluir –suscribiendo las palabras de González Martín- que “la marca no sólo se independiza del producto, sino también del propio fabricante, teniendo la posibilidad de cumplir (...) una serie de funciones comunicativas, mercadotécnicas y comerciales a través de la imagen de marca. De esta manera es como surge el marquismo [nosotros introducimos la noción de corporatividad, para designar el fenómeno global de la percepción y asunción de la marca como elemento de cohesión social, con una alta dosis emocional], donde la marca es una presencia permanente [un constructo pregnante], que suscita simpatías y entusiasmos, que aporta diversión y entretenimiento, que patrocina ocio y cultura”[24].

 

3.- La nominación publicitaria.

Las reflexiones vertidas hasta ahora nos hacen ver la marca como un activo intangible a través del cual las corporaciones interactúan dentro del mercado, posicionando sus intereses económicos en virtud de la proyección de un amplio espectro de valores y atributos sensibles y emocionales hacia un escenario de intercambio mercantil. De fondo, quizás, se encuentre un fenómeno de “humanización” de la cultura empresarial e institucional, como mejor camino para convertir las organizaciones en “corpora” que reclaman su necesaria parte “anímica” (asociable dicha “alma” con la identidad, la personalidad y cultura corporativas), como es de suponer en esas extensiones humanas que son las corporaciones (recordemos la etimología de ‘corporación’<corpus ‘cuerpo’), fundadas a imagen y semejanza de sus mortales creadores, por lo tanto susceptibles de heredar sus mismas virtudes y defectos, sobre todo –y antes que nada- sus procelosas ansias de trascendencia.

Pero lejos de esa consideración economicista y organizativa, la marca –y esa es una tesis que hemos defendido desde el principio- actúa además como un motor semiótico múltiple: “una singular conjunción heterogénea de palabras, símbolos, diseños, colores, sonidos y conceptos que disparan asociaciones significativas con las necesidades, las experiencias, las expectativas, los deseos y aun los sueños de los receptores. En este sentido, hace rato que las marcas dejaron de ser un artículo comercial para convertirse en un artículo comunicacional, un fenómeno significativo y un reservorio simbólico”.[25]

La marca –en el contexto actual– aparece, pues, como una construcción cultural cuya significación específica se determina por el uso que le dan los distintos actantes sociales que participan de ella, en tanto públicos receptores, interpretantes y finalmente consumidores de unos valores y atributos debidamente codificados y encapsulados en ella. Para lograr su fin, la marca consigue elevar al rango de significación una suma diversa de experiencias, sensaciones y estimaciones, apropiándose de ellas y devolviéndolas al contexto sociocultural -donde han sido halladas, seleccionadas y consensuadas- en forma de mensajes exultativos que remiten inequívocamente a su propio estatuto de signo asociado a una realidad corporativa.

Para conseguir que dicho ejercicio se lleve a cabo, la marca debe recorrer previamente tres grandes etapas de perfeccionamiento, las cuales han sido puestas de manifiesto en más de una ocasión por la semiótica como ciencia encargada de estudiar los procedimientos de creación, atribución y comunicación que se sitúan sobre las estrategias de actuación, significación e intercambio sociocultural.

George Péninou en su clásico trabajo, “Semiótica de la publicidad”[26], estableció que todo manifiesto publicitario debe materializar tres funciones básicas: la denominación, la predicación y la exaltación constituyen los tres actos publicitarios fundamentales asociados a la dinámica genética de la creación de condiciones comunicativas óptimas para que se produzca esa manifestación de “semiosis” conocida con el nombre de publicidad, cuyo cometido no es otro que “conferir una identidad a través de un nombre, asentar una personalidad a través de una gama de atributos y garantizar una promoción a través de una celebración del nombre y el carácter”.[27]

De esos tres “momentos”, vamos a abundar en el primero de ellos: en el acto mismo de la nominación; en el fenómeno de otorgar un nombre que sirva para “marcar” una determinada identidad de uso publicitario y de consumo cultural.

Aunque este proceso de nominación (de ‘nombramiento’) dentro de un universo simbólico de consumo puede considerarse –y así lo hemos puesto de manifiesto con anterioridad- como un fenómeno abarcable propiamente desde su dimensión mercantil (la marca como elemento de conquista de los mercados, como activo empresarial traducible en términos crematísticos, como representación de la propiedad y la posesión de bienes), son muchos quienes defienden –entre los que nos incluimos– que la función nominativa de la marca no acaba en el plano transaccional y económico, sino más bien encuentra su justificación última en su naturaleza lingüística. Decía Péninou que “la marca, antes de ser un concepto económico, es un concepto lingüístico de discriminación”,[28] cosa lógica si vinculamos la marca con la acción de nominar y su resultado con las funciones del nombre propio.

La parte lingüística de la marca, (esto es, el logotipo[29]) denomina, identifica e individualiza. Al igual que el nombre propio es “pura designación, pura virtualidad denominativa”. Además, la marca en tanto elemento lingüístico se ve sometido a procesos de lexicalización –de perdida de su capacidad nominadora específica e inequívoca- tal y como ocurre con los elementos verbales de uso lingüístico común (pensemos en los casos de marcas específicas que han extendido su denominación a un universo de referencia que sobrepasa los límites para los que fueron creadas: Kleenex, Danone, Aspirina, etc.).[30]

Veamos a continuación cuál es el alcance real de la nominación publicitaria como dispositivo de expresión interconectado con los contextos socioculturales donde se manifiesta la creación y atribución nominal y sígnica.

En el año 1975, Christian Metz lamentaba la imposibilidad de establecer correlaciones precisas entre la percepción de los objetos en una sociedad y las estructuras fonológicas o gramaticales de la lengua correspondiente: “no se ha podido hasta ahora poner en relación de manera convincente los sistemas fonológicos o sintácticos con las estructuras sociales, y es a través de esos dos sistemas que la lengua conserva por el momento esta fuerte autonomía relativa con relación a otras instituciones, allí se funda la existencia misma de la lingüística en tanto que disciplina distinta de la sociología (pero formando parte de la ciencias sociales, ya que la lengua es una institución)”. No obstante, reconocía Metz que “de todos los sectores internos de la lengua es (...) el léxico quien aporta el material más importante y más inmediatamente explotable para todos aquellos que quieren fundar una sociolingüística [-en clara alusión a los trabajos de William Labov y la escuela variacionista-]; es claro que las palabras están ligadas a la civilización (y entre otras a la vista) en un circuito más corto y más directo que los fonemas o las reglas gramaticales. Además el léxico es la únicaparte de la lengua que ejerce inmediatamente la función de nominación, es decir, enumera los objetos del mundo y les da un nombre; la dimensión referencial que caracteriza el lenguaje en su totalidad, aparece únicamente de manera directa en el léxico”. [31]

La imposibilidad de establecer un vínculo directo y funcional entre las estructuras gramaticales de la lengua –o las lenguas- y el sistema de lo social parece que en la actualidad ha de ser vuelto a replantear en toda su dimensión. Si profundizamos en el ámbito de las ciencias sociales y buceamos aún más en la dimensión comunicativa, veremos que disciplinas como la comunicación publicitaria han conseguido poner de manifiesto la estrecha relación de carácter instrumental existente entre dichas estructuras lingüísticas y las propias del entramado semiótico y social. Toda la producción, circulación y consumo cultural de “productos” y “servicios” publicitarios se establece –en su mayor parte- precisamente en torno a significantes lingüísticos[32] y a referentes cuya naturaleza se ha transformado de física-objetual en simulada. Las marcas son ahora los objetos, las simulaciones de los mismos y, en tanto productos de consumo cultural, en ellas podemos encontrar toda una esfera de nominaciones cuya fuerza reside en la conjunción, no sólo de los contenidos léxicos sino –y sobre todo- de las formas significantes que aportan, desde la creatividad textual publicitaria y a través de su intervención sobre el contexto social, la posibilidad de abrir un universo taxonómico de “dichos” y “decires” hipervisibles a propósito de las realidades que tienen que identificar, logrando distribuirlas –algunas con más éxito que otras- por los distintos puestos del ranking de preferencias de la sociedad como gran receptora comunicativa y cultural.

La denominación, la predicación y la exaltación publicitarias son procesos funcionales de ubicación, de colocación de entidades lingüísticas (las marcas en tanto constructos verbales) dentro de un circuito de relaciones semióticas y socioculturales paralelas al fenómeno perceptivo de la visión, por lo que es lógico pensar que por encima de ellas hemos de situar el fenómeno de la “nominación”. Nominar forma parte de la instancia previa y estratégica de la enunciación cultural y, por ende, consensuada semióticamente dentro de un sistema de interrelaciones, como el planteado por el modelo de la comunicación publicitaria; por lo tanto, implica aproximar los parámetros del mundo posible a los dispositivos de la lengua y viceversa, de tal manera que la lengua se convierte en glosa de la realidad visible -de los objetos, de los productos, de los servicios, de sus imágenes, de sus representaciones gráficas icónicas y simbólicas-, explicándola, explicitándola. En cierto modo “hablar de la imagen” es “hablar la imagen”. La nominación remata la percepción en tanto que la traduce; de esa forma, “una percepción insuficientemente verbalizable no es plenamente una percepción, en el sentido social del término”.[33]

Ese carácter estratégico-enunciativo y ese talante de la lengua como dispositivo verbalizador de la visibilidad, de lo perceptible, tiene perfecto acomodo dentro de la lógica productiva de las marcas como nombres en busca de una identidad y capaces de “decir la imagen” a la que se asocian, en tanto referente inmediato de su capacidad nominadora.

A continuación vamos a intentar analizar algunos casos de “nominación” dentro del ámbito publicitario-corporativo. Nos referiremos a ellos como procesos semionomasiológicos por un doble motivo: mediante la referencia semio- pretendemos poner de manifiesto la doble vertiente social y cultural presente en el contexto operacional de la comunicación y del sentido de la marca como moneda de cambio y plano guía para ubicar las valoraciones y estimaciones de los públicos receptores dentro de los parámetros propiamente publicitarios y corporativos, por su parte, al mencionar expresamente la onomasiología queremos dejar patente la huella verbal de las marcas, antes que nada “palabras” y, en consecuencia, elementos lingüísticos que operan ateniéndose a unas reglas establecidas por los códigos de la lengua, sobre todo a la hora de apelar a su origen y procedencia y a la conformación de sus vínculos de significado, sobre todo, de naturaleza traslaticia, descriptiva, asociativa o valorativa.

 

4.- Algunos procesos semionomasiológicos para la creación estrategia de nombres de marcas: estudio de varios casos.

 

La creación de nombres con los que “re-marcar” la marca es un fenómeno que, como otras tantas manifestaciones publicitarias, está gobernado por los principios de libertad, heterogeneidad y economía de recursos (economía lingüística).

Si a los referidos principios generales unimos la intervención del universo simbólico como estructurador de la intervención creativa en el terreno nominal, comprenderemos que resulta tremedamente dificultoso efectuar un censo lógico y simétrico considerando los tradicionales procedimientos de formación, derivación y composición de los elementos verbales encargados de servir de base nominativa para el constructo de la marca.

Incluso, si cabe, los artificios estilísticos vinculados con las motivaciones fonéticas, morfológicas y semánticas, pese a que siguen engrosando el elenco de los procesos onomasiológicos considerados clásicos en la génesis de algunas marcas de mayor calado social (pensemos por ejemplo el caso de PEPSI y su construcción onomatopéyica, representando el sonido producido por la acción de destapar una botella y obtener la respuesta sonora de las burbujas o el caso de SCHWEPPES que apunta en la misma dirección; pensemos en SWATCH, la célebre marca de relojes en cuya composición se percibe el componente SWITZERLAND –suiza- + WATCH –reloj de pulsera[34]-), no llegan a ser lo suficientemente clarificadores cuando intentamos analizar y explicar determinados fenómenos de nuestro actual contexto cultural.

Y es que en la actualidad –regidos por una cultura donde la tecnología establece influencias de actuación inequívocas dentro del paradigma significante de las relaciones sígnicas- la nominación publicitaria se ve embebida de procesos de una naturaleza específica donde se manifiestan efectivamente todos los rigores que el contexto sociocultural impone en forma de hábitos, normas y reglas de funcionamiento, evidenciando una conexión directa entre los modos de identificación publicitaria y los modos de vivir y descodificar por parte del receptor en dicho contexto sociocultural.

La globalización de las telecomunicaciones, concretadas éstas bajo la etiqueta discursivo-comercial de “Nuevas Tecnologías”, constituye hoy en día una realidad capaz de generar todo un campo de imágenes y sentidos gobernados por la transformación de la esfera privada en una esfera pública de “grandes superficies” simbólicas donde se impone la “comercialización de la experiencia”[35].

En el actual contexto sociocultural, hemos experimentado –al igual que la publicidad experimenta un salto desde la referencialidad (producto) hacia la estructuralidad (marca)– cómo el receptor publicitario ha pasado de ser un mero “convidado de piedra”  a ser considerado –al menos aparentemente y desde un punto de vista estratégico- como un “selector” (un seleccionador) de propuestas comerciales –en forma de marcas-, un consumidor de productos y servicios –cuyo consumo es instrumentalizado a través de las propias “marcas”- acordes con su estilo de vida. “El éxito de campañas publicitarias como las de Coca-Cola, Levi’s, Calvin Klein, Nike o Diesel Jeans en el ámbito internacional, o de Renault Clio, Pepsi, Carslberg, ONCE o Telefónica en el ámbito nacional ha venido dado, fundamentalmente, por la creación de códigos y líneas de comunicación a la medida de los destinatarios de las mismas”[36].

Por lo tanto, ahora, las marcas apelan al contexto social como escenario situacional donde vive el ser humano su propia cotidianeidad; un contexto que afecta, no obstante, al modo de percibir y delimita su comportamiento con el resto de individuos. Dicho contexto perfectamente categorizado en grupos de destinatarios, cohesionados en comunidades imaginarias o estéticas[37], es un campo de atracción idóneo para los mensajes publicitarios emblematizados por las marcas. El grupo se convierte así en un “punto de anclaje” para el receptor proporcionándole la imagen de la realidad y condicionando su modo de actuación[38].

Es indudable que los mecanismos gramaticales para la formación de palabras, tales como la composición, la derivación, la acronimia, el uso de siglas, las creaciones ex nihilo, la importación y adaptación de extranjerismos, las derivaciones y las composiciones a partir de esos préstamos, etc, son recursos frecuentemente empleados por el lenguaje publicitario. Así han sido estudiados tradicionalmente y así lo seguirán siendo. Ahora bien, ante las características expuestas en este trabajo, creemos que la obviedad del uso de dichos mecanismos ha de verse enriquecida con un salto cualitativo que identifique fenómenos comunicativos (“actos comunicativos”) envueltos en fenómenos o “actos lingüísticos”. Si la nominación implica una relación de la lengua con el mundo y, por ende, con sus contextos, intentemos, pues, aplicar lo que esa idea supone y analicemos la creación de nombres que han de servir como signos identificadores dentro del fenómeno sígnico-semiótico y no fuera de él; procesos de generación de marcas que tienen su explicación dentro de un modelo contextual de naturaleza semiótica, sociocultural y onomasiológica, por ese mismo orden. Pensamos, por lo tanto, en la necesidad de aportar elementos de interpretación distintos, menos inmanentistas, acerca de los fenómenos corporativos que ocurren todos los días ante nuestros ojos –ahí radica quizás su dificultad de análisis, en que dichos fenómenos forman parte de nuestra propia circunstancia vital inmediata y nosotros en sí mismos también somos parte integrante de una comunidad imaginaria de receptores e interpretantes- y no alcanzamos a desmenuzarlos, analizarlos e interpretarlos en su justa dimensión comunicativa, ya que en cierto modo somos nosotros mismos consumidores de dichos signos.

Veamos a continuación cuatro casos curiosos que vienen a entroncar directamente con un discurso de cohesión vinculado a la propia naturaleza simbólica de los “objetos” (productos o servicios) que identifican, señalan e individualizan, y que remiten directamente a la urdimbre sígnica de los contextos socioculturales. Estos tres casos son: Qtal de Airtel (actualmente ya Vodafone), e-moción de Telefónica Movistar, amena de Retevisión y Community-Clio de Renault.

 

· Qtal de Airtel. Nunca sin tus amigos:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


“Para ti que necesitas estar siempre en contacto con tus amigos, Airtel-Vodafone ha desarrollado un producto adaptado a tus necesidades. Te permitirá disfrutar de ventajas añadidas sobre la Tarjeta prepagada o Plan de Precios que tengas: podrás llamar y enviar mensajes cortos a tu grupo de amigos por muy poco dinero. Además dispondréis de un espacio común en Internet”.

 

Este texto publicitario argumentando las características del servicio expresado por la marca que nos ocupa ha sido extraído de la Web: www.qtal.com. En él podemos encontrar cuáles son las características básicas del servicio y a través de su lectura podemos entender cómo aparece de fondo la noción de “grupo”, de colectivo interconectado y cohesionado con un servicio que no es otra cosa que un circuito cerrado de intercambio de mensajes cortos a móviles.

El conocido con las siglas SMS (Short Message Service, Servicio de Mensajes Cortos) es un conocido fenómeno “lingüístico” que ha dado el salto a los medios de comunicación como fenómeno noticiable. Dicho sistema de mensajes ha servido –habida cuenta del principio de rapidez y el principio de economía- para asistir al nacimiento de toda una “nueva jerga adolescente”, un nuevo código comunicativo basado en la representación sintética, a medio camino entre el telegrama y la telegrafía, y en la eliminación de los elementos vocálicos considerados como superfluos.

Existe todo un cúmulo de reglas acerca de cómo se escribe en SMS. Reproducimos a continuación algunas ellas:[39]

 

-          No se acentúa.

-          Los signos de interrogación y admiración van sólo al final.

-          Desaparecen la h y la e al principio de cada palabra.

-          Se suprimen las vocales en las palabras más comunes. Por ejemplo “mñn” (mañana), “dnd” (donde).

-          Se aprovecha entero el sonido de las consonantes t (te), m (me), k (ca)...

-          Se sustituye sistemáticamente la “ch” por “x” y la “ll” por “y”.

-          Se abrevian frases de uso más frecuente “tqk” (te quiero cariño).

-          Siempre que se pueda se utilizarán números y signos matemáticos, bien por su significado, bien por su sonido: “x” (por) + ó – (más o menos), 1 (uno/a), salu2 (saludos).[40]

-          Se resumen al mínimo el número de grafías y partículas: “tb” (también), “xa” (para), “xo” (pero). El signo de multiplicar sirve como sustituto de los sonidos “por”, par” y “per”.

-          Se aceptan todas las abreviaturas inglesas: “ok” (vale), “U” (you: tú).

-         Se suelen emplear los mismos emoticones[41] (iconos gestuales) que circulan por Internet en chats y correo electrónico: :-D sonriente, :-O asombrado, :-) contento, etc.

 

 

 

Si analizamos la “marca” Qtal, observaremos cómo la jerga SMS se convierte en el elemento motriz de la construcción de la marca. La construcción resultante constituye una verbalización sui generis, un icono aventajado transformado en seña de identidad para sus jóvenes destinatarios, por lo tanto un mecanismo de identificación y de vínculo directo entre “producto” y “target” (público-objetivo, público-meta, público-diana).

La representación icónica de este sistema abreviado de transmisión de mensajes se ha convertido en un logotipo identificador de una “comunidad imaginaria” de destino comunicativo, anclada en la realidad pero también fabricada ficticiamente a la medida de los media y a imagen y semejanza de su destinatario último: jóvenes adolescentes en su versión de usuarios restringidos de los servicios de la telefonía móvil (“mandar un mensaje es más económico que hacer una llamada”). Por lo tanto podemos pecibir cómo la marca “dice” mucho acerca de las pautas socioculturales de sus “consumidores”, las sublima, las exalta y las re-crea; se construye a tenor del uso de un código de intercambio de mensajes original y abreviado, y dicho código -sintetizado comprimido y transformado en Signo-marca- se vuelve a lanzar al contexto sociocultural de donde surge bajo la forma de emblema de cohesión grupal y de traslación de contenidos comerciales y corporativos. La marca verbaliza, semiotiza un hábito, un fenómeno y al mismo tiempo sirve de motor corporativo y publicitario para recabar mayor adepción a sus intereses económicos y mercantiles. Es la máxima expresión del consumo cultural instrumentalizado a través del consumo de los propios signos de representación e identificación.

 

· e-moción de Telefónica. Internet en la palma de tu mano:

 

 

 

 

 


Dentro del frenético desarrollo del fenómeno tecnológico de la telefonía móvil de segunda generación, un operador como Telefónica desarrolló su oferta global de servicios WAP (Wireless Application Protocol, Protocolo de Aplicación sin Cables), esto es, de acceso a Internet a través del términal móvil personal, bajo la simbolización de la marca que nos ocupa.

E-moción es una construcción basada en un doble juego conceptual fruto de establecer una alteración de la estructura formal de la palabra que sirve como sostén léxico a la marca.

Sobre el lexema “emoción” (‘estado de ánimo producido por impresiones de los sentidos, ideas o recuerdos que con frecuencia se traduce en gestos, actitudes u otras formas de expresión’, según el DRAE), cuya traducción semántica puede asociarse con el plano sensitivo humano y a su capacidad de conmoverse ante determinadas situaciones o vivencias –eso es lo que subyace tras el lexema-, se practica una intervención efectiva introduciendo un guión gráfico entre la primera inicial y el resto de la palabra. De esa forma la “emoción” se convierte en “e-moción”, asimilándose a la fórmula universal –de origen informático- que designa cualquier manifestación mediada vía Internet, esto es, digital y electrónicamente: en esa línea aparecen las construcciones e-mail (electronic mail, correo electrónico), e-business (electronic business, comercio electrónico), e-learning (electronic learning, enseñanza electrónica, enseñanza a través de la red) y un largo etcétera. La fórmula (e-) + se ha convertido en un procedimiento nominador de naturaleza sintética o abreviada para referirse a cualquier actividad vinculada con el intercambio dentro del entorno Web. Este recurso onomasiológico –prácticamente universal, dentro de la “aldea global” de este nuestro cibermundo, más vinculado a un gran barrio residencial que al componente tribal y significante de la aldea- aparece en la génesis de la marca “e-moción” donde se dan la mano el componente “humano” y el componente “tecnológico” en una clara simbiosis significante para transmitir la identificación de un servicio vinculado con el ámbito de los servicios “digitales” pero que no renuncia a su dimensión “social e individual”, gracias a la humanización por atributos de dicha marca. Una vez más la conexión con la esfera sociocultural se hace de una forma sutil pero directa, implicando a los destinatarios en una realidad objetual que surge como resultado de apelar a nuestro talante de sujetos. Paradógicamente contemplamos de nuevo cómo las empresas en su vertiginosa carrera por la evolución tecnológica, por la despersonalización, por el automatismo que hace que las máquinas sustituyan a los hombres, siguen abiertamente sensibles a manifestar -a través de sus elementos de identificación y a través de su comunicación y difusión- la reivindicación de la “humanización” como valor asimilable a sus propios patrones culturales y corporativos. Un cierto contrasentido.

 

· amena. Tu libertad:

 

 

 

 


Los mismos parámetros descritos acerca de la “humanización” de la cultura corporativa y su difusión final a través de los signos de identificación de la misma descritos en el caso de “e-moción” son válidos a la hora de referirnos a la marca “amena”.

“Amena” es el identificador verbal del servicio de telefonía móvil del operador Retevisión. En este caso podemos contemplar un símbolo donde se establece un puente de conexión con los destinatarios a través de su propia “humanización” gráfica. Tomando la imagen en espejo de una letra “e” se establece el encuentro de dos caras enfrentadas en estado de relación comunicativa. Por su parte, el propio juego gráfico de variar la orientación en la letra “e” del nombre –del logotipo-, además de una licencia gráfica –que, en teoría, imposibilitaría su correcta lectura- es un “juego creativo” que redunda en la misma idea de humanizar aún más dicho nombre. Recordemos que el adjetivo “amena” significa, según el diccionario, ‘grato, placentero, deleitable’, por lo tanto encontramos una vez más un proceso de prosopopeyización semántica, esto es, la atribución de cualidades humanas y la asociación de estas a la marca. Pensemos que desde un punto de vista analógico y motivacional, nada tiene que ver la voz “amena” con un servicio de telefonía móvil. El vínculo es totalmente convencional y arbitrario y la única razón aparente es la asociación, la traslación de determinados valores o atributos hacia la marca como emblema que transmite las bondades anímicas, emocionales y distractivas que puede llevar implícito ser consumidor del servicio. De nuevo la marca “dice” pero también fomenta que se “diga” de ella.

 

· Community-Clio. Entra en la Comunidad:

 

 

 

 

 

 

 


Renault ya inició con su campaña JASP (< ver paralelismo con el acrónimo anglosajón WASP), para el modelo Clio –un vehículo destinado a un segmento de público eminentemente juvenil- una línea de comunicación basada en la creación de códigos a la medida de sus destinatarios.

Si en el caso de JASP, ya se apelaba al concepto de “colectivo” (un grupo de “Jóvenes Aunque Sobradamente Preparados”), con la campaña presidida por la imagen entre ténebre y sectaria de este supuesto símbolo hermético y cabalístico, la firma Renault y el modelo Clio protagonizan un fenómeno comunicativo e identificador que se conforma a través de la ocultación y de la intriga, de la construcción de una pseudo-marca que no identifica esta vez a ningún producto tangible o intangible –aunque indirectamente la imagen se asocia con la marca madre- sino a los propios consumidores del mismo. “El nuevo Clio es un producto para aquellos que forman «The Community». La Comunidad. La imagen sintética de un logotipo cabalístico ha de transportarnos a la metafísica de la personalidad. Aquel que porta el símbolo es un elegido, es un superviviente de la realidad.”[42]

La fuerza del símbolo cabalístico –que no es otra cosa que la representación adecuadamente tratada del diagrama del cambio de marchas que todo vehículo de cambio manual porta en el pomo de su palanca de velocidades, una muesca que deja en la palma de la mano impreso el dibujo de la palanca de cambios del Renault Clio como signo de “marcación” de los “elegidos”- reside en la ocultación de la referencialidad hasta el último momento. Algo que sólo puede “descubrirse” si se es espectador del spot de televisión con que la marca difundió dicho símbolo de cohesión.

 Desvelada esa intriga, la marca verbo-icónica –como indicábamos– identifica, señala y ubica a los consumidores, no al producto. El peso específico del colectivo de referencia y pertenencia se vislumbra como el verdadero protagonista del ciclo comunicativo corporativo y publicitario. Una “comunidad” imaginaria de seres cohesionados en torno a un vehículo. Recordemos las palabras de Gonzalo Abril –ya citadas-: “un colectivo que comparte ciertas sensibilidades, estilos rituales, repertorios iconográficos”. A esta noción se apela con la marca examinada.

 

5.- A modo de conclusión

 

El sucinto análisis de las marcas propuestas en el apartado anterior pone de manifiesto lo que ha sido una constante en el desarrollo del presente trabajo: considerar la marca en el contexto actual como un motor semiótico múltiple que incide directamente en los mecanismos de producción, circulación y consumo de sentido, vinculados al ámbito del contexto sociocultural. Palabras, símbolos y la conjunción de ambos que traducen asociaciones pero que, sobre todo, ponen de manifiesto expectativas, emociones y vínculos humanos con la realidad comercial. Realidad que es consumida a través de sus propios signos de identificación. Marcas que son consumidas como productos culturales y percibidas como elementos de alianza, de cohesión, por parte de sus propios receptores e interpretantes. Marcas que constituyen una reserva simbólica y una manifestación de la comunicación en su versión de creadora de sentido. Y es que -recordando a modo de conclusión las palabras expuestas por nosotros en un momento de este trabajo- la marca consigue elevar al rango de significación una suma diversa de experiencias, sensaciones y estimaciones, apropiándose de ellas y devolviéndolas al contexto sociocultural -donde han sido halladas, seleccionadas y consensuadas- en forma de mensajes exultativos que remiten inequívocamente a su propio estatuto de signo asociado a una realidad corporativa, mercantil, en una palabra.

 

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[1]González Martín, J. A. (1996): Teoría general de la publicidad. Madrid: FCE, pp: 15-16.

[2]Sánchez Guzmán, J. R. (1993): Teoría de la publicidad. Madrid: Tecnos, p: 416.

[3]Sierra, F. (s.d.): “La publicidad”, en URL:

 http://members.es.tripod.de/TeoriaInformacion/texto/ teorinf.html, p: 4.

 

[4]Benavides, J. (1997): Lenguaje publicitario. Madrid: Síntesis, pp: 12-13.

 

[5]Ibidem, p: 22.

[6]Ibidem, p: 24.

 

[7]Benavides, J. (1995): "La presencia de la publicidad en la construcción de la cultura cotidiana", en Especulo, 1. Madrid: UCM;URL: http://www.ucm.es/info/ especulo/numero1/benavid.htm.

[8]Cfr. Benavides, J. (1997): Op. cit., pp: 245-246. A la hora de caracterizar el discurso publicitario, el autor no lo vincula únicamente con un determinado lenguaje o conjunto de lenguajes, sino más bien lo identifica con una manifestación “que desborda la estricta acción comunicativa, y que configura espacios de sentido para el individuo y los grupos sociales”. En cierto modo, la tesis de fondo abunda en la idea de que “el discurso publicitario es uno de los mejores ejemplos de cómo los discursos sociales se desarrollan y proyectan en la vida cotidiana de los sujetos, los grupos y las instituciones” o, dicho de otro modo, “el discurso social-publicitario configura y expresa un conjunto de escenarios comunicativos, donde los individuos, los grupos sociales y las propias organizaciones se interrelacionan y, por ende, demarcan los contextos que definen y desarrollan los problemas relacionados con la identidad individual y social”.

[9]Sierra, F. (s. d.): Art. Cit., p: 1.

[10]González Martín, J. A. (1982): Fundamentos para la teoría del mensaje publicitario. Madrid: Forja, p: 16. Por nuestra parte, en trabajos anteriores a éste hemos llamado la atención acerca del sentido etimológico de la palabra comunicación (< CUM + MOENIA/MUNIO, esto es, espacio físico, cercado con murallas, por extensión ‘recinto común’) como morada común donde todos los pertenecientes a dicho “recinto” participarían de un intercambio central o periférico de ideas, energías, pensamientos o información (cfr. San Nicolás, C., 2000: “Persuasión y alteridad. Breve apunte sociosemiótico sobre la provocación en publicidad”, en Sphera Pública, 0. Murcia: DM/UCAM, pp: 179-185).

[11]Cfr. Ibidem, p: 17: “La comunicación ha de concebirse, esencialmente, como un transporte de energía, pero de energía modulable de manera diferente, ya que esta maleabilidad es lo que posibilita la transmisión de mensajes, transmutando el transporte energético en transporte informativo; ahora bien, el simple transporte no puede ser considerado comunicación, si la energía que se libera no está modulada o, al menos, posee la capacidad de serlo, este circuito no puede considerarse como un sistema de comunicación”.

 

[12]Lotman, I. M. (1996): La semiosfera (I). Madrid: Cátedra, p: 24.

[13]Citado por Lozano, J. (1998): "La semiosfera y la teoría de la cultura", en Especulo, 8, marzo-junio. Madrid: UCM, en URL: http://www.ucm.es/especulo/numero8/lozano.htm

[14]Cfr. Floch, J. M. (1993): Semiótica, marketing y comunicación. Bajo los signos, las estrategias. Barcelona: Paidós, p: 23. En la página 33 de este mismo trabajo el autor reproduce una interesante cita de A. J. Greimas a propósito de la necesidad de vincular cualquier estudio sígnico, considerando siempre el contexto como escenario fundamental para configurar un análisis fidedigno de las formas significantes y los sistemas de significación donde se hallan inmersas dichas formas. En ese sentido comentaba Greimas: «Fue al comprobar, después de un trabajo de cinco o seis años, que la lexicología no conducía a ninguna parte –que las unidades, lexemas o signos, no conducían a ningún tipo de análisis, no permitían la estructuración ni la comprensión global de los fenómenos– cuando comprendí que es “bajo” los signos donde ocurren las cosas. Evidentemente, una semiótica es un “sistema de signos”, pero a condición de sobrepasar dichos signos y mirar, repito de nuevo, lo que pasa bajo los signos».

[15]Sierra, F. (s.d.): Art. Cit., p: 4.

[16]Cfr. Sodré, M. (1998): Reinventando la cultura. La comunicación y sus productos. Barcelona: Gedisa, pp: 31-33. Muniz Sodré recoge en síntesis crítica las opiniones de Baudrillard, considerándolas como fruto de una hermenéutica analógica de inspiración sofista: «Siendo teórico y “escritor” (mezcla de sociólogo, filósofo y poeta), Baudrillard a veces radicaliza sofísticamente sus posiciones, imprimiéndole a sus textos un tono espectacular. Tomando como referencia la apocalíptica cultura corporativa de final de siglo –que convierte símbolos y valores tradicionales en simulacros o imágenes publicitarias-, presenta la realidad como despojada de toda objetividad que no sean simulacros o signos reversibles. Así, por ejemplo, Disneylandia sería un simulacro de una Norteamérica imaginaria, del mismo modo que Norteamérica sería un simulacro de Disneylandia. Lo real sería generado por una especie de sistema cerrado de símbolos puros». A pesar de que Muniz Sodré víncula los postulados de Baudrillard con una situación finisecular aparentemente superada, dichas cuestiones vuelven a adquirir plena vigencia en el contexto de la tecno-cultura actual. En toda la lógica de lo “virtual”, asociada al fenómeno internet, se manifiesta mucho más abiertamente, quizás con cierta explicitud, las consecuencias de una cultura mediático-cotidiana basada en la creación y re-creación de sentidos, con fiel reflejo en el ámbito de la representación publicitaria y en el contexto corporativo como sistema simulado de relaciones, proyecciones y percepciones (pensemos por ejemplo en toda la dimensión de la Imagen como activo corporativo, que analizaremos con posterioridad).

[17]Cfr. Villafañe, J. (1992): “La gestión estratégica de la imagen corporativa”, en Área 5, 1, septiembre-diciembre, pp: 3-23 y también (1998): Imagen positiva. Gestión estratégica de la imagen de las empresas. Madrid: Pirámide.

 

[18]Cfr. Costa, J. (1989a): "La marca (II)", en Visual, Nº 7, Año II. Madrid: Blur Ed. pp: 28-33.

 

[19]Costa, J. (1987): Imagen global. Evolución del diseño de identidad. Barcelona: CEAC, pp: 37-38.

[20]González Martín, J. A. (1996): Op. cit., p: 191.

 

[21]Sobre los conceptos latencia, saliencia y pregnancia, véase Pottier , B. (1993): Semántica general. Madrid: Gredos, pp: 59-68 y también (1998): “El título como microtexto”, en Estudios de Lingüística Textual. Homenaje al Profesor Muñoz Cortés. Murcia: Universidad. Hemos aplicado esta categorización, parafraseando a Pottier, al ámbito de la corporatividad significante de las marcas como “productos” de consumo sociocultural. Así, podemos asociar la noción de latencia con la totalidad de los elementos perceptibles en el plano físico de la marca (planos verbal y/o icónico), la saliencia con la predominancia de uno de ellos sobre el resto y la pregnancia con los valores simbólico-“invisibles” presentes en la marca en su interacción sociocultural con los ámbitos del emisor y el receptor, considerado éste último también como interpretante.

 

[22]Para D. Ogilvy, fundador de la célebre agencia Ogilvy & Mather, la “imagen de marca” es un criterio de trabajo que considera que lo que se mantiene en el tiempo, antes que un determinado mensaje asociado de manera creativa a un determinado producto para poner en evidencia su ventaja competitiva, es precisamente su proyección, su representación metal. Así, consideraba que cada anuncio, cada acción publicitaria debía tenerse en cuenta, siempre, como una contribución al símbolo complejo que representa la imagen de la marca y esta debía plantearse como un esfuerzo estratégico y continuado a medio-largo plazo. Para ampliar esta noción, véase Ogilvy, D. (1967): Confesiones de un publicitario. Barcelona: Oikos-Tau.

[23] Caro, A. (1994): La publicidad que vivimos. Madrid: Eresma & Celeste, pp: 141-142.

[24]González Martín, J. A. (1996): Op. cit., pp 192-193.

 

[25]Aprile, O. (2000): La publicidad estratégica. Buenos Aires: Paidós, pp: 100-101.

[26]Péninou, G. (1976): Semiótica de la publicidad. Barcelona: Gustavo Gili; la versión original francesa, Intelligence de la Publicité: Étude sémiotique, fue editada en el año 1972, en París: Éditions Robert Laffont.

 

[27]Péninou, G. (1976): Op. cit., p: 91.

[28]Ibidem, p: 97.

[29]Como nos recuerda Christian Regouby “logotipo significa emblema tipográfico permanente propio del diseño de las “letras” de una marca. El lenguaje (logo) de una tipografía (typo). En sentido amplio, nos damos cuenta que el uso de la palabra logotipo tiene un sentido más general que incluye el conjunto de los signos gráficos simbólicos constitutivos de la marca para un producto o firma”. Véase Regouby, Ch. (1988): La comunicación global. Cómo construir la imagen de una empresa. Barcelona, Gestió 2000, p. 88. No obstante, para evitar la confusión entre las nociones de logotipo (verbalización tipográfica de una marca) e identificador básico (símbolo + logotipo), autores como Justo Villafañe emplean la noción de “logosímbolo” precisamente para referirse a ese elemento normalizado que capitaliza la función principal de la identificación visual corporativa. Por lo tanto, logotipo=componente verbal, símbolo=componente icónico y logosímbolo=la construcción fruto de la suma de ambos.

[30]Cfr. González Martín, J. A. (1982): Op. cit., pp: 27-28 y (1996): Op. cit., pp:201-202.

[31]Cfr. Metz, Ch. (1975): “Lo percibido y lo nombrado”;

http://www.otrocampo.com/4/lopercibido.html

[32] A pesar de que la naturaleza de la marca puede considerarse como no únicamente verbal, y en su actuación o performancia cotidiana es de reconocer que cada vez tiene más peso visual y semántico el componente icónico, hemos de tener en cuenta que el elemento verbal sigue ostentando la capacidad denominadora, necesaria en la mayor parte de las marcas. Aún en aquellas que han prescindido estratégicamente de dicho componente –pensemos por ejemplo en el caso de la “ráfaga” de la firma multinacional NIKE, donde se omite la “marca lingüística” (el logotipo), simplificándose visualmente únicamente con el símbolo cuyo correlato verbal en inglés es la onomatopeya «Swoosh!»–­ hay que reconocer un “vacío estratégico”, una omisión intencionada, fruto de una estrategia predicativa por cargar la marca con valores y atributos de especificidad y diferenciación con respecto al resto de marcas de la competencia; aún así, dicho vacío verbal viene a evidenciarnos que el componente denominador sigue siendo necesario a la hora de identificar y ubicar la marca en la cotidianeidad del discurso social; de hecho podemos constatar dos fenómenos: uno, que el nombre, aunque no expreso gráficamente, siga empleándose para designar la marca –es el caso referido de NIKE- y dos, que la creatividad popular recree nuevas denominaciones –connotadoras en la mayoría de los casos- para referirse a los símbolos huérfanos de nombre: pensemos en aquellas marcas re-bautizadas como la célebre “alcachofa” para referirse al nuevo símbolo gráfico utilizado por el PSOE como remedo de su célebre e ideológica “rosa”, o, sin ir más lejos el nombre “TORO” para referirse al símbolo identificador de la firma Osborne, hoy en día convertido en signo de nuestra cultura terruña y, por mor de la paradoja mercadotécnica, resucitado y transformado en una “nueva marca” de una bebida de la misma firma. En estos casos nos encontramos con un fenómeno más cercano al álias o al apodo que al nombre propio como tal, aunque –en tanto sustituto funcional- dichos nombres cumplen la misma misión de la denominación como dispositivo identificador e individualizador dentro del propio discurso social de la marca. Para Joan Costa (1987): Op. Cit, p.63, la capacidad de ser nombrada con una palabra del lenguaje corriente es un factor importante de asociación entre la marca icónica y la cosa representada o evocada. La “estrella” de Mercedes-Benz, el “cocodrilo” de Lacoste son ejemplos de esa virtualidad de las marcas por ser verbalizadas por el público. “La espontaneidad con que un campo social otorga a una figura gráfica un determinado nombre, implica una asociación inmediata y fuerte, y más duradera en la memoria que cuando no se puede nombrar”. Otra cosa distinta es emplear –como en el caso reseñado de TORO- esos mecanismos “espontáneos” como nutrientes de un nuevo movimiento publicitario y mercadotécnico “re-bautizando” determinadas marcas nombrables asociándolas a nuevos productos. En ese caso a una clara explotación corporativa de un mecanismo de doble dirección: la marca se incorpora a la memoria gestáltica del público, a su memoria cromática y, al mismo tiempo, se incorpora a su memoria verbal, tal y como nos refiere Costa.

[33] Cfr. Metz, Ch. (1975): Art. Cit.

[34]Cfr. Sánchez Guzmán, J. R. (1989): Marketing Comunicación. Madrid: Ciencia 3 Distribución, p. 394.

[35]Cfr. Rifkin, J. (2000): La era del acceso. La revolución de la nueva economía. Barcelona, Paidós. Para el autor, “en el futuro un número cada vez mayor de parcelas del comercio estarán relacionadas con la comercialización de una amplia gama de experiencias culturales en vez de con los bienes y servicios basados en la industria tradicional. El turismo y todo tipo de viajes, los parques y las ciudades temáticas, los lugares dedicados al ocio dirigido, la moda y la cocina, los juegos y deportes profesionales, el juego, la música, el cine, la televisión y los mundos virtuales del ciberespacio, todo tipo de diversión mediada electrónicamente se convierte rápidamente en el centro de un nuevo hipercapitalismo que comercia con el acceso a las experiencias culturales. La metamorfosis que se produce al pasar de la producción industrial al capitalismo cultural viene acompañada de un cambio igualmente significativo que va de la ética del trabajo a la ética del juego. Mientras que la era industrial se caracterizaba por la mercantilización del trabajo, en la era del acceso destaca sobre todo la mercantilización del juego, es decir la comercialización de los recursos culturales incluyendo los ritos, el arte, los festivales, los movimientos sociales, la actividad espiritual y de solidaridad y el compromiso cívico, todo adopta la forma de pago por el entretenimiento y la diversión personal. Uno de los elementos que define la era que se avecina es la batalla entre las esferas cultural y comercial por controlar el acceso y el contenido de las actividades recreativas” (pp: 17-18).

[36]Hernández, C. (1998): “Creatividad publicitaria y contexto social”, en ZER, 4, mayo,  http://www.ehu.es/zer/caridad11.html

[37]Para Gonzalo Abril, la noción “comunidad imaginaria o estética” hace referencia a aquellos colectivos que “comparten, más que cogniciones y modos de interpretar, ciertas sensibilidades, estilos rituales, repertorios iconográficos, pautas proxémicas (de contacto y relación), vocabularios experienciales característicos. Las comunidades imaginarias modernas, más que interacciones cara a cara, se sustentan en la reelaboración de fragmentos discursivos de la cultura mediática, una cultura transnacional o cuando menos no local ni territorial (...) Comunidades imaginarias son las mal llamadas «nuevas tribus» o «tribus urbanas» contemporáneas (es decir, las subculturas juveniles massmediadas), cuyos rituales, estilos, signos de identidad, etc. proceden de fuentes mediáticas (y por ende transnacionales) antes que interpersonales. Pero son comunidades imaginarias, también cualesquiera «sectores de consumidores» en la medida en que comparten ciertas representaciones sobre modos de vida y sobre la distribución del gusto y el prestigio (por ejemplo, las imágenes asociadas a las marcas), determinadas prácticas y preferencias de consumo, modos de sentir, de experimentar afinidades, etc”. Véase, Abril, G. (1997): Teoría general de la información. Datos, relatos y ritos. Madrid: Cátedra, pp: 55-56.

[38]Cfr. Hernández, C.: Art. cit.

[39]Cfr. “Un jeroglífico en el móvil”, Diario El País, 18/3/01; también accesible en http://perso.wanadoo.es /jupin/filosofia/un_jeroglifico_en_el_movil.html

 

[40]Recordemos por ejemplo que la marca de un célebre operador de telefonía es precisamente UNI2, en una apelación directa al recurso o giro –de origen anglosajón, i. e., U2 (you-too, tú también)– de atribuir valor verbal al signo numérico.

[41]Los “emoticones” (síntesis de emotion + icon) son símbolos gráficos cuya misión es representar estados de ánimo (emociones) utilizando los signos del teclado informático. Constituyen un sistema universal de transmisión y han proliferado en chats y mensajes de correo electrónico. Se leen inclinando la cabeza hacia el lado izquierdo.

[42]Cfr. Rodríguez de la Flor, F. (s. d.): “Imagen: Vehículo Trascendental”, en http:// www.ciberkiosk.pt/ MEDIA/fabio.htm



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NÚMERO 3 - MARZO 2002